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Los guardianes de la fe de nuestros mayores
JESÚS FERRERAS VALLADARES
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Escudo del obispado de León
Jesus Ferreras
Los libros parroquiales confeccionados a partir del siglo XVI constituyen sin duda una extraordinaria fuente de información. El estudio de sus páginas es muy útil a la hora de seguir la estela de nuestros antepasados y construir así nuestro propio árbol genealógico a partir de las certificaciones relativas a bautizados, desposados o fallecidos.
A su vez, los conocidos como libros de fábrica nos permiten comprobar en todo momento la situación económica y contable de cada iglesia, ermita, cofradía o capellanía, a través de los balances anuales, en los que se reflejaban, en general con escrupuloso detalle, cifras y conceptos relativos a ingresos y gastos así como el resultado final de las operaciones, un saldo que arrojaba con frecuencia cantidades negativas o alcances, y que refleja la tradicional escasez de medios en las parroquias de esta comarca.
Pero quizá las inscripciones más llamativas sean aquellas en las que el cura del lugar dejaba constancia de las visitas pastorales que, periódicamente, giraba a su parroquia el obispo de la diócesis o algún otro clérigo cualificado (provisor o visitador) en su representación. La autoridad diocesana, tras ser recibida en cada aldea con toda solemnidad y boato, revisaba el estado físico de la iglesia, sus altares, imágenes, objetos y ornamentos sagrados.
También comprobaba las cuentas de los respectivos libros en los que certificaba su conformidad o, en algunos casos, su discrepancia. A veces, el prelado aprovechaba la coyuntura para confirmar en la fe a los niños bautizados. Antes de concluir la visita, solía efectuar unas órdenes o recomendaciones, que el amanuense trasladaba al pie de la letra, normalmente sobre el libro de fábrica, bajo el epígrafe de mandatos. Hoy, el contenido de esos mandatos nos parece de enorme interés e importancia pues, a través de ellos, podemos tomar el pulso al tipo de sociedad en la que se desenvolvían nuestros ancestros y desentrañar así, con un criterio más ajustado, sus circunstancias y condicionantes, sus luces y sus sombras.
Como cuestión previa, y antes de entrar en la reseña de algunos de estos curiosos documentos, se hace necesaria una mínima cautela: no debemos incurrir en la torpeza fácil de juzgar
Espadaña. San Bartolomé de Rueda
comportamientos y actitudes de otro tiempo a la luz de la mentalidad actual, sería algo profundamente injusto. Cada cual, y también los obispos, es hijo de su tiempo. Como lo somos todos nosotros. Vivimos en un instante concreto de la historia, en unas circunstancias que muy poco tienen que ver con las de otros momentos y ocasiones, nos desenvolvemos en un mundo de ideas, costumbres y comportamientos que se manifiestan solamente dentro de nuestro tiempo. Por eso, mañana, cuando las coyunturas vitales sean otras, quizá nuestros descendientes se sorprendan hasta el asombro al estudiar nuestra trayectoria.
Indudable es la influencia que la iglesia católica ha tenido en el devenir histórico de nuestro país. Una preponderancia que aún se percibe claramente en la lectura de los libros parroquiales de los últimos cuatrocientos años. El párroco era el guardián más inmediato de la fe y la moral de sus feligreses y esta importante misión llevaba implícita la facultad de castigar aquellas conductas que no se ajustaran al dogma, mediante penitencias, multas y excomuniones. Si el infractor resultaba contumaz y recalcitrante, podía el cura recabar el auxilio de la justicia ordinaria. El obispo de la diócesis, como superior jerárquico, ejercía la autoridad sobre el párroco y los parroquianos, velando porque no se relajará la disciplina ni el respeto que éstos le debían a aquél. Por esa razón encontramos en los libros de muchos lugares instrucciones frecuentes del prelado de turno para evitar que el cura ofreciera una mala imagen ante los fieles. Algunos ejemplos:
- Prohibición de celebrar la misa en madreñas, sólo calzando zapatos, “y éstos bien calzados y acordonados, no en chancletas”. Esta prohibición la encontramos en prácticamente todas las parroquias de la diócesis, desde finales del siglo XVII. -Prohibición a los curas de vestir capas pardas en funerales y procesiones; en estas ceremonias, debían presentarse “sólo con sobrepelliz, de acuerdo con la dignidad de su ministerio”. - Obligación de colocar un espejo de regular tamaño en la sacristía, para que el clérigo revisara su aspecto antes de salir a celebrar la misa, “evitando así ser causa de irrisión e indevoción al pueblo, como suele acontecer”. Así lo ordenaba, en San Pedro de Foncollada y otros lugares, el canónigo visitador en el año 1813.
