serie verbum volumen
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LETRAS DE RECLAMO Y CRÍTICA SOCIAL
junta directiva
fondo editorial de la asamblea nacional
Omar Barboza
presidente
presidente
Marianela Rodríguez
Julio Cesar Reyes
gerente editorial
primer vicepresidente
David Rodríguez Argüello
Alfonso Jose Marquina Díaz
selección, transcripción y redacción
segundo vicepresidente
Jesús Piñero
Negal Morales
edición y corrección
secretario
José Armando Benitez Machado
José Luis Cartaya
diseño de colección y diagramación
subsecretario
Pablo Rodríguez
cubierta José Rafael Pocaterra en el jardín de su casa en Montreal, Canadá. Cortesía de sus nietas. fotografías Casa Natal de José Rafael Pocaterra María Pocaterra y Olga Pocaterra
ISBN: G-20010382-5 Depósito Legal: DC2018000668
© Fondo Editorial de la Asamblea Nacional 2018
JosĂŠ Rafael Pocaterra, Biblioteca Nacional, Caracas
josé rafael pocaterra letras de reclamo y crítica social
NOTA EDITORIAL
En diciembre de 2018 se cumplen cien años de la entrada de José Rafael Pocaterra a La Rotunda de Caracas, presidio en el que permaneció hasta 1922 bajo la bota férrea de Juan Vicente Gómez. Su imagen pasó a la historia como la de un venezolano que se opuso fervientemente a las tiranías que para ese momento imperaban en el continente. Su pluma se convirtió en la espada que atacó por todos los frentes a los últimos vestigios de este personalismo caudillesco, heredado de las constantes guerras civiles del siglo xix. Una centuria después, su lucha civil contra el pretorianismo sigue vigente y se hace necesario rescatar su memoria a la luz de la realidad política y social de la actualidad. La intención del Fondo Editorial de la Asamblea Nacional es reconocer y enaltecer la obra tan irreverente personaje, por ello, la selección de un material escasamente conocido, en el que dejó plasmada la huella de la resistencia frente al autoritarismo. Hemos compilado en esta segunda entrega de la Serie Verbum, las tres formas de escritura que empleó en su obra literaria: narrativa, poesía y ensayo. Asimismo, la selección es toda una novedad, pues los cuentos “Ecce-Homo”, “Chaleco de fantasía” y “El último disfraz” no fueron incluidos en los volúmenes de Cuentos Grotescos, publicado entre 1922 y 1955; motivo por el que también decidimos adaptar la gramática de los relatos, para su mejor comprensión. Igualmente, incorporamos el clásico de la Navidad venezolana “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús” por su contenido de crítica social y reclamo político. De su obra poética, rescatamos cuatro liricas que ya habían sido publicadas por la Universidad Central de Venezuela en 1965 y que debido a su corto tiraje y poca difusión, fueron escasamente conocidos. Tres ensayos de su autoría también se incluyen en este volumen. “Autobiografía”, realizada para la revista Venezuela Contemporánea en 1917; “Necrología de Cipriano Castro”, escrita en Montreal durante el mes de diciembre de 1924; y “En la tumba del general Gómez”, el artículo con el que finalizó sus
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Memorias de un Venezolano de la Decadencia, hecho tras su regreso del exilio en agosto de 1936. Igualmente, quisimos anexar como obertura a estos documentos, un breve ensayo escrito por el historiador Jesús Piñero sobre las facetas de José Rafael Pocaterra como cuentista, novelista, poeta y periodista, en relación a lo presentado y para acercar al lector a las vivencias del personaje. Cuando se cumplían 5 años de su exilio, regresó al país a bordo de la expedición del Falke que fracasó en su intento por derrocar al Benemérito. No volvería a Venezuela hasta después de la muerte del tirano. Allí ocupó diversos cargos públicos en los gobiernos sucesivos de Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita, la Junta Revolucionaria y Rómulo Gallegos. Era un literato como los de su tiempo, abocado fervientemente a la política. En tiempos donde las libertades fundamentales están siendo golpeadas por quienes ostentan el poder, se hace necesario revisar y discutir acerca de nuestro pasado, en la búsqueda de construir un mejor futuro y restaurar la democracia.
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POCATERRA EN TRES PERFILES JESÚS PIÑERO
«Quiero que se me considere fuera de la literatura» josé rafael pocaterra, 1917.
El nombre de José Rafael Pocaterra se encuentra dentro de las grandes letras de la literatura venezolana, como uno de los escritores más importantes de la primera mitad del siglo xx. La figura de este hombre encarnó a la de un opositor furibundo de la tiranía andina que vivió el país entre 1899 y 1935, encabezada primero por Cipriano Castro y consolidada después por Juan Vicente Gómez. Sus satíricos escritos se leyeron en las principales cárceles de la época, lugares donde se encontraban recluidos los adversarios políticos de los caudillos mencionados. Su literatura testimonial traspasó los barrotes y las fronteras nacionales. Circuló por todo el mundo, llegando a ser reproducida no sólo en América Latina, sino también en los Estados Unidos, Canadá y varios países de Europa. Su producción literaria no sólo se abocó a la narrativa de ficción y testimonial, a pesar de constituir su principal arma contra la tiranía. Pocaterra fue también un poeta, un periodista y un cronista de su tiempo, que empleó su habilidad literaria para contarnos cómo era la Venezuela de antaño, la de los primeros automóviles y las letales epidemias, la de los niños vendiendo billetes de lotería en las calles mientras que los políticos e intelectuales apoyaban al llamado césar democrático. Por lo tanto, he querido exponer en este sucinto ensayo, tres de las tantas facetas en las que este valenciano, nacido en el ocaso del siglo xix, se desempeñó a lo largo de su vida. el escritor de lo grotesco
Los cuentos y las novelas de José Rafael Pocaterra son lo más conocido de su obra. Sus personajes piensan, hablan y obran en venezolano, tal como lo refirió en su autobiografía escrita para la revista Venezuela Contemporánea en el año
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1917. Logró representar a la sociedad venezolana a través de personajes que reúnen características comunes y que, además, provienen de diferentes regiones del país, pues no se limitó a escribir sobre un único tema en particular. Sus historias pueden ser entendidas en cada rincón de la nación desde oriente a occidente. El método que utilizó en la narrativa lo hizo casi pionero de ese estilo literario. En Venezuela no se puede hablar de crítica satírica sin nombrar a José Rafael Pocaterra. Su primera novela Política feminista o el doctor bebé, fue publicada en 1913 y constituyó una primera manifestación contra el nepotismo gomecista, heredado de la Restauración. Para ese momento, Rufino Blanco Fombona presentaba El hombre de hierro y Pedro María Morantes sacaba de la imprenta a El Cabito, ambas críticas a la dictadura castrista. Fue a partir de entonces cuando se hizo común que en las obras literarias se encontrase inmersa una denuncia intencional contra los gobiernos autoritarios de turno. Vidas oscuras vino a aparecer en 1916 y Tierra del sol amada en 1918. Son novelas de crítica social más que política, aunque muchos de los pasajes en ambas historias se refieran a las funciones de la administración pública. Entonces, Pocaterra vivía entre Caracas y Maracaibo, principales centros de afluencias de extranjeros recién llegados, que venían llamados por la fiebre del oro negro. Los años transcurrieron y, tras verse involucrado dentro de un movimiento cívico militar que buscaba deponer al gobierno, fue encarcelado en La Rotunda hasta enero de 1922, cuando fue liberado. En su estadía en la cárcel culminó el primer tomo de Cuentos Grotescos que ya venía publicando en la prensa. Crítica social pura y dura son las características principales de estos relatos que, a pesar de narrar diferentes historias, pueden entenderse como un solo gran compendio. Lo grotesco, bufonesco y la sátira siguieron siendo parte de su artillería literaria contra la dictadura. Su vocación por la ficción y la literatura se vio interrumpida en junio del año '22 cuando decidió, de una vez por todas, abandonar su tierra y autoexiliarse en Nueva York. Aunque las Memorias de un Venezolano de la Decadencia habían generado suspicacia en el gobierno, su salida no significó el cese de su lucha antigomecista, al contrario, la fortaleció.
