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La Piuca
LA PIU CA
Uno de los juguetes imprescindibles de los años 50 y 60 era la peonza, el trompo, el peón o la piuca. Nombre este último con el que designábamos este artefacto. Un juguete que aparece clasificado como muy antiguo y que ha sido utilizado por las más diversas culturas a lo largo de la Historia. Citado entre otros por Aristófanas, Platón, Virgilio, San Basilio, Rabelais, etc. María Moliner lo define como: “Juguete de varios tamaños de forma aproximadamente cónica de madera y macizo, con una púa en el vértice (a la que nosotros llamábamos rejo). Desde éste se le enrolla una cuerda o cordón en espirales juntas una a otra y se lanza reteniendo el extremo de la cuerda de modo que gira en el aire y sigue girando en el suelo sobre el rejo. Se iniciaba el aprendizaje del juego a partir de los cinco o seis años para lo que se requería habilidad para enrollar el codón alrededor de la piuca, destreza para lanzarla al aire y lograr que bilara, facilidad para cogerla en la palma de la mano, posarla y volverla a coger hasta que dejara de bailar. Práctica que se volvía repetitiva y constate hasta corregir los errores del principiante y que resultaba más sencilla y provechosa si tenías algún hermano mayor, primo o vecino que accediera a enseñarte. La compra de la peonza se realizaba en algunas tiendas del pueblo, sin faltar las que procedían de Cistierna o Boñar donde había mayor surtido. La piuca venía acompañada de un cordón, generalmente de color blanco, al que se le colocaba en uno de los extremos una chapa o moneda (los más pudientes) que se sujetaba entre los dedos anular y medio. Había peonzas de diversos tamaños y colores fabricados generalmente de madera de haya, encina o aliso. Los rapaces más espabilados y mañosos sacaban el rejo original y lo sustituían por un trozo de punta o clavo mucho más afilado y adornaban la parte superior con una o varias tachuelas. Estas piucas eran las más admiradas y temidas por los guajes para complacencia y vanidad de sus respectivos dueños. El juego de la peonza tenía sus tiempos determinados que solían coincidir con el final de la primavera y el comienzo dl otoño aprovechando la asistencia a clase y la sequedad del suelo. Una vez mostrada la competencia en el manejo del trompo, el chaval podía ser seleccionado para participar en las reñidas partidas del patio de la escuela o la plaza del tío Colomán. Caño de arriba para los más jóvenes.
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Las partidas constaban de dos grupos de hasta seis o siete jugadores cada uno. Formados éstos, se trazaba una circunferencia en el suelo de dos o tres metros de diámetro y se echaba a suertes para ver quién tiraba y quién ponía, Los que ponían colocaban sus peonzas agrupadas en el centro del corro mientras los tiradores enrollaban sus peones para dar comienzo al juego. Dado que los jugadores se conocían perfectamente, el que capitaneaba el grupo indicaba el orden de tirada de cada uno y tomaba algunas decisiones estratégicas a lo largo del juego.
El juego lo abría el jugador más certero. Efectuado el primer lanzamiento y si había suerte, la piuca caía en medio del nidal que se deshacía quedando las peonzas esparcidas por el corro e incluso alguna fuera de él. Los restantes jugadores tenían que arreglárselas para vaciar el corro. Este objetivo se conseguía por can directo o con sucesivos golpeteos que culminaban con el mazazo final. Superada la prueba, se repetía el esquema. En caso contrario los tiradores acostaban sus piucas y la partida continuaba hasta que se hacía tarde o alguna discusión o rabieta ponía fin a la misma. No quería dejar de mencionar aquí a Felipe “Pipe”, el hijo de don Modesto, que poseía una peonza gigante a la que le costaba mucho bailar y a Angel Alonso Pablos que bailaba las peonzas más duras y agresivas por hallarse dotadas de mortíferos rejos.
Y ya para terminar les voy a contar una anécdota que me sucedió a mí y cuyo interés no está en el hecho en sí, si no en la solución que dio al mismo. Me hallaba yo una mañana de junio en el patio de la escuela, durante el recreo, intentando bailar mi piuca. Me encontraba situado frente a una de las ventanas y en uno de los intentos me rabio la peonza que se precipito contra uno de los cristales con el consiguiente estrépito. Me quedé anonadado y sin saber qué hacer. Tendría 8 ó 9 años. D. Julián que se percató de lo ocurrido, salió al patio, me miró, no me dijo nada y se fue a la parte trasera de la escuela y corto dos varas de una de las paleras que había allí.
Después de deshojarlas, formó con ellas medidas del hueco del cristal, las cortó con la navaja y me las entregó más o menos con estas palabras: Se las das a tu padre, que vaya donde Rufino y mañana me traes el cristalA la mañana siguiente aparecí con un cristal nuevo bajo el brazo que Luis Ferreras “Mata” había cortado y embalado con unos cartones y una cuerda para evitar cortaduras. Se lo di a D. Julián y luego vi cómo en el recreo lo colocaba él mismo ayudándose de un martillo y unas pequeñas puntas´