INSTITUTO PAULINO DE VIDA SECULAR CONSAGRADA VIRGEN DE LA ANUNCIACIÓN
Guadalupe Lozano,
una vida escondida con Cristo en Dios
GUADALUPE LOZANO,
UNA VIDA ESCONDIDA CON CRISTO EN DIOS
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INSTITUTO PAULINO DE VIDA SECULAR CONSAGRADA VIRGEN DE LA ANUNCIACIÓN
Guadalupe Lozano,
una vida escondida con Cristo en Dios
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Preparado por José Antonio Pérez, ssp. © SAN PABLO 2005 (Protasio Gómez, 15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 www.sanpablo.es - E-mail: institutos@sanpablo.es ISBN: 84-285-2850-0 Depósito legal: SE Impresión: Publidisa Printed in Spain. Impreso en España
LAS RAÍCES
Al oeste de la capital castellano-manchega, Toledo, junto a la carretera de Extremadura, en la llanura que se extiende entre el Tajo y el Tiétar, casi limitando con la provincia de Cáceres, a 396 metros de altitud, con sus típicas viviendas que muestran preciosas colecciones de platos de cerámica y cobre, se yergue la villa de Lagartera. Fundamentalmente rural, produce cereales, legumbres, olivos. Ganado lanar, vacuno, porcino. Pero decir Lagartera es decir, sobre todo, artesanía de cerámica y de bordados. Con unos 2000 habitantes, Lagartera es un pueblo de arraigadas tradiciones. Conserva su historia, su arte y su religiosidad. Sus salas de estar, con mayor o menor riqueza, son todas ellas verdaderos oratorios. En ellas hay lienzos religiosos enmarcados en cuadros tallados en madera y recubiertos con pan de oro. Valiosas láminas importadas de antiguas imprentas alemanas, y siempre con temas religiosos, elevan a Dios el alma de moradores y visitantes. No faltan en las salas espejos rematados con una paloma, evocando el Espíritu Santo. Hasta en los dormitorios se respira esa honda religiosidad, reflejada en las cortinas y cuadros de la cabecera de la cama, bordados con motivos que reproducen la vida del Señor y de la Virgen. Este sentido religioso es hereditario en Lagartera. Así se explica que desde antiguo, y hasta un pasado 5
reciente, en muchas de sus familias despuntaran abundantes vocaciones religiosas. Es el caso de Fray Juan de los Ángeles, místico franciscano y gran predicador, que fue bautizado en la parroquia del pueblo el 30 de noviembre de 1548 y murió a finales de diciembre de 1609. Precisamente en la calle que lleva su nombre vivía Guadalupe, nuestra protagonista. Tiene Lagartera un atractivo especial para los artistas: desde el ilustre pintor Marcial Moreno Pascual, que nació en ella y reproduce en sus pinturas la vida de su tierra, hasta Joaquín Sorolla, que la descubrió con su obra de la Exposición Internacional de Nueva York, en 1920, pasando por los hermanos Zubiaurre, Eduardo Chicharro, Amadeo Roca Gisbert. O el Maestro Jacinto Guerrero, Villanos, músico compositor, o los escritores Juan Ignacio Luca de Tena, Enrique Reoyo, Bolaños, Jofre y otros. O el escultor F. Martín de Vidala, autor de la escultura de la Corredera (1991) o la cantante Antoñita Moreno. Pero existe además lo que podríamos llamar un «arte menor», aunque no menos valioso, que es el de los «dibujadores»: hombres y mujeres que, sin necesidad de modelo, trazan un tapiz de flores o un cojín con dragones que causarían admiración en China, donde se dice que nació el arte del «bordado». Son las propias lagarteranas las que plasman después en la tela esas imágenes, creando atractivos almohadones, tapetes y cortinas destinados a la decoración de los propios hogares y al comercio.
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LOS PRIMEROS AÑOS
Precisamente en este contexto cultural y religioso, nacía el 16 de agosto de 1944 la pequeña Guadalupe, alegrando así el hogar de Isidoro Lozano Alia y Petra Sánchez Lozano, que contaban ya con otra hija, Teresa, de seis años. Siguiendo la costumbre de la época, pocos días después, el 21 del mismo mes de agosto, recibía el sacramento del bautismo. La vida de aquel hogar, como la de la mayoría de las familias de Lagartera, se desarrollaba en torno a la agricultura y el bordado. Mientras los hombres labraban la tierra y atendían al ganado, las mujeres labraban las telas con esos primorosos bordados que probablemente traían su origen de los árabes, quienes muchos siglos antes habían puesto escuelas de bordados en Córdoba, Almería, Valencia, Granada, Mallorca y, por supuesto, en Toledo, que fue un importante Reino de Taifa. Los dibujos de los bordados, al principio geométricos, fueron diversificándose con el tiempo en los varios países; pero en Lagartera y su comarca arraigó el estilo arábigo, geométrico, casi sin espacios vacíos. La mujer lagarterana bordaba la ropa del hogar, la ropa interior del hombre y la mujer, y de manera muy especial el ajuar de las novias. En este arte era una maestra acabada doña Petra Sánchez Lozano, hasta el punto que, para recopilar el «Orden y modo de vestir el traje de Lagartera» hubieron 7
de contar con su consejo y asesoría. No es extraño, pues, que de ella aprendiera Guadalupe, ya desde muy joven, a distinguir los estilos «de por cuenta» o «de deshilo», el «dibujado», el de «deshilos antiguos», «deshilos viejos», «randas», «a tejidillos»... Y sobre todo, a realizar pacientemente verdaderos primores que más tarde inundarían casas e iglesias, entre ellas las capillas paulinas, no sólo de Madrid sino de toda España. Cuando sólo tenía 7 años, el día 3 de mayo de 1952, siguiendo la costumbre habitual de aquel tiempo, recibió el sacramento de la confirmación. Y un año más tarde, el 24 de mayo de 1953 se acercó por primera vez a recibir a Jesús en la eucaristía. Así, en un ambiente familiar hacendoso, austero y hondamente religioso, transcurrieron los años de la infancia de Guadalupe. Entre la escuela, el aprendizaje y la práctica del bordado y, de vez en cuando, alguna pequeña ayuda a su padre en los trabajos del campo, fue formándose su personalidad, caracterizada por una acentuada asimilación de los valores típicos de las gentes castellanas. Cuatro características –recuerda Flora, prima de Guadalupe– destacaban en la familia Lozano Sánchez: sencillez, serenidad, humildad y unión familiar. Unas características que marcarían profundamente el temperamento, la forma de ser y el estilo de vida de Guadalupe, hasta el punto de poder ser definida perfectamente por ellos. «Deteniéndome por un instante –sigue recordando Flora–, y volviendo la vista atrás, el recuerdo inmediato, pero al mismo tiempo permanente, que de mi prima “Guada” me queda, es el de una chica sencilla y tranquila como podía serlo cualquiera otra chica de un pueblo pequeño y tranquilo como el nuestro, máxime si lo situamos en un preciso contexto geográfico y en una 8
época determinada como la que nos tocó vivir. Y junto a ello, como no menos importante, su pertenencia a una familia humilde y muy unida, que hacía de la sencillez y la serenidad su mayor virtud; ella no necesitaba llamar la atención para ser querida y valorada. Tenía a la humildad como su forma de vida, su ideología, su camino. Y fundó en la unión familiar su ilusión, su deseo, su sueño». Flora era la única mujer en una familia de cuatro hermanos, por lo que quizá encontró en su prima Guadalupe más que a una prima, a la hermana que hubiera deseado y que nunca tuvo; esa hermana, amiga y confidente con la que compartió su niñez. «Son aquellos años –recuerda– cuando íbamos juntas a la escuela (a estudiar lo que pudimos, más bien poco, dadas las circunstancias de la época), y cuando bajá-bamos a la huerta de sus padres, hasta donde llega alguno de los recuerdos y anécdotas más imborrables de nuestras vidas… Recuerdos que aparecen como flashes rápidos pero indelebles. Llegan hasta mi mente las inolvidables sandías que cultivaba el tío Marianín en la huerta, a la que cuidaba como si fuera su hija. Un buen día Guadalupe y yo, en un momento de curiosidad e inconsciencia propias de niñas, nos comimos a escondidas una sandía del tamaño y forma de una naranja, con la correspondiente incredulidad y disgusto del tío Marianín y de nuestros padres, que se preguntaban quién y cómo podía haber sido… Pero el dolor de tripa con los consabidos retortijones de la noche nos delató. Y es que una sandia del tamaño de una naranja...». «O también otros recuerdos, como la bicicleta que compraron a mi hermano José –continúa Flora–, y que “Guada” y yo intentábamos aprender a montar. Ella y su constancia lo intentaron y lo consiguieron; yo creo 9
que también lo hubiera conseguido... Pero cuando estaba a punto de hacerlo... Un día me dijo Guadalupe: «Mañana volvemos a bajar y acabarás de aprender...». No podíamos sospechar lo que aquel fatídico día de agosto nos tenía deparado: el terrible accidente de su padre. Con él todo cambió. La huerta ya no volvió a ser lo que era, ni para nosotras ni para su familia. Aquella huerta cargada de aventuras, de convivencia feliz y, en definitiva, de todo el devenir de nuestra infancia, todo aquello nos lo había arrebatado de un plumazo la desgracia». Era el 21 de agosto del año 1956. Guadalupe tenía sólo doce años. Demasiado pocos para que la falta de la presencia paterna no marcara su vida y el ritmo familiar, y demasiados para que ella no pudiera ser plenamente consciente de lo que esa falta suponía para ella misma y para su hermana Teresa, que entonces contaba ya 18 años; y sobre todo para su madre, que se quedaba sola ante la difícil tarea de educar y mantener a sus dos hijas. Cuenta Teresa que tanto ella como Guadalupe tuvieron que ponerse a coser a toda marcha, ya que al faltar su padre no tenían muchos recursos para sobrevivir.
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TRAS LAS HUELLAS DE JESÚS
«La contemplación de la gloria del Señor Jesús en el icono de la Transfiguración revela ante todo al Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí una criatura suya con un amor especial para una misión especial. “Este es mi Hijo amado: escuchadle” (Mt 17,5)» (VC 17). ¿Influiría en Guadalupe este «icono de la Transfiguración», que providencialmente coincidía con el misterio titular de las fiestas de Lagartera? Lo cierto es que por aquel entonces rondaba ya en el corazón de Guadalupe el íntimo deseo de que su vida perteneciera exclusivamente al Señor y, por tanto, de consagrarse a él en la vida religiosa. Sin duda había intuido que «este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre, que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva. La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos» (VC 17). La experiencia interior fue madurando y haciéndose tan fuerte en ella, que finalmente llegó a decidirse y a plantearlo a los suyos. Como solía suceder, y de vez en cuando sucede aún ahora, no le resultó fácil convencer a su familia de la oportunidad de la decisión tomada, ya que suponía dejar el pueblo y el ritmo sereno de la vida familiar; y, sobre todo, dos manos menos para conseguir 11
algunos ingresos para el hogar. La buena Petra, que tenía un carácter fuerte, tal vez acrecentado por la dureza de las circunstancias, tenía ciertas dificultades de relación con Teresa, mientras que se entendía de maravilla con Guadalupe. No es extraño, pues, que opusiera fuerte resistencia y no llegara a aceptar sino a regañadientes la marcha de su hija al «convento». Aunque hay que decir, en honor a la verdad, que con el tiempo fue cambiando rotundamente su actitud, y muchos paulinos y paulinas recuerdan con cuánto cariño los recibía a todos en su casa. Casi como si todos, al ser «hermanos» de Guadalupe fueran también sus propios hijos. Pero volvamos a aquellos años. A pesar de todas las resistencias y venciendo todas las dificultades, siendo aún muy joven, Guadalupe entró en la congregación de las Hijas de San Pablo. Tenía sólo 19 años cuando recibió el hábito de la Congregación. No deja de ser significativo el hecho de que su madre no quisiera ni estar presente en la ceremonia. Es fácil imaginar la pena que esto debió ocasionarle a Guadalupe, tan sensible a los valores familiares. Ella era feliz en el numeroso grupo de chiquillas que se preparaban para consagrar sus jóvenes vidas a Dios. Y no es que faltaran sacrificios y dificultades propias de aquel tiempo. Pero los planes de Dios sobre ella eran un poco diversos. Desde hacía algún tiempo padecía una lesión en el corazón. Unas fiebres reumáticas se la agravaron aún más, lo que la obligó a regresar a su casa. Ni siquiera el modo de realizar el regreso fue el menos doloroso para Guadalupe. Su cuñado Alejandro cuenta cómo fue a Madrid a recogerla sin que ella supiera todavía que tenía que marcharse. Fue, sin duda, un durísimo golpe. Una forma de actuar muy poco humana para nuestra mentalidad de hoy, aunque en aquellos tiempos estos 12
comportamientos fueran bastante habituales. Lo cierto es que esta situación le acarreó a Guadalupe gran consternación y sufrimiento, pues su deseo era el de consagrarse al Señor como paulina, pues desde el principio había comprendido, se había identificado y había llegado a amar profundamente la espiritualidad, el carisma y la misión de esa joven Congregación, fundada por Santiago Alberione, un sacerdote italiano desconocido entonces en España, y que pretendía extender la buena noticia, el Evangelio, a todos los rincones del mundo sirviéndose de los medios más modernos y eficaces. Nuevamente en su casa, Guadalupe continuó su vida ordinaria, tratando de convencerse de que esa era la voluntad de Dios sobre ella y dedicándose de lleno al bordado, arte en el que llegó a ser maestra consumada. Sin embargo, la llamada de Dios a una vida más entregada a él seguía anidando y palpitando con fuerza en su corazón. Le resultaba difícil verse viviendo otro estado de vida que no fuera el de consagrada. Recuerda de aquel tiempo su amiga Lauren: «Nos conocimos en un grupo de oración que se formó en la parroquia. Por entonces ella acababa de regresar a Lagartera por problemas de salud, después de pasar un tiempo con las Hijas de San Pablo. ¡Qué años tan difíciles pasó! Después de salir de casa con dificultad, volvía a ella con una salud precaria... Mientras tanto nuestra amistan fue creciendo y asi nos fuimos ayudando mutuamente. La verdad es que a quien conocía a Guadalupe le resultaba muy difícil no mantener una buena amistad con ella». Y así fueron transcurriendo los años de la juventud: en la sencillez y hasta en la aparente monotonía de un pueblo donde apenas había posibilidades de diversión, aunque no faltaran las condiciones necesarias para vivir con paz y sosiego. «Tuve –recuerda Flora con cariño y 13
gratitud– la inmensa fortuna de poder compartir mi juventud con Guadalupe; de poder contar siempre con una persona a mi lado, con una compañía y una ayuda, con una palabra de aliento, con un oído al que poder hablar y sentirme escuchada; alguien en quien poder apoyarme para seguir adelante... Esa fue, en definitiva, mi prima Guadalupe». Pero como suele suceder, el apoyo era recíproco. También para Guadalupe la presencia de Flora fue el apoyo que le sirvió para mantenerse firme en sus ideales, superando todos los obstáculos que la vida le iba presentando. En su compañía pudo vivir serenamente aquellos años, en cierto sentido monótonos, pero decisivos para su vida futura y para su respuesta personal a los planes de Dios. «Nuestra amistad –sigue recordando Flora– perduraba a lo largo de los años. Los domingos Guadalupe y yo íbamos al cine. Eso sí: con mis hermanos pequeños, la botella de agua y la meriendilla correspondiente. A menudo pensaba en aquellos años: “Menos mal que tengo a Guadalupe, de lo contrario no sé qué haría”. Pero lo verdaderamente extraordinario es que durante todo ese tiempo nunca pude ver en Guadalupe un mal gesto ni una mala palabra ante una situación que no siempre podía parecer la más adecuada para un par de jóvenes. También acudíamos juntas a la iglesia para rezar el rosario antes de misa, cuando, aun en aquellas calurosas tardes de agosto teníamos que ir con medias; yo, debido al calor, quería evitarlo, pero “Guada” no dudaba en ponérselas, sin hacer de ello un problema o experimentar un disgusto propio de adolescentes, hasta llegar a convencerme a mí de la conveniencia de hacerlo». Mientras tanto, Guadalupe se resistía a renunciar de manera definitiva a lo que había constituido la ilusión de su vida: consagrarse al Señor en la vida paulina. 14
TIEMPO DE SIEMBRA
Todas las obras de Dios tienen origen en el plan amoroso que desde toda la eternidad él ha proyectado sobre la humanidad, y que empezó a realizarse en el momento de la creación del mundo. Pero cada obra concreta ve la luz en la época o en el momento histórico en que el Creador la cree necesaria o conveniente. Con la promulgación de la Constitución Provida Mater Ecclesia, del papa Pío XII, nacían oficialmente, el 2 de febrero de 1947, los Institutos Seculares. A los pocos años de esta promulgación, en 1958, un menudo y desconocido sacerdote italiano, Santiago Alberione (¡qué casualidad!: el mismo que años antes había fundado la congregación de las Hijas de San Pablo y las demás ramas de la Familia Paulina), atento a las necesidades y a los signos de los tiempos, y completamente abierto a la acción del Espíritu, comprendió que había llegado el tiempo y la hora de completar la Familia que había fundado, dando vida en la Iglesia a los Institutos de vida secular consagrada. Entre ellos está el Instituto Virgen de la Anunciación, constituido por mujeres célibes, hacia el que se orientaría Guadalupe, como ella misma contará más adelante. Los cuatro Institutos paulinos fueron aprobados dos años más tarde, el 8 de abril de 1960, y están abiertos a todos los hombres y mujeres que quieran consagrarse a Dios en la Familia Paulina, continuando en su condición secular. 15
En los planes de Dios, Guadalupe estaba destinada a jugar un papel fundamental en la implantación del Instituto Virgen de la Anunciación en España. Ya se sabe que todo nacimiento está precedido por una gestación, más o menos larga y laboriosa. La misma Guadalupe, escribiendo su experiencia vocacional (y, podríamos decir, fundacional) con ocasión de la publicación del número 100 del boletín «Alégrate», recordaba los antecedentes del Instituto en España: «Era el 4 de abril de 1967 (como puede verse el Instituto tenía pocos años de vida y por ello era muy poco conocido en los ambientes católicos e incluso en la Familia Paulina; puede parecer extraño, pero era así). Me encontraba en el despacho de la Maestra Brígida Perrón, entonces Superiora Provincial de las Hijas de San Pablo. En medio de la conversación, me dijo: “Puede que algún día seas Anunciatina”. Yo no entendía nada; pero ella se dio cuenta y precisó: “¿Sabes?, es una rama de la Familia Paulina; en ella hay mujeres que están consagradas a Dios, pero viven en sus casas, con sus familias”. Después de varios años me pregunté en alguna ocasión qué significaría eso de lo que me había hablado la Maestra Brígida; pero no supe darme ninguna respuesta; tampoco se lo pregunté a ella, ni a nadie». Efectivamente, tendría que pasar bastante tiempo antes de que Guadalupe llegara a comprender el valor de la propuesta que el Señor le hacía a través de sus mediaciones: los Institutos Seculares, «cuyos miembros quieren vivir la consagración a Dios en el mundo mediante la profesión de los consejos evangélicos en el contexto de las estructuras temporales, para ser así levadura de sabiduría y testigos de gracia dentro de la vida cultural, económica y política. Mediante la síntesis, propia de ellos, de secularidad y consagración, tratan de 16
introducir en la sociedad las energías nuevas del Reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las Bienaventuranzas. De este modo, mientras la total pertenencia a Dios les hace plenamente consagrados a su servicio, su actividad en las normales condiciones laicales contribuye, bajo la acción del Espíritu, a la animación evangélica de las realidades seculares. Los Institutos Seculares contribuyen de este modo a asegurar a la Iglesia, según la índole específica de cada uno, una presencia incisiva en la sociedad» (VC 10). Mientras tanto, Guadalupe seguía manteniendo una estrecha y cordial relación con las Hijas de San Pablo. Hasta tal punto, que con mucha frecuencia acudía a colaborar con ellas en la librería de la calle de San Bernardo, en Madrid, sobre todo en las épocas de mayor actividad. Posteriormente comenzó a acompañarlas también en los retiros que tenían en común con las demás ramas de la Familia Paulina. «En 1977 –sigue escribiendo Guadalupe en su testimonio–, en una de esas visitas, tuve la suerte de encontrarme con sor Assunta Bassi; en aquel momento ejercía el cargo de Superiora Provincial. No hablé mucho con ella, el saludo y poco más, pero me causó muy buena impresión. A los pocos días de mi regreso a casa recibí una carta de sor Adoración Pérez, con quien mantenía buenas relaciones de amistad. En su carta, entre otras cosas, me invitaba a pasar unos días en la comunidad de San Bernardo, porque sor Assunta quería hablar conmigo. Me dispuse a pasar un fin de semana con ellas. Cuando vine, estuve con todas las hermanas y hablé personalmente con sor Assunta. Después de un buen rato de conversación me lanzó esta pregunta: “¿Por qué no te haces Anunciatina? He pensado que tú podrías empezar el Instituto aquí, en España”. Instan17
táneamente me vino a la memoria lo que hacía tantos años me había dicho la Maestra Brígida. Seguimos hablando: el tema empezaba a interesarme. En realidad, viví un agradable y gozoso fin de semana entre las Hijas de San Pablo. Empecé a ilusionarme ante el destello de luz que volvía a mi vida. Regresé contenta, pues había constatado que todavía tenía ante mí caminos abiertos; la tarea consistía ahora en descubrir cuál era el mío, por dónde quería el Señor que caminase en adelante».
