Gris infierno
Efrén Ordóñez Garza
Gris infierno
Editorial
An.alfa.beta
El cuidado de esta edición estuvo a cargo de Frank Blanco Wong, Carlos Lejaim Gómez y Daniel H. Kanó. Diseño de portada: Carlos Lejaim Gómez
Primera edición © Efrén Ordónez Garza © Editorial An.alfa.beta Vistas de la villa #149. Col. Vistas del Río, Juárez, Nuevo León Contacto: ed.an.alfa.beta@gmail.com @ed_an_alfa_beta http://ed-analfabeta.tumblr.com Impreso en Monterrey, 2014
A mi papรก.
La soledad genera lo original, la belleza desconocida y peligrosa de nuestro ser —la poesía. Pero también engendra lo opuesto: lo perverso, lo ilícito, lo absurdo. Thomas Mann
Nueve hieleras
C
onocí a Jesús Amor unas horas antes de largarme de la ciudad, en su último día de trabajo y el primero de esta historia. A la chingada, bufó al sentarse a la mesa. Supuse que era a mí a quien le hablaba, aunque tenía la mirada clavada en los carteles fluorescentes pegados sobre la pared; o quizás, a través de los espejos, sobre el abstracto cuerpo de la bellísima Kennedy. Guardamos silencio. El hombre que tenía a mi lado —de bigote hirsuto, piel morena y cuarteada, con una sucia camisa blanca, gorra de beisbol y las manos mugrientas— pidió una cerveza mientras se sacaba la sangre seca de entre las uñas. Luego colocó entre sus piernas una hielera de unicel, de esas que entregan en las tiendas de autoservicio a cambio de algunas latas de Tecate y veinte pesos. Seguí su mirada: la mujer de rostro cansino, tapizada de lentejuelas y montada en un par de tacones altos, serpentineaba su cuerpo, cazando con los ojos a su siguiente cliente. Ahora sí que todo se acaba de ir a la chingada. Repitió eso sin verme la cara. Él no sabía que para mí, todo se había ido a la chingada desde hacía mucho tiempo. Esa noche llegué temprano a la central, casi a las diez, unas dos horas antes de la salida de mi autobús hacia Oaxaca. Para evitar cavilaciones de último minuto, decidí salir a arrastrar los pies sobre las calles encharcadas de brillos multicolores, estimulantes de pecados baratos. Las conocía de memoria. Mi caminata sería tal vez una especie de tributo o despedida antes del
destierro. A pesar de haber salido a escondidas de casa, de no haberle dicho a nadie que me iba al sur, supongo que lo mío ya ni podía llamarse una huida, sino sometimiento a la derrota. Caminé algunos minutos más por el laberinto de concreto mientras imaginaba mi futura vida junto al mar. Por fin, una vida de soledad. Quizá por fin ponerme a escribir. Luego de algunos minutos perdido en aquellos pensamientos, terminé en la puerta del Catarinas. Entré al téibol con la sola idea de tomarme una cerveza y seguir dilatando el tiempo antes de partir. Unos minutos después, entró Jesús Amor. Con la cerveza en la mano corrieron las palabras. Comenzó a contarme una historia, la suya. Anticipé la confesión, pero como no tenía otra cosa qué hacer, apreté el cuello de mi botella para luego recargarme sobre el respaldo de la silla y esperar esa historia que nunca pedí escuchar. Suspiró. Hizo presión sobre la hielera entre sus piernas y volvió la mirada a la entrada del lugar. La mantuvo unos segundos. Encendió un cigarro. Justo cuando arrancó su monólogo, sentí unas suaves nalgas rozándome la nuca. La mejor manera de presentar a Jesús es como a un artista local. También podría introducirlo como a un asesino, pero eso sería mentir, pues nunca mató a nadie. Su trabajo, hasta antes de sentarse a mi lado, era el de mutilador. Pasaba sus días serruchando, deshuesando cuerpos desfigurados, sin identidad. Pura materia prima. Por eso no me pesan los muertitos, dijo en algún momento de su narración, limpiándose la cerveza que le escurría por la barba. Lo agarraron cuando todavía estaba chavo. De eso ya hace algunos años, cuando a este terruño se le consideraba una utopía industrial. Y lo era, aunque en sus entrañas se gestaba ya el infierno manifiesto ahora sobre el concreto. Al principio hacía cosas sencillas. Tranzas nomás, dijo. Eran cositas que compartía 12
