Soledadola [extracto]

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LA SOLEDAD DE

LA OLA



LA SOLEDAD DE

LA OLA Vicente Gรณmez

editorial SoldeSol



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R ecóndito es el pueblo en el que vivo y no significa solo que esté escondido, perdido en un rincón o en la memoria del mundo, que también, sino que ese resulta ser su nombre real. Es un lugar de aledaños, no tiene entidad propia porque se define con lo que lo rodea —un pequeño cementerio sin vegetación, una montaña herida y austera y un mar avariento, seductor y poderoso—, aunque en su papel de espectador el pueblo aporte una iglesia de altura vertiginosa y personajes corrientes con una chispa de fascinación particular. Es pequeño su dibujo, no se necesitan cantidades ingentes de pintura para perfilar sus límites. Se rodea en muy poco tiempo, y quien tiene la esperanza de perderse en él ha de dar al menos cuatro vueltas a su alrededor. En su núcleo todo es llano —incluso las escaleras de la iglesia son tendidas—, y con la poca lluvia que cae se forman charcos que pueden permanecer semanas estancados. Por algún motivo del ambiente, y a pesar del calor al que se ve sometido durante la mitad del año, no existe apenas evaporación; es como si una fina capa de caucho vistiera la superficie. Además, el terreno apenas


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drena el sobrante acumulado por las lluvias. La tierra no es fértil, y es que le han robado todos los nutrientes; se conforma con lamer sus heridas con el agua que baña sus pies. De todas formas, la playa no se considera parte del pueblo, está demasiada alejada de las casas. Entre estas y la orilla se extiende todo un abismo, como si los humanos que habitamos sus construcciones temiéramos la ira del mar. Tampoco las montañas lo parecen —ocupan más de un tercio del perímetro circular que traza el pueblo—, distanciadas un kilómetro desde el muro de la casa que desempeña el papel de confín. Emergen por el este, así que el sol y la luna aparecen a nuestros ojos un poco más tarde que en el resto del mundo. Las pocas veces que he visto el sol irrumpir tras el mar me han parecido igual de bellas, pero me he acostumbrado a asociar las crestas irregulares al nacimiento del día, un contraste brutal de tonalidad. Durante el resto de la jornada, pequeñas sombras van naciendo de forma intermitente y desplazándose por los recovecos de las piedras —aquella cadena goza de una orografía discontinua, fruto de su carácter volcánico— hasta que, al atardecer, se adueñan de la mayoría de la superficie, oscureciendo de forma exponencial su semblante y excitando, con distintas formas geométricas, nuestra imaginación. Destacan tres picos al final de la cadena montañosa, por donde se sumerge en el mar. Los llamamos “las Trillizas” y parecen igual de elevados. Pero cuando uno está arriba, cerca de las cimas, se advierte que la del centro —la que llaman “la Cresta”— es un poco más alta. De frente resulta casi infranqueable, su pendiente es incómoda para encumbrarla, así que la mejor


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forma de acceder a ella es por la vertiente que la une a sus hermanas. Desde arriba el mundo se encoge, se hace miniatura y sólo el horizonte se engrandece, se curva y estira. Allá arriba todo parece eterno menos uno mismo, una insignificante millonésima porción de tiempo. Mantenerse erguido en la cima resulta misión imposible. El viento bate sin descanso, de un lado o de otro, y frustra incluso la posibilidad de vida vegetal. A veces, las nubes transitan las cumbres y visten la montaña como un sombrero de vaquero; aunque solo por un tiempo, como un disfraz fugaz, porque el viento las destapa violentamente. Únicamente algunas nubes —las más pesadas, que van cargadas de agua— aguantan el embate de Eolo. Acostumbran a ser grises y entristecen el cielo. Su movimiento es lento, al igual que el de un buque de gran eslora hundido por el peso hasta el límite de su línea de flotación. En otoño suelen descargar agua, pero la roca está tan deshidratada que apenas le supone una lágrima en la mejilla. Los descensos a pie son peligrosos por la cantidad de cantos que se esparcen sueltos por las laderas. En algún momento del pasado, las montañas fueron volcanes activos y escupieron la lava que luego solidificó. Esta, a su vez, con las inclemencias del tiempo y la erosión, se fragmentó formando un tapiz empedrado móvil que dificulta el tránsito regular y que provoca caídas y torceduras en quienes se aprestan a transitarlas. Si se busca bien, hay caminos en las laderas que se trazaron años atrás y que ahora la maleza ha tapado a medias. Los animales de carga y los propios hombres los abrieron en su momento, cuando realizaban prospecciones en busca de oro. Cuentan los viejos