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un poeta desconocido La obra poética de José Rafael Pocaterra es, sin lugar a duda, la porción de su vida menos estudiada. La razón podría deberse a que mientras estuvo con vida, no decidió publicar ninguno y el único material que recitó con este género fue su Valencia, la de Venezuela, un canto en celebración del cuatricentenario de la capital carabobeña. Fue en el año 1965, cuando la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela decidió editar un libro que compilaba más de sesenta poemas escritos por él, todos ellos seleccionados por su viuda Marthe Arcand. El prólogo de la compilación fue realizado por la escritora valenciana Beatriz Mendoza Sagarzazu. Después de mí es la frase que lleva por título la selección poética y, de acuerdo a lo referido por Sagarzazu y las notas de Arcand, coincide con la decisión del autor de no haberlos publicado en vida. En ellos realiza lo que se convirtió en su día a día en cada lugar que visitaba: criticar hasta más no poder a la Venezuela gomecista. Aunque también saltan a la vista, versos de un hombre enamorado, como es el caso de Diario de abordo, que se dice que fue escrito para su primera esposa Mercedes Conde Flores, a quien conoció en el vapor que lo trasportaba a Nueva York en julio de 1922. Las noches del puerto es otra pieza poética del carabobeño, donde describe su quehacer neoyorquino, mientras conspiraba contra Gómez, junto a los demás exiliados de la dictadura. Sus versos recogen crítica pero también sensibilidad. Representan la expresión humana ante una vida golpeada por el autoritarismo. Los amores, la familia y la cotidianidad del venezolano encarnan los ejes abordados en dichos escritos. Su figura como poeta pasa desapercibida ante los ojos de quienes reseñan la literatura venezolana contemporánea, pues su pluma para la narrativa fue más mordaz, cruda y grotesca. Pocaterra, el poeta, es más delicado. No es bufón, pero tampoco es preciosista. Su objetivo es la crítica, pero no deja a un lado la denuncia ni el reclamo. A pesar de que no hay un solo tema que agrupe a la totalidad de sus poemas publicados, más allá del hecho de que están construidos con las palabras de libertad cautiva, todos reflejan, de alguna forma, la vida de un hombre civil que se opuso a los gobiernos tiránicos hasta su muerte.
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El oficio del periodismo provocó a Pocaterra desde muy joven. Corría el año 1906 y Cipriano Castro parecía perpetuarse en el poder. Entonces, José Rafael Pocaterra comenzó su primera gran aventura desde las páginas de Caín, un periodiquito valenciano fundado por Rafael Tovar García, cuyo objetivo inicial fue atacar al gobierno del Restaurador desde la prensa amarillista y panfletaria, tan icónica de finales del siglo xix y principios del xx. El desenlace del periódico no fue nada alentador, pero bastante clásico en dictadura: fue cerrado y sus redactores detenidos en el Castillo de Puerto Cabello. Vivió entonces, el amargo trago de la censura y de la cárcel cuando se tienen dieciocho años, nada más. Al salir, trabajó en diferentes sitios alejados de la oposición al gobierno. El panorama de la administración gomecista, en sus primeros años, parecía ser diferente al de su predecesor. Así, el periodismo sedujo nuevamente a Pocaterra, quien comenzó a trabajar en El Fonógrafo, un periódico fundado en Maracaibo en los tiempos de Antonio Guzmán Blanco. En este medio no sólo fue redactor, sino que también se desempeñó como director por un tiempo. Pero la censura marcó nuevamente el destino del valenciano: un artículo a favor de los aliados en la Primera Guerra Mundial, hizo estragos en la germanofilia del Benemérito, y en su política neutral, quien ordenó el cierre definitivo del periódico en 1917. Pero su opinión ya no podía ser callada. Regresó a Caracas y publicó en los principales diarios de circulación para el momento, incluyendo algunos medios oficiales. Entre ellos destacan El Universal, El Nuevo Diario y las revistas Actualidades y Pitorreos; siendo ésta última una de las causantes de su entrada a La Rotunda en diciembre de 1918. Cautivo, sin comunicación con el mundo de la Caracas veinteañera, Pocaterra empezó lo que muchos consideran el gran reportaje venezolano del siglo xx: las Memorias de un Venezolano de la Decadencia, que más tarde terminó publicando desde el exilio, a través de La Reforma Social, una revista dirigida por el venezolano Jacinto López en Nueva York. Su colaboración para El Heraldo de Cuba también es destacable en su faceta como periodista. En ella denunció las irregularidades vinculadas a factores de poder, puso al descubierto la realidad venezolana de ese momento que la dictadura intentaba mantener oculta y dejó en evidencia el compromiso del periodismo con la sociedad y la idea de que a través de la tinta y el papel se pueden lograr grandes cambios políticos y sociales frente a cualquier régimen autoritario. Caracas, abril 2018
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Caricatura de José Rafael Pocaterra, aparecida en El Fonógrafo, Maracaibo
CortesĂa de MarĂa y Olga Pocaterra, nietas del escritor
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ECCE-HOMO El Fonógrafo, 17 de octubre de 1915
i Nació en la montaña. De la piedra tuvo aquella dureza de fisonomía, aquel cutis áspero y agrietado que cortaron las brisas de la sierra y tostaron los soles quemantes, en lo muy alto, sobre las cumbres. Todo este aspecto rudo le sirvió más tarde para forjar su leyenda de caudillo. ii Un día, en una riña, de un machetazo le hendió el cráneo a uno y corrió a otros dos. Era valiente Eccehomo; y su mismo nombre robusto: Eccehomo Peñuela, sirvió desde entonces para caracterizar las salvajadas: –¡Peor que Eccehomo! –decía el burgo. iii Estalló una revolución; Eccehomo se alistó voluntario. A los dos meses “el coronel Eccehomo” al año, ya en Caracas la revolución: “el general Eccehomo” tuvo un lento pasar administrativo: de una jefatura civil de parroquia a la de Petare, a la comandancia de un resguardo; de allí a una prefectura; más tarde a la presidencia de un Estado. De levita, sin perder ni el plantaje rudo, ni esas maneras un poco chabacanas que los observadores superficiales juzgan como franqueza, era el mismo serrano astuto y avisado que sabía, de chico sacar una lapa de su cueva. Con la destreza que antes hacía salir al animal asfixiado por el humo de un jacho, extraía ganancias pingües de la angustia de sus gobernados, ahora. El buscaba dinero como otros fuman: por distraerse.
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La salud de Eccehomo, su disposición de espíritu, siempre alerta entre tantos hombres que languidecen sobre el éxito y los fáciles placeres, su propia pacencia serrana, avisora y desconfiada y la poca facilidad para expresarse que bien lucía como rara discreción, le llevaron lentamente hasta un ministerio: el de Instrucción Pública. Se le condecoró con la respectiva medalla. En el despacho de su cargo fue un innovador. Él, sugestionando a su colega de Obras Públicas, presentó en gabinete el célebre decreto de erigir, en el Paseo Independencia, una Casa de Animales, pero caída de pronto aquella situación, no pudo efectuarse un proyecto, que como bien dijo la prensa oficial de entonces, era tan digno de aquel gobierno.
v Desempeñó inclusive la Vicepresidencia de la República y la Presidencia del Congreso tres o cuatro veces, casi todos los altos cargos del escalafón oficial. Caído fue oposicionista. Muerto, sus virtudes públicas aseguraron una pensión a la familia. Figura en algún grueso tomo de historia patria, retratado en la guerra del képis, cajita de fósforos ladeado sobre una oreja, el machete pendiente de ancha banda que debió ser amarilla pero que la imparcialidad política de la lente reveló en blanco. Todavía en los pies, calzados con altas botas jacobinas, se le advertía la cotiza. Y nunca pudo habituarse, ni en sus días ministeriales a dejar de usar calzoncillos de trenza y media blanca con botín de gomita. Pero esto detalles nada valían al lado de su virtud, la que le dio nombre, honores, puesto: la sinceridad. “Es un hombre sincero”, decían de él en la calle, en las tertulias, por los corredores de la Casa Amarilla. Cierta vez aquella sinceridad se reveló de una manera espontánea y hermosa cuando se atacaba por la prensa a su “jefe y compadre”: –Yo no puedo aguantar hipocresías, compadre; aunque no le guste mi manera de decir las cosas claro: usted es el hombre más grande América. Y si quiere póngase bravo porque yo se lo diga… Para repetírselo aquí, ahora, ahora mismo, delante de todo el mundo. Yo soy así: al pan, pan y al vino, vino.
