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Los archivos y su importancia en el desarrollo histórico de México

DEL AULA

Los archivos y su importancia

EN EL DESARROLLO HISTÓRICO DE MÉXICO

Gustavo Villanueva Bazán*

Shutterstock

Este trabajo resalta la importancia que tienen los archivos en el

desarrollo cotidiano de las sociedades, en particular de la sociedad mexicana, a lo largo del tiempo, ya sea para la administración, para su conocimiento retrospectivo, o bien como garantes del derecho de los ciudadanos a la información que produce la administración pública en el ejercicio de sus funciones. Se reseñan brevemente algunos pasajes de la historia nacional en los cuales los archivos y sus documentos han sido protagonistas fundamentales.

La importancia de los archivos en la sociedad

Es, o debería ser, indudable la importancia de los archivos para las instituciones y la sociedad en general. En primer término, los documentos que se resguardan en los archivos son producto de la administración de una institución, acumulados a lo largo de su gestión, y evidencian su estructura orgánica o funcional.

Hay una vertiente histórica de los archivos como memoria, como historia que se refleja en los documentos. Es decir, se trata de la utilidad cultural del archivo como fuente primaria de conocimiento del pasado que deja ver el desarrollo de la institución, pero desde un aspecto retrospectivo, es decir, histórico, cultural.

* Archivo Histórico de la UNAM.

Aún más, a partir de 2002, con la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, los archivos se convierten en un instrumento importante para el resguardo de los derechos del ciudadano, pues se conciben como una posibilidad real de acceder a la información que produce la administración pública y por tanto se constituyen en garantes de la rendición de cuentas.

No obstante esta probada importancia de los archivos para los individuos y la sociedad, es preciso concebirlos no sólo como un instrumento para la información, sino como parte fundamental de las instituciones en su vida amplia, total; necesarios en la vida interna de las instituciones, y también en la memoria que las mismas y la sociedad guardan a manera de historia. Por eso, el archivo y el profesional correspondiente, es decir, el archivista, deben como primera exi-

gencia, contribuir al desarrollo de su disciplina construyendo cotidianamente un conocimiento que vaya más allá del servicio que le otorgan a la sociedad en sus diversos momentos, un conocimiento válido por sí mismo que les permita fijar su posición dentro de la sociedad y, aún más, ante las exigencias de información de esa misma sociedad.

Si bien considero que no hay muchos ejemplos conocidos acerca de la utilidad que se les ha dado a los archivos en nuestro país, trataré de esbozar algunos episodios que nos sirvan como ejemplo para comprender esa importancia.

Tlacaélel y los documentos en el México prehispánico

Un ejemplo que ilustra sobre la trascendencia de los documentos y de los archivos reside en un pasaje de la historia antigua de México.

Forjador de la ideología místico guerrera del pueblo del Sol, que le dio su gran auge, Tlacaélel fue un guerrero que posibilitó la derrota de sus enemigos y desempeñó los cargos más sobresalientes. Fue sumo sacerdote, líder en la guerra y el gobierno, además de arquitecto y diplomático, afirma Roberto Peredo, autor del libro Tlacaélel. El inventor del miedo. Fue además teólogo, filósofo, historiador e ideólogo de los mexicas.

En el momento cumbre de su impulso por fundar una nueva sociedad basada en el poderío militar e ideológico, ordenó quemar la historia antigua de su pueblo (los códices) y de los pueblos vecinos y al mismo tiempo iniciar su reescritura. Esto hizo que, como ideólogo, según León-Portilla (2004), formara la nueva imagen del ser de los mexicas, tanto en su conciencia histórica como en su concepción religiosa. Para esto, reunió a los señores mexicas y, de común acuerdo, decidieron quemar los antiguos códices o anales en los que el pueblo mexica parecía débil y pobre, a fin de reescribir su historia a la luz de la grandeza que se estaba adquiriendo.

Esto implica una concepción de la historia como instrumento de dominación. Tanto la historia que se desecha como la que se reescribe estaban determinadas por los documentos escritos cotidianamente. Éstos, por plantear una realidad que debía ser borrada en cualquiera de sus vestigios, habían de ser destruidos para que el pueblo pudiera alcanzar una visión nueva de sí mismo, una nueva conciencia histórica.

Peredo sostiene que de la capacidad inventiva y administrativa de Tlacaélel deriva mucho de lo que los mexicanos actuales debemos a la cultura mexica, incluida una versión de la historia que nos gusta ostentar y una cierta identidad que nos atemoriza o nos avergüenza asumir.

