Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

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DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO (San Lucas 18,1-8) En aquel tiempo, Jesús les decía una parábola a sus discípulos para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».

¡Ayúdanos, Señor, a mantener viva y transmitir la fe con que nos has agraciado!

Padre José María Fernández, SSP

Testigos oculares desde el principio

Este domingo y los dos siguientes se leen tres páginas del evangelio que son propias de san Lucas. Estos textos forman un conjunto homogéneo y d gran valor para comprender mejor, en primer lugar el relato, «por su orden», de los acontecimientos de los que fueron «testigos oculares», los que acompañaron a Jesús «desde el principio» de su ministerio, y en segundo lugar, los hechos de los que se hace eco el libro de los Hechos de los apóstoles. En esta obra en dos partes la oración ocupa un lugar muy especial. Como Jesús, también los apóstoles rezan por el advenimiento de la salvación universal. Ellos saben que su oración será escuchada «sin tardar», porque es «hoy» cuando se cumplen las promesas del Dios que es fiel, en este mundo que está gimiendo como con dolores de parto.

peranza, es necesario aferrase a la palabra de Dios que constituye el corazón de toda celebración litúrgica. Hay que proclamarla a tiempo y a destiempo, que es la tarea primordial de la Iglesia y de todos los que de alguna forma, el ministerio en la comunidad. Todo cristiano es un mensajero de la Palabra por razón de su bautismo. Pero para difundirla es necesario antes meditarla con fe y que penetre en nuestro interior para hacerla vida, pn de cada día.

La oración es la medida, la que nos revela, la fuente y la expresión de la fe que tenemos y que se traduce en obras. La palabra de Dios es la que nos muestra dónde está el bien y cuál es el modo de llevarlo a la práctica con libertad, es decir, con conocimiento de causa. Es el camino de la justicia y de la santidad. Quien ora se salva. En ella encontramos las armas para librar el combate de Para mantenerse fieles la vida según Dios. ante las pruebas y los combates, firmes en la es- La primera lectura confirma


cuanto hemos dicho. Mientras Amalec representa el mal absoluto, el enemigo al que el hombre, con sus solas fuerzas, no es capaz de vencer, la intervención de Dios es indispensable. Por eso Moisés tiene que mantener levantado el bastón que el Señor le había dado para realizar prodigios en su nombre y con su per. Es Dios quien salva «con mano fuerte y brazo extendido». Levantar las manos quiere decir elevar las acciones a Dios, hacer que no sean bajas y rastreras, sino realizadas de acuerdo con la voluntad de Dios y elevarlas al cielo. Es amontonar tesoros en el cielo, pues nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal que dominan este mundo de tinieblas. En las Escrituras encontramos todo lo necesario para librar victoriosamente el combate de la fe, de la vida cristiana y del apostolado. Proclamar la Palabra sin miedo, sin edulcorarla, es deber de todos en la Iglesia, porque cada uno, según su vocación y su carisma, debe procurar instruir con paciencia, permaneciendo fiel a lo aprendido y recibido de la tradición. Tan seguros debemos estar de ser escuchados en nuestra oración que incluso, como nos dice el Evangelio, si incluso en juez sin escrúpulos acaba cediendo a las insistentes e inoportunas súplicas de una mujer indefensa, ¿qué no hará Dios, ante todo aquel que le suplica? Escucha siempre las oraciones d quienes se dirigen a él con constancia, con fe y confianza. Pero interviene en su momento y de una manera que no siempre se corresponde con lo que nosotros habíamos imaginado. Su mirada va más lejos y más hondo que la de los hombres, que somos bastante miopes.

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