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vi Vino una pulmonía y nos llevó al general Eccehomo. Hasta en ese trance supremo tuvo una virtud liberal amarilla: la alternabilidad. La alternabilidad bajo la Presidencia vitalicia de Dios Nuestro Señor.
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EL CHALECO DE FANTASÍA El Fonógrafo, 12 de diciembre de 1915
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–¿…? –¡No lo conoces! Aparicio Freites, el gran Aparicio, el hombre de la caja de machetes… Freitecito, chico, el que servía la farmacia del Hospital Militar… –¡Ah! Sí… Yo no lo conocía de atrás. Era mozo lívido, de ojos hundidos, de nariz grande… Se peinaba, abierta la raya con una rectitud admirable en mitad del cráneo, dos cocas de pelo aceitoso, liso y abundante, dos cocas que le cubrían las sienes, dos guedejas, o mejor, dos chatas. –Y los zapatos, fíjate. Efectivamente: bajo el pantalón oscuro, de dril imitación casimir estrechísimo, las puntas de un calzado amarillo inglés salían como dos espolones a derecha e izquierda de un andar compasado, casi tímido. Los ojos de Freiticito apenas tenían pupila, lo demás era córnea, córnea blanca, de un blanco limpio, frecuente y sentimental. Si hubiera continuado dando oídos a los comentarios de Felipe Sanojo, el maleante condiscípulo cuando la vieja universidad, tendría que convenir en todos los aspectos sospechosos que presentaba Freitecito con sus zapatos y su pelo y su lánguido andar… Pero yo sabía que exageraba, como de costumbre. Para Felipe las cosas no tienen estados medios ni matices: Fulano de Tal es mejor que dos millones de pesos; Zutano es un vagabundo, no tiene vergüenza, ni quiere a su familia, ni se limpia los dientes y además es ladrón. “Piensa tú en cualquier cosa… Pues bien, ya Zutano se la ha cogido”. Pintoresco, gráfico, mordaz; exagerado como un andaluz y satíl como una tercera. Le angustiaban sinceramente dos cosas, los pantalones de cuadritos y la lección que nunca sabía. –¡Freitecito! Pero tú no sabes: tú crees que es mentira…
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Yo lo vi y lo vieron todos… ¡Claro está que podría ser calumnia tratándose de otro, pero de Freitecito…! Por más que le obligamos… Se puso bravo con nosotros porque lo habíamos dejado solo. –¡Jesús, esta niña! La voz de Felipe se hacía sorda y malvada. –¡Pero si no tienes más que verle el chaleco!
ii Aquello debía ser el chaleco… Inclinado junto al mostrador, mientras que con un meñique delgado y nudoso con la uña amarilla, cortada en melón, señalaba a otro una crónica de Lino Sutil, Freitecito exhibía, bajo la flotante corbata que era una bandera de amores fáciles, algo que debía ser chaleco pero que lucía cambiantes bruscos como esos avisos que dicen vistos de un lado “Parfums V Rigaud” y del otro “Purgante Delicioso del Doctor Feo”. Todos los colores del iris, la gama del fuego en sus tonos todos desde el violeto frío hasta el rojo blanco y la escala de matices y el prisma, se habían dado cita en aquella media vara de tela que ofuscaba la vista… Para acercarse era menester colocar la mano sobre los ojos a manera de pantalla, y luego veíanse manchas sanguinolentas mucho rato, sobre los muros, como cuando se sufre el reflejo solar en los espejos. Y hasta míster Groadtken, que nos enseñaba griego con pronunciación alemana, solía exclamar: –¡Carrgamba eso no es un chaleco, eso es una barrgbarrgidá!
iii Dos veces a lo sumo hablaría con él; voz atiplada, modosa… ¡La primera en no sé qué fiesta de segundo orden; recuerdo que defendió a una escritora española que tanto le agradaba…! “Por qué Salomé Muñez y Topete tiene hasta más fondo que la misma doña María del Pilar Sinués”. La segunda vez en un cine: un donde de los Pinos, sugestionado por una realísima hembra –la Robine me parece– amarraba a su papá, le pegaba a una señora y mataba de un puntapié al “leal perro del comandante Patouche”. Freitecito me observó en el pasillo, con dejo: ¡Pero que demonio tan perverso es esa diabla! Yo por eso les tengo mucha rabia a las mujeres…
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Equívoco. Las mujeres a su vez sonreían misteriosamente cuando él las hablaba del corazón, sonando la z, dulce, sinuosa, como si trazara con la lengua el perfil capcioso de la letra.
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–Ahora está en Curazao –informó Felipe. –¡En Curazao! ¿Pero es revolucionario de cabotaje? –No… –¡Ah! En negocios. –Tampoco. –Pasea, pues… –Lo han mandado a pasear. –¿Por qué? ¿Quién? –¡Quien va a ser! El Perfecto, chico; figúrate que con todo ese aire de afeminado, y ese andar de migno, y esa voz y ese chaleco color de purgatorio de Cristóbal Rojas, ya había dejado tres novias en malas condiciones… una había tratado de envenenarse; y le botó los reales a la viuda de Pancho Ursúa; y… en fin, el alboroto de la mujer de Bergamota; y lo de la monjita de la sala 9 ¿te acuerdas? Estupefacto. –¿Pero él, fue él…? ¿Freitecito? –Y no sólo eso, sino que cuando lo sorprendió el portero, Mariano Chagín, que tú sabes que es un toro de bravo, Freitecito con voz de tiple le gritó que si no se callaba, lo cogía por la marrueca de los pantalones y le daba sesenta patadas en la boca del estómago…. –¡Caracoles! De modo que lo de la hermanita… –Yo no sé, lo cierto es que le hizo suspender los hábitos.
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EL ÚLTIMO DISFRAZ El Fonógrafo, 16 de abril de 1916
i Allí se detuvo; recostado al poste de teléfonos, casi abrazado a él. A la izquierda una calleja torcida, oscura, con un farol distante en el extremo que iluminaba una decoración de taberna de donde venía el rumor de un baile; a la derecha la avenida que desciende hacia los muelles y que a lo lejos limita el mar de la madrugada, sonoro, agitado, oscuro… El disfraz, roto, sudado; los cabellos alborotados, las manos temblorosas. En los ojos un estupor, y en el cerebro, como marcada con hierro luminoso o bien como esos círculos de un brillo azufrado que se advierten hacia las sienes cuando uno se oprime los párpados, la idea fija, tenaz, arrolladora: ¡Me engaña, me engaña! ¡Siempre me engañó…! El tumbo del mar parecía repetírselo; el farol hacerle un guiso burlesco, y el poste mismo en que se apoyaba tenía en su inmóvil indiferencia de hierro, un sentido panteísta de carácter de decoro altivo, de orgullo frío y firme… El hierro helado le quemaba las manos. Soltóse. Dio algunos traspieses y andando, calle abajo… Un perro, echado en la sombra, al huir, ladró la bestia que huía, cobarde y temblorosa, balbuceando: –¡Hermano! Hermanito… que tú eres como yo… No, más que yo, perro, mucho más que yo… En el verano, en agosto, tu hembra ama, y te ama franca, ingenuamente… animalmente, perrunamente si quieres… Pero… pero ella, los hombres, ella, las mujeres ¡todo el año! Todo el año sienten esa necesidad de ser amadas… ¿Tú entiendes, bestia? Sí, tú entiendes… –Y el hipo le cortó la voz. El perro, sorprendido, con una pata al aire, alzaba hacia el ebrio su cabeza fina y atenta, a una prudente distancia. Era un pobre can callejero, sarnoso, de raza buena sin duda, como esos desgraciados que la miseria tira desde la cuna noble a la mitad de la calle… –Oye, te lo voy a contar… Pero espera. El hipo le ahogaba las palabras.
