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EL CASTILLO EN UNA NUBE

Lo sagrado flirtea con lo profano en la entrada más deslumbrante y suntuosa en el considerable conjunto de la obra de Powell y Pressburger. Un grupo de monjas protestantes están determinadas a establecerse en un convento en ruinas en lo más alto del Himalaya en la India, donde la misión de crear un hospital y una escuela en esa zona tan aislada pone a prueba su resiliencia religiosa. Todo conspira para minar sus votos de autodisciplina y privación, comenzando por la sensual grandeza de la cadena montañosa que se extiende alrededor del palacio que ha sido rehabilitado como cuartel para las hermanas. Aunque la producción casi nunca se alejó de los venerables Pinewood Studios en Inglaterra, una combinación de decorados merecedores de un Academy Award, obra de Alfred Junge, la dirección de fotografía expresionista de Jack Cardiff y unos asombrosos matte paintings («pinturas sobre vidrio») de W. Percy Day dieron verosimilitud a la extraordinaria ambientación en las altas cumbres. La munificencia del Technicolor de las ondulantes montañas verdes, el ornamentado atuendo de Darjeeling, e incluso los jugosos tomates que las monjas no se atrevían a consumir, constituyen un destacado contraste con los hábitos limpios, planchados, de color blanco roto («el color de la avena», como lo definió Powell), llevados en conjunción con su ascética negación del placer carnal. Kristin Thompson, teórica cinematográfica, ha destacado el color azul como elemento clave, su sibaritismo como un revulsivo contra el ideal de la pureza del claustro. Durante una plegaria, una hermana descubre que su mirada se desvía hacia la ventana, y mira

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