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PRIMEROS PASOS
Realmente, los designios de Dios son inescrutables y muchas veces nos resultan difíciles de entender. Sólo con el tiempo llegamos a darnos cuenta de que él va guiando nuestros pasos, unas veces suavemente, otras con cierto forcejeo y hasta con violencia. Pero siempre haciendo converger todo para nuestro mayor bien y para la realización de su plan de amor a los hombres, sirviéndose con frecuencia de las mediaciones más inesperadas. En el caso de Guadalupe, el Señor no había querido apartarla del carisma paulino, que ella tanto amaba, sino sólo conducirla a su propia forma de vivirlo, que era el de la vida secular consagrada, preparándola para ser incluso la iniciadora del Instituto paulino Virgen de la Anunciación y una de sus columnas en España. Una vez más se demuestra que no siempre los caminos del Señor se corresponden con los nuestros y que, como suele decirse, él sabe escribir derecho sobre renglones torcidos. La vida de Guadalupe seguía aparentemente su ritmo habitual y monótono: bordado, ayuda a su madre en las labores de casa y, a veces, a su hermana en la carnicería que ella regentaba con su esposo en Talavera de la Reina, catequesis en la parroquia… Sin embargo interiormente se estaba produciendo un auténtico proceso de discernimiento espiritual y vocacional, en el que no faltaron luchas y temores, pero que tendría 19
gran trascendencia para ella misma y para la Familia Paulina de España. Poco a poco fue comprendiendo el sentido auténtico del seguimiento de Cristo, que no consiste en elaborar un proyecto propio, sino acomodarse incondicionalmente al plan de Dios. «El Hijo, camino que conduce al Padre, llama a todos los que el Padre le ha dado a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos –precisamente a las personas consagradas– pide un compromiso total, que comporta el abandono de todas las cosas para vivir en intimidad con él y seguirlo adonde vaya. En la mirada de Cristo, “imagen de Dios invisible”, resplandor de la gloria del Padre, se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. La persona, que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo. Como Pablo, considera que todo lo demás es “pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús”, ante el cual no duda en tener todas las cosas “por basura con tal de ganar a Cristo”. Su aspiración es identificarse con él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida» (VC 18). Estos pensamientos se mezclaban, sin duda, en Guadalupe con los miedos, las dudas y hasta las incomprensiones. «El tiempo pasaba –escribe– entre preocupación, trabajo, reflexión, y oración. Nada estaba claro. En mi mente resonaban las palabras de la Maestra Brígida, las de sor Assunta... Sí, distinto sonido e igual significado: consagrarme en el Instituto Virgen de la Anunciación. Estando en casa recibí una llamada de sor Assunta proponiéndome participar en Roma en el “mes del carisma paulino”. Era el año 1979. Como yo no sabía qué era eso, ella me lo explicó: “Es un curso donde participarán paulinos y paulinas de todo el mundo”. La propuesta era muy bonita, tentadora, y me sonaba muy 20
bien; pero me parecía demasiado para mí; no me sentía capacitada para estar todo un mes entre gente que ya conocía y vivía su consagración paulina. Total, que rehusé la invitación». Pero esa negativa no iba a apagar la sed interior de Guadalupe ni su deseo de responder a la llamada de Dios. Lo único que conseguía era reavivar más sus dudas y su esfuerzo por encontrar respuestas. Sigue recordando ella misma: «Luego me preguntaba: ¿he hecho bien o mal en no aceptar? ¿Habré dejado pasar la gracia de Dios? Sí, posiblemente ésta pasó, pero Dios no se cansa de llamar, de esperar, de seguir ofreciendo gracia tras gracia». Por eso ella seguía atenta a su voz: «Otro día no muy lejano en el tiempo, oí a través del hilo telefónico la voz de sor Assunta que me hacía una nueva invitación, esta vez no para un mes, sino para siete días de “carisma paulino”, y además en España, concretamente en Las Rozas. Como no quería dejar pasar la gracia una vez más, mi respuesta fue esta vez afirmativa. Y fui. Con mucho miedo, pero con la confianza puesta en Dios. Él me haría entender y comprender. El curso empezaba el 30 de noviembre y concluía el 7 de diciembre de 1979. Lo animaban sor Antonietta Martini, una Hija de San Pablo italiana, y el P. Rafael Castañeda, paulino colombiano. Entre los participantes (unos 60), había miembros de diversas comunidades paulinas, masculinas y femeninas, de España. También participaban algunos hermanos y hermanas de Italia y Portugal. Los temas básicos eran la figura de san Pablo, desarrollado por el P. Rafael, y “Las abundantes riquezas de su gracia”, que exponía sor Antonietta. Fue para mí una enorme fortuna descubrir las “inmensas riquezas” de la Familia Paulina, pero también me sirvió de gran ayuda en mi proceso de discernimiento vocacional». 21
Poco a poco el camino de Guadalupe se iba despejando y la luz aparecía cada vez más nítida. Ella procuraba no poner obstáculos a la Providencia y estar muy atenta a los signos que se le iban presentando en el camino. «Sí, fueron días enriquecedores y decisivos en mi vida –reconocía ella misma–. Entendí un poco más el espíritu paulino, ese que desde hacía años llevaba muy dentro; vi la gran riqueza de la Familia Paulina y la grandeza de su unidad, “la unidad en la diversidad”. Unidos por un mismo Fundador, un mismo espíritu y una misma causa: “la gloria de Dios, la extensión del Reino y la santificación de los miembros”». El camino se había despejado. Ya sólo era cuestión de poner toda la confianza en Dios y, olvidando lo que quedaba atrás, lanzarse hacia delante, a la apasionante aventura de comenzar una institución nueva, con todo el riesgo que esa novedad conlleva, aunque eso sí, con el consuelo de contar con el apoyo de muchos hermanos y hermanas –no todos, desgraciadamente, pues para algunos y algunas el tema de los Institutos era todavía casi tabú– que arropaban su decisión. Pero Guadalupe supo cargar en su equipaje los medios más adecuados para el camino que iba a emprender; por eso, y a pesar de todo, el acierto en su decisión estaba garantizado. «Como he dicho antes –escribe ella–, aquellos días fueron para mí sumamente enriquecedores, pero no por ello estuvieron exentos de lucha y sufrimiento, que se entremezclaban con la alegría y el gozo. En esos días intensifiqué la oración, la reflexión, los diálogos de discernimiento con Dios y con algunos hermanos y hermanas. Entre estos quiero destacar a sor Antonietta Martini y al P. José Antonio Pérez, a quien no sé ni cómo me acerqué, pero que me fue de gran ayuda en ese dejar, coger, romper, construir... Creyendo que había llegado el 22
momento, él mismo me animó a dar el primer paso. Y así, el 7 de diciembre de 1979, en la eucaristía de clausura del encuentro sobre el «espíritu paulino», inicié mi compromiso con el Instituto Virgen de la Anunciación. Hice un sencillo acto de compromiso o presentación, que fue acogido por el P. Francisco Anta, entonces Superior Provincial de la Sociedad de San Pablo». Así comenzaba en España el Instituto Virgen de la Anunciación: desde el pesebre, como quería el Fundador, con un miembro que, a pesar del miedo a lo desconocido, por no existir aquí nada concreto al respecto, se abandonó en Dios y confió de veras en la ayuda de todos. Guadalupe estaba plenamente convencida de que cuando algo es obra de Dios él se las arregla para llevarlo adelante. Uno de los apoyos importantes en el momento de su decisión y en los primeros pasos como Anunciatina fue su amistad con Marta, una de las primeras Anunciatinas de Italia: «Por aquellas fechas se encontraba en España Marta Manfredini. Ella, junto con sor Assunta, tenía gran empeño en que naciera el Instituto en España y contribuyó todo cuanto pudo para que así fuese. Con ella hablé varias veces: ella en italiano, yo en español, pero nos entendíamos. Me animó y estimuló en el comienzo del nuevo camino. Quizá por ella fue por quien yo empecé a confiar en el P. José Antonio; a ella le gustaba y decía que era uno de los paulinos que mejor entendía el Instituto Virgen de la Anunciación. Lo implicó en la obra que empezaba a despuntar. Yo me alegré, pues a mí también me gustaba y me hacía bien compartir con él. No sé si su nombramiento como Delegado del Instituto fue oficial o no. Lo que yo recuerdo es que un día yendo en el coche los tres, Marta, José Antonio y yo, Marta le dijo: “Tú tienes que encargarte de las Anunciatinas”; no 23
recuerdo exactamente su respuesta, pero fue algo así como: “Tendrá que ser el que nombren”. Supongo que lo nombrarían a él, porque empezó a preocuparse con delicadeza y esmero de las Anunciatinas. Fue una gracia grande para el Instituto, para mí y para las que han venido después».
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UN CAMINO LARGO Y FECUNDO
«Contenta de mi hazaña, que estaba sostenida por Dios y apoyada por una “gran Familia” regresé a casa sintiéndome otra. En este estado de ánimo renovado pasaba los días feliz, dando sentido a todos ellos» –escribía Guadalupe–. Era bastante lógico. Para ella era como haber dado con la perla preciosa o el tesoro escondido en el campo. A partir de ahí toda su vida tenía un sentido nuevo, pleno. Así comenzó su camino en el Instituto: con una gran dosis de fe y confianza en Dios y en los demás, aunque no exento de dificultades, pues si tenía una gran facilidad para ir ahondando las diversas dimensiones del espíritu paulino, que fundamentalmente había mantenido vivo desde su experiencia entre las Hijas de San Pablo, no le resultaba tan fácil integrar ese espíritu en la dimensión de la secularidad; en parte por la novedad que entrañaba para ella –como, por otra parte, para toda la Iglesia–, y en parte, seguramente, porque, debido a la novedad de la experiencia, aun con la mejor voluntad, casi nadie sabía ofrecerle pautas claras que le ayudasen a hacer más fácil ese camino de integración. A pesar de todo, la buena voluntad y el testimonio sencillo pero entrañablemente fraterno de los hermanos y hermanas de la Familia Paulina fueron para ella un importante punto de referencia. «La invitación de Jesús: “Venid y veréis” sigue siendo aún hoy la regla de oro de 25
la pastoral vocacional. Con ella se pretende presentar el atractivo de la persona del Señor Jesús y la belleza de la entrega total de sí mismo a la causa del Evangelio. Por tanto, la primera tarea de todos los consagrados y consagradas consiste en proponer valerosamente, con la palabra y con el ejemplo, el ideal del seguimiento de Cristo, alimentando y manteniendo posteriormente en los llamados la respuesta a los impulsos que el Espíritu inspira en su corazón» (VC 64). Estas palabras enuncian un ideal que, desafortunadamente, no siempre y no todos los consagrados tienen en cuenta. En el primer encuentro del Instituto, que tuvo lugar en Sevilla, una providencial y honda conversación con otra hermana le ayudó a Guadalupe a tomar conciencia de que su consagración paulina y secular era lo que verdaderamente Dios le estaba pidiendo. Pero a veces, algunos comentarios de personas de otras ramas de la Familia Paulina, poco sensibles o que desconocían aún la naturaleza del nuevo Instituto, le hacían ver que su consagración era «de segunda clase», lo que le producía hondo sufrimiento y le hacía aún más difícil valorar y centrarse por completo en lo que estaba viviendo. Esta situación fue para ella motivo de angustia durante algún tiempo, pues por una parte se consideraba Anunciatina, pero por otra le parecía añorar el estilo de vida de las Hijas de San Pablo, porque era en ellas donde veía encarnada de forma perfecta e ideal la esencia del espíritu paulino. La misma mentalidad de los religiosos y religiosas paulinos, prácticamente ajenos a la cultura de la secularidad consagrada paulina contribuía seguramente a aumentar esta dificultad. Con el tiempo, la gracia de Dios y su esfuerzo personal hicieron posible el milagro de la integración: Guadalupe 26
llegaría a vivir plenamente el espíritu paulino en la vida secular, y con su ejemplo ayudaría a convencer a los demás miembros de la Familia Paulina de que lo que las Anunciatinas viven es exactamente lo mismo que se vive en las congregaciones, aunque de forma distinta: en la secularidad. Durante sus frecuentes viajes a Madrid, motivados sobre todo por las constantes pruebas y controles médicos, solía visitar casi todas las comunidades de paulinos y paulinas. Para ella era como recargar las pilas, de cara a la nueva etapa que le esperaba en Lagartera, donde no encontraba ni el campo adecuado de apostolado ni la ayuda que ella esperaba y necesitaba para mantenerse en forma desde el punto de vista espiritual. «En los tiempos que pasaba en Madrid –escribe– tenía la oportunidad de relacionarme con el P. Jesús Álvarez y sor Teresa de Jesús González, que eran los responsables de la pastoral vocacional. Fueron una gran ayuda en los inicios del Instituto». Y, sin duda, un importante punto de apoyo para su camino. Pronto comenzaron a surgir personas que se interesaban por el Instituto: algunas en un serio esfuerzo de discernimiento; otras, como suele suceder, buscando un refugio para una soledad más o menos consciente. Esta responsabilidad que se le había echado encima, tampoco fue fácil para Guadalupe. Escribe: «Aún sin saber casi nada del Instituto tuve que dialogar con personas que querían pertenecer a él. Di explicaciones y respuestas que hoy sólo se entienden a la luz del Espíritu. No conociendo apenas nada, hablaba con firmeza y seguridad de lo que era el Instituto y cómo deberíamos vivir los miembros pertenecientes a él. Pude comprobar cómo cuando nos dejamos guiar por el Espíritu no hay ninguna duda de que él actúa». Es lo que el Señor ha 27
prometido a los que se abandonan confiada e incondicionalmente en él. Y Guadalupe hablaba desde esa actitud, con la sabiduría de los humildes, que permiten al Espíritu hablar a través de ellos. Y, naturalmente, la gente lo percibía.
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LA SEMILLA VA GERMINANDO
Los comienzos son siempre duros por diversas razones, entre las que la soledad y el sentido de la propia pequeñez e incapacidad no son las menos importantes. «El hecho de que no hubiera otras personas pertenecientes al Instituto me desconcertaba y en ocasiones me desanimaba –reconocía Guadalupe–; a todos nos gusta ver... Esperaba con ansiedad, al mismo tiempo que con paciencia, la llegada de otros miembros. Siempre que podía me reunía con la Familia Paulina; estos eran para mí, como siguen siéndolo, momentos de estímulo y crecimiento espiritual. La vida transcurría entre el conocimiento de mi vocación en el Instituto, la vida familiar y parroquial y la espera de nuevos miembros». Pero su espera no era ni mucho menos pasiva: ayudaba cuanto podía en las tareas de pastoral vocacional de la Familia Paulina y, sobre todo, trataba de vivir intensamente la nueva forma de vocación paulina. «Cuando una semilla nace es porque otra ha muerto. Hay que morir para nacer –escribía posteriormente–. Estaba en las manos de mi Creador y acepté lo que él me pidiera, estaba disponible... Ofrecí mi vida por la Familia Paulina y la nueva rama que empezaba a despuntar en nuestra tierra». Más tarde se verá hasta qué punto el Señor aceptó este ofrecimiento. En mayo de 1980 tuvo la gran satisfacción de recibir la invitación a ir a Roma. La oportunidad se la brindó 29
Marta Manfredini. Lo cuenta ella misma: «Aún se encontraba Marta en España. Ella tenía gran interés en que yo fuera a Italia para que conociera el funcionamiento del Instituto. La sola idea de ir a Italia me entusiasmaba: siempre había deseado ir, y ahora con mayor motivo. Sentía la necesidad de conocer el Instituto al que, fiada de Dios y de los consejos de los hermanos y hermanas, me había entregado. Pesaba sobre mí la responsabilidad de ser la primera; tenía que conocer para vivir realmente según las exigencias de todo miembro del Instituto». Pero aún mayor fue la satisfacción de ver que el Instituto comenzaba a crecer. Guadalupe llevaba ya casi dos años haciendo camino en solitario como Anunciatina. «El año 1980 –escribe–, con ocasión de la fiesta de la Reina de los Apóstoles, tuve la gran alegría de saludar a Dolores Andreu. Ella frecuentaba desde hacía algún tiempo el grupo de los Cooperadores Paulinos. Pero el Señor tenía para ella otros planes que nosotras entonces desconocíamos. En torno a junio de 1981 recibí la grata noticia de que también Dolores quería pertenecer al Instituto. ¡Esta sí que fue una gran noticia! ¡Ya había otra! Además, conocía el espíritu paulino, por haber vivido algunos años entre las Hijas de San Pablo. Eso era otra gracia añadida, pues contribuiría como ayuda y fuerza para dar solidez a los comienzos del nuevo Instituto. Pensaba: “Sí, con ella será posible poner cimientos profundos y sólidos en la construcción de este edificio que nos toca levantar”». Pero la alegría no iba a acabar ahí, y la Providencia quería seguir demostrando su complacencia con el naciente Instituto. «No había pasado mucho tiempo –sigue escribiendo Guadalupe en sus notas– cuando me comunicaron que en Sevilla había otra 30
chica interesada en el Instituto: Dolores Báez. ¡Ya éramos tres! No es que fuéramos muchas, ciertamente; pero ya entonces lo que más me preocupaba, como ahora me sigue preocupando, no es el número, sino la calidad, la autenticidad de los miembros; que todas seamos personas totalmente consagradas seculares y auténticas paulinas». Esta era la mentalidad y los planteamientos de Guadalupe: la verdad, la autenticidad, la transparencia, la coherencia. Por eso sufría tanto cuando echaba en falta a su alrededor todos estos valores. Y, a pesar de las dificultades, los temores y las tentaciones, a ellos permaneció fiel hasta la muerte. De esos momentos recuerda Dolores Báez: «Mi primer encuentro con Guadalupe fue con miras a nuestro ingreso en el Instituto, inexistente en aquellos momentos en España. Era el año 1981. Supe por ella misma que hacía tiempo lo venía amasando. “¡Es una bendición de Dios sentirnos llamadas por él!”, me dijo. Considero de veras que siempre fue fiel a esta llamada. Recuerdo aquellos primeros días en las Rozas, sin saber cómo empezar, intentando descubrir cómo nos podíamos ayudar, qué teníamos que hacer, etc… Entonces vimos claro que la primera necesidad era la oración, como elemento integrador de todas nuestras personas y para aprender a conectar con el Maestro y con nosotras mismas… Desde esos primeros pasos, el “quehacer” de Guadalupe se distinguió por la puntualidad y el recogimiento, por su hablar siempre constructivo y oportuno, como la gota de agua que cae en tierra reseca. Recuerdo muy bien su profunda y constante serenidad y alegría, y su gran entusiasmo por el Instituto: de veras la vencía el celo (siempre bien entendido, naturalmente) por el mismo». 31
Efectivamente, a pesar de las grandes diferencias de carácter, desde aquel momento las tres primeras Anunciatinas de España se comprometieron seriamente a ayudarse recíprocamente y a crecer en la dimensión humana y fraterna, que «exige el conocimiento de sí mismo y de los propios límites, para obtener el estímulo necesario y el apoyo en el camino hacia la plena liberación. En el contexto actual revisten una particular importancia la libertad interior de la persona consagrada, su integración afectiva, la capacidad de comunicarse con todos, especialmente en la propia comunidad, la serenidad de espíritu y la sensibilidad hacia aquellos que sufren, el amor por la verdad y la coherencia efectiva entre el decir y el hacer» (VC 71). Y, aunque no sin dificultades, siempre intentaron hacer realidad estos principios fundamentales. Por su carácter sencillo, cercano, que reflejaba e inspiraba serenidad, en este camino de crecimiento grupal Guadalupe jugó siempre, aunque con toda discreción, un papel benéfico y resueltamente integrador.
