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Homenaje a las víctimas del 11-S en el 21º aniversario de los atentados
ES LA PRIMERA CEREMONIA TRAS LA MUERTE DEL LÍDER DE AL QAEDA, AYMAN AL-ZAWAHIRI, EN UN BOMBARDEO CON UN DRON EN KABUL
Como cada año, el corazón del National September 11 Memorial & Museum en Nueva York volvió a ser el epicentro de una conmemoración reservada a familiares de las víctimas, que en esta ocasión contó con la participación de la vicepresidenta estadounidense, Kamala Harris, con motivo del 21º aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.
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La ceremonia se inició a las 8.30 de la mañana con un minuto de silencio y contó, como en años anteriores, con una notable presencia de familiares de las víctimas y supervivientes, quienes leyeron en voz alta los nombres de las víctimas mortales, lectura intercalada con seis pausas, la primera a las 8.46, coincidentes con los momentos en que cada una de las torres del World Trade Center recibieron el impacto de un avión, cuando se derrumbaron, y con el ataque al Pentágono y la caída del vuelo 93 de United Airlines en Pensilvania.
Ese día, durante toda la mañana, el Museo estuvo abierto exclusivamente para familiares de víctimas y heridos.
PARTICIPACIÓN DE JOE BIDEN
También el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se sumó a los actos de homenaje programados, y lo hizo en la ceremonia que se celebró en el Memorial del Pentágono, sede del Departamento de Defensa, en Arlington (Virginia), donde los terroristas estrellaron aquel 11 de septiembre el vuelo 77 de American Airlines, causando la muerte a 184 personas.
Biden depositó una corona de flores por las víctimas acompañado del secretario de Defensa, Lloyd Austin, y del jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, el general Mark Milley.
“El terror nos golpeó en esa brillante mañana azul. El aire se llenó de humo y luego llegaron las sirenas y las historias. Historias de aquellos a los que perdimos, historias del increíble heroísmo de ese terrible día. La propia historia de Estados Unidos cambió, pero lo que jamás podrá cambiar es el carácter de esta nación, que los terroristas pensaron que podrían herir”, afirmó Biden, quien recordó que la defensa de la democracia es una “obligación diaria”.
Este es el primer aniversario de aquellos atentados yihadistas tras la muerte del líder de Al Qaeda, Ayman al-Zawahiri —sustituto de Osama bin Laden—, en un bombardeo con un dron en Kabul. •
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CRISTINA GONZÁLEZ
HERMANA DE JUAN ALBERTO GONZÁLEZ
TEXTO: MIGUEL RENUNCIO
Juan Alberto González Garrido nació en Granada el 10 de agosto de 1986. La noche del 13 de noviembre de 2015, asistía junto a su mujer a un concierto en la sala Bataclan de París. De pronto, tres terroristas irrumpieron en la sala y abrieron fuego contra los asistentes, matando a Juan Alberto y a otras 89 personas. Esa misma noche, diversas explosiones y tiroteos se sucedieron en diferentes lugares de la ciudad, en la peor cadena de atentados terroristas en la historia de Francia.
¿Cómo era Juan Alberto?
Mi hermano falleció con 29 años. Se acababa de casar en julio y vivía en París con su mujer, también española, quien afortunadamente no sufrió ningún daño físico aquella noche. Había estudiado Ingeniería Industrial y siempre, desde muy chiquitito, había querido vivir allí. Trabajaba en EDF, que es la empresa estatal de electricidad, en el campo de la energía nuclear, y a la vez hacía un MBA. Era un disfrutón cuando había que disfrutar —le encantaban la música, los amigos, la fiesta, etc.— y era un trabajador cuando había que trabajar. Yo creo que murió siendo una persona feliz: en la ciudad que quería, con la mujer que quería, con la familia que quería, con los amigos que quería... Murió sintiéndose realizado, sabiendo que era un hijo 10, un hermano 10, un marido 10 y un amigo 10. Era puro corazón. ¿Tenías una buena relación con tu hermano?