La historia de los primeros mexicanos fue quemada en aras de un futuro promisorio, de un futuro de grandezas que requería deshacerse de su pasado para fincar sobre mejores bases sus posibilidades, lo que finalmente en realidad sucedió.

…cuando reinó Itzcóatl, en México. Se tomó una resolución, los señores mexicas dijeron: no conviene que la gente conozca las pinturas [los códices]. Los que están sujetos [el pueblo], se echarán a perder y andará torcida la tierra, porque allí se guarda mucha mentira, y muchos en ellas han sido tenidos por dioses.

(Informantes de Sahagún)

Con este ejemplo simplemente trato de ilustrar el papel que juegan los archivos en la determinación del rumbo de una sociedad, tanto como instrumentos de administración como también, y esto es importante, en la conformación de la sociedad en sus diversos aspectos: político, económico, social, ideológico, religioso, etcétera. Así, una vez que no sirven a los intereses de la clase dominante, no sólo debe destruirse la historia documental, sino que, a partir de esa destrucción, es preciso buscar, por los medios posibles, contrarrestar la visión plasmada en esos mismos documentos.

Carlos de Sigüenza y Góngora y las actas de Cabildo de la Ciudad de México

Un caso de destrucción –afortunadamente frustrada– de documentos, generada tal vez de manera inconsciente, fue el del incendio que se produjo a partir de una revuelta popular por el desabasto de maíz, causado por la gran inundación de la Ciudad de México en 1692. Un importante protagonista de este episodio fue don Carlos de Sigüenza y Góngora, una de las mentes más lúcidas del México novohispano. Sigüenza y Góngora cultivó muchos de los saberes de la época del barroco mexicano, y se entregó lo mismo a las matemáticas que a la astronomía, la historia y la literatura.

En su afán por la cultura, este hombre pudo rescatar, con amigos y sirvientes que lo ayudaron, muchos documentos que habrían sido destruidos durante el incendio provocado por algunos sujetos en el Palacio Virreinal y el edificio del Ayuntamiento de México durante la mencionada revuelta.

Al salvar del motín que se dio en la capital, los documentos que existían en el Palacio de Gobierno, incendiado por una muchedumbre encolerizada, Sigüenza se convirtió en héroe.

Cuando se dio cuenta del incendio, se dirigió al Palacio con unos amigos y algunos mozos que encontró en el camino; ingresaron hasta el segundo piso, donde se encontraban los documentos y, según él mismo narra, “… ya con una barreta, ya con una hacha, cortando vigas, apalancando puertas, por mi industria se le quitaron al fuego de entre las manos no sólo algunos cuartos de palacio, sino tribunales enteros, y de la ciudad su mejor archivo. No se perdió de cuantos papeles había allí de suma importancia ni uno tan solo” (Sigüenza, 1932).

De esta manera, don Carlos, al encontrarse entre la multitud de papeles y libros, asiéndolos de aquí y de allá, tomaba las leyes, capitulares, actas, ordenanzas reales y códices y los aventaba por las ventanas del rojo y caluroso Palacio hacia la plaza, donde esperaban sus ayudantes para recogerlos, todos descuadernados, pero sanos y salvos (Sigüenza, 1932).

Comentando este suceso, diríamos que son incontables los casos de documentos que se han perdido a lo largo de nuestra historia en siniestros de diversas magnitudes, como terremotos, inundaciones y sobre todo incendios; incluso, según la creencia popular, algunos de estos últimos, provocados por los propios funcionarios para desaparecer huellas de malos y corruptos manejos en la administración. Se ha llegado a hablar de los incendios trienales o sexenales que destruyen, junto con las evidencias de una mala administración, todo vestigio de la historia institucional con sus consecuencias de opacidad en el desarrollo de las sociedades.

En aras, pues, de la salvación personal de los funcionarios, se sacrifica la historia de los pueblos, de los países, de la humanidad. Han sido muchos, como hemos dicho, los casos de documentos destruidos en incendios; sin embargo, no se puede hablar, de manera definitiva, de incendios provocados, pues de igual manera, su planeación implica necesariamente un encubri-

Sigüenza y Carlos de Ilustraciones: Julio Prieto y Francisco Moreno Capdevila del libro 3a edición, México: UNAM , 1972. Góngora: Relaciones históricas.

