Apuntes de introducción a la Historia del Arte, 2
María Jesús Rueda García Enrique Domínguez Perela
(漏 Edici贸n realizada a partir de la autoeditada de 1998, que hemos debido reajustar por incompatibilidad de los programas de edici贸n)
Con cierto retraso sobre el plazo previsto por nosotros mismos, sacamos este segundo volumen que aparece unido al tercero, sólo independizado de él por cuestiones de funcionalidad editorial. En ellos hemos seguido con la idea inicial, que quizás hayamos desarrollado un poco más en la vertiente «ensayística». Esa tendencia la notará el lector muy especialmente en el volumen tercero, en el que «nos hemos liado la manta a la cabeza» para escribir lo que realmente pensábamos, sin someternos a las limitaciones que serían imperativas en un contexto más convencional. En esta ocasión estamos obligados a dar las gracias públicamente a Carmen Hernández Gómez, que nos ayudó en la corrección de erratas y nos proporcionó algunas sugerencias que nos han servido para ser aún más conscientes de nuestras propias limitaciones. Concretamente, nos hizo notar la escasa atención que dedicamos a la cultura bizantina. La justificación de esta carencia es la que explica casi todas las demás: estamos procurando confeccionar unos «apuntes» que tengan la virtud —si es que tienen alguna— de responder, en coordenadas genéricas, a la «realidad física» —duración, repercusión posterior, etc.— de los fenómenos aludidos. El caso de la cultura bizantina es sumamente peculiar por varias razones. En primer lugar, porque aunque alcanzó gran esplendor, no fue capaz de mantener su hegemonía durante mucho tiempo. En segundo lugar, para muchos autores, la cultura bizantina no sería sino un «apéndice petrificado» de la grecolatina (helenística) y como tal, no requeriría demasiada atención... Sea como fuere, nos comprometemos a volver sobre ella cuando tratemos la cultura islámica, porque hay quien dice que el primer arte islámico —lo que algunos denominan «paleoislámico»— no es sino una variante del bizantino. Salvando el capítulo dedicado a Roma, hemos enfatizado, quizás en exceso, las cuestiones relacionadas con las culturas «hispánicas» porque creemos que lo más «próximo» siempre tiene más interés y como no tenemos intención de traducir este «manual» a otras lenguas, nadie tiene por qué sentirse «ofendido». Cuando lo hagamos, cuando algún editor de altos vuelos decida traducirlo a otras lenguas, prometemos solemnemente dedicar un epígrafe al arte checo altomedieval y cubrir —en la medida de nuestras posibilidades— el resto de las
«lagunas» que evidentemente tiene. Por último, debemos comentar al oído del lector mejor informado que el «sorprendente» contenido de algunos capítulos —concretamente, los que aluden a la difusión del cristianismo en Hispania y a todo el arte prerrománico—, muy diferente de lo que habrá encontrado en otros «manuales», no es fruto del capricho de un arrebato de fin de semana. En realidad responde, en primer lugar, a la intención de romper con los manuales de planteamiento dogmático tácito, que es tan habitual en los libros de Historia del Arte. Creemos que nuestros lectores no tienen necesidad alguna de construir el entramado dogmático que supone hacer frente a un examen... Y en segundo lugar, a la intención de presentar entre dudas lo que conocemos a medias o simplemente desconocemos. En última instancia, le corresponde a él —al lector bien informado— tomar partido por las «teorías» que encuentre mejor fundamentadas. Por nuestra parte, nos conformaríamos con sembrar la cizaña de la duda sobre el monumental tinglado que unos y otros han levantado para justificar posturas y actitudes no siempre justificables... a finales del siglo XX. Aunque a lo peor hasta nos «interesa» a todos redibujar el pasado con tintes míticos...
9. Un breve inciso sobre la protohistoria hispánica: celtas, íberos, colonizadores y, sobre todo, marginales.
¿Qué ocurría en la península Ibérica mientras en el Mediterráneo se sucedían los procesos históricos que culminaron en la aparición de la cultura griega? ¿Qué ocurría mientras estaba a punto de aparecer el estado romano? La cuestión nos conduce, de nuevo, a las circunstancias que ya mencionábamos cuando tratábamos de las culturas prehistóricas y, en especial, a los problemas derivados de la carencia de datos positivos claros. En coordenadas posibilistas, podemos imaginar lo que nos de la gana, pero en coordenadas de «ciencia» histórica, lo cierto es que hasta bien entrada la época romana, el papel de la península Ibérica, como el del resto de las tierras del continente europeo alejadas de las áreas mediterráneas en ebullición, fue eminentemente pasivo. Aunque nos disguste muy especialmente, lo que hoy es Europa apenas fue un lugar poblado por gentes de muy escaso desarrollo cultural y tecnológico que se limitaron a ser receptáculos pasivos de influjos foráneos que casi nunca enraizaron con firmeza. Y las cosas permanecerán así hasta la época del Imperio Romano. La hipotética participación, con rasgos de protagonismo, del occidente mediterráneo y de la cornisa atlántica en el desarrollo del megalitismo no tuvo una continuación clara, al menos, una continuación que esté acreditada por restos materiales de interés. Desde aquellos oscuros y alejados años hasta la participación del suelo peninsular en los conflictos civiles de le época republicana hay una laguna histórica que apenas podemos rellenar con elementos fragmentarios, insuficientes para reconstruir un proceso histórico continuo, que indefectiblemente nos remite a los mencionados «influjos orientales 1», que aparecerán con mayor o menor claridad fusionados con unos difusos componentes autóctonos. Dicho con mayor claridad: los mil años anteriores a la aparición de la colonización romana son años de mutismo histórico prácticamente absoluto, de los que apenas nos quedan algunos indicios que sólo sirven para otorgar pábulo interesado 2 al mito, como el muy conocido de Tartesos que, aún hoy, comprende mucho más ruido que nueces. En definitiva, aunque seguramente en aquellos años sucedieron muchas cosas en la península Ibérica, lo cierto es que sobre ellos apenas contamos con unas pocas referencias literarias indirectas y con un repertorio relativamente amplio pero heterogéneo de restos materiales, casi siempre difíciles de situar en el cuadro cronológico general.
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Acaso debiéramos decir «influjos de las culturas dominantes», que en estos años procedían siempre del Mediterráneo oriental. 2
Suponemos que al lector no le pasará desapercibido que, desde los «intereses» etnocentristas que todos compartimos de un modo u otro, en estos años deberían estar sedimentados los «orígenes» de cierta singularidad «ibérica».
9.1. La difusión del hierro en la península Ibérica. Aunque la aparición de los metales en la península Ibérica fue relativamente temprana, no ocurrió lo mismo con la difusión del hierro, que imaginamos pudo afectar a la zona costera del sur a partir de los acontecimientos del año 1.200 (los famosos «pueblos del mar»), pero que sólo cobró carta de naturaleza a partir del siglo VIII, cuando el Mediterráneo se convirtió en un verdadero hervidero de relaciones comerciales protagonizadas por los pueblos con tecnología naval desarrollada (griegos y fenicios). Desde ese momento comienzan a aparecer colonias que, a su vez, extenderán los influjos hacia el interior durante la centuria siguiente, casi siempre con la intermediación de las áreas de mayor potencial agrario (valle del Guadalquivir y áreas levantinas). No obstante y seguramente por la complejidad que supone la elaboración del hierro 3, lo cierto es que seguramente fueron muy escasos los puntos que adquirieron el desarrollo necesario para ello, de manera que la península Ibérica, también en este sentido, siguió siendo una zona de recepción cultural, eminentemente pasiva. Algunos historiadores hablan de dos fases, que creemos más «teóricas» que reales pero que, en cualquier caso, sirven para proporcionar una cierta idea cronológica:
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En esta época el hierro se obtiene mediante hornos con sistemas especiales de ventilación, necesarios, para forzar su temperatura. Que sepamos, no se trabaja el hierro en estado líquido, sino mediante sucesivos calentamientos al rojo vivo y martilleado.Y para ello son necesarios tenazas, fuelles, yunques, etc.
Hierro I, que comenzaría hacia el año 725 a.C. y finalizaría en el 500. En ella seguirían prevaleciendo los objetos de bronce, de manera que los restos férreos serían muy ocasionales. Hierro II. Desde el año 500 hasta la romanización. En esta época el bronce ya sólo se emplea para objetos de adorno. Lo más importante de esta fase es que en ella tiene lugar la muy problemática «celtiberización» de la Península. En el interior de la Península, al margen de las áreas coloniales, se distinguen varios «focos culturales» cuya naturaleza, sin duda, depende mucho más del estado actual de los conocimientos que de lo que realmente ocurrió. Para los amantes de los datos, hemos recogidos los más significativos... - La llamada «cultura del Soto de Medinilla» está integrada por algunos poblados de la cuenca media del Duero, con viviendas de planta circular, en ocasiones, con muros perimetrales de adobe. El yacimiento mejor estudiado es el que da nombre al grupo. Su desarrollo inicial se fecha hacia el siglo VIII a.C. De los restos hallados, destaca una cerámica a mano, cocida a fuego, a veces con motivos pintados y cuya decoración se relaciona con ciertas influencias desde el sur de la Península. Son escasos los restos de hierro. - La «cultura castreña soriana», distribuida por la cabecera del Duero y las estribaciones sorianas del Sistema Ibérico, se desarrolla hacia mediados del siglo VII a.C.. Se trata de castros con casas de planta circular, situados en zonas estratégicas, con fácil defensa natural y a veces con murallas y fosos, que hace suponer que sea el origen de los "castros fortificados" característicos en la segunda Edad del Hierro. Aparece gran variedad de tipos cerámicos con decoraciones paralelas a las de Campos de Urnas y metalurgia basada en aleaciones de bronce. Por su relación con los Campos de Urnas se piensa que practicarían la incineración de los cadáveres. Parece que hacia el 400 a.C. muchos de estos castros se desocupan en busca de zonas de mayor rendimiento agrícola. - Cuenca del Alto Jalón: El yacimiento más destacado es el de Azaila en el Bajo Aragón. Se aprecian rasgos de la cultura de Campos de Urnas, su cronología se sitúa a finales del siglo VII aunque su apogeo parece producirse entre los siglos V y IV a.C.. Su hábitat se caracteriza por casas rectangulares, con basamento de piedra, paredes de adobe y tapial y techumbres de madera. Poseen necrópolis de incineración en urnas, a veces con ricos ajuares con piezas metálicas, incluso de hierro (puñales y espadas de antenas), fíbulas y broches de cinturón. Destacan las necrópolis de La Mercadera, Alpanseque y Almaluez en el sur de Soria y las de Aguilar de Anguita y Prados Redondos, en el norte de Guadalajara.
Hacia el siglo V, comienza a generalizarse el uso de herramientas y armas de hierro, así como el torno de alfarero, que se supone asociado a la «celtiberización» y la costumbre de fortificar las poblaciones con recursos de mayor solidez que los adobes del período anterior. Las culturas mejor estudiadas son: - Cogotas II o Cultura de los Verracos. Corresponde a grupos humanos asentados entre lo que hoy es Ávila, Salamanca y Cáceres, en núcleos con carácter de «castro», en ocasiones con diseños urbanos de cierta sofisticación: calle principal, casas rectangulares con patios y recintos amurallados para contener ganado. Probablemente fueron obra de comunidades eminentemente ganaderas que acreditaros su condición en el terreno de la cultura material con las toscas esculturas zoomorfas («toros» y «cerdos») que denominamos «verracos». Aunque desconocemos qué carácter pudieron tener estas obras, se han aventurado diferentes hipótesis que nos hablan de ignorados sentidos mágicos o de prosaicos jalones para la acotación de áreas de pastos. La excavación de algunas necrópolis de esta cultura (Las Cogotas, La Osera y el Raso de la Candeleda) nos han informado de la existencia de ritos de incineración con urna y de una estructura social de cierta jerarquización. El repertorio de objetos comprende «espadas de antenas», puñales, tahalíes, umbos, abrazaderas. Aparecen también armas que evidencian intercambios comerciales y culturales con otros focos, como son espadas de tipo La Tène, falcatas ibéricas, broches de cinturón ibéricos, etc. Son también muy habituales en los ajuares las fíbulas y sobre todo la "anular hispánica". Entre las herramientas de hierro han aparecido azadas, tijeras, sierras, agujas, etc.
Si no hemos intepretado mal los datos proporcionados por los estudios arqueológicos, estos poblados contarían con una casta guerrera, que personalizaría el ejercicio del poder político y económico, un grupo de artesanos y esclavos, que podrían haber sido enterrados al margen del grupo. Es relativamente interesante la orfebrería, que recoge una tradición anterior de cierta riqueza y que se apoya en las posibilidades auríferas de la zona. Han aparecido torques en gran variedad, gargantillas y arracadas (pendientes) de cualidades que permiten pensar en la fusión de influjos centroeuropeos y mediterráneos bajo criterios de gusto locales. Desde el punto de vista artístico, aparte de algunas piezas de orfebrería de calidad irregular, lo más sobresaliente, supuestamente atribuible a este época, son los Toros de Guisando, que en el momento de escribir estas líneas continúan abandonados a su suerte en situación vergonzante4, que también podrían haber sido realizados con posterioridad, en relación a grupos marginales de época romana. Otro problema sin resolver...
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Abandonados en «mitad del campo», cerca de la carretera, a merced de cualquier gamberro o ignorante, componen un documento extraordinario de la actitud de nuestras autoridades culturales cuando no median razones de «imagen pública».
9.2. La colonización fenicia. Es posible que las primeras avanzadillas fenicias llegaran a la península Ibérica hacia el año 1.100 a. C., sin embargo, su presencia apenas se dejará notar hasta el siglo IX y, sobre todo, en el siglo VIII, cuando se establecen colonias en sentido estricto. En todo caso, en esos años, algunos pueblos de la Península comienzan a experimentar alteraciones que irán desde la aparición de la rueda y la escritura hasta la fabricación de hierro y la difusión de rituales religiosos de origen oriental. Los asentamientos fenicios se ubican, en todo el Mediterráneo, en lugares fáciles de defender, con buenos recursos agrícolas; unas veces, en la desembocadura de un río (Toscanos o Chorreras en Málaga), otras en una península (Almuñécar) o en una isla (Cádiz). En todo caso, parece ser que el máximo grado de florecimiento de estos enclaves tuvo lugar entre los siglos VII y VI. De todas estas colonias, la que adquirió mayor desarrollo fue Cádiz. Las investigaciones arqueológicas parecen demostrar que su creación tuvo lugar hacia el siglo VIII o tal vez, mucho antes, por iniciativa de alguna expedición fenicia, procedente de Tiro hacia el año 1.100. Naturalmente, cabe la posibilidad de que ya existiera un núcleo «urbano» de cierta entidad, en el que se encastraron las aportaciones fenicias... La configuración de Cádiz en aquella época era muy diferente de la ciudad que hoy conocemos. Estaba compuesta por tres islas: Kotinusa, la mayor, cuyo nombre puede obedecer a la abundancia de olivos silvestres, en la que se fundaron santuarios dedicados a Kronos-Saturno y Melkart; Erytheia, la menor, en la que hubo un santuario dedicado a la Astarte-Venus Marina; y Antípolis. Es muy probable que la colonia fuera creada con la intención de explotar las posibilidades comerciales de la zona, en función de la riqueza del valle del Guadalquivir, y para obtener plata. Los hallazgos arqueológicos parecen demostrar el gran desarrollo económico alcanzado por esta colonia y, sobre todo,
su apogeo en el siglo V. a.C. A esta época o tal vez a un momento anterior, corresponde el llamado Sacerdote de Cádiz, en bronce y de manifiesto influjo egipcio, que podría ser la representación de un sacerdote del templo de Melkart descrito por Silio Itálico. En Andalucía Oriental también existen colonias fenicias. La de Morro de Mezquitilla (Málaga) contiene la necrópolis más antigua y elementos arquitectónicos de cierto desarrollo, con viviendas de múltiples habitaciones (hasta 16) y foso defensivo. En Toscanos se ha descubierto un depósito de mercancías con tres naves y dos plantas, que rompe la idea de que aquellos pioneros comerciales componían grupos mal organizados. Muy al contrario, todo parece indicar que su grado de organización estaba bastante desarrollado. Las necrópolis fenicias de esta zona ofrecen amplia información de tipo social, material e ideológico. Se instalan en la rivera contraria a la de la colonia, en suaves elevaciones desde las que se domina el río y la mar. Predomina el rito de incineración, tanto en tumbas de pozo (Almuñécar) como en cámaras subterráneas (Trayamar en Málaga) y más tarde el rito de inhumación que vendría a indicar cambios provocados por la época púnica. Junto a las urnas se dispone un ajuar variado: joyas, vasos de alabastro egipcios, piezas de marfil, objetos de purificación y libación: jarras con boca trilobulada, vasos pintados, quemaperfumes, y alguna pieza griega. Mención aparte merece la incidencia de la colonización fenicia sobre las islas Baleares y, en especial, sobre Ibiza. De los restos estudiados destaca la necrópolis del Puig des Molins, con unas 4.000 sepulturas, y diferentes sistemas de enterramientos entre los que tienen especial interés los de inhumación 5. En los ajuares hallados en las tumbas aparecen frascos para perfumes que se ofrecen al muerto, platos y lucernas, huevos de avestruz decorados con pintura roja, con motivos de carácter funerario, quizá vinculados a idea de fecundidad, vasos rituales, objetos de pasta vítrea, terracotas votivas de tradición griega o fenicia, cerámicas griegas importadas, amuletos egiptizantes, joyas, navajas, etc. 5
Los ritos funerarios determinan tres fases: a) S. VII-VI a.C., primeros colonizadores, incineración arcaica. b) S. V-III a.C., máximo desarrollo de Ibiza, se consolida el rito de inhumación. c) S. III-II a.C. reaparece momentáneamente la incineración.
Desgraciadamente, a consecuencia de alteraciones de épocas diversas, no se ha podido establecer una correspondencia clara entre los tipos de objetos y las diferentes modalidades funerarias.
9.3. La colonización griega Sabemos que hacia el año 600 a.C. los navíos griegos llegaron a la península Ibérica para fundar Ampurias (Emporion), Rosas y algún otro enclave más de menor significación. Aunque del paso de los griegos por la península Ibérica han quedado escasas noticias y unos pocos restos, cabe deducir que su implantación tuvo repercusiones culturales muy importantes. La primera, que, aunque fuera de modo tangencial, la península Ibérica entraba a formar parte del conjunto de pueblos y lugares vinculados –aunque, de momento, fuera indirectamente– a la poderosa dinámica del universo cultural que se estaba desarrollando en el Mediterráneo oriental. La segunda, que gracias a esa penetración se puso en marcha un rápido proceso de evolución cultural que, poco a opoco, fue alterando el estático panorama que ofrecían las culturas del interior, aquellas que mencionábamos en relación a la difusión del hierro. Ese proceso afectó, en primer lugar a las zonas costeras, pero en pocos años alcanzaría a la práctica totalidad de la Península. En asuntos artísticos, lo más relevante es una escultura de Esculapio hallada en Ampurias y múltiples restos cerámicos salpicados por el litoral mediterráneo y más allá, desde Rodas hasta Huelva. El mapa de los restos arqueológicos señala la ruta de la navegación costera que debieron seguir los
navíos griegos.
9.4.
La cultura Tartésica
Con el nombre «Tartessos» se denomina un «mítico reino», documentado en las fuentes griegas (Estesícoro, Eforo, Esteban de Bizancio, Heródoto, Plinio y Rufo Festo Avieno), que, sin embargo, en el estado actual de los conocimientos arqueológicos, no acaba de estar bien definido. Según las fuentes griegas, Tartessos (o Tartesos) sería una especie de «ciudad-estado», cuya área de influencia geográfica coincidiría con el bajo Guadalquivir, desde Sevilla hasta Cádiz y sus zonas próximas. En la nómina de reyes recogida por los relatos griegos destaca Gerión, fabuloso personaje de tres cabezas que luchó con Hércules; Norax, nieto del anterior que viajó por el Mediterráneo hasta Cerdeña; Gárgoris, descubridor de la miel; Habis 6, especie de Prometeo local; y Argantonio, bajo cuyo reinado visitó la zona Kolaios de Samos, que a su regreso a Grecia, difundió una imagen de especial riqueza que pudo estimular algunas expedidiones comerciales patrocinadas por los focenses.
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F. Sánchez Dragó tituló su obra Gárgoris y Habidis, una história mágica de España, cometiendo el error de no advertir que la referencia latina «Habidis» estaba hecha en genitivo; al citarlo en nominativo debería haber dicho Habis, tal y como aparece en los libros de historia bien documentados.
Aunque aún no esté claro cuál fue el emplazamiento geográfico de Tartesos 7 , todo parece indicar que, en realidad, existió un «estado» (o una «ciudad estado») de cierto potencial económico basado en las posibilidades agrarias y mineras de la zona y en su emplazamiento estratégico, en la puerta de las rutas marítimas del estaño. La caída de su apogeo pudo ser efecto del expansionismo cartaginés o de las colonias griegas próximas, más o menos relacionadas con Marsella. Sea como fuere, Tartesos deja de aparecer en las fuentes históricas desde los alrededores del año 500 a.C. Con independencia de los componentes míticos, la cultura tartésica debe concebirse como un fenómeno local propio del suroeste peninsular, comparable al etrusco, de la misma cronología, que surgió gracias al comercio de metales que, entre unos y otros, se activó a principios del primer milenio y se desarrolló hacia la zona minera de Huelva y hacia lo que, más tarde, se denominará la Ruta de la Plata. La articulación de sus restos arqueológicos ha dado pie a varias fases: un periplo del bronce final evolucionado (X-IX a.C.), una momento de contactos incipientes con los comerciantes orientales (hacia el s. VIII a.C.); una fase orientalizante, bajo influjo fenicio en el siglo VII y un epígono de escaso interés bajo impronta griega durante el siglo VI, que se ha denominado «cultura turdetana».
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Las alteraciones costeras de la zona de Cádiz han dado pie a múltiples hipótesis que casi siempre parten de suponer que el emplazamiento de Tartesos fue cubierto por las aguas. Las recientes campañas de excavaciones submarinas han funcionado bajo esa hipótesis, siguiendo a Schulten. Sin embargo, desde las fuentes históricas caben otras posibilidades, incluso que Tartesos coincidiera con la actual Sevilla.
De todas ellas, la fase más importante es la orientalizante. En ella se produciría un cierto incremento demográfico que se reflejaría en Huelva, el Carambolo y Sevilla, así como en los poblados nuevos del interior (Cerro Macareno en Sevilla), que parecen guardar relación con la difusión del hierro. En ellos aparecen necrópolis con enterramientos en urnas bajo túmulo, y una escritura directamente relacionada con los caracteres fenicios, de la que, tal vez, surgirá la llamada escritura ibérica. En esta época se desarrolla la orfebrería hasta los extremos que documentan obras como las pertenecientes a los tesoros del Carambolo y la Aliseda 8 , indefectiblemente vinculadas a técnicas documentadas en el contexto fenicio y norteafricano. Lo mismo sucede con el resto de los componentes culturales mejor o peor conocidos. La orfebrería tartésica emplea técnicas de elevada sofisticación para la época: soldadura, aleaciones para realizar filigrana y granulado, inclusión de piedras duras, pastas vítreas. En algunos casos parecen documentarse actitudes de cierto racionalismo «económico», porque, como en la actualidad, restringen el uso de materiales nobles para las partes visisbles y confeccionan piezas huecas o con alma de metales menos costosos (cobre). Los «candelabros» de Lebrija (Cádiz) fueron realizados a la cera perdida, y a pesar de su nombre, seguramente sirvieron para sustentar lucernas o para quemar perfumes, toda vez que la costumbre de quemar plantas se difunde por la península Ibérica en esta época.
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El tesoro de La Aliseda (Cáceres) procede de un enterramiento femenino. Del tesoro del Carambolo (Sevilla), se conservan 21 piezas, entre ellas un collar, colgantes, brazaletes, pectorales en forma de piel de toro, y placas quizá correspondientes a una corona.
9.5.
Reflejos de las culturas griega y fenicia en la penĂnsula
Ibérica. «Celtiberizacion». La «Cultura Ibérica» Aunque se ha hablado y se sigue hablando mucho de «celtiberización», lo cierto es que hoy por hoy resulta muy difícil definir en qué consisten los rasgos culturales celtas, más allá de algunas circunstancias que pueden obedecer a razones de la más varíada naturaleza y cuyo sentido permanece oculto. En todo caso, parece obvia una cierta relación entre los pueblos del norte peninsular con los de las zonas europeas tradicionalmente consideradas celtas, que se mantiene todavía hoy en ciertos rasgos etnográficos, muy acentuados en los últimos años gracias a intereses políticos de matiz regional; por aquello de la «Europa de los pueblos», en contra de lo que indican las variedades lingüísticas de todas esas áreas. El témino «celtibérico» aparece, que sepamos, por vez primera en fuentes grecolatinas para referirse a la mezcla de dos «etnias» peninsulares, que acaso entendieron como los elementos más caracterizados de entre los pobladores hispanos: íberos y celtas. Sin embargo, hoy día es difícil decir qué se puede entender por pueblos íberos y por pueblos celtas y da la sensación de que los romanos lo emplearon (el término celtibérico) para resolver un trivial problema semántico, con criterios etnocéntricos, sin preocuparse demasiado de la realidad cultural y étnica de los pobladores «hispanos», que obviamente carecían de la cualificación política que hubiera impuesto un tratamiento diferente, de mayor precisión.
Para el interior de la Península y desde los restos arqueológicos lo único que sabemos es lo que ya hemos mencionado en relación a la difusión del hierro, que existieron pueblos de cierta homogeneidad cultural asentados en lo que hoy es Guadalajara, Soria, la Rioja, el oeste de Aragón y Cuenca. La explotación de las minas de hierro del sistema Ibérico explicaría un relativo florecimiento de estos pueblos entre los siglos V y IV, que, sin embargo, fueron incapaces de llegar al desarrollo que alcanzaron los etruscos, seguramente por la proximidad de las colonias de la Magna Grecia. Además de la generalización de la cerámica a torno, los rasgos culturales de estos pueblos mesetarios mantienen rasgos que aluden a su procedencia transpirenaica: usan una lengua indoeuropea y tienen dioses relacionables con otros europeos de cronología paralela. Hacia el siglo II a.C., en paralelo a la conquista romana, aparecen novedades como el refuerzo de los sistemas defensivos de los castros, el ocultamientos de tesorillos, quizá debido a la inestabilidad política del momento y, lo que es más importante, la emisión de monedas de plata y cobre que nos permiten pensar en el establecimiento de relaciones comerciales de cierto alcance desde, al menos, los años finales del siglo III a.C. Como ocurría en Cogotas II, los poblados se asientan en enclaves de fácil defensa (castros), pero ahora, reforzados con fosos y murallas; las casas se distribuyen en retículas urbanas sencillas, adaptadas a las características topográficas del terreno, tal y como aún podemos ver en los restos de Numancia.
