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Relatos sobre el mole. Preliminares para un acercamiento a la educación patrimonial
PATRIMONIAL
Relatos sobre el mole
PRELIMINARES PARA UN ACERCAMIENTO A LA EDUCACIÓN PATRIMONIAL
Sacnite Zarco Roldán*
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Mestizaje, mixtura, hibridación son temas fundamentales en la educación patrimonial. Su esencia transdisciplinaria permite a sus estudiosos recorrer métodos y conceptos provenientes de distintos campos y disciplinas –como en el caso que aquí nos ocupa: la historia cultural, la antropología, la geografía y la gastronomía–, así como articularlos con el quehacer pedagógico. Es el caso de la autora, quien tomando como punto de partida el mole, plato nacional en el que se refleja la diversidad cultural y natural de México, recupera la reflexión de Guillermo Bonfil Batalla sobre lo mestizo como preámbulo para presentarnos dos breves textos de Artemio de Valle-Arizpe respecto a tan sabroso tema.
a cocina mexicana se ha considerado como parte del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por toda la riqueza que guarda, además de ser una de las más diversas y exquisitas del cosmos. Esto se debe a la enorme herencia mesoamericana que nos han legado nuestros antepasados. Recuperar la cocina mexicana como objeto de trabajo de la educación patrimonial requiere, por lo tanto, una primera reflexión respecto a este legado.
Bonfil Batalla sostiene que la idea de lo mestizo se construye a partir del componente biocultural:
* Pasante de las licenciaturas en Pedagogía e Historia, Facultad de Filosofía y Letras-UNAM. Miembro del Taller de Educación
No Formal Educación Patrimonial del Colegio de Pedagogía.
Este texto forma parte de los preliminares de su tesis de licenciatura en Pedagogía. Es común afirmar que México es un país mestizo, tanto en lo biológico como en lo cultural. Desde el punto de vista somático, el mestizaje se advierte, en efecto, en amplios sectores de la población, aunque la intensidad sea variable y predomine en muchos grupos la presencia de rasgos indígenas.1
1 Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, México, Grijalbo / Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, 1987, p. 40.
Es imposible no hablar de mestizaje y resulta difícil concebir ahora una cultura auténticamente indígena. En ese sentido, el mestizaje cultural resulta complejo por la apropiación de expresiones como el idioma, la religión, los componentes alimentarios, la música, la economía y las formas y dinámicas de organización social y política. El mestizaje, pues, se presenta de diferentes formas, no es uniforme.
En cuanto a lo biológico, Bonfil Batalla destaca como diferencia y en relación con el grupo dominado, la idea de superioridad:
…la mayor o menor amplitud del mestizaje biológico no implicó en ningún momento que la sociedad colonizadora renunciara a la afirmación ideológica de su superioridad racial ni que dejara de marcar enfáticamente las diferencias somáticas que la distinguían del abigarrado conjunto de pueblos dominados.2
Esta idea recuerda las teorías creadas para justificar muchos de los etnocidios tanto en Australia, como en África y América. Pareciera que la idea de superioridad racial sigue dominando de una u otra forma, tanto en quienes se consideran superiores como en la otra parte, que niega o desconoce dichos orígenes y aspira a ser como el otro, a quien admira.
…las implicaciones que tiene el desigual mestizaje que presentan amplias capas de la población, la preponderancia absoluta de rasgos indios en muchos grupos y su ausencia, o su presencia muy débil, en otros. El rostro indio de la gran mayoría indica la existencia, a lo largo de cinco siglos, de formas de organización social que hicieron posible la herencia predominante de esos rasgos; tales formas de organización permitieron también la continuidad cultural.3
2 Ibid., pp. 40-41. 3 Ibid., p. 41.
El mestizaje biológico trae consigo una fuerte carga de discriminación. Pareciera que ser mestizo es acercarse más a lo indígena y, a su vez, que ser indígena supone ser más pobre en el sentido material y cultural. Por lo tanto, ser mestizo con esa fuerte carga indígena es aquello que no se desea, que se rechaza, en el imaginario dominante; y éste domina no sólo en quienes se consideran occidentales, sino en los otros grupos que se niegan a sí mismos. El mestizaje biológico es producto también de una violencia y una cultura que ha debido sortear diversas maneras de opresión.
