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El patrimonio de la educación pública en México: las propuestas pedagógicas fundadoras
PATRIMONIAL
El patrimonio de la educación pública en México:
LAS PROPUESTAS PEDAGÓGICAS FUNDADORAS
Valentina Cantón Arjona*
indispensable para recuperar en sus fines, principios y valores los principales ejes para el análisis y la construcción de una propuesta de educación patrimonial que, sostenida en su historia, ofrezca sentidos y horizontes a los especialistas en el patrimonio cultural y en las estrategias pedagógicas orientadas al logro de su conocimiento, valoración y apropiación. En este texto se presentan las ideas y valores principales del patrimonio educativo mexicano liberal, sus raíces posindependientes y su papel en la construcción de una escuela pública orientada a construir una identidad nacional gestada entre la segunda mitad del siglo XIX y los primeros decenios del siglo XX.
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En México partimos de una concepción histórica de la educación, pues nuestra historia nos da lo fundamental de su contenido, e, igualmente, partimos de una concepción educativa de la historia, dado que ésta es principio de enseñanza, medio de educar.
JESÚS REYES HEROLES
Introducción
La educación es el proceso, intencionado y sistemático, mediante el cual la comunidad humana conserva y transmite su peculiaridad cultural, material, moral y espiritual a las generaciones más jóvenes. Gracias a este proceso se reconocen y recrean las producciones culturales permitiendo que cada hombre se introduzca en el saber compartido con los otros; por eso, la educación es un patrimonio cultural.
La educación no es una propiedad individual, es, por esencia, una producción social; de ahí que los tiempos, los espacios y los ritmos
* Docente investigadora de tiempo completo de la UPN, responsable del proyecto El derecho a la memoria: la Educación
Patrimonial (Fase III, Formación de profesionales en educación patrimonial), y docente del seminario sobre Educación
Patrimonial de la Maestría en Pedagogía de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
de la educación sean los tiempoespacios (Berenzon y Calderón, 2005: 45-47) y los ritmos de los procesos sociales; tiempos de largo aliento, de larga duración, pues son tiempos culturales cuya comprensión sólo es posible desde una perspectiva histórica.
La historia de la educación –siempre social, siempre cultural– se interroga sobre los hechos más allá de la mera identificación de sus circunstancias políticas en tiempos y espacios limitados, pues se propone descubrir y comprender cómo estos hechos impactaron en las formas de transmisión de las sociedades, y cómo se tradujeron en aspiraciones éticas, reflexiones educativas teóricas y conceptuales, y en acciones, métodos y prácticas pedagógicas concretas.
La historia de la educación, entonces, sirve; es útil a los educadores, pues les ayuda a comprender mejor el patrimonio recibido y decantado en su quehacer, e internarse en sus vicisitudes para reconocer la complejidad de sus determinaciones y, también, para valorar si los hechos y sus circunstancias históricas generaron retrocesos o promovieron desarrollos innovadores en la tarea educativa. La historia de la educación es, pues, obligado recorrido patrimonial, ya que funge como sostén, cimiento indispensable no sólo para el conocimiento de los hechos educativos, sino también para la comprensión plena de los contextos culturales y los factores históricos, políticos, sociales y económicos que en ellos intervienen.
Cuando estos factores se ponen de cara al acto pedagógico, se reinterpretan en función de los ideales de la educación, la concepción pedagógica, la actuación de los educadores y la creación o reforma de las políticas e instituciones educativas, dibujando entonces la teoría pedagógica en que se nutren. Pues, como señala Lorenzo Luzuriaga:
Si la educación tiene su historia, asimismo la posee su parte teórica y científica, la pedagogía. La historia de la pedagogía estudia el desarrollo de las ideas e ideales educativos, la evolución de las teorías pedagógicas y las personalidades que más han influido en la educación (1961: 12).
Los orígenes de la educación pública en México: la educación liberal del siglo XIX
La reflexión sobre la educación pública como un quehacer ético y político se inició en nuestro país en el temprano siglo XIX. Sus promotores, políticos y educadores liberales mexicanos, se inspiraron en el “Informe sobre la organización general de la instrucción pública” presentado por Marie-Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, diputado por el Departamento de París y miembro del Comité de Instrucción Pública de la Asamblea Legislativa en abril de 1792 del IV de la Libertad (Condorcet, 1793), y en las implicaciones que este documento auguraba para la fundación y la consolidación de la vida republicana.
El Informe representó la declaración fundamental y el cimiento de la escuela republicana. Una escuela, inspirada en los trabajos de Juan Jacobo Rousseau (Ginebra, 1712- Ermenonville, 1778) y Enrique Pestalozzi (Zurich, 1746- Brugg, 1827), cuya tarea principal fue la formación de los nuevos ciudadanos: los niños, las mujeres y los hombres quienes, más allá de su condición social, debían ser instruidos en las lenguas, las artes, los oficios y las profesiones, las ciencias morales y políticas, la enseñanza científica, en fin, en las luces de la sabiduría. Se trataba, pues, de una educación universal, una educación para todos, capaz de formar ciudadanos libres e igualitarios.