El orden y disciplina dentro de la iglesia debían ser observados con todo rigor. Al respecto, el pueblo de esta zona en el que tradicionalmente aparecían más infractores y revoltosos, era el de Yugueros. El obispo Don Francisco Trujillo, en la visita girada a esa parroquia el año 1583 prohíbe que las madres lleven a sus hijos pequeños a misa “porque dan ruido, en escándalo y perjuicio de los buenos cristianos”. Las contravenciones de esta naturaleza se castigaban con multas, como las impuestas por el cura a un vecino del referido pueblo, en el año 1541, “por ser descomedido en la misa y no querer callar” y a varios fieles por discutir sobre la ocupación de los asientos en el interior del templo.
Otra de las transgresiones frecuentes era la de trabajar en días de precepto (domingos y fiestas de guardar). Existen referencias en todas las parroquias sobre este tipo de comportamientos. Sin salirnos de la de Yugueros, el primero de sus libros de fábrica recoge la multa impuesta por el cura a un vecino en el año 1580 “por encerrar paja un domingo con bueyes y carro”. El párroco añade que “aunque el cura le llamó la atención no quiso cesar hasta que la metió toda”. Siglos más tarde, en concreto en 1852, el obispo Don Joaquín Barbajero autorizaba al cura de Gradefes y otros lugares, a requerir la ayuda de la autoridad local para castigar esas infracciones “por los medios que prescriben las leyes del reino”. Salvo excepciones muy puntuales, la autoridad civil colaboró tradicionalmente en estos cometidos, en perfecta sintonía con el clero.
A veces, nos encontramos también con disposiciones un tanto extrañas como la decretada por el ya citado obispo Trujillo en su visita a Yugueros el año de 1583. En aquella ocasión, ordenó al párroco señalar a “cuatro o cinco personas cada domingo en misa para que públicamente digan quiénes han blasfemado y así pague el blasfemo ocho maravedís, de ellos cuatro para la fábrica de la iglesia y los otros cuatro para el acusador”. De ese modo tan peculiar pretendía el prelado desterrar la blasfemia del lugar. Es imaginable el celo con que algunos parroquianos velarían por escuchar los exabruptos del vecino acostumbrado a tales excesos, para sacarle los colores públicamente en el domingo próximo y, de paso, obtener algún pequeño beneficio. Nada aparece en el libro sobre el derecho de defensa del acusado contra las acusaciones de los delatores y chivatos.
Pero era el sexto mandamiento y sus múltiples formas de quebrantarlo el asunto abordado por los visitadores con más obsesiva insistencia, para evitar la mínima tentación a los fieles, porque el demonio no descansa. Algunos ejemplos ilustrativos:
La raya en la iglesia. El más antiguo de los libros de fábrica de Yugueros contiene una curiosa orden del obispo, del año 1583, para que el cura y dos hombres hagan una raya en el suelo de la iglesia; ninguna mujer debía pasar de esa raya, “so pena de excomunión latae sententiae a ellos y a los que les favorecieren”. El curioso mandato vuelve a recordarse en visitas posteriores. Pobre de la mujer que se pasara de la raya, porque se colocaba a la vista de los varones situados más atrás, lo que provocaría entre ellos las más inconfesables cavilaciones y algún que otro fervor nada católico.
Prohibición a las mujeres de sentarse en las tarimas de los altares, “porque es indecente y no están destinadas a estos fines”.
Torre de la iglkesia de Yugueros
Esta restricción la encontramos en los libros parroquiales de muchos lugares. También aparece en todos los textos consultados una precaución: durante la misa, a la hora de darse la paz hombres y mujeres, no debían buscarse entre ellos, sino hacerlo sólo con los más próximos.
