6 minute read
Leer desde el fogón
NOSOTROS
Víctor Fuentes Martínez*
El humo salía por todas partes del fogón, sólo a un inexperto le puede pasar esto. Después de veintisiete años de tomar con regularidad lápiz o gis, es evidente que esto puede ocurrir. La cocina abandonada por dos años, cuando mucho esa mañana vio brillar chispas, mezcladas con el humo intenso. Éste invadía los galerones que sirven de salón y asfixiaba a los niños y sus maestros.
Foto: Víctor Fuentes
con todo, nadie decía nada ni se inmutaba para acercarse a ver qué ocurría. Toda la parte de la mañana, antes del recreo, transcurrió en pro- curar la llama, preparar el recipiente para el agua caliente, encontrar los vasos de melamina resguardos del anterior servicio de cocina. Después de cuarenta minutos de trajín, una de las tres maestras se asomó a curiosear, fue cuando le dije mi intención de servirle café a los 86 niños de la escuela Emiliano Zapata, le ofrecí la primera taza hirviente y no dudó en servirse café directo del frasco de 70 pesos. Ella se encargó de quitarle el papel plateado que lo protege, se sirvió azúcar al gusto, que yo mismo había dispuesto en cuatro tazas para que cada niño se sirviera con mayor facilidad. Encontró entre los enseres tiznados una bolsa de cucharas desechables y me ayudó a lavarlas y secarlas.
Después de sorber el café, se ofreció a avisar a los grupos. Empezamos con los de primero y terminamos con los de sexto grado. Los niños, emocionados, preguntaban dónde estaba el café, pues veían la taza llena de agua entre hirviente y tibia, humeante para otras tazas que recién se servían desde la fogata.
Esperé a que varios de ellos se sirvieran, uno de los 11 dijo que era la primera vez que tomaba café de este tipo, que en su casa sólo le sirven el que sale de un sobre. Otro dijo: “Entonces no has tomado el capuchino, yo sí, ya lo tomé en Juchitán, una tía me lo invitó”. “¡Sabe rico!”, grito uno más que rodeaba la mesa.
* Director de la Escuela Primaria “Hermanos Flores Magón” en Unión Hidalgo, Oaxaca.
No dejaban de hablar, movían sus manos, y la maeswww.amazon.com tra les advirtió que tuvieran cuidado de no derramarse el líquido. Entretanto, saqué de mi mochila un libro delgado. Era la primera vez que lo haría frente a este grupo, no sabía cómo reaccionarían. Sin embargo, me aventuré, les hablé un poco de su contenido y sus ilustraciones, leí los nombres de sus autores y también les dije que el zapoteco en el que está escrito no lo entendía, así que no podría leérselos, e hicieron muecas raras. Fue cuando les propuse: “Bueno, lo leo en español”. Rieron y me escucharon. La pequeña niña que siempre tenía hambre se dejó escuchar entre los comensales. Dejé pausa suficiente para que admiraran las imágenes. Algo de lo que quiere contar el cuento se encuentra también en las ilustraciones, por ejemplo, la abuela viste como sus propias abuelas, de enagua y huipil bordado; los padres también, ella de enagua y él con camisa de manta, y además en cada página va incorporando objetos artesanales de lugares distintos de Oaxaca. Por esta riqueza visual, les di tiempo suficiente para despertar su curiosidad sobre este mosaico cultural.
La niña es una hambrienta. Ni bien acaba de beber algo, termina gritando “¡Tengo hambre!”, y esta frase me sirvió para jugar con distintos tonos y exagerar un poco para captar la atención y seguir la historia.
Es interesante observar lo que pasa al leer el mismo libro seis veces en un día. Con los niños de sexto grado, por ejemplo, dudé un poco, porque es un libro clasificado (según el programa Libros del Rincón surgido en los años noventa) para los más pequeños, pero la emoción fue más intensa, hasta me pedían ver las ilustraciones, o comentaban a la par que les leía, que ellos conocían a una persona igual a la niña, “una tragona de primera” según sus propias palabras. Para ser la primera vez, creo que lo hice bien.
