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María. El sí en una mirada

Atrás quedaron los ecos de júbilo que bañaron Jerusalem en días anteriores. Cuan fugaces fueron aquellos momentos de risas y de felicidad en los que la muchedumbre depositaba mantos a sus pies y enarbolaban ramas de olivo y palmas a gritos de: “¡Hosanna! Bendito en nombre del Señor el que viene. Bendito el reino de nuestro padre David que llega. ¡Hosanna al Altísimo!” (Mc. 11, 9-11).

En la memoria del tiempo, María, en aquella tarde-noche de Jueves de Pascua, recordaba las promesas del ángel Gabriel en el momento de su concepción y aceptaba, como esclava del Señor, ceder su ser y su corazón para ser el nuevo cáliz de salvación, vaso de insigne devoción y arca de la nueva Alianza. En aquella noche de dolor, solo le quedaba el silencio y la esperanza en la palabra de Dios. Sus ojos y su corazón se posaban en el recuerdo de aquellos primeros días en los que sus brazos y su pecho acunaban y daban calor a todo un Dios que quiso hacerse hombre, para ofrecerle el mensaje de la reconciliación y la esperanza de una vida eterna.

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Ella, al igual que muchas madres de hoy en día, vivió junto a José el destierro en una cultura y una tierra ajena a la suya. Hizo de Egipto el primer hogar de Jesús niño y lo fue preparando para que creciera en gracia a los ojos de Dios y de los hombres.

Atrás quedaron las manifestaciones públicas en Caná de Galilea, las Bienaventuranzas y la multiplicación de los panes y los peces, la curación de los leprosos, la resurrección de Lázaro y tantos momentos en los que la Gloria de Dios se manifestaba en sus palabras y en sus acciones.

Y en la amargura de aquella noche, María sigue meditando todo lo guardado en su corazón durante tanto tiempo. Comienza a entender las palabras del viejo Simeón en la presentación del niño en el templo: “éste está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será una bandera discutida y así quedarán patentes los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará (Lc. 2, 34-36)”.

En estas horas de mayor dolor, María no reniega del plan de Dios, su corazón no titubea, encontrando la fuerza que no encontraron sus apóstoles, que se dieron por vencidos y huyeron tras el prendimiento en el Huerto de Getsemaní.

María se pone en marcha, su corazón en comunión con el de la Santísima Trinidad busca ser la estrella que guíe y aliente a su Hijo amado en estos últimos momentos de angustia antes de dar la vida para expiar nuestros pecados.

Su corazón corre al encuentro de Jesús, El sí inmaculado que diera en el momento de la concepción se aferra a su compromiso hasta el final. Intenta convertirse en bálsamo que cure las heridas del redentor del mundo, intenta hacerse luz y esperanza en la vía dolorosa que conduce hasta el Gólgota.

Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, encuentra los ojos de su madre que, en compañía del grupo de mujeres, sigue la pasión de su Señor.

Las palabras sobran, el tiempo se detiene, el corazón habla. María vacía su corazón en aquel momento y transforma su dolor en bálsamo de salud. Busca que aquella mirada reconforte la soledad de un corazón que ha abandonado su último aliento de vida a la voluntad del Padre Celestial. María conoce, sueña y anhela que el tiempo y la amargura de aquel tormento pase rápidamente. Desea cuanto antes llegar al pie

del Gólgota. Necesita seguir posando su mirada en los ojos de su hijo amado.

Debe hacerle llegar que ya falta poco, que todo está consumado, que ese rosario de dolor está a punto de finalizar a mayor gloria de Dios.

Al pie de la cruz, María sufre como madre, ama como madre, y persevera en la fe, aceptando y acogiendo, por mandato de su hijo en la cruz, a la Iglesia naciente, convirtiéndose en madre de los creyentes, en la reina del género humano.

Pero María no fue escogida por Dios solo por su sencillez y su disposición a acoger desde siempre la palabra del Altísimo. María se hace grande incluso en el silencio de lo que parecía una derrota. María se convierte en rocío de aquella mañana de Pascua en la que acude corriendo al encuentro de su Señor resucitado. Su corazón sigue creyendo en la esperanza, en la promesa de la resurrección antes que nadie. La alegría de su corazón necesita el encuentro con Jesús tras la derrota de la muerte.

Por este motivo, el creyente, y por ende el cofrade, ve en María la reina de los ángeles y la fiel intercesora del género humano ante Dios Padre.

Es por ello, que su modelo nos impulsa, sobre todo en estos días, a imitarla, a amarla y a seguirla en los momentos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y a venerarla bajo palio como causa de nuestra alegría, madre de la Iglesia y auxiliadora de nuestras vidas.

Carlos A. Cuadrado Luque

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