Siempre hemos tenido muy buena relación y sé que ahora seguiría siendo igual. Nunca nos peleábamos, nunca discutíamos. Quizá porque, aunque yo soy muy cabezota, él era todo lo contrario: era el amor personificado, y ese amor sigue trascendiendo. Yo sigo quedando con sus amigos siete años después y ellos se siguen acordando de él. Es de esas personas que son eternas. ¿Recuerdas la última vez que lo viste? Sí, a finales de septiembre, cuando fui con una compañera a París y estuvimos tres o cuatro días en su casa. Ellos venían a menudo a España y nosotros también solíamos ir allí. Al fin y al cabo, París
está a dos horas de avión de Madrid. Teníamos pensado vernos en el puente de la Inmaculada y, después, en Navidad. ¿Cómo te enteraste del atentado?
Yo vivo en Salamanca y normalmente solía volver a Madrid todos los fines de semana, pero aquella vez me quedé allí. Era por la noche y yo estaba tranquilamente en casa cuando una amiga me avisó por WhatsApp: “Cris, ¿estás viendo lo de París?”. Entonces, llamé por teléfono a mi madre, a quien justo acababan de avisar también, y decidimos llamar a mi hermano —nos había dicho que se iba con su mujer a un concierto, pero no sabíamos exactamente dónde—. Al no cogernos el teléfono, mi madre y yo empezamos a llamar a los números que aparecían en televisión, pero nos decían que no sabían nada y que era muy poco probable que hubiese un español allí. Por fin, conseguimos hablar con mi cuñada, quien nos confirmó que, efectivamente, estaban en la sala Bataclan. Entonces, le pedí a un amigo que me llevara a Madrid, porque yo estaba tan nerviosa que no podía conducir. ¿Qué hicisteis al día siguiente? Mi madre viajó a París en el primer vuelo que había, porque solo quedaba una plaza, y yo cogí el vuelo siguiente, junto con la hermana de mi cuñada y su novio. Como nos dijeron que no estaba en la lista de fallecidos, nos dividimos en dos grupos —mi madre con mi cuñada por un lado y nosotros por otro— y fuimos recorriendo hospital tras hospital. Así, hasta que nos avisaron de que fuéramos todos a la Escuela Militar, donde nos darían más información. Allí había muchas mesas circulares con familias alrededor. Al mismo tiempo, nosotros estábamos al habla con el Consulado español y, en un determinado momento, nos propusieron que fuéramos allí. Mi madre dijo que no, que toda la información la daban en la Escuela Militar, así que fuimos mi padre y yo. A nosotros nos dieron la noticia en el Consulado y a mi madre en la Escuela Militar. Mi hermano jamás había salido de la sala Bataclan.
¿Cuál fue vuestra reacción?
Obviamente, lo que queríamos era verlo, tocarlo, cerciorarnos. En el Consulado nos sugirieron que regresáramos a España y que ya nos mandarían el cuerpo, a lo que nosotros dijimos que no nos íbamos a ningún lado. Eso sí, tuvimos que encargarnos de todo a título personal. No recibimos ninguna ayuda psicológica ni económica por parte de nadie, ni tuvimos la ayuda de ningún traductor. Del 14 al 23 de noviembre, todo lo hicimos nosotros. Menos mal que había allí una juez de enlace francesa que empatizó mucho con mi madre y nos facilitó que pudiéramos ver a mi hermano. Para mí, el peor momento fue verlo a través del cristal. Yo no sé cómo no lo rompí. Esa
sensación de verlo pero no poder tocarlo… Sin ninguna duda, fue el peor momento de mi vida. Durante el tiempo que estuvo en el Instituto Médico-Legal, por el día hacíamos gestiones y por la noche íbamos allí un ratito a sentarnos a la puerta. Era una forma de estar con él. Finalmente, el día 23 nos dijeron que podíamos despedirnos y, antes de cerrar el ataúd, lo pudimos tocar. Después, nos volvimos a España. ¿Llegasteis a saber la causa de su muerte? Mi madre pidió hablar con el médico forense para saber qué es lo que había pasado, y nos dijeron que le atravesó una bala y que no sufrió. Yo me lo creo, porque no me sirve de nada no creérmelo. ¿Voy a volverme loca preguntándome si pasaron 30 segundos, 3 minutos o 3 horas? A mí me reconforta pensar que no sufrió. En cualquier caso, la vida de mi hermano no se va a resumir en 30 segundos, 3 minutos o 3 horas, sino en 29 años. Y sé que en los 29 años que vivió fue feliz y no sufrió. ¿Cómo te ha cambiado a ti, personalmente, la muerte de Juan Alberto?