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–Sí, te voy a referir… Yo la quería como se quiere una sola vez en la vida: con mis… nervios, conmigo todo, ¿entiendes bicho vil? Como quiere un hombre, como quieren los hombres… Tuve hijo en ella, cachorro… ¡atiende, cachorro mío que yo engendré! Estaba en el baila ella, conmigo… Y tras una cortina la vi ¡ah! la vi darle un beso a otro ¡oye bestia! A otro perro como tú y… como yo. Y con una ira inaudita, saltando hacia el animal, gritó: –Dime, hermano, ¡es horrible! ¿Qué debo hacer hermanito? ¿Qué harías tú? Dime. El can, asustado, huyó de nuevo, calle abajo, hacia los muelles. Él lo siguió gritando: –¡Espera! Es un consejo de amigo lo que te pido. ¡No tengas miedo! ¿Qué haría usted, hermanito, si lo traicionaran así? Como una pequeña sombra trémula, el perro escapaba, lejos. De pronto, desapareció. Por toda la línea de los muelles se extendía un mar sombrío, resonante, oscuro… Y una ráfaga de aire abofeteó el rostro del borracho… Con los ojos extraviados, se detuvo. La voz, silbante; sus clamores al correr detrás del animal desaparecido, aún los sentía resonar en sus oídos, ¿qué haría usted? ¿Qué haría usted?
ii Muy de mañana, hacia los depósitos de carbón, flotando verticalmente, un cadáver fue recogido. Llevaba un disfraz que al desteñirse le había manchado el rostro de bermellón y verde; hinchado, feo, grotesco. En los labios tenía estampada una sonrisa estúpida… Era un infeliz que sin duda cayó al agua al salir del mabille en estado de embriaguez.
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PANCHITO MANDEFUÁ *1 Actualidades, 22 de diciembre de 1918
i A ti que esta noche irás a sentarte a la mesa de los tuyos, rodeado de tus hijos, sanos y gordos, al lado de tu mujer que se siente feliz de tenerte en casa para la cena de navidad; a ti que tendrás a las doce de esta noche un puesto en el banquete familiar, y un pedazo de pastel y una hallaca y una copa de excelente vino y una taza de café y un hermoso “Hoyo de Monterrey”, regalo especial de tu excelente vicio; a ti que eres relativamente feliz durante esta velada, bien instalado en el almacén y en la vida, te dedico este cuento de Navidad, este cuento feo e insignificante, de Panchito Mandefuá, granuja billetero, nacido de cualquiera con cualquiera en plena alcabala, chiquillo astroso a quien el Niño Dios invitó a cenar.
ii Como una flor de callejón, por gracia de Dios no fue palúdico, ni zambo, ni triste; abrióse a correr un buen día calle abajo, calle arriba, con una desvergüenza fuerte de nueve años, un fajo de billetes aceitosos y paltó de casimir indefinible que le daba por las corvas y que era su magnífico macferland de profundos bolsillos profundos, con bolsillito un pequeño para los cigarrillos, que era su orgullo, y que le abrigaba en las noches del enero frío y en los días de lluvia hasta cerca de la madrugada, cuando los puestos de los tostaderos son como faros bienhechores en el mar de niebla, de frío y de hambre que rodea por todas partes en la soledad de las calles, al pobre hamponcillo caraqueño. Hasta cerca de media noche, después de hacer por la mañana la correría de San Jacinto y del Pasaje y el lance de doce a una en las puertas de los hoteles, frente a los teatros o por el boulevard del Capitolio, gritaba chillón, desvergonzado, optimista:
* Título original con el que fue publicado en Actualidades, Caracas. Año II, N° 51 (22 de diciembre de 1918). Posteriormente fue conocido como De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús.
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–Aquí lo cargooo… El tres mil seiscientos setenta y cuatro, el que no falla nunca ni fallando, ¡archipetaquiremandefuá…! El día bueno, de tres mil billetes y décimos, Panchito se daba una hartada de frutas; pero cuando sonaban las doce y sólo –después de soportar empellones, palabras soeces, agrios rechazos de hombres fornidos que toman ron– contaban en la mugre del bolsillo catorce o dieciséis centavos por pedacitos vendidos, Panchito metíase a socialista, le ponía letra escandalosa a “La maquinita” y aprovechaba el ruido de una carreta o el estruendo de un auto para gritar obscenidades graciosísimas contra los transeúntes o el carruaje del General Matos o de cualquiera de esos potentados que invaden la calle con un automóvil enorme entre una alarido de cornetas y una hediondez de gasolina…; y terminaba desahogándose con un tremendo “Mandefuá” donde el muy granuja encerraba como en una fórmula anarquista todas sus protestas al ver, como él decía, las caraotas en aeroplano. Quiso vender periódicos, pero no resultaba; los encargados le quitaron la venta: le ponía el “mandefuá” a las más graves noticias de la guerra, a las necrologías, a los pesares públicos: –Mira hijito –le dijeron– mejor es que no saques el periódico, tú eres muy Mandefuá.
iii Tuvo, pues, Panchito su hermoso apellido Mandefuá, obra de él mismo, cosa esta última que desdichadamente no todos son capaces de obtener, y él llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como Felipe, Duque de Orleans, usaba el apelativo de igualdad en los días un poco turbios de la convención, cuando el exceso de apellidos podía traer consecuencias desagradables. Pero Panchito era menos ambicioso que el duque y bastábale su “medio real podrido”–como gritaba desdeñosamente tirándoles a los demás de la blusa o pellizcándoles los fondillos en las gazaperas del Metropolitano. –Una grada para muchacho, bien ¡Mandefuá! De sus placeres más refinados era el irse a la una del día, rasero con la estrecha sombra de las fachadas, y situarse perfectamente bajo la oreja de un transeúnte gordo, acompasado, pacífico; uno de esos directores de ministerio que llevan muchos paqueticos, un aguacate y que bajan a almorzar en el sopor bovino del aperitivo: –El mil setecientos cuarenta y siete ¡mandefuá!
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–Granuja ¡atrevido! Y Panchito, escapando por la próxima bocacalle, impertérrito: –Ese es premiado, ¡no se caliente mayoral! El título de Mayoral lo empleaba ora en estilo epigramático, ora en estilo Elevado, ora como honrosa designación para los doctores y generales del interior a quienes les metía su numeroso archipetaquiremandefuá. Y con su vocablo favorito, que era panegírico, ironía, apelativo –todo a su tiempo–, una locha de frito y un centavo de cigarros de a puño comprado en los kioscos del mercado, Panchito iba a terminar la velada en el Metro con “Los misterios de Nueva York”, chillando como un condenado cuando la banda apresaba a Gamesson advirtiéndole a un descuidado personaje que por detrás le estaba apuntando un apache con una pistola o que el leal perro del comandante Patouche tenía el documento escondido en el collar. Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas: –Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema.
iv Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número “premiado” como si lo estuviese viendo en la bolita… Detúvose en una rueda de chicos después de haber tirado de la pata a un oso de dril que estaba en una tienda del pasaje y contemplando una vidriera donde se exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, algunos diávolos, un automóvil y un velocípedo de “ir parado”… Y, de paso rayó con el dedo y se lo chupó, un cristal de la India a través del cual se exhibían pirámides de bombones, pastelillos y unos higos abrillantados como unas estrellas. En medio del corro malvado, vio una muchachita sucia que lloraba mientras contemplaba regada por la acera una bandeja de dulces; y como moscas, cinco o seis granujas, se habían lanzado a la provocación de los ponqués y de los fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, temiendo el castigo. Panchito estaba de humor; cinco números enteros y seis décimos ¡ochenta y seis centavos! La sola tarde después de haber comido y “chuchado”… Poderoso. Iría al circo que daba un estreno, comería hallacas y podría fumarse hasta una cajetilla. Todavía le quedaban dos bolívares con que irse por ahí, del maderero abajo para él sabía qué… ¡Una noche buena crema!