Considerado como uno de los primeros esfuerzos para organizar legislativamente un vas-
to sistema de educación pública, en sus “Consideraciones generales” se establecía que eran fines y principios de la educación:
… ofrecer a todos los individuos de la especie humana los medios para proveer a sus necesidades, y conseguir su bienestar para que conozca y defienda sus derechos, y entienda y llene sus deberes; asegurando a cada uno la facilidad de perfeccionar su industria, de capacitarse para las funciones sociales a que tiene derecho a ser llamado, para desenvolver toda la extensión de los talentos que ha recibido de la Naturaleza y para establecer entre los ciudadanos la igualdad de hecho y hacer real la igualdad política reconocida por la ley. Tal debe ser –dictaba el Informe– el primer fin de una instrucción nacional; y desde este punto de vista es para el Poder público un deber de justicia (Condorcet, trad. de D. Barnés, 1922: 127-128).
Quedaron entonces enunciados los fines y principios de las políticas y de los proyectos educativos liberales que hasta hoy nos rigen: el derecho al acceso universal e igualitario a la educación, y la tarea del Estado como procurador y vigilante de este derecho considerado una nítida expresión de la justicia social. Fines y principios vigentes, pues sólo la igualdad haría a los hombres equivalentes entre sí en oportunidades y destinos, y terminaría con la injusticia, la penuria y la ignorancia que distinguía la vida de los muchos de la de los pocos (García Cantú, 1964: 22-23).
Para alcanzar estos fines sería necesario crear una escuela nueva. Una escuela pública comprometida con la formación de ciudadanos libres como método y como aspiración social, y capaz de “evitar la disparidad en la instrucción (fuente principal de la tiranía), disminuir aquella que nace de las diferencias morales y naturales entre los hombres”; procurando “que cada individuo pueda ejercer las funciones de hombre, de padre de familia y de ciudadano conocedor de sus deberes y derechos”.
Esta instrucción –señalaba Condorcet en el Informe– era responsabilidad del Estado, y para realizarse como un derecho para todos, habría de ser gratuita; siendo obligación de los padres enviar a sus hijos a la escuela para recibirla.
La educación pública sería, pues, universal, obligatoria y gratuita, y tendría como garante al Estado. Surgía así la noción incipiente del Estado educador.
Los Estados nacionales liberales y las colonias americanas –ahora independientes– incorporaron la educación igualitaria como simiente y cimiento de su conformación. La nación, ese espacio abstracto en el que los nuevos hombres, los ciudadanos, se unificarían más por sus valores y aspiraciones que por sus antiguas lealtades territoriales, lingüísticas, afectivas o identidades étnicas (Florescano, 1997: 17), sería un fin por alcanzar. Crear nación sería un objetivo de los ciudadanos, algo más que la identificación a partir de un territorio compartido históricamente o de atributos innatos: significaba para los individuos reconocerse en derechos y deberes derivados de su calidad común como miembros de un grupo y una clase social única: la clase ciudadana. Reconocimiento que sólo podría derivarse del aprendizaje de nuevos hábitos y la transformación o bien sustitución de sus formas de comportamiento en el antiguo régimen. De ahí la importancia de la educación como proceso inductor y facilitador de la formación de esta nueva idea y clase social.
Esta fue la herencia política y pedagógica que México recibió de la Ilustración y orientó su pensamiento liberal, la tarea de la construcción, señala Enrique Florescano:
… [de] un tejido de símbolos, emblemas, imágenes, discursos, principios, memorias, valores y sentimientos patrióticos que enunciaban que los
pobladores del país, con todas sus disparidades, estaban unidos por ideales semejantes, compartían un territorio, tenían un pasado común y veneraban emblemas y símbolos que los identificaban como mexicanos (1997: 18).
La cuestión educativa entendida como necesidad política, como derecho social y como factor de unidad nacional impregnó el pensamiento de los gobernantes independientes más allá de sus filiaciones y diferencias. Lucas Alamán en su Memoria, presentada al Congreso en noviembre de 1823, afirmaba que: “sin instrucción no puede haber libertad, y la base de la igualdad política y social es la enseñanza elemental”. Por su parte, en el mismo año, José María Luis Mora escribía en El Observador de la República Mexicana: “En el sistema republicano, más que en otros, es de necesidad absoluta proteger y fomentar la educación; éste requiere para subsistir mejores y más puras costumbres” (1823 / 1986: 58).
