15 de diciembre de 1839
Navegamos rumbo a México. El rey de España ha nombrado a mi esposo embajador en esta nueva república, que hace unos veinte años todavía era una colonia española. En estas páginas, quisiera escribir mis impresiones de la vida en este lejano país, tan lleno aún de misterios.
El diario de una marquesa
En altamar, de pronto, cambiaron los vientos y hubo rayos, lluvia, tormenta. Le llaman “el norte”. Nuestro barco se tambaleaba como un borracho. Se levantaban las olas embravecidas, crujían las maderas y los pasajeros se resbalaban, rodaban por cubierta. La vela del barco se rasgó como una hoja de papel.
Con lentitud, nos fuimos acercando a la costa hasta que Veracruz apareció frente a nuestros fatigados ojos: el contorno militar de San Juan de Ulúa y la ciudad llena de grandes pájaros negros llamados zopilotes. Se iniciaron los preparativos para abandonar nuestra prisión flotante.
El elegante cochero cerró las puertas de nuestra diligencia. Todo en regla, un latigazo a las mulas ¡y adelante hacia la ciudad de México!
Los caminos son muy malos. Todo se rompe, ya que las mulas que cargan nuestros baúles los zarandean al compás desigual de su trote. Se reventó una de nuestras maletas y su contenido fue a dar a una barranca. ¡Cuántos vestidos echados a perder!