Llevar libros propios, leerlos con regularidad y procurar la bebida fría o caliente adaptándonos al menester del tiempo, es una actividad que no quisiera fuera cayo de la rutina. Han sucedido varias lecturas de distintos temas, historias y géneros: poesía, chistes, adivinanzas, leyendas, entre otros. A la par varían las bebidas: atole de varios sabores, champurrado, aguas frescas de frutas de la temporada. La vez que tomamos de tamarindo, Alan dijo en zapoteco: “Tamarindu rigui’ ndu’ / Tamarindo el gas que te echas”, y sonrió. Hemos salido a beber champurrado del fogón de la casa de Na Bina, a seis cuadras de la escuela. Ella lo bate y sirve las tazas a tres pesos.
Una vez todos acomodados, ocupo un lugar donde todos vean las imágenes, luego continúo leyendo en voz alta. Na Bina dice que soy un buen director, no sé si sea verdad o es una adulación bastante intencionada, pero me satisface
hacerlo, y Na Bina no paró ahí, arremetió contundente, apenas vio salir al último maestro con sus niños: “Que bárbaro, qué clase de maestros, o las maestras, ninguna te ayudó a lavar las tazas, pobre”.
Mientras escurría las tazas, ella me preguntó si también compraba los libros, y dónde los compro. “Están caros xa nja’ / Están caros ¿verdad?”, me preguntó casi afirmando.
Los libros, en efecto, algunos, quizá muchos, los he adquirido a lo largo de mi vida de maestro. Por ocho años trabajé como ATP (asesor técnico pedagó- gico). En ese cargo tuve la fortuna de que mi jefe inmediato nos conectara con los almacenes del programa Libros del Rincón en la capital. Cada vez que iba, me daba tanta tristeza ver esa bodega repleta de cajas ajadas, cajas y cajas de estos libros dañadas. Yo mismo pepenaba los dispersos y amontonados como cosa inservible, llenaba una caja entera para mí, luego mis compañeros hacían lo mismo. La otra vía fue que, cada vez que llegaban los Foto: Víctor Fuentes paquetes a la oficina para entregárselos a las escuelas de la zona, nos quedábamos con los sobrantes, o el mismo jefe de sector solicitaba de antemano un paquete para cada uno de nosotros.
Creía con certeza que estaba haciendo lo justo, pues el deber es quien promueve la lectura, es leer y leer libros antes que otra cosa. Es así como tengo la mayor cantidad de libros. No tantos, pero suficientes para compartir cada vez que se pueda. Así fue como los he adquirido. Esto, claro, no fue necesario decírselo a Na Bina, me llevaría tiempo explicárselo, sólo le dije que sí los compro, pero también me los han regalado y me los siguen regalando. Su sonrisa perduró mientras se lo decía. “Galan xa, ne galan rula’dxu gu’ndaneuni laacabe / Qué bien, pero lo mejor es que le gusta leérselos”, concluyó más sonriente.
Las lecturas en efecto continúan desde enero a julio. Un par de niñas me vieron leer en una ocasión en la cocina, uno de esos días de intenso calor; ellas pedían más aguas frescas, les dije que sí, y se sirvieron, luego me acompañaron a hojear los otros libros que tenía a la mano, y al despedirse dijeron, tímidas: “A usted le gustan los libros, ¿verdad?”
Reconozco que no sólo me gustan, me apasionan, sobre todo los de literatura infantil. Me reconforta encontrarle el ritmo, el tono apropiado a cada personaje, leer entre líneas, comprenderlo, buscarle otros finales como el maestro Rodari y su propuesta de tres finales distintos para el mismo cuento. Es maravilloso recrearse y crear una posibilidad mejor de acercar la lectura a cada niño que se tenga enfrente.