La construcción de lo mestizo proviene de la Conquista, y para este momento el hecho resulta interesante por la formación orientada, de una u otra manera, a excluir cualquier carga predominante indígena frente a las ideas de ser mejor, tener éxito, sentirse superior a partir de la capacidad de consumo y la admiración por lo extranjero. Esto es producto, más que de una imposición, de la falta de conocimiento y comprensión de la herencia inmaterial, de los diversos significados que tienen los grupos respecto a lo geográfico, lo socio-antropológico, y los valores culturales que representan sus costumbres y prácticas cotidianas.
La ausencia de una identidad étnica india es un elemento de significación mucho más profunda, porque revela que se ha roto el mecanismo de identificación que permitía delimitar un “nosotros” vinculado a un patrimonio cultural que se consideraba propio y exclusivo. La cultura india subsiste, en gran parte; pero ya no se identifica el grupo que la concibe y la maneja como un todo articulado sobre el cual sólo los integrantes del grupo tienen derecho a decidir.4
4 Ibid., p. 79.
De ahí que, el reconocimiento de la ausencia de identidad étnica india “pura” parece útil para abordar el tema que me intersa: el mole como expresión del mestizaje. Si bien sabemos que la ideología dominante violentó tal identidad a lo largo de la historia, persiste una importante necesidad de reconstruirla desde la historia cultural, pues, de acuerdo con Peter Burke, “Aunque el pasado no cambie, la historia debe escribirse de nuevo en cada generación para que el pasado siga siendo inteligible en un presente cambiante”.5
Y en esta tarea de escribir la historia, el mole, como elemento cultural que emerge desde la gastronomía, es una viva expresión del mestizaje, no visto como mera pérdida o negación, sino a partir de su valor como creación. Si bien, en muchas de las fuentes consultadas se recrea y describe su origen y autoría, en la actualidad se formulan algunas críticas a esas descripciones pues se busca resituar el valor de tal creación como resultado de un proceso de construcción. Lo importante, sin embargo, tomando en cuenta ambas elaboraciones, es todo lo que se ha construido en torno al platillo, y la confirmación de su pasado indígena y su transformación durante la Colonia, periodo en el que hoy se reconoce y glorifica su creación. Lo cierto es que ésta no habría sido posible sin la herencia indígena; véanse, para el caso, las descripciones de las salsas recuperadas por fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de la Nueva España.
Así visto, el ámbito culinario nos presenta procesos históricos que han enriquecido la cultura y nos hacen sentir orgullosos de comer y ofrecer un platillo como el mole que, debido a su elaborada preparación, el paladar no puede negarse a probar y a encontrar el gusto por tan suculento manjar producto del mestizaje. De
5 Peter Burke, Formas de historia cultural, México, Alianza, p. 239. esta manera, el mestizaje se expresa en lo que comemos, pues “somos lo que comemos”.
Bonfil Batalla alude a la idea del mestizaje para presentarnos la ideología del dominador, quien busca acomodar y justificar su lugar en una sociedad y, para hacerlo, se impone por la fuerza. Como producto de esa imposición, surge un mestizaje que funcionó como el grupo dominante suponía (como asimiliación total), pues las condiciones de cada grupo eran completamente desiguales. El problema que seguimos enfrentando es que en ese acomodo hay un intento por tomar en cuenta a los grupos indígenas y mestizos y tomar decisiones a partir de lo que se cree es mejor, pero bajo el supuesto de que sean ellos quienes se adapten a las condiciones que se piensa son las mejores del imaginario colectivo de los grupos dominantes. Claro ejemplo de ello es el que nos compete a los pedagogos, en lo educativo, donde se sigue creando:
…una enseñanza en función del México imaginario, al servicio de sus intereses y acorde con sus convicciones. Es una educación que niega lo que existe y provoca en el escolar una disociación esquizofrénica entre su vida concreta y sus horas en el salón de clases. Y a eso tiende explícitamente, porque la convicción de que la escuela es el camino de la redención pasa por una convicción más profunda: lo que sabes no tiene valor, lo que piensas [y yo diría también lo que se siente] no tiene sentido; sólo nosotros, los que participamos del México imaginario, sabemos lo que necesitas aprender para sustituir lo que eres por otra cosa.6
Ahora bien, fue México, como ningún otro país, donde se dio un verdadero mestizaje; sin embargo, éste también tuvo otro componente, el de los indios desindianizados.