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VIAJE A LOS ORÍGENES
Como se lee acertadamente en Vita consecrata, «en el seguimiento de Cristo y en el amor hacia su persona hay algunos puntos sobre el crecimiento de la santidad en la vida consagrada que merecen ser hoy especialmente evidenciados. Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada Instituto. Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada» (VC 36). El amor de Guadalupe al Fundador de la Familia Paulina y a los primeros hermanos y hermanas que vivieron heroicamente y transmitieron con fidelidad su carisma, fue siempre vivo y patente. Cuando se hablaba del padre Alberione, de sor Tecla Merlo, del padre Timoteo Giaccardo, de sor Escolástica Rivata, del canónigo Chiesa, del Hno. Andrés Borello o Mayorino Vigolungo, se le encendía la mirada y las palabras brotaban de su boca con mayor fluidez. Por eso es de suponer que la idea de visitar algún día los «santos lugares» paulinos, los lugares de origen de la Familia Paulina, era seguramente una posibilidad que la tentaba con fuerza, aunque su humildad y su espíritu de pobreza tal vez le impedía llegar a planteárselo como posibilidad real. Finalmente en el verano de 1981 logró 33
hacer realidad su soñado viaje a Italia, donde podría encontrarse con las raíces del Instituto y de toda la Familia Paulina. Seguramente vivió entonces momentos entrañables recorriendo los diversos lugares donde se constataban o percibían las huellas del entonces siervo de Dios, el querido P. Santiago Alberione. Pero es indudable que el lugar donde su experiencia se hizo más intensa fue en el Santuario-Basílica de la Reina de los Apóstoles, la iglesia que el Fundador quiso que fuera como la casa materna, el centro espiritual de toda la Familia Paulina. Allí, en la subcripta, pudo encontrarse con el sepulcro del padre Santiago Alberione y de la Maestra Tecla Merlo. ¡Qué indescriptibles sentimientos viviría seguramente allí, ante el querido Fundador, poniendo en sus manos todas las intenciones que traía, recordando a sus seres queridos y a todos los que precisamente le habían pedido ese recuerdo ante el Padre común...! Ella misma nos cuenta cómo vivió la experiencia: «Con el conocimiento y la ilusión de saber que éramos tres y la preocupación de que fuésemos plenamente lo que teníamos que ser, inicié los preparativos para el deseado y esperado viaje a Italia. En julio de 1981 emprendí dicho viaje acompañada de sor Mª Gracia La Carruba, Hija de San Pablo. Pasé unos días en su casa de Sicilia, con su familia. Después regresé a Roma, donde me esperaba Marta para hacer los ejercicios con un grupo de Anunciatinas en Galloro. Tuve que hacer un gran esfuerzo para integrarme en el grupo, pues no me resultaba fácil por cuestión del idioma; la verdad es que yo entendía casi todo, pero mi mayor dificultad era comunicarme con las demás, al no hablar italiano. A pesar de esta dificultad, hice buenas amistades: hablando cada cual en su idioma, lográbamos enten34
dernos. En los ratos en que no era obligatorio el silencio me gustaba compartir con ellas cosas referentes al Instituto, costumbres, formas de vivir, etc. En los días de ejercicios tuve la ocasión de hablar con el entonces Delegado de las Anunciatinas italianas, don Tarcisio Righettini; por cierto, me acogió muy bien y me animó en el camino emprendido». Uno de los elementos característicos del Instituto Virgen de la Anunciación es la «agregación» a la Sociedad de San Pablo. Una característica que, si no es correctamente interpretada, puede ser causa de malentendidos y sufrimientos. De hecho, así ha sucedido hace unos años en algún país del mundo paulino. Guadalupe, con la sabiduría propia de los humildes y sencillos entendió perfectamente desde el principio el sentido, el alcance y el valor de esta característica del Instituto: «Desde el principio –escribía ella– tuve muy claro que el Instituto era una rama más de la Familia Paulina y lo que significaba la agregación a la Sociedad de San Pablo; que tenía que vivir la consagración en la secularidad, esto es: “vivir la consagración dentro del mundo y para el mundo, pero sin ser del mundo”. Que el Instituto sea “agregado” fue y sigue siendo algo muy importante para mí. El concepto y la realidad de la “agregación” representa para todos un gran tesoro y ha de entenderse sólo y siempre en el sentido positivo, como mutua participación de riquezas espirituales, de experiencias, de colaboración en todos los campos de nuestra vida y misión». Y con el buen sentido que siempre la caracterizaba, Guadalupe supo acoger e integrar lo positivo de su experiencia en Italia, distinguiéndolo de lo accidental u ocasional, que no era necesario ni tal vez conveniente introducir en las costumbres del Instituto en España. 35
«Cuando terminaron los días de ejercicios me parecía conocer un poco más y mejor el Instituto; unas cosas se ajustaban a la idea que yo tenía y otras no tanto. Pero me decía: “ellos viven aquí, en Italia, y yo vivo en España; lo esencial no cambia, pero lo secundario no tiene por qué ser lo mismo aquí que allí; en cada nación se vivirá según las necesidades y características de la misma”». Posteriormente Guadalupe tendría diversas ocasiones de volver a Italia. Probablemente recordaría con especial cariño y emoción el viaje que realizó en octubre de 1989, con el grupo de la Familia Paulina de España que participó en la beatificación del P. Timoteo Giaccardo. Y también el que compartió con otras hermanas del Instituto en abril de 1993, en el que, acompañadas en todo momento por sor Assunta Bassi, recorrieron todos los rincones donde pueden encontrarse reminiscencias carismáticas de la Familia Paulina.
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EL INSTITUTO EN MARCHA
Por fin llegó el momento de dar algún paso «oficial» para el establecimiento del Instituto en nuestro país. Así lo recordaba Guadalupe: «El 8 de diciembre de 1981, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen, Dolores Andréu, Dolores Báez y yo dábamos un paso más: al comienzo de la celebración eucarística que tuvo lugar en El Pinar de Las Rozas, hicimos nuestra entrada en el noviciado. Así empezó “oficialmente” nuestra andadura por el camino de la consagración secular paulina. Nosotras tres, junto con el P. José Antonio Pérez, como encargado del Instituto». Los demás miembros de la Familia Paulina apreciaban verdaderamente a las tres primeras Anunciatinas de España, pero digamos que, institucionalmente, las veían aún como algo exótico, que no acababan de comprender ni de encajar dentro del organismo paulino. Como mucho, las veían como «paulinas de segunda clase». Con el tiempo esta visión se iría corrigiendo y actualmente ya se consideran como lo que son: una rama más de la Familia Paulina, con la misma dignidad que las Congregaciones, que viven exactamente lo mismo que ellas, aunque de una forma nueva, muy acorde con las características del tiempo actual. Como consecuencia, y aunque tal vez sin acertar a expresarlo con palabras adecuadas, se experimentaba con toda evidencia lo que más tarde escribiría Juan 37
Pablo II en Vita consecrata: «Se invita a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy. Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor» (VC 37). Uno de los mayores desafíos del nuevo Instituto era el de garantizar una sólida formación paulina y secular a los miembros, sobre todo teniendo en cuenta que estas tres Anunciatinas debían ser como las columnas sobre las que se habrían de apoyar las que llegaran después. Y no era tarea fácil, ya que no se contaba apenas con materiales institucionales que dieran pistas sobre el camino a seguir. Ni siquiera se disponía de las principales obras del Fundador en lengua española. «Cuando se está en los comienzos –escribía Guadalupe– todo escasea. De vez en cuando recordaba las palabras del P. Alberione: “Toda obra de Dios tiene que partir del pesebre”. Gracias a José Antonio, que en todo momento acogió entusiasta estos inicios como obra de Dios, y sigue estando muy cerca de cada una de nosotras ayudándonos en el progreso espiritual y en todo lo que necesitamos. Él elaboró un buen material, sencillo 38
pero denso, para la preparación y conocimiento de lo que tendríamos que aprender a vivir en nuestra consagración secular. El primer año de noviciado trabajamos sobre la ficha “La vocación paulina”; y el segundo sobre “La consagración paulina”. Por lo que a mí me toca, puedo decir que este trabajo de reflexión me fue de gran utilidad en el conocimiento y discernimiento de la vocación y consagración paulinas. Aún hoy nos estamos sirviendo de este material tan completo y tan bien preparado». El amor que Guadalupe sentía hacia la vocación paulina era profundo y sin fisuras. Realmente era su vida. Escribía el 11 de marzo de 1997: «Cada día quiero vivir con entusiasmo mi vocación paulina, en esta situación concreta que has preparado para mí, aceptándola con humildad y pacientemente. Señor, confío en ti; nada de cuanto me sucede escapa a tu control». Y el 4 de noviembre de 1998 escribía a Mari Muñoz, una hermana del Instituto: «Es muy bonito, y sobre todo importante, que nos contemos cuanto nos pasa; es la mejor forma de crecer como hermanas y en el espíritu. Sí, el encuentro con sor Assunta fue bonito e importante; es conveniente que de vez en cuando lo traigamos a nuestra mente, para enamorarnos más del que nos eligió, y vivir siempre en creciente alegría nuestra consagración en el Instituto Virgen de la Anunciación». Y pocos días más tarde, le escribía: «Dentro de pocos días tenemos el encuentro de la Inmaculada, no dudes que, aunque cansada y quizás hasta desganada, te has ido preparando para encontrarte con las hermanas. Pues la verdad, es un don maravilloso, al que tal vez no sabemos sacarle toda la riqueza que contiene. Creo que no has olvidado las palabras de sor Assunta: “Vivir siempre con alegría nuestra consagración”. Intentemos 39
llevar esto al grupo: entusiasmo y alegría. Tenemos motivos sobrados para estar alegres, entusiasmadas por el don de nuestra bella vocación paulina. Es tarea de todas construir un grupo sólido y fuerte, tenemos a María en esta tarea». La verdad es que Guadalupe tenía una capacidad especial para aprovecharlo todo, para sacar lo positivo de todo e integrarlo en el proceso de su crecimiento personal y en el del Instituto. Llegó el momento de comenzar a experimentar las dificultades reales de una vocación inédita, en la que, además de la gracia de Dios, casi todo depende de la responsabilidad personal, ya que no existe, a diferencia de lo que sucede en la vida religiosa, un ambiente o un grupo que exija o arrope las iniciativas de formación. Así lo reconocía Guadalupe: «Es cierto que hacer un noviciado en el ambiente familiar y social no es nada fácil; tropiezas con mil inconvenientes. Pero no hay que dudar de que Dios suple todas nuestras deficiencias siempre que de nuestra parte pongamos toda nuestra buena voluntad para formarnos en todos los frentes. En los dos años de noviciado no tuvimos muchas ocasiones de encontrarnos las tres novicias, sobre todo con Dolores Báez, que es a la que más kilómetros la separaban de Madrid. Entonces nos comunicábamos por carta o telefónicamente… Esta comunicación no es suficiente para un conocimiento mutuo, pero...». A pesar de todo, la buena voluntad de las tres novicias suplió con creces las carencias y límites circunstanciales. Y, aunque no sin esfuerzo para clarificar ideas y resolver dudas, fueron haciendo un itinerario de profundización personal humana y religiosa que las dispuso a dar su sí ilusionado y convencido al Señor en el Instituto Virgen de la Anunciación, parte integrante de la Familia Paulina. 40
Guadalupe «amó profundamente a su familia, a su Familia Paulina, a nuestro Instituto –afirma María Luisa Ambrós–. Cuando la conocí, más o menos en 1982, empecé a llamarla “isva” (sigla de “Instituto secular Virgen de la Anunciación”). Más adelante me confesaría que al principio no le gustaba, pero que luego lo fue haciendo cada día más suyo y llegó a descubrirse plenamente realizada en la consagración secular paulina». Y siempre fue muy consciente de lo que la consagración significaba para su vida de compromiso con Dios. Escribiría el 7 de febrero de 1987: «Repasando cada uno de los votos me convenzo cada vez más de lo grande que es este don que Dios me ha dado; por eso le doy mil gracias. También porque cada vez me va concediendo una mayor comprensión, al mismo tiempo que voy descubriendo más lo positivo de ellos». Y en octubre del mismo año concretaba, inspirándose en el Fundador: «La pobreza es abandonarse completamente en Dios. Para los Paulinos constituirá el fundamento de la propia vida juntamente con la piedad, el estudio y el apostolado… La virginidad consagrada es un don gratuito de Dios al hombre; todo parte de la iniciativa del Padre; y en él, llamar es dar… Es también una respuesta libre de amor total, donación entera de sí mismo, respuesta de amor al amor de Cristo… La obediencia es un continuo ejercicio de humildad. Es renuncia a la propia voluntad con el fin de hacer la de Dios… La obediencia es una comunión con Cristo (Alberione)». Pero continúa relatando Guadalupe: «Llegó el 8 de diciembre de 1983, día deseado y temido al mismo tiempo. Era consciente de mi deficiencia en la preparación y demás, pero estaba convencida e ilusionada con el paso que iba a dar: mi “sí” total e incondicional al Señor en el Instituto. Junto con las otras dos hermanas, 41
en la eucaristía, pronuncié con voz temblorosa, pero al mismo tiempo con firmeza, los votos de castidad, pobreza y obediencia en el Instituto. Los recibió, en nombre de la Iglesia y del Instituto, el P. Francisco Anta. Con estos tres miembros: Dolores Andreu, Dolores Báez y Guadalupe Lozano, nació oficialmente en España, el 8 de diciembre de 1983, el Instituto “agregado” a la Sociedad de San Pablo “Virgen de la Anunciación”». Por su parte, Guadalupe mantuvo siempre viva la llama encendida con tanto gozo aquel día. Años más tarde, el 12 de febrero de 1989 expresaba en su cuadernillo lo que esa consagración significó aquel día para ella: «Remontándome a la fecha de mi consagración… di el paso firme, decidida y plenamente convencida de que el Señor me llamaba y yo le respondía. No sin reconocer también que tenía, y tengo, un gran miedo a mi infidelidad e incorrespondencia a tan sublime don. La pronunciación de mi sí me ha llenado de alegría y gozo; todo a mi alrededor cambió de color; sentía profundas ganas de dar y darme».
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GUÍA Y COMPAÑERA
A partir de este momento, y hasta la fecha de su muerte, unas veces de manera formal y otras informal, ella fue como la madre y el refugio adonde iban a acogerse todas las Anunciatinas. Más que para las cosas, que había logrado relativizar mucho, su mayor esfuerzo y dedicación los puso siempre al servicio de las personas. A ellas se volcó con todo esmero. Y las seguía con todo el interés tanto en su andadura dentro del Instituto como en su vida normal. También por eso, uno de sus mayores sufrimientos consistía en no ser capaz de llegar algunas veces al corazón de alguna de las hermanas. Y en silencio lo ofrecía al Señor para que esas mismas personas pudieran encontrar el camino adecuado para vivir su consagración al Señor en el Instituto. Pero siempre con un talante de profunda humildad. «Me empeño en constituirme artesano de ella para formarla y enriquecerla a mi antojo, cuando el verdadero artesano eres tú. Quiero dejarte a ti, porque eres tú el único que darás y crearás una buena obra. Enséñame, Señor, a ser manejable y moldeable: así realizarás en mí lo que quieras… Perdona mis dudas, mi egocentrismo y mis insensateces». Y comprendió que su consagración no era una simple fórmula, sino que se trataba de algo muy serio, que debía dar forma, completa y radicalmente, a toda su persona, a sus relaciones, a toda su actividad. Lo que no 43
siempre resultaba fácil de asumir hasta las últimas consecuencias. Escribía el 22 de enero de 1994: «Dame, Señor, un espíritu de desprendimiento de cuanto soy y tengo. Que viva en radicalidad la pobreza del ser y la del tener. Que como tú aprenda a despojarme de todo, hasta no pertenecerme en nada, ni tener voluntad propia, sino que mi voluntad sea la del Padre, como fue la tuya… Tengo que aprender el espíritu de pobreza y saber aceptar cada mañana la “sorpresa” de lo que tengo que hacer, manifestada en los míos, en las circunstancias y acontecimientos. ¡Este despojamiento cuesta! Pero este fue tu camino, el de Pablo, el de Alberione… No hay otro para llegar hasta el Padre». Dicho de otro modo: es necesario asumir hasta el fondo el compromiso de la santidad. Sobre todo si se quiere ayudar a otros. «Hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección... Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su propia amistad con Dios, se hacen capaces de ayudar a los hermanos y hermanas mediante iniciativas espirituales válidas, como escuelas de oración, ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad, escucha y dirección espiritual. De este modo se favorece el progreso en la oración de personas que podrán después realizar un mejor discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender opciones valientes, a veces heroicas, exigidas por la fe... El hecho de que todos sean llamados a la santidad debe animar más aún a quienes, por su misma opción de vida, tienen la misión de recordarlo a los demás» (VC 39). Efectivamente, Guadalupe nunca había tenido la oportunidad de hacer estudios especiales. Pero poseía la 44
sabiduría de Dios: esa que, según Jesús, no se concede a los sabios y entendidos, sino sólo a la gente sencilla. Y con esa sabiduría se atrevía a dar la cara siempre que se requería su testimonio en algún grupo. Escribía en una carta del 18 de julio de 2001: «Seguramente sabes que me pidieron ir un día al encuentro vocacional para hablar de la consagración secular. Me costó, pero acepté. Confío que el Espíritu Santo hará un buen trabajo; yo pongo la buena voluntad, el esfuerzo en prepararme, sabiendo de mi pobreza…». También intervino en algunos programas de radio… Y con su sencillez, libre de cualquier atisbo de autosuficiencia, daba testimonio de su vida y su experiencia personal, y siempre llegaba al corazón de la gente. Guadalupe se tomaba muy en serio su programa anual de vida espiritual. Nos fijamos en uno tomado al azar, correspondiente al curso 1994-1995. Elaborado según el esquema paulino de las «cuatro ruedas», nos da una idea de la orientación radical de su vida: «1. Piedad: Intimar constantemente con el Maestro divino: en las laudes, la «lectio divina», la eucaristía, la visita eucarística, la celebración de la penitencia. Es importante la fidelidad diaria a todo esto. 2. Estudio: Empeño y constancia en lo programado para este año. Es necesario formarse; nadie da lo que no tiene. 3. Apostolado: Es la consecuencia de la consagración y una exigencia de nuestra unión con el Maestro. Todo es apostolado; la más insignificante acción, realizada con empeño, interés y recta intención, es apostolado. 4. Pobreza-gratuidad: Vivir siempre de imprevistos es una forma de pobreza, aceptar mi realidad es vivir en pobreza. Vivir esto en humildad… Reconocimiento de los dones recibidos, para ser agradecida y ponerlos a disposición de todos. Vivir en cada momento en gratuidad. 5. Vocaciones: 45
Cuidar y fomentar mi vocación con la oración, la reflexión, el estudio, el agradecimiento. Trabajar con cariño, plena dedicación y delicadeza en el encargo recibido, poniendo todas mis facultades y caminar juntamente con las hermanas del Instituto. Estar siempre muy cerca de cada una, especialmente con la oración». En todo ello, reconoce Guadalupe: «La realización del plan de Dios no será fácil si sólo me apoyo en mis fuerzas y capacidades. Necesito la ayuda del Espíritu y la vida de intimidad con el Maestro divino, de donde me vendrá todo: luz, fuerza y gracia para recorrer el camino emprendido». Cuando el día 6 de agosto de 1999 recibió por unanimidad el cargo de responsable del grupo, escribía en su cuaderno personal: «Tenemos con nosotras al P. Antonio Maroño para nombrar a la Responsable del Instituto Virgen de la Anunciación. Después de una larga exposición del capítulo VII del Estatuto… fui nombrada por unanimidad Responsable del grupo. Lo acepté, pues veía la voluntad de Dios y no pude negarme… Sé que este servicio entraña dificultades. Me pongo en manos de Dios Padre y me abro a la acción del Espíritu Santo para cumplir con sencillez y humildad las enseñanzas del Hijo y de esta forma llegar a cada miembro con sencillez, apertura y respeto, ayudando y estimulando con delicadeza, al mismo tiempo que con entereza, a vivir y realizar la misión que como consagradas del Instituto Virgen de la Anunciación tenemos que vivir y hacer vivir». Para llevar a cabo este cometido ella misma se hacía, dos días después, un programa: «Sentirme responsable del Instituto, de todos y cada uno de sus miembros. Actitud de servicio, en sencillez, humildad, transparencia, caridad, amor. Respetar a cada una como es, 46
acogerla, estimarla, valorarla. No dramatizar los pequeños roces que pueda haber entre alguna. Cultivar el buen humor, el optimismo, la alegría. Amar a todas a fondo perdido, sin pasarles factura, sin exigirles respuesta. Trabajar para que el grupo no sea coto cerrado. Ser paciente y afable en las cosas que acaso no me gusten. Disculpar siempre a las personas, aunque mi egoísmo se sienta herido. Resumiendo todo esto en cumplir y hacer cumplir el artículo 63 del Estatuto, donde están bien expresadas las competencias de la Responsable de grupo». Todo un programa que deja entrever una gran dosis de humanidad y un profundo amor al Instituto. Como se ha visto, Dolores Andréu estuvo siempre muy unida a Guadalupe. La verdad es que tenían un temperamento totalmente distinto; pero coincidían plenamente en lo esencial: el amor al Instituto y al carisma paulino; sólo así se explica la excelente relación que siempre mantuvieron. Realmente se apoyaban recíprocamente. Además de hermanas, eran amigas en el mejor sentido de la palabra. «Ella decía que no hacía nada –recuerda Dolores–. Que se dedicaba solamente a las tareas domésticas de su casa y al bordado, pues hacía unos años que había dejado la catequesis de confirmación en su Parroquia, ya que de vez en cuando tenía que venir a Madrid por asuntos de médicos o del Instituto. Pero desde su casa se preocupaba de mantener una correspondencia frecuente con las hermanas Anunciatinas; dirigía el Instituto desde allí; se preocupaba de la formación de los miembros y de las nuevas vocaciones; felicitaba y rezaba por todos los miembros de la Familia Paulina en España; hacía trabajos de bordado para las Pías Discípulas: estolas, manteles, corporales, etc.; no hay casa paulina en la que no 47
se encuentre en el altar un mantel bordado primorosamente por Guadalupe. Sus tonos eran siempre claros y sencillos como su vida misma y, en su sencillez, ha dejado una huella profunda en todos los que la conocieron. Pasaba como de puntillas ante los demás, pero pocos han sido los que no han sentido el impacto de su presencia». Efectivamente, con su sencillez y saber estar, que expresaban la profundidad de su vida interior y su hondo sentido de pertenencia a la Familia Paulina a través de su Instituto, era también referente para otros miembros de la Familia. Almudena, Hija de San Pablo, afirma: «A lo largo de los años hablé muchas veces con ella. Yo confieso que la quería mucho y me hacía feliz hablar con ella. Porque me transmitía paz, serenidad y mucho amor a Dios. Era verdaderamente paulina. Sentía amor por todos los Institutos de la Familia Paulina porque sentía mucho amor a Jesús Maestro. Le preocupaba la escasez de vocaciones. La última vez que hablé con ella recuerdo que me dijo: “Lo importante es que nosotros vivamos nuestra consagración y que procuremos hacer la voluntad de Dios”». En diciembre de 1989 escribía Guadalupe a Mari Muñoz: «Después de unos días de descanso, que no viene mal, te imagino metida y entregada de lleno a tus muchachos. Es así como transmitimos lo que aprendemos en esos días de descanso laboral, aunque no espiritual, pues en este terreno no podemos descansar y mucho menos dormirnos... Siempre que quieras puedes preguntarme y comunicarme por carta; trataré de responderte, si es que sé, pero no dudes que lo haré siempre desde lo que yo vivo o, mejor, intento vivir».