El obispo Don Manuel Pérez Araciel, en 1705, manda en San Pedro de Foncollada y otros lugares, “que los novios no se traten ni comuniquen hasta que comiencen las velaciones, evitando por este medio ofender a Dios”. Es decir, los enamorados debían mantener una relación a prudente distancia hasta que se celebraran las oportunas amonestaciones en la iglesia. El obispo Don José de Lupia, en su visita a San Bartolomé de Rueda el año 1743, añadía que “los novios no deben entrar en la casa de las novias, y al revés, si no es con causa justa”. No aclara el escrito qué causas podían considerarse justas.
Otros prelados tenían declarada abiertamente la guerra a las reuniones nocturnas y filandones. Así, el obispo Don Martín de Zelayeta, en 1726 advierte de los “graves y perniciosos inconvenientes que se han seguido y siguen de los bailes y filandoiros de noche, por ello, manda S.I., que en ningún acontecimiento haya semejantes bailes ni filandoiros de noche, sí sólo cada uno en su casa o, a lo sumo, una vecina con otra, y en los bailes que hicieren de día no pueden mezclarse en ellos hombres y mujeres”. La prohibición parece que no surtía muchos efectos y así se lo reprocha este obispo a los vecinos de algunos pueblos como Valduvieco, que, al parecer, no consideraban tan desagradable la pecaminosa promiscuidad. Del año 1777 encontramos en varios lugares la prohibición del “abuso de los bailes en las iglesias, sus atrios y cemente-
rios, así como la de participar en las procesiones de Semana Santa, Cruz de Mayo y rogativas, empalados, disciplinantes y otros espectáculos, por ir con el torso desnudo y faltar a la decencia”. Las procesiones en las que participaban empalados y disciplinantes eran celebradas, principalmente, en aquellos lugares donde existía alguna cofradía o ermita dedicada a la Vera Cruz. Prohibición a los clérigos y a las mujeres de asistir a las paradas, por ser un espectáculo indecente, “bajo multa de cuatrocientos maravedís por cada desobediencia, tanto al cura, mujer y mozo de la parada que lo permitiere”. Esta curiosa disposición del obispo Lupia en 1783 la encontramos en casi todos los pueblos. Sólo los varones podían, por ejemplo, llevar la vaca en celo al toro, o la yegua del cura al garañón. Desde los tiempos de la terrible peste del siglo XIV, los concejos de muchos pueblos hicieron el voto solemne de celebrar cada año la fiesta de San Roque, celestial valedor contra la mortal epidemia.
Por lo visto, así lo venían haciendo los vecinos de Oceja, hasta que en el año 1783, el obispo Don Cayetano Antonio Quadrillero les dejó escrito este recado: “Informado que los vecinos de este pueblo acostumbran a guardar como días festivos los días de San Roque y San Miguel de Mayo con pretexto de voto que suponen del concejo, dejando de trabajar en sus haciendas para el mantenimiento de sus hijos y familia, empleándoles en ociosidades y otros excesos, en que lejos de obsequiar a los santos se les ofende…” (a continuación declara que esos días no son de precepto, por lo que prohíbe su celebración). Los de Oceja hicieron caso omiso al prelado que, años después, en 1791, vuelve a la carga, esta vez contra las alegrías de las vísperas, señalando: “Informado S.I., que en la víspera de San Roque se hacen hogueras entrada la noche a que concurre mucha gente de otros pueblos, siguiéndose de ello muchas ruinas espirituales y temporales, absolutamente lo prohíbe S.I., cuanto está de su parte y encargando a la justicia que lo haga observar, contribuyendo a evitar las expresadas ruinas”.
Desconocemos el grado de cumplimiento de este último mandato del Obispo Quadrillero, por otra parte un excelente prelado que hasta el final de sus días trató de favorecer y proteger a las personas más necesitadas de la diócesis y a quien debemos reconocer, entre otros muchos méritos, la fundación del entonces llamado Hospicio y Casa de Expósitos de León.
León, verano de 2019
BIBLIOGRAFÍA: Libros parroquiales de Gradefes, San Bartolomé de Rueda, San Pedro de Foncollada, Valduvieco, Yugueros y otros.
Iglesia de San Miguel Arcángel de Oceja de Valdellorma