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del lugar que, siendo ellos pequeños, llegaron camiones cargados de hombres altos y fornidos, de bigotes espigados que se separaban de la piel como si se repelieran. Iban armados con picos y palas relucientes, dispuestos a cantar y trabajar como si en ello les fuera la vida, y los miraban con una sonrisa burlona y altiva. Llevaban sus propias cocinas y tiendas, y en pocos días montaron un campamento más grande que el mismo pueblo. En las expediciones a la montaña los acompañaban animales de carga y se los podía ver desfilar por los caminos en zigzag durante todo el día. Pero no encontraron oro; pronto marcharon y no quedó de ellos salvo el recuerdo. A los niños les llamó la atención que, pese a no encontrar lo que buscaban, la sonrisa de autoridad no se borró en ningún momento de sus rostros. Hace cuarenta años se declaró un incendio monumental. Se agotaba octubre y el frío había roto dos semanas atrás. Ese día soplaba viento de levante, con fuertes rachas. Lo que comenzó como un pequeño foco logró propagarse por doquier. El fuego se originó en el centro de la montaña del medio, la Cresta, y se extendió con la inercia del viento hacia el norte, en dirección a una de las Trillizas. Al sur, quedaba indemne la tercera montaña y parte de su propia vertiente. Era como contemplar un libro abierto con sombras emborronadas en una hoja y dibujos coloridos en la otra, un contraste brutal. El aire, de repente, se inflamó y descendió para abrasarnos y agrietar la piel. El cielo limpio y azul de otoño se tiñó de naranja. El mediodía palideció, como si de pronto se hubiera encaprichado con el lejano anochecer. El agua del mar parecía


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borbotear en una gran olla y teníamos la sensación de que el infierno hubiera iniciado un asedio. Las ropas se secaban con el primer golpe de calor y las maderas de puertas y ventanas adelgazaban con las altas temperaturas; esos días crujían de dolor. El agua de un cubo se evaporaba al instante y las paredes quemaban al mero roce de los dedos. El aire era irrespirable y los más viejos se aplicaban pañuelos húmedos en la nariz para poder ventilar mejor. Los pocos insectos que aún sobrevivían al cambio de estación desaparecieron de repente. Mariposas, hormigas, cucarachas, todas se encerraron en su hogar. Los hombres volvían del mar con las manos vacías. Los peces buscaban el fondo lejos de la costa, en aguas más frías, y los que se quedaron habían dejado de comer. Los pájaros migraron al segundo día, y su estampa volando sobre la orilla o cerca del campanario se había convertido en un recuerdo barrido de la memoria. Todo resultaba anómalo, incluso el propio fuego. El bochorno nos impedía dormir durante las noches, resultaba imposible conciliar el sueño por la balsa de sudor que derramábamos sobre las sábanas. Nos mantenía en vilo. Aquella era una experiencia única para todos; muy pocos podían decir que habían vivido algo de una magnitud semejante a la de ese incendio. No acostábamos y nos levantábamos comentando lo sucedido, como si no hubiera en nuestro quehacer diario otro asunto importante. Pero el asombro por el gran incendio pronto dejó paso, en los niños, al entretenimiento de bañarnos en el agua, recordando el rastro difuso del verano recién acabado. Aquellos días nos olvidamos del colegio y retomamos las


