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Una Flor

El amor consuela como el resplandor del sol después de la lluvia.

W. Shakespeare

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Cuando venimos a este mundo, la mano de “El Jardinero” que con todo amor y mimo lo sembró, abonó, regó y cultivó, nos regaló amorosamente a cada uno de nosotros una pequeña flor que duerme durante toda nuestra existencia en lo más profundo de nuestro seno; es una sencilla florecilla de bella corola cuyos pétalos olorosos y multicolores inundan con su aroma la cuna que nos cobija y vigila nuestro inocente sueño.

Ese “Jardinero” no discrimina si los pañales que envuelven al recién nacido son de hilo y encajes o simplemente están tejidos con humildes hebras de amor. Es tan justo y bondadoso, que a todos nos mide con la misma vara al depositarla amorosa y silenciosamente en nuestro seno interior.

El hecho de nacer es igual para todos, como así el hecho de abandonar la materia de que estamos hechos. En algo trascendental somos todos iguales y medidos con el mismo rasero para que no nos sintamos nunca discriminados.

Esas flores que poseemos por la generosidad del “Jardinero”, dan su perfume a todo el que al saber que las tiene y no guardándoselas para sí mismo, pues en el darlo a los demás reside el por qué de conservarlas vivas, inunda sin cesar con su fragancia el aire que lo rodea.

Es cierto que si sólo lo aspirara él, su propio egoísmo provocaría que el perfume se terminara extinguiendo, pero si pródigamente lo deja expandirse en su entorno y hasta lo transmite allén de los mares, porque con generosidad lo derrama, no sólo permanecerá en él, sino que cada vez crecerá y crecerá y su aroma será bálsamo que ayudará a los innumerables peregrinos de la vida, alimentará a los hambrientos de pan inmaterial y beneficiará a todo lo creado incluso hasta a las piedras que encuentre a su paso por los caminos de la vida. El olor de un nardo, de una violeta o jazmín, está en proporción inversa a su tamaño; “El Jardinero” premia la abundante eficacia de su fragancia en la humildad de su breve materia.

Si todos al unísono “abriéramos nuestro pecho” para que el aroma vivificador de las flores que poseemos embriagara al mundo, como si de “dioses” se tratara, podríamos milagrosamente ser alivio, consuelo, compañía y ayuda para todos mitigando en gran parte sus sufrimientos, aminorando tanto dolor y supliendo con esplendidez las múltiples carencias que desgarran a muchas almas. Y no se requieren grandes esfuerzos ni heroicidades, para conseguirlo, sólo hace falta el sencillo gesto de aflojar “el tapón” destapando así de par en par el inmenso frasco que cada uno de nosotros poseemos en lo más recóndito de nuestro pecho.

¡Abrámoslo con el inmenso deseo de inundar al mundo con su dulce fragancia!

El amor es lo único que crece cuando se reparte.

Antoine de Saint Exupery

Ana Sola Loja

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