Las necrópolis, que suelen estar al pie de los poblados, documentan prácticas de incineración y depósito de los restos en urnas o directamente en hoyos. También existen enterramientos individuales de cierta sofisticación –siempre pobres– con estelas o tumulares (montón de piedras) y los ajuares, como de costumbre, acreditan rasgos de clara diferenciación social. Entre las necrópolis más estudiadas están la de Atance (Guadalajara), Alpanseque y Almaluez (Soria), Azaila (Teruel), Carabias y El Altillo (Guadalajara, hasta el siglo II a.C.) y la de Riba de Saélices (del siglo III a.C.)
Los restos culturales más relevantes son metalúrgicos y cerámicos. Entre los primeros aparecen gran cantidad de armas, que repiten modelos anteriores (espada de antenas, a veces con nielado en hilo de plata), aunque progresivamente se va imponiendo un peculiar tipo de espada corta (gladius hispaniensis); también aparecen puñales, cuchillos; armas arrojadizas como lanzas en varios tamaños y formas y el soliferrum, de una sola pieza de hierro, con extremo en punta de lanza, que mide 180 cm. y suele aparecer doblado en los enterramientos. Como arma defensiva utilizaban el escudo redondo de cuero o madera con umbo metálico (caedra). Los textos romanos, en consonancia con los restos arqueológicos, hablan de ellos como un pueblo de gran capacidad guerrera sobre sus caballos, predispuestos a ser enrolados como mercenarios, por quien pudiera pagarles o hiciera valer vínculos personales de aplicación genérica. Las necrópolis han proporcionado un buen número de bocados de caballo que ratificaría este rasgo. También son relativamente abundantes las fíbulas, de diferentes formas, como las de "torrecilla lateral", las llamadas "anulares hispánicas" o "zoomorfas de caballito". Estas piezas tenían por objeto sujetar el sagum (túnica) al hombro.
También aparecen pulseras adornos de plata y broches de cinturón. Entre estos últimos predominan los del tipo denominado "céltico", con placa de forma triangular o trapezoidal y con número variable de garfios (hasta seis). La cerámica de estos pueblos acredita la generalización del torno con fórmulas decorativas muy sencillas, de carácter lineal, que se desarrollaran rápidamente a partir de la penetración romana. Si abandonamos las áreas mesetarias y nos centramos en el estudio de las regiones mejor situadas frente a los influjos griegos y fenicios (Levante y Andalucía), las cosas cambian radicalmente. En esas áreas se puede hablar de una especie de «gradiente cultural», que cubre todas las posibilidades intermedias que existen entre las culturas difusoras (fenicios-cartagineses y griegos) y las áreas mesetarias, sabiendo, como es obvio, que, en general, cuanto más nos acerquemos a las áreas marítimas más se harán sentir los influjos foráneos. A esta situación de «gradiente cultural», desarrollada en el área levantina y Andalucía, desde el siglo VI hasta la llegada de los romanos, es a lo que se denomina «cultura ibérica» en sentido «estricto»9.
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Como el lector ya habrá adivinado, nos inclinamos por «creer» que la «cultura ibérica» no es sino una categoría artificiosa concebida hacia el año 1900, para materializar de alguna manera el origen protohistórico de la «cultura española», pasando por alto que, con los restos conocidos, tal empresa carecía de todo fundamento histórico serio.
Sobre ella, hay que tener en cuenta varias circunstancias muy importantes, de esas que suele aparejar la reconstrucción interesada del pasado. La primera, que la cultura «ibérica» no responde a lo que hoy entendemos por «cultura», sino a un fenómeno humano de gran dinamismo supeditado a factores endógenos (las tradiciones locales relacionadas con la difusión del hierro) y exógenos (las aportaciones griegas y orientalizantes, a las que aún habría que añadir los fenómenos migratorios relacionados con la aportación céltica o, en general, transpirenaica). Únicamente, para todo el litoral mediterráneo y la zona tartésica, se puede hablar de una cierta homogeneidad cultural sin correspondencia política, que incluye aspectos lingüísticos relativos (al parecer, existen, al menos tres lenguas «íberas»), tecnológicos y religiosos. En relación a este último aspecto, es importante destacar la generalización del rito de incineración con urnas que aparece en las necrópolis más importantes de la época y que dará razón de ser a la parte más relevante y espectacular de la producción material y «artística» de la época. Porque las «damas» de Elche y Baza no son sino urnas de piedra destinadas a contener los restos del personaje incinerado, que han de contemplarse en un conjunto más amplio en el que también hay que incluir objetos tan elementales como la caja funeraria de Villagordo o el monumento funerario de Osuna. Las sepulturas más complejas contaban con con una cámara con techumbre de madera, en la que se depositaba un ajuar de importancia variable, según el rango del difunto, que indefectiblemente estaba compuesto de objetos de carácter cultural variable. En el Cerro del Santuario de Baza, (excavaciones entre 1968 y 1971) predomina la cerámica ibérica con decoración geométrica y barniz rojo, vasos importados de Grecia, zarcillos de oro, armas de hierro, braseros, fíbulas anulares de bronce, todo con una cronología que las sitúa en la primera mitad del siglo IV a.C. En el Museo Arqueológico se conserva el ajuar de una tumba de Galera formado por varias vasijas y una figura en piedra que se dice podría representar a la diosa de la fecundidad, que participa de la libación y sujeta con
las manos una pátera que recoge el líquido sagrado que entra a través de su cabeza y sale por los pechos perforados. Como es notorio, lo más sobresaliente de la «cultura ibérica» es un interesante conjunto de elementos escultóricos, en el que destacan las ya mencionadas «damas» de Elche y Baza. La Dama de Baza, por sus paralelos con otros elementos comparables del universo Mediterráneo, se ha interpretado como la representación de una diosa protectora en la vida y en la muerte, semejante a Demeter o Perséfone, pero lo cierto es que, dada la confluencia de influjos que convergen en el levante peninsular y dado el silencio de las fuentes históricas sobre las costumbres de los «íberos», resulta difícil tener certeza absoluta sobre su carácter. La obra más sobresaliente del conjunto «ibérico» es, sin duda, la Dama de Elche, obra insular, que parece ser una trasposición local –de gran calidad– de la estatuaria griega. Desgraciadamente, por la nefasta incidencia del furtivismo arqueológico en los yacimientos más importantes del área levantina, que se ha practicado sistemáticamente casi hasta la actualidad, en torno a ella y en general, en torno a todos los restos procedentes de allí, se ha generado una situación anómala, que, a su vez, ha inducido hipótesis sorprendentes. La más espectacular, de la que irregularmente se hacen eco los medios de comunicación, porque de vez en cuando la recuerda algún erudito –normalmente extranjero–, plantea que la Dama de Elche es, en realidad, una falsificación tallada en época reciente 10. 10
Los peor pensados dicen que es «una fallera ornada con el tesoro del
Naturalmente, enseguida aparecen otros eruditos –normalmente españoles– que argumentan en abundancia las razones de su «originalidad hispana»...
Carambolo».
Aunque pudiera parecer sorprendente, lo cierto es que, contemplada la hipótesis sin apasionamiento «nacionalista», engendra una situación muy curiosa, de esas que hacen que nos apasionemos por la Historia. Porque, incluso en el supuesto de que fuera falsa, quien la realizó supo incluir en ella —con cierta exageración «positiva»— los rasgos materiales que definen lo que debía ser la cultura ibérica en esa época, como punto de confluencia de los influjos griegos y orientales (fenicios). Así, pues, como dicen los italianos, si non e vero e ben trovato. En todo caso, quien la contemple hoy debe tener especial cuidado en evitar la «trampa» que induce su consideración como primera gran obra de arte «español», tal y como suelen entenderla quienes siempre están dispuestos a reconstruir la Historia desde planteamientos ideológicos preconcebidos, porque en el mejor de los casos, es decir, en el supuesto de que la Dama de Elche fuera realizada en aquellos lejanos tiempos, sólo se puede entender como el resultado material de unas formas culturales apenas arraigadas en una parte muy reducida de la fachada mediterránea de la península Ibérica, de manera que hablar del «origen del arte español» es, sencillamente, una ligereza... por decirlo en términos de alarde eufemístico. Por desgracia, el resto de las esculturas tradicionalmente adscritas al ciclo «ibérico» no facilitan demasiado las cosas. Las obras procedentes del Cerro de los Santos, por ejemplo, reflejan una cierta homogeneidad que, sin embargo, se corresponde mal con las procedentes de Osuna, mientras que otras, como la «Bicha» de Balazote más parecen trasposiciones locales de modelos procedentes del extremo oriental del Mediterráneo. En definitiva, si nos atenemos a lo que enseñan los restos materiales adjudicados a esta fase histórica deberíamos deducir que fue una época especialmente permeable a los influjos foráneos, en la que la única aportación local sería la capacidad para aglutinar influjos culturales de origen vario... en el
supuesto de que esa capacidad fuera original 11...
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Lo que le ocurrió a la península Ibérica le ocurrieron a la mayor parte de las áreas ribereñas mediterráneas.
La religiosidad «ibérica» se manifestó también en torno a los santuarios o lugares sagrados, situados en emplazamientos naturales como cuevas, bosques o fuentes. Allí, con rituales desconocidos, los fieles ofrecían a sus dioses exvotos y ofrendas, que han llegado a nuestros días contaminados por un conjunto de anomalías que también dificultan considerablemente su valoración histórica. En el caso de los exvotos, además de los hipotéticos talleres de falsificaciones, que pudieron operar a principios de siglo, debemos mencionar un comercio de «exportaciones» ilegales 12, que contribuyó decisivamente a que aún hoy resulte especialmente difícil su catalogación. Los exvotos ibéricos, procedentes de los Santuarios de El Collado de los Jardines y del Castellar de Santisteban (Jaén), están realizados desde el siglo VI a.C., por lo general, en bronce, aunque también los hay de piedra o de cerámica. Aunque se desconoce la filiación concreta de las divinidades correspondientes, podemos deducir que estarían relacionadas con las fuerzas de la naturaleza y con los influjos griegos y orientalizantes. La orfebrería ibérica se puede estudiar a través de los restos hallados y a través de las representaciones escultóricas. Es significativa la notable disminución del oro en beneficio de la plata (Tesoro de Mengíbar, Jaén, proporciona arreos de caballos y restos de carros, en relación con una élite poderosa, placas de cinturón, fíbulas, etc.). Se conservan algunos ejemplos en oro como el Tesoro de Jávea (Alicante) hallado en 1904, en una vasija de cerámica. Sus piezas acreditan las circunstancias culturales ya mencionadas.
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Picasso se vio envuelto en estos turbios asuntos durante su estancia en París y a punto estuvo de acabar en la cárcel.
A partir de las cerámicas y los bronces se puede tener una idea de la indumentaria usada por las gentes de estos pueblos, al menos, en momentos de
cierta solemnidad. Las fuentes latinas resaltaron la peculiar forma de vestir de los íberos. Polibio habla de ricos mantos de lino teñidos de púrpura empleados por los turdetanos y los soldados íberos de Aníbal, muy diferentes de las toscas vestimentas utilizadas por los guerreros mesetarios. La mujer llevaría túnicas superpuestas, a veces decoradas en el borde inferior, ceñidas a la cintura con un cinturón, en ocasiones aparecen representaciones con manto apoyado sobre los hombros, abierto o cerrado por delante o cruzados por las axilas. El mismo manto u otra pieza, hace las veces de velo que les cubre la cabeza. Usan zapatillas de tela lisa y se peinan con ondulados, trenzas o tirabuzones, postizos y diademas decoradas, cofias o altas mitras cónicas. El hombre, vestiría una túnica corta ceñida por un cinturón de amplio broche, manto sobre un hombro pasando por debajo del otro, casquete sobre la cabeza y torques o brazaletes sobre el cuello. La cerámica ibérica presenta un amplio repertorio formal y decorativo así como una gran calidad técnica. Destaca el kalathos (o «sombrero de copa») como forma peculiar ibérica y, como es natural, también en este terreno, se ponen de manifiesto las diferencias regionales que ya hemos mencionado. Lo más sobresaliente de la cerámica íbera es la ingenuidad con que son reinterpretadas las tradiciones griegas, hasta conseguir unos vasos con pinturas de guerreros, animales o formas geométricas fuertemente estilizados.
A modo de colofón, creemos que sólo queda recordarle al lector las prevenciones con que debe enfrentarse a la «cultura española» de estos años anteriores a la llegada de los romanos. Si nuestra idea de «la patria» está sólidamente vinculada al soporte geográfico, no cabe la menor duda de que, en efecto, los restos que catalogamos como «ibéricos», formarían el tercer escalón del progreso cultural «español», después de Altamira y del fenómeno megalítico, en el que estaría integrada sólo una parte de la península Ibérica: parte de Andalucía, toda la fachada mediterránea, desde Gerona hasta Cádiz y un área muy reducida de lo que hoy es Francia 13. Si nuestra idea de «la patria» está vinculada también a los procesos históricos y, sobre todo, a la existencia de una comunidad relativamente homogénea, que comparte un amplio repertorio de rasgos culturales, aún habrá que esperar unos cuantos siglos para poder hablar de «arte español», y como mucho, con infinitas prevenciones, podremos hablar de las «raíces del arte hispánico»...
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Hace poco se celebró una exposición sobre la cultura ibérica en París que, como de costumbre –siempre el famoso chauvinismo galo–, ha enfatizado la inclusión de algunas áreas transpirenaicas dentro de la corriente cultural íbera. No sería de extrañar que, en unos años, aceptada la relevancia de las colonias griegas den norte, se le cambiara el nombre a todo el ciclo por el de «galoibérico».
10. EL ARTE ROMANO. ETRUSCOS, REPÚBLICA Y PLENO IMPERIO. 10.1. Introducción. Aunque resulta muy difícil sintetizar brevemente lo que fue y supuso la cultura romana, merecen ser destacadas unas cuantas circunstancias de su periplo histórico conocido junto con sus restos materiales más relevantes, que nos ayudarán a comprenderla allí hasta donde sea posible... Pero antes de empezar conviene sacudir un poco el árbol de los clichés preconcebidos, aquellos que permanecen latentes entre nuestros propios «lugares comunes», como casi siempre con cierto fundamento pero con no menos deformación. Y aunque parezca una obviedad, lo primero que debemos recordar es que la cultura romana se desarrolló hace más de 1.500 años, que son demasiados para que no hayan caído sobre ella, además de los naturales telones del olvido, no pocas cortinas de mitificación, que hasta resultan comprensibles. La panorámica más superficial que lancemos sobre ella seguramente nos dejará fascinados, porque nunca como en aquella época el hombre y su cultura alcanzaron cotas de esplendor y desarrollo que tardarían muchos años en ser superadas. Seguramente son muchos quienes tienen muy presente que los hombres del siglo XV, aquellos que protagonizaron el Renacimiento, se sintieron fascinados hasta tal punto que se definieron el ingenuo objetivo de forzar un «renacimiento» que consistía, sobre todo, en retomar el desarrollo grecolatino, que había quedado truncado con la crisis del mundo Antiguo. De ese modo se creaba un aura de idealización que, en ciertos aspectos, continúa vigente en la cultura del siglo XX. Pero seguramente serán menos quienes, sometidos a los imperativos de la presente hegemonía cultural norteamericana, recuerden que el influjo de la cultura romana volvió a manifestarse con fuerza cuando todos los países europeos forzaron la quiebra del llamado «Antiguo Régimen», es decir, cuando optaron por formas de gobierno de carácter «republicano» o, si se prefiere, «democráticas». Quienes, en este sentido tuvieron las ideas más claras fueron los franceses y, paradójicamente, también los primeros norteamericanos independentistas, que de la mano de sus respectivas revoluciones, forzaron la recuperación de los modelos éticos y jurídicos romanos. Con un poco de atrevimiento podríamos decir que el proceso renacentista así entendido vino a culminar en el mundo occidental cuando se consolidó el actual sistema
democrático, es decir, hace muy pocos años 14, justo cuando al hilo de la famosa «división de poderes», los juristas de toda Europa admitieron de común acuerdo que el «Derecho Romano» era el fundamento de la «nueva» regulación de las relaciones humanas. Seguramente, querido lector, pensarás que lo que acabamos de exponer es una exageración... Tiempo habrá de justificarlo; pero de momento nos contentamos con que te pongas en guardia ante los nefastos efectos inducidos por la idea «holliwoodiense» de que «los romanos» fueron unos señores muy antiguos, que vestían de hojalata y se pasaban la vida cometiendo atrocidades contra los pobres cristianos. Desde los datos positivos, en primer lugar hay que tener en cuenta que la cultura romana, a pesar de algunas circunstancias anecdóticas y de las pretensiones de algunos romanos, tal y como nos enseñan sus propias tradiciones míticas, fue una cultura que, con orígenes diversos de los helénicos, asumió el desarrollo de la cultura griega (del Helenismo), sin apenas alteraciones producidas por factores externos. Dicho de otro modo: la cultura romana, básicamente, es una derivación de la cultura griega, en la que, además de ciertos «localismos» –en ocasiones, muy significativos– se marcan con particular claridad todas las fases de aquella, desde los «siglos oscuros» hasta la época «clásica», con un dilatado «apéndice», que apenas supuso aportación relevante si pasamos por alto los componentes «negativos» que se impusieron durante el amplio período de decadencia. Esta circunstancia da lugar a una curiosa paradoja que destacaremos más adelante...
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La cultura romana entendida como «modelo ideal explícito» triunfó en la época de la Revolución Francesa, cuando sus protagonistas pretendieron reconstruir el viejo modelo ético cristiano. Se revitalizó con Napoleón y volvió a resurgir, quizás con un carácter algo más folklórico y formal, pero también con carácter explícito, con Musolini.
En segundo lugar, también hay que tomar conciencia de algo que se trivializa con demasiada frecuencia: su dilatado desarrollo temporal. La cultura romana (o, si se prefiere, el desarrollo romano de la cultura griega) cubre un período de casi mil años, en los que sucedieron muchas más cosas de las que, implícitamente, se desprenden de la concepción unitaria que implica la idea «cultura romana». Contra lo que sucediera en el ámbito egipcio, aquí no estamos ante una dinámica histórica esencialmente estática, sino ante algo muy diferente, precisamente, ante una situación esencialmente dinámica, pero, sobre todo, permeable a toda suerte de aportaciones foráneas. La idea misma de «imperio», los postulados imperialistas, hubieran sido incompatibles con una actitud similar a la de los egipcios, secularmente anclados en un marco geográfico limitado. Dicho de otro modo: la cultura romana aparecerá desde muy temprano como una cultura abierta, receptiva y, sobre todo, integradora, capaz de aglutinar en torno a sus presupuestos sobre la organización del Estado cualquier núcleo humano por poderoso y sólido que éste fuera. Y paradójicamente es posible que esta cualidad sea «lo más específicamente romano»... Naturalmente, esta actitud cultural entrañaba ciertas contradicciones de interpretación fatalista, que, a su vez, desencadenaron ciertos problemas xenófobos o, si se prefiere, de «orgullo de raza», que se manifestaron en los puntos álgidos de la expansión territorial por boca de algunas de las más señaladas personalidades de la «intelectualidad» de la época. Entre los «cronistas» del pleno Imperio no es raro encontrar personalidades que, como siempre ha ocurrido, se lamentaban de la «degeneración cultural» en que se veían inmersos por influjo del «afeminamiento ático»... Recuerde el lector lo que, entre nosotros, hace unos años ocurría en relación al «afeminamiento anglosajón»... Las prédicas de aquellos «integristas», caso de que tuvieran algún fundamento real –incluso en aquella época habría sido muy difícil determinar qué valores eran realmente romanos–, como siempre ha ocurrido y seguramente siempre ocurrirá, fueron vanas y la cultura romana siguió desarrollándose en paralelo al cúmulo de influjos sedimentados por las diferentes regiones sujetas al control político del Imperio. Y tanto fue así que, si no fuera por la tradición institucionalista y por las corrientes historiográficas italianas, comprensiblemente inclinadas a reforzar el protagonismo de «lo romano», las líneas de evolución podrían definirse, más que desde la propia dinámica, desde las aportaciones o circunstancias foráneas. Y así, la época etrusca podría entenderse como una «derivación» directa de las colonizaciones griegas, con unos pocos aunque significativos remanentes locales. La época republicana no sería sino una implantación cultural «provinciana» de lo que «poco antes» había ocurrido en el área griega. Los años de gran expansión imperial serían algo parecido a lo que ocurrió en USA poco después de la Segunda Guerra Mundial, cuando asimiló todos los fenómenos culturales
europeos, sencillamente, porque sus protagonistas más señalados, muchos de los artífices de aquellos fenómenos, porque no tenían otro remedio –las personalidades judías– o porque allí vivían «mejor», decidieron cruzar el océano Atlántico. Los siglos II y III, que, por efecto de las frecuentes convulsiones sociales, deberían ser matizados casi década por década, dibujaron el resultado de la integración «definitiva» de las culturas orientales. Los siglos IV y V serían el fiel reflejo de la acción de dos factores ajenos a «lo romano»: la aparición del cristianismo y el efecto centrífugo protagonizado por las diferentes áreas provinciales... En todo caso, por no crear mayores dificultades al lector, nos sujetaremos al mandato de la tradición y subrayaremos las fases determinadas por el proceso institucional: etruscos y monarquías míticas, la época republicana, el Pleno Imperio y el Bajo Imperio.
10.2. LOS ORÍGENES. LA CULTURA ETRUSCA Hay que esperar hasta el año 1.000 a.J.C., aproximadamente, para poder hablar de una cultura que, asentada en la península Itálica, presente rasgos de cierta significación propia: la cultura de Villanova, que parece responder a unos pueblos llegados por efecto de las oleadas indoeuropeas asociadas a los llamados «pueblos del mar», con elementos propios de la cultura de los «campos de urnas», a juzgar por los enterramientos que aparecen (urnas introducidas en lugares excavados en el suelo). Entre todos ellos, se distinguen tres grupos de cualidades culturales diferentes: a) Los latino-faliscos, que se asientan en la zona más marítima del Lacio (entre Roma y Nápoles). b) Los umbro-sabelios u osco-umbros (que responderían a los «sabinos» de los relatos míticos), que ocupan casi toda la zona interior de la península. c) Los ilirios, que controlan la zona costera oriental de toda la península. d) Por fin, los etruscos, que adquieren relevancia histórica a partir del año 900.
Tradicionalmente, siguiendo la opinión de Herodoto, Polibio, Tito Livio y otros cronistas latinos, se creía que los etruscos procedían de Lidia (Asia Menor). Sin embargo, otros arqueólogos actuales creen más probable la segunda hipótesis formulada en época de Augusto por Dionisio de Helicarnaso, según la cual el sustrato étnico de los etruscos estaría basado en grupos autóctonos, que fueron asimilando influencias culturales orientales (griegas y fenicias) y de los pueblos vecinos. A las dos hipótesis anteriores se ha unido una tercera de síntesis, elaborada a partir de las excavaciones de los estratos más antiguos de Vetulonia y Tarquinia (siglo IX), según la cual los etruscos serían un grupo étnico procedente de algún lugar desconocido de Oriente Medio más permeable a los influjos egipcios que la zona Lidia, que de inmediato entró en la dinámica de cruce de influjos de toda la península italiana Sea cual fuere su origen, los etruscos se asentaron especialmente en la Toscana, aunque también controlaron ocasionalmente otras zonas de la actual Italia como los alrededores de Nápoles y Venecia y en su momento de mayor esplendor, hacia el siglo VI, probablemente, extendieron su poder sobre la totalidad de las áreas vinculadas a los grandes núcleos de población de la península. Se conocen los nombres de algunas ciudades como Tarquinia, Caere y Vulci que contribuirían a la expansión etrusca hacia el sur, mientras en el desarrollo por el valle del Po intervendrían, entre otras, en las zonas que hoy ocupan las ciudades de Pisa y Volterra. Hoy se cree que desde muy pronto, la organización política y social de Etruria fue comparable a la de las polis jonias de la misma época, también con una estructura social piramidal y planteamientos «nacionalistas» de «nivel federalista»15, que sólo llegaban al establecimiento de coaliciones similares a las de las ciudades griegas con anterioridad a las guerras con los persas. Como aquellas, manifestaron una importante vocación de expansión colonial, hacia las áreas próximas y, por supuesto, por vía marítima hasta entrar en confrontación con el resto de las potencias marítimas de la época. Fruto de ello, surgiría un importantísimo pacto con Cartago, que daría lugar en el año 540 a la famosa batalla de Alalia (Aleria), que marcó el momento en que el mundo mediterráneo quedaba dividido —al menos en términos institucionales— en dos grandes áreas de influencia comercial: la zona oriental quedaba desde ese momento bajo el poder griego, mientras la occidental era controlada por la mencionada coalición. En definitiva, Etruria se aseguraba el dominio sobre todo el litoral noroccidental 15
Desde las alusiones indirectas de los textos latinos, las ciudades etruscas más importantes fueron: Arretium (Arezzo), Caere (Cerveteri), Clusium, Cortona, Perusia (Perugia), Populonia, Rusellae, Tarquinii (Tarquinia), Veii (Veyes), Vetulonia, Volaterrae (Volterra) y Vulci.
y marcaba un jalón muy importante de la posterior vocación de los pueblos latinos. La hegemonía etrusca sobre la mayor parte de la península Itálica se materializaría al finalizar el siglo VII a.C. y permanecerá hasta los alrededores del año 400, cuando, seguramente como consecuencia de la carencia de un vínculo nacionalista fuerte, Etruria comience a ser progresivamente integrada en la órbita de expansión de una «polis» en desarrollo imparable: Roma 16. Los puntos cruciales de ese proceso de decadencia están determinados por la batalla naval de Cumas (474) y por la coalición con Atenas frente a Siracusa (413). A partir de ese último fracaso, se abrió un proceso que duró cien años, en el curso de los cuales, Roma fue imponiendo su propia dinámica sobre toda Italia 17. Desde la perspectiva etrusca, ese proceso sólo podrá considerarse concluido muchos años después, hacia la época de Augusto, cuando todas las áreas etruscas ya estaban romanizadas y pacificadas. Aunque la carencia material y documental dificulta el conocimiento de la religiosidad etrusca, parece claro que fue una especie de puente entre la griega y la romana. Si creemos a Tito Livio y Cicerón, los aspectos religiosos etruscos más significativos fueron los relacionados con los cultos a los animales, tal vez, por influjo egipcio o por remanentes de «tabúes» ancestrales, y con las artes adivinatorias, por lo general, centradas en averiguar el «humor» de los dioses, estudiando las entrañas de los animales, el vuelo de las aves y los relámpagos. Y es que el hombre se ha pasado la vida buscando soluciones ingeniosas o estúpidas —según se desee mirar— a los problemas que escapan de su control, ya sea el «humor de los dioses», el futuro de los intereses hipotecarios o los sentimientos de los seres amados.