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vacaciones y, en algún momento, creímos que sería para siempre. Por la mañana, sin desayunar, corríamos a un extremo del pueblo para contemplar el avance del fuego, y cuando ya habíamos visto suficiente volvíamos a casa a roer algo de pan. Entonces enfilábamos el camino hacia la playa y escrutábamos la orilla para contrastar la temperatura del agua con la del día anterior. Creo recordar la sensación de una taza de sopa caliente, o algo parecido, al mojarme los pies. Tan cálido era el ambiente que si hubiera sido un pescado me habría hervido, y resultaba molesto que alguien nos echara agua por encima. Nuestros padres y abuelos seguían comentando entre ellos el gran desastre y rezaban por que el fuego no descendiera donde ciertas familias poseían algún terreno trabajado por ellos. Hubiera sido una catástrofe. Perder la cosecha significaba, para algunos vecinos, pasar hambre durante una buena parte del año; habida cuenta de que el mar tampoco era la solución porque, según decían los pescadores, parecía un cuerpo inerte, una mujer yerma. El incendio lo apagó, prodigiosamente, una de esas nubes grises grandes y pesadas como trasatlánticos, que se posó durante un día exacto sobre la Cresta. Tal vez fuera un milagro, pero lo cierto es que barrió, con su agua infinita, la voracidad del fuego. Al octavo día el viento cambió. Si hubiera permanecido como hasta ese instante, sabe Dios cuánto habría tardado en apagarse. Algunos vecinos se habían apostado en la ladera con unas cubas enormes de agua, prestos para vaciarlas con cubos pequeños si hubiera sido menester, por si el fuego amenazaba


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con sus lenguas como serpientes las cosechas. Pero no fue necesario. El viento del oeste se dejó venir, suave, eso sí, para luchar con su brisa húmeda contra el hedor tostado que despedía el pueblo. Un tiempo más así y habríamos perecido abrasados. Nuestra ropa olía a humo, nuestra piel también. Las paredes tardaron meses en abandonar ese olor penetrante a pelo quemado. De repente, una gran mancha en el cielo se aproximó desde el mar. Los viejos supieron en ese momento lo que se desencadenaría y lloraron de alegría. Nosotros, los niños, no, aunque lo intuíamos. Corrimos y salimos del pueblo hacia la montaña, y esperamos en un cortijo abandonado y ruinoso que había cerca de la ladera. Lo llamaban “el Cortijo del Sable”, y sobre él cuenta la leyenda que una noche convulsa de fuego y lluvia unos bandidos pasaron a espada a todos los habitantes de la casa; y que su cabecilla era en realidad un hombre del pueblo al que el dueño del cortijo había negado la mano de su hija en favor de un ganadero acaudalado venido de lejos, por lo que, en un arranque de furia, se había echado a la montaña y al furtivismo. Esa noche el ganadero cenaba en casa de los padres de la novia en calidad de prometido. Cuando el bandido se enteró del acontecimiento se sirvió una copa de vino, brindó por el nombre de su amada, rezó una plegaria a su Virgen particular y montó a caballo para ejecutar su castigo. Al día siguiente alguien alertó de las muertes; todos habían sido degollados con un sable. El cuerpo de la hija mayor no apareció allí y nunca más se supo ni de ella ni del bandido.


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Como decía, nos apostamos en los muros casi derruidos que rodeaban la era mientras veíamos acercarse la nube a la montaña. Y, como si alguien desde allí hubiera echado un ancla, aquella se quedó fondeada y quieta sobre la cima de la Cresta. Era tan grande que abarcaba las tres cumbres. Su base no era gris sino negra, y acumulaba allí toda la carga de agua. En algún momento, un relámpago atravesó la densa nube como una descarga eléctrica y comenzó a llover. El agua cayó como si lo hiciera por una catarata y se dejó de ver la montaña. El cielo delante de nosotros se convirtió en una cortina tupida, casi opaca. Si hubiera alcanzado con una piedra, habría sido como chocarla contra una pared. Durante horas no cejó la nube en su arduo trabajo, y cuando comenzó a disminuir la inundación se vieron cortinas de humo emerger de la tierra, como una señal de triunfo. En ese momento supimos que el fuego había sido derrotado. Hubo grandes celebraciones de los vecinos y puedo decir que son las únicas que este pueblo haya conocido en muchos años, porque sus habitantes somos poco amigos de fiestas y banquetes; pero aquel día hubo saltos y abrazos, y varios meses después unos cuantos bebés inesperados. Después de ese fuego, la montaña cambió su carácter. Parecía más oscura y tétrica. El color ceniza fue desde entonces el preponderante, y la alegría y la vitalidad de antaño desaparecieron. No es que antes luciera un manto frondoso y verde, pero al menos los animales disponían de pasto para alimentarse. Las zonas que no habían sido afectadas por el fuego con el tiempo se mimetizaron con las áreas quemadas. Se truncó la esperanza de revivir sus