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HERMANA CON CORAZÓN DE MADRE
«La dimensión de la comunión fraterna no falta en los Institutos Seculares... Todas estas personas, queriendo poner en práctica la condición evangélica de discípulos, se comprometen a vivir el “mandamiento nuevo” del Señor, amándose unos a otros como él nos ha amado. El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la Cruz. De modo parecido, entre sus discípulos no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal como es sin “juzgarlo”, capacidad de perdonar hasta “setenta veces siete”. Para las personas consagradas, que se han hecho “un corazón solo y una sola alma” por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones, resulta una exigencia interior el poner todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad... Además, debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado. Esto sucede merced al amor recíproco..., un amor alimentado por la Palabra y la Eucaristía, purificado en el Sacramento de la Reconciliación, sostenido por la súplica de la unidad, don especial del Espíritu para aquellos que se ponen a la escucha obediente del Evangelio» (VC 42). 49
Estas palabras de Juan Pablo II en la exhortación apostólica Vita consecrata recogen a la perfección el profundo contenido de la fraternidad cristiana, que se ha de vivir de forma eminente en la vida consagrada. Esta inquietud la vivió con intensidad Guadalupe desde su servicio de responsable y animadora del grupo de Anunciatinas. Ella fue muy consciente de que «Dios Padre, en el don continuo de Cristo y del Espíritu, es el formador por excelencia de quien se consagra a él. Pero en esta obra él se sirve de la mediación humana, poniendo al lado de los que él llama algunos hermanos y hermanas mayores» (VC 66). Guadalupe poseía seguramente unas cualidades innatas que le facilitaban esta tarea de animación: el instinto maternal, la capacidad de empatía, la digna sencillez de toda su persona... Pero era sobre todo su fe profunda la que la hacía experta en los caminos que llevan a Dios, para poder ser así capaz de acompañar a otras en este recorrido, ayudando a estar atentas a la acción de la gracia, indicando los obstáculos que a veces no aparecen muy evidentes, pero sobre todo mostrando la belleza del seguimiento del Señor y el valor del carisma paulino. Así ejercía ella su responsabilidad con las hermanas, agregando a su relación hondamente fraterna una dimensión exquisitamente maternal. Así lo reconocía Rosa María Córdoba, que precisamente le sucedería en la responsabilidad: «En Guadalupe se entiende plenamente el significado de la frase: “a la estéril le da un puesto en la casa como madre feliz de hijos...” (salmo 112). Y no es que ella fuese estéril, sino que eligió seguir a Cristo en la virginidad, y así él encontró en ella un espíritu totalmente abierto y disponible para cumplir su voluntad. Él le había reservado una hermosa misión: el comienzo del Instituto Virgen de 50
la Anunciación en España. Y así empezó a gestarse su maternidad, reconocida por cuantas la conocimos y tuvimos la suerte de hacer camino con ella. Era sencilla, cercana, comprensiva; ella decía que no sabía exactamente qué tenía que hacer, cuál era su misión como responsable; pero sin saberlo, hacía aún más de lo que se le podía pedir. Sabía escuchar y siempre estaba disponible; su discreción era patente y las dificultades que conlleva la convivencia las trataba con gran delicadeza. Sin que ella lo pretendiera, empezamos a decir que era “la madre”, pues así la sentíamos. Respetaba nuestros momentos de crecimiento; estaba siempre presente cuando las dificultades nos hacían difícil el camino; con su ejemplo de unión a Cristo, su confianza en él, su amor a María y su oración íntima, era para nosotras una constante invitación. Sabía quitar hierro a las dificultades, y no exigía; dialogaba y buscaba siempre lo mejor de cada una». Y Mari Muñoz, dirigiéndose directamente a Guadalupe, se expresaba así: «Cuando me escribías, encabezabas tus cartas con un “queridísima Mari”. Y yo intuía que siempre era verdad, que nos amabas de corazón; tú amabas a la gente con el corazón, porque eso se nota mucho; te preocupabas en silencio de lo que nos pasaba y orabas por nosotras. Recuerdo los paseos por los caminos de El Pinar: con cuánta paciencia me escuchabas... Era un gozo hablar contigo de lo que yo vivía. En ningún momento me sentí juzgada... También corregías, pero ayudabas. Y casi sin darnos cuenta, el amor de Jesús, de quien estabas profundamente enamorada, se pasaba a nosotras. Verdaderamente te sentíamos como a una madre... Sí, te hemos perdido físicamente, pero te hemos ganado de otra manera: ahora puedes ejercer de madre mucho mejor, intercediendo por nosotras ante el Señor... 51
«Tantas veces la hemos llamado “madre”... –escribía por su parte María Luisa Ambrós–. Y es que en el fondo lo era para todas nosotras. Lo era un poco para todos. Ella fue la primera Anunciatina española; siempre ha sido la primera en darse, la primera en la oración y en el saber estar. No siempre la hemos entendido. Ha sufrido y ha sido feliz porque siempre ha buscado y cumplido la voluntad de Jesús, su Señor, que realmente ha sido para ella Camino, Verdad y Vida (aunque a veces ni siquiera fuera consciente de ello). Siempre se centraba en la Palabra y en nuestra maravillosa –y en parte aún sin descubrir– espiritualidad paulina». «Uno de mis muchos recuerdos –escribe Dolores Báez– es que siempre buscaba la ocasión para encontrarse conmigo. Y es que yo viví una época en la que siempre andaba como flotando en el aire: no terminaba de entender la llamada. Ella, que lo tenía todo más claro, siempre encontraba palabras de ánimo, e intentaba reavivar aquella luz que se me iba y venía, bien a mi pesar. Este comportamiento lo mantuvo siempre». Probablemente uno de los medios que sabía utilizar magistralmente para ejercer, discreta pero eficazmente, su tarea de animación y coordinación del grupo era la correspondencia escrita. «Qué importante era su comunicación escrita –opinaba Rosa María–. Era un elemento extraordinariamente importante para mantener la unidad y nos hacía crecer en el deseo de nuestro encuentro anual». «Guadalupe –escribía Dolores Báez–, echo de menos tus cartas en el día de mi cumpleaños y mi santo: no se te pasaba ni uno. Y eran para mí como un bálsamo que suavizaba la dureza de muchas soledades». Y no sólo las Anunciatinas, sino todos los miembros de la Familia Paulina de España fueron destinatarios de esos gestos de delicadeza. 52
En una carta dirigida a Mari desde Lagartera, el 1 de noviembre de 1994, Guadalupe misma expresaba esos sentimientos de afecto y también su modo de ayudar: «El día de la fiesta de Jesús Maestro me acordé de toda la Familia Paulina: estábamos de fiesta; celebrábamos a nuestro Maestro, modelo y meta. Que cada día vaya siendo esto una realidad más viva, de la que seamos portadores allí donde nos encontremos... He estado pensando cómo puedes hacer el trabajo en tu último año de juniorado, año importante para dar tu paso definitivo... Puede que sea mucho, pero considero que si tienes que dejar algo... No te estoy imponiendo nada, sino sugiriendo como hermana y responsable de algo tan bonito encomendado por el Señor: estar cerca de cada una en su momento concreto y caminar juntas hacia la consecución de la santidad». Y el 14 de abril de 1996 escribía, también a Mari: «Gracias por sentirme cerca: verdaderamente lo estoy; siempre que quieras puedes acercarte más para todo cuanto necesites. En el camino de la santificación nos necesitamos; la presencia y ayuda del hermano agiliza y hace más facíl este trabajo». Como toda maternidad, también la suya tuvo momentos duros, de desconcierto y desazón. «Puede que también tuviera algún defecto, pues era humana –sigue diciendo Rosa María–, pero su humanidad se iba asemejando cada vez más a la del Maestro. Por ello también pudo sufrir como límite un aparente distanciamiento, que no era más que parte del proceso de maduración. Fue como la etapa de la adolescencia, en la que todos los padres acusan la lejanía de sus hijos, y la dificultad de no saber cómo hablar con ellos. Debió resultarle difícil moverse en esa incertidumbre: si se acercaba a nosotras, podía experimentar que nos distanciábamos; si no se 53
acercaba, seguramente vivía la sensación de que no hacía lo que tenía que hacer como responsable». «En muchos aspectos ella ha sido el alma del Instituto –escribía también María Luisa Ambrós–, como la que unía las distintas personas e ideas. Era una mujer pacificadora. Era una mujer buena. Como dijo el P. José Antonio en la homilía del funeral, “era una mujer que sabía amar”. Siempre intentó, deseó y buscó lo mejor para todos y para el Instituto; en todo momento. Quizá, por eso mismo, a veces se pudo sentir incomprendida, ya que no siempre estábamos de acuerdo en todo. Aunque pienso que, en realidad, eso es una riqueza para todos cuando nos sabemos respetar». Efectivamente, cuando hay amor verdadero y actitud abierta, las crisis son siempre momentos de crecimiento, también en el campo de las relaciones. «Fue una etapa difícil para ella y para nosotras, que no sabíamos exactamente qué nos pasaba, por qué no lográbamos comunicarnos igual que antes –sigue diciendo Rosa María–. Hasta que en la oración descubrí que se trataba simplemente de la experiencia de la maternidad, y que precisamente nosotras nos encontrábamos en ese punto del proceso de cambio y maduración. Comprendiendo su dolor, compartimos con ella el descubrimiento y le hicimos saber, por otro lado, nuestra dificultad para abrirnos y salir de nosotras mismas». Efectivamente, Guadalupe sufrió mucho por ese motivo; pero ese sufrimiento le sirvió para purificar y madurar su tarea y para querer más entrañablemente, si cabe, a sus hermanas. El tiempo sería testigo de la recuperación, ya más madura, de esa relación, al mismo tiempo fraterna y materna, tan positiva y fructífera para todo el grupo. 54
MUJER FUERTE, TODA PARA TODOS
El día 27 de junio de 1996 fallecía repentinamente Petra, la madre de Guadalupe. Fue un durísimo golpe para ella, después de tantos años de una convivencia armónica y respetuosa, que le permitía poder responder con libertad a todos los compromisos de su vida consagrada. La encontró ya sin vida, sentada en la silla, al regresar a casa. Una imagen que nunca lograría borrar de su mente. Escribía el día 5 de agosto de ese mismo año, al llegar a Las Rozas para los ejercicios espirituales: «La muerte inesperada de mi madre me duele profundamente. Acepto tu voluntad, pero no entiendo la manera de llevártela. Te doy las gracias porque a ella no la hiciste sufrir; pero quiero pensar que sí se dio cuenta de que la llamabas a tu presencia. Hoy he venido aquí un tanto afectada y muy sensible a todo, casi sin ganas de encontrarme con las hermanas; aunque ellas sí querían encontrarse conmigo. Te lo agradezco y se lo agradezco “Hágase en mí, según tu palabra”. ¿Sabes que tu voluntad es dura? Pero quiero vivirla día a día, según tú me la vayas presentando». Dirigiéndose a Mari, el 21 de enero de 1997, escribía: «Hemos echado en falta la presencia física de mi madre, pero no dudo que estuvo y está con nosotros. Cuesta y duele mucho la separación de un ser querido». Y poco más tarde, el 1 de febrero de 1997, escribía en su cuaderno personal: «Hoy en la eucaristía me sentía 55
muy triste. Después de la comunión he hablado con mi madre, y es la primera vez que he sentido la sensación de recibir respuesta: “No estés triste: yo estoy con Dios y con tu padre. Estate muy cerca de tu hermana y de tus sobrinos, que te quieren mucho”». No creo exagerado afirmar que Guadalupe fue una mujer fuerte en el auténtico sentido bíblico. Toda su persona rezumaba humanidad. A pesar de sus males, que raramente hacía pesar sobre los demás, hasta el punto que generalmente pasaban inadvertidos para la mayoría, era una mujer auténticamente trabajadora. No sólo le sacaba rendimiento al trabajo, sino que sabía, también, sacarle gusto. Escribía el 1 de marzo de 1989: «Me he entregado toda a ti, por lo tanto no me pertenezco ni me pertenecen las acciones que pueda realizar. Haz que sea lo suficientemente sincera, delicada y servicial para intuir las necesidades de los otros». «Las mujeres consagradas están llamadas a ser de una manera muy especial, y a través de su dedicación vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre» (VC 57). Este era exactamente el lugar que ocupaba Guadalupe dentro de la Familia Paulina. Ella era una mujer que sabía amar a todos cuantos se acercaban a ella. Pero lógicamente nutría un amor preferencial para con los miembros de la Familia Paulina, y especialmente para con las hermanas de su propio Instituto. Escribía el jueves santo, 4 de abril de 1996, casi como reviviendo en sí misma las ansias de Jesús: «Gracias por la eucaristía de esta tarde, gracias porque siento dentro a todo el grupo… Gracias por este rato de encuentro contigo… Gracias por esa paz que me inunda. Señor, deseo tanto bien a todo el mundo… 56
Señor, tengo grandes deseos de que el grupo se una, de que el grupo viva en una estrecha comunión contigo y entre los miembros unos con otros. Que te amemos. Que nos amemos». Este era el ideal y el empeño habitual de Guadalupe, consciente de que sin un testimonio del espíritu de las Bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios. «De este modo la vida consagrada aviva continuamente en la conciencia del Pueblo de Dios la exigencia de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu Santo... En efecto, se debe pasar de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana» (VC 33). Esta dimensión testimonial de la consagración era una preocupación constante para Guadalupe, especialmente cuando su salud o las circunstancias adversas no le permitían esa entrega sin reservas que ella quería imprimir a su vida. No lo veían así quienes estaban a su alrededor y pudieron gozar en todo momento de su disponibilidad y capacidad de entrega. Por eso siempre sabía sacar fuerzas de flaqueza. «¡Qué os voy a decir que no sepáis! –escribe Pili, esposa de Nacho, uno de sus sobrinos–. Era infatigable. Siempre tirando adelante, aunque no pudiera. Tirando de los demás, a pesar de su delicado estado físico. Nunca se quejaba. Creo, y estoy segura de ello, que lo que la mantenía en pie y firme era su grandísima fe. Lo que sé es que nos hacía mucha falta. La echamos mucho, mucho de menos. Ella era nuestra madre, nuestra amiga, nuestra compañera... ». «Siempre la he visto como mujer entregada, disponible y servicial –reconoce abiertamente Antonia Díez, Pía Discípula del Divino Maestro–, tanto en su 57
familia como en el Instituto, como con cualquier persona a quien pudiese prestar su ayuda: y eso lo mostraba con sus palabras y sobre todo con las obras. De manera especial he podido constatar esto en su oración». Y todo eso lo hacía con tanta discreción que casi nadie lo notaba. Excepto, claro está, la persona destinataria de sus atenciones, que siempre se quedaba con esa indescriptible sensación de paz que sólo las personas que son y viven con Dios son capaces de transmitir. «En su servicio –sigue diciendo Antonia– nunca se presentó como protagonista, sino más bien quitándose importancia a ella misma y a lo que hacía. Colaboró en el Apostolado Litúrgico con el bordado; una colaboración que desarrolló siempre con delicadeza, con entrega y desprendimiento, no buscando su interés sino el servicio a los demás y el poder hacer más viva la belleza de la liturgia con los manteles: ellos mismos nos hablan de su gran delicadeza». «Recuerdo que una vez –escribe Josefina Baños, otra Pía Discípula, que durante buena parte de su vida prestó su servicio sacerdotal en las comunidades de los Paulinos– le comenté mi deseo de tener para la capilla un juego completo de mantel, paño de ambón, mantelito para la mesa de las ofrendas y conopeo para el sagrario, que era transparente. Ella aceptó gustosa la petición. No pasaron ni quince días y llegó con el juego completo para las fiestas, además de un mantel para los días de diario. No quería que le pagáramos; tuve que meterle el dinero en el bolsillo sin que se diese cuenta». Su disponibilidad hacia cualquiera que necesitara su ayuda era casi proverbial. Ella misma lo reconocía escribiendo a Mari el 12 de septiembre de 1993: «Cuando a unos les llega el tiempo de empezar el trabajo otros vamos terminando... [trabajaba duramente en el chirin58
guito con su familia durante todo el verano]. No es que vaya a dejar de trabajar, pero sí que cambio de trabajo. Bueno, esto es lo mío: tan pronto estoy haciendo una cosa como otra. Lo importante es que en cada una de las tareas me dé del todo. Esto no es siempre fácil; claro, cuando se está sola; con Dios todo es posible». «Yo diría –afirma Dolores Báez– que siendo una mujer débil en salud, aprendió a ser fuerte, muy fuerte, en la debilidad, porque su espíritu estaba unido al Maestro. ¡Qué bien entendió ella aquello que buscábamos en los primeros momentos de nuestro “sí”. Muchas veces la oí decir cosas como esta: “Cumplamos la voluntad de Dios por encima de todo: esta debe ser nuestra meta, porque él es más inteligente que nosotros”. Su presencia en la capilla, su caminar por los pasillos, su estar en el comedor... todo nos hace experimentar esos lugares como una reliquia de una persona que daba siempre lo mejor de sí misma. ¡Nunca reía a carcajadas, pero siempre estaba sonriente, con la alegría de los auténticos hijos de Dios!». Pero su hondura espiritual no la hacía sentirse autosuficiente, ni mucho menos. Al contrario, estaba siempre abierta a todo lo bueno que pudiera llegarle de los demás. Merece la pena destacar su docilidad a las mediaciones, a través de las cuales ella veía con toda claridad la voluntad de Dios. «Después de que estuve con el director espiritual mi estado de ánimo cambió; empecé a sentirme más sosegada, más relajada, más abandonada en la voluntad de Dios. Siguiendo sus consejos, intento cada día confiar más en Dios, aumentar más mi fe en relación a que “para Dios nada hay imposible”… Saber conjugar trabajo y oración y considerar la vida monótona y ordinaria como gran apostolado». Así escribía el 5 de febrero de 1995. 59
Su gran corazón estaba siempre abierto a todos. En la soledad de su habitación en el hospital Gregorio Marañón de Madrid, escribía el 10 de abril de 1996: «Señor, [como los discípulos de Emaús] yo también quiero conocerte, por eso te invito a que pases al interior de esta habitación. ¿Sabes?, hay mucho silencio y soledad; es un lindo lugar donde poder seguir amigablemente conversando de tantas cosas como llevo en mi corazón. No dudo de tu presencia ni de que estás muy cerca escuchándome y dándome serenidad y cariño. Aquí, solos tú y yo, te diré lo mucho que deseo corresponder a tu amor, a ese amor entregado y resucitado por mí y por tantos hombres. Que todo el mundo te conozca cuando te presentes a él. Mira cada parte de lo que tanto quiero: mi madre, mi hermana, cada uno de mis sobrinos y cada familiar. No puedo dejar de presentarte a esta otra familia, a la Familia Paulina. Tú sabes por la situación que está pasando. Reconstrúyela, santifícala, para que nos conozcamos, nos respetemos y nos amemos en la diversidad que existe entre cada una de las ramas y de los miembros entre sí. Quédate con cada uno de nosotros para que te conozcamos, te amemos y te hagamos presente en toda la humanidad, siendo testigos fieles y creíbles… Esa es nuestra misión, nuestro compromiso de consagrados: gritar a los cuatro vientos: “¡Cristo vive, ha resucitado! Yo lo he experimentado”». Y ofrecía con frecuencia su sufrimiento por las intenciones de la Familia Paulina y de su familia natural, apoyando siempre los esfuerzos de las personas. A menudo con nombres y apellidos. Escribía el 30 de septiembre de 2001 al Provincial de la Sociedad de San Pablo: «Te recuerdo y te presento al Maestro con todas tus intenciones y preocupaciones. Las de un Provincial no serán pocas, ¿verdad?». 60
PROYECTADA EN DIOS
Ante todo, Guadalupe era plenamente consciente de su vocación, de haber sido llamada por Dios mismo para una tarea concreta. Escribía el 13 de octubre de 1994: «“Dios nos eligió desde antes de la creación del mundo…” (Ef 1,4). “No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os escogí a vosotros… para que deis fruto” (Jn 15,16). La conciencia de ser elegida desde antes de la creación del mundo la tengo clara; por ello te doy gracias, Señor; es un don maravilloso, nunca te estaré suficientemente agradecida. Elegida para dar fruto y fruto permanente. Aquí hay mucho que hacer… Quiero corresponder a todo cuanto me das; quiero ir adquiriendo la santidad; quiero que cada día haya menos orgullo en mí; quiero no pensar tanto en mí». «Quiero corresponder a tu gran amor –escribía el 22 del mismo mes–; quiero seguir el camino de Jesús. Por eso, dame una mente despierta para que pueda aprender tus enseñanzas; una voluntad dócil para estar siempre dispuesta a doblegarla, y un corazón sano para amar a lo grande como tú me amas». Y el 10 de agosto de 1995 anotaba en su cuaderno: «Antes de formarme en el vientre de mi madre el Señor me llamó; y me llamó para realizar una misión importantísima bien concreta: santificarme y santificar (extensión de su Reino)». «La contemplación de la gloria del Señor Jesús en el icono de la Transfiguración revela a las personas 61
consagradas ante todo al Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí (cf Jn 6, 44) una criatura suya con un amor especial para una misión especial. “Este es mi Hijo amado: escuchadle” (Mt 17, 5). Respondiendo a esta invitación acompañada de una atracción interior, la persona llamada se confía al amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra totalmente a él y a su designio de salvación (cf 1Co 7, 32-34). Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf Jn 15, 16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva» (VC 17). Guadalupe poseía esa capacidad de valorar en su justa medida las cosas y los acontecimientos, que es en lo que consiste la verdadera sabiduría, y que enseña a verlo todo desde los ojos de Dios. «Vivimos agobiados queriendo hacer tantas cosas en la vida –escribía el 23 de septiembre de 1994–, que nos cargamos con más de lo que podemos; y en realidad todo esto por lo que yo me afano y, en algunos casos, pierdo hasta la paz, ¿lo quiere Dios para mí?... ¡Tantas veces en la vida hacemos lo que queremos! Y la mayoría de ellas lo hacemos para ser admirados; vivimos y actuamos como si eso fuera lo más importante. Nuestra vida se convierte en una frenética carrera por conseguir nombre, títulos, fama; por sentirnos admirados: eso parece hacernos felices. ¡Qué enorme equivocación hay en todo eso! Nos olvidamos de que lo más importante, lo que de veras nos hace sentirnos bien, contentos y felices, es ser y dar fruto, y el fruto que estamos llamados a dar, no otro. Tenemos la capacidad de dar nuestro fruto, ese que el Creador ha puesto en nosotros, o quedar estériles… Vivimos empeñados en ser centro de admiración, y eso tantas veces camuflado en el esfuerzo del apostolado. Decimos que 62