Ahora me parezco más a él de lo que me parecía antes; es decir, ahora soy mejor persona que antes. Soy más tranquila, pienso más en los demás… Soy más él de lo que era hace siete años. Ya que él no está, intento vivir la vida de los dos: la suya y la mía. Todo lo que él no ha hecho, lo voy a hacer por él y por mí. ¿Qué te ha parecido el juicio, celebrado recientemente? Para mí, ha sido una pantomima, una tomadura de pelo de 10 meses. Se ha conseguido cadena perpetua sin revisión para el principal acusado, Salah Abdeslam, pero yo lo que quiero es que la muerte de mi hermano sirva para algo. En mi opinión, hay gente culpable y gente responsable. Entre los culpables, algunos han sido condenados a unas penas que a mí no me parecen justas. Sí me parece justo que a Abdeslam lo condenen a cadena perpetua, pero no que a la persona que le ayudó a huir le caigan solo seis años. No entiendo lo barato que sale matar. Y aparte de esa gente culpable, están los responsables. A Abdeslam lo pararon en un control policial y lo dejaron pasar. ¿Ese policía sigue en activo? ¿No lo detuvo porque alguien no le dijo que tenía que hacerlo? Para mí, la única manera de que esto sirva para algo es que yo esta noche, cuando salga a cenar con mis amigas, pueda ir tranquila de que no me van a pegar cuatro tiros en una terraza. Y para eso hace falta tener la valentía de decir: “Tú, tú y tú no valéis, estáis ahí por motivos políticos y sois unos inútiles”, porque la Policía tardó 45 minutos en entrar en la sala sabiendo que había terroristas dentro. ¿Cuántas vidas se podrían haber salvado en esos 45 minutos? ¿Quién dio la orden de que no se entrase inmediatamente? Parece que los políticos no tienen nunca ninguna responsabilidad. En varias ocasiones, has compartido tu testimonio con alumnos de instituto…
Yo no soy mucho de hablar de mi experiencia, sobre todo porque no me gusta dar pena, pero lo que no se puede permitir es que los más jóvenes no sepan quién era Miguel Ángel Blanco o qué fue el 11-M. Por eso, creo que hay que seguir hablando del terrorismo. Además, es verdad que ETA ya no mata, pero todavía hay muchos sitios en el País Vasco donde no puedes ir con una bandera española sin sentirte señalado. En el caso de Francia, yo creo que existe un problema muy importante con algunas personas que pertenecen a las segundas y terceras generaciones de inmigrantes musulmanes y que se han comido ellos mismos la cabeza. La mayoría de quienes participaron en los atentados del 13 de noviembre de 2015 se radicalizaron en la cárcel. Al final, la violencia llama a la violencia. Por otra parte, solemos pensar que el terrorismo es algo muy lejano, pero en realidad mi hermano estaba en un concierto, como podríamos estar haciendo cualquiera de nosotros. De hecho, cuando yo iba al instituto, recuerdo que vino una víctima de ETA a darnos su testimonio, y jamás pensé que, unos años después, yo iba a ser una víctima del terrorismo. Creemos que estamos a salvo de muchas cosas, pero no es así. •
JUAN CARLOS FERNÁNDEZ
HERMANO DE ANTONIO CÉSAR FERNÁNDEZ
TEXTO: MIGUEL RENUNCIO
Antonio César Fernández Fernández nació en Pozoblanco (Córdoba) el 7 de enero de 1946. Como sacerdote salesiano, consagró su vida a los demás y, en especial, a los jóvenes, a quienes transmitía su deseo de luchar por un mundo más justo. Trabajó en diversos países africanos, donde fundó numerosas misiones, hasta que el 15 de febrero de 2019, a los 73 años, murió a causa de su fe en Nohao (Burkina Faso), víctima del terrorismo yihadista.