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años de esplendor. Desde entonces ese carácter adusto se ha transmitido al pueblo, como si una brisa de aspereza hubiera recorrido la distancia entre la cima y los lindes de nuestro territorio. Si les miras el ceño a los vecinos más viejos no encontrarás diferencia en el color y la forma con los de las estribaciones de la montaña. El mar ocupa todo el horizonte oeste del poblado; linda por el sur con la ladera de una de las Trillizas y por el norte con el camino alargado que une el pueblo a un mundo instalado en otro tiempo, en un futuro que a nosotros nos costará alcanzar. Esos son los límites de la apreciación humana, porque el mar, por sí, no los tiene a simple vista. El agua fluctúa en sus dimensiones a capricho, y cuando raya con otro elemento parece que lo abrace, que lo abarque. En cambio aquel día de lluvia interminable el cielo se igualó al mar. El agua, al final del diluvio, no sabía salada. Por unos instantes, la saturación de lluvia modificó la esencia íntima de la materia líquida. Esa proeza corre aún de boca en boca entre los pescadores; pero nunca mecidos en un barco, jamás mientras se viola su integridad cuando van en busca de la captura que les dé de comer. Después todo siguió igual. Los temporales sucedieron a la calma, las grandes olas a la piel lisa y tersa, la espuma inmunda de poniente a los efectos luminiscentes del sol sobre la marea de levante. Los niños manteníamos el idilio con la orilla del mar, aunque no todos. Algunos lo temían desde esa edad temprana en la que los miedos viscerales son casi insalvables. Seguíamos los consejos de nuestros padres y abuelos, que nos prevenían del carácter impre-


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visible de esas aguas cristalinas. Poco tiempo después, ya adulto, me di cuenta de que esas advertencias resultaban ser una impostura de algunos; los que, a causa de ataques furibundos de soberbia, se saltaban todos aquellos predicamentos para retar mano a mano a la inmensa masa de poder líquida que siempre, sin excepción, los vencería sobre el terreno. Poco a poco, el mar nos iba seduciendo. Sacudía primero nuestro miedo al frío y luego a la profundidad. Lo hacía con esas caricias que erizaban la piel y tensaban los músculos. Entrábamos despacio, con los dientes apretados y los ojos puestos en la trasparencia de la lámina de cristal. Los peces acudían y huían con esos precisos y raudos movimientos a los que nos tienen acostumbrados. Caminábamos despreciando la tierra, la sequedad y el calor que desprende, adentrándonos en nuestros límites, traspasándolos. Entonces preparábamos el cuerpo, cogíamos aire y lo aguantábamos justo en el momento de zambullirnos. La sensación, inolvidable, se guardaba en el cerebro para degustarla con posterioridad. No había nada mejor a esa edad, nada mejor que fundirse con el mar. Luego, con los años, la relación madura y se transforma, adquiriendo otra dimensión. Pasar de niño a adulto no es fácil para nadie, y menos en el mar. La seducción pierde vigencia si no sigues siendo chiquillo; por ello siempre he dicho que un pescador es un crío que vendió su alma a cambio de vivir de él y para él; un seguro de vida. En esa simbiosis el hombre es el único capaz de traicionar, de cometer una deslealtad, y solo después —aunque no siempre— el mar podrá tomarse la justicia por su mano,