6 Bonfil, op. cit., p. 184.
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El mole consiste en una salsa de una gran variedad de ingredientes vertida sobre piezas de guajolote. Es uno de los platillos más representativos de México
El problema puede verse mejor en los términos: los mestizos forman el contingente de los indios desindianizados. Es decir, a partir del proceso histórico a través del cual la población que originalmente poseía una identidad particular y distintiva, basada en una cultura propia, se ve forzada a renunciar a esa identidad, con todos los cambios consecuentes en su organización social y su cultura.7
En este sentido, el mestizaje también se compone de desindianización, de la desarticulación de las poblaciones indígenas que ante las actitudes de discriminación se asumen como no indígenas, renuncian a su identidad, dejan de hablar su idioma –uno de los componentes más determinantes de una cultura–, y con ello se pierde una herencia de conocimientos y creencias con siglos de historia. Y si bien no hay un abandono rotundo de la vida social en esa trasformación, a decir del autor, ésta ocurre principalmente en el campo de lo ideológico, “cuando las presiones de la sociedad dominante logran quebrar la
7 Ibid., p. 42. identidad ética de la comunidad india”. Y con el paso de tiempo, dichos grupos no se saben indígenas, no reconocen su origen.
En consecuencia, el mestizaje, lo mexicano, que se ha ido construyendo a partir de la historia de la Conquista y como proceso ideológico, tiene su componente racial y cultural. A este proceso se le atribuye la carga de la pérdida de identidad, la cual se justifica como necesaria para copiar lo diferente aunque no se acomode a las circunstancias reales.
En ese sentido, el mestizaje tendría que ser redefinido a partir de las ausencias de su historia y la memoria construida sobre él, las cuales se hacen presentes en todo momento con un sentido y un significado que debe conocerse y comprenderse, de ahí la importancia de recuperar la memoria patrimonial (la herencia cultural compartida) a partir de la historia cultural. Vale la pena, entonces, releer los breves textos siguientes en los que sus autores describen una “historia del mole” fincada en dichas ausencias. El lector habrá de interpretarlas según el sabor de boca de su herencia y valorar su validez como herramienta pedagógica para la educación patrimonial.
El Universal, domingo 14 de agosto de 1927 Columna “Del tiempo pasado”, “El mole”, por Artemio de Valle-Arizpe
www.biografias10.com El convento de dominicas de Santa Rosa estaba lleno de una angustia inocente y pueril. En todos los labios había oraciones: en todos los ojos las lágrimas nublaban la tersura candorosa de las miradas. La imagen que había en cada celda tenía una promesa más; fervorosa promesa de novenas, de ayunos, de cilicios, o suaves promesas de flores, de lamparillas de aceite, de velas escamadas o de paños bordados para los altares. Todas las monjas no hacían más que apretarse las manos, acongojadas. Peligraba la buena y noble fama del convento. El virrey estaba en Puebla. De todos los conventos, de todos los beateríos, le habían enviado guisados maravillosos para su mesa, guisados que elogió con golosas y floridas palabras, poniendo ojos vagos de beatitud. Del convento de Santa Rosa, aún no le habían enviado nada, teniendo, como tenían, tan preclara fama en el arte de guisar. Por esto estas cándidas y castas Artemio de Valle-Arizpe criaturas están en gran tribulación en la que parecía que el Señor las había abandonado. Todas las monjas envolvían en las largas miradas de congoja a Sor Andrea de la Asunción, que poseía pulidas manos de ángel para guisar, pero a Sor Andrea no se le ocurría ningún portento de aquellos con que pasmaba a toda la ciudad. Estaba Sor Andrea como sonámbula, con ademanes fugaces, no hablaba ni reía, sus ojos miraban soñadoramente a lo lejos; más que andar, se deslizaba como una blanca cosa de ensueño empujada por un viento manso. Cuando salía de aquellos trances largos contaba que su alma se le ausentaba lejos, muy lejos del mundo, volando como