amamos a Dios y a los hombres y lo único que estamos haciendo es amarnos a nosotros mismos». Y concluía orando: «Señor, purifica mis pensamientos; transfórmalos en expresiones de amor, pero de un amor sincero, puro, verdadero. Cuando aprenda a amar, amándote a ti y en ti a los otros, estaré dando fruto verdadero, ese que me hará feliz en lo interior». «Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total conformación con él. Viviendo “en obediencia, sin nada propio y en castidad”, los consagrados confiesan que Jesús es el Modelo en el que cada virtud alcanza la perfección» (VC 18). Este era el ideal que movía desde lo más hondo la vida de Guadalupe. Su estilo de vida, la sencillez de su comportamiento, la facilidad que tenía para estar al servicio de los demás en las cosas más insignificantes, tal vez no permitía intuir en un primer momento la profundidad de su experiencia espiritual. Algo de esa hondura se puede intuir espigando entre sus escritos personales. «Quiero morir –escribía el 9 de noviembre de 1986– a todas esas cosas que existen en mí, para que tú vivas plenamente en mí. Por mi consagración bautismal soy templo donde tú habitas; que esta realidad esté siempre en mi pensamiento y en mi actuar, siendo de una extremada delicadeza para contigo». Y poniendo al día su programa de vida, la víspera de su renovación, el 7 de diciembre de 1986, escribía: «Señor, santifica mi mente para que sólo sea invadida por tus pensamientos. Santifica mi voluntad para que deje de ser la mía y sea la tuya. Santifica mi corazón para que sepa amar como tú amas. Todo mi ser es consagrado y santificado por ti. Te pido que nunca, volun63
tariamente, profane ninguna parte en mi ser; todo es tuyo y todo está reservado para ti». Escribe Mª Dolores Andreu, que la conocía muy bien: «Su espiritualidad era muy profunda y eminentemente centrada en Cristo. En él puso su vida y en él puso su muerte. Su esfuerzo por alcanzar la meta, que es Cristo, fue siempre constante. Sabía el don preciado que tenemos por pertenecer a la Familia Paulina y su alegría procedía de su ser paulina. Por eso sabemos también que será una gran intercesora ante el Señor para que la Familia Paulina llegue a ser lo que el padre Alberione quería que fuera: “san Pablo vivo hoy”. Incluso en momentos muy difíciles, como el de encontrarse a las puertas de una delicada operación, era capaz de transmitir plenamente esa vida interior que la mantenía siempre a flote. Escribía el 3 de marzo de 1994, mientras esperaba el momento de acudir al quirófano y después de haber logrado satisfacer su deseo de comulgar: «Quiero agradecerte que, después de buscarte, tú me has buscado a mí y he podido recibirte. También doy las gracias a todas esas personas que están rezando por mí, sin lugar a dudas, pues siento su presencia. De muchas tengo también la [presencia] física; otras desearían estar conmigo, y lo están, porque las siento en el espíritu; y esta cercanía, aunque parezca mentira, es muy alentadora y consoladora en estos momentos de sufrimiento, y al mismo tiempo de serenidad, paz, alegría… Parece imposible conjugar estos términos; pero para ti, Autor y Dueño de todo, no es así. Aguardo el momento junto a ti, junto a María, y todos los que están conmigo esperando el momento de ser operada. Confío en ti, Señor». Y su empeño en acoger y aceptar siempre con amor los planes de Dios no fue ni mucho menos inútil. Lo 64
reconocía ella misma el 7 de marzo de 1996: «Hoy el Señor me ha puesto a prueba. Ha querido ver hasta dónde llega mi disponibilidad. Sí, cuando me dirigía a la consulta médica para recibir la noticia de las pruebas realizadas en días anteriores, iba pensando que me dirían que todo estaba bien. ¡No fue así! Tenía un resto tiroideo que me obligaba a ser ingresada para darme los iodos. Una prueba que me da cierto miedo. Esta noticia la recibo bien, con serenidad, paz; estoy dispuesta a la voluntad del Señor y a salir y dejar todo lo que yo me había montado. ¡Gracias, Señor! Sólo tú puedes hacer que yo reaccione así…». La hondura que desprendía su persona se contagiaba casi espontáneamente a quienes, por las razones que fueran, se acercaban a ella. «Una cosa muy importante que quiero resaltar de Guadalupe –asegura de nuevo Pili, su sobrina– es esa gran sonrisa que contagiaba tanta paz y tranquilidad y que ella brindaba a todo el mundo. Tengo muchas fotos de “Pupi” (así llamaba a Guadalupe la pequeña María, hija de Pili) con María, y en todas ellas tiene esa gran sonrisa». Su vida se proyectaba cada vez más nítidamente en la vida de Dios. Sus testimonios al respecto son innumerables. Baste, como muestra, la breve nota que escribía a Mari el 1 de octubre de 1988: «Te recuerdo en mi oración; pido que el Señor te ayude en el descubrimiento de sus planes sobre ti. Lo importante es que día a día vayamos entendiendo cuál es la voluntad de Dios, hasta seguirla perdiendo la propia... Llegando a decir como Cristo: “No busco mi voluntad sino la de Aquel que me envió” (Jn.5, 30)». O los dos testimonios tomados de su cuaderno los días 8 y 9 de agosto de 1997, durante los ejercicios espirituales, y que recuerdan, bajo muchos aspectos, los apuntes personales del beato Santiago 65
Alberione: «Señor, atendiendo a tu invitación: “Venid a mí todos…”, aquí me tienes toda entera, con mi mente, voluntad, corazón. Disponible para escucharte, entenderte, comprenderte. Habla, Señor, que tu sierva escucha… Quiero vaciarme, despojarme de todo lo que no seas tú. Quiero reanudar mi entrega y que tú seas mi único Maestro, el Dueño y Señor de mi vida. Señor, tú me sondeas, me conoces, tienes muy presentes mis capacidades e incapacidades, virtudes y defectos, deseos y aspiraciones; no puedo engañarte. Por eso, desde esa conciencia de que me conoces, te pido que afiances mi fe; que viva atenta a tu llamada; que cuide mi vida interior; que me conozca a mí misma; que acepte mi historia; que me desapegue de las cosas; que siempre esté en actitud de humildad; que me descentre de mí; que me centre en ti; que tenga un gran dominio de mí misma. Actitud de escucha atenta, humilde, para realizar los planes de Dios en mí». Y el 14 de agosto de 1998 escribía: «Quiero que tú seas mi centro; no quiero ser centro de nadie, ni que nadie sea centro mío». «Señor, te doy gracias por tu llamada, gracias por seguir sintiendo que me llamas. Perdón por mis respuestas rezagadas, poco entusiastas y poco generosas. Dame el fervor y el entusiasmo de los primeros años. Hoy como ayer te sigue interesando mi persona. Te doy gracias por tu amor gratuito, desinteresado, constante. Tu llamada es puro don; con este convencimiento debo y quiero ir plasmando la imagen del Maestro divino en mi vida. Señor, ante el encargo recibido de seguir a las junioras y demás personas en formación dentro del Instituto, te pido luz, gracia y, sobre todo, que yo día a día me forme para así poder formar». 66
EN LA PALABRA Y LA EUCARISTÍA
«La Palabra de Dios es la primera fuente de toda espiritualidad cristiana. Ella alimenta una relación personal con el Dios vivo y con su voluntad salvífica y santificadora... Será, pues, de gran ayuda para las personas consagradas la meditación asidua de los textos evangélicos y de los demás escritos neotestamentarios, que ilustran las palabras y los ejemplos de Cristo y de la Virgen María, y la “apostolica vivendi forma”. A ellos se han referido constantemente fundadores y fundadoras a la hora de acoger la vocación y de discernir el carisma y la misión del propio Instituto» (VC 94). No es un tópico afirmar que para Guadalupe la Palabra de Dios fue de veras la lámpara que iluminó su camino diario. Se percibía. Pero además, basta repasar por encima sus escritos y apuntes personales para comprobar que todo su caminar lo planteaba siempre a partir de la Palabra, generalmente la correspondiente a la liturgia de cada día. Y además tenía una admirable capacidad para actualizarla y aplicarla a cada situación que le tocaba vivir. Y a ella intentaba amoldarse: «Finalizando este día –escribía el 12 de octubre de 1994– nuevamente estoy ante tu presencia eucarística y nuevamente oigo tus palabras: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen». Qué importancia tiene para ti el cumplimiento de la Palabra, la aceptación de tus planes 67
de salvación. Conoces mi incapacidad para conseguir esto que me pides. Tengo que ir perdiendo mi voluntad para asumir la tuya; es preciso dejar mis planes para realizar los tuyos. María, tú la fiel, la que como nadie acogió la Palabra, la guardó y la rumió en su corazón, enséñame a escuchar la Palabra, a rumiar la Palabra, a vivir de la Palabra y en la Palabra». Y era consciente de que, para ello, debía abrirse al silencio receptivo, orante, que es precisamente donde puede percibirse la voz de Dios en medio de todos los ruidos del mundo. «Dios mío –escribía el 3 de febrero de 2001– te pido saber hacer silencio, tanto exterior como interior; que me ponga en actitud de humildad silenciosa, para recibir con generosidad tu Palabra y tus disposiciones sobre mí». Y junto a la Palabra, la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, centro de la vida paulina, «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres”, corazón de la vida eclesial y también de la vida consagrada. Quien ha sido llamado a elegir a Cristo como único sentido de su vida en la profesión de los consejos evangélicos, ¿cómo podría no desear instaurar con él una comunión cada vez más íntima mediante la participación diaria en el Sacramento que lo hace presente, en el sacrificio que actualiza su entrega de amor en el Gólgota, en el banquete que alimenta y sostiene al Pueblo de Dios peregrino? Por su naturaleza la Eucaristía ocupa el centro de la vida consagrada, personal y comunitaria. Ella es viático cotidiano y fuente de la espiritualidad de cada Instituto. En ella cada consagrado está llamado a vivir el misterio pascual de Cristo, uniéndose a él en el ofrecimiento de la propia vida al Padre mediante el Espíritu. La asidua y prolongada adoración 68
de la Eucaristía permite revivir la experiencia de Pedro en la Transfiguración: “Bueno es estarnos aquí”. En la celebración del misterio del Cuerpo y Sangre del Señor se afianza e incrementa la unidad y la caridad de quienes han consagrado su existencia a Dios» (VC 95). Era una convicción profunda que Guadalupe intentaba encarnar en su vida: «La eucaristía tiene que ser siempre el centro de mi vida de consagrada, como Cristo camino, verdad y vida tiene que ser siempre mi centro; todo tiene que girar alrededor de él –escribía en su cuaderno personal el 12 de agosto de 1995–… Es bien palpable que la acción salvadora de Dios ha dirigido mi vida… Lo importante es dejarlo que intervenga, que organice a su antojo. Ayer ofrecí mi vida, una vida en blanco, para que él vaya escribiendo lo que quiera; tengo que dejarle escribir…». Y el 24 de mayo de 1996 expresaba la proyección eucarística que quería dar a su vida, integrada radicalmente en el misterio de la Iglesia: «Cuando participo en la eucaristía, [debo] mirar a mi alrededor, no para distraerme, sino con mirada amplia y profunda. Consciente de que en la Iglesia actúa el Espíritu Santo y están presentes el Papa, la Iglesia universal. Mirar a mi alrededor con mirada de fe y oración. La eucaristía es la raíz, la fuente, el motor de la vida de la Iglesia. Que en cada eucaristía el Espíritu Santo nos haga entrar en la multiplicidad de las riquezas del misterio eucarístico, con un corazón colmado de agradecimiento». Y anotaba el 14 de mayo de 1997: «“Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. “Desde aquí quiero iluminar”. “Esto es, yo soy vuestra luz y me serviré de vosotros para iluminar; os doy esta misión y quiero que la cumpláis”. Este mensaje que un día transmitiste a Alberione, para él y para toda su gran Familia, 69
tiene hoy la misma fuerza que entonces. Eso mismo nos lo sigues repitiendo cada día a cuantos formamos la Familia Paulina. Haznos dóciles a tu voz y a tus enseñanzas. Que nos alimentemos de tu Palabra y tu Eucaristía para iluminar a cuantas personas viven con nosotros y se cruzan diariamente en nuestro camino». Una anécdota, para concluir el tema: «Hoy el pueblo celebra a san Valentín, patrono de los enamorados –escribía el 14 de febrero de 1997–. Hoy el Señor ha tenido un detalle conmigo. Me gusta recibirle en una forma grande, y si son varias mejor. Ya sé que es una tontería, pero me sucede, o tengo ese deseo. Este día el Esposo me ha obsequiado viniendo a mí no en una forma grande, sino en varias. ¡Gracias, Señor, por este detalle!». Junto a la Palabra y la Eucaristía, Guadalupe reservaba una importancia especialísima al sacramento de la Reconciliación. «También el esfuerzo de una continua conversión y de una necesaria purificación, que las personas consagradas realizan mediante el sacramento de la Reconciliación, está íntimamente vinculado a la Eucaristía. Ellas, a través del encuentro frecuente con la misericordia de Dios, renuevan y acrisolan su corazón... La gozosa experiencia del perdón sacramental, en el camino compartido con los hermanos y hermanas, hace dócil el corazón y alienta el compromiso por una creciente fidelidad» (VC 95). Sus escritos están ritmados por apuntes alusivos a esa celebración. Una muestra, del 24 de febrero de 1998: «Después de un período viene muy bien celebrar este sacramento del perdón. Te sientes más hija de Dios Padre, reconciliada con él, contigo misma y, por supuesto, con los hermanos. La vida cobra ilusión y altitud de miras; ya no te arrastras, sino que caminas con las mismas cosas, pero sin que te pesen, y mucho menos 70
aplastarte. Así es como me siento yo después de recibir las gracias del sacramento». El 15 de enero de 1999 escribía: «Es importante que el Señor me dé las gracias para reconocer siempre la importancia y el valor de la confesión, viviéndolo como sacramento de alianza. La confesión, antes de ser una «confessio vitae», un reconocimiento de los pecados, debe ser una «confessio laudis», una proclamación de los dones y las maravillas de Dios. De este modo la confesión no será una rutina que no consigue cambiarnos, sino un acontecimiento de la misericordia de Dios que transforma mi vida». Una vida toda ella vivida en clave trinitaria, como no podía ser menos. «Desde luego –escribía el 7 de junio de 1998, ese año día de la solemnidad de la Santísima Trinidad– por mucho que queramos no comprenderemos el misterio de la Trinidad hasta el día en que gocemos de la visión eterna de las tres Personas… Pido a Dios Padre que me haga fidelísima hija; a Dios Hijo, que acepte su palabra y viva según él, y a Dios Espíritu Santo, que esté siempre atenta a su acción en mí». Por eso la experiencia interior de Guadalupe se proyectaba, casi espontáneamente, hacia quienes, de alguna forma, se ponían en contacto con ella. Así lo reconocía Mari Muñoz, dirigiéndose personalmente a ella: «Tenías una vida espiritual muy intensa. La vivías con gran modestia y reserva, pero, sin querer, se te escapaban necesariamente muchas cosas. Aquí tengo tus cartas: cuando las recibía me ponía muy contenta; todas llevaban algo tuyo y, sobre todo, del Señor; nos ponían en contacto con él; son un trocito de tu vida , están llenas de cariño... Y también las tarjetas que me enviabas me sorprendían siempre, tanto por su contenido como por su mensaje complementario, siempre tan bien elegido. 71
Me alegra mucho haberlas conservado, porque de nuevo puedo releerlas y sacar provecho». Y es cierto. En cada palabra, en cada escrito, Guadalupe proyectaba siempre mensajes sencillos, pero densos, como retazos de la vida de Dios que la llenaba en su interior: «No te preocupes tanto por esto que tengo; me cuido y el Señor me cuida, y nunca es más de lo que él quiere. Lo importante es que sepamos aceptar cuanto él nos manda, que sin lugar a dudas es siempre para nuestro bien... Estamos a punto de empezar la Cuaresma, un tiempo oportuno y favorable que la Iglesia nos propone para revisar, reflexionar, corregir, enderezar... Que sepamos aprovecharlo bien y estemos atentos a la Palabra que cada día nos propone la liturgia como expresión del querer de Dios para nosotros y para todos los hombres» (A Mari, el 21 de febrero de 1993). «¿Cómo estáis? Imagino que metidas en plena actividad. ¡Adelante! Pero sin que esa actividad sea tan vertiginosa que os quite vuestros ratos de encuentro con el Maestro: por encima de todo debemos salvarlos...» (A Paqui y Mari, el 11 de noviembre de 1993). «Yo descanso del trabajo “terraza”, y ahora lo que Dios vaya disponiendo en cada momento; ya sabéis que mi vida está llena de imprevistos, nunca se sabe... Es difícil, y también costoso, pero es ahí donde debo estar, y santificarme y santificar» (A Paqui y Mari, el 25 de septiembre de 1994). «Lo importante en nuestras vidas no son tanto nuestros quereres y nuestros deseos, aunque estén llenos de bien, sino el vivir cada instante identificadas con la voluntad de Dios, que como bien sabemos no siempre es fácil, ¿verdad? No dejemos pasar en vano este año prejubilar dedicado al Espíritu, sino que vivamos muy conscientes de que el Espíritu vive y actúa en nosotros. Siempre unidas en el Espíritu» (A Mari, el 28 de enero de 1998). 72
EN COMUNIÓN CON MARÍA
«La relación que todo fiel, como consecuencia de su unión con Cristo, mantiene con María Santísima queda aún más acentuada en la vida de las personas consagradas... En todos (los Institutos de vida consagrada) existe la convicción de que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual de cada alma consagrada, como para la consistencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad» (VC 28). Con más razón, si cabe, en un Instituto que se centra en el misterio de la Anunciación, en el que María se muestra como «ejemplo sublime de perfecta consagración, por su pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el Señor, que quiso realizar en ella el misterio de la Encarnación, recuerda a los consagrados la primacía de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia por parte de la criatura humana (VC 28). Efectivamente, la figura de María estuvo siempre muy presente en la vida de Guadalupe de una forma vital, experiencial. Casi todas sus meditaciones y reflexiones terminan con una invocación cálida a María, confiándole a ella el éxito de los diversos proyectos y compromisos y contando en todo momento con su protección maternal. 73
Por eso resulta conmovedora la relación filial de Guadalupe con María, siempre proyectada a una imitación. Escribía el día 7 de diciembre de 1986: «María, tú diste un sí incondicional, abrazaste tu misión con todas las consecuencias. ¡Yo quiero imitarte!... Tú formaste dentro de ti a Jesús y lo diste íntegro. Yo también quiero formarlo dentro de mí, irme «cristificando» cada día, para poderlo dar como tú lo diste». Celebrando su primer aniversario, el P. Pedro Paz trazó en su homilía el perfil mariano de Guadalupe. Recogemos algunos de los párrafos más significativos: «Un anciano había caído gravemente enfermo. Y enseguida fue a verle su párroco; apenas entró en la habitación del enfermo, advirtió el señor cura una silla vacía. Estaba al lado de la cama como algo misterioso, como si estuviera ocupada por alguien invisible. El cura le preguntó si le hacía algún servicio. El buen hombre le contestó con una débil sonrisa: Pienso que en ella está sentada la Virgen María. Desde pequeño mis padres me enseñaron a rezarle a la Virgen. En mi vida María ha estado muy presente: en los momentos buenos y en los momentos no tan buenos. Me imagino que es María la que está sentada en la silla a mi lado. Le hablo. La escucho. Le cuento mis cosas y pienso en lo que me dice. Dormirme y saber que me protege, despertarme y saber que está a mi lado me da paz y tranquilidad. Unos días después, se presentó en el despacho parroquial la hija del anciano para comunicarle que su padre había muerto. Le dijo: “Lo dejé solo un par de horas. Al volver a su habitación, lo encontré muerto, con la cabeza apoyada en esa silla vacía que tenía siempre al lado de la cama”». «Creo –continuaba el P. Pedro– que es una historia que puede ilustrar bien lo que significó María en la vida 74
de Guadalupe. Ella no se preocupó sólo de admirar a María, sino que intentó imitarla. Y es que la relación de toda Anunciatina con María ha de ser de compromiso. Compartir su fe, creer como ella, ser discípulas de Jesús como ella. Mirar a la Madre es ver al Hijo. María nos lleva a Dios Padre, a Jesús, al Espíritu. María nos enseña a ser cristianos de verdad». Y concluía: «El gran actor italiano Vittorio Gassman afirmó con ironía en cierta ocasión: “El único error de Dios fue no haber dotado al hombre de dos vidas: una para ensayar y otra para actuar”. No, no disponemos de dos vidas, sino de una, en la cual ensayo y actuación coinciden; de ahí la importancia de vivirla bien. Guadalupe entendió muy bien esto. Entendió que la vida es una experiencia única que merece ser vivida con la máxima intensidad, como María. La vida se nos da y la merecemos en la medida en que la entregamos generosamente a los demás... Guadalupe mientras estuvo con nosotros estuvo dando vida a los demás, con sus palabras y con sus silencios, con sus gestos y su saber estar. Guadalupe sembró de color la vida de los que estuvieron a su alrededor. La vida se nos ha dado para darla. La vida tiene vida cuando la gastamos con los otros. La vida es vida cuando amamos. Porque vivir es amar. Guadalupe amó y por eso su recuerdo vivirá siempre en la Familia Paulina». Con frecuencia la figura de María era protagonista en las cartas de Guadalupe. Algunos ejemplos: «Hemos empezado el mes de mayo, mes dedicado especialmente a María. Deseo para nosotras que no sea un mes más, sino distinto, y con un “matiz” específicamente mariano. María debe ocupar y llenar toda nuestra mente, voluntad y corazón. Plasmemos su vida en nuestra vida, para así poder acoger con plenitud a Jesús y darlo con 75
generosidad a todos los hombres» (A Paqui y Mari, el 5 de mayo de 1989). «Hoy, día 25 estamos celebrando la fiesta de la Anunciación, nuestra fiesta. Que, como María, sepamos acoger a Jesús, llenarnos plenamente de él, y seamos generosas con todos los hombres. Démoslo así como él se presenta: camino, verdad, vida. Esta es nuestra misión como miembros del Instituto Virgen de la Anunciación» (A Paqui, el 25 de marzo de 1992). «Se acerca la fiesta de nuestro Instituto, la Anunciación del Señor. Aunque estemos separadas físicamente, tratemos de unirnos más en el espíritu, para celebrar con mayor entusiasmo y gozo esta gran fiesta. Sepamos imitar a María en acoger plenamente a Jesús y darlo a todos los hombres desinteresadamente y con generosidad» (A Mari, el 21 de marzo de 1993). «La persona consagrada encuentra en la Virgen una Madre por título muy especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María en el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un valor específico para quien ha consagrado plenamente la propia vida a Cristo... amándola e imitándola con la radicalidad propia de su vocación y experimentando, a su vez, una especial ternura materna. La Virgen le comunica aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con él en la salvación del mundo» (VC 28). Esta es la actitud que Guadalupe aprendió, sin duda ninguna, de María. Durante toda su vida, pero especialmente en la última etapa de su vida, cuando también ella tuvo que subir hasta su personal Calvario.
