Nota sobre la edición original Nuestro deseo ha sido respetar la integridad de la obra original de Julio Verne, si bien algunas faltas de ortografía y de concordancia se han corregido para adaptar el texto a las reglas gramaticales modernas. La composición es fiel al original, en la medida de lo posible, aunque los textos no se han maquetado siempre de la misma forma, pues las directrices de caracteres y márgenes no son exactamente idénticas a las del siglo xix
Nota sobre la edición en español Hemos velado por respetar el espíritu didáctico del relato original.
A tal fin, la terminología científica se basa en traducciones al español contemporáneas de Julio Verne. No obstante, se han realizado algunas adaptaciones para resolver problemas de coherencia y adecuar el texto a las normas ortográficas modernas.
Título original 20 000 lieues sous les mers
Dirección Emmanuel Le Vallois
Dirección de arte Sabine Houplain, Benoit Berger
Creación gráfica Bureau Berger
Ilustración de la cubierta Shane
Edición Sabine Houplain
Preimpresión Quadrilaser
Traducción Cecilia Furió Villaseca
Coordinación de la edición en lengua española Cristina Rodríguez Fischer
Primera edición en lengua española 2024
© 2024 Naturart, S.A. Editado por BLUME
Carrer de les Alberes, 52, 2.º, Vallvidrera 08017 Barcelona
Tel. 93 205 40 00 e-mail: info@blume.net © 2023 Éditions du Chêne, Hachette Livre, Vanves (Francia)
ISBN: 978-84- 10268-14-2
Depósito legal: B. 10231-2024
Impreso en China
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Derechos de traducción y reproducción reservados.
BIBLIOTECA DE EDUCACIÓN Y RECREO
J. HETZEL ET C IE , 18 RUE JACOB, PARÍS
segunda parte
C apítulo I. El océano Índico ............ 194
II. Una nueva propuesta del capitán Nemo 204
III. Una perla de diez millones 213
IV. El mar Rojo 224
V. Arabian Tunnel 235
VI. L as islas griegas ............ 244
VII. E l Mediterráneo en cuarenta y ocho horas .. 255
VIII. La bahía de Vigo ............ 265
IX. Un continente desaparecido 276
X. L as minas de hulla submarinas 286
XI. E l mar de los Sargazos 296
XII. Cachalotes y ballenas 305
XIII. La banquisa 316
XIV. E l Polo Sur .............. 326
XV. ¿Accidente o incidente? ......... 339
XVI. Falta de aire ............. 346
XVII. Del cabo de Hornos al Amazonas 355
XVIII. L os pulpos 366
XIX. L a corriente del Golfo 376
XX. A 47° 24′ de latitud y 17° 28′ de longitud 385
XXI. Una hecatombe 394
XXII. L as últimas palabras del capitán Nemo ... 403
XXIII. C onclusión .............. 410
final del C ontenido
Los catalejos eran sometidos a una actividad febril. Era el último desafío al narval, un apremiante requerimiento que el animal no podía despreciar.
Pasaron dos jornadas. La Abraham Lincoln navegaba a velocidad de gobierno y se emplearon todos los medios imaginables para despertar la atención del animal o sacarlo de la apatía, en caso de que estuviera en aquellos parajes. Se largaron por la borda y se mantuvieron en arrastre grandes porciones de tocino, he de decir que para gran solaz de los tiburones, y, con la fragata al pairo, se arriaron los botes para explorar en todas direcciones. Ni un ápice de aquellas aguas quedó sin explorar. Y llegó la tarde del 4 de noviembre sin que fuera descubierto aquel misterio submarino.
El día siguiente, el 5 de noviembre a mediodía, expiraba el plazo de rigor y el comandante Farragut, fiel a su promesa, debía poner rumbo al sudeste y abandonar, para no volver, las regiones septentrionales del Pacífico.
Hallábase la fragata a 31° 15′ de latitud norte y 136° 42′ de longitud este, con las tierras del Japón a menos de doscientas millas a sotavento. La noche se acercaba. Acababan de sonar las ocho. Unas gruesas nubes velaban el disco lunar, que se mostraba en cuarto creciente. El mar ondulaba apacible bajo la quilla de la fragata.
En ese momento me encontraba en la proa, apoyado en la batayola de estribor. Cerca de mí, Conseil miraba al frente. Encaramada a la flechadura, la marinería observaba el horizonte, cada vez más contraído y oscuro. Los oficiales, armados con catalejos nocturnos, oteaban las sombras. De vez en cuando, el negro océano resplandecía con el roce de algún rayo que la luna conseguía lanzar como un dardo entre dos jirones de nube. Y la luz volvía a desvanecerse en las tinieblas. Al observar a Conseil, pude constatar que el talante general había influido también, aunque fuera discretamente, en aquel excelente muchacho. Quizá por vez primera, sus nervios vibraban de curiosidad.
—Conseil —lo interpelé—, es la última oportunidad de embolsarse dos mil dólares.
—Si el señor me permite la observación —respondió Conseil—, nunca he contado con obtener esa prima y bien podría el Gobierno de la Unión haber prometido cien mil dólares sin correr el riesgo de empobrecerse.
—Tienes razón, Conseil. Esta empresa ha sido una sandez y nos arrojamos a ella con demasiada ligereza. ¡Cuánto tiempo perdido, cuántas emociones inútiles! Hace ya seis meses que podríamos estar en Francia…
—En el pequeño apartamento del señor —apuntó Conseil—, ¡en el Museo del señor! ¡Y yo ya habría clasificado los fósiles del señor! ¡Y el babirusa ya estaría instalado en una jaula del Jardín de las Plantas, atrayendo las miradas de los curiosos!
—Dices bien, Conseil. Y no olvidemos, o al menos eso me temo, que se burlarán de nosotros a nuestro regreso.
El fuego destruyó cualquier rastro de nuestra presencia (página 96 ).
—Cada una de sus piezas, profesor Aronnax, procede de un lugar diferente del globo y en todo momento oculté su destino. La quilla se forjó en Le Creusot; el árbol de la hélice, en la Pen and Co., de Londres; las planchas del casco, en Leard, de Liverpool; y la hélice, en Scott, de Glasgow. Los depósitos se construyeron en Cail et C e, de París; la maquinaria es de Krüpp, en Prusia; el espolón, de Motala, en Suecia; los instrumentos de precisión, de los hermanos Hart, de Nueva York, y así sucesivamente.
—Sin embargo —repuse—, todas esas piezas tuvieron que ensamblarse.
—Instalé mi arsenal en un islote desierto en mitad del océano. Allí es donde mis operarios, instruidos y formados a tal fin, y yo mismo rematamos la construcción. Una vez terminada la operación, el fuego destruyó cualquier rastro de nuestra presencia en la isla.
—¿Puedo deducir de todo ello que el coste de este buque es desorbitado?
—Profesor, un barco de hierro cuesta mil ciento veinticinco francos por tonelada. Y el arqueo del Nautilus alcanza las mil quinientas toneladas, que se traducen en un millón seiscientos ochenta y siete mil francos, en realidad dos millones si sumamos el coste del acondicionamiento interior, y cuatro o cinco millones si incluimos las obras de arte y las colecciones.
—Una última pregunta, capitán Nemo. ¿Es usted un hombre rico?
—Infinitamente rico, profesor. ¡Podría pagar sin inmutarme los diez mil millones a que asciende la deuda de Francia!
Miré fijamente al singular individuo que acababa de pronunciar tales palabras. ¿Estaba abusando de mi credulidad? El tiempo me lo diría.