con los amigos de la infancia. Todos estaban metidos en lo mismo. Daba igual. Era un lugar seguro incluso para los ladrones de poca monta, asociados con los de mayor rango. Pero después todo empezó a ennegrecerse. Llegaron tipos serios, de esos que no se andan con chingaderas. Ejecutivos de las armas. Poco a poco comenzaron a reclutar y él mejor se alejó por algún tiempo y se mantuvo con varios trabajos en los que apenas duraba unos meses, empleos de salario mínimo con horas extendidas. Así por unos años, hasta que terminó de parrillero. Ahí fue donde lo encontraron por segunda vez. Se casó, se hizo padre de dos chavos y vivía la familia en una casita incolora, incompleta. Ya establecido, todos los días, a las siete de la mañana, llegaba a la parrilla —enclavada en una avenida repleta de fábricas, ferreterías y talleres mecánicos—, acomodaba los pollos, los preparaba. Encendía el carbón, limpiaba y calentaba el asador. Luego pasaba el resto del día volteando pájaros, troceándolos con la macheta y embolsándolos para los clientes. Uno tras otro. Pollo tras pollo. Según Jesús, los evitó durante varias semanas. A los cabrones. Nunca fue un acoso violento, pues él siempre le sacó la vuelta a todo tipo de confrontaciones, aun a riesgo de ser considerado un cobarde. Lo cierto es, dijo, que de la violencia, la de a de veras, no podemos escapar, y menos viviendo en este lugar. Así estuvo demasiadas noches, perdiéndose en caminos y callejones hasta llegar a su casa. Desviando la mirada. Evitando el reclutamiento. Hasta el día en que lo acorralaron, a eso de las siete de la tarde a unas calles de su parrilla, y les dijo que él ya no le entraba a los chingazos, a las grandes ligas, por decirlo así. Pero no lo querían para meterse con nadie, lo querían alejado de todo, seguro. Le dijeron que lo hacían por amistad, por esos años de huercos. Tendría su lugar de trabajo, como en los pollos, y haría casi lo mismo. Así, con esa amable amenaza, tuvo que seguirlos casi de la mano. 13
Lo llevaron a una bodega perdida en un cerro en donde se fundían casas y tejabanes. Allá no sube la ley y, si lo hiciera, no pasaría nada. Le habían montado una enorme mesa de trabajo —su escritorio—, con herramientas específicas: fileteros, chuleteros, cuchillos carniceros. Jesús no entendió o, más bien, entendió y quiso hacerse güey. Le dijeron que tendría un horario de trabajo normalito, de nueve a seis, de oficina. Como funcionario. Claro, con una que otra llamada de emergencia por las noches. En fin, tendría que estar ahí esperando a que le trajeran a los fulanos. El jale: pasaría algunas horas sentado en ese taller. Cada cierto tiempo llegarían con los muertitos para que les cortara la cabeza, las manos o en pedazos, para irlos repartiendo. A ver qué se les iba ocurriendo. No dijo que sí, pero no podía decir que no. Al día siguiente renunció a la parrilla y empezó a trabajar en la bodega. Y ahí se le fueron dos años. Estaba agotado. Me contó sobre eso y sobre la absorbente monotonía del descuartizamiento. Mayor con cada trabajo. Al principio cerraba los ojos con el sonido del hueso resquebrajándose bajo sus manos. Sentía las gotas de sangre mancharle los brazos y el rostro. Pensaba que con el tiempo le daría lo mismo triturarle los brazos a cualquier cabrón o trabajar doce horas seguidas en una fábrica de tornillos o refacciones. Como antes. Repeticiones infinitas en la línea de producción. Al fin todos terminamos agobiados por nuestros trabajos, reflexionó. Afortunadamente tenía su televisión para ver los canales locales, para estar siempre bien informado, entretenido. De vez en cuando hacía llamadas a alguno de los programas de revista o al telediario. Una vez se vio al aire. Jesús estaba al pendiente de lo que pasaba dentro del Catarinas. Había pedido una cubeta y se tomaba los cuartitos de Carta Blanca en apenas unos segundos. Interrumpió su relato, le dio dos largos tragos a la cer14