Reconocida la educación como un factor indispensable en la construcción de la nueva nación independiente, fue menester promover su definición y estatuto jurídico como derecho. La Reforma Liberal de 1833, encabezada por Valentín Gómez Farías, y promovida por liberales como José María Luis Mora, Lorenzo de Zavala, Crecencio Rejón y Andrés Quintana Roo, determinó entre otras medidas: el control del Estado sobre la educación, y la consecuente creación de la Dirección General de Instrucción Pública para el Distrito y territorios federales. Se estableció la enseñanza libre pero respetuosa de los ordenamientos del gobierno nacional; la educación científica y ajena a prejuicios y creencias religiosas; el acceso igualitario de hombres y mujeres a la instrucción elemental; la educación obligatoria para los menores, pues “la instrucción del niño sería la base de la ciudadanía y de la moral social”; y la fundación de escuelas normales para formar maestros que, además de ser conscientes y responsables de su tarea social, estuvieran altamente capacitados para la tarea docente y la realización de las reformas deseadas. Además del compromiso con la universalidad, la igualdad, la gratuidad y la obligatoriedad, el Estado mexicano asumiría –tal como orientaba el Informe de Condorcet– su deber como vigilante de la cientificidad y la laicidad de los contenidos educativos. La escuela, institución del ámbito civil, formaría a los ciudadanos; la Iglesia, en los templos, se encargaría de las almas. Los maestros formados en las escuelas normales serían los garantes y representantes del Estado en la escuela. El Estado liberal independiente dotó al maestro de un patrimonio intelectual y cívico y lo definió como protagonista de un nuevo y fundamental papel social. La necesidad de la formación profesional de los docentes trajo como consecuencia, además de la creación de instituciones ad hoc, gran preocupación por los métodos de enseñanza. Manuel Baranda, ministro de Justicia e Instrucción Pública, en 1844 presentó ante el Congreso una Memoria en la que señalaba que si bien el número de escuelas iba en aumento, la deficiencia de los métodos de la enseñanza impartida en ellas era notable, por lo que era indispensable mejorarlos, modernizarlos. La escuela lancasteriana y la enseñanza mutua fueron entonces superadas. Sin embargo, durante varios años más, las preocupaciones fueron fundamentalmente políticas. En 1856, se adelantó en el Estatuto Orgánico –ley provisional emitida por el presidente Ignacio Comonfort– la libertad de enseñanza, que un año después fue elevada a ley en el texto constitucional aprobado en 1857. Constitución en la que se consolidaba la separación definitiva entre Iglesia y Estado en materia educativa. La inspiración liberal de este documento quedó confirmada en 1865, cuando bajo el gobierno
imperial impuesto –pero también liberal– de Maximiliano de Habsburgo se emitió la Ley de Instrucción Pública, la cual presentaba numerosas coincidencias de fondo con las medidas y propuestas educativas del gobierno de Juárez.
Restaurada la República, nuevos aires filosóficos impregnaron las preocupaciones educativas. Los positivistas, encabezados por Gabino Barreda, propusieron una educación racional y científica orientada, específicamente, a la destitución de cualquier tipo de prejuicio religioso o político. Nuevos métodos y elaboraciones pedagógicas aparecieron en el panorama educativo, y la Ley Orgánica de Instrucción Pública en el Distrito Federal, llamada también “Ley Barreda”, promulgada en diciembre de 1867, representó un parteaguas en la pedagogía mexicana, al impulsar la enseñanza objetiva, cuyo principio era:
El conocimiento del mundo material lo adquirimos por los sentidos. Los objetos y los diversos fenómenos del mundo exterior son la materia sobre la que se ejercitan nuestras facultades. La percepción es el primer paso de la inteligencia. La educación primaria comienza con el cultivo de las facultades perceptivas. Este cultivo consiste, principalmente, en proporcionar ocasiones y estímulos para su desarrollo, y en fijar las percepciones en el entendimiento por medio de los elementos suministrados en el lenguaje (Calkins, citado por Meneses, 1983: 249).
El maestro Raúl Bolaños presenta, en la Historia de la educación pública en México, el papel que jugó en esos tiempos Antonio P. Castilla –educador español formado en Europa en la tradición de las pedagogías alemana e inglesa y radicado en México, donde fue precursor de la enseñanza de la Didáctica–, quien remontando los métodos de la escuela lancasteriana, propuso nuevas estrategias didácticas y métodos de enseñanza, mismos que clasificaba como:
… método recitativo, cuando solamente se habla; interrogativo, si la enseñanza se realiza a través de preguntas; interlocutivo, cuando en el proceso de enseñanza-aprendizaje se pregunta y se responde; narrativo, si solamente se repite la lección; racional, cuando los conceptos transmitidos se reflexionan con criterio propio, y, finalmente, el método popular, cuando la enseñanza se ofrece con un sentido práctico o intuitivo (Castilla, citado por Bolaños, 1981: 34).
Los métodos descritos por Castilla constituyeron una reflexión respecto al quehacer pedagógico en la escuela pública; reflexión con un fundamento empírico racional emparentado con los principios del realismo pedagógico, doctrina base de la enseñanza objetiva, y expresión temprana de lo que podríamos llamar una pedagogía mexicana.
Considerada por sus detractores como cientificista y pragmática, la enseñanza objetiva fue, sin embargo, una propuesta pedagógica que inspiró el trabajo de muchos maestros, entre ellos José Manuel Guillé, autor de La enseñanza elemental, guía teórica práctica para la enseñanza objetiva, gimnástica de la mente y del discurso, el dibujo, la escritura, la recitación, la lectura, el canto y la aritmética (Rodríguez y Martínez, 2005: 931), publicado en 1877. Guillé, miembro del Liceo Hidalgo y colaborador de la publicación periódica mexicana La enseñanza objetiva, fue, junto con Antonio P. Padilla –autor y editor de publicaciones pedagógicas como La Voz de la Instrucción–, José Miguel Rodríguez Cos, Vicente Alcaraz y Manuel Flores –este último un médico interesado por las ideas pedagógicas e importante impulsor de la educación objetiva–, defensor y promotor de este modelo de enseñanza y punta de lanza en la transformación de la pedagogía mexicana.