Ilustración sobre el incendio en el que don Carlos de Sigüenza y Góngora rescató las actas de Cabildo de la Ciudad de México

miento de cualquier evidencia que comprometa a quienes los han provocado. Estas situaciones, sin posibilidad de comprobación, nos dan idea de la importancia de los archivos para la administración, aunque el final no sea el que esperamos para los mismos.

Por supuesto, la pérdida de algunos documentos ocurre por ignorancia, y de otros más, por conflictos armados en los que abiertamente se busca eliminar información vital para los enemigos y, por tanto, se destruyen los archivos y sus documentos.

Benito Juárez y el Archivo de la Nación

Este ejemplo aborda la historia del paso de Benito Juárez por el norte de México, específicamente por la Región Lagunera, cuando el Benemérito de las Américas, en septiembre de 1864, deja en manos de un grupo de habitantes de la zona, liderados por Juan de la Cruz Borrego, el Archivo de la Nación, a causa de la ocupación francesa de la Ciudad de México en 1863.

Cuenta la trama popular que Benito Juárez recorrió la República huyendo de los ejércitos franceses con lo indispensable para continuar ejerciendo la presidencia, aunque de manera itinerante. Es de admirar que haya llevado consigo el archivo o, seguramente al menos, los documentos principales que le daban esa capacidad y que le conferían legitimidad como presidente de México. De esa manera, mientras el presidente Juárez y sus archivos viajaran en carruaje por México, seguiría existiendo la República.

Los comuneros de la Comarca Laguna, para mejor y más efectivo resguardo de los documentos (dejando al margen las cuestiones de conservación física, por supuesto) deciden ocultarlos en un lugar conocido como Cueva del Tabaco, situada en el municipio de Matamoros. El Archivo de la Nación fue custodiado allí durante la ocupación francesa y el gobierno de Maximiliano hasta que fue entregado a salvo a los oficiales del propio Juárez una vez que se consideró pasado el peligro.

Esta anécdota histórica evidencia la importancia de los archivos y sus documentos en la

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Entrada de la Cueva del Tabaco en la que se resguardaron documentos del Archivo de la Nación entregados por el presidente Juárez para su custodia

salvaguarda de la soberanía nacional y como instrumentos del poder, sobre todo en época de crisis.

Cuando la legalidad fue puesta en duda, e incluso se intentó suplantarla con otra nueva e impuesta, se mantuvo a pesar de las adversidades, gracias a la tenacidad de Juárez y al testimonio que daban los documentos para avalar su verdad, su posición, la certeza de que la razón se encontraba de su lado.

Una vez recobrada la República, había que recuperar los documentos y, con ellos, el poder y la capacidad de gobernar. Eso se logra mediante el testimonio, con la prueba de los documentos que forman parte del Archivo de la Nación y que se conservaron gracias a la acción de los vecinos de la Comarca Lagunera.

El insólito lugar donde se escondieron los archivos durante la intervención francesa en México, me permite reflexionar acerca de los lugares en los que muy comúnmente se encuentran los archivos en las oficinas, principalmente los correspondientes a los documentos semiactivos o archivos de concentración, como se les conoce en nuestro país.

Por desgracia, es muy común ver archivos conservados en lugares inapropiados, tales como baños en desuso, debajo de escaleras, en pasillos, en fin, en lugares que permiten a los funcionarios recuperar espacios para sus actividades administrativas cotidianas. En alguna ocasión, escuché que los documentos de una oficina pública que debían conformar el archivo de concentración, se encontraban en una camioneta descompuesta y abandonada en el estacionamiento de la institución. Imaginemos la situación de los documentos en esas condiciones: expuestos a la luz solar, a los cambios de temperatura y humedad, a las inclemencias del tiempo.

Una situación tal vez más rara es la que escuché de un amigo historiador: los documentos que daban noticia de la historia de la institución sobre la que él quería investigar y que había buscado de manera desesperada, se encontraban en las paredes de la cisterna del edificio institucional, igualmente expuestos a diversos factores de

riesgo para la conservación. Por fortuna, él pudo todavía consultar los documentos y, sobre todo, resguardarlos en condiciones más apropiadas. Se trataba de documentos administrativos de carácter contable, que seguramente se llevaron a ese extraño lugar para esconderlos de administraciones posteriores que pudieran, al conocerlos, exigir la rendición de cuentas al respecto. En fin, estas cuestiones insólitas, por un lado parecen denotar desinterés y desprecio por los documentos del archivo, aunque, por otro, evidencian el fundado temor en la capacidad de testimonio de esos documentos que bien pueden ser un sólido sustento para fincar responsabilidades a los funcionarios deshonestos.

