Isidro Labrador,
quita el agua y pon el sol Texto e ilustraciones Pascuala Corona
Isidro Labrador,
quita el agua y pon el sol
Pascuala Corona Texto e ilustraciones
H
ace muchos, muchísimos años, en tiempos del Cid Campeador, nació en la Villa de Madrid un niño al que llamaron Isidro, en recuerdo de Isidoro, un santo obispo de Sevilla.
Sus padres eran labradores, vivían del trabajo de sus manos. Ellos le enseñaron el amor a Dios, a los pobres y, muy especialmente, a la naturaleza. Desde pequeño acompañó a su padre en las labores del campo
y se encariñó con la tierra. Así fue conociendo las diferentes semillas y aprendió que al sembrarse germinan con el calor del sol y el agua de lluvia.
Asombrado, descubrió cómo después de sembrar las semillas de trigo aparecía la hierba, después la espiga y finalmente el grano, que una vez molido se convertía en harina con la que su madre hacía el pan de cada día. Con el tiempo también aprendió a dirigir a los bueyes, a conducir el arado y a empujar la carreta. Mientras sembraba, Isidro procuraba dejar caer fuera del surco algunos granos para alimentar a los pájaros del cielo. Muy pequeño quedó huérfano; entonces aprendió varios oficios, entre ellos el de pocero. Su trabajo consistía en cavar la tierra en distintos lugares del campo hasta encontrar agua. Sólo que él lo hacía sin necesidad de unas varitas que usaban otros buscadores de agua, y que servían para indicar el lugar donde creían que corría. A Isidro le bastaba decir: “Si Dios quiere, agua habrá…” Y agua encontraba siempre.
Eran tiempos de guerra en España, así que cuando en el año 1108 el temible emir almorávide Yusuf ben Tasufir, al mando de sus tropas invadió la región donde vivía, Isidro y muchos de sus pacíficos pobladores se vieron obligados, por miedo, a abandonar su tierra y a refugiarse en un lugar llamado Torrelagunas. Allí se puso a trabajar como jornalero y tuvo la fortuna de conocer a María Toribia de Uceda, moza sencilla y piadosa. María acostumbraba visitar por las tardes una ermita dedicada a Nuestra Señora de la Piedad, para ponerle flores en el altar y encenderle una lámpara de aceite. Sucedió que una tarde lluviosa, María, que ya para entonces era su mujer, tardaba mucho en regresar de la ermita. Preocupado, porque sabía que las aguas del río Jarama, que ella tenía que atravesar, habían crecido, Isidro salió a buscarla. Al llegar alcanzó a ver maravillado que en la orilla opuesta, ella extendía sobre el río su manto de blanca lana y con gran naturalidad, subiéndose en él como si fuera una barca ¡cruzaba al otro lado! María era, sin duda, un ser especial.
Pasó el tiempo y al quedar la región libre de moros, Isidro y su mujer decidieron regresar a la Villa de Madrid. Ahí entró a trabajar como jornalero con el caballero don Juan de Vargas, dueño de una finca y de muchas tierras de cultivo. Isidro era muy caritativo, todas las mañanas cuando salía para su trabajo decía a su mujer: —Te pido queridísima esposa, que si sobra alguna ración de comida se la des a los pobres. Cuentan que en una ocasión en que ya no quedaba alimento, llamó a la puerta un limosnero que tenía mucha hambre. María sabía que en la olla ya no quedaba nada, pero quiso mostrársela para que comprendiera porqué no podía darle algo. Cuál no sería su sorpresa cuando al llegar a la cocina descubrió que la olla que hacía unos instantes estaba vacía ¡se encontraba rebosante de un rico puchero de verduras con carne de vaca! Así pudo darle de comer, y desde entonces en aquella olla mágica siempre había comida cuando algún pobre llegaba a su puerta.
Una mañana, María confió a su marido que iban a tener un hijo. Isidro se puso feliz y pensó: que el niño bajaría del cielo como la lluvia, y él se convertiría en tierra para recibirlo. Cuando nació le pusieron el nombre de Juan, como su patrón; pero sus abuelos lo llamaron siempre Illan, que en mozárabe significa Juan. Con el tiempo Juan se convirtió en un niño travieso. Una tarde mientras perseguía una rana, se cayó de cabeza en el pozo de la casa, el cual era muy profundo. Al oír sus gritos, su madre acudió asustada y se puso a llorar porque no lo podía sacar. Isidro, sin perder la calma ante lo imposible, se puso a rezar en silencio, pidiéndole a Dios que su hijo no se ahogara. Entonces, como por encanto, ¡el agua empezó a subir y subir hasta llegar al brocal del pozo y les devolvió al pequeño empapado, pero vivo y sonriente!