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Ese argumento, que suele aparecer en los tratados pertinentes, no deja de tener su «miga», en especial, para quienes hemos tenido la suerte o la desgracia de vivir en España durante los últimos treinta años: tal parece que el potencial de una cultura, su capacidad de expansión y de resistir a presiones ajenas depende, sobre todo, de la fuerza del «sentimiento nacionalista». 17
Ello no quiere decir que, de repente, desapareciera la cultura etrusca, sino que a partir de estos años, la iniciativa política y social correrá a cargo de los romanos. Las ciudades etruscas asumirán coaliciones diversas, según sus intereses locales, ajenos a las coaliciones unitarias anteriores, sin que ello signifique la disolución de su identidad étnica. Aún hoy, los toscanos (el término «Toscana» es una derivación del término que utilizaban los romanos para nombrar a los habitantes de Etruria: «tusci») se siguen sintiendo «diferentes» al resto de los italianos.
Entre las deidades que pudieron haber estado integradas en la cultura etrusca destaca la triada formada por Tinis, Uni y Menrva, que parece ser trasposición de Júpiter, Juno y Minerva con algunos matices específicos. Al parecer, también habían integrado a Vulcano, bajo el nombre de Sethlans, a Baco (Fuflans) a Venus (Turan), Aplu (Apolo) y a Mercurio (Turms), pero también contaban con deidades que parecen ser ajenas al panteón griego o, cuando menos, al elaborado panteón griego que ha llegado a nuestros días, como Catha (dios del Sol), Tiv, dios de la luna y Thesan, dios del amanecer. En anticipación a lo que sucederá en la cultura romana, también hay que señalar que dentro de la cosmogonía etrusca había un lugar especial para dioses más abstractos, que aludían al destino y a circunstancias comparables, así como a los espíritus de los antepasados. Acaso el rasgo más significativo de la cultura etrusca y el que más quebraderos de cabeza ha producido a los historiadores, sea su lenguaje, aún hoy escasamente conocido. Aunque presenta ciertas similitudes con el griego y el latín, sus diferencias son tan notables que se sigue discutiendo su origen remoto y se pone en duda su carácter indoeuropeo. Nos hallamos, pues, con un problema de matices similares a los del euskera, con el que no cabría descartar alguna relación directa o indirecta... Sea como fuere, los mil años de desarrollo de la cultura etrusca se tradujeron en un progresivamente abandono de su lengua en beneficio del latín, que se impuso hasta hacerla desaparecer. De hecho, la inmensa mayoría de los textos etruscos conocidos pertenecen a inscripciones funerarias antiguas. La excepción más sobresaliente es un texto litúrgico en tela, conservado en Zagreb (Croacia), procedente de una momia egipcia de época helenística, que ha ayudado poco en la comprensión del etrusco. En síntesis, con los etruscos entramos de nuevo en el difuso pero interesante universo de las hipótesis históricas que nos permiten entrever de qué modo fue gestándose lo que acabaría siendo el Imperio Romano, en cuyo seno pervivirán muchos de sus elementos. Entre ellos, además de los que ya habrá advertido el lector, por su carácter significativo, merecen ser destacados los siguientes: –Algunos elementos de los distintivos jerárquicos del vestuario, como la toga orlada de púrpura (toga praetexta), la silla curul de marfil (la sella curulis), la escolta de los servidores públicos (lictores), el fascio (fasces), símbolo del derecho de vida y muerte sobre los súbditos, compuesto de un haz de doce varas con un hacha. –Es obvio que la religiosidad romana está muy condicionada por las apropiaciones etruscas. Sin embargo, también es importante hacer notar que los rezagos llegaron algo más lejos, para marcar una importante diferencia con la
religiosidad griega: nos referimos al nuevo papel de los sacerdotes. Su vinculación a las artes adivinatorias les proporcionaba una dimensión social que habría sido inconcebible en la península helénica. –Los gladiadores parecen derivar de los ritos funerarios etruscos, en los que seguramente se procedía a sacrificios humanos. En resumen, a pesar de lo que recogen algunas crónicas históricas —muy mitificadas y manipuladas en época posterior según los intereses de las familias gobernantes 18 —, da la sensación de que la cultura romana es la lógica consecuencia del desarrollo natural de la cultura etrusca, con una circunstancia muy importante en términos institucionales pero de escasa entidad para el desarrollo histórico general: el enaltecimiento de Roma como centro de la política italiana.
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Es importante tener en cuenta que las zonas toscanas jugaron un papel muy importante en los conflictos civiles y que tuvieron la mala fortuna de apostar por el bando perdedor, por lo que no tiene nada de particular que sufrieran el precio histórico de quienes son derrotados.
10.2.1. EL ARTE ETRUSCO. Es un arte profundamente relacionado con las tradiciones griegas, difundidas en sus actividades coloniales. A lo largo del siglo VIII se va acentuando ese acercamiento, al parecer, siguiendo inicialmente las fórmulas de las ciudades anatolias, con las que tenían importantes relaciones comerciales, hasta llegar a un punto de convergencia prácticamente absoluto que, en determinadas épocas, hace difícil distinguir lo romano de lo griego. Dicho de otro modo: el arte etrusco determina un punto intermedio en el proceso de asimilación del arte griego por parte de los pueblos de la península itálica.
10.2.1.1. La arquitectura Entre los restos que conocemos, destacan los monumentos funerarios que incluyen relieves, pinturas, sepulcros con el retrato del difunto e importantes ajuares. El resto de la arquitectura etrusca apenas se conoce más que desde las aportaciones arqueológicas, necesariamente volcadas hacia los vestigios más sumarios, profundamente alterados por las superposiciones de época romana. Al parecer, muchas ciudades italianas fueron reconstruidas por los romanos, de forma que sólo en el primigenio diseño urbanístico se reconoce la antigua ciudad etruria. Uno de los casos de este tipo más estudiados es Perugia. Se dice que los etruscos construirían sus ciudades con arreglo a una complicada liturgia marcada por los augures, quienes señalarían el lugar de emplazamiento de murallas y puertas. A través de los testimonios arqueológicos, sabemos que en las edificaciones etruscas de emplearon adobes, ladrillos, mampuestos y madera. La sillería se reservaba para los monumentos funerarios, las fortificaciones y los cimientos de las casas. Conocían el arco de medio punto, la bóveda de cañón, la falsa cúpula por aproximación de hiladas (se conservan ejemplos de sistema abovedado en algunas puertas de ciudades y en la Cloaca Máxima de Roma), el sistema adintelado y la techumbre plana. Como soportes utilizaron la columna, el pilar y la pilastra. La casa etrusca sería, en principio, un recinto rectangular con cubierta a dos aguas, con patio central, a la que más tarde, en paralelo a las costumbres griegas, se añadiría un pórtico. Se conocen representaciones figuradas de Perusa, Tarquinia, Arezzo, que nos hablan de fortificaciones construidas con muros continuos de mampuestos, almenas y puertas monumentales conformadas con arco de medio punto entre dos torres formando bóveda de cañón, que podrían ser el precedente directo del arco
de triunfo romano.
a) El templo etrusco. Debido al carácter de la religiosidad etrusca, es posible que en un principio no existiera el templo más que como lugar sagrado, al aire libre, sin elementos arquitectónicos o de otro tipo que dificultaran la observación del cielo y de los fenómenos naturales. Incluso en época romana el augur trataba de conocer la predisposición de los dioses trazando líneas imaginarias en el espacio y en el suelo, que componían el templum, en relación a las cuales el sacerdote permanecía durante el tiempo que fuera necesario hasta que aparecían los signos que acreditaran dicha predisposición: pájaros, relámpagos, truenos, etc, que, según su forma de manifestarse eran intrepretados como favorables (fastos) o desfavorables (nefastos). Pero, seguramente por influjo griego, esas costumbres cambiaron hasta que aparecieron los primeros templos, que están perfectamente documentados en época etrusca. Los templos etruscos, construidos sobre cimientos de piedra, en ladrillo y madera, se elevan sobre un podio, y, según las descripciones de Vitruvio y los restos conocidos, son de proporciones casi cuadradas, de estructura similar a los templos griegos, con cella, frecuentemente triple, cuyas paredes podían estar revestidas de estuco (ejemplo: Templo de Júpiter en el Capitolio, 509 a.C., con sus cellas laterales dedicadas a Juno y Minerva). En el exterior, rodeado de columnas, destaca el gran vuelo de las cornisas rematadas con adornos de palmetas o carátulas y cubiertas con decoración cerámica esmaltada (influencia asiria y persa que dan pie a las versiones sobre la procedencia de los etruscos de Asia Menor). Parece que este empleo de placas cerámicas pudo introducirse por sus contactos con el comercio griego, sobre todo a través de los corintios (promotores de la decoración de los triángulos de los frontones, en principio en cerámica).
b) Las tumbas. Se han encontrado varios tipos de tumbas; en principio serían similares a las viviendas, pero, al parecer, pronto se impuso la costumbre de realizarlas excavando en la roca, bajo túmulos, con falsa cúpula o con cubiertas sensiblemente planas. Cuando no es posible excavar la roca, en las proximidades de los poblados se construyen con bloques de piedra y luego se cubren con montículos de tierra. Suelen tener una gran cámara central o varias cámaras para albergar a diferentes familias. En algunos casos persiste el paralelismo con las viviendas de modo que se imitan las formas de la arquitectura doméstica, (arquitectura en madera) se marcan vigas, pilastras o pilares con relieves, con sus basas y capiteles. Es relativamente frecuente la aparición de formas ornamentales de manifiesta tradición griega, como volutas comparables a las de los capiteles eólicos, comunes en Asia Menor. Una de las necrópolis etruscas más importantes, es la de Cerveteri (s. V-IV a.C.) aunque se conocen otras como la del Casal Marítimo de Volterra, la del Granduca en Chiusi, etc.
10.2.1.2. La escultura no metálica. Lo que conocemos de la escultura etrusca procede, mayoritariamente, del contexto funerario e indefectiblemente nos habla de un manifiesto influjo griego. Los etruscos tenían la costumbre de utilizar sarcófagos que, con frecuencia, poseían tapas en las que se representaba al difunto recostado en el lecho mortuorio, sólo o acompañado de su pareja, con el rollo de las fórmulas mágicas o hechizos que les debían servir en su viaje al reino de ultratumba, o con un plato en la mano (pátena del ofertorio) que contenía el óbolo destinado a pagar a Caronte por sus servicios a la hora de cruzar la laguna que simboliza el trágico cambio de estado. Los personajes retratados van generalmente medio desnudos, con la conocida «sonrisa», que es derivación de la eginética, cubiertos con un sudario o manto que les tapa las piernas, dejando al descubierto el pecho y parte del vientre. No llevan insignias ni armas, a veces se adornan con una guirnalda al cuello o con una corona de siemprevivas, a modo de símbolo de inmortalidad.
Esta iconografía, que acaso tenga su origen lejano en el mundo egipcio, viene a reforzar la argumentación ya planteada sobre el origen de las formas culturales etruscas y sobre el carácter «invariante» de «lo romano». Según P. Grimal (Diccionario de Mitología griega y romana, Barcelona, ed. Paidós, 1984, p. 89) «Caronte es un genio del mundo infernal (hijo de Erebo y de la Noche). Su misión es pasar las almas, a través de los pantanos del Aqueronte, hasta la orilla opuesta del río de los muertos; éstos, en pago, deben darle un óbolo. De ahí la costumbre de introducir una moneda en la boca del cadáver en el momento de enterrarlo. Se representa a Caronte como un viejo muy feo, de barba gris e hirsuta, vestido de harapos y con un sombrero redondo. Conduce la barca fúnebre, pero no rema; de ello se encargan las mismas almas. Se muestra con ellas tiránico y brutal, como un verdadero subalterno.... En las pinturas de las tumbas etruscas, Caronte aparece como un demonio alado, con la cabellera entremezclada de serpientes y llevando un mazo en la mano. Ello hace suponer que el Caronte etrusco es en realidad el "genio de la muerte", el que mata al moribundo y lo arrastra al mundo subterráneo». (En la orilla opuesta estaría la entrada del Infierno guardada por Cancerbero, el de las tres cabezas) 19. Los retratos funerarios más antiguos corresponden a sarcófagos de barro cocido (terracota) y representan el tipo etrusco barbado, delgado, idealizado. Más tarde, hacia el siglo IV, cuando se labran en piedra, los personajes son lampiños, y de constitución más fuerte, en correspondencia al tipo etrusco que describieron Catulo y Plauto «obesus, pinguis etruscus». El paso de los años marca una manifiesta voluntad de realismo, en precedente directo e inmediato de lo que será el retrato romano. La figura femenina presenta también diferencias con el paso del tiempo: en un primer momento se modelan mujeres delgadas, de cuerpo ceñido, con nariz y barbilla bien acentuadas, reclinadas al lado de sus maridos, levantando las manos como gesto de conjuro contra el maleficio (espantar a Caronte y Tuculca, demonios etruscos). A partir del siglo IV son figuras de constitución más fuerte, 19
Al parecer, el mito de Caronte procede de las creencias egipcias sobre El lago de Aquerusia o Aqueronte. J. Humbert, Mitología griega y romana, Méjico, Ediciones Gili, 1978, p. 295: «Cerca de Menfis y al lado de un lago llamado Aquerusia, se levantaba el cementerio principal de los egipcios. Los cadáveres de los que acababan de morir eran transportados a las orillas de este lago para ser juzgados según sus obras. Si el difunto había violado las leyes del país, era arrojado en una especie de muladar llamado Tártaro; si se había portado como hombre de bien, era transportado por un batelero a la otra parte del lago, a una deliciosa pradera, festoneada por hermosas flores, riachuelos y bosquecillos, donde recibía sepultura. Dábase a este lugar el nombre de Elision, es decir, morada del reposo y de la alegría. Los mitos de los Campos Elíseos, del Tártaro, de los jueces del infierno, de Caronte y su barca, deben, sin duda, su origen a esta costumbre egipcia»
como sus maridos, vestidas con túnica y manto y engalanadas con joyas. Es probable que este cambio sea reflejo de un importante cambio en el rol social de la mujer, encaminada a ocupar la decisiva función social que, salvando prejuicios «feministas» actuales, tendría unos siglos después.
Los frentes de los sarcófagos pueden tener relieves, los más antiguos con escenas mitológicas de origen griego, y los correspondientes a los siglos VI-V a.C. con escenas funerarias o alegóricamente relacionadas con la muerte: combates, sacrificios cruentos, raptos, duelos y homicidios. Los mitos de origen griego más frecuentes en este contexto son el sacrificio de Ifigenia, el rapto de Helena, los funerales de Antíloco, la muerte de Héctor, Ulises y las sirenas, la muerte de Agamenón, la venganza de Orestes, el suplicio de Edipo, el duelo de Etiocles y Polinice, etc. En las tumbas se colocaba también un ara o altar decorado con relieves de temática tomada del ritual funerario: la acción de cerrar los ojos, los coros de plañideras y cantoras, el banquete funeral, que duraba varios días, etc. Todo ello a tono con lo que era frecuente en la cerámica griega. Aunque la escultura de bulto redondo etrusca es rara, existen algunas piezas de interés excepcional; entre ellas destaca el grupo (en barro cocido) de Hércules y Apolo disputándose la cierva, procedente del templo de Veyes, con manifiestos rasgos de arcaísmo griego.
10.2.1.3. Los bronces. La abundancia de minas de cobre en la región de implantación etrusca seguramente facilitó el desarrollo de una tecnología en la que fueron punteros en su tiempo. Asimismo, todo parece indicar que su desarrollo metalúrgico, asociado al bronce como al hierro, tal vez, asimilado en el seno de la cultura de Villanova (en relación a sus contactos con Asia Menos), fue clave en su expansión territorial y, desde luego, en la expansión inicial romana. En la metalurgia del bronce los etruscos emplearon diferentes fórmulas técnicas cuyo dominio les otorgó gran notoriedad en su tiempo: láminas repujadas o grabadas, cera perdida, vaciado en hueco o fundido en pleno. Hasta tal punto llegó este dominio, que aún hoy algunos especialistas se sienten indecisos a la hora de adjudicar a ciertas obras paternidad itálica o griega. Entre las piezas de temática animalística hay que destacar, en primerísimo lugar, la Loba capitolina (las figuras de Rómulo y Remo son piezas del Renacimiento, que se realizaron para sustituir a las originales, perdidas), realizada hacia el año 500 a.C. La famosa Quimera de Arezzo es el bronce más polémico en asunto de atribución.
Algo aprecido sucede con los retratos que, en ocasiones, podrían ser de época posterior. Entre ellos destaca El orador del Museo de Florencia, cuya actitud nos resulta tan «fachimiliar», con una inscripción etrusca que descabala cualquier reparo sobre la habilidad de los broncistas italianos, salvo en el caso de que se tratara de un encargo realizado por artífices griegos. Otro tanto se puede decir del retrato de un gentilhombre cuyo parecido con Brutus es asombroso, que, incluso con los problemas de atribución que encierran todas estas obras, marca con claridad el punto de arranque de la retratística romana. En cualquier caso y como tendremos ocasión de ver con cierta frecuencia, la polémica de los eruditos casi siempre informa sobre situaciones de convergencia entre culturas paralelas, que acaso estuvieran más próximas de lo que hoy nos parece tras consultar los mapas del mundo mediterráneo 20. Entre los repertorios de objetos de bronce etruscos también destacan las piezas de tocador (cistas y espejos, sobre todo), las sítulas y una amplia gama de pequeñas figurillas votivas, que partiendo de modelos griegos, presentan rasgos de evidente personalidad dentro del arcaismo.
20
Recuerde el lector lo que comentábamos al hablar del Neolítico. En una época como la del apogeo etrusco, las vías de comunicación marítima podían poner en conexión directa y permanente lugares tan aparentemente alejados como Tiro y Huelva o como la Toscana y la zona eolia
Las cistas etruscas son estuches cilíndricos empleados para guardar piezas de tocador, con tres apoyos en forma de garras de león, esfinges o grifos y con tapadera cuya asa se forma con figuras humanas o animales. Suelen tener decoración repujada y casi siempre grabada a buril, de evidente origen griego. Son usuales los ciclos mitológicos, palmetas, volutas, roleos, ovas, cabezas de Medusa, esfinges, etc. (ej. cista Barberini, o cista Ficoroni) Se ha manejado la hipótesis de que estas piezas, en su inmensa mayoría, fueron realizadas en Palestrina ( Lacio). Del mismo modo, los espejos etruscos también responden a modelos griegos. Son piezas circulares, con mango de diferentes materias, o encerrados en un pequeño estuche, con decoración incisa en el reverso o en la tapadera, a veces con repujado, y con similar temática a la citada en las cistas. Las sítulas son vasijas utilizadas para contener los líquidos empleados en las celebraciones litúrgicas; son de perfil cónico invertido y están decoradas con bandas superpuestas con frisos animados, procesiones de guerreros, escenas campesinas,etc. (ej. Sítula de la Certosa, en el Museo Cívico de Bolonia). Asimismo tienen cierta entidad los trípodes, los candelabros, los braseros y, en general, los soportes para incensarios o pebeteros, siempre dentro del mismo universo formal e iconográfico.
10.2.1.4. La pintura. La pintura etrusca, que nos ha llegado vinculada al universo funerario, pudo haber tenido un campo de expansión mucho más amplio (templos, viviendas, etc.) Las obras más antiguas que conocemos son, por lo general, grandes composiciones de escaso colorido. Posteriormente, quizá por influjo de los vasos griegos, se amplía la gama de colores. Se registran diferentes temas paralelos a los de las terracotas: funerarios, históricos, vida cotidiana, etc. Muchas de las pinturas funerarias, especialmente las de Tarquinia, están hechas al fresco: la pared de tufo se recubría con una capa de arcilla más bien delgada, mezclada con paja. y sobre la arcilla se daba una lechada de cal que constituía el fondo sobre el que se aplicaba la pintura, al tiempo que hacía las veces de aglutinante. Los colores se daban mezclados o en estado puro. El color de las carnaciones femeninas se obtenía con ocre rojo mezclado con cal, para los cuerpos masculinos se usaban los colores convencionales: rojo, marrón y ocre. Dufour hace algunos años planteaba una curiosa paradoja ( en C. Maltese y otros: Las técnicas artísticas, Madrid, Cátedra, 1980, p. 280): «A causa de la desaparición de la pintura griega, debemos fiarnos de las insuficientes noticias de Plinio. La más importante que da sobre la pintura griega es la de que ésta sólo conoce cuatro colores: blanco (tierra de Melos), amarillo (ocre ático), rojo (almagre de Plonto), negro (negro de humo mezclado con aglutinante). (...) Si esto es así, deberíamos suponer que la pintura de las tumbas etruscas, que se
viene considerando como una repetición de los modelos griegos, refleja un estadio posterior de la pintura griega: de hecho, la gama de colores (tumbas de Tarquinia) es más amplia y comprende blanco, amarillo, rosa, diversos tonos de rojizo, rojo, azul, verde y negro (azul y verde serían, según Plinio, desconocidos por los griegos)». Particularmente, no creemos que se pueda llevar tan lejos la credibilidad de Plinio, cuyas apreciaciones estéticas seguramente carecían del rigor actual...
10.2.1.5. La orfebrería. Como ocurre con los broncistas, los orfebres etruscos, maestros en diferentes técnicas (granulado, filigrana, repujado) destacan por méritos propios aunque partan de fórmulas artísticas de otras culturas y, sobre todo, del mundo oriental. Los ajuares de las necrópolis de Cerveteri y Prenestre han suministrado gran cantidad de piezas no sólo etruscas sino procedentes de otros lugares del Mediterráneo. También podemos conocer las preferencias en el aderezo de los etruscos a través de las esculturas funerarias (como ocurre con la estatuaria ibérica). Gracias a ellas sabemos que, cuando podían, se manifestaban más coquetos que Psicosis González y que les gustaba adornarse el cuello, las orejas, los brazos y los dedos con toda clase de adornos. Los collares se adornan con criterios que hoy calificaríamos de barrocos, con gran variedad de colgantes, esferitas auríferas, máscaras reproduciendo el rostro de Baco, sátiros, medusas, etc.. La mayoría de las piezas conocidas son de oro, aunque aparecen también objetos de plata. Las fíbulas y los broches son seguramente los objetos cosméticos mejor logrados.
10.2.1.5.
La cerámica.
Más que en cualquier otro aspecto de la cultura material, la cerámica etrusca es prácticamente idéntica a la griega arcaica, si dejamos a un lado los rasgos de pobreza técnica y ciertos localismos temáticos que certifican el origen ajeno a los grandes talleres griegos. La única modalidad propiamente etrusca es la del bucchero nero, nombre que hace referencia al empleo de una arcilla negra o de color muy oscuro, imitando las vasijas de bronce griegas. Se trata de una modalidad con decoración en relieve, bien impresa sobre el barro húmedo con troqueles giratorios en negativo, o con moldes aislados con el tema rehundido. Se habla de bucchero pesante -paredes gruesas- o bucchero sottile, de paredes muy delgadas y
decoración incisa. Los ejemplares de mayor perfección técnica y decorativa se datan entre los siglos VI y V a.C. Es posible que uno de los centros productores más importantes de esta modalidad estuviera en la ciudad de Chiusi.
10.2.1.6. indumentaria.
La
A través de las representaciones escultóricas y de las pinturas de las tumbas se conoce relativamente bien la indumentaria etrusca o, cuando menos, algunas fórmulas del vestir. Como de costumbre, lo primero que debemos señalar sobre ella es su manifiesto influjo griego, seguramente difundido a través de las colonias de la Magna Grecia. En las obras más antiguas aparece la mujer cubierta con un traje largo, no demasiado amplio, con mangas hasta el codo; a partir del siglo VI, coincidiendo con los momentos de máximo apogéo político y económico, dicho traje es sustituido por una túnica más fina y con pliegues sobre los pies, similar al khiton griego, por encima un manto con bordados que a veces cubre la cabeza y recibe el nombre de tebenna. Las prendas del hombre son similares a las de la mujer, aunque parece ser que varíaba la longitud de la túnica según la edad del personaje y su decoración dependía, lógicamente de su condición social. El manto, que deja libre el hombro derecho, se sustituye más adelante por mantos cortos con rica decoración, en los que se dice, podría estar el origen de la toga romana.
10.3. Las monarquías míticas. 10.3.1. La fundación de Roma y los «siete reyes». Bajo esta denominación se recuerdan los años transcurridos entre el 753, cuando se supone que Rómulo fundó Roma, y el 510. También se conoce esa época como el período de los «siete reyes». Históricamente es la época en la que Roma estabiliza su hegemonía en el Lacio. Desgraciadamente desde el punto de vista histórico, apenas existen datos ciertos desde los que podamos reconstruir lo que realmente sucedió. En contrapartida, las leyendas que sobre estos años circularon en época romana son tan numerosas como sugerentes y divertidas. Según las que recreó Virgilio en la Eneida, la fundación de Roma se debe a Rómulo, que se supone descendiente de Eneas, héroe de la guerra de Troya e hijo de Anquises (a su vez, descendiente de Zeus) y Afrodita, que después de muchas vicisitudes, acabó fijando su residencia en las proximidades de lo que sería Roma, para dejar una saga que, tras el primer rey de Alba Longa (Ascanio o Julo), culminaría en los dos famosos hermanos gemelos, hijos, a su vez, de una hija de otro rey de Alba Longa. En definitiva, todo quedaba en casa... Otras leyendas aún más pretenciosas afirman que Rómulo y Remo fueron hijos de Marte, que sedujo a Rea (vestal descendiente de Eneas —según unas fuentes es su hija, según otras, una descendiente lejana—). Según estos relatos, Amulio, tío de Rea, la encarceló y ordenó depositar a sus hijos en una canasta sobre el Tíber. Por efecto de una crecida, combinada con una contracorriente, el río depositó la canasta aguas arriba, bajo una higuera situada en lo que años después sería el Palatino. Allí los recogió y amamantó la famosa «loba» (el lobo es un animal consagrado a Marte), hasta que los recogió Aca Larentia, esposa de Fástulo, pastor del rey. Según otra tradición antigua, más prosaica, lo que ocurrió en realidad fue que, Aca Larentia, a quien se conocía como «la loba», a causa de su conducta desordenada (el término «loba» se aplicaba a las prostitutas), recogió dos niños abandonados.. Por si el lío parental fuera pequeño, todavía existen otras tradiciones que elevan la categoría de Aca Larentia hasta convertirla en amante del mítico Hércules. En otras se llama Ilia a la madre de Rómulo y Remo... Y por fin, para confusión de propios y extraños había quienes perdiéndose en los vericuetos legendarios, confundían Aca Larentia con Rea...