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Seguía llorando la chiquilla y seguían los granujas mojando en el suelo y chupándose los dedos… Llegó un agente. Todos corrieron, menos ellos dos. –¿Qué fue? ¿Qué pasó? Y ella sollozando: Que yo llevaba para la casa donde sirvo esta bandeja, que hay cena para esta noche y me tropecé y se me cayó y me van a echar látigo… Todo esto rompiendo a sollozar. Algunos transeúntes detenidos encogiéronse de hombros y continuaron. –Sigan, pues –les ordenó el gendarme. Panchito siguió detrás de la llorosa. –Oye, ¿cómo te llamas tú? La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto. –¿Yo? Margarita –¿Y ese dulce era de tu mamá? –Yo no tengo mamá. –¿Y papá? –Tampoco –¿Con quién vives tú? –Vivía con una tía que me “concertó” en la casa en que estoy. –¿Te pagan? –¿Me pagan qué? Panchito sonrío con ironía, con superioridad: –Guá, tu trabajo: al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías? Margarita entonces protestó vivamente: –Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava. –¿Qué te enseña? –A leer… Yo sé leer, ¿tú no sabes? Y Panchito, embustero y grave: –¡Puah! Como un clavo… Y sé vender billetes, y gano para ir al cine y comer frutas y fumar de a caja… –Dicho y hecho, encendió un cigarrillo… Luego, sosegado: –¿Y ahora qué dices allá? –Diga lo que diga, me pegan… –repuso con tristeza, bajando la cabecita enmarañada. –¿Y cuánto botaste?
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–Seis y cuartillo, aquí está lista –y le alargó un papelito sucio. –¡Espérate, espérate! –le quitó la bandeja y echó a correr. Un cuarto de hora después volvió: –Mira, eso era lo que se te cayó, ¿nojerdá? Feliz, sus ojillos brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia. –Sí… eso. Fue a tomarla, pero él la detuvo: –¡No, yo tengo más fuerza, yo te la llevo! –Es que es lejos –expuso tímida. –¡No importa! Por el camino él le contó, también que no tenía familia, que las mejores películas eran en las que trabajaba Gamesson y que podían comerse un gofio… –Yo tengo plata, ¿sabes? –y sacudió el bolsillo de su chaquetón tintineante de centavos. Y los dos granujas echaron a andar. Los hociquillos llenos de borona, seguían charlando de todo. Apenas si se dieron que llegaban. –Aquí es… dame. Y le entregó la bandeja. Quedarónse viendo ambos los ojos: –¿Cómo te pago yo? –le preguntó con tristeza tímida. Panchito se puso colorado y balbuceó: –Si me das un beso. –¡No, no! ¡Es malo! –¿Por qué…? –Guá, porque sí… Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de gofio y de travesura. –Grito…, que grito… Estaba como una amapola y por poco tira otra vez la dichos dulcera. –Ya está, pues, ya está. De repente se abrió en ante portón. Un rostro de garduña, de solterona fea y vieja apareció: –¡Muy bonito el par de vagabunditos estos! –gritó. El chico echó a correr. Le pareció escuchar a la vieja mientras metía dentro a la chica de un empellón.
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–Pero, Dios mío, ¡qué criaturas tan corrompidas éstas desde que no tienen edad! ¡Qué horror!
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¡Era un botarate! No le quedaban sino veintiséis centavos, día de Noche Buena… Quien lo mandaba a estar protegiendo a nadie… Y sentía en su desconsuelo de chiquillo una especie de loca alegría interior… No olvidaba en medio de su desastre financiero, los dos ojos, mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se gasta “archipetaquiremandefuá…
vi A las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de “a medio”, un guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos “pavos rellenos” de postre. ¡Su cena famosa! Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco, un soplo poderoso y Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito destrozado, cubierto con un paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de tierra y de sangre.. Se arremolinó la gente, los gendarmes abriéndose paso… –¿Qué es? ¿Qué sucede allí? –¡Nada hombre! Que un auto mató a un muchacho “de la calle” –¿Quién…? ¿Cómo se llama…? –¡No sé sabe! Un muchacho billetero, un granuja de esos que están bailándole a uno delante de los parafangos… –informó, indignado, el dueño del auto que guiaba un “trueno”.
vii Y así fue a cenar en el cielo, invitado por el Niño Jesús esa Nochebuena, Panchito Mandefuá…
poemas
Caricatura de José Rafael Pocaterra, en Cartas a José Rafael Pocaterra 1889-1955, Banco Industrial de Venezuela, 1972
CortesĂa de la Casa Natal de JosĂŠ Rafael Pocaterra, Valencia
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NOVIEMBRE Caracas, 1919
Ha llegado este mes de tristeza y está triste la naturaleza bajo un manto de nieblas tenaz; el pasado ideal se derrumba, ¡qué de amigos se han ido a la tumba, Cuántos otros aguarda quizás!
· 19 Este mes de noviembre que empieza del rosario que el año nos reza es la cuenta más negra a contar. Al eterno dolor de esta casa todo el año es noviembre que pasa, todo el año es el mes del penar. Ya la voz que los muertos erguía desde el fondo de la tumba fría a esa fosa no viene a llamar; y el maestro a quien todo dolía, ya no escucha que Marta y María en mi tumba se ha puesto a llorar.
IPSQUE MORS Caracas, 1919 Noviembre dos del año diecinueve. Doblan los templos, la ciudad en luto rendirá hoy el clásico tributo a quienes ya la tierra les fue leve. Un sol enfermo que a salir se atreve entra a mi calabozo, irresoluto, alumbra apenas un fugaz minuto y se vuelve a la sombra. Afuera llueve. Hoy habrá llanto, flores y oraciones abe la losa de los panteones, sobre epitafios conmemorativos.
En el más triste día de difuntos rogad ¡oh, hermanos! los que estamos juntos, por esta tumba de enterrados vivos.
poemas
LA PEQUEÑA ORACIÓN Caracas, 1920
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¡Señora de las Mercedes, con los versos más sencillos que he podido fabricar, Alcaidesa de castillos Abogada del penar, te pido a ver si tú puedes mis preguntas contestar como si fuesen de un niño que no quieres ver llorar… Si mi pobre viejecita cose y llora sin cesar, si entre la aguja y la cinta cae el llanto en su telar como una perla bendita que va para ti engarzar; cuida esta vista marchita que no puede descifrar la plegaria que está escrita y que el llanto, pobrecita, no me la vaya a cegar! Por eso mi alma te ruega: dame dolor, sombra, grillos ¡lo que tú quieras cambiar! mi vida toda se entrega, Alcaidesa de Castillos Azogada del penar; porque, Madre, si ella ciega ¿para qué quiero mirar?
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LA CANCIÓN DEL TRABAJO Caracas, 1921
i Para vosotros ¡oh Artesanos! está compuesta esta canción, es el poema de las manos es el verso del corazón.
Haz la pared a cal y canto, quema el ladrillo en tu fogón; harás el nicho para un santo o los muros de la prisión.
Para vosotros los esclavos de la oficina y el taller –hierro de plumas y de clava– y un agrio pan de malcomer.
Desbasta el roble, el duro roble, con el escoplo y el formón: cuna dorada para el noble negra horca para el ladrón.
Dignificad vuestro trabajo, glorificad vuestra labor; el pan y la sal aquí abajo son la alegría y el amor.
Maja en el hierro burdo y grueso junto al incendio del hogar: saldrán las ruedas del progreso y los grillos para aherrojar.
ii Corta en la tela de granate, que tu tijera corte igual el rojo manto del magnate que el burdo paño del sayal.
Templa la hoja, niela, repuja bajo el ariete vibrador, la honra modesta de la aguja, el acero libertador. Cincela el rey de los metales cincélalo sin celador: anillo de los esponsales viles monedas de traidor. Sopla el soplete milagroso donde los iris quebrarán: un lente para el estudioso, la frágil copa del champán.
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poemas la canción del trabajo
iii Ten esta frase como norma: mientras un ideal exista toda materia es noble forma para la mano del artista.