Durante la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada, y siendo José Díaz Covarrubias ministro
de Justicia e Instrucción Pública, la ley emitida en 1874 prohibió en su artículo 4º la enseñanza religiosa. El laicismo tomó su lugar de política de Estado en la educación pública, al mismo tiempo que se fortaleció la educación integral, entendida ésta como una educación objetiva que permitía desarrollar en los niños todas sus capacidades intelectuales y afectivas e introducirlos en el conocimiento de las ciencias.
Manuel Flores, en su Tratado elemental de pedagogía (1887), argumentó sobre la pertinencia de una enseñanza científica, empírica y positivista, valorando especialmente la importancia que la observación y la experimentación tienen en la formación de los niños. Activos y participativos, consideraba M. Flores, los niños deben elaborar sus conocimientos a partir de los materiales que el maestro les ofrece. Así, la enseñanza objetiva.
… trueca el papel pasivo que actualmente tiene el niño en la escuela por otro activo; y como es indudable que esta intervención activa del niño se puede lograr en toda clase de estudios, el método puede hacerse extensivo a la enseñanza toda (Moreno y Kalbtk, 1981: 49).
La teoría pedagógica de Flores se resume en su afirmación:
La verdadera enseñanza debe ser concreta y objetiva. Es decir, debe tratar de elevarse a los principios, a las leyes y a las reglas, partiendo de la observación de los casos particulares que le sirven como fundamento (1981: 49).
Manuel Flores fue colaborador de Joaquín Baranda –ministro de Justicia e Instrucción Pública entre 1882 y 1901, cuando fue retirado por la presión del grupo “científico” de Porfirio Díaz. Durante su gestión, Baranda contó también con la colaboración de Enrique Rébsamen, Carlos A. Carrillo –quien publicó Enseñanza simultánea de la lectura y la escritura en 1893–, Manuel Cervantes Ímaz, Justo Sierra y Ezequiel Chávez, entre otros; y promovió el desarrollo de importantes reformas e innovaciones pedagógicas basadas en la práctica de la enseñanza objetiva, como la Escuela Modelo de Orizaba, fundada en 1883 y dirigida por el maestro alemán Enrique Laubscher –formado en la pedagogía alemana en la Escuela Normal de Kaiserslautern, así como en la Universidad de Halle, y radicado en México desde 1872–, y en la que surgieron fructíferas propuestas pedagógicas como, por ejemplo, el uso del sistema fonético para la enseñanza de la lectura y del sistema rítmico para escritura; propuesta plasmada en el texto Escribir y leer del propio Laubscher.
Inspirada en las experiencias de la Escuela Modelo de Orizaba, se funda la Escuela Normal Veracruzana de Jalapa, bajo la dirección de Enrique Rébsamen –maestro normalista suizo graduado en la Universidad de Zurich, que llega a México en 1857 por invitación de Ignacio M. Altamirano– y la enseñanza de cursos prácticos de Enrique Laubscher. Así, la enseñanza objetiva, el realismo pedagógico de fundamento empírico científico, se consolidó como el modelo de la pedagogía mexicana.
La actividad creciente de los educadores mexicanos, la creación de instituciones de educación primaria y secundaria, la abundante producción de publicaciones periódicas pedagógicas, la fundación de escuelas normales y el nivel pedagógico alcanzado en la instrucción pública hicieron necesario emprender acciones dirigidas a la unificación de todos los sistemas educativos del país. Tal fue la motivación del Primer Congreso Nacional de Instrucción Pública –llamado también por su importancia Congreso Constituyente de la Enseñanza– inaugurado el 1 de diciembre de 1889 y clausurado el 31 de marzo de 1890. En su apertura, Baranda pronunció un importante discurso en el que se sintetizaría el esfuerzo educativo realizado:
La República, para existir, necesita de ciudadanos que tengan conciencia de sus derechos y de sus deberes, y esos ciudadanos han de salir de la escuela pública, de la escuela oficial que abre sus puertas a todos para difundir la instrucción e inculcar, con el amor a la Patria y a la libertad, el amor a la paz y al trabajo, sentimientos compatibles que hacen grandes y felices a las naciones […]
Un movimiento enérgico y plausible se advierte en toda la República por difundir y mejorar la instrucción, y hay estímulo y competencia entre los hombres públicos que se esfuerzan por obtener el triunfo de esta contienda noble, pacífica y gloriosa […]
Tiempo es ya de que los esfuerzos aislados, nunca bastante activos y homogéneos, se confundan en un solo y unánime esfuerzo, y de que los diversos programas de enseñanza se sustituyan por un programa general adoptado por toda la República. Hacer de la instrucción el factor originario de la unidad nacional que los constituyentes del 57 estimaban como base de toda prosperidad y de todo engrandecimiento. He aquí el trabajo principal del congreso […] Por fortuna en México no está a discusión el principio de la enseñanza laica, obligatoria y gratuita (citado por Hermida Ruiz, 1976: 93).
