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Aquel Verano

Los niños mal íbamos a la playa a mal comportarnos. Decíamos palabrotas como “jobar”, “coño” o “huevos”. Jugábamos al fútbol y dábamos pelotazos a todas las señoras, que debajo de los toldos tomaban el sol, con sus bañadores de medio cuerpo. En otras ocasiones jugábamos a las palas y cuando íbamos al agua, lo hacíamos con bullicio y a la carrera. Exagerábamos nuestra reacción al frío si lo hacíamos con precaución y protegíamos nuestros genitales de las olas, dándoles la espalda.

Las niñas bien que tanto nos gustaban, empezaban a llevar escote en la espalda y al poco el bikini. Recuerdo una americana, Ellen se llamaba, con la que salí un verano, que se atrevía a llevar un dos piezas inferior, con una argolla en el muslo para unir ambos triángulos de tela. Resultaba atrevidísimo. En la playa bromeábamos con ellas, las cortejábamos – ellas se hacían las estrechas –, nos presentaban a sus primas de Valladolid, que venían a pasar el verano a la costa y normalmente eran más asequibles que las de todo el año.

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Aquellos primeros besos, todo sabor, cargados de inocente erotismo. Arrebatos líricos.

Fue en aquella edad: un guateque en la casa del de siempre. Los cuerpos en la oscuridad que se tocaban y bailaban al ritmo de la música. Los chicos siempre queríamos las canciones lentas, en que nuestros brazos rodeaban las cinturas de las amigas e intentábamos algún otro atrevimiento. Ellas la música rápida, para agitar sus cuerpos y mostrar lo bien que seguían el ritmo de aquellos años. Decía: fue en aquel tiempo. Escuché a una chica hablar de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Me taladró el cerebro aquello de la canción desesperada. Compré el libro y en una tarde de aquel verano del 73, frente al mar azul, leí de corrido aquella colección de poemas deslumbrantes. En aquella época yo no había tenido sino ligeras aventuras y contactos esporádicos con las chicas. Pero aquella tarde yo era el poeta desventurado, abandonado, sí, como los muelles en el alba. Todo el dolor del mundo, la angustia de mis dieciséis años, se plasmaba en aquel librito de la colección Losada. En la portada una esfera armilar, con un pez que salía por ella, y como los puntos cardinales las letras N E R U D A. Pocos meses después moriría. Pero qué va: desde aquella tarde sigue vivo en mi corazón y aquel libro leído centenares de veces se convirtió en una víscera más de mi cuerpo.

Gunther

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