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Un mundo sin dueño
JAVIER GARCIA-NIETO TIANA
Estudiante del Máster International Politic en SOAS, Universidad de Londres. Vecino de Pedralbes
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El mundo es un lugar complejo, a veces incomprensible. Esta premisa es cierta también para la política internacional y los innumerables problemas que de ella se derivan. La dura realidad es no sólo que el mundo es complejo, sino que su complejidad va en aumento.
Eso es debido a multitud de razones. Probablemente la más clara sea la evolución del mundo hacia un escenario nada familiar en la historia reciente: un mundo multipolar. ¿Qué significa eso, y qué conlleva?
El estado de la política internacional se analiza frecuentemente desde el prisma de la polaridad, es decir, cuáles son los polos o los núcleos de poder que configuran las relaciones internacionales. Así, el siglo XIX se caracterizó por la hegemonía global del Reino Unido, que aprovechó su vasto imperio para tejer una red comercial cuyo centro fue Londres. El Imperio Británico controlaba en efecto la economía mundial ante la decadencia de imperios como el español o el francés. Este período se conoce como la Pax Britannica (Paz británica), pues la ausencia de un contrapoder real al Imperio Británico conllevó una relativa ausencia de conflictos globales. El símbolo del poder británico fue la Reina Victoria, que reinó desde 1837 hasta 1901. En efecto, podría hablarse de un mundo unipolar durante su reinado.
Fue precisamente en el albor del nuevo siglo XX en el que una nueva potencia reemplazó gradualmente al Reino
Unido. Sería precisamente Estados Unidos, formado por las antiguas colonias inglesas en América, el país que iba a ocupar el rol preeminente en la política internacional.
No es casualidad que Estados Unidos se convirtiera en el país más rico del mundo (medido por su Producto
Interior Bruto, es decir, el tamaño total de su economía) poco después del fin de la Primera Guerra Mundial, que devastó el continente europeo y afectó dramáticamente la economía británica.
Europa se vería sumida en una guerra todavía más cruel y devastadora entre 1939 y 1945, la Segunda Guerra Mundial. El mundo que emergió de la victoria ante la Alemania Nazi se definió por el conflicto entre las dos grandes potencias mundiales: la Unión Soviética y Estados Unidos. Durante las siguientes cinco décadas, el mundo no estaría bajo el control de un poder hegemónico como lo fue el Reino Unido durante la Pax Britannica, sino que se caracterizó por ser bipolar. La competición por la influencia global entre Moscú y Washington se libró a lo largo y ancho del planeta, y los demás estados debieron colocarse a un bando u otro en la Guerra Fría. Todo cambió tras la caída del muro del Muro de Berlín en 1989. La Unión Soviética colapsó y se desintegró, siendo reemplazada por un abanico de nuevas republicas europeas y asiáticas. La nueva Rusia, debilitada y sumida en una crisis económica galopante, ya no podía hacer frente al poderío de Washington. El siglo XXI asomaba, y todo parecía apuntar a que Estados Unidos no encontraría obstáculos para formar un mundo a su medida, tal y como los británicos hicieron dos siglos antes. En efecto, el nuevo siglo parecía traer consigo la Pax Americana. Pero eso no ha ocurrido, y Estados Unidos no ha podido consolidarse como el único poder mundial: la nueva era unipolar liderada por Washington está lejos de haberse realizado. Si el símbolo más poderoso de la decadencia soviética (y de la supremacía de Estados Unidos) es la caída del muro de Berlín, hay otra imagen que se asocia inevitablemente con el inicio del siglo XXI, y que simboliza la resistencia ante la hegemonía norteamericana: el atentado contra las Torres Gemelas perpetrado por Al-Qaida fue una brutal advertencia de que en el nuevo orden mundial había fuerzas muy poderosas en contra de la hegemonía norteamericana. Pero no sólo el yihadismo (primero en la forma de Al-Qaida y, más adelante, en el ya casi desaparecido Estado Islámico o ISIS) es un ejemplo de la resistencia contra Estados Unidos. Lo cierto es que hoy, en 2020, podemos hablar de estar viviendo en un mundo multipolar: una mirada rápida al planeta nos puede llevar a identificar varios actores que intentan reivindicar su rol en el
Fuente: The Intercept
Febrero de 2020. Primera visita oficial de Trump a India, donde acudió a un acto multitudinario con el presidente indio Narendra Modi. Fuente: Asia Society Tropas turcas en el norte de Siria en 2019. Fuente: The Times of Israel