un pajarillo, y luego que se le cansaba se iba a descansar al Calvario, posándose en el clavo de los pies de la Cruz y que allí se ponía a mirar con embeleso al Señor y a beber de la sangre de aquellas llagas sabrosas, y otras veces, su alma, decía Sor Andrea, que era una abeja dorada, pequeña y sonora, que andaba libando como en flores, ya de aquí, ya de allá, de una en otra llaga de Cristo, de la cabeza, de la corona de espinas, de las manos, de los pies o ya del costado en donde solía meterse y bañarse. Después de estos largos y dulces raptos de su espíritu, miraba todo con caricia blanda, elevando su sonrisa hasta sus hermanas en religión y narraba cosas bellas, extrañas, suntuosas, y sus palabras se paladeaban entonces como algo exquisito y fragante y juntando lo ideal de arriba con lo real de abajo, se iba Sor Andrea con alma gozosa a la cocina, refulgente de azulejos, y aderezaba suculentas, esplendorosas maravillas. También el Señor anda por los pucheros, dijo la Santa Madre Teresa de Jesús. Sor Andrea de la Asunción era exquisita maestra en todas las refinadas artes de la gula, había hecho excelsas invenciones en que sin duda ángeles y querubines pusieron el celeste milagro de sus manos: aquellas calabacitas en nogada, aquel estupendo almen-
drado de carnero, de un sabor profundo, aquel salmorejo de carne de puerco, aquella fragante carne de puerco en granadino, aquellas tiernas lechillas de vaca en blancas cajitas de papel, aquellos sublimes frijoles refritos de ocho cazuelas, y los suculentos pichones a la criolla y los pichones tapados y los de príncipe enyerbados con toda una larga gama de sabores y las magritas encapotadas y los fondos de alcachofas al jerez. Todo esto era para morirse delicadamente de dicha. […] De pronto empezó a sentir Sor Andrea un suave zumbido interior que a veces se trasformaba en una delgada voz que le decía con claridad lo que deseaba, pero apenas lo iba a precisar, cuando se le deshacía en el pensamiento y entonces una inquietud extraña agitaba constantemente a la buena Madre, esa inquietud que precede a los grandes momentos de la vida. ¿Qué rico guisado iría a descubrir Sor Andrea de la Asunción? “El descubrimiento de una vianda nueva importa más para la felicidad del género humano que el descubrimiento de una estrella”. Todo el convento de Santa Rosa temblaba en una dulce angustia esperando la dicha de aquel nuevo manjar.
El Universal, domingo 21 de agosto de 1927 Columna “Del tiempo pasado”, “El mole”, Artemio de Valle-Arizpe, II parte
Pasó Sor Andrea el Domingo de Quincuagésima queriendo fijar aquellas leves hablas interiores, aquel run rún misterioso con que zumbaba en su alma la abeja de la gracia. El lunes comulgó en la cretícula comarcada en policromada y luminosa azulejería. Las vírgenes y santos miraban desde sus altares a Sor Andrea, dulcificando más sus rostros. Un grato sosiego se respiraba en aquel ambiente plácido. Sor Andrea se fue rápida hacia la cocina, llevaba ya encendida una gran idea. Le palpitaba la cruz del pecho, una sonrisa inefable se le difundía iluminándole el rostro; resplandecían con su santo regocijo sus grandes ojos aterciopelados. Entró en la cocina. Los azulejos del techo –de tres bóvedas–blancos, y cada uno con el temblor de una lucecita, los azulejos del lambrín, los azulejos de las paredes, los de los fregaderos, los de la fuente adosada al muro, los de los poyos, los de los vasares, los de los tinajeros, los que rodeaban, multicolores, las alacenas de hojas talladas, los azulejos de piso, refulgente, los de los vastos braceros, le sonreían con sus reflejos numerosos y claros; las cacerolas, los peroles y cacharros de cobre pulido y repulido, la reflejaron con cariño, felices de tenerla entre cada uno, blanca y númina. Sor Andrea, pensativa, se acercó al fogón. Ya iba a florecer la gracia de lo maravilloso. Le iba a dar Sor Andrea al arte culinario de México nuevas e insignes perfecciones. Unas monjas, reunidas en un grupo cándido en un rincón, veían a Sor Andrea con efusiva ternura, con suave bondad, ir y venir por la clara cocina entre las luces de los azulejos.