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Vicente Riva Palacio y el archivo de la Inquisición

Otro caso referente a los archivos históricos que merece atención, también sucedió durante la ocupación francesa de nuestro país, y la figura central fue don Vicente Riva Palacio, militar, literato, historiador o polígrafo, como se les conocía en esa época a los eruditos y a quienes dominaban la escritura en todos sus aspectos.

A principios de la década de 1860, ante la inminente intervención y ocupación de nuestro país por parte de los ejércitos franceses, se determinó esconder los documentos del archivo de la Santa Inquisición para protegerlos de los intereses del clero y de los invasores europeos. Para esto, José María Lafragua, entonces ministro de Relaciones Exteriores, y del cual dependía el Archivo Nacional, decidió encargarlo a Riva Palacio, pues desde tiempo atrás, éste había manifestado especial interés en los documentos que contenía a fin de publicar las causas más célebres acontecidas en el México colonial.

Los documentos fueron depositados y escondidos en una bodega perteneciente a un amigo

Vicente Riva Palacio, militar, literato, historiador

de Riva Palacio, cerca de la Plaza del Volador, y conservados hasta el término de la guerra contra Francia y la eliminación del imperio de Maximiliano de territorio mexicano.

Una vez concluidos esos penosos episodios, se le pidió a Riva Palacio que devolviera el archivo de la Inquisición; sin embargo, mediante diversos argumentos y artimañas, este personaje lo conservó hasta su muerte, en 1896.

El proyecto inicial de publicar las causas más célebres del Santo Oficio fue modificado por Riva Palacio, que prefirió escribir una serie de novelas históricas en las que la Inquisición jugaba un papel fundamental. Este archivo, por tanto, constituyó una fuente de inspiración tanto para sus novelas como para sus trabajos como historiador. Martín Garatuza; Monja y casada, virgen y mártir; Las memorias de un impostor; Las emparedadas; El libro rojo y otras obras más, tienen su origen en los documentos que testifican los

procesos inquisitoriales. De hecho, los personajes principales existieron y tienen vida en los expedientes relativos. Riva Palacio reseña los diversos aspectos de la institución inquisitorial de manera muy precisa, pues tiene los documentos en la mano.

Sin duda, el hecho de convertir en personajes novelescos a quienes pasaron por las cárceles inquisitoriales, le dio a Riva Palacio una mayor difusión de su obra y un prestigio que supo consolidar en su tarea como historiador, sobre todo en el México a través de los siglos y en El libro rojo, debidos, en mucho, al interés de su autor por los archivos y sus documentos.

La importancia de los archivos y de la profesión de archivista

Como podemos apreciar en estos ejemplos basados en la historia y en la realidad actual, los archivos tienen importancia en esas mismas vertientes que determinan su creación, aplicación, utilidad, valoración: los archivos como instrumentos de la administración, con documentos que se producen en aras del cumplimiento de objetivos institucionales; y los archivos como memoria, como fuente primaria para la historia, como la sedimentación natural del proceso administrativo y por tanto como acumulación natural a partir de esa administración.

Claro está que en ningún momento estamos hablando de documentos distintos ni mucho menos de archivos distintos. La documentación es la misma, sólo que el tiempo se encarga de darle su valor acorde con el contexto espacial y temporal que le corresponde. Nadie amanece con la intención de elaborar un documento histórico; éste es producto de las relaciones que se generan en las instituciones para llevar a cabo sus funciones, efectuando acciones concretas en el ámbito de su competencia.

Por supuesto, al hablar de documentos, en ningún momento podemos ni debemos pensar en éstos como entes aislados, como piezas sueltas de la actividad cotidiana; más bien, debemos concebirlos como parte de la administración y pensar en ellos como una forma de gestionar los diversos asuntos que se tramitan en las instituciones. Éstas generan no uno, sino a veces muchos documentos para la gestión de un asunto, los cuales deben conservarse manteniendo las relaciones que entre ellos se producen para llevar a buen término las gestiones de la instancia a la que pertenecen.