En todo caso, la estrambótica y contradictoria fundación de Roma, paralela y comparable a las fundaciones míticas de otras ciudades nos remite a un
monumental enredo en el que siempre están presentes los líos amorosos o las veleidades sexuales –según el prisma desde el que se desee mirar– en el que resulta interesante destacar algunas circunstancias significativas: a) No deja de ser curioso lo que esta idea del origen mítico supone desde el punto de vista de la continuidad cultural: los romanos deseaban sentirse descendientes de un alto personaje de la historia mítica griega. a) La participación de Marte –mitificación de Amulio, el tío de Rea, o de algún pariente de aquel– puede interpretarse como expresión de la voluntad de los romanos de presentarse como un pueblo con vocación expansionista, en sentido estricto. Al parecer, en las tradiciones míticas romanas, Marte no surgió como una trasposición literal de Ares, de su homónimo griego, sino con matices de fuerte sentido agrario. El Marte latino parece ser una antigua divinidad local relacionada con la guerra, pero también con la juventud, con la vegetación, con la primavera y, aún, con la fertilidad. Marte es el dios que en las primaveras sagradas guía a los jóvenes sabinos que abandonan su ciudad para fundar otras nuevas o para extender el control del territorio, después de conseguir mujeres de otra procedencia, que, por lo tanto, debían ser «raptadas» 21.
21
El famoso «rapto de las sabinas» puede interpretarse como un fenómeno relativamente frecuente en las sociedades primitivas. Para evitar los problemas de la endogamia y del minifundismo, los jóvenes de una aldea están obligados a encontrar mujeres en otra comunidad diferente y a marchar con ella a la búsqueda de nuevas tierras de labor. Precisamente esta «necesidad» exogámica, está en el origen de las fiestas rurales y seguramente en el «rito» del «rapto», que debemos imaginar con connotaciones muy diferentes a las que hoy otorgamos a ese término. Muy probablemente, esos raptos estarían perfectamente institucionalizados y ritualizados –seguramente vinculados al rito de paso de los jóvenes que llegan a la edad de procrear–, de manera que, el varón estaría obligado a compensar económicamente a la familia de la mujer por su «apropiación». Los conflictos sólo surgirían en el momento en que aquél, sintiéndose poderoso, se saltara a la torera los pactos asociados al intercambio y decidiera no pagar la dote.
c) La «fundación» institucional de Roma parece ser fruto de un conflicto de poder, polarizado por el control territorial entre las federaciones etruscas y comunidades que pretendían permanecer al margen de ese poder, que muy probablemente también eran de origen etrusco, pero que quisieron manifestarse ajenas a esa tradición vinculándose en origen a los enemigos tradicionales de dichas federaciones: los griegos. Así se explicaría la participación de Marte, Eneas, Hércules e incluso Afrodita en el nacimiento de Rómulo y Remo, en una «historia» que, en origen, seguramente sólo fue el resultado de las prácticas exogámicas vinculadas a la expansión territorial de una comunidad de raíces etruscas. En esta dirección existe un dato muy elocuente: el término Roma deriva del término Ruma, que, al parecer, sirvió para nombrar a una gens etrusca, cuyo primer vástago tendría que haberse llamado «Rúmolo». Bromas aparte, aunque los eruditos latinos antiguos –siempre tendenciosos e interesados– se limitaron a interpretar el mito de Rómulo y Remo como una alusión simbólica a la fusión entre los romanos y los sabinos, los dos elementos étnicos que supuestamente conformaron la sociedad romana antigua, nos ha parecido interesante realizar una breve incursión en el mito de la fundación de Roma porque, como suele suceder siempre con los mitos, en él se encuentran argumentos explicativos y justificativos de ciertas cualidades de la cultura romana y, por supuesto, buena parte de las claves para entender –intentar entender– los fenómenos de los siglos siguientes Desde los datos arqueológicos apenas sabemos que a mediados del siglo VIII se establecieron en la colina del Palatino individuos que habitaban en cabañas (de adobe y paja), posiblemente procedentes de la región de las colinas de Alba-Longa, y que poco a poco se fueron poblando las colinas próximas a la isla del Tiber, y que todos ellos trataron de sacar partido de su ventajosa situación a la puerta de una de las vías de penetración comercial hacia el interior de la península italiana... Realmente, poca cosa... Para los aficionados a recordar nombres que permiten el personal lucimiento frente a los crucigramas, ahí va la lista de los famosos «siete reyes»: 1. Rómulo, que según dicen reinó desde el año 753 hasta el 715. 2. Numa Pompilio: desde el 715 al 676 o al 672, que en esto no se ponen de acuerdo los cronistas; a él se adjudica la institucionalización de lo más grueso de la religiosidad romana. 3. Tulio Hostilio (673-641). Algunos dicen que fue el primer monarca de decidida voluntad expansionista y es muy posible que así fuera en realidad, es decir, que la actitud institucional expansiva –de momento sólo aplicada al contexto peninsular–, comenzara por esos años, a mediados del siglo VII. 4. Anco Marcio (641-616), que por lo visto dio continuidad a la acción de su predecesor.
5. Lucio Tarquinio Prisco (616-578). Se dice de él que fue el «inventor» de la arquitectura pública emblemática. Nada tiene de particular que fuera él quien, a la vista de los excedentes proporcionados por la expansión, comenzara una ambiciosa campaña de arquitectura institucional. 6. Servio Tulio (578-534). Por lo visto fue el padre de la jurisprudencia latina y, por lo tanto, de toda la jurisprudencia... Si hubiera sido cristiano, obviamente, sería el santo patrón de los abogados. 7. Lucio Tarquinio el Soberbio (534-510), que fue derrocado, según dicen, porque su hijo forzó a la esposa de un pariente y sus conciudadanos se enfadaron. Como el sagaz lector habrá advertido, no siempre son los hijos quienes pagan los pecados de los padres. Por si existe algún crédulo en asuntos de historia personalista, calcule el lector los años que duró cada rey y compare las cifras con los años que duraron los dignatarios en la época que tenemos bien documentada... Nada tiene de particular que los romanos de los tiempos históricos se pasaran la vida añorando la dorada época de los siete reyes, cuando todo el mundo vivía en paz y armonía, hasta que apareció aquel vástago díscolo, que cometió el «pecado original» por el que todos los romanos fueron expulsados del Paraíso... En definitiva... La supuesta fundación de Roma en el 753 (21 de abril), en una de las siete colinas de Roma (El Palatino), es una referencia mítica tremendamente elocuente, que debemos relacionar con el desarrollo natural de la cultura etrusca, en esos momentos sujeta a la dinámica impuesta por la expansión colonial de Cartago y Grecia, que también afectó muy especialmente, aunque de otro modo, a la península Ibérica. En todo caso, parece obvio que durante estos años y en los que siguieron hasta el siglo V se abrió la caja de Pandora y de ella salió el primer pueblo decididamente expansionista, capaz de afrontar una aventura histórica espectacular, que culminó en algo que hemos añorado secularmente: la unificación cultural de todo el mundo mediterráneo.
10.3.3. Elementos culturales romanos asociados al origen mítico. Lógicamente, son muchos los rasgos culturales romanos que cristalizaron durante estos años míticos. Así, por ejemplo, sabemos que, seguramente por la conjugación de influjos externos y de observaciones propias, en ellos se estableció el primer calendario romano, como solución de compromiso entre los ciclos solar y lunar en un formato muy similar al que aún utilizamos, con la lógica variante del origen, que se hizo coincidir con la fundación de Roma. Pero de
todos los rasgos de esta época nos interesa destacar uno que marcará secularmente el carácter del Imperio Romano: su organización social y política, que a grandes rasgos, permanecerá prácticamente invariable hasta la caída del último emperador. La base de la comunidad romana de estos años, como de los sucesivos, es, al igual que ocurría en Grecia, el vínculo sanguíneo, la gens o conjunto de varias familias, de origen común, que llevan el mismo apellido, y que da lugar al sistema de denominación de las personas que llegará a nuestros días. Cada individuo tenía, en principio, un «nomen» –que era precisamente, el «primer apellido», es decir el nombre de la gens– y un preanomen, que era el equivalente a lo que hoy llamamos nombre de pila. Más tarde comenzó a usarse el segundo apellido, el cognomen, que determinaba la familia correspondiente de dicho gens. Así, por ejemplo, si una persona se denominaba Marco Cornelius Scipio, ello quería decir que pertenecía a la gens, al tronco familiar primitivo de los Cornelius y a la familia Scipio de esa gens. Desde ese fundamento evidentemente clasista y hereditario, en un momento indeterminado, pero que podemos hacer coincidir con la fundación de Roma, por aquello de ser fieles al mito, se instala un sistema de monarquía electa similar a la que existía en la zona griega, de carácter endógeno, entre los miembros principales de los gens. Es, como el lector ya habrá imaginado, el origen del Senado que, en estos años preliminares, debía someter su voluntad a la de los dioses, de manera que dicha decisión debía ser avalada mediante los signos correspondientes, bien por la auspiciato (observación del vuelo de las aves), bien por la auguratio (estudio de las entrañas de un animal previamente sacrificado). Cubiertos los trámites reglamentarios, el elegido era entronizado en una ceremonia pública de rito comparable al que ha pervivido en el boato de las monarquías: el augur de mayor prestigio le imponía las manos y simbólicamente le trasmitía el imperium, es decir, la capacidad de tomar decisiones sin dar cuentas más que a Júpiter, de quien se suponía que procedía directamente su poder. Y para completar el cuadro de su poder, desde ese mismo momento, además del control de todo el aparato administrativo y militar, se suponía que el rey (rex) también contaba con el don del auspicium. De otro modo, abría quedado a merced de cualquier desaprensivo... Ya se comprenderá que, en estas condiciones, la sociedad romana primitiva habría podido integrar una comunidad perfecta, en el supuesto de que el rey dedicase todo se esfuerzo a, como decían los antiguos manuales de Educación del Espíritu Nacional, armonizar los intereses de los súbditos, que se expresarían a través del Senado. Es de suponer que sus miembros se reunirían cuando fuera necesario, para patentizar que, a pesar del origen divino del «poder», en ellos residía la «soberanía» de la comunidad, con unos matices que eran mucho menos abstractos de lo que se pudiera imaginar, porque tenían por
objetivo explícito la continuidad de la comunidad –la fidelidad a sí mismos, a sus costumbres y tradiciones– y su engrandecimiento. Aunque parezca increíble, en la búsqueda de esa armonía se fundamentaba y se fundamentó la mayor parte de la historia política del Imperio Romano. En efecto, cuando un personaje era nombrado rey, tácitamente, adquiría el compromiso de obrar de acuerdo con los «intereses generales», es decir, con los intereses de los jefes de los gens, de las familias patricias. Tan riguroso era el compromiso que, al parecer, la muerte de Rómulo no fue «natural», sino fruto de un enfrentamiento con dicho grupo de presión, que decretó su eliminación. Naturalmente, este sistema tenía los problemas que se puede imaginar en cuanto existiera conflicto de intereses entre los personajes principales, pero esa ya es otra historia. De momento, nos basta con hacer notar que, aunque parezca excesivamente candoroso, el mencionado origen mítico de Roma se formuló con un carácter complejo e integrador que, entre otras cosas, suponía la «rigurosa sacralización» del principio político mencionado, a saber, la separación entre «poder» y «soberanía». Algo así como: «tú haz lo que quieras, pero como te pases, te enteras». De hecho, se trata de una simplificación radical pero terriblemente operativa de la famosa «separación de poderes», que aún permanece vigente en las culturas occidentales, que para conservar su operatividad requiere algo que fue fundamental en la cultura romana desde sus inicios: el carácter del «pater familias», del jefe del grupo familiar, entre cuyas atribuciones de poder también estaban las responsabilidades que suponía ejercer con dignidad su papel en la esfera pública. Surgen así unos valores cívicos que están en el fundamento mismo de la sociedad romana y que serán secularmente reivindicados hasta convertirse en el origen de nuestros actuales patrones éticos... Más adelante, para curiosidad de morbosos, los recogeremos con mayor detalle. De todas formas, si en algo brillaron los romanos no fue en candor y además de la fórmula radical antes mencionada –que aplicaron con extrema frecuencia mediante herramientas de la más variada naturaleza–, muy pronto aplicaron otra que tenía cierta gracia, porque parecía basarse en algo tan prosaico como la tendencia que tenemos los humanos a competir con nuestros semejantes: nombrar dos «reyes temporales»...Pero de ello trataremos más adelante, porque esa decisión es, precisamente, la que supone el fin de la monarquía mítica, aquellos años en que reinaba la armonía y todos los romanos vivían felices y comían perdices... Otra circunstancia fundamental de la sociedad romana de estos tiempos preliminares era el carácter de la «casta sacerdotal». En Roma nunca existió «casta sacerdotal» en sentido estricto. Existían sacerdotes e incluso, una cierta jerarquía sacerdotal, pero nunca como grupo cerrado situado por encima del resto
de los mortales, como sucedió en Egipto o en las diferentes culturas mesopotámicas. El rex, por ejemplo, está por encima de los sacerdotes; suele pedir consejos acerca de su comportamiento público, pero es libre de aceptarlos o no o, incluso, de interpretar las señales divinas según su propio criterio. E, incluso, el resto de los ciudadanos no asumen la religiosidad más que como un síntoma de integración en las costumbres y tradiciones del grupo. Dicho de otro modo: el factor religioso es un factor de integración social de rango muy inferior a las instituciones civiles escalonadas a partir de los lazos de sangre: familia conyugal, tronco familiar, gens, senado.
10.3.4. La época republicana (510-27 a. C.). La expansión. Es una época en la que se configura el Imperio y, básicamente, los romanos vivieron problemas similares a los que experimentaron los griegos en los años anteriores al Clasicismo, más los que produjeron las primeras fases de la expansión. Al igual que sucedió en Atenas y en las polis que participaron de su dinámica, los romanos debieron resolver el problema que, de forma natural, engendraba una organización basada en los lazos de sangre. Mientras todas las «familias» o los grupos familiares tenían una situación social y económica similar, cualquier asunto podía resolverse en igualdad de condiciones, pero es sabido que el desarrollo del tronco familiar conduce a situaciones dispares. Nacen hijos holgazanes, otros que se inhiben, otros a los que toca el negro dedo de la mala fortuna... Surgen las desigualdades y con ellas, la famosa dinámica del desarrollo desigual, la fortuna se concentra en pocas manos y, zas, en unas cuantas generaciones, la sociedad aparece articulada en una minoría poderosa y una mayoría de parias desheredados, que nominalmente tienen los mismos derechos que los más favorecidos. Éstos imponen su poder a la fuerza y... Llega un momento en que la buena voluntad de los patricios es insuficiente y es necesario recurrir a mecanismos políticos y administrativos más complejos, mucho más complejos. Al igual que sucedió en Grecia, la época republicana determina una evolución colapsada, plagada de conflictos internos y de guerras civiles que, con las decisiones de los «tiranos», fueron sedimentando unas formas jurídicas de las que surgieron todas las del mundo occidental, prácticamente, hasta nuestros días. Sobre los acontecimientos griegos, en el caso romano hay que señalar un factor que se convirtió en algo así como el «ungüento amarillo» de todas las dolencias sociales de la época republicana. Puesto que los territorios próximos a Roma ya estaban ocupados y no era posible repartir riquezas para todos los que teóricamente contaban con los mismos derechos políticos y sociales, los
excedentes humanos quedaron obligados a hacer lo mismo que aquellos romanos míticos que se iban a raptar sabinas: marcharse a buscar nuevos territorios más allá de los ya ocupados. Y naturalmente, para hacerlo había que contar con una mínima organización militar... que se pueda aplicar sobre los extranjeros o sobre los propios paisanos... Sobre el poder económico de los patricios, configurado institucionalmente en el Senado, las clases menos favorecidas contarán con una gran posibilidad de promoción personal en el ejército, donde obtendrán riquezas (del saqueo o de la adjudicación de tierras conquistadas o de otro tipo de bienes y premios) que propiciarán un dinamismo social inconcebible en Grecia, porque está asociado al ejercicio directo del poder. Desde muy pronto, el «pueblo», en su forma de «ejército», se convertirá en uno de los protagonistas destacados de la evolución de las instituciones, hasta provocar una cierta inversión de la situación social ancestral, tal y como aparecerá en la época de transición entre la Antigüedad y el Medioevo, en la que la aristocracia descansará sobre el estamento castrense. Dicho de otro modo: de tener poder porque se tenían tierras se llegará a tener tierras porque se tiene poder... La consecuencia directa de esta situación general fue una suerte de «democracia práctica» infinitamente más «ecuánime» que la mítica «democracia ateniense», en la que, realmente, los desheredados tenían una cuota de poder que, en caso de conflicto, podía ser decisiva. El reflejo institucional de esta situación fueron varios órganos típicamente romanos. Antes adelantábamos que el fin de la fórmula monárquica dio paso a un modelo institucional basado en la duplicidad, mediante el nombramiento de dos «reyes de mandato limitado», durante un año, naturalmente, entre el censo de patricios, que, primero recibieron el nombre de pretores y más tarde, el de cónsules. Durante un año estos personajes ostentaban el poder supremo de todo el aparato civil y administrativo, siempre bajo la tutela de los patricios, articulados en el Senado. En correspondencia a las consecuencias sociales de la expansión, este Senado republicano tuvo que admitir muy pronto en su seno a figuras de origen social menos pomposo, cuyo carácter e influencia fue cambiando de acuerdo con las circunstancias de cada momento o como dirían algunos, según la relación de fuerzas se inclinaba del lado de los patricios o de los plebeyos, casi siempre relacionados con los estamentos militares. Así, hacia el año 494 a.C. ocurrió un hecho sorprendente para quienes miramos la historia de Roma con los ojos cargados de telarañas: algo así como una gran «huelga general» de plebeyos, que culminó en la primera articulación política conocida que contaba con representantes específicos de las clases menos privilegiadas: los tribunos de la pleble. Y no piense el lector que esos tribuni pleblis eran algo parecido a los llamados «defensores de los consumidores»,
«defensores del pueblo», «defensores del lector» y demás «defensores», que sólo sirven para cubrir las apariencias democráticas. Los tribunos de la plebe podían vetar las decisiones del Senado y de hecho, funcionaron como verdaderos líderes populares, siempre dispuestos a poner contra las cuerdas a las clases poseedoras... Pero la carne es débil y con frecuencia esos líderes acababan integrándose entre las familias patricias; cuando no era así o, incluso, cuando los acontecimientos se desbocaban, surgía el conflicto... Dicho de otro modo: la sociedad romana se vio abocada a colapsos cíclicos, generados por las estructuras de relación entre poseedores y desposeídos que, con frecuencia, desembocaban en revueltas militares o en guerras civiles... Sobre los problemas históricos de esa «democracia práctica intermitente», hay que tener en cuenta que la imagen proporcionada por los cronistas y, por todos los que en ellos se apoyaron, está condicionada por el carácter social de aquellos cronistas, indefectiblemente vinculados a los grupos aristocráticos, que valoraron las situaciones en función de sus propios intereses, con frecuencia, opuestos a los del resto de la sociedad. Este fenómeno, que comienza a ser relevante en la época republicana, se manifestará especialmente en el Pleno Imperio. La idea que hoy tenemos de los personajes de aquella época, aunque se haya basado «rigurosamente» en aquellos testimonios, responde a valoraciones interesadas que, en determinados casos, resultan ser terriblemente dudosas. Tal es, por ejemplo, el caso de Claudio, que hasta la novela de Graves (que sirvió para una buena serie de televisión), fue considerado un personaje inepto e imbécil, sencillamente, porque se le ocurrió nombrar para los altos cargos de la Administración a libertos personales, que desplazaron de tales funciones a los aristócratas. Sorprendentemente para ser obra de un «imbécil», la época de Claudio enmarca el momento de la máxima expansión territorial del Imperio Romano. Seguramente, algo parecido sucede con Nerón, que las fuentes romanas maltratan sistemáticamente y, sin embargo, fue reivindicado por las clases populares, que se sublevaron al conocer la noticia de su muerte. Asimismo, es muy posible que la idea mefistofélica que tenemos de Calígula sea muy exagerada. Y si los manuales de historia pasan ingenuamente sobre estas consideraciones, que podrían alterar radicalmente los datos tradicionales, fácil es deducir lo que ha sucedido con las «vulgarizaciones cinematográficas»... De la retahíla de películas que enseñorearon las viejas pantallas y, de vez en cuando revivimos en el televisor se salvan algunas que no dudamos en recomendar muy encarecidamente, sobre todo pensando en sus inestimables cualidades didácticas. Especialmente dos: La caía del Imperio Romano, de A. Mann y Espartaco, de Kubrick y A. Mann. La primera es una película que tiene los mismos vicios y virtudes que la reconstrucción de los palacios cretenses; a pesar de ciertos
«errores de bulto»22, sirve para dar una idea global que se aproxima a lo que pudo ser el Imperio Romano en la época en que comenzó su decadencia política y militar. Espartaco, por su parte, con independencia de ciertas concesiones «hollywoodienses», que escaldaron a Kubrick, y de algunos errores de ambientación que pasarán desapercibidos para la mayoría 23, es infinitamente más fidedigna y compone un magnífico curso de historia romana. Existen otras películas de calidad histórica irregular que, sin embargo, podrían ser aceptables desde el intento de una aproximación poco puntillosa. Entre ellas merecen una mención muy especial Cleopatra y Julio César, ambas de Mankiewicz. La primera es demasiado «novelesca» y la segunda tiene el «inconveniente» de estar filtrada por la visión de Shakespeare... Bendito filtro. El reflejo institucional de los fenómenos mencionados está jalonado por dos acontecimientos fundamentales: a) Sabemos que en el año 494 a.C. se creó un ejército plebeyo, que, seguramente de inmediato, movilizó las primeras reivindicaciones de las clases menos favorecidas.
22
Todos los personajes son demasiado «actuales» y las referencias al cristianismo quizá sean demasiado forzadas. 23
El vestuario militar está mal resuelto. Desde el conocimiento de la filmografía de Kubrick, la película está escandalosamente edulcorada. Sin embargo, si nos olvidamos de la «historia de amor» y de las habituales alusiones indirectas al cristianismo –casi todas las películas «de romanos» las tienen– nos queda un retrato monumental de la sociedad y de la política romanas, acaso, el mejor y más completo que jamás se ha rodado.
b) Hacia el año 450 a.C. se promulgó la Ley de las XII Tablas. Fue un reflejo de las leyes de Solon y estableció los fundamentos escritos del Derecho Romano, que hasta entonces había funcionado según la costumbre (derecho consuetudinario). Pero lo más destacable de esta importante Ley es que con ella y como sucedía en algunas ciudades griegas, quedó definitivamente consagrado el principio teórico que había dado fundamento a la disgregación entre poder y soberanía: la ley, sustanciación escrita y codificada de las tradiciones y las costumbres, está por encima de todos, incluso, por encima de quien detente el escalón más alto del poder24. Los siglos IV y III transcurrieron entre sucesivos conflictos militares internos y externos, en relación a los cuales, por cuestiones estratégicas, de aprovisionamientos y de captación de contingentes militares, los romanos comenzaron a ocupar territorios fuera de la península Itálica. Precisamente en la dinámica del enfrentamiento con Cartago, los romanos entran en la península Ibérica, hacia el año 217 a.C. Así, pues, para los amantes de las fechas ahí está el origen de nuestra atormentada «europeidad». Lástima que en el siglo VIII ocurrieran cosas «anómalas»... En todo caso, la ocupación de la península Ibérica no es más que un paso en el proceso de expansión hacia Occidente emprendido años antes. A diferencia de lo que habían hecho los griegos, los romanos emprendieron la expansión hacia occidente, sobre todo, por vía terrestre. De acuerdo con lo que ya hemos comentado a propósito de las vías terrestres y las marítimas, todo parece indicar que, al centrarse en las vías terrestres, los romanos manifestaron la voluntad de construir un entramado sólido y duradero. Piense el lector que esta decisión implicaba afrontar la creación de una muy compleja estructura de servicios, en cierto modo, comparable a la que hoy existe en torno a las grandes redes de carreteras: áreas de abastecimiento general, infraestructura de conservación y restauración de caminos, puestos militares y fronterizos, etc., etc. Por estas vía penetraron en el interior del continente europeo hasta donde fue materialmente posible, desde estrictos criterios económicos. Cualquiera que fuera la naturaleza de la barrera natural ésta era superada si los beneficios previsibles justificaban la inversión, que siempre era considerablemente baja gracias a la fuerza de trabajo de los esclavos. Gracias a ellos, las autoridades romanas podrán promover innumerables empresas entre las que, naturalmente, 24
Es interesante hacer notar que el derecho romano contempla la «propiedad privada» sin restricciones, con un criterio que ningún sistema legal anterior había conocido. En Grecia, Persia, Egipto, Mesopotamia, la propiedad fue relativa, condicionada por derechos superiores. Y en esa propiedad privada, naturalmente, estaban considerados también los esclavos.
hay que destacar la realización de grandes obras de ingeniería y arquitectónicas. En muchas de las zonas conquistadas de esta gran área existían comunidades sin apenas contactos con el mundo clásico, que gracias al modelo de expansión elegida, rápidamente fueron puestas al día, de modo que experimentaron un desarrollo cultural sin precedentes. Se desarrolló la tecnología, la explotación agraria, las formas de relación humana, la religiosidad, y por lo que a nosotros nos interesa ahora, el arte. Bruscamente, buena parte de los pueblos europeos pasaron de la prehistoria al complejo universo helenístico. Es fácil imaginar los reajustes sociales que estas circunstancias pudieron producir. En el caso español, por ejemplo, se habla de la práctica aniquilación de múltiples comunidades autóctonas entre las que destacan, por su especial significación, los astures... Eran tiempos en que el carro de la Historia pasaba a sangre y fuego. En contrapartida, aparecieron fenómenos absolutamente nuevos, como la creación de ciudades en las proximidades de las grandes calzadas pero también en los cursos de los ríos navegables (Tajo, Loire, Támesis, Rin, etc.), y, desde luego, las zonas portuarias experimentaron una nueva expansión. En definitiva, con los romanos, Occidente se enganchó al carro de una Historia, de la que, hasta entonces, había permanecido ajeno o marginado. En el caso hispano, sin ir más lejos, los años inmediatamente anteriores a ese 217 a.C. debieron corresponder a un proceso histórico y cultural poco más desarrollado que las fases del neolítico final... Frente a la política de «apisonadora» que aplicaron en las zonas occidentales, en Oriente se vieron obligados a emplear tácticas más sutiles. Desde el siglo II a.C. pusieron en marcha un ambicioso mecanismo estructural que, años después, culminará en el control absoluto del antiguo mundo griego. Dicho mecanismo comprendía iniciativas que fueron desde la construcción de una gran flota hasta la creación de una retícula de compromisos políticos que incluyeron todos los procedimientos imaginables: desde la intriga al asesinato, pasando por las más variadas formas de clientelismo. Todo con tal de ampliar las áreas de influencia y, por supuesto, el contingente de recursos producidos por los diferentes regímenes impositivos. En consecuencia, se creó una situación peculiar que, en palabras de Anderson se concretó en la falta de voluntad romanizadora en esa zona del mundo. El cambio de administración en esas «provincias» se realizó con las menores alteraciones sociales y políticas. Naturalmente, con frecuencia, por un lado van las intenciones y por otro los resultados, porque lo cierto es que la conquista de Oriente fue uno de los rasgos más relevantes y caracterizadores de todo el proceso expansivo romano, por lo que supuso tanto para los ocupantes como para los ocupados. Los unos se impregnaron de las tradiciones culturales autóctonas, en algunos casos,
riquísimas, y los otros acabaron participando totalmente de la dinámica integradora de Roma. Dicho de otro modo: mientras en Occidente los romanos se limitaron a aportar desarrollo cultural, en Oriente, protagonizaron un formidable proceso de interrelación (asimilación e imposición) que marcó decisivamente la dinámica de «lo romano» y, por extensión, de todas las áreas geográficas vinculadas a «lo romano». A la postre los griegos acabaron romanizados y los romanos, helenizados... En paralelo a la expansión, además de los problemas sociales ya mencionados, ahora especialmente vinculados al reparto de tierras, que fueron endémicos entre el año 133 hasta la época de Augusto, surgieron otros de naturaleza marginal, pero de fundamento «estructural», derivados directamente del fenómeno expansivo 25. Hacia el 136-132, se produjo una rebelión de esclavos en Sicilia, que finalizó con salvajes medidas de represión: fueron crucificados 20.000 esclavos. Poco más de cincuenta años después se reproduce la situación, en este caso bajo la dirección del mítico Espartaco (73-71) con resultado similar. Entre los hechos más conocidos y relevantes de este siglo I, aún hay que destacar los siguientes: 60 a.C., primer Triunvirato, entre Pompeyo, Craso y César. De hecho, es un acuerdo entre generales para controlar el poder con cierta independencia respecto de los caprichos de la aristocracia. 60-45 a.C., conflictos entre César y Pompeyo, que finalizan en el triunfo del primero, que sin embargo, vivirá poco: el 15-3-44 (idus de marzo), César (de quien dicen algunas crónicas que fue «hombre entre las mujeres y mujer entre los hombres») es asesinado. 45-27 a.C., fase de guerras civiles (en la que hay que integrar la intervención de Cleopatra).