La tarde anterior había mandado matar Sor Andrea un guajolote que engordaron en el convento con nueces, castañas y avellanas, y que destinaban para guisarlo al señor Obispo. En una bandeja estaban ya cortadas las piezas. Inspirada cogió Sor Andrea de un
pote vidriado, chile ancho; de otro, chile mulato; de una caja michoacana negra y rameada sacó chile chipotle; y de otra hizo una cuidadosa y nimia selección de rabioso chile pasilla: secos y arrugados estaban todos estos chiles y crujían en sus manos como si estrujase las hojas de un viejo infolio. En una cazuela echó manteca y cuando empezó a chirriar, los tostó en ella y en un comal tostó ajonjolí revolviéndolo unciosamente con una cuchara. Cada granito subía su esencia olorosa por el aire y todos juntos la unieron para tenderla en el convento por encima del perfume de las rosas del jardín y de la sutil fragancia que emanaba de la capilla doméstica y de la que efluía de las chiquitas celdas. De las oreitas talaveranas del limpio vasar fue sacando Sor Andrea, clavos, pimientas, cacahuates, canela, almendras, anís, y de un tarro tomó graciosamente unas pulgaradas de cominos y empezó a moler todo eso mezclándolo en un almirez que, con los acelerados golpes de la mano de cobre, cantaba festivo. Del tibor chino, azul y blanco, en que se guardaba el chocolate monjil, tomó dos tablillas y las juntó a los ingredientes que acababa de moler y en el almirez volvió, alegre […] tintinear persistente con un claro repique de campana jubilosa. En otro almirez, también de voz límpida, machacó tomates, cebollas, ajos asados, recogiéndose melindrosamente la manga del hábito para que no se le quedara en ella ningún avillanado rastro cebollero. Luego, todas las especies las juntó con este ajo y con estas cebollas y con estos tomates, y a su vez, mezcló todo ello con los chiles y con unas tortillas duras que sacó de lo hondo de una olla alta, panzuda y oronda como cura de aldea, y en seguida, ¡válgame!, con qué santidad, con qué unción fervorosa se arrodilló ante el negro metate, parecía que iba a comulgar o a pedir una merced a la Virgen.
Empezó a moler todas aquellas cosas. Subía y bajaba suave y rítmicamente el torso de la monja palpitándole las blancas tocas al subir y al bajar sobre el metate la gruesa mano de piedra en que se afianzaban, frágiles, leves y blancas, las manos diligentes de Sor Andrea. Ya para caer la masa en espesa onda bermeja sobre la artesa, con el dorso de la mano la recogía rápida subiéndosela a la palma con ágil movimiento para ponerla arriba del metate y seguir triturándola más finamente. Las monjas en todas esas operaciones que eran como epopeyas, la veían, con estupor, con sonriente admiración, y la madre sacristana, juntando las manos dijo:
–¡Ay, madre mía, y qué bien mole su reverencia!
Un cándido alborozo de risas tintineó lozano en las bocas de las otras monjas por la equivocación de la dulce sacristana… ¡Madre, muele, muele, no mole, madre, por Dios! repitieron todas en coro festivo, y volvieron a derramarse las risas por toda la cocina, frescas y claras, en consonancia con los fulgores innumerables de los azulejos.
–Hermana Sor Marta, con su gracioso “lapsus linguae” le ha dado vuestra reverencia nombre a este guiso que compongo con el favor divino. Mole se ha de llamar, aun que también sé que la palabra mole significa en nahuatl o mexicano, salsa o guisado.
En seguida en una reverenda cazuela de barro, de barro ha se ser para que su perfume castizo se una delicadamente al de las viandas, en una cazuela de barro en la que ya se había derretido bastante manteca al calor de un fuego manso en el que previamente se quemó salvia y tomillo para alejar a los malos espíritus, echó Sor Andrea aquella mixtura bermeja que hizo chirriar, reír, largamente a la manteca con atropellada y amplia risa de ventura. Todo el convento estaba tiernamente embalsamado de una fragancia nueva que salía a la calle en ondas adorables y las gentes que pasaban, adivinando en ellas un gran bien las sorbían con un ansioso deleite, se envolvían en ellas complacidas, como en una indulgencia plenaria.