veza y, con la mirada atenta, estudió a las personas que entraban o salían, a los que subían a las salas privadas del segundo piso. A quienes lo rodeaban: algunos jóvenes de corbata que se burlaban del entorno, a una pareja de niños muy morenos y muy delgados, obreros, operarios de bestiales máquinas, apenas les hizo caso. Apretó de nuevo la hielera entre sus piernas. Luego puso la cerveza sobre la mesa y siguió con su historia. La parte que aceptó disfrutar, pero ahora recordaba con vergüenza, era ver su trabajo en la pantalla. Sentía el mismo orgullo que cuando cualquier artista veía su video musical, su pintura colgada de una pared o cuando alguien publicaba un libro. La primera vez que se vio en la tele a través de cuerpos cercenados sintió náuseas. Pensó en sus dos chavos, uno tenía siete años, el otro cuatro. Fue lo primero que me vino a la mente, dijo. Luego la nota se alargó, mantuvieron las imágenes durante varios minutos y llegó a sentirse, de cierta forma, importante. Con cada encuadre se le iban borrando poco a poco los rostros de las decenas de personas que pasaban por su mesa de trabajo. No quería revelar su identidad, ni asociar su nombre a los troceados, pero una entrevista anónima sonaba realizable. Una llamada al telediario, al programa de Alegría am: En la línea tenemos al artista del serrucho, al… Con el tiempo, su meta se convirtió en aparecer en la televisión. Los noticieros locales siempre han sido benévolos con las desventuras ajenas y las gracias de sus televidentes. Bajo el estandarte de darle al público lo que pide, se encargan de «informar» sobre accidentes y desgracias, sobre todo si hay muertes de por medio. Se puso creativo y su trabajo apareció en los noticieros de las cadenas locales. A todas horas. En ocasiones, sobre todo al principio, no reconocía su trabajo, quizá era el de alguien más, personas, artistas desconocidos. A pesar de respetar el trabajo de algunos, en el fondo llegó a envidiar algunas ideas, a 15
pensar que le hubiese gustado hacerlo de tal o cual forma. Sin embargo, la pantalla prefería sus imágenes. Y cada vez con mayor frecuencia. En algún momento se preguntó si podría medir el rating de las notas que incluían su trabajo contra aquellas que mostraban el trabajo de algunos de sus colegas. En eso se le iban las ideas. Se volvió frío, indiferente. Pero trabajo había. Mucho. En el día a día le llegaba de todo. Cualquier tipo de personas: con ropa, desnudos, uniformados. Más de una vez le tocó recibir a algún personaje famoso, alguna celebridad local: reporteros —los más—, conductores, músicos. Todos habían hecho enojar a alguien. Cada día eran coincidencias y buenas puntadas hasta que, en uno de los costales, encontró el cuerpo de uno de sus amigos de la infancia. El Cheto. Tenía años de no verlo, pero era él, ahí estaba. ¿Por qué? ¿Qué había hecho? ¿De dónde lo agarraron? Detrás de los costales venía otro de los hombres de la camioneta. Cargaba algunas hieleras de unicel con logotipos de diferentes marcas de cerveza. Las había visto anunciadas en los comerciales de la tele. Con 50 latas de Tecate, más veinte pesos, te hacías de una hielerita de esas. Estaban coquetas. Se las pusieron frente a la mesa de trabajo: eran nueve. En ese momento guardó silencio. Se acercaba la medianoche. Había entrado más gente y, aunque yo no me di cuenta, Jesús tenía bien estudiada a cada una de las personas. No se le había ido ningún rostro, a pesar de darle la espalda a la puerta de la entrada, los espejos sobre la pista le permitían ver, por entre las piernas de Azul, Rita y Mélodi, a cada uno de los nuevos clientes. Se acomodó la gorra. Sacó otra botella de la cubeta. No dije nada, esperando a que fuera él quien continuara con su relato. Me miró a los ojos y siguió. Las instrucciones fueron claras. Tenía que trocear las cabezas, algunas extremidades, pedazos que reparti16