25
Entre todos estos hechos nos interesa destacar la Dictadura de Sila, quien trató de establecer un punto de equilibrio entre patricios y plebeyos, disciplinando radicalmente a los unos (ejecutó a 90 senadores y 2.600 caballeros) y limitando las posibilidades de los segundos (los tribunos de la plebe perdieron atribuciones y posibilidades).
16-I-27, Octaviano recibe el título de Augusto, que nominalmente cede el poder al Senado. Desde este momento y hasta los conflictos del siglo II d.C., se establece una curiosa situación de equilibrio entre los césares y el Senado, según la cual este organismo, de cierta relevancia administrativa en el control de las provincias más romanizadas y pacíficas (Italia, Africa —actual Túnez—, Baetica —actual Andalucía—, Grecia, Cyrene —actual Libia—, Asia —actual Turquía—, Narbonensis, Bithynia et Pontus y -Chipre), cumple un papel esencialmente nominal, pero que ejerce con celo.
10.3.5. La organización política. La República estuvo dominada por el Senado, controlado por un pequeño grupo de clanes patricios; la pertenencia al Senado era vitalicia. Los magistrados se elegían por la asamblea del pueblo que comprendía todos los ciudadanos de Roma, organizados en «centuriadas» de peso desigual, que garantizaban una mayoría de las clases poseedoras. A la cabeza de los magistrados había dos cónsules renovables cada año. Posteriormente en la dinámica de intermitente enfrentamiento civil a la que ya nos hemos referido, se producirán cambios, dando lugar a una nueva nobleza de origen diverso. A partir del siglo III a.C. surge un nuevo organismo, el tribunado de la plebe, destinado, en origen, a proteger a los más pobres contra la opresión de los más ricos; estos tribunos llegaron a conseguir derechos legislativos, pero en ningún caso pudieron quebrar el fundamento oligárquico del Estado romano. El paso al sistema imperial supone, además de la aparición de un concepto del poder vinculado al derecho de sangre, algunos cambios políticos y administrativos muy importantes. Entre ellos destaca el control que el emperador ejercía directamente sobre algunas provincias (provincias imperiales), sobre la gestión tributaria, el ejército y sobre los altos funcionarios de quienes dependía el cada vez más extenso aparato administrativo. Dicho con palabras de hoy: el emperador se convirtió en algo así como un primer ministro, que en sus decisiones estaba apoyado o «controlado» por un senado que, contra lo más aparente, consiguió mantener su función consultiva. Si hacemos una nómina de los emperadores que murieron violentamente, enseguida observaremos que a todos ellos les unió una misma circunstancia: su enfrentamiento con el senado. Item más, si revisamos la nómina de los emperadores que hoy tienen peor fama, en especial, Nerón, advertiremos enseguida que fue un personaje que se distinguió por su intransigencia ante la clase senatorial. Claudio, que tuvo el atrevimiento de desplazar a los parásitos nobles enquistados en el aparato administrativo y sustituirlos por libertos personales, además de morir en circunstancias forzadas, pasó a la historia como un pobre idiota. Y es que en
aquella época también los «medios de comunicación»—quienes redactaban memorias y anales—, que indefectiblemente estaban controlados por las clases patricias, tenían un poder considerable, suficiente para crear estados de opinión predeterminados... Como el lector supondrá, en el Bajo Imperio el sistema fue degradándose hasta que todas las estructuras políticas y administrativas saltaron por los aires...
10.3.6. La Estructura social. Los grupos sociales más significativos que, básicamente permanecerán inalterables durante el pleno Imperio son los siguientes: - La nobleza patricia, que detentaba la propiedad de la tierra. - Los assidui o «asentados en la tierra», cuyas propiedades apenas pasaban de lo necesario para mantener sus propias armas, pero que con el desarrollo de la conquista fueron cambiando su condición social según las circunstancias del momento. - Los proletarii o ciudadanos sin propiedades cuyo único servicio al estado consistía en tener hijos (proles). Frente a las actuales connotaciones del término «proletario», que todos asociamos a la «clase trabajadora», resulta curioso su origen, que traducido al castellano actual sería algo así como «individuos reproductores». Visto así, aquello de «¡proletarios del mundo, uníos!», debería interpretarse de un modo lúdico y relajado, en todo punto ajeno al austero espíritu revolucionario. La creciente monopolización de la nobleza supuso un descenso de los assidui y un aumento y extensión de los proletarii, de modo que a finales del siglo III a.C. los proletarii constituían probablemente la mayoría absoluta de los ciudadanos. - Los pequeños propietarios, repartidos, por lo general, por las zonas menos productivas, en las áreas montañosas y, en general, en la periferia. En principio, el derecho de ciudadanía sólo se concedía a los que habitaban en Roma; con posterioridad, el Senado concedió este derecho a otras ciudades italianas gobernadas por un patriciado urbano de carácter similar al de Roma. Su integración política supondría un paso decisivo en la futura estructura del Imperio romano. En definitiva, la organización social era muy similar a la griega, con los matices ya señalados acerca del papel del ejército y con los que proyecta el proceso de la romanización. La ocupación militar de un territorio imponía a sus habitantes un estado que, inevitablemente, con el paso de los años, conducirá al incremento de sus derechos hasta alcanzar la plenitud de la ciudadanía romana.
También tiene importancia el dinamismo que afecta a los esclavos, con frecuencia, manumitidos y elevados a la categoría de libertos, que suponía integrar algo así como la «familia política» del pater familias. En suma, la sociedad romana presenta una estructura con un dinamismo que superaba las limitaciones habituales en las sociedades esclavistas.
10.3.7. La estructura económica. Al igual que había sucedido en Grecia, el Imperio Romano, supeditado a la producción agraria, se apoyaba en el sistema esclavista, iniciado en época republicana. Asimismo la expansión militar proporcionará otros importantes excedentes directos (botín) e indirectos (acceso a los recursos agrícolas, minerales, comerciales, etc.). Todo ello con una capacidad difícil de asimilar incluso con los medios de nuestros días. Así, por ejemplo, la explotación aurífera de las Médulas (provincia de León) se acometió provocando un cataclismo ecológico que convirtió el lugar en un paisaje lunar. Las grandes obras romanas no habrían sido posibles sin la concentración de riquezas que generaron las conquistas romanas y sin el concurso de unos operarios peculiares, cuya vida valía poco más que la de las bestias de carga. En época republicana se introducen los grandes latifundios esclavistas. A partir del siglo III, introducen en la gran propiedad el trabajo de esclavos a gran escala, esclavos proporcionados gracias a la actitud expansionista (frente a las limitaciones helénicas), que proporcionaba abundantes contingentes humanos: guerras púnicas, macedónicas, de las Galias. Las guerras civiles y la guerra contra Anibal en Italia proporcionan a la aristocracia grandes extensiones de tierra. (Los assidui eran llamados como soldados y dejaban sus tierras). Era frecuente que los latifundistas poseyeran gran número de fincas o villas de mediana expansión a veces contiguas o distribuidas por todo el país, vigiladas por varios administradores. (Brunt hace un estudio demográfico y calcula que en el 225 a.C. en Italia había 4.400.000 hombres libres frente a 600.000 esclavos y en el 43 a.C. 4.500.000 h. libres frente a 3.000.000 de esclavos). P. Anderson (Transición de la Antigüedad al Feudalismo, Madrid, 1979), al analizar el modo de producción esclavista señala que la Antigüedad grecorromana constituyó un universo centrado en las ciudades. Tras esta cultura urbana, muy desarrollada y un sistema político urbano, no existía una economía urbana que pudiera medirse con ellos. La riqueza material que sostenía su vitalidad procedía en su inmensa mayoría del campo. Las ciudades estaban constituidas generalmente por agrupaciones urbanas de terratenientes más que de manufactureros, comerciantes o artesanos. Las manufacturas se desarrollaron de forma dispersa. Rasgo de la civilización clásica fue su carácter costero; en la época de Diocleciano era más barato enviar trigo por barco desde Siria a la
península Ibérica que transportarlo 120 km. por tierra en carretas. La esclavitud ya había existido en la Antigüedad en Oriente Próximo, pero siempre fue una condición jurídicamente impura que con frecuencia tomaba la forma de servidumbre por deudas o de trabajo forzado, fue un fenómeno residual que existía al margen de la mano de obra rural. En las grandes épocas clásicas (Grecia, s. V-IV y Roma, II a.C. a II d.C.) la esclavitud fue masiva. En Grecia los esclavos fueron utilizados por primera vez y de forma habitual en la artesanía, industria y agricultura más que en labores domésticas. En Roma, incluso las funciones de dirección fueron delegadas en inspectores y administradores esclavos. Ello posibilitó la manumisión y subsiguiente integración de los hijos de libertos cualificados en la clase de los ciudadanos, debido a la abstención radical de la clase dirigente ante cualquier forma de trabajo, más que a razones humanitarias. Roma definía al esclavo agrícola como «instrumento vocal» y lo situaba un grado por encima del ganado «instrumento semivocal» y dos por encima de los aperos «instrumento mudo». Anderson apunta también que el precio pagado por este tipo de producción esclavista fue muy alto pues tendieron, en último término, a paralizar la productividad de la agricultura y la industria. No obstante, en los mejores momentos se produjeron algunos importantes avances productivos, como la expansión de los cultuvos de viñedo y olivo, e importantes aportaciones tecnológicas, como la difusión masiva del molino giratorio, de las prensas de husillo, de los sistemas de drenaje, de la industria del vidrio, etc. En consecuencia, se incrementaron los recursos, creció la calidad del pan y muchos romanos alcanzaron un grado de bienestar que, según dicen, les hizo creer que vivían en el mejor de los mundos posibles.
10.3.8. La religiosidad romana. Aunque en sus orígenes la religiosidad romana parte de unas ideas específicas, muy pronto caerá bajo el influjo griego, sin que por ello se pierdan todas las tradiciones originales. Así, aunque la mayor parte de los dioses latinos son trasposición literal de los griegos, los romanos tuvieron una actitud animista que habría sido impensable en Grecia y que parece derivar de los ritos etruscos. Los ríos, las cavernas, los manantiales, las casas, los bosques tienen sus dioses menores. También es novedosa la veneración ejemplarizante del emperador, por lo general, una vez había muerto y si había hecho méritos para ello; sin embargo, esa deificación debe entenderse en coordenadas muy diferentes a las de Egipto o Mesopotamia, en relación a la veneración (animista) que se otorgaba a los mayores. El máximo dignatario, ya fuera cónsul o, más tarde, emperador, si había
cuidado sus virtudes, se convertía en una especie de «pater familias» colectivo, que por ello debía ser venerado. Los dioses romanos principales son los siguientes: Júpiter, que equivale a Zeus; con Juno y Minerva forma la tríada capitolina. Marte, con los matices que ya indicábamos al hablar del panteón etrusco –primero es protector de la agricultura y luego, de la guerra– se aproxima al Ares griego. Juno (equivale a Hera), era la protectora de las mujeres y de todo lo relacionado con el sexo femenino. En la mitología grecolatina es una mujer peculiar, a menudo, antipática, pero no tanto como ha sido representada en una reciente serie para televisión que vino a sustituir a los «Power Rangers». Minerva (equivale a la Atenea griega). Es la protectora de la educación. Jano: dios de la puerta (en sentido amplio). Es uno de los pocos dioses no griegos del panteón romano; se le representa con dos caras opuestas. Liber, equivale a Dionyso, alude a la «liberación». Vulcano (Hefaistos), dios del fuego. Mercurio (Hermes), dios del comercio. Vesta, diosa de los rebaños y del fuego del hogar doméstico. Es otra divinidad arcaica, seguramente anterior a las invasiones indoeuropeas. Ceres (Demeter), protectora de la agricultura. Quirino también es de origen local. Parece ser una divinidad de los sabinos, equivalente al primitivo Marte romano, pero menos violento. Da la sensación de que los romanos otorgan a la religiosidad mayor importancia social que los griegos, pero en una dirección de manifiesta liberalidad. Así, no tendrán ningún inconveniente en asimilar cualquier divinidad de origen exótico, que integrarán en su panteón. Esta circunstancia, aparentemente contradictoria, puede explicarse fácilmente a partir de una mentalidad en la que parece advertirse una cierta disociación entre la conciencia (religiosidad) individual, que era muy fuerte, pero que se orientaba hacia circunstancias muy íntimas, y la conciencia (religiosidad) colectiva, forzada por el carácter integrador de la sociedad romana. En relación a ello y apurando la comparación entre griegos y romanos en el sentido que nos interesa, resulta muy elocuente que, mientras la arquitectura griega es esencialmente religiosa, la arquitectura romana es esencialmente civil, de manera que los mayores esfuerzos edilicios se orientan hacia un utilitarismo social que sobrepasa los valores abstractos (el templo griego es emblema de la comunidad), para entrar en los del más descarnado pragmatismo (prestigio del Estado, imagen de poder, etc.), que también servirá para proyectar valores comunitarios, aunque estén filtrados por
los difusos móviles institucionales.
10.3.9. El modelo ético romano. El modelo ético romano, al que indirectamente ya nos hemos referido varias veces, se articula sobre un principio genérico básico (la preeminencia del interés general sobre el particular, mentalidad de campesino y soldado unido) y tres líneas interrelacionadas: la acción familiar, la educación y la actividad social. El principio básico tiene traducción directa en un lema romano que ha llegado intacto a nuestros días como fundamento del criterio democrático: salus populi suprema lex. No reincidiremos más sobre ello. Ahora nos detendremos en los componentes más directos del modelo ético romano, que merece ser recordado aunque sólo sea por aquello de encontrar nuestras propias raíces... Los valores familiares están a cargo del «pater familias», como ya tenemos dicho, verdadero baluarte de todo el entramado sociopolítico romano. Los moralistas romanos subrayan especialmente la sapientia, con un sentido asociado a la idea de autoridad; el consilium, o la madurez de juicio; la probitas o integridad; la diligentia o circunspección; la severitas, en el sentido de rigor; la continentia, en un sentido muy similar al actual; la temperantia o la capacidad de autodominio; la gravitas o solemnidad; la industris o laboriosidad; y la constancia o tenacidad. Es decir, casi los mismos valores que, desde nuestra penosa duplicidad ética, cuaquier persona responsable argumentaría como «ideales» del hombre honesto de nuestros días. El enaltecimiento social de la figura del pater familias, que es el encargado de la educación de los hijos, se traduce en una especial veneración que, a su vez, es el fundamento de la costumbre de guardar retratos de ellos, primero, en forma de máscaras mortuorias y luego, mediante bustos esculpidos; unas y otros se colocaban en nichos dispuestos a ese fin habilitados en alguna estancia de la casa familiar. Aunque, en teoría, el papel de la mujer pasaba por permanecer bajo la tutela activa del marido, en una posición social muy poco airosa, lo cierto es que, precisamente por lo relevante que era la familia en todo el ordenamiento político social romano, podemos imaginar una situación práctica muy diferente a lo que implica dicha teórica pasividad. Basta recordar la importancia política de las «primeras damas» en época imperial para corroborarlo. En conexión con los valores familiares estaban los educativos, a su vez, integrados en la disciplina militar, por las razones ya mencionadas 26. Entre ellos, 26
Recordemos que el ejército era algo así como una «ciudad romana autosuficiente en movimiento», que imponía a sus miembros la realización de todas las actividades necesarias para su buen funcionamiento. Así, en principio y antes de la
destacan: el mos maiorum, o ejemplo de los mayores, que, de nuevo, nos remite a los valores familiares y al mantenimiento y respeto de las propias tradiciones; la modestia o humildad, que prácticamente es una transposición, al terreno social, de la temperantia; la reverentia o veneración de quienes deban ser objeto de ella por razones «naturales» 27; el obsequium u obediencia; la verecundia o respeto, asimismo proyectada hacia quien está por encima de alguien; y la pudicitia o pureza, que como sucederá en los siglos venideros, acaso sea virtud difícil de definir, pero que todos entendemos mejor o peor como referencia a un ideal «espiritual» casi siempre inalcanzable. A las cualidades mencionadas aún hay que añadir las que podemos interpretar como la proyección social de las anteriores. Ese es, por ejemplo, el caso de la virtus, que para un romano era equivalente a nuestro actual «valor»; la libertas o la independencia de criterio; la gloria, algo así como la buena fama; la pietas o devoción (pública); la fides o fidelidad a quienes correspondiera –virtud fluctuante, como se puede suponer– y la dignitas o resumen sintético de todo lo anterior con proyección en el contexto social.
captura de prisioneros y esclavos de guerra, un soldado romano estaba obligado a excavar zanjas, medir terrenos, construir empalizadas, etc. 27
La idea del «señor natural» estará en el fundamento de la ordenación social medieval que hoy denominamos feudalismo.
En suma, el modelo ético romano es considerablemente parecido al que ha regido en Occidente durante los últimos 2.000 años, que con escasos matices, asumió el cristianismo y que, al menos en teoría, permanece vigente. La importancia que los romanos otorgaron a estos valores ayuda a explicar el carácter de las artes romanas, indefectiblemente ligadas a ellos y casi siempre supeditadas a la idea de utilidad social que aún nos maravilla y sorprende. Aunque la duplicidad ética parece ser circunstancia asociada indefectiblemente a la naturaleza humana, no debemos dejarnos obnubilar por los juicios fatalistas, maniqueos y descalificantes propios de nuestro tiempo y creer que con los romanos sucedía «lo de siempre». La historia romana nos enseña que, con frecuencia, sucedió «lo de siempre», sin embargo, lo alucinante del Imperio romano es que su organización político-social se gestó en el lema antes mencionado (salus populi suprema lex) con un grado de perfección tal que ha permanecido inalterable como «modelo ético práctico» hasta nuestros días 28
10.3.10. El pleno imperio. El Imperio romano acabó integrando todo el mundo mediterráneo y una parte muy importante de lo que hoy es Europa, en un proceso histórico cuyo 28
Como estas páginas están concebidas con idea de síntesis, nos es imposible desarrollar con amplitud este tipo de interesantes consideraciones. De todas formas, no queremos dejar pasar la oportunidad de señalar la gran proximidad que, de hecho, existe entre la cultura romana y la nuestra. En el terreno de la acción institucional el paralelismo llega a extremos inauditos e inconcebible para quien piense en «los romanos» desde los estereotipos de las películas homónimas. Para contrarrestar esa imagen recomendamos una visita «con tiempo» de Pompeya. El turista se sorprenderá, por ejemplo, con la propaganda electoral, con las «casas de pecado», con la organización de los mercados, etc. El grado de sofisticación social llegaba a la existencia de «centros de acogida de niños necesitados» financiados por quienes tenían medios que excedían sus propias necesidades. Se ha comprobado la existencia de estos «orfanatos» o «inclusas», denominados alimenta, en más de cuarenta ciudades italianas.
protagonismo correspondía al sur por razones obvias. El resultado fue una situación relativamente sorprendente si la contemplamos con las orejeras que induce la actual situación geopolítica, polarizada entre un norte europeo, de tradición cristiana, y un sur africano e islámico. Frente a esta polarización, el Imperio romano impuso –militarmente– una cierta uniformidad cultural, que se irá haciendo efectiva y «real» con el paso de los años, para delimitar un nuevo espacio histórico que llegará a las islas Británicas y culminará en el límite fáctico definido por la línea que une París con Bizancio (actual Estambul). Esa línea marca, a su vez, el límite de contención de los pueblos germánicos, que a partir del siglo II se convertirán en el más importante problema para la estabilidad fronteriza y para el mantenimiento del propio Imperio. Pero esa es otra historia y ahora nos interesa destacar que el Imperio Romano se hace con el control de todas las zonas en las que existían o habían existido fenómenos culturales de gran magnitud (Egipto, Grecia y vertiente mediterránea de Mesopotamia). En ese sentido el Imperio Romano funcionó como una enorme coctelera cultural, en la que se mezclaron y homogeneizaron todas las aportaciones anteriores, porque en general, los romanos respetaron cuidadosamente las tradiciones locales. De manera que, en relación a la expansión, se puede hablar de un «imperialismo blando» o «civilizado», en relación al cual apenas tuvieron escrúpulos para dejarse arrastrar por la dinámica que ellos mismos desencadenaban. Algo, pues, muy diferente de lo que los imperialismos español o británico hicieron cuando llegaron a América o a la India. En estos últimos casos sólo había un objetivo: la simple y pura imposición cultural, que no siempre era posible (piense el lector en el caso de la India). Aunque inicialmente la expansión romana se plantea en términos
etnocentristas –el concepto de ciudadano romano es muy elocuente–, lo cierto es que gracias al sistema de ocupación, ese etnocentrismo sólo podía tener sentido durante un lapso limitado de tiempo, aquel en el que la ocupación se fundamentaba en términos estrictamente militares. Pasados esos años, los principios jurídicos romanos (fácticamente democráticos) alumbraban nuevas situaciones que desvirtuaban la idea de ocupación en beneficio de la idea de fusión o integración. ¿Se imagina alguien que, en los siglos XVII, XVIII o XIX, un personaje nacido en «las colonias» hubiera llegado a ser «presidente» 29 de un gobierno español o británico? El arte romano es muy elocuente en ese sentido. Si analizamos los diferentes elementos que aparecen en él, advertiremos que apenas existen «novedades». La gran aportación romana está en que gracias a la cultura romana y gracias a su propio pragmatismo, difundió e hizo comunes a todo el mundo Mediterráneo las aportaciones egipcias (especialmente sensibles en medicina), mesopotámicas (el uso de los materiales cerámicos) y griegas (en términos generales, el arte romano es una continuación y desarrollo del arte griego). Naturalmente, no todo fue positivo en el desarrollo del Imperio Romano. Con pretensiones sintéticas, es posible destacar una serie de circunstancias que comenzarán a tensar la cuerda que se romperá unos siglos después: 29
Se nos responderá que ser «presidente» era bastante difícil puesto que en ambos países, regía la fórmula monárquica... Naturalmente y quizás en ello resida la médula del problema que lanzamos al lector. No obstante, en ambos países, a pesar de la escrupulosidad con que se trazaron los sistemas de ocupación colonial, en los que eran inadmisibles las aportaciones locales, el hermetismo cultural fue prácticamente absoluto. Incluso las personas del sector «criollo», compuesto por individuos racialmente idénticos a los españoles, fueron considerados «ajenos» a «lo español».
a) Todos los núcleos de población situados en su zona de influencia entraron en la misma dinámica de la cultura romana, rivalizando por distinguirse entre ellas, de forma que cada vez se hace más difícil cumplir con las «necesidades» derivadas del disfrute de la cultura romana: organizar espectáculos, levantar grandes construcciones, etc. Agotadas las posibilidades de obtener beneficios por vía militar, cada vez se exige mayor aportación a los más pudientes. Los cargos públicos, muy codiciados en principio, acabarán siendo una carga insoportable. En paralelo, aumenta considerablemente el gasto que supone mantener una burocracia cada vez mayor. b) Poco a poco se modifica la articulación social y el fundamento esclavista entra en crisis. Como el lector puede imaginar, el sistema esclavista no podía convivir con un modelo de organización social, con un fundamento ético, como el que hemos descrito. A medida que se diluía en el tiempo el origen de la esclavitud de un individuo, cobraba carácter de injusticia insostenible, la consideración de un hombre como propiedad de otro hombre. El proceso de «emancipación de los esclavos», iniciado en época de Augusto, fue lento y escalonado muy gradualmente, pero inexorable. La manumisión, que era considerada como un acto de civismo, propio del ciudadano dotado de las virtudes ya mencionadas, convertía al esclavo en un ciudadano «normal» a todos los efectos, que incluso podía acceder a cargos más elevados de la administración. c)Progresivamente va cambiando la situación inicial del Imperio Romano, que dividía el mundo en dos zonas: quienes pagaban impuestos y quienes los recibían. Las áreas suministradoras de recursos, poco a poco, dejarán de suministrarlos y aún demandarán esfuerzos del erario público.