De la olla en que con papada de puerco se coció el guajolote, sacó Sor Andrea varias jícaras de caldo espeso y desleyó en él la magnífica salsa que se estaba friendo entre las voces suculentas de la manteca y cuando hirvió bien con ronroneo grave, adusto, puso en un plato de esa salsa fragantísima y con una cucharilla la fue dando a probar a cada una de las monjas. Una monja dio un largo ¡oh! de admiración, otra se quedó inmóvil con los ojos vueltos hacia el cielo, otra dijo en un suspiro: ¡Bendito sea Dios! y se quedó con los brazos abiertos, saboreándose lentamente, otra se reclinó contra el muro y se quedó allí transververada de delicia, otra, dando un grito, dijo: ¡ay, miren qué cosa! y entró en un éxtasis, reclinando la cabeza sobre el hombro como paloma herida, y otra, encogiéndose, se entredurmió de bienestar sin ninguna palabra. Aquel guisado tenía más espíritu que todos los libros que había en su biblioteca, y, desde luego, más, mucho más, que los sermones que les predicaba su capellán don Joaquinito Ortuño. Sor Andrea después de repartir, sonriente, estas leves probadas, echó en la salsa las piezas del guajolote, gordas, sonrosadas y tiernas, y tras de otro hervor para que se embebieran de aquella salsa gloriosa, las acomodó en una rameada fuente de Talavera poniendo en su borde tiernas y frescas hojas de lechuga, y entre cada hoja colocó, con pulido melindre, un rábano picado en forma de flor extraña y una rodaja de zanahoria. Aquello era magníficamente, olímpico, hechizaba la vista. Todavía la pulida mano de la monja sabia revoloteó sobre la fuente espolvoreando ajonjolí con mucho atildamiento por el rojo dorado de aquel manjar insigne en el que quedaron los granitos como amarillas gotas de luz.
El Virrey y todos sus comensales llegaron con facilidad al arrobamiento con aquel guisado estupendo. Jamás la boca de Su Excelencia había probado nada tan singular y magnífico, fuera de uno que otro labio de mujer. El picor que le enardecía la lengua lo empujaba con avidez a que tomara más y más con tortillas calientes, esponjadas, que echaban un tenue vapor. Ese día y otro día y todos los días que estuvo en la levítica Puebla de los Ángeles, pidió que le enviasen del convento de Santa Rosa esa vianda eminente, el castizo mole de guajolote, que le bañó en enormes deleites el corazón. ¿Por qué Sor Andrea de la Asunción no estará aún en los altares de la cristiandad? ¡Ay, señor, qué gran injusticia!
También Alfonso Reyes, quien hace referencia a De Valle-Arizpe, nos presenta un relato muy interesante para el análisis documental en torno al tema. A través del mole, hace una especie de alegoría de la historia de nuestro país y el momento de la Conquista, que recupero aquí, seguida de una receta presentada por el mismo autor.
Alfonso Reyes, Memorias de cocina y bodega, Descanso XIII (fragmento), México, 1953 8
www.lastfm.de
Alfonso Reyes La técnica de lo pequeño, aplicada a las artes del paladar, nos llevaría a hablar del “pinole“, último residuo de la trituración de cereales: maíz “cacahuacintle” o maíz esponjado que se ha tostado previamente, molido al “metate” con canela y con “piloncillo“, que es el azúcar negro, anterior a la refinación; hay quien añade cáscara de naranja seca y molida. Esta golosina se encuentra ya por los límites de la materia, a punto de confundirse con el vaho. El solo aliento basta para absorberla o repelerla, y por eso dice nuestro refrán: “No se puede chiflar y comer pinole”, que vale: “No se puede repicar y andar en la procesión”. Quien come pinole, como quien come polvorones, tiene que cerrar bien la boca; y el que no sabe comerlo, se ahoga, porque –como dice la gente– “le da en el galillo”. Pero el sentido suntuario y colorista del mexicano tenía que dar con ese lujoso plato bizantino, digno de los lienzos del Veronés o mejor, los frescos de Rivera; ese plato gigantesco por la intención, enorme por la trascendencia digestiva, que es abultado hasta por el nombre: “mole de guajolote”, grandes palabras que sugieren fieros banquetes.