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Cuando trabajes, sueña y piensa, ¡mas no dejes de trabajar! tendrás esa alegría inmensa cuando el alma rompe a cantar. Trabajar triste… En ese abismo Fornican la Pena y el Mal. ¡Trabaja alegre, cual Dios mismo en la Labor Universal!
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Caricatura de JosĂŠ Rafael Pocaterra, aparecida en El FonogrĂĄfo, Maracaibo
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Cortesía de la Casa Natal de José Rafael Pocaterra, Valencia
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AUTOBIOGRAFÍA
Venezuela Contemporánea, Caracas, mayo 1917
¿Mis rasgos biográficos? Nací en Valencia, un 18 de diciembre, hace veinte y seis años. No he sido niño prodigio, ni bachiller, ni toco ningún instrumento. Estudié solo, sufrí solo, solo luché contra el “trágico cotidiano”. A mi madre le debo la vida; a los demás, nada. Cuando murió mi padre todavía no terminaba yo de echar los dientes. Después la existencia me enseñó a tener colmillos y garras; más tarde la piedad humana me ha enseñado a sonreír. Mi aprendizaje paseó una adolescencia precoz y turbulenta entre esos dos extremos. He sido a los doce años mandadero de zapatería con tres pesos de sueldo y el calzado. Le rompí las narices a uno de la casa y entonces me echaron; ascendí a mandadero de una camisería, ganaba ocho pesos, cinco más que en la zapatería pero sin los zapatos. Tres años más tarde quedé al frente de un periódico reaccionario llamado Caín. Data de ahí mi incursión a la “república de las letras”, e hice esta incursión con los aprestos y las armas de la cuarta salida al campo de Montiel. Naturalmente paré en las bóvedas del castillo de Puerto Cabello y luego me trasladaron a las no menos bóvedas del de San Carlos. Después de año y meses salí menor de edad y periodista independiente. Dos cosas ridículas. Y una tercera ridícula aún: salí tan pobre como había entrado. Vino la bendita reacción y de la oficina mercantil donde ganaba cien bolívares como corresponsal trabajando hasta media noche con una deliciosa temperatura marabina de 38 grado, salté a la plaza y eché un discurso de tres galeras y media, preñado de frases terribles contra “el pasado régimen”, haciendo rugir de entusiasmo a cinco mil sujetos. Me sacaron en hombros. Fui celebridad local. Cierto cojo maleante, cronista de un periódico de Caracas, dijo con mucha gracia que todos los que habíamos tomado parte en la “manifestación” zuliana éramos “muy conocidos en nuestras casas”. Odié a aquel hombre. Tenía yo la enfermedad regional: hipertrofia de pretensión. Algo tan criollo como la “mancha” de los plátanos… Después… Después fui secretario de ministros y presidentes, pastor, novelista, veterinario, tesorero de Estado, chalán, político rural, periodista, oficial del
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Ejército, etc., etc. Publiqué Política Feminista entre una conspiración de silencio público y una acogida privada estimabilísima. Acabo de editar Vidas Oscuras, mi segunda novela. Ya se sabe que ha tenido mejor suerte. Una casa editorial española ha lanzado por su cuenta una segunda edición de la obra; me envió un ejemplar dedicado y… le di las gracias después de informarme que no existía tratado de extradición literaria con España. Comprendí entonces lo que era eso de estrechar los lazos con la Madre Patria. Las letras no me han producido sino admiradores públicos y enemigos privados. La mayor parte de mis honestos esfuerzos ha quedado aplastada bajo el rencor anónimo de tantos personajes de mis libros que andan por ahí en carne y hueso. He llevado una vida combativa, intensa y frecuentemente peligrosa. Mucho por mis defectos, un poco por los de los demás; pero siempre he sido huraño con la generalidad de las gentes, comunicativo con unos cuantos y burlón con todos. Por este lado declaro que tengo peor fama que la merecida. He odiado y he amado con todo mi corazón. Ahora… Pero bien, esto de hablar de sí mismo resulta enojoso para uno y pesado para el público. Pasemos a la “autocrítica” que me exigen: Creo haber escrito sinceramente parte de la verdad que he podido apresar en las páginas de mis novelas. Hasta hoy no pienso variar ni de método ni de estilo. Ya lo dije: yo escribo en venezolano, pienso y siento en venezolano. Esto me ha librado de influencias literarias extrañas y me inspira un saludable temor a los preciosistas, a los orfebres y a los cacógrafos preñados de gramática. Todo bajo el patrocinio de mi noble señor don Miguel de Cervantes. Por lo demás, repito que quiero que se me considere fuera de la literatura. Finalmente, ya que me lo exige esa revista, acepté el único retrato que tengo y que por casualidad conservo. Hay dos cosas fastidiosísimas: orificarse los dientes y salir uno de su casa “a retratarse”. Y que perdonen S.M. Alfonso XIII y el señor Aguilar de “La Revista”.
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NECROLOGÍA DE CIPRIANO CASTRO Montreal, diciembre de 1924
El día 6 de este mes que va corriendo a terminar el año, falleció a media noche en Puerto Rico, Cipriano Castro, después de haber ejercido nueve años el mando absoluto de Venezuela y tras un extrañamiento de diez y seis… Muere cuando su nombre comenzaba a susurrarse de oreja a oreja entre ciertos hombres a quienes una serie de fracasos parece condenar para siempre a la expectativa de la acción armada… Muere un poco más tarde que Estrada Cabrera y antes de J. V. Gómez. A él le debe Venezuela su actitud actual; fue el brazo y nervio de esta dominación regional andina que cuenta ya un cuarto de siglo: Gómez es sólo la prolongación de la sombra del hombrecito de Capacho Viejo, a quien la vileza de una nación enferma y decaída presentará definitivamente ante la historia con la importancia decisiva de un factor de la evolución, ¡eso que no debió pasar de un borroso episodio de guerrillero afortunado! Los hombres que hoy apoyan a su sucesor en Caracas, ayer formaron en la hueste castrista de los campamentos o en la clica de los saraos. Los hombres que hoy atacan al mayordomo alzado con la hacienda del amo, casi en su totalidad pusieron su acero o su inteligencia al servicio del déspota difunto… Y cuando se ha hecho en vida una justicia tan dura y tan constante, y cuando se ha combatido al usurpador de frente en la patria, poderoso, y se le ha combatido en igualdad de circunstancias desde el destierro, y antes de que la muerte cegara sus ojos se ha escrito un libro entero que contiene todo el proceso pavoroso de un novenario de desmanes en que él era «el héroe invicto» y los demás gentualla roedora de desperdicios o sombras en las cárceles y en lejanas playas; cuando se ha cumplido así, no una parte del deber sino todo el deber; cuando se ha preferido ser un prisionero y no su cómplice –¡y todos los que estuvieron a su lado lo fueron a ciencia y paciencia de la mala memoria de los venezolanos!– hay el derecho y la obligación filosófica de hacerle justicia en la tumba… Ya no podrá erguirse de allí para ir a encabezar toda su gente que le aguardaba dispuesta en la frontera del Táchira, que le ha aguardado