ría en las nueve hieleras, y ellos dejarían en diferentes puntos de la ciudad. Eso ya no era cosa suya. Que queden bien revueltitos, le dijeron. Lo único que pudo hacer fue asentir y despedirlos con una mano en alto. Cuando se fueron se quedó un rato pensando. Le vino a la mente el sur, irse para allá, hasta que se perdieran él y su familia. Llamó a su mujer, le dijo que esa misma tarde se subiera al coche, con los niños, que agarrara carretera, que buscara a su primo en Veracruz. De ahí verían. Por lo pronto, tenía que poner la macheta a trabajar. En la televisión terminaba el noticiero matutino. Trabajó toda la tarde, mientras descifraba la mejor manera de largarse. No sería fácil. Estaba adentro y uno no se va ni se sale sin que se lo permitan. Uno no renuncia y se busca otro trabajo. Además, siempre había alguien en el taller, así que tampoco podía salir caminando, como si nada. Al mediodía comenzó el segundo telediario. Abrieron con una de sus obras. Encontraron algunas manos junto a la carretera que sube hasta la frontera con Estados Unidos. Se le había ocurrido, nomás para ver qué decían, cortarle a cada mano el dedo meñique. No tenía ningún motivo en especial, solo verlo en la tele. La gente le daba vueltas al asunto, ¿por qué los dedos? ¿Qué querían decirles? Nada. Que se aburría, eso era todo. Pero Jesús seguía pensando en su amigo. Nombre ya no tenía, y dejaría de tener, así que eso era lo de menos. Lo dejó al último. Ahí lo tenía, entero, sobre la mesa mugrienta. Se distrajo sacando la sangre seca con una espátula. Perdió la mirada. Palpó los brazos, las articulaciones. Lo desnudó. Al final, tomó un respiro, cerró los ojos, levantó el brazo y dejó caer la macheta sobre el cuello. No logró atravesarlo, pero con el segundo impacto, la cabeza cayó al suelo. Lo imaginé de pie, frente a las hieleras de unicel con los cartablancas y tecates impresos a los costados, 17
promoviendo el sabor del norte; la visera tapándole una mirada hastiada de huesos y cartílagos. Decidí dejar un poquito dentro de cada una de las ocho, continuó. Los restos de su amigo, la cabeza, las manos, los dejó en la novena. Dijo que se puso a pensar en el fulano que iría por la mañana a sacar la leche o un refresco y se encontraría con una mano, una cabeza o la pierna de un bato sin nombre, ni cuerpo. Pero bueno, la chamba es eso: chamba. Y si pensó en eso fue porque ya era su último trabajo. Por eso lo estoy festejando y usted es el único invitado, dijo. Entonces arrancó. Salió del taller con una hielera en la mano, directo a su camioneta. Con el motor resonando se perdió en la oscuridad del cerro. Lo siguieron. Bajaron, ambas pick-ups por los caminos empedrados a toda velocidad. Luego cruzaron por entre las casitas en las que todavía se veían algunas personas cenando. Por callejones propiedad de las pandillas y que iluminaban algunas tristes y exangües farolas. Jesús conducía su camioneta con temple, atento a las luces del centro de la ciudad, mientras pensaba en una ruta, o ya ni siquiera en una ruta, solo en avanzar. En el fondo imaginaba que sería imposible escapar. Pero igual lo intentó —lo seguía intentando, sentado en el Catarinas—. Bajó y tomó uno de los puentes que cruzan la franja seca que divide la ciudad, hasta una de las avenidas del centro. De ahí había seguido a pie, corriendo, sin rumbo fijo, perdiendo el rastro, hasta entrar al téibol. Pero por alguna razón los imaginaba cerca, a punto de encontrarlo, sin problemas. No lo iban a dejar escapar. Fijamos la mirada sobre la entrada del lugar y vimos a un hombre vestido de negro asomarse por la puerta. Supongo que no nos vio, pero intercambió 18