¿Cómo era César?
César era una persona feliz. Si la felicidad consiste en seguir tus principios, en vivirlos y hacerlos reales, César fue una persona feliz. Él estaba muy comprometido con los más desfavorecidos. Era misionero por vocación y siempre quiso vivir como un pobre entre los pobres. Hizo el bien y dejó este mundo mejor de lo que se lo encontró.
¿Cómo fueron sus primeros años de sacerdote?
César siente la vocación muy joven, con 16 años, y se va al seminario a San José del Valle (Cádiz). Es ordenado sacerdote en Pozoblanco en 1972 y, a partir de ahí, comienza su periplo. Primero pasa cinco años dando clases en Úbeda (Jaén), donde organiza los primeros grupos para jóvenes. Después, en plena transición, marcha a Barcelona. Allí el ambiente es mucho más reivindicativo y él está muy vinculado a prisiones, escuelas de barrio, etc., siempre al lado de los más necesitados. De Barcelona pasa a Ronda (Málaga), donde le encargan cuidar de una comunidad de sacerdotes mayores. Allí, como es una persona inquiera, funda un centro obrero católico —junto a un compañero— y sigue haciendo actividades con jóvenes.
¿Qué significaba para su hermano ser salesiano?
En un vídeo grabado 48 horas antes de ser asesinado, él mismo dice: “Vivir la vocación salesiana es una gracia del Señor (…). Son los jóvenes, en los diferentes lugares donde he estado, los que me han ido enseñando a ser salesiano (…). Entonces, es una acción de gracias, porque yo no merezco esa vocación, una vocación que me sobrepasa”.
¿Cuándo comenzó su labor como misionero? Él había solicitado varias veces irse a las misiones y, aunque en principio se lo denegaron, finalmente, en 1982, recibe el encargo de viajar a Lomé, la capital de Togo. Allí se va junto a dos compañeros y funda una misión en un barrio de los extrarradios, donde no había nada. Va comprando terrenos y, a pico y pala, construye escuelas, talleres, etc., sin olvidarse de la evangelización y de la formación de los futuros sacerdotes.
¿Regresaba de vez en cuando a España? Venía cada dos años y medio, y aprovechaba para recuperarse un poco del paludismo, que allí es inevitable cogerlo. Sin embargo, no paraba casi nunca en casa: “Voy a Úbeda, que tengo allí unos benefactores —decía—, ahora voy a Madrid, que me tienen preparados unos medicamentos...”. Siempre estaba pidiendo y recolectando. Yo no sé cómo lo hacía, pero se llevaba verdaderos cargamentos a África. Cuando estaba en Pozoblanco, se formaban auténticas colas para hablar con él, y la gente le traía dinero. “Esto para el santito, para el santito”, decían, y él les regalaba una estampa o un recordatorio. Estas personas no daban lo que les sobraba, sino lo que verdaderamente tenían, lo que podían dar.
Tras aquella primera misión, fundó otras muchas… Sí, hasta que con 72 años le dijeron que tenía que ir a reflotar una misión a Uagadugú, la capital de Burkina Faso. Hasta entonces, sus familiares habíamos aceptado siempre todas las decisiones de los salesianos, pero esa vez nos opusimos, porque César era ya mayor. Finalmente, marchó contra la opinión familiar.
¿Él era consciente del peligro que suponía el terrorismo yihadista? Por supuesto, y no solo del peligro del terrorismo, ya que él había vivido revueltas, asonadas y hasta una guerra civil. En ese contexto, se había jugado la vida muchas veces acogiendo a refugiados o rescatando a personas heridas. Él decía: “Ante la guerra, ¿no podríamos sustituir la violencia por el perdón?”. En ocasiones, se había salvado de que lo mataran —incluso estando ya encañonado— gracias a que conocía el idioma ewé. Algunas de estas cosas nos las contaba, pero otras se las callaba para no preocuparnos. A un amigo suyo, le había dicho que el martirio es “dar la sangre por amor a Dios y a los hermanos”.