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siempre, con fe en su estrella, con fe en su energía, con fe en su valor y en su astucia –que uno lo tuvo en grado sumo y la otra constituye la característica de su vida–; ya la esperanza ha quedado enterrada con él: ¿Gómez sellará con su caída la lápida de la dominación odiosa y regional de estos últimos años? Antes de morir «don Cipriano» en septiembre, un acto tuvo lugar en la aldea de Tocuyito, cerca de Valencia, un acto al que mis compatriotas dijerase que no han dado la importancia que merece: en ese pueblecito, a cuatro leguas de la capital de Carabobo, Castro dio la refriega final que le condujo al Capitolio en 1899… Con Castro estaba Gómez, y como el jefe traicionado aun vivía para cuando se hizo la conmemoración, en este septiembre que acaba de pasar, sin nombrar al hombre se hizo la apoteosis de aquella «batalla», empeñada entre la más sucia traición y buena fe con que oficiales inferiores y soldados desarrapados iban a aniquilar su vida y a empedrar con sus osamentas la avenida triunfal de dos despotismos sucesivos, la Vía Apia de este gran desastre nacional… Por encima de su deslealtad infame, el traidor, sin darse cuenta, hacía una justicia tardía al hombre que acababa de morir en San Juan de Puerto Rico… Y sanciona, de un modo imponente y definitivo, rodeado de su cohorte de genízaros, de sus bufones, de sus médicos y de sus hablistanes, toda mi labor de dos años en el exterior, todo mi sufrir de tres lustros en la patria… La consagración de la refriega de Tocuyito en 1899 es la justificación de mis Memorias de un Venezolano de la Decadencia en 1924. A los compatriotas que han juzgado ciertas opiniones mías, hijas de una pasión trivial hacia un grupo poblador dado, les remito a ese festejo «oficial» de septiembre. Se ha dicho que Castro pudo ser la salvación de su país y no lo dejaron ser los hombres que le rodearon. A Castro lo rodearon esos hombres porque en derredor suyo no podían subsistir otros… Los que erradamente creyeron posible o factible influir en sus determinaciones, pagaron con la ingratitud y con la persecución de que fueron víctimas su imprudente contacto… Castro carecía de preparación y de moral –no hablo de la privada, que no hace al caso ahora–, hablo de la moral política, de la consecuencia, de la lealtad a los principios. Hecho a sablazos y a tiros, sostenido a tiros y a sablazos, el chafarote y el máuser formaron el fondo de la escena ante cuyas candilejas bailaba, haciendo al mundo civilizado muecas amenazadoras… La gente empezó a desocupar los palcos, apenas si le quedó galería y una estrepitosa orquesta de trombones y de guitarras. Su expiación ha sido larga y triste. Como si el destino quisiera apresurar sus pasos, en este último año vióse objeto de ridículas escenas de pasacalle. Un día
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amenaza a unos chicos y dispara su revólver. Las autoridades le reprenden. Otro día se ve envuelto en una enojosa cuestión con un compatriota y tiene que oír en la barra del tribunal cómo el abogado de su acusador recuenta en alta voz todos sus desmanes pasados, todos sus delitos… El mes pasado, a fines de octubre, debió haber leído La Reforma Social: el postrer capítulo de este libro… La muerte aguardó esta última justicia hecha en nombre de los que condenó a la muerta, a la desintegración moral, al silencio, a la infamia… Pero él ha muerto, y basta. También tiene un derecho sagrado a que se le juzgue –ya desarmado en la muerte, sin poder dar ni quitar nada– con la serenidad y con la sinceridad que jamás pudo suponer en los otros hombres.
* * * Castro valía, en cuanto a militar, más que todos sus contemporáneos. De la obra de Castro ha disfrutado Gómez; del prestigio de su espada han vivido tenientuelos a quienes la credulidad popular les supone eficiencia… El personalismo castrista, sólo tenía un acero: el de Castro. Donde él no comandó directamente, la tribu fue derrotada y disuelta… Gómez huyó por las playas de Carúpano con un tiro en las nalgas… Lo de Ciudad Bolívar estuvo políticamente preparado por él y militarmente manejaba a Gómez con un hilillo como a una marioneta bélica… En la campaña de Occidente fueron Ferrer –y, más que nadie, González Pacheco– quienes lograron dar una faz decorosa a la resistencia del gobierno. La retirada de este caudillo trujillano será clásica en los fastos militares de la República. La victoria fue triunfo de Castro, determinado por Baptista y la División de Trujillo. Gómez, como militar es una de las más graciosas farsas que han inventado los cortesanillos traviesos y reilones de Caracas… El doctor Márquez Bustillos, que le sirvió hasta el otro día de testaferro y un oficial de apellido Urdaneta, han tratado de hacer una especie de historia militar de Gómez al uno por mil… De la lectura surge una especie de Tartarín haciéndole tiros a un borrico con todas las reglas del cazador de leones… Castro batió, uno tras otro, a todos los militares de Venezuela; y a los que no batió… no fue porque lo evitara él. Es la verdad. Es la historia. Se rio de Matos ¡y le sobró razón! Trató a Gómez con el mayor desprecio ¡y quien negará que hizo bien! También fue malo, cruel y falso con otros hombres que no merecían eso. El mando único, la soberanía, agigantada por la clica, que repetía el eco de sus voces de risco en risco y de cumbre en cumbre, como si fuese la trompa de Roncesvalles, hiciéronle suponer que podía colocarse más allá de la responsabilidad… La caída
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le dio la noción exacta de su estatura… era un soldado, un guerrillero, un hombre que con un sable en la mano y a la cabeza de dos batallones, hubiera entrado por cualquier parte y rendido quizá la jornada a las puertas de la capital de la República. Ante él, los oficiales y las tropas se hubieran deshecho o incorporándosele… Él soñaba y creía en esta especie de regreso de la Isla de Elba. Hubiéramos presenciado quizá este regreso. La muerte le libra a él de ejercer venganzas, a las que no tenía derecho, y a Venezuela de otra espantosa perspectiva y de otra perpetuidad infame… La Muerte nos evita también presenciar hasta qué punto es vil la vileza de un país envilecido… La Muerte tiene estas piadosas y misericordiosas intervenciones… En el valle corta el paso al primer Monagas hacia esa Presidencia de la República que manchara con la primera usurpación; en San Juan de Puerto Rico convierte de repente en un sudario la bandera que esperaban sus amigos en la frontera para lanzarse a la aventura de la audacia a puño y a hierro contra la pasividad gastada o castrada que pasa de un corral a otro, al chasquido del látigo madrinero… La tribu ha perdido su jefe natural. Su jefe «reconocido». Su jefe «único». Castro se perfilaba detrás de la grotesca silueta de su teniente desleal y a él hubiesen vuelto todos «como a un padre»… Yo he visto las correspondencias y los ofrecimientos que los hombres que están en Caracas le hacían al «antiguo e insustituible jefe» ahora muerto. La gente sencilla cree que la mayor parte de los que rodean a Gómez están contentísimos con la muerte de Castro porque ya no temerán el castigo de sus infidencias. Los únicos que siente un gran alivio son Gómez y algunos de sus parientes… Si Gómez sabe ver, notará que entre los que baten palmas y levantan copas de champaña por la muerte de Castro, el empeño del festejo infame oculta un infame pesar… Y vaya toda la verdad como una ola a la orilla: entre los más considerables líderes de la revolución armada, el factor de San Juan de Puerto Rico era o una inquietud o una esperanza… ¡Adiós las combinaciones al 50 por 100!