El mole de guajolote es la pieza de resistencia en nuestra cocina, la piedra de toque del guisar y el comer, y negarse al mole casi puede considerarse como una traición a la patria. ¡Solemne túmulo del pavo, envuelto en su salsa roja-oscura, y ostentado en la bandeja blanca y azul de fábrica poblana por aquellos brazos redondos, color de cacao, de una inmensa Ceres indígena, sobre un festín silvestre de guerrilleros que lucen sombrero faldón y cinturones de balas! De menos se han hecho los mitos. El mole de guajolote se ha de comer con regocijo espumoso, y unos buenos tragos de vivo sol hacen falta para disolverlo. El hombre que ha comulgado con el guajolote –tótem sagrado de las tribus– es más valiente en el amor y en la guerra, y está dispuesto a bien morir como mandan todas las religiones y todas las filosofías. El gayo pringajo del mole sobre la blusa blanca tiene ya un pregusto de sangre, y los falsos y pantagruélicos bigotes del que ha apurado, a grandes
8 Puede encontrarse en: Alfonso Reyes, Obras completas, tomo XXV, México, FCE, 1991, y también en: <cvc.cervantes.es/literatura/escritores/a_reyes/antologia/memorias.htm>
bocados, la tortilla empapada en la salsa ilustre, le rasgan la boca en una como risa ritual, máscara de grande farsa feroz.
Y he aquí que hemos trepado del diminutivo al aumentativo por la escala de una misma sensibilidad, porque es una misma la fuerza que hace vibrar los átomos y los mundos. Y esta audacia ciclópea que es el mole de guajolote −resumen de una civilización musculosa como las de Egipto y Babilonia− surge de una manipulación delicada, minuciosa, chiquita. Manos monjiles aderezan esta fiesta casi pagana. “Entre los pucheros anda el Señor” −dice Santa Teresa−; y las monjitas preparan el mole con la misma unción que dan a sus rezos.
Por curiosidad, y aunque no sea el mole clásico, quiero trasladar aquí esta fórmula tomada de las Recetas prácticas para la señora de la casa, sobre cocina, repostería, pastelería, nevería, etcétera, recopiladas por algunas socias de la Conferencia de la Santísima Trinidad para sostenimiento de su Hospital, piadoso libro publicado hará casi un siglo en Guadalajara de México. Atención a los primores del diminutivo, el expreso y el tácito:
Portada del libro Portadadellibro Obras completas ompletasObrasco de Alfonso Reyes
GUAJOLOTE EN MOLE POBLANO
A un guajolote, cuarenta chiles pasillas tostados y remojados, cuatro piezas de pan y unas tortillas tostadas en manteca, dos cuarterones de chocolate, una poca de semilla de chile tostada; de todas especias, poquitas; y ajonjolí, también tostado; todo esto bien molido se deslíe en agua y se fríe en manteca; se acaba de sazonar con un polvo de canela, tantito vinagre y un terroncito de azúcar. Estando sazonado, se le agrega el guajolote, hecho cuartos.
Para llegar al mole de reglamento, ya se ve, nos está faltando la almendra; y ya el chocolate es aditamento de lujo. Pero aquí la iniciativa y el temperamento personal tienen su parte, que es la función del libre albedrío dentro de las normas del destino. Hay recetas que traen nuez moscada, pepitas de calabaza, chile ancho, clavo, un diente de ajo, cebolla desflemada, perejil molido, comino, pimienta, cacahuates, rebanadas de naranja agria, laurel, tomillo, y hasta ciruelas y perones, y algún cuartillo de Jerez (las cocineras mexicanas dicen siempre: “Vino-Jerez”); porque el pavo se ha de servir entre un resplandor cambiante de aromas y sabores, como otra nueva cola tornasolada a cambio de la que ha perdido en el trance.
No queda más que pedir al lector que, a partir de los ingredientes, el origen e historia del platillo, valore el origen de su memoria.