Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

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DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (San Lucas 15,1-32 (breve: Lc 15,1-10))

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

P. Juan Antonio Carrera Páramo, SSP

Dios es misericordia infinita

A Dios nuestro Padre, que es infinitamente misericordioso, le importan todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, especialmente los pobres, los más necesitados, los alejados, los perdidos, los pecadores, los que se han apartado de él y los que todavía no le conocen. Por eso era común que Jesús, el Maestro, acogiese a los pecadores y se sentase con ellos. Y precisamente por todo eso cada domingo celebramos la eucaristía, compartiendo juntos nuestra fe en el Dios de la misericordia. Algo así viene a decir Pablo en la segunda lectura de este domingo: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero” (cf 1Tim 1,12-17). El evangelio de san Lucas (Lc 15,1-10) nos muestra a un Jesús que habla a los escribas y fariseos que están murmurando contra Él porque según ellos se sentaba a comer con gente mala. Él les intentaba explicar con parábolas que, al hacer esas cosas,

les estaba mostrando a un Dios al que le importan de verdad los alejados, los pecadores, los perdidos. Por eso nos habla de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo que se va de casa. Pero también nos habla de los fariseos, de los publicanos y de los hermanos mayores, que no entienden del todo su manera de actuar. También a nosotros nos pasa un poco todo esto, nos cuesta abrir nuestras casas, nuestros corazones, nuestras comunidades a personas nuevas, a personas distintas, que no tienen por qué pensar totalmente como nosotros y que ven las cosas de otra manera. La experiencia del amor de Dios nace fundamentalmente de no sentirse juzgado, ni condenado, sino al contrario, de sentirse profundamente comprendido, acogido, perdonado, en definitiva, amado por un Dios que nos conoce muy bien y que sabe de qué estamos hechos. Un Dios que comprende, espera y acoge a sus hijos, respe-


tando siempre nuestra libertad. San Pablo da gracias porque Dios, a pesar de sus limitaciones, se ha fiado de él, le ha hecho capaz y le ha confiado una gran responsabilidad. “El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús”. San Pablo nos recuerda hoy: “Por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tendrán vida eterna”. Precisamente esa es la experiencia que el pueblo de Israel va descubriendo con el paso del tiempo, que, a pesar de sus muchas infidelidades, Dios se mantiene fiel a su promesa y sigue y seguirá siendo su Dios. Es la experiencia del que se siente perdido y al que Dios no deja nunca de buscar. Es la experiencia del que vuelve a casa arrepentido y recibe un abrazo acogedor. Jesús no juzga a quien ya se ha juzgado a sí mismo y ha descubierto su pecado y se ha arrepentido, pero sí lo hace y desenmascara a quienes no lo han hecho. Ciertamente la misericordia de Dios no es una ñoñería en la que nos podemos esconder y encubrir todas nuestras acciones, porque Dios mira el corazón y ve la rectitud de lo que hacemos. En ver-

dad, qué suerte la nuestra, que tenemos un Dios que conoce nuestras fragilidades y limitaciones porque nos ha creado y porque también compartió nuestra propia condición humana. ¡NO le defraudemos nunca! Y si fallamos volvamos una y otra vez a él, porque su misericordia es infinita. Cada vez que nos acercamos al sacramento de la Reconciliación todos y cada uno de los cristianos contamos siempre con la garantía del perdón y de la misericordia de Dios, que ve el arrepentimiento sincero en nuestro corazón: “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. La eucaristía que celebramos todos los domingos empieza invitándonos a reconocer que estamos necesitados de la misericordia de Dios, que somos frágiles y limitados, y que necesitamos pedir perdón. Nos reconciliamos con Dios y con los hermanos, antes de comulgar, con el gesto de la paz. De esa manera podemos acercarnos a Él, que nos abraza, nos acoge y se nos da en alimento para el camino de la vida.

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