* * * En una Antilla, desterrado, perseguido, ha muerto el venezolano Cipriano Castro, general de veras, dictador de farsa, a quien se le habría podido condenar legalmente por sus desafueros en Venezuela, si es que una banda de malhechores tiene autoridad moral para condenar a su capitán. Vivo, su nombre, su recuerdo, la misma herencia que dejó en vida justificaban su persecución; muerto es el protec-
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tor al que Gómez le debió todo, su animador, su engendrador político, el hombre de acción que forjó la jaula de acero bajo la cual se guarda este oso diabético que el pueblo de Páez y de Falcón ha investido ¡gente loca y tonta y estúpida de feria en la plaza pública! Con los atributos de los viejos caudillos…
* * * Descanse en paz mi compatriota Cipriano Castro. Mi pluma no volverá a tocarle. Hizo mucho mal; pudo hacer mucho bien. Su obra, personificada en Gómez, está haciendo lo peor. Descanse en paz el general que murió vencido sin combatir por la traición que floreció sola, en un terreno abonado y donde los venezolanos de ayer y los de hoy, dentro y fuera de la patria, se miran con ojos de odio por encima de esa tumba y se preparan a servirse los unos de los otros para luego venderse y entredevorarse y salir en procesiones cívicas invocando el testamento del Libertador… 1898… 1924… ¡Veinte y seis años de vergüenza y de humillación nacional! Descanse en paz el general Cipriano Castro. ¡Es horrible lo que me ocurre! Le odié en vida, le combatí, le clavé en la picota de mis libros; y hoy muerto, desde el fondo de mi sangre venezolana, la admiración a su valor, a su energía, a su inteligencia ¡a haberse hecho a puño propio desde un remoto villorrio perdido en las vueltas de la cordillera! Sacude mis nervios y cubre su recuerdo con una honrada simpatía, con un deseo absurdo de que no hubiese sido lo que fue para no tener que decir lo que dije… Que Dios haga con él la justicia completa, ya que la nuestra es siempre deficiente en la tierra…
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EN LA TUMBA DEL GENERAL GÓMEZ Maracay, agosto de 1936
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La entrada como todas las de cementerio: dos laterales angostas para los vivos que allí van de paso: la del centro, amplia, acogedora para la paz de lo definitivo. La de la derecha está abierta. Y al fondo de la avenida aquel monumento de ladrillo rojo, con un algo de musulmán y un poco de casino, agobiado con alegoría de bronce y sus dos galerías que miran a la paz humilde, arringlerada, a la muerte insignificante: túmulos, cruces, simples señales de tránsito en la velocidad de la existencia. Comunismo integral y totalitario de la muerte. Se penetra a la capilla del mausoleo, que es trivial y barroca. A los muros, recostadas, grandes coronas de metal –que las naturales ya volvieron a despojos, a escoba luego desaparecerían. Porque así es lo natural. Esas otras, con tarjetones de familia: «Amelia», «Indalecia», «Regina», «sus hijos»…, quedan allí esperando el óxido que ya toca la punta lanceolada de sus acantos. Y ante nuestras plantas, en el centro, una losa blanca: es él. Allí, bajo aquella piedra sobre la cual nos inclinamos, están enterrados veintisiete años de la historia de Venezuela y una de las vidas extraordinarias que haya parido con más penas la desarticulación conceptual de una época. Le veo erguirse sobre sus botas, bajo el panamá de la etapa pastoril o tocado con la gorra de la era militar; es el mismo: cuadrangular, estabilizado, fijo como la piedra que lo arropa y lo defiende de la impiedad vil del enemigo de última hora o de la cuchufleta cobarde de quienes hasta ayer, o le huyeron pávidos o vinieron, sumisos, a la genuflexión de sus antesalas… Sí, es él. A su lado Alí, el hijo amado. ¿Recordáis su voto en los días de la epidemia? «Él durmió muchas noches conmigo; quiero ir a dormir yo también a su lado». Y más allá, Pedro, el idiota, patético. De entre el grupo que forman esos tres: el déspota, su cachorro y el idiota, separado por una columna a manera de urna griega, alejado del contacto suyo en la propia pudrición de la tumba, pero enterrado allí cerca, en la solidaridad de la casta, José
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Vicente, el hijo que echó de su corazón y de su ejército, está bajo otra losa igual a la suya, pero separado hasta la eternidad por el abismo moral de 1923 y de 1928. El abismo moral… Dos veces, tres, cuatro, trato de hallar en el fondo de mi corazón esa ola de odio sagrado que golpeteó, impotente, contra la piedra de su voluntad, que fue la voluntad mayoritaria de mis compatriotas. Y otras tantas entre un vapor de sangre, de lágrimas, del humo de los campamentos apagados que marcaron una fuga, una inepcia o una deslealtad, vuelve a surgir la figura dominante del bellaco admirable… A ratos es el anciano terco; en veces fue un poseído del trascendentalismo rural de su psicología fronteriza, hecho ambiente oficial en esferas de más altos intelectos que el suyo, bajo el signo de la superstición colectiva y del miedo civil. Y va y apunta en un papelito, con su letra tendida y voluntariosa y con su ortografía que apoya la preposición en el pronombre o en el verbo o en el artículo: «Vida que Dios cuida nadie la quita. Amí mecuida Dios ila Patria. –Julio 24 de 1911». Y va, y mete el papelito doblado bajo una victrola. Se olvida de eso, hasta que alguien lo halla donde lo dejara hace veinticinco años. Es menester que comprenda y me compenetre de que detrás de mí, más allá de la ancha avenida enarenada que comienza en el portal de un cementerio aldeano, hacia donde los cerros se cimbran y vienen como lamiendo las altiplanicies de Miraflores, por la izquierda donde el llano se tiende a morir o por la derecha cuando desde la cadena de la costa, el Ande se encresta hasta el páramo para hacerse nudo en Pamplona, en el rancho del topo y en la troje del valle hay hambre, enfermedad, rencor; en la quinta rica recelo agresivo de lo mal o de lo bien habido, pero siempre mal repartido; tras del Caribe turbio con sus cóleras de verano, hombres que se llevaron millones, y millones que se llevaron hombres… ¿Lo demás?... Ese que está allá, en el viejo Palacio de Crespo, recogido en su buena voluntad maltratada, resistiendo todavía a la ola de los que quieren manchar de fuerza el consentimiento, a los que llaman orden la violencia organizada o debilidad la cautela. Y del panorama geográfico que desde esta tumba se advierte, surge el panorama mental. Son estos colmillos de mármol blanco, hincados en el pavimento de una capilla católica, como enormes incisivos prehistóricos en la tierra de carne de mi Venezuela adorada. Comprime ella en una delirante impaciencia, descentrada y locuaz, toda el hambre y la sed de justicia que se quedó en la bienaventuranzas del Catecismo y que sólo supimos invocarlas en la propaganda para ir a la sopa boba de
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ensayos en la tumba del general gómez
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la prebenda pública o al reclamo absurdo de la aventura militar, con urgencias de un día y confundidos y desfigurados entre la ralea de los oportunistas. Es esta piedra cuadrada, blanca y simple –de una ejecución tosca como la vida física que interceptó, pero de una solidez implacable como lo fue aquella–, lo que está marcando, a la orilla de esta carretera de brutalidad y de llanto, concreción del programa histórico, del progreso de cemento armado que se torna materia ponderable– pues que de aquí debe empezar una nueva época, si es que los paralíticos quieren echar a andar, y los ciegos ver y los sordos oír… ¿A qué dejar sobre este formidable organismo de acción tenaz taladro infatigable que se comió a golpe de años las bases de una sociedad entera, frase ruin, vocablo soez o desdén falso? Eso fue; y basta ya. No lo vencimos. Y lo que es aún más grave: no le convencimos. Si el ideal del mando en Venezuela es esta siniestra prolongación del desmán disciplinado, si la meta de nuestras luchas, con Gómez o fuera de Gómez, es este culipandeo de «mártires» o estas hinchazones de «importancias» que suelen desinflarse como pellejos lamentables en el cuarto de hora rabelesiano o en la intimidad de los bufetes, si la noción de la libertad es la insolencia sin objetivo en la calle y el atropello sin correctivo en la casa, la losa que aquí certifica en letras de piedra, «el Benemérito General J. V. Gómez» está aquí enterrado, es cosa apócrifa: que salió de nuevo al mundo, y entre los grupos que propenden a la catástrofe social, como entre las filas que propugnan por la catástrofe civil, pasa envuelto en el infame prestigio de la dictadura cuyo crimen no radica tanto en el serlo como en dejar de serlo después que invirtió todos los valores y consumó y consumió tres generaciones en su complicidad o en su duplicidad. Y otras losas, en otras capillas, a la hora en que sólo el tarjetón de la colonia china de Venezuela es el único que subsiste entre el montón de la ofrenda que arrancó de prisa la identificación de su gratitud, otras losas en otras capillas irán señalando a otros desterrados silenciosos que regresan un día, cómo la historia contemporánea de Venezuela ha de marcarse, jalón, liminar a liminar, con inscripciones fúnebres y coronas anónimas. Porque si nosotros no hablamos, hablarán las piedras.
La Serie Verbum forma parte de la Colección Civitas, destinada al público en general. Su objetivo es dar a conocer de manera periódica a los personajes y las instituciones insignes de Venezuela, a través de la reproducción de documentos fundamentales abocados a la ciudadanía en diferentes aspectos, todos acompañados de textos sucintos sobre la pertinencia de los éstos.
nota editorial en la tumba del general gĂłmez
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