10.3.11. El Bajo Imperio (235-476) Comprende la época en que suceden dos fenómenos importantísimos para la posterior historia de Occidente: la lenta pero inexorable caída del imperio y la aparición y posterior institucionalización del cristianismo. A partir del siglo III es conveniente añadir, a los factores inquietantes mencionados en el epígrafe anterior, que serán determinantes en la aparición de una crisis económica endémica y profunda, los siguientes: a) El progresivo desplazamiento de las fuerzas militares y las energías sociales hacia las provincias no italianas. b) La creciente presión de las tribus germánicas, que debe interpretarse de modo muy diferente a lo que podemos ver en La caída del Imperio Romano. De hecho, esa presión debe entenderse como la rotura de la cuerda por el punto más débil. Los «bárbaros» del siglo III eran los sectores sociales de romanización más moderna que, con frecuencia –caso, por ejemplo, de los visigodos–, apenas conservaban algunos pocos elementos culturales autóctonos. c) El ejército, en principio reclutado en Italia, se confecciona ahora mediante reclutamientos locales de germánicos, africanos, ilirios, y grupos del más variado origen. Pero lo más importante en relación al ejército es que, por encima del origen de los efectivos, a lo largo del siglo III, en paralelo a los conflictos de esa época, el ejército, que había crecido desmesuradamente, se convierte en un instrumento «personalizado», que depende más de quien le paga directamente que de la organización del Estado. d) Es una época de gran inestabilidad política: desde el 235 al 284 se suceden más de veinte emperadores. e) Se manifiestan las tendencias centrífugas propias de las crisis: surgen en distintas partes del Imperio áreas con pretensiones independentistas, que desafían al gobierno central, (Galia, Estado de Palmira, etc.). f) Progresivamente el centro de gravedad pasa a las provincias orientales. Los emperadores se instalan fuera de Roma. Italia se convierte en una provincia más. La combinación de todos estos factores negativos darán lugar a una dinámica de agonía que pasará por un conjunto de jalones que merecen ser destacados: 1. La sucesión de guerras civiles impondrá una dinámica de empobrecimiento general que se manifestará en todos los sectores productivos, sobre todo, en la erosión de las infraestructuras y en la detención de la política expansionista. A su vez, ello desencadenará fenómenos indeseables como el abandono de tierras de labor, la pérdida de eficacia del ejército, la detención o
ralentización de las actividades comerciales, la recesión de la expansión urbana, etc. 2. Buena parte del estado de crisis se pondrá de manifiesto, casi bruscamente, en la época de los Antoninos, cuando algunas ciudades manifiestan su impotencia para hacer frente a sus gastos, cuando es necesario incrementar los impuestos y proceder a sucesivas devaluaciones. En suma, a partir del siglo III la relación centro-periferia se invierte. Los artesanos se integran en los grandes latifundios, buscando seguridad y trabajo. Incluso los grandes latifundistas abandonan las ciudades y se instalan en el campo. Los decuriones, encargados de la administración municipal abandonan sus obligaciones en los consejos municipales. 3. Como al perro flaco todo se le vuelven pulgas, asimismo en esa época aparecerán epidemias que diezmarán algunas poblaciones y que aún favorecerán más el proceso migratorio de las ciudades al campo... Seguramente esta inversión del proceso migratorio sea el aspecto más significativo de la crisis por cuanto la cultura romana, aunque tenía una muy clara cimentación rural, se concretó en las ciudades y su abandono puede interpretarse como la indicación de un proceso de alcance radical. Acaso para intentar dar una salida a lo que debía parecer un panorama sumamente sombrío, en la época de Diocleciano (284-305) y en la de Constantino (305-339) se pondrán en marcha reformas administrativas en apariencia revolucionarias, pero de alcance real muy limitado. Así, se procede a un nuevo mapa administrativo, construido a partir de unidades territoriales más reducidas y, por lo tanto, más fáciles de controlar y se asume el traslado del centro de poder a la zona oriental, donde la situación de crisis es menos espectacular, seguramente porque allí se notaron menos los efectos de la crisis del sistema esclavista30. Como es sabido, el Estado romano se «cristianizó» en la época de Constantino, de manera que se añadía otro importante factor de desnaturalización de las costumbres y tradiciones romanas, pero de ello trataremos en otro lugar...
30
La zona oriental contaba con una estructura económica mucho más desarrollada que la de otras zonas mediterráneas. Seguramente, la tendencia romana a mantener las estructuras de las zonas conquistadas permitió que la crisis económica que afecto a todo el Imperio se manifestara allí muy aminorada.
Cronología de la cultura romana CULTURAS
PRERROMANAS
1000 a.C. Cultura de Villanova (paralela a otras culturas mediterráneas de influjo oriental de la misma época) 900-396, CULTURA ETRUSCA. 900 a.C. Comienzo de la cultura Etrusca h. 600 a.C. Fundación de la Liga de las doce ciudades h. 540 a.C. Batalla de Alalia: reparto del Mediterráneo en áreas de influencia (oriente para los griegos; occidente para etruscos y cartagineses) 396 a.C. Roma conquista Veyes y se anexiona Etruria h. 800 a.C. se establecen colonias fenicias (parte occidental de Sicilia) h. 750 a.C. Fundación de colonias griegas en Italia meridional y Sicilia 753-510, P E R Í O D O
MITICO
h. 753 a.C. Fundación de Roma (fusión de latinos y sabinos) 750-510 a.c. Período de los 7 Reyes de Roma (Monarquías míticas)
EPOCA
R E P U B L I C A N A (510-27 a.C.)
450 a.C. Ley de las XII Tablas 264-241 a.C. Primera guerra púnica 218-201 a.c. Segunda guerra púnica 200-133, Expansión hacia Oriente 133-44, las Guerras Civiles y expansión hacia Occidente 60-44, la época de César se desarrolla en la fase final de las Guerras Civiles 44-27, transición al Principado 27 a.C el Senado otorga a Octaviano el título de Augusto.
27-193, E L
PLENO
I M P E R I O.
-27 a +14, Augusto Octaviano. 14-68, Dinastía julio-claudia 14-37, Tiberio 37-41, Calígula 41-54, Claudio: máxima expansión territorial del Imperio 54-68, Nerón 69-96, Dinastía flavia 69-79, Vespasiano 79-81, Tito 81-96, Domiciano 96-192, los Emperadores adoptivos 96-98, Nerva 98-117, Trajano 117-138, Adriano 138-161, Antonino Pío 161-180, Marco Aurelio 180-192, Cómodo 193, año de los cuatro emperadores 193-235, T R A N S I C I O N 193-235, Dinastía de los Severos 193-211, Septimio Severo 211-217, Caracalla 218-222, Eliogábalo 222-235, Alejandro Severo
AL
BAJO
IMPERIO
235-476, E L
BAJO
IMPERIO
235-305, La anarquía militar. Se concreta la amenaza de los pueblos germánicos 305-324, fase de conflictos internos 313, Edicto de Milán: libertad religiosa e igualdad de derechos para los cristianos. 324-337, Constantino el Grande. División del Imperio 325, Concilio de Nicea, Constantino el Grande asume, de hecho, el control de la Iglesia Católica. 337-476, Disolución del Imperio 391, el cristianismo se convierte en religión oficial y se prohíben los cultos paganos. 394, a la muerte de Teodosio, sus hijos Arcadio y Honorio dividen el Imperio 476, deposición de Rómulo Augústulo: fin nominal del Imperio
10.4. Las artes romanas durante la República y el Pleno Imperio. Nunca como en esta época estará tan clara la relación que existe entre una sociedad determinada, entre un sistema cultural determinado, y sus producciones materiales o, si se prefiere, y su arte. Entendiendo la idea de «sistema cultural» como el conjunto de elementos que configuran los rasgos específicos de una sociedad en un momento dado, es obvio que la producción artística romana casi puede formularse en términos de ecuación a partir de los rasgos mencionados en las páginas precedentes. Y decimos que «casi puede formularse» porque, como también es obvio, aunque exista una relación directa entre contexto sociocultural y arte, en la producción de éste siempre existe el factor de accidentalidad, de casualidad, de aleatoriedad que es inherente al comportamiento humano y que rompe la capacidad explicativa de cualquier actitud determinista. Pero una cosa es que pretendamos predeterminar la conducta artística y otra muy diferente que busquemos elementos que nos ayuden a comprenderla. Y, naturalmente, de esto último se trata. Nada más y nada menos... Así, por ejemplo, desde el fundamento esclavista de la sociedad romana se comprende su capacidad para la ejecución de obras monumentales. Desde su cohesión como pueblo, la racionalidad sometida al interés social. Desde su raíz tradicional, la vinculación con las artes griegas. Desde sus valores sociales, la especialización pública o privada de sus obras. Etc. A ello trataremos de dar sentido en las páginas siguientes. Y si al lector le gustan las reflexiones analíticas, póngase delante del acueducto de Segovia y hágase preguntas 31...
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Y en este caso, en lugar de ayudarle en la reflexión, le proporcionaremos algunos datos que complican el problema considerablemente: en Segovia apenas han aparecido restos romanos, lo que puede interpretarse como una implantación cultural romana no demasiado fuerte. O lo que es lo mismo: da la sensación de que la romanización de Segovia no alteró demasiado los rasgos culturales autóctonos. Y en ese contexto, sin que, al parecer, existiera una población romana importante, se emprende una obra descomunal... ¿Cómo conciliar ese esfuerzo con el probado pragmatismo romano? Con frecuencia, los restos materiales más que aclarar las cosas las enturbian... Como de costumbre nos las tenemos que ver con una carencia penosa de datos que nos deja con la parte vergonzante al aire...
10.4.1. Urbanismo, ingeniería (tecnología) y arquitectura. Desde el enunciado del epígrafe, el lector comprenderá por donde van los tiros... al menos, como entendemos nosotros el carácter de la arquitectura romana, íntimamente relacionada tanto con la ingeniería como con los planteamientos urbanísticos. Hasta ahora hemos insistido en la estructura esclavista de la sociedad romana para apuntar las razones que permitieran explicar muchos aspectos del carácter de su arquitectura. Sin embargo, desde dicha estructura la explicación quedaría incompleta porque, como sucedió en Egipto, con los escasos recursos tecnológicos de la Antigüedad, sólo habría sido posible una arquitectura colosal de escasa sofisticación tecnológica. Sin embargo, el legado romano es, en ese sentido, tan espectacular que hasta podría servir para que algún majadero autodenominado «ecologista», argumentara con cierto sentido que no es necesario recurrir a motores contaminantes para obtener resultados grandiosos. Desde el punto de vista técnico y estructural la arquitectura romana determina un récord que no será superado hasta la aparición de los «nuevos materiales», surgidos tras la Revolución Industrial (cemento portland, acero, vidrio industrial, etc.) y los motores de explosión. Expresado con otros matices, que acaso molesten a la gauche divine: la superabundancia de mano de obra barata propia de los sistemas esclavistas se empleó aquí con inteligencia (racionalidad) y sentido de la economía, comparables a nuestros actuales criterios constructivos, tanto para producir hecatombes ecológicas como la de Las Médulas, como para establecer toda la compleja infraestructura tecnológica necesaria para concretar prodigios como la red romana de alcantarillado, las calzadas que reticularon Europa, las termas de Caracalla o el Panteón. Los sistemas de arcos, bóvedas, mamposterías, órdenes arquitectónicos, soluciones decorativas, ingeniería civil, etc. romanos pervivirán en activo durante dos mil años como repertorio estructural, decorativo y funcional de referencia obligada. De hecho, desde la época romana hasta finales del siglo XIX no existen aportaciones constructivas y estructurales de relevancia. Las soluciones constructivas aplicadas entre los años 500 y 1850, por lo general, o son simples variaciones formales o fórmulas regresivas. Por ejemplo, la «brillante» arquitectura medieval, desde el punto de vista estructural y del aprovechamiento de los materiales y en comparación con la arquitectura romana, es una aberración, un barbarismo propio de gentes que se movieron en un contexto tecnológico manifiestamente menos desarrollado que el romano 32. 32
Desde hace años, en concreto, desde que los valores estéticos medievales fueron integrados entre nuestros propios valores estéticos se ha creado un «estado de
La arquitectura renacentista, contra lo que pudiera parecer, casi puede ser considerada desde este punto de vista como una arquitectura regresiva, una especie de «quiero y no puedo» que se comprende con facilidad si recordamos que aunque los recursos tecnológicos de ambos momentos eran comparables, las posibilidades económicas de los estados correspondientes eran muy inferiores 33. Como el repertorio de ejemplos que avalan lo dicho es ilimitado, sólo recordaremos los más significativos: – La red viaria europea actual, en gran medida, discurre aún por el trazado de las viejas calzadas romanas, que en todo caso, compusieron la red viaria básica hasta la aparición de los vehículos a motor. Hasta ese momento se siguieron utilizando dichas vías, sin que ninguna sociedad fuera capaz de hacerlas más útiles ni de mejor calidad constructiva. – El sistema de alcantarillado romano, allí donde fue construido, no fue superado hasta el siglo XX. Resulta patético recordar que aquellos magníficos palacios barrocos apenas contaban con algún retrete, por lo general, reservado a los reyes, que al parecer eran los únicos privilegiados con derecho a defecar cómodamente. – Algo parecido sucede con los sistemas de abastecimiento de aguas. – Nuestras populares casas de viviendas en «bloques» fueron «inventadas» en época romana, con unas cualidades muy similares a las actuales. – Del mismo modo, nuestros actuales chalés, así como los cortijos, las casonas, etc. son derivaciones directas de los respectivos tipos de casas campestres romanas. Hasta las colonias de adosados se parecen extraordinariamente a algunos barrios de Pompeya.
opinión» que «justifica» la «aparente pobreza» de las artes medievales desde unos planteamientos culturales propios, distintos de los de la cultura grecolatina. Sin negar la existencia de esos planteamientos, es justo dejar las cosas en «su sitio» y reconocer que muy probablemente esos «nuevos planteamientos» medievales estaban íntimamente relacionados con la hecatombe cultural y tecnológica que supuso la crisis del mundo grecolatino. 33
Durante los siglos XV y XVI no existió estado alguno que aglutinara una cantidad de «excedentes» comparables a los que proporcionó la expansión romana durante el siglo I d.C.
– Los sistemas romanos de fortificación, mediante grandes bloques prismáticos de piedra, nunca fueron superados. – El sistema urbanístico romano, basado en dos ejes perpendiculares y el desarrollo en cuadrícula alrededor del centro cívico, permanece vigente, a pesar de las alteraciones medievales y de las actividades especulativas. Habrá que esperar a la aparición de los sistemas políticos «totalitarios» para registrar planteamientos nuevos que, por cierto, siempre estuvieron muy influidos por la grandilocuencia imperial romana 34. – A pesar de la inexistencia de cemento portland, el uso de aglomerados hidráulicos –naturalmente basados en la cal– llegó a extremos muy similares a los actuales, con la lógica carencia de las armaduras metálicas que otorgan rango a nuestros sistemas constructivos 35. – Los recursos tecnológicos aplicados a la construcción llegaron a un desarrollo similar al de nuestros días. Así, por ejemplo, los romanos emplearon máquinas de elevación que apenas se distinguen de las gruas actuales en la carencia de motores y en el empleo sistemático de madera en lugar de acero. – Etc.
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Únicamente a partir de la Segunda Guerra Mundial fueron abriéndose paso en Europa paulatinamente nuevos modelos urbanísticos basados en la idea norteamericana de las «áreas suburbanas», que se han traducido en la creación de nuevas áreas residenciales en zonas alejadas del centro histórico de las ciudades, dotadas de amplias zonas verdes. No obstante y como tendremos oportunidad de ver, incluso estas nuevas ideas ya fueron puestas en práctica en época romana. 35
De todas formas, la idea de combinar los materiales pétreos con el hierro también experimentó un auge extraordinario en época romana. Que sepamos, los romanos utilizaron plomo para regularizar las uniones de elementos sometidos a grandes esfuerzos, tal y como hoy se hace con las juntas de neopreno. Asimismo emplearon grapas de hierro para lo mismo que se siguen utilizando hoy, es decir, para asegurar la unión de unas piezas con otras allí donde se podían prever tensiones de tracción, contra las que es especialmente vulnerable cualquier estructura confeccionada con piedra y mortero.
Desde el punto de vista histórico, la arquitectura romana parte de sus dos grandes raíces fundamentales: la etrusca y la griega. Pero desde aproximadamente el siglo VI a.C. al V d.C. incorpora y asimila muchos elementos de los pueblos que conquista. Su carácter pragmático, está presente también en la arquitectura donde rigen los principios de utilidad, racionalidad y orden. Este es el espíritu que se aprecia en la obra de Vitruvio (s. I a.C.), fuente invariante en la que se inspirarán los arquitectos renacentistas y barrocos para generar una paradoja especialmente significativa, que habla de hasta qué extremo fue mitificada la tradición arquitectónica romana, que se quiso vincular solidariamente a su figura. Esa mitificación es la culpable de que aún hoy tengamos una visión de arquitectura romana supeditada a la idea del «orden», a nuestro juicio, demasiado simplista. En realidad, hoy sabemos que Vitruvio, más que un arquitecto en el sentido actual del término, fue un tratadista, que escribió un libro de «teoría arquitectónica» recopilando algunas tradiciones relativamente triviales, tomadas de las referencias griegas, que debían circular por los ambientes constructivos romanos, durante los años de su vida, que fueron muy anteriores a la gran eclosión del Pleno Imperio. Pero si, con no mucha imaginación, comparamos la obra de Vitruvio con lo que debió ser la arquitectura romana, el resultado es absolutamente decepcionante para el tratadista. De hecho, su visión de la arquitectura fundamentada en la idea del «orden» es un molde demasiado angosto para encajar en él la grandiosidad y complejidad de los restos arqueológicos que han llegado a nuestros días. En realidad y aunque pueda parecer sorprendente, creemos que la figura de Vitruvio es más útil para estudiar la arquitectura renacentista y barroca que para acercarse a la romana. Sobre ella y desde lo que pudiera inducir la figura de Vitruvio 36, hay que señalar, en principio, que la arquitectura romana no está sujeta a las concepciones integradoras del «arquitecto proyectista» tal y como hoy las entendemos, sino a criterios de utilidad que emanan de la figura personal o administrativa que encarga y financia su ejecución. Dicho de otro modo, la arquitectura romana no parece ser «obra de arquitectos», sino de promotores personales e institucionales, a cuyas órdenes directas trabajarían personas de carácter y rango similar a los actuales «maestros de obras» 37. De ahí la importancia de los medios tecnológicos 36
A pesar de todo ello, nosotros también nos remitiremos a la figura de Vitruvio porque, en todo caso sigue siendo una de las pocas referencias escritas que han llegado a nuestros días. 37
En la actualidad, el arquitecto trabaja desde su propia creatividad, proponiendo proyectos que deben ser realizados de acuerdo con sus instrucciones. Hoy el arquitecto es un profesional liberal que actúa como intermediario entre el promotor y el constructor y que se justifica socialmente por su capacidad creativa. El promotor le
y las matizaciones que antes formulábamos. Y de ahí que las sistematizaciones que podamos hacer sobre esta arquitectura estén siempre condicionadas por ese importantísimo factor. Aunque muy probablemente las preocupaciones urbanísticas —de ordenación global del espacio— aparecerían mucho antes, es en la época romana cuando se afrontan en gran escala con sentido práctico. En las ciudades romanas de nueva fundación se sigue, siempre que lo permite el terreno, un sistema de trazado según retículas ortogonales, a partir de dos calles principales (una en dirección Norte- Sur -cardo maximus- y otra en dirección Este-Oeste -decumanus maximus-) que se cruzan en el foro para formar una gran plaza que sirve de centro político de la ciudad; en torno al foro se levantan los edificios públicos más importantes... Algo así como nuestras actuales plazas mayores. El resto de las calles se trazan paralelas a esos ejes. Generalmente se trata de calles anchas, con pórticos, con estatuas y monumentos, que desembocan en plazas despejadas. Es decir, algo muy parecido a lo que seguimos haciendo cuando no existen intereses inmobiliarios conectados con los círculos de poder.
10.4.2. Materiales y elementos estructurales. a) Los muros. En la arquitectura romana se usaron materiales de todos los tipos imaginables, siguiendo un criterio del más puro sentido común constructivo. Donde hay caliza, se emplea caliza; donde hay granito, granito, etc. En general se puede decir que en cada zona del Imperio, los romanos emplearon lo que el medio geo-ecológico y el desarrollo histórico (tecnológico) aconsejaban o permitían, de acuerdo con las necesidades específicas de cada construcción y los medios económicos disponibles. Si se trataba, por ejemplo, de realizar una fortificación o un acueducto, en época de auge político, utilizaron grandes sillares perfectamente labrados. Si preveían esfuerzos menores, acudían a procedimientos menos encarga, por ejemplo, el proyecto de un edificio cualquiera y le podrá hacer indicaciones de utilidad y «estilo», pero la responsabilidad final de la estructura y la concepción decorativa será siempre del arquitecto. Desde la articulación social romana las cosas sucedían de otro modo. Es inimaginable que, en caso de disputa, se pudiera imponer el criterio del «arquitecto» al del «promotor», como suele ser relativamente habitual hoy en la arquitectura de promoción institucional, en la que los criterios políticos casi siempre se interesan más por los valores formales –del diseño arquitectónico– que por los valores funcionales.
costosos. Si convenía embellecer, se utilizaba mármol o serpentina, etc. En Roma, por ejemplo, predominan los muros de ladrillo y adobe en
construcciones anteriores a la época de Augusto; con posterioridad se generaliza la utilización de mármol como revestimiento, manteniendo los materiales anteriores allí donde era razonable su uso. En las cubiertas se usa madera de las más variadas modalidades... Pero los materiales más característicos de la arquitectura romana son, sin lugar a dudas, el mortero y el «hormigón», es decir, los aglomerados hidráulicos confeccionados a partir de la cal 38, que adquirieron un desarrollo sin precedentes. Desde las posibilidades de su uso, en masa o combinado con sillares, mampuestos o ladrillos, los artífices romanos consiguieron un repertorio constructivo que es referencia obligada para cualquier tratadista incluso de nuestros días. De ese amplio repertorio, destacamos los más característicos y algunos otros que fueron utilizados en paramentos de otro tipo:
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Los morteros se obtienen mezclando cal, arena y agua; los «hormigones», cal, arena, agua y grava (piedras de tamaños irregulares). Los aglomerados realizados con cal tienen la propiedad de ser aceptablemente resistentes a la intemperie y a los esfuerzos propios de cualquier sistema estructural.
— Opus quadratum: se obtiene con sillares de dimensiones regulares dispuestos alternativamente a soga y tizón. — Opus caementicium. Es el equivalente a nuestro actual hormigón; se confeccionaba con guijarros de tamaño irregular integrados con mortero de cal. Se podía realizar con encofrados de madera, que se rellenaban con la mezcla que, a continuación debía ser compactada. — Opus incertum. Es similar al anterior pero seleccionando un poco más los mampuestos, dejando fuera los más menudos. — Opus reticulatum. Es una modalidad sumamente peculiar que se utilizó con cierta frecuencia en Pompeya. Se contruía empotrando en el mortero pirámides de tufo volcánico, dejando al descubierto sus bases que forman una retícula de cuadrados. Los famosos aparejos «de picos» (de tetraedros o de punta de diamante) son derivación directa de esta modalidad. — Opus vittatum. Es una variante del quadratun, con sillares de dimensiones variables. Como es lógico, los bloques más grandes se colocaban en la parte inferior del paramento. — Opus testaceum. Es el muro de ladrillo. — Opus spicatum. Es el nombre que se otorga a los paramentos en los que los ladrillos se colocaban formando espiga de pez. Es una modalidad que se empleaba, sobre todo en superficies curvas (bóvedas, falsas bóvedas, etc.) El resto de las modalidades que aparecen en la figura adjunta son variedades mixtas, de las que merecen ser destacadas el opus mixtum incertum y el mixtum reticulatum, ambas caracterizadas por la yuxtaposición de ladrillos y mampuestos, porque en ellas está el origen de una modalidad que tendrá mucho éxito en la península Ibérica y que aquí conocemos como «aparejo toledano»
b) Soportes. La decoración arquitectónica y la cuestión de los «órdenes». Los «arquitectos» romanos emplearon asimismo todas las variedades de soportes imaginables, desde el pilar a la pilastra, desde las cariátides o atlantes a las columnas, pasando por los pies derechos y, en general, por cualquier elemento que, resolviendo el problema decorativo de cada caso, cumpliera el cometido estructural correspondiente. Inicialmente emplearon los mismos sistemas griegos que, poco a poco, fueron desarrollando y enriqueciendo. Así, por ejemplo, el orden dórico casi desaparece por completo y en su lugar –con planteamientos estéticos y funcionales similares– aparece el «orden toscano». El orden toscano se compone de base ática (dos toros y una escocia sobre un plinto cuadrado, fuste liso y capitel compuesto por una moldura o collarino, un trozo liso (llamado friso del capitel) y
un equino rematando el ábaco cuadrado. En edificios de gran riqueza el fuste se estría, el capitel se adorna en su friso con rosetas o motivos vegetales y el equino con ovas y flechas (a este ejemplo se le ha dado el nombre de capitel dórico romano). Los distintos órdenes se utilizan independientemente pero con frecuencia se superponen manteniendo criterios de estricta racionalidad constructiva y estructural, del más fuerte al más esbelto. Así, por ejemplo, en la parte inferior es frecuente situar columnas toscanas, seguidas de elementos jónicos, corintios y compuestos. La idea del «orden» se expresa fundamentalmente en los capiteles, que componen un importante repertorio decorativo, que desborda la idea de «orden» tal y como se la suele encontrar en algunos manuales de Historia del Arte. Los constructores romanos seguirán empleando las fórmulas jónicas y las tradiciones corintias se enriquecen con múltiples variedades, que hoy denominamos «corintizantes» y que suponen el desarrollo de la concepción decorativa de naturaleza vegetal propia del orden corintio. Desde momentos relativamente tempranos, las formas decorativas de este «orden» se amplían a la temática animada (cabezas de ninfas, sátiros, animales, etc.) hasta la obtención de nuevos modelos compositivos que se alejan radicalmente de los orígenes griegos. En esa dinámica creativa, aparece un nuevo tipo de capitel, que denominamos compuesto y que viene a ser algo así como la fusión entre el jónico y el corintio. De hecho, posee un cuerpo bajo (cesto) recubierto de hojas de acanto y un cuerpo superior directamente inspirado en las fórmulas jónicas, con «plato» y volutas, por lo general, rematadas en espiral. En ocasiones se encuentran capiteles compuestos resultantes de la combinación del toscano con las hojas de acanto del corintio. En todo caso los «órdenes» determinan un repertorio decorativo, que encontraremos en la arquitectura romana desde sus inicios hasta la caída del Imperio, sin que por ello deba deducirse la existencia de concepciones estructurales o decorativas rígidas supeditadas a ello. Muy al contrario, de acuerdo con lo que ya hemos planteado, por tratarse de una arquitectura de fuerte compromiso racional, lo que sucede es justo lo contrario, que la idea de «orden» opera como un factor ornamental de carácter subsidiario, integrado en un repertorio de raíz griega que se enriquece considerablemente y que siempre nos remite a «temas» geométricos o naturalistas..
c) El arco.