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ALMA DE SU FAMILIA
«Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo... De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina» (VC 20). Partiendo de esta convicción, y de acuerdo con el espíritu del Estatuto de su propio Instituto, Guadalupe, tuvo siempre muy claro que su familia debía ser el primer campo de su trabajo apostólico. Mientras vivió su madre, le dedicó cariñosamente todo el tiempo necesario, aunque, al tratarse de una mujer curtida por la vida, en realidad le permitiera a ella llevar una vida lo suficientemente libre como para no dejar de lado sus compromisos con el Instituto. «Para su hermana –reconocía Dolores Andreu–, era el apoyo incondicional en todo y con ella contaba en cualquier necesidad. Para sus sobrinos fue siempre como su madre –así lo reconocía su propia hermana–. Cuando la necesitaban y donde la necesitaban, allí estaba ella, siempre discreta, pero poniendo todo su empeño, ya se tratara de ayudas materiales (¡cuántas 77
horas empleadas en el “chiringuito” durante los meses de calor!), ya de ayudas de tipo humano o espiritual. Algunas veces Guadalupe decía –no para lamentarse, sino para asegurarse de no estar actuando de forma inadecuada– que no tenía vida propia, que iba de un lado para otro siempre con la maleta hecha a donde la llamaban. Que esa era su pobreza. Pero para todos nosotros esa fue precisamente su mayor riqueza, pues dio siempre lo mejor de sí misma, se dio a sí misma a los demás, sin guardarse nada». El día 31 de diciembre de 1999 escribía en su cuaderno: «Tengo grandes deseos de que vengas a cada hombre y especialmente a los míos; que crean en ti; y que este año de gracia que mañana empezamos sea un año de conversión. Te pido por Ignacio y Pili, Isidoro y Encarna, Tere y Fede, Luismi y Andrés; y, cómo no, por María: cuídala y mantenla siempre en la inocencia; a Teresa y Alejandro. También estaré muy cerca de toda la Familia Paulina, a la que quiero con un cariño especial». Aunque resulte un poco largo, merece la pena recoger el sustancioso testimonio de Pili, que recoge seguramente el sentir de todos sus seres más queridos: «Guadalupe siempre estaba cuando la necesitaba. Siem-pre estaba dispuesta a darte un buen consejo, a hablarte, a dialogar. De hecho, en los momentos difíciles que he tenido dentro de mi matrimonio, ella siempre estuvo ahí para marcarme o marcarnos por dónde enfocarlo (sin dar opción al camino fácil), porque con él también dialogaba siempre que podía y él la escuchaba sin mediar palabra, porque sabía que todo lo que ella decía era verdad, y se lo decía con cariño y con amor de madre, que era lo que realmente fue para todos nosotros: como una segunda madre, pero, aunque en segundo lugar, muy especial y muy grande. No hay un solo día, un solo 78
momento que ella no esté conmigo. Es algo tan grande y a la vez tan difícil de explicar lo que yo siento dentro de mí... Es algo muy especial, como lo que fue ella para todos nosotros. La llevo muy dentro de mi corazón, y ¿sabéis? eso me hace sentir muy bien. Cuando tengo que tomar una decisión, o tengo dudas sobre algo siempre pienso en ella. En lo que ella me hubiera aconsejado, o lo que ella me hubiese dicho que hiciera. Esto me hace más fáciles los momentos difíciles. Me siento bien cuando siento que, aunque ella no está aquí, está dentro de nuestros corazones, y que nos queda, por lo menos a mí, lo mejor de ella, que era casi todo. Tenía una belleza interior que me hubiera gustado poder llegar a conocer mejor. Pienso que día a día, ella desde arriba nos la va a ir enseñando». Es la verificación en Guadalupe de la verdad que encierran, una vez más, las palabras de Vita consecrata: «Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas por Dios, al cual deben pues orientar toda su vida y ofrecer todo lo que son y tienen, liberándose de los impedimentos que pudieran frenar la total respuesta de amor. De este modo podrán llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el mundo. Su estilo de vida debe transparentar también el ideal que profesan, proponiéndose como signo vivo de Dios y como elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio» (VC 25).
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DEJAD QUE LOS NIÑOS…
El relato evangélico del encuentro de Jesús con los niños nos demuestra que cuanto más sublime y santa es una persona, mayor facilidad tiene para comunicarse con los pequeños y sencillos, porque es a ellos a quienes se les revelan los secretos del Reino. Quizás eso explique la confianza que inspiraba Guadalupe para quienes se acercaban a ella desde la sencillez y la humildad. Como ejemplo, bastante elocuente, puede bastar la entrañable relación que mantenía con la pequeña María, hija de sus sobrinos Nacho y Pili. Recogemos otra vez el testimonio de Pili al respecto. «Le toca el turno a María, su “chiquitina”, que aunque es muy pequeña, también querría aportar algo. No hay un solo día que no mencione algo de “Pupi”. Eran algo especial la una para la otra y la otra para la una. Vosotros lo sabéis muy bien (durante un tiempo Guadalupe estuvo cuidando a la niña por las mañanas, hasta que empezó el colegio o guardería). Mi hija vive con la ilusión de que su “Pupi” se ha ido al cielo, pero va a volver. Yo intuyo que ella sabe que no, pero no permite que le explique que allí está muy a gusto y que no volverá. He tomado la decisión de que siga con esa ilusión, ya que es una niña de 5 años. Su gran ilusión era que viniera para su cumpleaños. Yo le dije que ella desde el cielo la felicitaba y le mandaba muchos besos. Ella se preocupa de si tiene cama, de si le dan de comer 81
y de si está a gusto. Me dice que si se la puede llamar por teléfono al cielo. Para ella “Pupi” está en el cielo, no está muerta, y cuando se ponga buena y la curen los médicos va a venir. Guadalupe la ha dejado marcada (para bien) y eso me alegra, porque sé que le han quedado cosas muy buenas de ella. Un ejemplo: “Voy a recoger las cosas, mamá, porque ‘Pupi’ decía que tengo que ser una niña ordenada”. Y cosas por el estilo. La niña con ella se portaba como con nadie. No sé como lo hacía, pero lo hacía. Dialogaba mucho con ella, y eso es muy importante (no hay que ir a lo fácil, que es dar cuatro voces y enfadarse), es mejor convencer por las buenas. Eso ella lo sabía hacer muy bien. Yo sé que mi hija ha llorado por ella, porque casi todas las noches me pregunta que si nos ve o nos oye y se le quedan unas lagrimillas en los ojos. Yo tengo que hacerme la fuerte y explicarle... Con sus cinco años, ha llegado a decirme: «Mamá, ¿sabes dónde llevo a “Pupi”? En el corazón». Eso llega tan adentro y hace sentir tanta paz... Me alegra que mi hija no la ha olvidado y, por lo que intuyo, no la va a olvidar. Yo le digo a María que “Pupi” es su ángel de la guarda y que siempre va a estar cerca de ella para que no le pase nada y sepa escoger siempre el buen camino. Lo repito, me llena de alegría que “Pupi” haya hecho mella en el corazón de mi hija porque eso significa que para ella tampoco pasa desapercibida. Siempre la llevaré muy dentro».
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EL CAMINO DE LA CRUZ
El itinerario espiritual de Guadalupe no estuvo exento de dificultades. No podía ser de otra forma: para ser buena discípula y seguir a Jesús debía cargar con su propia cruz: es la condición del mismo Maestro. «La persona consagrada, en las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo largo de la historia, experimenta la verdad de Dios-Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la cruz de Cristo. Aquel que en su muerte aparece ante los ojos humanos desfigurado y sin belleza hasta el punto de mover a los presentes a cubrirse el rostro (cf Is 53, 2-3), precisamente en la Cruz manifiesta en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios» (VC 24). Ya se ha aludido a la precariedad de su salud, que la obligó a estar continuamente de visitas a médicos y hospitales. En esas ocasiones siempre la mantendría en la serenidad y entereza la convicción de estar en manos del buen Dios. No hay otra explicación para entender la paz que transmitía. Escribía el 3 de marzo de 1994, poco antes de sufrir una intervención: «Señor, tú sabes mi confianza en ti desde el primer día en que me enteré que me tenían que operar. También sabes todo el miedo que tengo al quirófano. Pero no obstante, me abandono en ti. Gracias, Dios mío, por esta tranquilidad que en estos momentos embarga todo mi ser. Nada temo porque tú, Señor, estás conmigo, y nada malo o fuera de tu 83
voluntad prevista para mí desde toda la eternidad me va a suceder. Quiero seguir estando tranquila, confiada, abandonada en ti, mi Señor y mi todo». Con ocasión de una de sus frecuentes visitas médicas, el 15 de enero de 1995, escribía: «Reconozco la delicadeza y gravedad de los problemas, no puedo quedarme al margen de ellos. También estoy profundamente preocupada por mi enfermedad, hasta el extremo, casi obsesionada; los nervios se están apoderando de mí, están siendo más fuertes que yo. ¡No puede ser! Necesito confiar más en Dios, abandonarme más en él. Si él está conmigo, ¿qué puedo temer?... Señor, creo que me amas, pero necesito aumentar, crecer en fe… Creo, creo, creo, pero aumenta mi fe; necesito confiar en ti, esperar en ti, amar en ti… Me asusta el dolor: por eso quiero vivirlo muy unida a ti». Aunque exteriormente no dejaba apenas traslucir su inquietud interior, los resultados de las exploraciones médicas, interiormente le exigían en ocasiones un duro esfuerzo para poner en juego la fe que la sostenía. Pero no quería que nada de eso fuera inútil: «No quiero que todos estos sufrimientos sean inútiles, como no lo fueron los tuyos; por eso lo ofrezco todo por las vocaciones paulinas, para que cada día seamos más auténticos y vivamos en fidelidad a ti y a la vocación que cada uno hemos recibido; para que haya muchas personas que oigan tu voz y acepten con generosidad tu llamada…; por la unidad de la Familia Paulina, “unidad en la diversidad”…; por el Instituto Virgen de la Anunciación: es necesario que crezca en miembros, pero sobre todo que los que ya estamos crezcamos en profundidad…; para que en las familias se dé un clima sereno, abierto, acogedor, donde todos se respeten y amen; basta de tantos hogares divididos y rotos». 84
Y el 17 de marzo de 1997 escribía: «Termino de salir de la consulta del cardiólogo. Señor, tú sabes cómo me encuentro por los resultados que me ha comunicado. Me he desmoralizado. Pero confío en ti: te pido que mejores las insuficiencias aórtica y mitral. El sufrimiento que en estos momentos embarga mi corazón quiero hacerlo fructífero: lo ofrezco por los Paulinos, para que se solucione el problema que están viviendo en estos momentos. No es nada agradable tener que pasar otra vez por el quirófano para ser intervenida. Sólo me queda decir: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. Tengo que hacerme santa con los ingredientes que vas poniendo en mis manos. Echo en falta a mi querida madre, aunque tengo mucha gente que me quiere y está conmigo». Y el día 13 de diciembre de 1997 se reafirmaba en su ofrecimiento: «Mi sufrimiento lo ofrezco por las vocaciones paulinas: las que ya existen y las que vendrán». Sin embargo todo este calvario lo vivía en honda comunión con Cristo, y en total disponibilidad a la voluntad de Dios, a pesar de las lógicas reacciones, e incluso resistencias, humanas. Escribía en su cuaderno el 14 de enero de 1999: «He estado en la consulta del endocrino. Los resultados, buenos. La verdad es que he recibido una gran alegría, pues desde hacía muchos años el doctor nunca me había dicho: “Esto va muy bien”. Hasta me ha bajado la dosis del tratamiento. Nada más dejar la consulta del médico me he venido a la capilla para expresar a Dios Padre mi agradecimiento; agradecimiento salido desde lo más profundo del corazón. Dios es Padre y siempre generoso con sus hijos. Siempre que vengo al hospital, lo primero que hago es pasarme por la capilla, saludar al Maestro y pedirle que todo vaya bien; no obstante le doy mi conformidad aceptando su 85
voluntad. También le pido por todos los enfermos que allí se encuentran». Pocos días más tarde, el 18 de enero, tenía consulta con el cardiólogo. «Aquí estoy, ante ti, Señor, en la capilla de este Hospital de la Princesa, esperando la hora citada con el cardiólogo… Deseo que mi estado de salud esté estacionado o, si lo prefieres, mejorado. No obstante, haz que sepa aceptar tu voluntad, plasmar en mi vida lo que tú quieras. María, quiero que estés cerca de mí. Siento con fuerza la separación física de mi madre; por eso quiero que hagas de madre natural y espiritual… Sí, madre, que, como tú, sea valiente y, aunque no entienda nada, acepte con sencillez y humildad el plan de Dios sobre mí». Y poco después continuaba, confiándolo a su cuaderno: «Termino de salir del médico; el resultado no es nada agradable. La insuficiencia progresa, es inminente que haya que operar. La operación entraña riesgo, pero hay que correrlo. Señor, acepto esta tu voluntad, pero confío que día a día me irás dando las gracias necesarias para afrontar el miedo que en estos momentos me embarga. Acepto, Señor, pero confío en el milagro. Cúrame, confío en ti…». El día 3 de diciembre de 1999, tras la consulta en el Hospital, volvía a anotar su experiencia, ya abierta a los demás: «Te doy gracias, Dios mío; me siento contenta y agradecida por tantas manifestaciones de amor como me has hecho esta mañana. En las pruebas médicas parece que las cosas están más o menos como la última vez… Estos días de adviento que pasaré en Madrid deseo y quiero que todos ellos los sepa vivir en tu presencia, realizando cada momento tu voluntad y haciendo el bien a todas esas personas con las que voy a convivir y a todas aquellas con las que me voy a encontrar». 86
En este camino de dolor, en cualquier caso, ella tuvo siempre muy claro que «hay una diferencia muy grande entre dolor, sufrimiento y tristeza. Se puede sufrir, pero con alegría. La alegría no es una tontería: tenemos que saber estar a los pies de la cruz con alegría de espíritu… Tenemos que vivir en la alegría aun en medio de nuestros sufrimientos, pues son estos los que van construyendo y enriqueciendo la vida en Dios, que es vida en santidad» –así escribía el 8 de febrero de 2001, mientras participaba en un curso de ejercicios espirituales con las congregaciones paulinas–. Y siempre se esforzó por no hacer pesar sobre los demás los males que ella padecía; hasta el punto de que para muchos estos males pasaban totalmente desapercibidos, cuando no ignorados. Escribía el 9 de marzo de 2001, al comienzo de la cuaresma: «No hacen falta muchas penitencias. Hoy ofrezco mi enfermedad; me encuentro más cansada, fatigada; esta deficiencia, no [quiero] hacerla pesar sobre los que están conmigo. [Quiero] aceptar esta voluntad de Dios con generosidad y alegría. Que sepa perdonar de corazón».