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asustando al hombre que le ha retado o, como medida extrema, tomándolo en su seno. Para el mar, ese trato suscrito en la infancia —aunque luego se refrenda en la edad adulta— se sostiene por la honestidad que destila la inocencia del niño, ya que se realiza desde lo más profundo del corazón. Contravenirlo es indigno, un acto de desprecio, una infamia que se ha de pagar de una manera u otra. Así, el cementerio del pueblo está lleno del polvo de esos hombres audaces que intentaron doblar la voluntad del mar y no lo consiguieron. Quebrantaron el pacto de entregarse exclusivamente a su mentor, de mantener la soledad como único estigma del compromiso. El castigo es doble: la muerte y la lejanía de sus restos del lugar donde nacieron. Porque, junto al mar y la montaña, el cementerio forma parte de los aledaños del pueblo, no se integra en él; y por algún motivo extraño quien lo construyó entendió que debía ir separado de la iglesia y de los hogares que forman el núcleo principal de vida. El camposanto tiene forma cuadrada y una única puerta enrejada que se orienta al norte. Se accede a él por el mismo camino que al pueblo. Es modesto y no ha crecido vegetación en su interior ni en los alrededores, tal vez por la altura del nivel freático —se levantó muy cerca de la playa—, que casi roza la superficie de la tierra. En días de fuerte poniente se forman charcos junto a las lápidas, hacinadas unas con otras. Dicen que el agua brota caliente, como si lo hiciera de una montaña de magma, y que borbotea con un ruido característico. Quien ha estado allí cuenta que no hay silencio en aquel lugar, y que así las almas no pueden descansar en paz. Cuando corrió


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el rumor por el pueblo, los niños acudimos a verificar ese fenómeno tan cacareado. Llevamos los zapatos más viejos para la ocasión, así no los estropearíamos con el agua. Al llegar, empujamos la verja de entrada y accedimos sin oposición. La señora que solía limpiar y ordenar el recinto no estaba. El fragor del mar resultaba nítido a nuestros oídos, parecía que las olas estuvieran rompiendo contra el muro del camposanto. El viento ululaba desde lo alto y luego descendía para jugar entre las lápidas y nuestras piernas. Todo resultaba siniestro, pero la curiosidad mantenía nuestra voluntad dentro de los muros, y además estaba el orgullo herido. ¿Nos podríamos mirar a la cara si hubiéramos salido corriendo una vez dentro? Corrimos hacia los charcos y chapoteamos en ellos. Nada nos hizo pensar que estaríamos cometiendo un sacrilegio al saltar sobre las tumbas. Para nosotros constituía un juego y nada más. Reímos y saltamos hasta secar el suelo; después nos tumbamos boca abajo y escuchamos los ruidos del subsuelo. Solo borboteos, nada más. A lo mejor creímos que oiríamos una voz, un grito de auxilio. No sé. En ese momento solo pensaba en reír. Luego, con el tiempo, he vuelto a aquellos días y me he preguntado por qué éramos tan felices en aquel instante si sabíamos que jugábamos junto a los muertos. Deberíamos haber sido más aprensivos, menos osados. Luego, al salir, cada uno contaba su experiencia y, como en el resto de cosas de la vida, cada cual tenía una apreciación distinta del momento. Unos dijeron que el agua manaba fría y otros que sí, que los rumores eran fundados y que el agua que los había salpicado estaba caliente. Pero nadie desmentía


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al otro porque, en el fondo, nuestra imaginación había urdido aquella treta y en realidad no habíamos pasado de la puerta enrejada, por miedo y respeto hacia los antepasados que allí habían sido enterrados.



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Contenido

5 Lorenzo.............................. 59 9 Filo................................... 97 13 Madre muerta................... 121 16 Lorenzo........................... 143 18 Juan............................... 155 30 La mar........................... 225



Este libro se envió a imprimir en los primeros días de primavera, cerca del mar, oliendo a sal, pero sin soledad. En Almería, año 2017


LA SOLEDAD DE LA OLA Texto: ©Vicente Gómez

Editorial: Soldesol www.editorialsoldesol.com

© Diseño de cubierta y maquetación: Sol Ravassa © Fotografías de portada: Adagio Chroma

Abril 2017 dl: al

520-2017 isbn: 978-84-946905-0-1 Impreso en España

Los derechos de este libro quedan reservados a sus autores. Puede dirigirse a ellos para solicitarles autorización si desea utilizar alguna parte de su contenido.






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