El arco es otro elemento fundamental de la arquitectura romana, podemos verlo exento, por lo general de medio punto, o embebido en el muro, funcionando
como arco de descarga. Esta última modalidad suele adoptar la forma de arco rebajado y, al parecer, es una interesante aportación romana al universo de las soluciones estructurales 39, que se repetirá con posterioridad en buena parte de la arquitectura mediterránea. Para la construcción de los arcos recurrían a estructuras provisionales de madera (cimbras), comparables a los actuales sistemas de encofrado, que como éstos, eran retiradas una vez colocadas y asentadas las dovelas.
d) Cubiertas. Los constructores romanos emplearon múltiples sistemas de cubiertas, entre las que destacan los tradicionales sistemas de madera, los realizados con mampuestos o sillería y las de hormigón, en los casos más sofisticados, con puzolánica, para aligerar su peso. La cubierta de madera más frecuente es el artesonado formado por vigas transversales enlazadas con otras longitudinales que crean una cuadrícula. En construcciones utilitarias utilizan la cubierta a dos aguas o parhilera. La bóveda, en sus diferentes variedades, es un elemento constructivo de primer orden en la arquitectura romana. Las soluciones más interesantes aparecen en las bóvedas de cañón y en las cúpulas. Su construcción se organizaba estructuralmente sobre cimbras, con un macizo de mortero revestido de piedra, apoyado sobre arcos perpiaños o de refuerzo espaciados para facilitar la construcción por tramos. También se realizaban yuxtaponiendo una serie de arcos que se enlazaban con losas de relleno sobre las que se disponía el mortero; en algunos casos se introducían ánforas o tubos de arcilla para reducir el peso.
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Los arcos de descarga cumplen la función de canalizar los esfuerzos hacia los lugares predeterminados, en los que se procede a reforzar lo elementos estructurales. Los arcos de descarga son muy habituales sobre las puertas adinteladas y también en los muros de ciertos tipos de bóvedas.
La bóveda de cañón (prolongación del arco sobre dos muros paralelos) es la más utilizada en el Imperio romano, con numerosas variantes: la de cañón y la tórica o anular (Mausoleo de Santa Constanza), la de aristas, construida mediante dos arcos semicirculares de ladrillo o piedra que forman las aristas que se cruzan (Basílica de Majencio en Roma) contrarrestando sus empujes por cañones transversales en las naves laterales. En la época del emperador Claudio (41-54 d.C.) aparece la bóveda alveolar, mediante arcos fajones de ladrillo con cajas de mampostería entre ellos separadas por planchas de ladrillo. Entre las aportaciones más importantes de la arquitectura romana está el desarrollo de las cúpulas, que alcanza una de sus cotas máximas conocidas en el Panteón de Roma. La cúpula de este grandioso edificio se apoya sobre un muro circular organizado con machones, estructurado como un paramento doble, imbricado mediante arcos, que le convierte en algo así como un «supermuro». La bóveda está estructurada mediante arcos que se cruzan en vertical y en horizontal, complementados con casetones. En las cúpulas que se asientan sobre base cuadrada, el paso de ésta a la circular del anillo de la bóveda se logra mediante pechinas o trompas. Las primeras son triángulos esféricos que cubren el espacio originado por la divergencia de los muros o soportes de la base cuadrada. El sistema de trompas se levanta disponiendo en los ángulos unos pequeños arcos (bóveda cónica) que hacen el tránsito de la planta cuadrada a otra octogonal sobre la que se puede apoyar, sin problemas, la forma circular del anillo de la cúpula.
10.4.3. La arquitectura e ingeniería de utilidad pública. La arquitectura de utilidad pública a gran escala es un «invento romano». Gracias a su acción, derivada de su peculiar concepto del Estado, los alrededores del Mediterráneo se cubrieron de acueductos, puentes, circos, anfiteatros, etc. Quienes se dejan arrastrar en la mitificación de la «democracia griega 40 », deberían recordar aquello de «obras son amores...». La arquitectura civil romana es el más expresivo testimonio de la diferencia que existe entre una concepción cultural basada en «la polis» y otra basada en una idea de la organización social infinitamente más amplia y compleja. Desde la contemplación global de la arquitectura de utilidad pública romana, surge una obviedad que para muchos pasa desapercibida: que hablando de «democracia», las fórmulas políticas atenienses sólo son un precedente muy imperfecto del Derecho Romano y que si en el mundo antiguo realmente existió un sistema próximo al «democrático» ese sistema no fue el griego sino el romano. A ello podríamos replicar que, como acreditan algunas de esas construcciones de utilidad pública, el sistema romano funcionó según la máxima de «pan y circo», y seguramente así fue, pero... ¿qué sucede si nos miramos en el espejo?
10.4.3.1. La arquitectura militar. Aunque hoy suene un poco raro, podemos considerar que las obras de utilidad pública «comienzan» para dar respuesta a las necesidades de seguridad colectiva y, en ese sentido, habría que hablar en primer lugar de la arquitectura militar, concebida con carácter defensivo. En principio las ciudades romanas carecían de murallas o si las tenían, a partir del momento en que se resolvieron las guerras civiles, pronto se construyó fuera de ellas. Naturalmente, quedan fuera de esa situación las zonas con problemas militares endémicos. A partir del siglo III d.C. con el desarrollo de los conflictos internos y las amenazas externas, en muchos lugares se levantaron nuevas murallas o se recostruyeron las antiguas.
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Incluso con la «democracia ateniense».
El fundamento de las fortificaciones romanas son siempre los mismos: conseguir la máxima resistencia posible ante las «agresiones externas». Y para conseguirlo procuraron construir murallas con grandes bloques prismáticos, cuya durabilidad fue tal que aún subsisten en buena parte de las antiguas ciudades europeas. Cuando las circunstancias no consentían realizar una obra de estas cualidades, recurrieron a sistemas menos sofisticados y así encontramos murallas romanas realizadas mediante fórmulas muy variadas, que van desde la «conservación» y reconstrucción de los muros ciclópeos más antiguos hasta el uso de tapial. Cualquiera que fuera el sistema constructivo utilizado, los romanos emplearon con mucha frecuencia torres de refuerzo y puertas de defensa según fórmulas variadísimas. Hoy se cree que la totalidad de los sistemas empleados en
la Edad Media fueron recuperaciones de fórmulas romanas.
10.4.3.2. Abastecimiento de agua. El hombre necesita sentirse seguro, pero también ha de alimentarse... Los abastecimientos de agua romanos, que se construyeron sistemáticamente en las zonas de cierta concentración urbana, obedecían a criterios muy similares a los actuales: las ciudades se abastecían de grandes pantanos construidos en lugares próximos; de ellos partían los canales al aire libre, salvando los desniveles mediante arcos y sifones. Para los grandes desniveles se levantaban acueductos mediante superposición de arcadas que soportaban, en su parte alta, un canal por donde corría el agua, tal y como aún podemos ver en los acueductos de Segovia y Tarragona. En la ciudad se construían cisternas para retener el agua. Para la evacuación de aguas residuales se construyeron redes de cloacas. Vitruvio dedica
el capítulo VII del libro octavo al modo de conducir el agua y dice que se puede hacer de tres maneras: «por zanjas mediante obras de albañilería, por cañerías de barro o por tuberías de plomo». El propio Vitruvio nos informa también que las casas particulares estaban obligadas a pagar un impuesto por dicho servicio... En algunas cosas hemos cambiado realmente poco...
10.4.3.3. Vías de comunicación. Para el control y gobierno del amplio Imperio se hacía necesaria una rápida y segura red de comunicaciones, que sirviera para el desplazamiento de las legiones, para el desarrollo del comercio y por supuesto, para el transporte de las personas; en definitiva, para facilitar todas las actividades que moviliza una sociedad desarrollada. Las calzadas romanas se construían de modo similar a las actuales carreteras. En primer lugar se excavaba el terreno para eliminar la capa de humus y restos vegetales. En el interior de la caja se colocaban cuatro capas de relleno: una base de regularización cuyas cualidades dependían de las características del
terreno; una segunda capa de grava y cantos, comparable a los «encaches» actuales; una tercera de cal y arena y, por último otra con losas planas levemente abombada hacia el exterior para facilitar la evacuación de las aguas. Como en las carreteras actuales, se colocaban «mojones kilométricos» (miliarios), de forma cilíndrica y alrededor de dos metros de altura, en los que se indicaba la vía a la que pertenecía la calzada, su distancia en millas a Roma y la situación relativa de los lugares próximos. Naturalmente también existía toda una red de puestos de hospedaje y refresco de caballerías. Los ríos y desniveles se salvaban levantando puentes que fueron verdaderos alardes de tecnología constructiva, en cuya realización se contemplaban los mismos parámetros que en la actualidad. En España aún se conservan en uso algunos como el de Mérida sobre el Guadiana, con 60 arcos y una calzada de 7,9 m. de anchura o el de Alcántara en Cáceres, con 6 arcos. Del resto de las construcciones relacionadas con las comunicaciones como los puertos, los faros, etc. apenas tenemos más datos que los suministrados por las representaciones de los mosaicos.
10.4.3.4. Los mercados (macellum). Su concepción era muy similar a los que se estuvieron haciendo en toda Europa hasta hace muy poco. Son otro punto de reunión de los ciudadanos, allí se situaban las tiendas con una organización que continúa en las ciudades medievales, sin que se pueda decir que existiera un patrón fijo, más allá de las circunstancias de funcionalidad específicas: almacenes, puestos de atención a los clientes con mostradores, zonas porticadas, áreas de recepción de mercancías, etc. De especial interés son las mesas de medidas, que han aparecido en algunos yacimientos arqueológicos.
10.4.3.5. Termas. Son baños públicos, pero ante todo, lugares de relación social. En Roma se levantaron grandes construcciones termales en la época de Trajano, en la de Caracalla 41 , quien finalizó un proyecto iniciado en tiempos de Séptimo Severo, y en la de Diocleciano. Las termas comprenden un amplio complejo de edificaciones que, además de las conocidas habitaciones de agua caliente (caldarium o laconicum), templada (tepidarium) y fría (frigidarium), daban respuesta a todas las necesidades imaginables: leñeros, habitaciones de los servidores, zonas de masaje, vestuarios (apodyterium), patios porticados, etc. En el caso más complejo que conocemos, las mencionadas termas de Caracalla, el resultado final es una edificación grandiosa, con carácter de «palacio para el pueblo», que deja en muy mal lugar a nuestros actuales complejos polideportivos, en la que además existía una amplia colección de obras de arte, algunas de las cuales han llegado a nuestros días.
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Las famosas «termas de Caracalla», impresionante complejo edilicio, que es un verdadero muestrario de técnica constructiva, fueron comenzadas por Séptimo Severo e inauguradas por Caracalla en el 217 d.C.
10.4.3.6. Edificios de carácter cultural. Aunque parezca sorprendente, los romanos también construyeron edificios de expreso carácter cultural, por supuesto, de acuerdo con las «necesidades» de la época. Así, se construyeron bibliotecas (es destacable la de Trajano en Efeso y la de Adriano en Atenas), archivos (el inaugurado en tiempos de Sila, tiene una curiosa combinación de arquitrabe y arco que desarrollará muchos años después Palladio) y, sobre todo, basílicas. Las basílicas, eran lugares de relación social, en las que se desarrollaban actividades mercantiles y se administraba justicia. El modelo más conocido, compuesto de tres naves paralelas, sobre planta rectangular, similares a las de las basílicas cristianas pudo ser creado en el siglo II d. C. Las más conocidas son la de Majencio y Ulpica, en Roma, y en el norte de Africa la de Leptis Magna. Existieron otros tipos de basílicas, con articulaciones espaciales diferentes, pero como el lector ya habrá adivinado, en este tipo de construcciones está el origen directo de las basílicas cristianas por razones de coincidencia funcional.
10.4.3.7. Edificios administrativos El centro de la vida política estaba en la curia, edificio rectangular
levantado sobre un podio. Otro edificio importante era el pretorio o residencia de la autoridad militar (ej. la llamada Casa de Pilatos, en Tarragona, edificio cuadrado con cuatro torres angulares de las que se conserva una). 10.4.3.8. conmemorativas.
Construcciones
En la cultura romana son de gran importancia, tanto en las ciudades como fuera de ellas, y marcan un punto vital para el desarrollo y funcionamiento de las instituciones, porque son algo así como la primera arquitectura de función específicamente publicitaria. Estas construcciones «conmemorativas» adoptan diferentes modelos entre los que destacan el arco de triunfo y la columna conmemorativa El arco de triunfo. Es la construcción conmemorativa más característica. El esquema básico está compuesto por una arco de medio punto, encuadrado por dos macizos o torreones, y remate arquitrabado. En condiciones inaugurales solían estar rematados con la figura del emperadorsubido en el carro de triunfo. Hay ejemplos de un arco, de tres (en algunos casos de dos) o de más huecos. En Roma se conseban en buen estado los de Tito, Séptimo Severo y Constantino; en la península Ibérica el arco de Bará en Tarragona, el de Medinaceli y el de Cáparra (Cáceres). Como el lector imaginará, estos arcos son el precedente referencial de nuestras famosas «puertas barrocas», que fueron concebidas para imitarlos. Las columnas conmemorativas. Parecen inspiradas en los obeliscos egipcios llevados a Roma como trofeos de guerra. También tienen un antecedente en la costumbre romana de erigir en el foro, sobre un podio, una columna rostral que se adornaba con las proas o espolones de las naves enemigas. Un ejemplo en Roma, es la construida por Apolodoro de Damasco para gloria del emperador Trajano (año 113), se trata de una columna de 39 m. de altura, sobre un podio en el que se colocaron las cenizas del emperador, está decorada con relieves policromados en una banda en espiral, conmemorativa de la campaña contra los dacios, coronada con la estatua del emperador. A imitación de ésta, se levantó después la de Marco Aurelio. También se realizan otras construcciones de tipo varíado para conmemorar
las victorias militares o cualquier otro acontecimiento. En este grupo se puede incluir el Ara pacis Augustae en Roma, (hoy dentro de un pabellón de vidrio), edificado por iniciativa de Augusto (19-13 a.C.) para conmemorar la paz después de las guerras de Hispania y la Galia; sus relieves representan la tierra fecunda.
10.4.3.9. Construcciones para espectáculos. Este tipo de construcciones, como las funerarias se solían situar fuera del recinto de la ciudad, destacan las palestras, de escaso interés arquitectónico, los teatros, anfiteatros y circos. El teatro romano. A diferencia del griego que aprovecha la topografía del terreno, el romano se levanta, generalmente, sobre terreno llano, de modo similar a los actuales estadios de fútbol. Por lo demás, tienen una articulación silimar al teatro griego. Consta de cavea o gradería para el público, dispuesta en plano inclinado y estructurada en divisiones horizontales y verticales a las que se accede por los vomitorios; a ellos desembocan las escaleras, por lo general construidas en forma de galerías abovedadas. Delante del escenario está la orchestra, de planta semicircular, con asientos para las altas dignidades. El espectáculo se desarrolla en la escena, con un amplio proscenio y accesos laterales y por el fondo. En la parte posterior suele estar la fachada monumental, por lo general, dispuesta con tres grandes puertas y decoración con estatuas de dioses y emperadores. Los teatros romanos suelen contener amplias zonas con pórticos columnados y jardines para el esparcimiento. Los ejemplos más conocidos de Roma son el teatro de Marcelo, de época de Augusto, el de Pompeyo y el de Balbo. Fuera de Roma merecen ser visitados los de Orange, Pérgamo, Pompeya y el de Mérida, construido en tiempos de Marco Agripa, restaurado en época de Adriano y remodelado en época reciente con mejor criterio que otros 42.
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No queremos dejar la ocasión sin referirnos a la alucinante «reconstrucción» –por llamarla de algún modo– del teatro de Sagunto, que dio origen a una importante polémica, con fallo judicial en contra, que acaso sea una de las más monstruosas actuaciones que puede imaginar la mente humana en asuntos de conservación del patrimonio histórico-artístico. Recomendamos al lector una excursión para verlo porque merece la pena.
Anfiteatros. Son los edificios que servían como escenario de luchas de gladiadores y espectáculos con fieras; en ocasiones se llenaban de agua y se utilizaban para naumaquias o batallas navales. Suelen ser de planta oval y de concepción comparable a los teatros, con la diferencia de que bajo la zona de espectáculos (arena), existen amplias áreas de servicios destinadas a dar respuesta a los espectáculos más habituales (jaulas de fieras, celdas de gladiadores, etc.). El ejemplo mejor conservado y más conocido es el Coliseo de Roma, que tenía capacidad para 50.000 espectadores. Circos. Los circos se empleaban sobre todo para organizar lo que parece haber sido el espectáculo más masivo de la cultura romana: las carreras de carros. La zona de carrera, de forma alargada, estaba dividida por un murete longitudinal (espina)9 sobre el que se colocaban las esculturas de rigor (dioses, emperadores). Al parecer, en sus mejores tiempos el Circo Máximo de Roma podía albergar un número de espectadores que, en tiempos de Plinio, casi triplicaba los que caben en los grandes estadios actuales (250.000), para llegar a los 400.000 en el siglo IV. En el circo de Mérida cabían 30.000 espectadores alrededor de una arena de 423 x 104,5 m. Frente a la imagen que todos tenemos gracias a la película Ben-Hur, es necesario hacer notar que las gradas de los circos tenían una inclinación muy inferior a la de los teatros y anfiteatros.
Recomendamos muy encarecidamente la visita del modesto circo de Toledo, marginal a las rutas turísticas habituales, porque en sus restos, que no son demasiado brillantes, se aprecia perfectamente la articulación constructiva y
arquitectónica de estos antiguos «polideportivos».
10.4.4. Arquitectura privada. Viviendas y chalés.. Naturalmente existió una arquitectura privada que, gracias a los restos de Pompeya y Herculano, conocemos aceptablemente. En general, existen dos tipos básicos de viviendas: las insulae, equivalentes a nuestras actuales casas «de pisos», y la domus, o viviendas unifamiliares. Como puede imaginar el lector, las primeras son patrimonio de los sectores sociales menos favorecidos, que no pueden permitirse mayores lujos. Estos edificios de viviendas, cuyos restos aún pueden verse en algunos lugares, fueron muy parecidos a los actuales, de manera que podían tener hasta cinco plantas y más de 30 m. de altura. Aunque Augusto limitó la altura máxima en Roma en los 25 m., en las grandes vías coexistían con estrechas callejuelas y viviendas destartaladas que convertían la capital en un lugar especialmente inseguro para vivir, donde eran muy frecuentes los incendios de dimensiones pavorosas. Al parecer, la famosa «quema de Roma» que se atribuyó al «maligno» Nerón, pudo ser uno de esos incendios que, acaso por indicación del propio Nerón, no fue combatido eficazmente para resolver dicho problema y proceder a una nueva planificación urbanística más racional y menos peligrosa 43.
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Contra lo que «dicen» las propias fuentes literarias latinas, siempre tendenciosas en beneficio de los sectores aristocráticos, hay que tener en cuenta que cuando murió Nerón se desató una muy violenta reacción popular que forzó su automática divinización, en situación que sólo se había vivido a la muerte de Julio César.
La domus equivale a las actuales viviendas unifamiliares, aunque con la diferencia de que estaba construida en el interior de la zona urbana, bien configurando manzanas con otras, bien de modo aislado. Las conocemos relativamente bien porque se han conservado muchas de ellas en Pompeya, Herculano, Itálica, Clunia, Mérida, Cartago, etc. Casi todas ellas tienen una peculiaridad que tuvo enorme proyección en el desarrollo de ciertas formas arquitectónicas: son construcciones concebidas hacia el interior, sin que en la fachada exterior se empleen signos de la riqueza que puede haber en el interior. Esta idea será asumida por la primera arquitectura cristiana y por la práctica totalidad de la arquitectura islámica medieval. Constan de vestibulum (zaguán), que da a un atrium (patio) en el que se suelen utilizar columnas o pilares para definir una galería dispuesta alrededor de la parte central abierta (impluvium), que, en las zonas secas, también servía para recoger el agua de lluvia en una pequeña cisterna (compluvium) dispuesta bajo el suelo. En las zonas en que ello era posible existían pozos. A los lados del patio se encuentran las habitaciones (cubicula) y al fondo, la sala de estar (el tablinum), que también sirve de comedor (triclinium). En las casas de mayores pretensiones, detrás de la sala de estar puede haber un segundo patio con columnas (peristilum), de estructura similar al anterior, con dormitorios y salas de reunión familiar. También puede existir un pequeño jardín o huerto. Las habitaciones podían estar decoradas con pinturas en las paredes y mosaicos en el suelo. Este modelo de articulación espacial en torno a uno o varios patios se repite en los palacios, que sólo se apartan de ella en el aspecto cuantitativo, Por ejemplo, en Clunia existe una casa-palacio con 80 cámaras repartidas alrededor de cuatro patios con forma de cruz. Algo más complejas son las grandes construcciones
palaciegas realizadas en Roma. La Domus Aurea de Nerón o la Domus Flavia de Domiciano (en la colina del Palatino) componen dos ejemplos de complejidad espacial que, sin embargo, mantienen los elementos básicos del modelo definido. Si recurrimos a Vitruvio, encontraremos referencias especialmente significativas sobre cómo se concebía la edificación de una vivienda: «Los edificios particulares estarán bien dispuestos si desde el principio se ha tenido en cuenta la orientación y el clima en que se van a construir; porque está fuera de duda que habrán de ser diferentes las edificaciones que se hagan en Egipto de las que se efectúen en España; distintas las que se hagan en el Ponto de las que se efectúen en Roma ...» Pero el asunto no queda ahí... «Una vez que haya sido determinada la orientación más conveniente a cada parte del edificio en construcción, sera preciso preocuparse de los edificios particulares, del modo cómo se han de situar las distintas habitaciones destinadas a morada exclusiva del dueño de la casa, y cómo lo han de ser las que serán comunes aun con extraños. Ahora bien, en las habitaciones que se llaman reservadas, como los dormitorios, comedores, baños y otras destinadas a usos semejantes, no pueden entrar todos sino solamente los que a ellas fueren invitados. En cambio, en las llamadas comunes puede entrar cualquier persona, aún sin ser invitada, tales como los vestíbulos, los atrios, los patios, los peristilos y las otras partes que están destinadas a un uso común. Para las personas de una fortuna mediocre no son necesarios vestíbulos magníficos ni grandes salones ni atrios, porque dichas personas van a cortejar a los otros, mientras que a ellas nadie viene a buscarlas. Para los que cosechan frutos del campo deben hacerse casas que en lugar de vestíibulos tengan establos y tiendas; y en el interior en vez de cámaras suntuosas, bodegas, graneros, almacenes y otras comodidades semejantes que sirvan con preferencia para conservar sus frutos más bien que para dar idea de lujo. Para los banqueros y recaudadores se han de hacer habitaciones muy cómodas y espaciosas y a cubierto de celadas. Al contrario, para abogados y hombres de letras las casas han de ser elegantes y amplias, capaces para recibir a muchas personas. Finalmente, para los nobles y para los que en el ejercicio de sus cargos o magistraturas deben dar audiencia a los ciudadanos, se han de construir vestíbulos regios, atrios altos, patios peristilos muy espaciosos jardines y paseos, en relación con el decoro y respetabilidad de las personas, y además con bibliotecas, pinacotecas y basílicas instaladas de manera que puedan rivalizar por su magnificencia con la de los edificios públicos; porque con frecuencia en estas casas se celebran asambleas o reuniones particulares o juicios arbitrales Con arreglo a esas consideraciones, si los edificios han sido construidos
según las distintas categorías de las personas, y lo que exige el decoro, de que he hablado en el Libro Primero, no habrá nada que criticar, porque cada casa tendrá todo lo que pueda desearse para la propia comodidad y conveniencia. Ahora bien, estas reglas servirán además no sólo para los edificios de la ciudad, sino también para los del campo con la única diferencia entre unos y otros que, en los de la ciudad, los atrios suelen estar junto a las puertas de entrada, y en cambio, en las casas de campo, los patios se encuentran a partir del sitio en que comienzan las habitaciones que imitan las de la ciudad; inmediatamente están los atrios, rodeados de pórticos, con vistas a las palestras y paseos.» Aunque parezca sorprendente, la idea actual de la «segunda vivienda» nació, que sepamos, en Roma. Los personajes que podían permitírselo procuraban escaparse de las fatigas urbanas a zonas más o menos próximas a la capital en las que construían mansiones de concepción muy similar a nuestros actuales chalés Así, pues, la idea de chalet en sentido más estricto se materializa en las villae, viviendas unifamiliares concebidas para estancias esporádicas o, en época de crisis, permanentes. Las más antiguas, que corresponden a la idea de «casa de campo» no productiva, se distribuyeron en los alrededores de las grandes ciudades y en la proximidad de sus vías de acceso. En la actual Roma han pervivido zonas que han conservado este carácter a lo largo de los siglos. Paradójicamente, la mayoría y en especial las que se construyeron a partir del siglo III, se diferencian de la domus en los mismo que se distinguen de los actuales chalés: en estar concebidas para integrar lo elementos necesarios para las labores del campo, que asegurarán su capacidad autárquica. No obstante, las realizadas con anterioridad a esa época y aquellas que pertenecían a quienes no tenían necesidad de asegurarse directamente el sustento, apenas se distinguen de las casas-palacio urbanas más que en el espacio dedicado a los jardines interiores y exteriores. Los ejemplos más conocidos son el complejo de Capri levantado por Tiberio y la famosa Villa Adrianea de Tivoli. Para que el lector se haga una idea de cómo se entendían este tipo de edificaciones fuera de la órbita del poder, nada mejor que volver a Vitruvio y leer sus recomendaciones sobre las casas de campo: «Antes de fijar el punto en que ha de construirse una casa de campo, examínense cuidadosamente los sitios, en lo que atañe a la salubridad, ateniéndose a las reglas dadas en el Libro Primero para el asentamiento de una ciudad. En cuanto a su magnitud, ha de estar en consonancia con la extensión de tierras o con la cantidad de las cosechas que en la misma puedan recogerse. Las
cuadras y sus medidas estarán determinadas por el número de cabezas de ganado y pares de bueyes que sea menester emplear en ellas. En el patio, la cocina ha de estar situada en la parte más abrigada y caldeada. Junto a ella, se harán las boyeras a fin de que los bueyes, desde sus pesebres vean la chimenea y al mismo tiempo miren a Levante, porque los bueyes que miran al fuego y ven ordinariamente la luz, no se vuelven espantadizos. Por eso los labradores, al corriente de la influencia de la orientación, creen que no conviene que los bueyes miren a otra región del cielo que a la de Levante 44. La anchura de estos establos no debe ser menor de diez pies ni mayor de quince, y su longitud, tal que cada par de bueyes ocupe cuando menos siete pies. También las salas de baños deben estar contiguas a la cocina; porque así no estará lejos el servicio para las abluciones del personal de las casas de campo. La almazara debe estar asimismo próxima a la cocina, para facilitar el trabajo en la preparación y suministro de las aceitunas.