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Y LA NOCHE OSCURA
Pero la cruz no está hecha únicamente de sufrimiento físico; más aún: con frecuencia resulta más pesado y doloroso el sufrimiento moral, ese sufrimiento «silencioso» que nace, ante todo, del sentimiento de impotencia, de la conciencia profunda del propio límite humano y hasta del propio pecado, y que sólo desde la comunión con Jesucristo puede dejar de ser insoportable y vivirse con sentido. «Los discípulos y las discípulas son invitados a contemplar a Jesús exaltado en la Cruz, de la cual “el Verbo salido del silencio”, en su silencio y en su soledad, afirma proféticamente la absoluta trascendencia de Dios sobre todos los bienes creados, vence en su carne nuestro pecado y atrae hacia sí a cada hombre y mujer, dando a cada uno la vida nueva de la resurrección. En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en particular el don de la vida consagrada» (VC 23). Resumía muy bien Guadalupe todos los motivos de sufrimiento en una carta dirigida a Mari el 21 de enero de 1997: «Me pides que si algo me preocupa o me hace sufrir te lo comunique... ¡Son tantas las cosas! ¿Quién vive sin preocupaciones y sufrimientos? Mientras caminamos nadie está exento de ellos, y son ellos los que hacen que vivamos despiertos y, lo que es mejor, con los brazos y el corazón levantados a Dios, pidiendo luz, 89
fuerza, gracia, misericordia... Sí, Mari: me hace sufrir mi pecado, que no soy lo suficientemente buena; también me preocupa la consolidación del Instituto, que cada uno de sus miembros seamos más auténticos, más paulinos, más santos; me preocupa tanto mal como existe en el mundo, sobre todo la pérdida de valores. Seguiría con una interminable lista, pero de momento ya tienes trabajo. Manos a la obra con tu oración. ¡Gracias!». Efectivamente, Guadalupe era muy consciente y experimentaba, por ejemplo, lo difícil que es llevar una vida interior en la secularidad, en unas condiciones que no favorecen en absoluto la necesaria regularidad y fidelidad a unas prácticas concretas. Escribía el 9 de noviembre de 1986: «Tú sabes, Señor, cuánto cuesta ponerse a hacer retiro sin unas condiciones apropiadas…; pero venciendo todos esos inconvenientes y el de la pereza, aquí me tienes. Tú conoces bien mi interior; por eso sabrás disculparme en mis distracciones y escapadas del asunto que tú y yo traemos entre manos». Y también experimentaba el dolor de no ser capaz de responder siempre al cien por cien, o de superar el cúmulo de dificultades que iba encontrando en el entorno de su parroquia, a la que tanto quería y a la que siempre había servido con admirable dedicación. Escribía en Lagartera el 12 de febrero de 1989: «Tengo un gran pesar por esa desgana que siento en el apostolado directo. Doy la catequesis de la confirmación a la fuerza y sin el entusiasmo que era habitual en mí… Perdón, Señor, por mis faltas, negligencias y pecados». Como también experimentaba en sí misma la eterna lucha entre el bien y el mal. Escribía el 9 de agosto de 1994: «Señor, tú sabes cómo me encuentro en estos momentos. Me estás diciendo que tengo que hacerme como un niño y mi naturaleza, mi miseria, mi pecado 90
están diciendo otra cosa. Lo que creía un poco superado, hoy se ha desencadenado con fuerza. ¡Qué difícil es aceptar la humillación!... No soporto mi pequeñez, mi ignorancia, mi nada. Estoy fuera de tu voluntad… Purifícame, sáname, santifícame, dame fuerza para salir de este atolladero… Igual que el viento mueve las ramas de los árboles, así soy movida toda yo por ese viento que se ha apoderado de todo mi ser... Señor, no quiero pensar; dame la gracia de saber abandonarme en ti… ¿Con qué derecho te digo qué es lo que tienes que hacer? Sólo que te necesito… A mí me queda aceptar y reparar. Sí, aceptar estos momentos duros y crudos; reparar todo lo que de mal te estoy haciendo». Y al día siguiente continuaba, dirigiéndose ahora a la Virgen: «María, tú también tuviste que pasar por momentos oscuros; enséñame a hacer como tú hiciste. Estoy en tu presencia, en tu escuela, a tu escucha. En el desierto de mi vida, ¡háblame!; necesito tu palabra. “Si el grano de trigo…”. “El que no nace de nuevo…”. Me pides morir a mi condición pecadora para que nazca a una vida nueva, entregada y vivida en ti. Entiendo, pero me tienes que ayudar, pues yo sola no puedo; contigo cambia todo». No menos dolorosa era la experiencia de no sentirse a la altura de su responsabilidad con respecto a sus hermanas. «No entiendo nada –escribía el 12 de agosto de 1994–. Es cierto que la corrección o la observación fraterna la he acogido. Pero tú sabes, Señor, el dolor desgarrador que me ha producido. Me duele que durante tantos años haya podido ser motivo de escándalo para algunos miembros del grupo. No te digo que me arrepiento, pues no he hecho nada de eso conscientemente. Después de celebrar el sacramento de la reconciliación me siento nueva; en realidad soy una criatura 91
nueva; lo viejo queda atrás; ahora es necesario el cambio… En esta tarea te implico a ti, María; tú eres la mejor de las madres, que no dejas de velar ninguno de mis pasos; haz que estos nunca se salgan del camino. Confío plenamente en tu ayuda». Y ante algunos comportamientos concretos que la hacían sentirse incomprendida, y que le causaban gran sufrimiento, con humildad, buscaba en Dios la respuesta adecuada: «Señor, tú sabes muy bien cuánto es lo que estoy sufriendo… –escribía un año después–. Durante este año no me han consultado nada, no sé nada por ellas directamente; ahora esperaba que en algún momento se acercaran; hasta el momento nada, a pesar de que me he ofrecido en varias ocasiones. Me pregunto: ¿tendré que dejar el servicio? Sé que no valgo, no les aporto lo suficiente en su formación paulina. Perdona todo lo que no he hecho y todo lo que he hecho mal». A ello se añadían las reacciones negativas ante gestos realizados con la mejor voluntad. Escribía el 13 de agosto de 1994: «¡Dios mío y Señor mío!, tú eres para mí todo, a ti te he dado todo, nada de mí me pertenece ni yo pertenezco a nadie, y no quiero ser de nadie; sólo, sólo tuya, exclusivamente tuya. Tú, mejor que yo, sabes cómo me encuentro en estos momentos. ¡Qué duro es oír valoraciones de una misma! Esas que en ningún momento han pasado por tu mente. ¿Sabes?, lo que me preocupa es que yo actúe al margen de mi voluntad, que no sea dueña de mis actos y no los controle. Esto es gordo, ¿no? Tú eres el mejor psicólogo y psiquiatra; por eso te pido ayuda en mi conocimiento, para actuar en todo momento como tú quieres que lo haga». Otra cosa que era para ella motivo de sufrimiento era la percepción de ciertos vientos de división entre los miembros de su amado Instituto. Y por ello vivió algu92
nos momentos con hondos sentimientos de oscuridad. Escribía el día 14 de agosto de 1998, al final del curso anual de ejercicios espirituales: «Hemos terminado los ejercicios. Las aguas andan revueltas. No hemos estado abiertas a tu Espíritu, Señor. No hemos entendido nada de lo expuesto. Danos espíritu de humildad, de transparencia, de cordialidad, de tolerancia, de respeto y de amor. Que por encima de nuestras pretensiones estén los valores del Reino y el Pacto de Alianza que un día hicimos contigo… Quiero ser en tus manos instrumento de unión, de perdón. Que ame y desee amar más que ser amada… María, tiende tu mirada sobre este Instituto que quiere imitarte, pero que es tan torpe... Intercede por nosotras ante tu Hijo, que presentará la petición al Padre y nos dará con abundancia el Espíritu». Al poco tiempo del fallecimiento de su madre, y en medio de algunos problemas internos del Instituto, escribía el día 6 de agosto de 1996, fiesta de la Transfiguración del Señor: «“Levantaos, no temáis”. Siento miedo; no acierto a comprender nada de cuanto me sucede y sucede a los demás. Quiero creer en tu presencia, en que tú mueves cada hilo y cada acontecimiento; que detrás de todo esto estás tú y tu amor infinito por cada hombre. Enséñame a entender esto». Y lógicamente, experimentaba una inmensa alegría cuando percibía que en el grupo se daban pasos para recuperar la unidad y el clima de fraternidad y amistad. Escribía durante un retiro el día 6 de diciembre de 1998: «Te doy gracias porque ayer tuve la impresión de que todas estábamos haciendo un esfuerzo por salir de nosotras mismas y dar lo mejor que tenemos». No siempre la presencia de Dios en su camino era evidente, aunque, eso sí, al final de la lucha siempre aparecía Dios al fondo: «Toda búsqueda es un acto de 93
fe –escribía–. Pero Dios, que es más difícil de entender que una noche oscura, aprecia mucho nuestro acto de fe. Y toma nuestra mano y nos guía a través del misterio… Cuando uno encuentra su camino no puede tener miedo. Tiene que tener el coraje suficiente para dar pasos errados. Las decepciones, las derrotas, el desánimo, son herramientas que Dios utiliza para mostrar el camino. Son herramientas extrañas, pero también necesarias… La confianza en Dios se llama fe. La fe es una zambullida sin explicación en una noche oscura. Aprendí que la búsqueda de Dios es una noche oscura. Que la fe es una noche oscura. Cada día del hombre es una noche oscura. Nadie sabe lo que va a pasar el próximo minuto. Cada momento en la vida es un acto de fe. La fe no tiene explicaciones. La mayor grandeza que un ser humano puede experimentar es la aceptación del misterio». Pero casi siempre el camino de la fe es difícil y trabajoso. Ni siquiera celebraciones tan entrañables como las de la Semana Santa y Pascua eran siempre remedio automático para todos los males. Escribía el 15 de marzo de 2001: «Creo, Señor, pero aumenta mi fe. Es fácil decir que Cristo resucitó; pero no es tan fácil vivirlo. Vivir como personas nuevas, resucitadas, no se da en todos los cristianos… La celebración del triduo pascual ha sido un tanto monótona... Me sentía fría, triste, descentrada, en algunos momentos añorando los años que, en grupo, habíamos celebrado estos días santos. Sé, y creo en profundidad, que Dios también está en estos momentos en los que no lo siento y puede que hasta dude de todo… Perdón, Señor. Quiero que me saques de esta noche oscura, de esta apatía, dejadez, pasividad por todo… Quiero creer con firmeza que has resucitado y vives en mí y en todos los hombres». Son momentos en los que sólo queda eso: la fe. 94
HACIA EL CALVARIO
«La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque confiesa, con su fidelidad al misterio de la Cruz, creer y vivir del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De este modo contribuye a mantener viva en la Iglesia la conciencia de que la Cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama sobre este mundo, el gran signo de la presencia salvífica de Cristo. Y esto especialmente en las dificultades y pruebas. Es lo que testimonian continuamente y con un valor digno de profunda admiración un gran número de personas consagradas, que con frecuencia viven en situaciones difíciles, incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar lo que en la propia carne “falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1, 24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente. De la fidelidad a Dios nace también la entrega al prójimo, que las personas consagradas viven no sin sacrificio en la constante intercesión por las necesidades de los hermanos, en el servicio generoso a los pobres y a los enfermos, en el compartir las dificultades de los demás y en la participación solícita en las preocupaciones y pruebas de la Iglesia» (VC 24) 95
Esta larga cita de Vita consecrata refleja de manera admirable la trayectoria de Guadalupe y el sentido como vivió su propio «martirio». Efectivamente, su vida estuvo siempre marcada por dos grandes males físicos: una lesión de corazón que la fue minando poco a poco y un cáncer de tiroides. Ella seguía una vida normal de oración, trabajo y relaciones, aunque cuidando, eso sí, su salud con revisiones periódicas y respetando las prescripciones médicas, sobre todo en algunos momentos en que ella notaba que las fuerzas no le respondían. Pero, como todo, lo hacía tan calladamente y con tanta discreción que ni siquiera los que estaban cerca de ella se daban cuenta de la gravedad de su estado. Escribía el 17 de abril de 1997: «Las dos enfermedades que tengo son graves: soy consciente de ello; por eso quiero vivir preparándome para el momento que tú decidas… Haz que viva con serenidad, paz y gozo; que mi vida irradie todo esto. No puedo hacer muchas cosas; por eso quiero transmitir serenidad y alegría». Esta era su disposición para afrontar su personal camino del Calvario. Un camino que, por otro lado, Guadalupe presentía. Así se expresaba en una carta dirigida a Paqui el 22 de noviembre de 1998: «Pongamos los ojos en el Crucificado. Es en la cruz donde mejor descubrimos a Dios; fuera de ella no hay conocimiento de Jesucristo. Me vienen a la mente unas palabras del himno de Laudes del lunes de la primera semana: “Que cuando llegue el dolor, que yo sé que llegará, no se me enturbie el amor, ni se me nuble la paz”. Estas palabras tendríamos que hacerlas nuestras». El día 30 de septiembre de 2001 escribía al P. José Antonio Pérez: «No sé si te habrá dicho Loli que estoy esperando que me llamen del hospital para realizarme un cateterismo y ponerme el marcapasos. Tendré que 96
estar unos días ingresada. No me hace ninguna ilusión, pero estoy tranquila e intento estar disponible a la voluntad del Señor. Quiero ir a Madrid para la fiesta del Pilar, aunque no lo tengo nada claro, pues los análisis del «sintrón» están muy descompensados: suben y bajan con mucha facilidad; me los hacen cada ocho o quince días. No consiguen ajustar la dosis». Efectivamente, hacía tiempo que el cardiólogo le había dicho que tenía que operarse, pero él mismo, consciente de los riesgos que entrañaba la operación, iba dando largas al momento decisivo. Finalmente, la situación llegó a ser insostenible, por lo que decidió llevar a cabo la intervención cuando pasaran las fiestas de Navidad, es decir, en la primera quincena del mes de enero de 2002. La fecha se concretó en el día 16 de ese mes. Guadalupe supo siempre que la operación no iba a ser fácil y se preparó a ella con cierto temor, agarrándose a la vida, como Jesús en Getsemaní, pero poniéndose también totalmente en las manos de Dios. Precisamente en esos últimos días de hospital fue capaz de dedicar varios minutos a expresar en su cuaderno personal la experiencia de su subida al monte Calvario. Escribía el 5 de enero: «Ayer ingresé para ser operada de las dos válvulas. Este regalo de Reyes no fue nada agradable; pero lo que hay que hacer, ¿por qué retrasarlo? Tengo miedo ante todo lo que tengo que vivir; el sufrimiento me asusta. «Señor, si es posible, aparta de mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad sino la tuya». Dentro de este sufrimiento moral por el que hoy estoy pasando, he recibido algunos regalos (y se refiere seguramente a algunas visitas que recibió durante el día)… Y el regalo especial, que fue poder participar en la eucaristía. Gracias, Señor por estos detalles. Te pido también fortaleza para ir viviendo cada 97
día con sus respectivos acontecimientos. Termino el día poniéndome en manos de María para que ella esté en todo momento conmigo. María, madre mía, ayúdame a decir como tú: “Hágase en mí, según tu palabra”». Cuatro días más tarde, el 9 de enero, escribía: «Los días transcurren lentamente entre análisis, tensiones, temperaturas, comidas, visitas del médico, familiares… Hay que armarse de paciencia y serenidad; el ambiente no favorece nada estas actitudes: hay que luchar para no desequilibrarse. Sigo teniendo miedo al sufrimiento, al dolor, a todo eso por lo que tengo que pasar. Cristo, para redimir al hombre, tuvo que pasar por esas fases: dolor, muerte, resurrección. Entiendo que toda vida tiene que pasar por estas fases. Señor, dame fuerza y humildad para ir plasmando en mí tu voluntad. En estos momentos es dura, pero con tu gracia será posible. Todo este sufrimiento no quiero que se pierda; acógelo por todas esas carencias de ti que el hombre de hoy está necesitando llenar». Y el día 12, cuando la espera se iba haciendo cada vez más difícil, en esa comprensible contradicción entre el temor y el deseo de que llegara el momento, escribía: «Los días transcurren en la espera de lo que en el fondo rechazo, al mismo tiempo que deseo pasar de esa noche oscura. Hoy no he recibido visitas; el tiempo se hace eterno; en el fondo me encuentro nerviosa y todo me molesta…». Pero aun en esos momentos se siente plenamente unida a su querida Familia Paulina, que precisamente esa tarde celebra un acontecimiento alegre: «Son las 5.15. Con el pensamiento y el corazón estoy presente en el gran acontecimiento que está celebrando la Familia Paulina: la ordenación de Pedro Paz. ¡Gracias, Señor, por este regalo! Después de tantos años… Señor, gracias; te pido, rezo, ofrezco… para que este 98
siervo tuyo, consagrado sacerdote, lo sea para siempre, viviendo con intensidad tu sacerdocio». Pero la cruz sigue ahí, machacona, inexorable, aunque la fuerza de Dios se manifiesta siempre más potente: «La tarde pasa despacio; me siento nerviosa, intranquila; intento rezar, serenarme, relajarme. No sé si consigo algo; sólo sé que lo intento y que la presencia de Dios es lo que no falla; yo sí le puedo fallar…, pero no quiero. Por ello creo que en todo esto está él. Debo confiar fuertemente en él». Pero la subida al Calvario debe continuar, entre intuiciones (¿o profecías?): «Termina de irse la enfermera; le he preguntado por la prehenestesia; me ha dicho en qué consiste. “Tienes que prepararte bien, como uno que prepara un importante viaje, pues lo que vas a hacer es un viaje muy importante”. Claro que es importante. Señor, quiero hacerlo contigo, el mejor compañero. Quiero apoyarme en ti y confiar en ti como niño que se cobija en brazos de su madre. María, estate cerca de mí, no me dejes tú tampoco, no me olvides ni me dejes. Amén». Y ya el día 14 escribía: «Empiezo estas líneas dando gracias a Dios, aunque soy consciente de que cada momento y en todo acontecimiento debemos tener levantado el corazón. Ayer pasé un día muy malo; estaba muy nerviosa, todo me molestaba: las visitas y la falta de estas, el silencio y el ruido, el hablar y el callar… Lo que colmó el vaso por la noche fueron las llamadas telefónicas: todos lo hacían con gran cariño y yo me mostraba arisca y molesta… Espero que no me lo notasen. Les pido a todos perdón». Ya próxima la cumbre, la presencia de Dios se hace más cercana, más sensible, casi palpable. «Después de un sueño tranquilo, hoy me desperté bien, serena, confiada en Dios Padre, abandonada en él. No pensaba en 99
nada de lo que tendría que acontecer y me sentía alegre, sin preocupación y sin miedo. En esta actitud de ánimo, llegó la visita de los médicos: los planes de mañana se vinieron abajo… En definitiva, que mañana no me operan. Esto no ha alterado nada mi estado de ánimo. Sigo bien, en espera. Señor, mantenme en esta serenidad y entereza; quiero confiar en ti, esperar en ti, apoyarme en ti, para que nada ni nadie me altere. Pido para que los míos estén tranquilos: cuanto menos les moleste, será mejor. No debo ser exigente y menos intransigente. Dios es mi Padre y sé que él no puede abandonar la obra de sus manos; y por eso amo, confío y me abandono en él». Recordando esos momentos difíciles, Mari escribía de nuevo dirigiéndose directamente a Guadalupe: «El verano pasado, Paqui y yo sabíamos que te ibas a marchar pronto; y tú también, por la forma como nos hablaste aquella tarde que estuviste con nosotras en el piso de Madrid. El pensamiento que nos transmitiste fue que ya habías cumplido tu misión y que estabas en las manos del Padre. Estabas contenta, con muchísima paz. Pero el Señor te amaba muchísimo, y quiso compartir contigo los sentimientos de su Pasión. Más tarde, cuando hablé contigo por última vez por teléfono y te pregunté cómo te sentías, me sorprendió tu respuesta. Siempre ocultabas tu preocupación y dolor para que los demás no nos preocupásemos. Pero aquel día tenías miedo, y me lo dijiste. No recuerdo mi reacción, pero creo que, como las demás, yo estaba aún más asustada que tú misma. Y, por supuesto, rezando».
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EN LA CUMBRE
Efectivamente, el día 15 de enero estaba ya todo preparado. La subida estaba a punto de terminar. En la cumbre se dibujaba ya nítida la cruz. La lucha final iba a librarse muy pronto; la víctima estaba ya dispuesta para el sacrificio: «“Todo llega”. Estas son las palabras con las que me ha dado los buenos días el Doctor. Si no hay contraindicaciones, mañana me operan. Nervios, tensión, miedo. Tengo que serenarme… Gracias, Dios mío, porque has venido hasta mí sacramentalmente; desde luego, siempre llegas en el momento que te necesitamos. Tengo miedo a mis nervios; por eso cuento con tu ayuda, Señor. María, tú eres la mejor de las madres: no puedes dejarme en estos momentos fuertes de dolor y angustia. Temo la operación; temo no saber respirar; temo los nervios. Junto a ti y a tu Hijo quiero recibir paz, paz, paz, paz; serenidad, confianza. Querido padre Alberione, a ti también te implico en todo este acontecimiento; tú estás cerca de Dios: tus súplicas no puede dejar de oírlas. Madre, mi madre querida, cómo me voy a olvidar de ti, de pedirte que estés a mi lado, para sentirme cobijada en tu regazo. Bueno, Dios mío, ve serenándome: esto es importante y yo no sé hacerlo; por mí nada sé; contigo lo puedo todo». Estas fueron las últimas palabras que Guadalupe escribió en su cuaderno. Al día siguiente estaba fijada la cita para el encuentro definitivo. 101
La discreción de Guadalupe, y su voluntad expresa de que nadie sufriera por ella, hizo que tal vez su sobrino Andrés, que había compartido con ella el hogar durante los últimos años, fuera el único en conocer realmente su precario estado de salud. «Comentando posteriormente con Andrés los detalles de la operación –cuenta Mari Muñoz– le expresábamos nuestra extrañeza de que Guadalupe hubiera aceptado la intervención, sabiendo lo difícil y arriegada que iba a ser. Él respondió convencido: «Ya no podía vivir así; a veces se sentaba ahí y se ahogaba: la intervención, aunque difícil, era la única oportunidad». «Aunque todos deseábamos y esperábamos que la delicada operación resultase bien, porque queríamos a Guadalupe, y también porque la necesitábamos –escribe el P. José Antonio Pérez, que con afecto fraterno, y no sin admiración, la acompañaba desde hacía muchos años por las sendas del espíritu–. Después del último encuentro que tuve con ella en el hospital, dos días antes de la fatal operación, me fui con la sensación de que aquel encuentro había sido en realidad una despedida. Creo que ella ya había vencido la natural resistencia y todo el miedo que había experimentado los días anteriores. En un clima de serenidad realmente envidiable celebré con ella el sacramento de la reconciliación y después la acompañé hasta la capilla, donde a continuación se celebraba la eucaristía. Toda su persona respiraba ya un aire “sobrenatural”; no sólo no era del mundo, sino que casi ya no parecía del mundo ni estaba en el mundo. De veras, me quedé convencido de que tenía las maletas bien preparadas para el viaje final, que estaba lista para el encuentro definitivo con el Esposo, a quien con tanto amor había intentado servir durante toda su vida, y al que se había consagrado sin ninguna 102
reserva en su Instituto. Posteriormente, leyendo sus últimos escritos, y viendo la lista de compañeros de viaje que se había buscado, todo lo anterior se convierte en obviedad. Realmente, había cumplido su itinerario en este mundo y ya era hora de recibir de manos del Padre “la corona merecida”». Efectivamente, el cuerpo debilitado de Guadalupe no pudo superar el trance. Su corazón estaba más débil de lo que parecía y, debido a una hemorragia postoperatoria, falleció casi después de una hora de operada. Era el mediodía del día 16 de enero del año 2002. Discretamente, como de puntillas, siguiendo el estilo de toda su vida, se fue a ocupar el lugar que el Padre le tenía reservado junto a Cristo. Tenía 57 años de edad, 23 años de vida paulina y 19 de consagración. Su sobrino Andrés cuenta que había dejado su habitación ordenada y colocada como si supiera que no iba a volver. Seguro que ella misma había presentido o intuido que así iba a ser, que había llegado su momento. El Señor había aceptado el ofrecimiento de su vida que un día había hecho por la Familia Paulina. Con razón podía afirmar de ella Dolores Báez: «¡Tengo la certeza de haber convivido con una hermana que supo asociarse a los sufrimientos de Jesucristo!».