Después del Segundo Congreso Nacional de Instrucción, en marzo de 1891, se promulgó la Ley Reglamentaria de Instrucción Obligatoria. En ella se reafirmaba el carácter obligatorio, laico y gratuito de la educación elemental, y se ordenaba la formación de comités que vigilaran que los padres cumplieran con la obligación de llevar a los niños a la escuela. La organización y unificación de los criterios para el funcionamiento de las escuelas, la contratación de los maestros, la definición de los materiales y la supervisión de la enseñanza serían responsabilidad del Consejo Superior de Instrucción Primaria. Comenzó así un proceso de unificación y centralización de la enseñanza primaria, que estaría bajo el control y gestión de la recién creada Dirección General de Instrucción Primaria. Los estudios primarios superiores, o secundaria, y la instrucción preparatoria se reorganizaron, reformulándose sus planes.
Durante la primera década del nuevo siglo, los educadores celebraron varios congresos estatales. En ellos, insistían en la necesidad de discutir acerca de problemas comunes como, citamos los principales: la enseñanza elemental obligatoria; las escuelas de párvulos; la creación de escuelas rurales; las escuelas de adultos; los pagos a los maestros; la comprensión de los principios de la escuela objetiva; la laicidad en la enseñanza; la educación de los obreros; la inspección pedagógica; las condiciones materiales de las escuelas; las colonias infantiles; la enseñanza de la lectura y la escritura; la enseñanza
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El tema de la creación de escuelas rurales formaba parte de las principales discusiones en los congresos estatales durante la primera década del siglo XX
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Justo Sierra (al centro) responsable de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, en la Escuela Nacional de Bellas Artes
de las nociones técnicas y científicas, y la creación de bibliotecas. Así pues, en el naciente siglo XX, los problemas y los principios parecían ser los mismos que los decenios anteriores.
Apenas iniciado el siglo XX, comenzó el declive de los positivistas. Contra ellos se levantaron tanto sus viejos adversarios conservadores como los liberales más radicales y los jóvenes humanistas del Ateneo de la Juventud. Joaquín Baranda fue sustituido por Justino Fernández, y éste nombró como subsecretario al joven Justo Sierra, de quien, poco tiempo después, dependería la instrucción. El joven Sierra se encargó de la realización de las reformas que caracterizaron los últimos años del Porfiriato.
El Consejo Superior, creado durante la gestión de Fernández, realizó su tarea unificadora generando criterios respecto a los programas de estudio, los métodos pedagógicos, los libros de texto y la formación de los maestros para todo el país. Los congresos mantuvieron en ebullición la discusión pedagógica y se fundaron instituciones largamente deseadas como los jardines de infantes. Los maestros, fieles a las aspiraciones sociales y pedagógicas de Enrique Pestalozzi, se asumieron ahora como legítimos herederos del patrimonio educativo del educador alemán Federico Fröebel (Turingia, 1782 - Marientahl, 1852); al mismo tiempo que la educación objetiva, siguió fructificando el trabajo de Enrique Rébsamen y sus seguidores.
Cuando Justo Sierra fue nombrado responsable de la recién fundada Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1905, el método objetivo y el método experimental seguían privando en la enseñanza, y se mantenía vívido aún el influjo del positivismo y de los principios de un liberalismo considerado por algunos radical y por otros traicionado. Vale entonces decir que fue justamente en el ámbito educativo donde los principios de estos modelos se mantuvieron vigentes durante más tiempo, independientemente de que se consideraran superados en otros espacios de la administración pública. Gregorio Torres Quintero, maestro creador del método onomatopéyico para la lectura y autor de La patria mexicana. Elementos de Historia Nacional, fue un claro ejemplo de tal vigencia.
Las ceremonias cívicas, los días de la Patria, la honra a los héroes y los símbolos patrios, la consagración del pensamiento y las figuras juaristas dieron cuenta, como lo hacen hoy, de la profunda raíz republicana de la escuela pública. La enseñanza de la historia y el civismo se pusieron al servicio de la restauración liberal y la unidad nacional. El nacionalismo liberal educativo –según Luis Álvarez Barret– sería, entonces, la línea política e ideológica de Sierra:
Justo Sierra fue la expresión más clara del ideal de una educación para el pueblo, alimentado por la dictadura pero no realizado íntegramente. Sería injusto, de todos modos, decir que Sierra quedó dentro de los límites de la política general del país; yo creo que, en materia educativa, los supe-
ró. No hay por qué pedirle, sin embargo, confrontación alguna con las realizaciones educativas de la Revolución; aunque en verdad, su pensamiento, sigue presidiendo muchos de nuestros actos (Álvarez Barret, 1981: 97).