unas palabras con el guardia de la entrada. Llegaron, dijo Jesús. Es curiosa la forma en la que buscamos revitalizar nuestros días. Mientras algunos pasan el día entre pedazos de hombres y mujeres, cartílagos, entre carroña, pues, otros nos dedicamos a respirar un aire ardiente y estamos condenados a refrescar el cuerpo con cerveza, pasando los días, esperando a que algo pase. O quizá, ni siquiera eso, sólo esperando a que la nada termine de pasar. Si no encontramos una razón para hacerlo, nuestra vida se convierte en una gran imagen, un gran cuadro árido en el que no descubrimos ya una línea de tiempo. A mi lado tenía a Jesús Amor, un desgraciado, arrastrado a algo, con una familia, sin un peso ahora. Tamborileaba los dedos sobre sus piernas, esperando a que los hombres entraran, quizá darles pelea unos segundos y luego dejarse hacer, sacar y probablemente liquidar. Me perdí en el taptap taptap de sus dedos y entonces lo comprendí todo. Al final, los tipos entraron. Alcancé a verlos de reojo: un par de sombras empuñando sus pistolas. Tiraron mesas, personas, bailarinas para cruzar el antro. Creo que dispararon al menos un par de veces. Antes de entrar al baño para salir por la ventana, mientras la puerta se cerraba, me ajusté la gorra de beisbol. La camisa blanca me quedaba un poco grande y la hielera pesaba más de lo que pensé. Me quedé quieto, esperando a que me vieran. Cuando lo hicieron dispararon, pero la bala se incrustó en la pared. Antes de entrar comprendí en un segundo que mi destino no se hallaba en la playa, en el sur, en el norte o en otro país. Mi vida no sería la del exiliado, sino la del vagabundo errante, siempre perseguido, y con suerte, nunca atrapado. Antes de que la puerta se cerrara, no sólo vi a los dos hombres corriendo para entrar al baño, al par 19
de esbirros armados de mirada vacía; al fondo, junto a la pista, alcancé a ver a Jesús Amor, dándole un trago a su cerveza, ¿o era la mía? Si la memoria no me falla, creo que sonreía.
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Los pistoleros de Ciudad Acuña
E
l campo de tierra se levantaba como queriendo escapar. Esa polvareda provocada por los calentamientos previos al partido me recordó a varias películas de gladiadores en donde los esclavos se batían en salvajes duelos con tigres y leones en el Coliseo, en medio del pandemonio. Pero nosotros nos preparábamos para un combate frente a unas silentes gradas vacías. Era como si los locales hubieran elegido jugar el partido sin testigos. La suposición generó un gusano de hielo que recorrió mi cuerpo. Imaginé entonces —medio en broma por los nervios— que nos aniquilarían uno a uno, con disparos y sus balas perdiéndose entre las nubes de polvo. Nos ejecutarían sobre el campo para esconder la sangre con más facilidad. Luego nos enterrarían por ahí y nadie se enteraría de nada. Traté de desechar la idea, pero no pude y me arrepentí de haber concertado el partido. Ahora por mi culpa los muchachos perderían su vida. Jugábamos contra los Pistoleros de Ciudad Acuña, Coahuila. Según escuché unos días antes, aunque no lo creí, se trataba de una banda de pistoleros adolescentes, desalmados, dispuestos a descerrajarle un tiro a sus oponentes —o a quien fuera— si estos se ponían arriba en el marcador o si consideraban injustos los castigos señalados por los réferis. Era un equipo de futbol americano de niños y muchachos de edades indefinidas. Una ola azul marino multiforme. Para ser uno de los Pistoleros sólo les exigían saber tirar un
Índice
Nueve hieleras 11 Los pistoleros de Ciudad Acuña 21 En Ciudad Juárez matan viejas 31 Sin rostro 45 El tren de ayer pasará mañana 51 La desaparición de la familia Contreras 67 Día de limpieza 81 La lección 87 Ladrón de mi cabeza 97 El último regreso 111
Gris infierno se termin贸 en octubre de 2014. La portada, impresa en serigraf 铆a, y la encuadernaci贸n se realizaron artesanalmente. En la composici贸n se utilizaron caracteres Warnock Pro 8.5, 9, 10, 11, 12, 14 y 16. Los ejemplares son numerados, impresos en papel cultural de 90 gramos.