Así, los archivos constituyen el sustento de la administración y, a su vez, la memoria de esa administración, por lo que podríamos plantear que lo son en tanto coadyuvan con ella y son parte importante de la misma, y que sin esa memoria, las instituciones simplemente no podrían desarrollar una administración correcta.

Por otra parte, los documentos, y más aún los archivos, requieren un tratamiento que les permita conservar esas relaciones entre ellos a fin de lograr su cometido. El archivista requiere utilizar todo un bagaje teórico-metodológico para establecer las relaciones adecuadas a fin de conformar un conjunto orgánico de documentos, donde cada una de las partes que componen el archivo ocupa un lugar específico dentro del conjunto. Ese conjunto no sólo de los documentos sino también de las relaciones es lo que le otorga sentido, validez e identidad al archivo. El archivista, entonces, es el encargado de gestionar la memoria de la administración para que ésta no sea un conjunto aislado de datos sino uno coherente que le dé sentido e identidad.

De esa manera, aparte de administrar los recursos cotidianos en aras de objetivos institucionales o sociales, los archivos son la memoria de la administración; es decir, una vez que los documentos han dejado de tener vigencia para los fines institucionales inmediatos, el archivo

se conserva con fines históricos porque brinda un conocimiento retrospectivo de la institución a lo largo del tiempo y a lo largo de la estructura orgánica y funcional con que ha desarrollado sus acciones.

Los archivos son, pues, la memoria de la administración, pero no una memoria formada por datos inconexos, desligados entre sí, sino un conjunto de documentos que reflejan todos los aspectos orgánicos, funcionales, estructurales y jurídico-normativos de la institución que los generó.

Más allá de concebir el trabajo del archivista como el de un especialista en administrar y proporcionar la información –ya para la propia institución productora del archivo, ya para la investigación histórico-cultural–, ahora que en el país aflora el sentido democrático del pueblo, es preciso pensar en el acceso a la información como instrumento de la democracia.

En México, la transparencia y el acceso a la información pública gubernamental por parte del ciudadano constituyen un derecho establecido en la ley del mismo nombre publicada en 2002. El ciudadano se convierte entonces en un usuario, tal vez el más exigente, del archivo. Esta nueva situación demanda del profesional de los archivos mayor capacidad de respuesta a las exigencias de una ciudadanía que abre los ojos a la posibilidad de fiscalizar de manera directa a sus gobernantes.

Con su interés, el ciudadano dinamiza los archivos y les otorga una gran responsabilidad: ser garantes de la democracia, de la transparencia, del acceso a la información. Esto, en definitiva, le imprime un nuevo rumbo a los archivos y a su ciencia, la archivística; los coloca en un sitio importante, que el ciudadano debe tomar en cuenta si quiere ejercer realmente el poder.

Quien consulta los archivos se interesa en particular por los administrativos, pues albergan la información que se requiere para exigir la rendición de cuentas y de alguna manera interactuar con las instituciones en aras de ese objetivo.

El archivista no puede ni debe quedarse solamente en el papel de profesional que administra y proporciona la información. El archivista debe, además, como hemos dicho al inicio, contribuir al desarrollo de su disciplina construyendo cotidianamente un conocimiento archivístico más allá del servicio y la utilidad, un conocimiento válido por sí mismo. Debe ser el constructor del conocimiento de las sociedades a través del conocimiento de las instituciones y, más en particular, de sus archivos.

En conclusión, el archivo y sus documentos han estado y seguirán estando presentes en las decisiones de las autoridades de los diversos niveles; han estado y seguirán estando en el desarrollo de las instituciones de gobierno y de todas las demás de la sociedad porque los archivos son como las ideas, las palabras, los pensamientos, que ahí están y su aprovechamiento depende de los usuarios; por supuesto, pueden ser armas de una dictadura, recursos de un gobierno en busca de su legitimidad o, aún más, recursos del ciudadano que ejerce su derecho a la información y los demás que le atañen dentro de la sociedad.

Referencias

LEÓN-PORTILLA, M. (2004). Tlacaélel, un sabio poder detrás del trono. En Letras Libres, marzo, pp. 26-28. PEREDO, R. (2001). Tlacaélel. El inventor del miedo. Xalapa: Fondo Editorial Xalapeño. SIGÜENZA, C. (1932). Alboroto y motín de los indios de México del 8 de junio de 1692: Relación de don Carlos de Sigüenza y Góngora en una carta dirigida al almirante don Andrés de Pez, Irving A.

Leonard. México: Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía.

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