La revolución iniciada en 1910 irrumpe en la vida porfiriana intentando tocar todas sus fibras. Reivindicando la realización de la justicia social –como lo hiciera Luis Mora casi un siglo antes– supone en la educación su mejor reflejo y portavoz. Como sinónimo de educación pública, se promueve la noción de una educación popular (ya mencionada por E. Rébsamen desde 1889, cuando, en el Consejo de Enseñanza Obligatoria, propuso que ese título sustituyera al de educación elemental). Esta educación popular habría de efectuarse bajo los principios ya consolidados del liberalismo: universalidad, laicidad, gratuidad y obligatoriedad. No se pretendía, entonces, más que extender la realización concreta de los ideales del nacionalismo liberal a todo el territorio nacional y todas las clases sociales. La intención última era dotar a todos y cada uno de los habitantes de la nación de los medios necesarios y suficientes para el desarrollo de sus aptitudes y potencialidades, el aprovechamiento de los recursos naturales y la comprensión del trabajo manual e intelectual como motor de la transformación nacional. Surgió así la exigencia de más escuelas y más maestros para más alumnos. La preocupación por la cobertura educativa ocupó un lugar privilegiado.
Extender la educación a todo el país significó, también, reconocer las diferencias existentes entre las regiones y las entidades federativas. La reforma agraria tuvo que ir de la mano de la educación y de ahí la necesidad reconocida de la escuela rural.
Fue mandato llevar la educación y el consecuente conocimiento de los derechos ciudadanos a los más desposeídos. Revolucionarios radicales como Francisco J. Múgica, de Michoacán; Cándido Aguilar, de Veracruz; y los enviados por el entonces gobernador de Yucatán, Salvador Alvarado: Enrique Recio y Antonio Ancona, tuvieron contacto directo con las urgentes necesidades educativas de la población campesina. La escuela quedó entonces vinculada y articulada a la idea de la Revolución.
No extrañan entonces los acalorados debates que produjo la redacción del artículo 3º de la carta constitucional de 1917, ni que fueran algunos de aquellos personajes sus protagonistas. Quedaban atrás las preocupaciones de los congresos educativos centrados en la didáctica, los métodos de estudio, los textos y los materiales; en esos momentos, lo fundamental de la discusión educativa fue la defensa y reivindicación del papel del Estado, un Estado revolucionario garante y vigilante de una escuela comprometida con las mayorías y libre de servidumbres y dogmatismos. En la rueda de la repetición histórica se reavivó, de nuevo, la tensión de la Reforma.
La Constitución aprobada en febrero de 1917 otorgó a los municipios –municipios libres– la responsabilidad de administrar, controlar y organizar la educación primaria y preescolar en su territorio. De ahí que fuera innecesaria la figura de una secretaría centralizadora como la de Instrucción Pública y Bellas Artes vigente hasta entonces; por lo que, bajo ordenamiento del artículo 14 transitorio, ésta fue suprimida el mismo año en que se aprobó la Constitución. La escuela primaria y preescolar quedaron entonces a cargo del municipio; la educación media dependería de los gobiernos estatales, Distrito y territorios; y la Universidad quedó bajo responsabilidad del Ejecutivo. El esquema estructurado durante el último tercio del siglo XIX quedaba desarmado, la intencionalidad política privaba sobre la obra educativa realizada.
Durante el gobierno de Venustiano Carranza, la incapacidad de los municipios para afrontar su nueva responsabilidad educativa se hizo evidente: se redujo el número de escuelas; se retrasaron los pagos de los maestros y sobrevino la consecuente deserción; se deterioraron los edificios y su mobiliario; se vaciaron las incipientes bibliotecas y no había recursos suficientes para la adquisición de materiales. El Estado, representado por el municipio, fue insuficiente e ineficaz para hacerse cargo de su obligación, lo que abrió un nuevo y renovado capítulo para el desarrollo de la enseñanza privada y confesional.
Tras el Plan de Agua Prieta y el asesinato de Carranza, Adolfo de la Huerta fue nombrado presidente interino de la República el 1º de junio de 1920. De la Huerta nombró como rector de la Universidad Nacional de México –el más alto cargo educativo de la nación– a José Vasconcelos, revolucionario maderista y, en 1914, como secretario de Instrucción Pública del Gobierno de la Soberana Convención Revolucionaria, presidida por Eulalio Gutiérrez.
Ante lo que consideraba un “fracaso y desastre educativo nacional”, Vasconcelos reconoció la necesidad urgente de restituir la organización y coordinación del quehacer educativo; y, desde el escritorio de la Rectoría de la Universidad, redactó un anteproyecto de ley para reinstaurar la figura de una secretaría de Estado que coordinara y centralizara las políticas y acciones educativas en la Federación. En julio de 1921, siendo presidente de la república Álvaro Obregón, la XXIX Legislatura del Congreso aprobó las reformas constitucionales necesarias para la refundación de la Secretaría de Educación Pública y Bellas Artes. El decreto de creación se promulgó el 29 de septiembre del mismo año, y en octubre Vasconcelos fue nombrado secretario.