mundo del mañana. Todos ellos están interconectados mediante lazos económicos y financieros (y, cada vez más, lazos culturales y familiares) resultado de la globalización en las últimas décadas. Eso conlleva que cualquier decisión hecha por cualquier gobierno en cualquier esquina del mundo tiene potenciales consecuencias a lo largo y ancho del planeta. Un mundo con muchos polos es como una enorme telaraña, en la que la leve vibración de un hilo puede afectar a todo su entorno. Estados Unidos, a pesar de no haber logrado establecer su primacía mundial, es todavía la primera potencia económica, militar y, además (y a pesar de Trump), sigue siendo la cabeza visible del llamado bloque occidental y el principal aliado de la Unión Europea. Además, la influencia de la cultura y el entretenimiento estadounidense (articulados mediante marcas, películas, música, universidades o eventos deportivos conocidos por millones de personas alrededor del mundo) son una garantía de la presencia americana en todo el planeta. La Unión Europea, a pesar de haber perdido al Reino Unido, parece estar lejos de desintegrarse. Sin embargo, también parece incapaz de articular un discurso propio y una estrategia política propia que no dependa de los vaivenes de sus 27 estados miembros. Aun así, la UE representa a unos 450 millones de habitantes y su mercado interior supone el 22% de la economía mundial. China, la segunda potencia económica, anunció en 2013 el inicio de un macroproyecto que durará hasta 2049 como mínimo: la Iniciativa de la Franja & Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) implica la construcción de la red de transportes e infraestructuras más ambiciosa de la historia, que se llevará a cabo especialmente en los países de Asia Central, Pakistán y varios puertos del Océano Índico. Según algunos cálculos, este macroproyecto podría costar hasta 1,3 billones de dólares tan sólo contando hasta 2027. Evidentemente, una inversión económica de tal magnitud tiene como consecuencia una mayor influencia política de China en los países que dependen de tales inversiones. No es casualidad que en Asia algunas voces empiecen a hablar de que este siglo será un Chinese century. Ningún análisis serio sobre la multipolaridad actual debería ignorar a tres países que están ganando cada vez más presencia no sólo en sus regiones sino en el mundo. Uno es un viejo conocido: Rusia, gobernada por Putin desde hace casi dos décadas, parece querer volver a estar entre las potencias mundiales a través de una política exterior agresiva (como muestra la anexión de Crimea en 2016 o su intervención en la truculenta guerra civil en Siria). Y la India, que lleva una década exhibiendo un crecimiento económico superior al 5% cada año, empieza a rivalizar con China por el control en el centro y sudeste de Asia. Más cerca de aquí, la Turquía de Erdogan, estratégicamente situada entre Europa, Asia y África, también ha sacado tajada de la inestabilidad mundial, intentando proyectarse como un país para tener en cuenta en el futuro a través de una política exterior muy proactiva en el norte de Siria, hoy ocupado por tropas turcas, o en Libia, donde también interviene militarmente. Por último, hay que recordar que los estados no son ya los únicos actores con la capacidad para influir en la política internacional: al fin y al cabo, el ISIS nunca llegó a configurarse como un estado independiente, como tampoco lo son los grupos terroristas transnacionales. Y tampoco es un estado la Unión Europea. En el siglo XXI de la globalización, las fronteras son mucho más porosas que antaño, y las diferencias entre estados mucho más borrosas. El Estado, tal y como lo conocemos, sigue vigente, pero nuevas formas de gobernanza emergen por doquier. Además, algunas empresas multinacionales poseen los recursos suficientes para influir en la toma de decisiones: en 2017, los ingresos de Apple fueron mayores que el PIB de Portugal. Ese es, probablemente, la gran cuestión de este mundo multipolar. No son sólo múltiples países los que intentan amoldar el mundo a su medida, sino que es el propio modelo tradicional del estado el que está siendo rivalizado. De todo ello se resulta un orden mundial con un abanico de potencias globales y regionales que buscan su rol en la gran telaraña mundial. El escenario actual está lejos del modelo bipolar de la Guerra Fría con dos bandos definidos, pero también del modelo unipolar en el que una sola potencia ostenta el poder. Un mundo sin dueño conlleva un mundo sin bandos, o, mejor dicho, con muchos bandos solapados, y ello conlleva una mayor inestabilidad e incertidumbre. El futuro dirá si alguno de los nuevos polos consigue prevalecer sobre el resto, o si seguiremos viviendo en un mundo sin dueño. ■