¿Cuándo fue la última vez que vio a César? Él vino a España en noviembre de 2018 para traer a un compañero suyo que estaba enfermo de cáncer y quería morir aquí. Nos pidió que cuidáramos de él, porque no tenía familia. Antes de volverse a África, le dije que tuviera cuidado, porque él viajaba mucho, cosa que a mí me horrorizaba. Además, como era humilde y quería todo para los demás, solía viajar en transporte público, y se había encontrado ya con muchas situaciones difíciles. Cuando me despedí de él en la estación de tren de Córdoba, casi que presentí algo. Eso fue tres meses antes del atentado.
¿Cómo se enteró de la muerte de César?
El 15 de febrero de 2019, a las nueve y media de la noche, me llamó una de mis hermanas y me dijo: “Juan Carlos, tengo que darte una muy mala noticia”. Entonces, me contó que habían matado a César. Yo al principio no me lo podía creer, pero cuando me dijo que había sido “en una frontera” sí le di visos de realidad. Posteriormente, pudimos hablar por teléfono con el compañero que estaba con mi hermano cuando lo mataron, y nos contó cómo habían sucedido los hechos.
¿Y qué es lo que les contó? Resulta que César y dos sacerdotes africanos —Fabrice y Germain— volvían a Uagadugú de una reunión que habían tenido en Lomé. Llevaban recorridos más de 600 kilómetros cuando pararon a comer en una comunidad religiosa que está en Cinkassé, en el norte de Togo. Tras cruzar la frontera con Burkina Faso, fueron interceptados por los yihadistas, que habían cometido allí un atentado. Les hicieron bajarse del coche y les quitaron los ordenadores, los móviles, etc. Entonces, interrogaron a César y Fabrice, y después se los llevaron a otro lugar, donde siguieron interrogándolos. En un momento dado, mi hermano sacó un rosario, y su compañero le dijo: “Padre, no saque el rosario, que no sabemos estos cómo van a reaccionar”. Los terroristas ordenaron a Fabrice que se diera la vuelta y sonaron tres disparos. Él pensaba que iba a ser el siguiente en morir, pero los yihadistas se montaron en sus motos y se fueron. Eran las tres de la tarde.
¿Qué ocurrió después? Al día siguiente, que era sábado, nos reunimos los hermanos para decidir qué hacer con el cuerpo de César, porque había dos posibilidades: enterrarlo en África o traerlo para acá. Los salesianos querían que se quedara allí, por ser un referente para los africanos, pero nosotros decidimos traerlo a España. Ya se había cumplido su voluntad de morir en África, que es lo que él quería; ahora necesitábamos tener algo sobre lo que llorar. César era muy querido en Pozoblanco, y mi intención era que sus benefactores y toda la gente del pueblo tuvieran un lugar donde poder ir a poner flores o rezar.
Sin embargo, traer sus restos no fue tarea fácil…
Hubo que hacer muchos trámites administrativos. Quiero agradecer la labor de Sonia Ramos y Paloma Pérez Cortijo, por parte de la Dirección General de Apoyo a Víctimas del Terrorismo, así como de Alicia Rico, que era la embajadora en Ghana. Tuvimos muchos momentos de incertidumbre, empezando porque en Togo le hicieron unas exequias de cinco días, y luego en España nos dijeron que tenían que hacerle la autopsia, aunque era evidente de qué había muerto. Para recibir el féretro tuvimos que ir a un hangar del aeropuerto de Barajas, porque venía vía París y en un vuelo comercial, como una mercancía más. Aquello fue lo más frío que he visto en mi vida.
¿Cómo recuerdan a César quienes lo conocieron? Él vivía su vocación de forma radical, en el sentido de que no quería lujos y siempre rechazaba cualquier comodidad. De hecho, no dormía en una cama, sino sobre una estera, porque deseaba ser un africano más. Tenía como referente a Cristo y anunciaba el Evangelio mediante el ejemplo. Era un hombre muy austero, que vivía con muy poco, y la gente lo quería muchísimo, tanto en Pozoblanco —donde los vecinos siguen apoyando las misiones salesianas— como en África —donde muchos de los que fueron sus novicios son ahora sacerdotes—. Mis hermanas y yo tuvimos un encuentro con el Papa Francisco en Roma, y fue una experiencia muy entrañable. •