Abogado egresado de la Escuela de Jurisprudencia y filósofo autodidacta, miembro del Ateneo de la Juventud, así como de una nueva generación opositora del positivismo y cercano al espiritualismo bergsoniano y el humanismo cristiano como metafísica (Zea, 1968: 450), Vasconcelos se propuso emprender una obra educativa con una visión distinta al realismo pedagógico, la enseñanza objetiva y experimental, y el naturalismo y pragmatismo propios de las décadas anteriores a la Revolución. Creyó en la necesidad de educar al pueblo en los más altos valores de
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Sede de la Secretaría de Educación Pública
la cultura clásica latina, en la promoción de la lectura y en la necesidad de hacer llegar las artes plásticas y la literatura a todos. Universalidad y espiritualidad fueron los valores orientadores de su política educativa; Hispanoamérica, el espacio vital del nuevo hombre, el “hombre cósmico”, a quien era necesario formar; y Virgilio –el poeta de la Divina Comedia de Dante– y los misioneros evangelizadores franciscanos, los inspiradores de su vocación educadora: el fin de la educación, señalaría Vasconcelos en De Robinsón a Odiseo. Pedagogía estructurativa, es “elevar al hombre apresurando su destino sobrehumano”, “la educación eleva a la Gracia” (1935: 258).
El Departamento de Bibliotecas respondió a la preocupación recogida por Vasconcelos de dar lectura al pueblo, enseñarle a leer, pues en esa actividad radica, pensaba Vasconcelos, la posibilidad de introducirlo en un movimiento dirigido al crecimiento personal. Esta idea, recuerda en La tormenta, la tomó de Lunacharski –responsable del proyecto educativo soviético durante los primeros años de la Revolución de Octubre– (Vasconcelos, 1948: 560-561).
El pueblo debía leer y era responsabilidad del Estado señalarle qué tipo de lectura realizar y brindarle las condiciones para que así ocurriera. La primera condición necesaria era estar alfabetizado, por lo que se llevaría a cabo la Campaña de Alfabetización a cargo de Eulalia Guzmán. La segunda condición, tan importante como la anterior, era dotar al pueblo de libros. Comienza así, por iniciativa de Vasconcelos, una prolífica tarea editorial, mediante la cual se pusieron al alcance del pueblo cientos de miles de ejemplares de títulos –distribuidos en salones de lectura y bibliotecas procurando hacerlos llegar a los rincones más lejanos del país– como: La Ilíada, de Homero; Tragedias, de Esquilo y de Sófocles; Diálogos, de Platón; Obras completas de Plotino –autor preferidísimo de Vasconcelos–; Evangelios cristianos; Divina comedia, de Dante Alighieri; obras de Shakespeare y Calderón de la Barca; Manual de Budismo, y algunas otras obras dedicadas a cuestiones prácticas como la higiene, la industria agrícola o las ciencias aplicadas. Se incluyeron también en estas ediciones un libro de poesía mexicana y la Historia Universal de Justo Sierra. Asimismo, con el sello editorial de la SEP aparecerían las Lecturas clásicas para niños, El libro y el pueblo, Lecturas para mujeres, y el Libro nacional de lecto-escritura. La publicación periódica El Maestro. Revista de cultura nacional, publicada entre 1921 y 1923, sería uno de los más cercanos e importantes proyectos del secretario de Educación (Aguirre y Cantón, 2002: 52-53).
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Primer número de la publicación periódica El Maestro. Revista de cultura nacional
No todo lo realizado durante su gestión fue original; gran parte de las acciones relacionadas con la escuela no lo fueron. Los desayunos
escolares, las misiones culturales, las casas del pueblo, el cultivo de un alma nacional que diera a los mexicanos un sentido de identidad, eran ideas que habían sido expresadas desde los congresos pedagógicos efectuados entre 1915 y 1916 (Veracruz, Guanajuato, Sonora, Hidalgo) o propuestas por maestros e intelectuales que ahora eran sus colaboradores. Destacó el programa de maestros ambulantes y la organización de la educación rural, que posteriormente encontraría su más alto desarrollo con las aportaciones de maestros como Moisés Sáenz y Rafael Ramírez.
La genialidad de Vasconcelos –señala Meneses Morales– consistió en aprovechar ideas, dispersas en la nebulosa región de los proyectos, y convertirlas en realidades que perdurarían hasta nuestros días. Esta fue su gran contribución a la educación nacional (1998: II, 423).
Los esfuerzos educativos posteriores a la Revolución miraron, pues, de frente la cuestión de la educación popular. Aquella idea prefigurada por E. Rébsamen de llamar popular a la educación elemental dio otra vuelta de tuerca durante la presidencia de Plutarco Elías Calles, quien:
Como maestro, había sido testigo de los benéficos cambios efectuados por el aprendizaje en la vida de muchos de sus estudiantes y, como gobernador de Sonora, había desplegado un gran interés en los maestros, cuyo número aumentó y cuyos salarios mejoró junto con programas para premiarlos por sus valiosos servicios (Watkins, 1968, citado por Meneses, 1998: II, 454).
Si bien, su secretario de Educación fue José Manuel Puig Casauranc, Moisés Sáenz, regiomontano, sería su ideólogo y mayor realizador. Egresado de la Normal de Jalapa, continuó sus estudios en el Colegio Jefferson de Pennsylvania, donde obtuvo el bachillerato en ciencias entre 1909 y 1911. En México fue, primero, director de Educación del estado de Guanajuato en 1915; un año después, director de la Escuela Nacional Preparatoria; y luego, director de Educación Pública del Distrito Federal. Formado en la corriente de la Escuela de la Acción con Dewey, amplió su perspectiva con los principios de la Escuela Nueva impulsada por el grupo de Ginebra y la Pedagogía alemana: con Kerschensteiner (cuyos trabajos sobre adolescencia abrieron el tema de estudio en México), Ferrière, Claparède y Decroly, herederos del pensamiento de Rousseau.