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UN EJEMPLO A SEGUIR
Como se desprende de todo lo que se ha dicho hasta ahora, Guadalupe fue siempre, sin pretenderlo ni de lejos, un claro referente, en primer lugar para las demás hermanas del Instituto, pero también para otros miembros de las diversas ramas de la Familia Paulina y para las personas que, por diversas razones se relacionaron con ella. Nos conformaremos con reseñar algunos testimonios que, seguramente, podrían ser muchos más. Recuerda con afecto su amiga Lauren: «Comentando su muerte con el médico de cabecera me dijo: “¡Qué lastima que se haya ido: era una persona que nunca se quejaba!”. Quizás por eso era fácil tenerla por amiga. Lo que sí necesitaba era sentirse querida y apreciada por las personas que conocía. Daba constantemente gracias a Dios por vivir. Solía decir: “¡vivir es amar...; vivir es creer y esperar...; vivir es alegrarse con todo lo bello y hermoso que tiene la vida!”. Y así, viviendo intensamente la vida, se fue». Evocando sus breves tiempos de convivencia entre las Hijas de San Pablo, escribe Almudena Jiménez, Hija de San Pablo, y una de sus compañeras de aquel tiempo: «Entramos casi juntas, así que las novatadas e inquietudes fueron paralelas. Por esta coincidencia, nuestra relación fue siempre muy buena. Guadalupe se destacó desde el principio por su actitud sencilla, humilde y acogedora. Tuve la oportunidad de hablar mucho con 105
ella y me llamaba la atención su tesón y empeño en progresar en el amor a Jesucristo y querer hacer la voluntad de Dios. Sus primeros años de formación fueron duros, porque tuvo que ir asumiendo la voluntad de Dios, dejando sus deseos de consagrarse a él entre las Hijas de San Pablo y acoger su enfermedad del corazón. Sufrió con serenidad y acogió el sufrimiento con entereza. Parece que era el camino trazado por el Señor». Pilar Santamarta, Pía Discípula, escribe: «Hace años –no recuerdo exactamente la fecha– hicimos un cursillo como Familia Paulina, animado por el P. Juan Galaviz, ssp. Coincidí en el grupo de trabajo con Guadalupe. Me edificó el amor a la Familia Paulina que demostraba en sus palabras, sencillas pero profundas. Con insistencia nos hablaba de la sed de las Anunciatinas por saber más de la Familia Paulina, del padre Alberione, de los primeros paulinos y paulinas. Decía que, al no haber experimentado tan directamente los comienzos de la Familia, necesitaban conocer, saciarse... Y que muchas de las cosas que podía escuchar así, sencillamente, de nosotros y nosotras era un alimento que la alentaba en su camino y en su mirada hacia el futuro». Antonietta Conti, Hija de San Pablo, recuerda así a Guadalupe: «Para mí ha sido una gran amiga en el sentido pleno de la palabra. Nos hemos ayudado mucho a nivel humano, pero sobre todo a nivel espiritual nos entendíamos muy bien. He admirado siempre su presencia serena, acogedora y su disponibilidad para con todos, hermanos y hermanas. Vivía en una continua búsqueda profunda de Dios, del encuentro con él, y al mismo tiempo tenía una gran capacidad de conectar con los demás. Ha sabido vivir en serenidad y armonía toda su vida. No faltaron tampoco para ella los momentos difíciles, tristes, incluida la enfermedad; pero todo lo ha 106
llevado con entereza, ánimo y mucha valentía. Doy gracias a Dios por haber podido conocerla, por haber estado cerca de ella, y por todo lo que de ella he recibido. Seguramente desde el cielo intercederá y nos ayudará para que podamos vivir en plenitud, en unidad y con ilusión, nuestra vida paulina». «Guadalupe fue la mujer fuerte: vivió la cruz con serenidad, con fe profunda –afirma Josefina Baños, Pía Discípula del Divino Maestro–. Amaba intensamente a la Familia Paulina. Tenía verdadera sed de conocer en profundidad al Fundador y a todos los demás “Testigos de la Familia Paulina”. Ahora que forma parte de la gran Familia Paulina del cielo, la tengo por intercesora. Ella fue mujer fuerte y entregada, hacia su familia natural y hacia la Familia Paulina, y sobre todo hacia su Instituto. Guadalupe, deseo de veras que sigamos tu ejemplo; que vivamos nuestra vida en la entrega, en el dolor, cuando nos visita, como viviste tú: con la entereza y generosidad que te caracterizaron. Intercede desde el cielo por todos y todas nosotras. ¡Gracias, Guadalupe!». «La enfermedad se la llevó, la arrancó de mi vida, pero no de mi corazón –dice Flora, su prima–. Me queda la resignación que conduce a aceptar la realidad de la vida, pero también los imborrables y agradables recuerdos de nuestras vivencias en común, y sobre todo la suerte de haber podido vivir mi vida junto a una persona extraordinaria, como fue Guadalupe. Ella estará siempre en mi recuerdo». «Nació en Lagartera –escribía María Luisa Ambrós– y bordaba que era un primor. Como ella: sencillo, bello y natural. Sus manos eran de artista, y siempre que se lo decíamos se sonreía y callaba. Trabajaba la madera, hacía iconos, se detenía en los pequeños detalles de cada día porque –ella lo sabía–, era lo que de verdad tenía. Últi107
mamente escribía a cada miembro de la Familia Paulina, en nombre del Instituto, el día de su cumpleaños. De pocas palabras pero de mucho contenido. En estos días he comentado que me imaginaba a “Guada” llegando al cielo y recibiendo un inmenso abrazo del Padre; es cierto, es como una “certeza” que me inunda y me pacifica. Y ahora está con el Padre/Madre para siempre, ya ha vuelto al “amor primero” que nunca abandonó. Ya es feliz para toda la eternidad. ¡Hasta pronto, “madre”!». Y Dolores Andreu, su compañera de fatigas más cercana en el Instituto: «Estamos convencidos de que el Señor se la llevó consigo y que está gozando ya de su presencia. También sabemos que desde el cielo sigue siendo parte de nosotras y que intercederá ante el Señor para que el Instituto, al que llegó a amar tan profundamente, crezca en santidad y en número». «Yo –escribe también María Luisa Ambrós– doy gracias a Dios por haberla conocido, por haber tenido la dicha de compartir muchas cosas y discutir muchas otras; he aprendido y me ha ayudado. Y estoy segura de que ahora va a seguir pendiente del Instituto y de toda la Familia Paulina, de toda su familia y amigos, porque siempre ha estado pendiente de todos y ahora seguro que mucho más». «Su pobreza –confiesa Mari– me tenía encandilada, empezando por el equipaje que llevábamos a los encuentros: el suyo era el más pequeño de todos, con lo imprescindible en una pequeña maleta o bolsa, frente a las bolsas de viaje, carritos y maletas de las demás. Cuando conocí su habitación, en su casa de Lagartera, también me encantó: tenía muy poquitas cosas, sólo lo necesario. Pasaba desapercibida, era muy sencilla en todo, y me gustaba cómo sin lujo ninguno vestía muy bien. Cuando la conocí parecía mucho mayor por el pelo 108
casi blanco; es verdad que a ella eso no le importaba mucho, y si hubiera sido por ella nunca se lo hubiera teñido. Pero le agradezco que lo hiciese, porque me enseñó que nosotras, las Anunciatinas, debemos presentarnos lo más dignamente posible, pasando desapercibidas, sin llamar la atención». «Se fue –escribe Rosa María Córdoba–, y aunque sabíamos que su salud era frágil, nos sorprendió su partida. Pero ciertamente ella continúa desde el cielo cuidando de nuestro Instituto. Es para todas nosotras un referente y un impulso para intentar reencontrar todos los valores que ella fue sembrando en silencio, para vivir plenamente una vida consagrada. Ahora todo es claro para ella. Que un día podamos volver a reunirnos con cuantos nos han precedido y podamos, juntos, cantar de nuevo las maravillas del Señor». Para Pili, esposa de su sobrino Nacho, ciertamente significó mucho más de lo que podía esperarse del simple parentesco. Habla de Guadalupe con verdadera devoción: «Me resulta muy difícil expresar con palabras lo que Guadalupe significó para mí desde el momento en que la conocí. Mis sentimientos para con ella son tan grandes y tan míos que me resulta difícil, no encuentro palabras para explicarlos. Lo que sí digo es que cada día trato de parecerme un poco a ella, de tomar como referencia muchas de las cosas que ella tenía y que día a día lo voy consiguiendo, dado que vivimos en un mundo egoísta e hipócrita. Me gustaría escribir muchas más cosas, que se me quedan en el tintero, pero sí quiero decir que Guadalupe no ha pasado desapercibida (a pesar de ser ella una persona humilde y sin ánimo de protagonismo), sino que marcará nuestras vidas, ya que ha sido una persona muy, muy especial para nosotros; y lo que me llena de paz interior es que lo va a seguir siendo 109
siempre, porque nunca la vamos a olvidar, procurando seguir un poquito su rastro». Y así escribía Tere, su única sobrina directa: «Fuiste para nosotros como una segunda madre; estabas siempre que te necesitábamos, dejando tus cosas para hacer las de los demás, sin esperar nada a cambio. Pero tras tu muerte nos dimos cuenta de que habías sido igual para con toda la gente que te rodeaba: estabas con la viuda tras la muerte de su marido, con el enfermo en su lucha y esperanzada tras su enfermedad, con cualquier vecino o amigo ayudándole en momentos de flaqueza o acompañándole en momentos de alegría. Por tanto, sólo podemos decir que te tendremos como ejemplo, e intentaremos imitarte». «Cuando pienso en Guadalupe –escribe Antonia Díez, Pía Discípula– aflora en mí su sencillez, su sonrisa y la aceptación de su estado de salud, del que era muy consciente, pero casi queriendo quitarle importancia para no hacerlo pesar sobre los demás. Lo que la caracterizaba por encima de todo, era su compromiso y consagración en el Instituto de la Virgen de la Anunciación, muy unida a toda la Familia Paulina». Y Josefina Baños, también Pía Discípula, que, como se ha dicho, desempeñó durante muchos años el apostolado sacerdotal en las residencias de los Paulinos, escribe: «La conocí hace varios años en Las Rozas. Iba con frecuencia a visitarnos. He podido relacionarme con ella a niveles de intimidad. Me admiraba siempre la bondad de su rostro. También en Protasio Gómez, tuve ocasión de encontrarme varias veces con ella. Me daba ánimos, llamándome de vez en cuando para interesarse por mi salud. Puso en manos del Señor el éxito de su operación. Pero el Esposo le tenía ya preparado el puesto para gozar de él en un desposorio eterno». 110
Por su parte, escribe Mari Muñoz: «Siempre sonreía; la fuerza de su sonrisa ha borrado de mi memoria las veces que, como cualquier otra persona humana, estaba triste o preocupada. Su sonrisa era especial, como una rosa de mayo, preciosa; toda su cara se iluminaba, toda ella era cercanía, amor, belleza. Creo que su hermosa sonrisa era la que la definía como hermana, como persona, como hija de Dios. El recuerdo de Guadalupe quedará grabado en nuestros corazones. Ella será siempre, y para todos nosotros, modelo y testimonio para aprender, desde la humildad, a vivir para Cristo y para los demás». SU PROGRAMA DE UN DÍA CUALQUIERA Oración: – Laudes, meditación, eucaristía, oración eucarística, completas. Estudio: – «Alégrate» un día a la semana. – Lectura, dando prioridad a temas paulinos, 30 minutos todos los días. – Estatuto, un día a la semana. – Programa, domingos. Apostolado: Felicitaciones a Familia Paulina, domingos. – Cuidar el grupo, dando lo que el Espíritu inspire. – Ser elemento unificador en mi familia. – Dar a cada uno lo que necesite. Pobreza, gratuidad: – Procurar de la mañana a la noche ser agradecida con Dios y con los que me rodean. – Vivir en gratuidad. – Vivir en alegría. – Vivir en unidad. – Usar bien el tiempo. – Dando gratis todo; al dar no esperar recibir. La vida es un viaje sagrado y la guía es la fe. 111
Una buena forma de concluir esta serie de testimonios puede ser la de recoger la carta que escribía a Guadalupe, con ocasión de su muerte, una hermana de Instituto, Paqui Rodríguez: «Querida Guadalupe: Se dice de ti que te has marchado. Las personas como tú jamás se marchan por muchas sevillanas que se canten: «Algo se muere en el alma cuando un amigo se va…». Nada muere en el alma: nace una estrella. Tú, que jamás quisiste ser importante, te has convertido en una estrella… Estoy tan segura de que tú estás leyendo esta carta a mi lado, que hasta los ángeles pasan de puntillas para no interrumpir la compañía que estás haciendo a esta hija tuya. Recuerdo como si fuera ayer cuando te conocí. Me regalaste una noche de diálogo, de ternura y amistad. Tú tenías sueño; tus ojitos chispeantes se cerraban, y aun así no me dejaste marchar. Llegó el alba: el milagro de un nuevo día. Y con él, una gran amiga. Tú, Guadalupe, no me conocías de nada, y me abriste tus puertas. Yo, joven, “la Pequeña Salvaje”, como tú me llamabas. “¿De dónde habrá salido?”. Fue lo que pensaste. Tú también joven, aunque más gastada. Me hablaste de tu cáncer y tu corazón que no funcio-naba nada bien… Eso para ti no tenía importancia: me lo contaste de pasada. Yo venía rebotada del mundo. Llegué a El Pinar porque me lo recomendaron un sacerdote y Mari. Así te lo conté, casi desafiando… Y tú amando, quitando importancia a todo. Tu persona, tu manera de presentarme a la Familia Paulina, tu entrega a la Palabra con esa alegría, con esa humildad… Siempre me decías: “Yo no necesito nada; Dios me da lo que necesito”. Tan sencilla eras que andabas de puntillas para no molestar. Tú siempre apostaste por mí, me enseñaste a quererme, a valorarme. Veías en mí cosas que nadie veía. El 112
P. José Antonio y tú me enseñasteis a creer en mí. Siempre tenías a mano una sonrisa… Hasta un verano que te dolían las muelas, me decías: “No me hagas reír, que me duelen más”. ¿Cómo sería el dolor? Tú jamás te quejaste. En verdad, eras mi madre. Tú velabas por mí discretamente, sin dar importancia, como las madres, cuando van al cuarto despacito y arropan al niño que duerme. Recuerdo cuando te operaron por segunda vez de tu cáncer: iba a pasar al quirófano para acompañarte, pero a causa de la campaña contra el hambre me fue imposible. Me dijiste: “Me alegro de que no puedas, Paqui, así no sufres”. Años después, en la enfermedad de mi madre, no me permitieron pasar al quirófano cuando la operaron de la cadera. Cuando salió del quirófano, sonrió porque no había pasado. ¿Por qué te digo esto? Igual que tú, mi madre no quería que sufriese. Tú has dado todo al Instituto, a la Familia Paulina, a tu familia. Has sido pobre con el pobre, débil con el débil, fuerte con el fuerte; has sido toda de todos. La última vez que hablamos, en noviembre, tenían que hacerte un cateterismo para ver qué le pasaba a tu corazón. Me dijiste tantas cosas que guardo en el corazón. No olvido que me dijiste: “Esto es serio, Paqui: mi corazón no está bien. Yo ya lo he hecho todo. ¿Qué más puedo hacer? Aquí estoy, cuando el Señor quiera”. Recuerdo que pensé: parece que me está diciendo: “Todo está cumplido. A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”. En seguida te salí al paso y te dije: “Guada, de otras peores has salido; no me digas esto: te necesitamos”. Me dijiste lo mismo: “Esto es más serio y yo ya lo he dado todo. No quiero morirme, pero si el Señor me llama, estoy preparada para entrar en el Paraíso. La maleta está hecha”. Te dije de guasa: “Si tú necesitas poco equipaje: viajas apenas con un bolsito…”. Me estabas 113
hablando en serio y yo no quería creerme lo que me decías, porque me parecía sencillo lo que te iban a hacer. Cambié de conversación: no quería que te preocupases. Y te pregunté por tu pensión. Como siempre, el dinero para ti era lo de menos. Me dijiste: “¿No se preocupa Dios de los gorriones? Cuánto más de nosotros… Jamás me ha faltado nada”. Yo le dije: “Guada, tal como tú estás, tienes derecho a una incapacidad total, y desde hace muchos años tenías que haber tenido la jubilación arreglada. Te están dando lo mínimo, y tienes que costearte las medicinas”. Me contestaste lo mismo: “Tengo lo suficiente para vivir; no necesito más. Y no tengo tiempo para ir a Toledo a arreglar papeles…”. Tenías tiempo para todos, pero para ti no. Hoy estoy haciendo ejercicios espirituales aquí, en El Pinar. Como otras veces los hice contigo, se me ha ocurrido escribirte estas letras y darte las gracias por estar a mi lado, acompañándome. Tú has sido la virgen sensata, con la lámpara encendida esperando al Esposo. Que yo aprenda de ti y no olvide nunca lo que me has enseñado». Concluimos con una cita más de Vita consecrata que, seguramente, a quienes tuvieron la suerte de conocerla, les evocará espontáneamente la persona de Guadalupe: «En este siglo, como en otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que... han vivido y viven su consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado». Ellos «nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria» (VC 86). Recordando hoy a Guadalupe, esta es nuestra firme esperanza. 114
ALGUNOS MENSAJES
Notificación de su fallecimiento a la Familia Paulina Queridos hermanos y hermanas: Solamente unas líneas para comunicaros, por si no lo sabéis por otros medios, que a mediodía de hoy ha fallecido Guadalupe Lozano, que en este momento era la responsable del pequeño grupo de Anunciatinas de España. A raíz de la operación al corazón tuvo una fuerte hemorragia, por lo que tuvieron que repetir la operación, y no fue capaz de superarla. Es un duro golpe para toda la Familia Paulina, ya que Guadalupe era muy querida por todos. Pero seguramente estaba ya muy bien preparada para el encuentro con el Señor. La encomendamos a él, aunque también le pedimos que ella nos encomiende, y que su falta entre nosotros sea semilla para otras vocaciones. El funeral será mañana por la tarde en su pueblo natal. En comunión fraterna, un fuerte abrazo. P. José Antonio Pérez.
P. Pietro Campus, Superior General de la SSP: Querido P. José Antonio: Hemos recibido por tu comunicación la noticia del fallecimiento de la querida Guadalupe Lozano. Estamos profundamente conmovidos por ello y participamos del luto que ha afectado a las hermanas del Instituto y a sus familiares. Llegue a todos la afectuosa expresión de mis condolencias, las de los Consejeros Generales y de todos los hermanos de la Casa general, como también de las Anunciatinas italianas. Agradecemos a la inolvidable Guadalupe el testimonio de fidelidad que siempre ha dado. Con admirable constancia, se ha hecho siempre intérprete de sus hermanas 115
para expresarme a mí y al Gobierno general los sentimientos de fraternidad y felicitación, con ocasión de las fiestas anuales, hasta el final. Ofrecemos la santa Misa en su sufragio. Pero nos unimos espiritualmente a la comunidad parroquial y a todos los participantes en el solemne funeral, para sufragar el alma de la querida Guadalupe. El Señor la acoja en su paz, y nos conceda a nosotros, a las hermanas del Instituto y a los familiares, la fuerza de la aceptación y el consuelo de la esperanza. Con fraterno afecto en Cristo. P. Pietro Campus.
P. Juan M. Galaviz, Delegado General para los Institutos: Recibida la noticia de la inesperada partida de Guadalupe Lozano, nos hemos unido en oración de sufragio por ella y de solidariedad moral con todas y cada una de las Anunciatinas de España y con la entera Provincia. Me ha tocado presidir la concelebración eucarística de esta mañana y ofrecí la Santa Misa por Guadalupe, en unión con los Gobiernos generales de la Familia Paulina. Te ruego hacer presentes mis sentimientos de cercanía y afecto a las Anunciatinas de España y a los familiares de Guadalupe. Para todos pido la bendición del Señor y mucha fortaleza, con la certeza de que nuestra hermana goza ya del premio de los justos y sigue intercediendo por nosotros. Afectísimo en Cristo, en María, en san Pablo. P. Juan Manuel Galaviz, ssp.
P. Teófilo Pérez, paulino español en Roma: He quedado sobrecogido ante la noticia del fallecimiento de Guadalupe Lozano, pues no conocía el estado de su salud. Es una pérdida que nos afecta a todos, y un dolor de toda nuestra Familia Paulina. Te ruego que presentes en mi nombre el profundo pésame a las Anunciatinas: las he recordado de modo particular en la oración, junto a Guadalupe, cuya ayuda desde el cielo esperamos confiadamente. Te agradezco la atención de haberme notificado lo acaecido. Hasta pronto. Te saludo con afecto paulino. Teófilo. 116
P. Jesús Álvarez, paulino español en Argentina: Me duele la noticia de la defunción de Guadalupe. Que Dios la tenga en la gloria, y sea semilla de nuevas vocaciones para las diferentes ramas de la Familia Paulina. Mis condolencias a todos. Por mi parte, en estos últimos días he mejorado un poco, gracias a Dios. Saludos cordiales a todos. Jesús Álvarez.
P. Giuliano Saredi, secretario general: Mi faccio vivo solo ora perché sono stato occupato ad Ariccia per l’Incontro dei Governi Generali. Ad Ariccia ho ricevuto la comunicazione della morte della annunziatina sig.na Guadalupe e l’ho subito passata a don Galaviz. Insieme alle mie condoglianze a voi, assicuro la preghiera di suffragio. Ho già provveduto ad inserire il suo nome nell’Agenda Paolina al giorno 16 gennaio. Ti auguro ogni bene. Ciao. Giuliano Saredi.
P. Antônio Lúcio da Silva Lima, paulino brasileño: Meus sentimentos a tantos quantos choram pela perda da Guadalupe. A vida tem dessas surpresas desagradáveis. Mas somos pessoas de fé e acreditamos que ela já se encontra em Deus. Transmita meus sentimentos às Anunciatinas e daqui rezo pelo descanso eterno de Guadalupe e pelas Anunciatinas espanholas para que levem adiante o projeto do Instituto. Forte abraço a todos com as bênçãos de Deus. Pe. Lúcio.
P. Juan Antonio Carrera, paulino español en Roma: Acabo de leer la noticia de la llamada a la casa del Padre de Guadalupe Lozano. Mañana, fiesta de san Antonio abad, considerado como el padre de toda forma de vida religiosa, también de los Institutos seculares, me toca presidir la eucaristía en la comunidad de nuestra Casa Generalicia. Además de recordarla, pediré a todos una oración por su eterno descanso, 117
especialmente a la Anunciatina Giuseppina Sanfilippo y al gabrielino Francesco Leonardi, que la conocieron en su viaje a Italia hace algunos años. Me encontré con Guadalupe en pocas ocasiones, pero no podré olvidar su sencillez y humildad, ni las atenciones que siempre tuvo para conmigo. Sin duda tenemos una nueva intercesora ante el Padre en favor de las vocaciones de la Familia Paulina. Siempre unidos. Juan Antonio.
Giuseppina Sanfilippo, Anunciatina de Italia: Mi unisco al vostro dolore per la morte della nostra carissima sorella Guadalupe. Assicuro preghiere di suffragio per la sua anima e il ricordo per tutte voi in questo momento di tristezza per la sua perdita. Abbiamo la certezza che il Signore, nel suo amore misericordioso, l’ha già accolta per darle il premio dei giusti e introdurla nella visione beata. In unione di preghiere. Giuseppina.
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ÍNDICE
Las raíces ................................................................................ Los primeros años ................................................................. Tras las huellas de Jesús ...................................................... Tiempo de siembra ............................................................... Primeros pasos ....................................................................... Un camino largo y fecundo ................................................. La semilla va germinando ................................................... Viaje a los orígenes ............................................................... El Instituto en marcha .......................................................... Guía y compañera ................................................................. Hermana con corazón de madre ........................................ Mujer fuerte, toda para todos ............................................. Proyectada en Dios ............................................................... En la Palabra y la Eucaristía ............................................... En comunión con María ....................................................... Alma de su familia ................................................................ Dejad que los niños… .......................................................... El camino de la cruz ............................................................. Y la noche oscura .................................................................. Hacia el Calvario ................................................................... En la cumbre .......................................................................... Un ejemplo a seguir .............................................................. Algunos mensajes .................................................................
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«En este siglo, como en otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que... han vivido y viven su consagración... en perfecta conformación con Cristo crucificado». Ellos «nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria» (VC 86). A quienes tuvimos la suerte de conocerla, esta cita de Vita consecrata nos evoca, casi espontáneamente, la persona de Guadalupe. Con admirable sencillez y discreción y con envidiable disponibilidad, eso hizo de toda su trayectoria: el testimonio de una vida incondicionalmente entregada al amor de Dios y al servicio de todas las personas que, por diversas razones, él puso a su alrededor.