Mi abuela Romualda Pascuala Corona
Texto e ilustraciones
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abía una vez un niño llamado Francisco que vivía en San Juan Yalalag, una villa zapoteca de la Sierra de Oaxaca. Esa mañana regresaba alegremente de la
escuela donde su maestra juchiteca le abría el mundo. El día era tan caluroso que al llegar a su casa encontró guajolotes y gallinas a la sombra de los limoneros; las piedras brillaban y el encalichado blanco de la casa reflejaba una luz cegadora.
Al entrar encontró
a Juana, su madre, en la cocina, doblegada sobre su metate, moliendo la masa y echando tortillas que, una vez cocidas en el comal,
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servirían de alimento a toda la familia. De pronto, se oyó el ladrido del perro casero anunciando que su amo regresaba de las labores del campo. Todos se reunieron para saborear una iguana guisada con chile pasilla, acompañada de frijoles de olla y blancas tortillas. El perro estaba atento al más pequeño movimiento de los niños para pescar en el aire los pocos bocados que le arrojaban. El padre les dijo que el martes siguiente, cuando se ponía el mercado bajo un umbroso laurel, irían a comprar café de Choapan, ollas mixes, un ceñidor de zoyate hecho en la mixteca, para Juana, y golosinas para los niños.
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Al terminar de almorzar, el padre se encaminó a casa del
herrero, y Juana, como todos los días, llevó a los niños pequeños a dormir la siesta. A Francisco, por ser el mayor, le tocaba barrer el corredor, extender los petates para sentarse a desgranar las mazorcas que antes habían puesto a asolear y arrimar los chiquihuites donde ponían los granos. Entonces, su madre regresaba. Acomodada sobre la estera, se ponía a desgranar las mazorcas con sus dedos sabios y fuertes. Francisco disfrutaba esos ratos, pues a ella le gustaba hablar de tiempos idos y a él, escucharla.
– Mamá − le preguntó − ¿El día de la fiesta de Santa Rosa, te
pondrás tu collar de cuentas de plata y corales con la cruz de Yalalag? En todo el pueblo no hay otro tan bonito. Siempre dices que era de tu mamá, pero nunca me has contado más. Hoy háblame de ella, de mi abuela Romualda.
– Verás… − contestó la madre − Cuando sus papás se casa-
ron no pudieron tener hijos enseguida. Entonces, como es costumbre, fueron en peregrinación a Juquila a pedirle a la Virgen que les concediera tener familia. Su madre hizo una camisita pechera de niño y la dejó colgada en el árbol del pedimento. La Virgen escuchó sus ruegos y tiempo después nació Romualda.
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Pero su papá no quiso ir a pagar la manda que había prometido a la Virgen porque él había pedido un varón y no una niña. Aun así, acabó por conformarse y después se encantó con ella. Romualda llegó a este mundo con la luna llena de marzo al peso de la noche. Al amanecer, la comadrona salió a buscar la señal acostumbrada en la ceniza que había regado la víspera para saber cuál sería su tona o bennelhargo, un animal que había nacido al mismo tiempo que ella; pero en vez de huellas, junto a la cerca de carrizo, entre las cenizas del temascal, encontró el esqueleto de un pescado, el que sería su doble. La comadrona comentó que al estar descarnado, presagiaba el nacimiento de un ser muy espiritual.
Y la llamaron Romualda, porque así lo quiso su madrina. En
el bautizo abundaron las flores para cubrir a la recién nacida; no faltaron los tamales de frijol ni los jarros de champurrado, mucho menos el pan dulce.
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