Presbiteriano, Sáenz recogió en su quehacer educativo los principios y fines educativos inspirados en el protestantismo y el liberalismo radical y sus relaciones –que en México databan del siglo XIX. Las sociedades de ideas, clubes republicanos y sociedades mutualistas liberales habían abierto sus puertas a los maestros misioneros protestantes, principalmente metodistas, asentados en México a partir de la década de 1860. Liberales y protestantes compartían ideas respecto a la secularización de la enseñanza y la promoción del pensamiento científico, por lo que la pedagogía protestante –que influiría sobre la educación objetiva– no tenía dificultad para abrazar el positivismo a partir de los años ochenta y noventa del siglo XIX (Bastian, 1994: 93-103). Años después, éste sería su vínculo con la Escuela de la Acción fundada por Dewey.
Para comprender la profunda transformación que estos principios representaron, es necesario recordar que para las corrientes de la Escuela de la Acción (Cantón y Berenzon, 2011: 62-101) y de la Escuela Nueva, la escuela es algo más que un espacio dedicado a la instrucción: es el centro de reunión y promotor del desarrollo comunitario. El maestro debía aprender de la comunidad lo que ésta necesitaba y, así, transformarse con ella, no en un dador de conocimientos sino en un facilitador del aprendizaje que se logra a
partir de la acción sobre la realidad. Cada comunidad mostraría sus particularidades y sus formas de relación, de ahí que la pedagogía se hiciera acompañar de otras disciplinas como la lingüística, la sociología y la antropología, como en el experimento educativo comunitario de Carapan, Michoacán.
La misión educativa, en el caso de las misiones a las comunidades rurales, consistió en promover la mejoría de las condiciones de vida –salud, higiene, alimentación, formación de oficios– buscando el mejoramiento de sus condiciones económicas, sociales y espirituales. En estas propuestas, Moisés Sáenz estuvo acompañado por Rafael Ramírez, seguidor también de la escuela de Dewey e inspirado en la escuela racionalista de Ferrer Guardia –misma que tuvo su más alta expresión en México en los estados de Yucatán y Veracruz bajo la dirección del maestro José de la Luz Mena. La enseñanza rural encontró, finalmente, una teoría pedagógica en que sustentarse. Surgió así la Escuela Rural Mexicana, como una propuesta educativa completa e integral, con conceptos, métodos y prácticas definidas, y comprometida con la atención a las comunidades indígenas y campesinas, las más pobres de México.
De esta experiencia y colaboración entre ambos diría Gonzalo Aguirre Beltrán en su prólogo a la obra de Rafael Ramírez La escuela rural mexicana:
Sáenz gobierna la educación rural de 1925 a 1930 […], pronto se convierte en el teórico de la educación rural; es él quien le da aliento místico y proyección profética. Discípulo de Dewey, acepta el método activo del maestro pero rechaza su racionalismo. Ramírez, calladamente, limita su papel a construir la estructura educacional, a organizar la enseñanza, a dotarla de didáctica, con tenacidad, enorme paciencia y mayor humildad […] El entusiasmo que muestra por la enseñanza tecnológica [y] la escuela nueva lo ponen en contacto con la literatura ácrata que por esos años invade a México. La escuela racionalista, con su despego por la religión y el repudio al fanatismo, lo atrae poderosamente. Sabe adaptarse a las proclividades espiritualistas de Sáenz y Vasconcelos, pero no los sigue en el pensamiento ni en la acción. Se marca una tarea precisa: estructurar la escuela rural racional, científicamente, sin desviaciones sobrenaturales y lo consigue (1981: 44).
Intentamos mostrar hasta aquí los hilos fundamentales que dan cuerpo al patrimonio construido y legado con la escuela pública mexicana: su papel en la definición de la nación, primero independiente y luego soberana; su carácter nacional y social; su originaria vocación popular; sus valores orientadores de laicidad, universalidad, cientificidad, igualdad y obligatoriedad; las complejas circunstancias políticas en que se ha modelado; y los diversos, e incluso antagónicos, principios filosóficos que la nutren; los principales modelos pedagógicos inspiradores –sus conceptos y fundamentos, métodos, técnicas, tensiones y contradicciones–, que se traducen en la convicción sostenida y continuada de la necesidad de hacer escuelas, formar maestros, desarrollar vocaciones técnicas y humanistas, educar para el trabajo, la profesionalización y la ciudadanía, generar hombres y mujeres de todas las edades libres y autónomos. Una escuela que, como todo en México, está teñida por la diversidad, por la mixtura y la urgencia por encontrar, en la diferencia, caminos comunes para la acción y la vida comunitaria, como señala Luis Villoro (2007), justa, democrática y plural y capaz de erradicar la injusta y dolorosa exclusión. Valga este recorrido para presentar, recuperar y apropiarnos de los valores que, inspirados en nuestra historia, rigen nuestra propuesta de educación patrimonial: justicia, inclusión y pluralidad.
Referencias
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