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No deben extrañar estas consideraciones de Vitruvio, porque para él y para sus contemporáneos, la idea de confort estaba invariablemente unida al problema del frío y del calor y, sobre todo, al de las oscilaciones térmicas. Por ello, en el Libro Primero, al referirse a los lugares insanos cita expresamente los ambientes marítimos y también todos aquellos que miren al mediodía. Como el lector habrá deducido, los romanos aún no habían comprendido que se pueden aguantar los ardores veraniegos y las molestias de los mosquitos (todavía no existían los insecticidas) con tal de conseguir un hermoso bronceado playero.
En comunicación con este local estará la bodega, que habrá de tener las ventanas al Septentrión, porque si las tuviera a otro punto por donde pudiese ser caldeada por el Sol, el vino que en ella se almacenare perdería su fuerza con el calor y se volvería flojo y desvaído. La despensa del aceite, por el contrario, se ha de situar de tal modo que tenga las ventanas al Mediodía o a otro punto cálido del cielo, porque hay que evitar que el aceite se congele y procurar en cambio que merced a un calor moderado se mantenga siempre fluido. El tamaño de ambos cilleros será proporcional a la cantidad de frutos y al número de vasijas que cada uno ha de contener, las cuales, si son odres, deben ocupar a lo largo del centro un espacio de cuatro pies de diámetro. En cuanto a la estancia misma donde esté la prensa, cuando no fuera de tórculo sino de viga, no debe tener una longitud menor dc cuarenta pies por dieciséis de anchura, a fin de que se pueda trabajar en ella cómodamente y se desenvuelvan con libertad los que allí realizan las labores correspondientes. Pero si se quisiese espacio para dos prensas, entonces será indispensable dar ochenta y cuatro pies a la anchura. Los apriscos para ovejas y cabras se han de hacer lo suficientemente espaciosos para que cada res disponga en el suelo de no menos de cuatro pies y medio ni de más de seis. Los graneros se harán en el piso alto y con vistas a la tramontana o al ábrego, para que así los granos no puedan caldearse pronto, sino que, refrescados por la ventilación, se conserven largo tiempo; pues los demás aires crían gorgojos y otros insectos nocivos para el trigo. Las cuadras para caballos deben instalarse en los lugares más abrigados, con tal que no miren al hogar, pues cuando los animales de tiro estabulados están próximos al fuego, se hacen espantadizos. Es también útil instalar las cuadras lejos de la cocina, al aire libre y mirando a Levante, porque si en invierno y con tiempo sereno, por la mañana, se lleva a ellos a los bueyes y se les hace pastar al sol, su pelo se pone reluciente. Los graneros, pajares, almiares, paneras, tahonas o molinos del pan, se deben construir bastante apartados de la granja, para que queden al abrigo de los riesgos de incendio. Si se quisieren hacer dentro de la granja habitaciones más agradables, se seguirán las indicaciones dadas para los edificios de la ciudad, como hemos expuesto anteriormente, pero de modo que no resulten minoradas en nada las comodidades exigibles en las construcciones propias para los servicios de las casas de campo.
No se han de escatimar medidas para que todos los edificios de las granjas gocen de la mayor luminosidad, ya que por lo mismo que se hacen en el campo no es difícil conseguirlo puesto que no tienen frente a ellos paredes que puedan estorbarles. En la ciudad, en cambio, la apura de las paredes medianeras o la angostura de las calles, que impiden la entrada de la luz, hacen que las habitaciones resulten obscuras. A fin de saber si se contará con luz suficiente, se seguirá esta regla: de la parte de donde se haya de tomar la luz, se traza una línea desde lo alto de la pared que pueda quitar la luz en aquel lugar hasta el punto adonde haya necesidad de hacerla llegar, y si desde aquella línea, dirigiendo la vista hacia arriba, se pudiera abarcar un amplio espacio de cielo descubierto, se podrá tener la seguridad que este local podrá sin impedimento recibir la luz. Pero si lo impidiesen vigas o la altura del dintel de las ventanas, será menester hacer las aberturas más grandes y más altas. Procediendo en último término de modo que las ventanos se abran en los sitios desde donde se puede ver el cielo descubierto, de este modo resultarán iluminados los edificios. Ahora bien, si fuera necesario el uso de luces en los comedores y en otras estancias, mucho más lo será en los pasillos y en las bajadas de escaleras, pues en estos sitios es frecuente encontrarse con personas que van cargadas y es posible que tropiecen unas con otras.» Hay arquitectos que todavía no se han enterado...
10.4.5. La arquitectura religiosa. La arquitectura religiosa romana es desarrollo de la griega, sin novedades dignas de mención, más allá de los fenómenos de difusión cultural ya citados y de la tendencia al colosalismo que se manifestó en la capital del Imperio y en las grandes ciudades de la periferia. El templo romano sigue con cierta fidelidad los esquemas posicionales de los etruscos, con elevado podio al que se accede por la parte delantera, tal y como refleja el templo de Júpiter Capitolino, de Roma 45 , que funcionó como paradigma durante algunos años, de manera que muchos repitieron su configuración con tres cellas.
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El templo de Júpiter Capitolino fue fundado el año 509 a.C., en época etrusca. Fue destruido y reconstruido varias veces, pero siempre manteniendo la disposición original.
El templo romano, por lo general, consta de una cella rodeada de columnas, que en los laterales se suelen adosar al muro de la cella (pseudoperíptero). La mayoría de los que conocemos estuvieron concebidos para cubiertas con artesonados y tejados a dos aguas. A partir del siglo II d.C., de acuerdo con lo que ocurre en todas las manifestaciones culturales romanas, se acentúa la influencia griega que, en este caso, se manifiesta en la tendencia al alargamiento de las plantas (Templo de Bel, en Palmyra, de época de Tiberio; el Olympeion de Atenas, el de la Fortuna Viril en Roma, los de Pompeya, Nimes, Córdoba, Barcelona, Mérida, Vic, etc.) En consonancia con las tradiciones helenísticas tardías, también se construyen templos de planta circular dedicados a Vesta (templos de Tivoli y Roma). En esta línea el ejemplo más importante es el Panteón de Agripa, construido en el año 27 a.C. y reformado por Adriano a partir del 118 d.C.. Es un edificio circular de 43,5 m. de diámetro, con bóveda semiesférica con casetones, precedido de pórtico octástilo. Como consecuencia de las reutilizaciones que suele imponer el paso de los años, el papa Urbano VIII utilizó los bronces del friso, que se habían conservado hasta entonces más o menos intactos, para fundir el baldaquino de San Pedro, en una decisión que no fue muy bien acogida por sus conciudadanos 46 , quienes popularizaron una frase lapidaria con aires de 46
En el Panteón, que está dedicado a personalidades ilustres, yacen los reyes Victor Manuel II, Humberto I y Margarita y el pintor Rafael.
lamentación moderna sobre algunas aberraciones de las autoridades políticas en materia de conservación monumental: «quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini» 47. A pesar de tan peculiar papa y de quienes le siguieron en dudoso oficio de restauradores, el panteón sigue siendo uno de los pocos edificios que, con rango, de obras magistrales, jalonan la historia de la arquitectura occidental de todos los tiempos. En Japón hay quien dice que existen dos razones fundamentales para hacer un viaje a Roma: visitar el Panteón y tomar café en una de las cafeterías que existen en sus proximidades. Creemos que tienen mucha razón. Existían también una serie de santuarios formados por templo, terrazas, pórticos, atrios de columnas, etc. Otras construcciones de carácter religioso son los ninfeos (consagrados a las ninfas) que albergaban fuentes o manantiales, jardines, y eran los lugares preferidos para celebración de festejos nupciales. Entre los que aún se conservan merecen ser visitados, en Roma, el de Horti Liciniani; en Nimes, el de Adriano. En España tenemos, más o menos alterados por «reparaciones» posteriores, el de Santa Eulalia de Bóveda en Lugo o la gran fuente de Valeria en Cuenca.
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En paralelo y a propósito de lo que sucedió con el teatro de Sagunto, deseamos aportar nuestro granito de arena al acervo de chascarrillos macarrónicos: «quod non fecerunt franquisti, fecerunt socialisti».
10.4.6. La arquitectura funeraria. Forma un grupo híbrido entre la arquitectura política, la religiosa y la privada, porque, según el carácter del promotor se inclinaba de un lado u otro. Existe gran variedad formal y funcional de edificaciones funerarias. Los enterramientos por inhumación se situaban a los lados de los caminos de acceso a la ciudad (prohibido en el interior de éstas). En casos de incineración las cenizas, recogidas en urnas, se colocaban en los llamados columbarios (construcciones en cuyos muros se abrían hornacinas o nichos). Son frecuentes los enterramientos en edículos sobre podio, de planta circular (el de Cecilia Metella -esposa de Crassoo el de Adriano, siguiendo el modelo del de Augusto, con una cella circular como cámara funeraria y otras cámaras dispuestas en anillos concéntricos, cubierto con túmulo cónico coronado con la estatua del emperador). Los hay que se levantan en forma de pirámide (tumba de Cayo Sextio), o como torres cuadradas de varios pisos. La Torre de los Escipiones, de Tarragona, parece seguir un modelo muy habitual en la zona de Cartago. En la Península Ibérica se conocen ejemplos de incineración (columbarios en Carmona) de época republicana; al parecer, a mediados del siglo II se impone la inhumación. Se utilizaban cajas de piedra, ladrillo, plomo, madera, y es frecuente encontrar lápidas inscritas con el nombre, cargos y dedicatoria familiar a los dioses. Ejemplos importantes: Torre e los Escipiones en Tarragona; Mausoleo de los Atilios, s. III, con arcadas, pilastras, decoración de guirnaldas, símbolos funerarios, etc.; Distilo sepulcral de Zalamea (Badajoz); Mausoleo de Fabara, sepulcro turriforme con cripta y cella; Centcelles, de la primera mitad del siglo IV.
10.4.3. La escultura romana. La escultura no arquitectónica romana, en general –ya veremos con qué matices–, parte de dos líneas que permanecieron vigentes durante el tiempo que duró el Imperio Romano, aunque no siempre en equilibrio: a) La tradición autóctona, de raíz etrusca, que se impone absolutamente durante los primeros años de la República y que culmina en fórmulas estrictamente realistas, conseguidas mediante mascarillas funerarias, y que parecen ser consecuentes con la concepción animista propia de la cultura romana. El retrato romano cumple, como ya hemos comentado, una importante función social: la abundancia de retratos de los antepasados sirve para documentar líneas familiares de rancio abolengo, a menudo, tal y como testimonian las fuentes escritas, falsas. El resultado final es una estatuaria muy diferente a la griega, en la que, ante todo, interesa la más estricta fidelidad a los rasgos del retratado (los retratos romanos son fotografías en tres dimensiones)
b) La tradición griega. La cultura romana siempre fue subsidiaria de la griega, incluso cuando bebía en fuentes etruscas, por los débitos de ésta respecto de aquella; fruto de ello son las abundantes referencias que en este sentido se pueden rastrear en todos los tiempos. Sin embargo, ese influjo adquirirá un rango exagerado desde los años finales de la República, a partir del momento en que Atenas cae en poder de Roma. Desde entonces los aristócratas romanos pugnarán por testimoniar «buen gusto», adquiriendo obras de los talleres áticos que, sin embargo, seguramente a causa de la pérdida de relevancia social de los escultores griegos, condenados a ser esclavos o libertos, experimentaban justo en ese momento una fase de franca decadencia. Eran tiempos en los que, además, los grandes artistas griegos, envueltos en la dinámica decadente de su propio contexto, se habían transformado en artesanos manieristas empeñados en copiar o reproducir originales de los siglos anteriores, destinados a un mercado ansioso de engalanar sus hogares con este tipo de obras. Y, al parecer, esta actitud no fue exclusiva de los artífices griegos, porque está documentada en Nápoles la existencia de una especie de «fábrica de esculturas» dedicada, precisamente, a reproducir modelos antiguos. Tanto en Roma como en las provincias se desarrolla una manía coleccionista de obras griegas para situar en jardines, plazas, palacios, baños y teatros. Por ejemplo, en la Península Ibérica, sobre todo en Tarragona, en la costa levantina y en la Bética, aunque los hallazgos de esculturas exentas son relativamente raros, entre ellos son muy abundantes las copias de esculturas griegas. Es decir, algo parecido a lo que aún hoy sigue sucediendo entre quienes intentan proyectar imagen de «buen gusto», decorando los jardines de sus chalés con «venus» de «piedra artificial», que suelen ser burdos remedos de originales griegos... Los cambios más relevantes de la escultura romana ocurrirán en los momentos finales del imperio, cuando el maridaje entre la tradición realista y el
clasicismo griego se rompa en beneficio de un efectismo que, de hecho, supondrá el anuncio de la muerte del helenismo. La técnica de talla es similar a la griega, con diferencias de importancia que no se manifiestan hasta muy tarde, concretamente, a partir de la época de los Antoninos, cuando se tiende a utilizar el trépano para forzar el contraste entre las zonas de luz y las zonas de sombras, según fórmulas que crearán arquetipo en época bizantina. Los escultores romanos que trabajaron con mayores cotas de calidad emplearon el llamado «mármol de Luna» (Carrara), algo menos cálido que el griego pero de un efecto espectacular, cuando era pulido con arena de mar o con piedra pómez. Una de sus aportaciones romanas en el campo de la escultura tendrá una repercusión tal que prácticamente ha llegado inalterable a nuestros días: frente a la costumbre griega de policromar las esculturas, los talleres romanos impondrán el paulatino abandono del color en beneficio de una nueva valoración de las superficies y de las posibilidades plásticas del mármol. Desde finales del siglo IV a.C. está documentado el lavado periódico de la estatuas de los templos con agua y algo parecido a la actual «lejía». Este tratamiento, que necesariamente destruía el color y el patinado de la superficie (gánosis). La gánosis se venía aplicando, al menos, desde el siglo V, y consistía en un recubrimiento a base de cera que se extendía sobre la superficie coloreada o sobre el preparado de estuco o yeso. Antes de la época romana, se recomponía la gánosis al finalizar la limpieza.
Los romanos abandonaron la gánosis para adoptar un nuevo gusto que tiene mucho que ver con el actual. Posteriormente, en la Edad Media, se recurre de nuevo a pintar la piedra, hasta que esa costumbre cae en desuso a partir del siglo XIV, cuando sólo se colorean algunos detalles aislados. Por fin, hacia el siglo XVI, se impone de nuevo la costumbre de valorar la piedra en su más impúdica desnudez. Mención especial requieren los relieves romanos, que, por la vía de los sarcófagos, acaso conformen el conjunto de mayor influjo en el mundo medieval. Naturalmente, la tradición romana arranca de la costumbre griega de colocar placas con relieves en diferentes lugares de los templos. Aunque buena parte de los romanos que conocemos han llegado descontextualizados, lo más lógico es suponer que buena parte de ellos fueron concebidos con finalidad semejante a la griega. Lo más romano de este grupo está definido por los relieves conmemorativos. Los más antiguos de este tipo son los de un friso que adornaba el altar levantado por Domicio Enobardo en conmemoración de su victoria de Brindisi, hoy repartidos entre el museo de Munich y el Louvre. En el Louvre se conserva un tema que será después repetido en numerosas ocasiones: el sacrificio ritual de acción de gracias con que el jefe militar debía terminar siempre una campaña. A época de Augusto corresponde el friso del Ara Pacis, realizada para sacralizar la paz que habían conseguido los ejércitos romanos, de manifiesto influjo griego (tendencia idealizante), realizado con la «técnica» de «paños mojados» griega, prestando especial atención a la representación de la profundidad. La obra cumbre de esta modalidad es la Columna Trajana, cuyo desarrollo narrativo en hélice alcanza los doscientos metros. Los sarcófagos, realizados en serie, son de gran interés arqueológico e histórico. Presentan varios modelos de los que destacan dos: — Simple, con decoración no figurativa, de estrígiles, o formas serpenteantes ( S) y la clipeata o círculo donde se esculpe el retrato del difunto. Esta modalidad será utilizada en época cristiana.
— Historiados, con temas militares o mitológicos. Las líneas de evolución del relieve son paralelas a las mencionadas para la escultura exenta.
10.4.3.1. El retrato. Aún hoy resulta difícil adjudicar retratos a los primeros tiempos republicanos, por razones derivadas de las circunstancias sociopolíticas de la cultura romana. Al parecer, en la Roma primitiva existió una ley –la ius imaginum– que restringía la realización de retratos a las personas que hubieran ocupado los cargos político-admnistrativos más elevados, aquellos que tenían derecho a la silla curul: cónsules, tribunos y pretores. Esta ley manifiestamente ejemplarizante que, en cierto modo, era paralela de las costumbres griegas, según las cuales sólo tenían derecho a estatua las personas «heroizadas», como suele ser habitual, tuvo unas consecuencias contrarias a las de quienes la promulgaron 48. 48
Polibio nos cuenta que «Era indicio de vieja nobleza tener el atrio lleno de imágenes ahumadas», y explica que las imágenes de cera eran honradas y llevadas por un pariente ilustre en los funerales. La ropa del portador debía ir en consonancia con el cargo que en vida ostentaba el difunto: toga pretoriana si había sido pretor o cónsul, toga púrpura si era censor y recamada de oro si había obtenido victorias importantes. A Augusto fueron dedicadas, sólo en Roma más de ochenta estatuas.
Gracias a la correspondencia que, en teoría, debía exisitr entre el origen noble de una familia (la nobilitas) y la posesión de estatuas antiguas, éstas comenzaron a proliferar como por arte de magia y, según los casos, a sufrir las consecuencias de los vaivenes del recuerdo público. Incluso en épocas más recientes era frecuente que se destruyeran las estatuas de un personaje público para ser repuestas pocos años después, cuando decaía la fortuna de los primeros iconoclastas. A la postre, los retratos romanos se convirtieron en algo así como «la casa de tócame Roque», de suerte que hoy componen un galimatías prácticamente imposible de ordenar, del que es extraordinariamente difícil decir cuáles son las más antiguas. El retrato romano se desarrolló en múltiples frentes artísticos o, si se prefiere, en distintos soportes materiales: — En cera. Se conservan algunos restos en el Museo de Nápoles, de esta modalidad, seguramente, primigenia. — Pinturas. Si hacemos caso a Marcial y Plinio, los primeros retratos pintados pudieron tener una antigüedad similar a los retratos de cera. Entre los más antiguos existen algunos originales de Pompeya y algunos otros distribuidos por diferentes museos. — Terracota. Marcarían el mantenimiento de la tradición etrusca, aún en el siglo II a.C. — Madera (de existencia problemática en Pompeya) — Bronce, de tradición etrusca, se conservan escasos restos debido a aprovechamientos posteriores. — Piedra o mármol. — Monedas, de calidad heterogénea. — Gemas, alcanzan un gran apogeo en época de Augusto y sucesores (ej. Gema Strozzi-Blacas en el British Museum, gema de la familia de Claudio) — Mosaicos, desde al menos el siglo I d.C. — Marfil, dípticos consulares. — Vidrio dorado, de época tardía (ej. medallón de Brescia, s. III-IV)
De todas formas, salvando los problemas de atribución que ofrecen los retratos más antiguos, los demás marcan un periplo evolutivo que refleja con claridad el desarrollo global de la cultura romana. Desde ese periplo se establecen las siguientes fases: 1ª Etapa. La República. Con las dudas mencionadas, se puede decir que los retratos republicanos desarrollan las tradiciones etruscas. Se conocen estatuas de carácter privado y alguna de carácter público. El ejemplo más conocido y representativo es el patricio Barberini. 2ª Etapa. De Augusto a Trajano (s. I y parte del II d.C.) La etapa está dominada por el influjo de los «talleres áticos», que imponen en los retratos una cierta idealización, que ya es patente en la época de Julio César. En esta época comienzan a realizarse retratos seriados, con frecuencia tipificados, ya con una manifiesta pérdida de realismo, que se traduce en la disimulación de los defectos y en el acentuamiento de ciertas cualidades. Así, por ejemplo, las esculturas de Augusto nos lo muestran joven, en tres tipos de escultura de hondo sentido institucional, que mantendrán sus sucesores: imagen toracata, representado como imperator, es decir, con los atributos del poder militar; imagen togata, como sumo sacerdote; e imagen apoteósica, con corona de laurel, asumiendo los atributos de Zeus. 3ª Etapa. De Adriano a Diocleciano (s. II y III d.C.)
El acentuamiento de las tradiciones orientales se traduce en el campo del retrato en la tendencia a emplear formas aún más estereotipadas. Lo más significativo es el cambio en las formas de peinado, que pasan del flequillo liso y pegado a la frente, característico de la etapa anterior, al uso de rizos, bucles y barba. Estas cualidades, combinadas con el uso sistemático del trépano proporciona obras de mayor contraste, de mayor «plasticidad», de un sentido sensiblemente barroquizante. La obra más característica del período es la estatua ecuestre de Marco Aurelio. 4ª Etapa. De Diocleciano Constantino (s. III y IV)
a
Perdida la mesura de época griega, los tallistas llegan a una fase que podríamos llamar de «expresionismo simbólico», que está a las puertas de los estereotipos bizantinos. El ejemplo más significativo es el grupo de los Tetrarcas de San Marcos de Venecia. En los retratos femeninos es el tipo de peinado el detalle que orienta su cronología. Es posible que en época romana las modas se originaran en el ambiente cortesano y fueran «lanzadas» por la emperatriz. En todo caso parece que para las personas de cierta entidad social o política, el peinado fuera algo así como »una obligación impuesta por el cargo», algo así como la costumbre de llevar corbata o traje largo en las galas. En los primeros años del Imperio prevaleció la manera de Livia, la esposa de Augusto, con raya en medio y cabellos pegados. En la época de Domiciano se impuso un peinado más alto y ahuecado, casi como un sombrero, que se ha repetido periódicamente a lo largo de la historia. No están muy lejanas las populares «permanentes», de tantas concomitancias con algunas modalidades de esos tiempos.
10.4.4. La pintura romana. Antes de tratar la pintura romana es importante recalcar dos circunstancias que «se suelen olvidar con facilidad». La primera, que apenas conocemos un procentaje mínimo de toda la pintura que se pudo realizar en el Imperio Romano. La segunda, que esa pintura, la procedente de Pompeya y Herculano, seguramente era de menor calidad que la realizada en la capital y en otras ciudades de mayor importancia relativa. Dicho de otro modo: frente a los restos escultóricos arquitectónicos conocidos, que nos permiten —aunque sea «en abstracto»— reconstruir aceptablemente su historia, para la pintura debemos asumir nuestras limitaciones y aceptar que con total seguridad, la mejor pintura romana fue mucho más sofisticada que los restos de Pompeya y herculano. La pintura pompeyana que conocemos es una pintura mural de pretensiones eminentemente decorativas, que está concebida supeditada al contexto arquitectónico y que, por lo tanto, carece de autonomía expresiva. Aunque algunos historiadores hablan de distintos «estilos», todas las conocidas obedecen a planteamientos pictóricos similares, con variaciones que, ante todo, dependen de circunstancias secundarias: habilidad, temática, tamaño, etc. Los amantes de las «etiquetas» citan cuatro estilos contemporáneos (no sucesivos): 1º) Primer estilo. Caracterizado por su sencillez, se aplicaría a imitar materiales arquitectónicos ricos. No aparecen elementos figurativos.
2º) Segundo estilo. Como el anterior pero con cierta pretensión perspectívica. Son, pues, pinturas de cierta pretensión ilusionista. 3º) Tercer estilo. La arquitectura pierde valor en beneficio de la ornamentación vegetal (candelieri), se emplean elementos figurativos en cuadros pequeños y las arquitecturas son más sofisticadas e inverosímiles. 4º) Cuarto estilo. Es el más barroco, de mayor exuberancia ornamental. En los temas figurativos aparecen escenas mitológicas, costumbristas, retratos, con una evolución paralela al retrato escultórico. También aparecen «bodegones» y, en general, cualquier elemento que permita su representación, incluidos los asuntos «eróticos», que componen un conjunto de especial relevancia en el contexto de lo que se ha dado en llamar la «Pompeya vietata» (Pompeya prohibida). Seguramente dando continuidad a los artífices griegos, los romanos trataron el tema del erotismo tal y como era entendido en la época, prestando una atención muy especial a las prácticas homosexuales, como es sabido, sumamente habituales entre las clases sociales más altas. Gracias a estas pinturas hoy sabemos, entre otras cosas que quizás sea mejor silenciar, que el bikini es, en realidad, un invento romano, y que el repertorio erótico de esta época era extraordinariamente limitado; al menos, en comparación con el indú... Bromas aparte, el lector debe tener en cuenta que la iconografía erótica era relativamente frecuente en todas las «técnicas expresivas»... Al margen de lo anecdótico, también hay que destacar la existencia de una corriente muy arraigada de realizar retratos pintados de los que se han conservado muy pocos restos pero casi todos ellos, de cualidades sobresalientes. Los más conocidos son los que aparecieron en Pompeya (Retrato de Paquio Próculo y su esposa y retrato de la casa de Libanio) y una importante colección aparecida en Egipto gracias a la costumbre que allí había de colocar retratos en los féretros (retrados de al-Fayum)
10.4.5. El mosaico El mosaico era ya utilizado en Mesopotamia y Egipto. En Creta se conocen pavimentos de guijarros. En el mundo griego comienza a utilizarse hacia el siglo V a.C. con temas marinos, mitológicos, etc. Se conocen ejemplos en Olinto del 348 a.C. donde se insertan guijarros en su estado natural sobre un fondo de cal que también queda visible. Los mosaicos romanos más antiguos que conocemos están realizados en blanco sobre fondo negro, con la escena principal enmarcada con una cenefa. Sin embargo, es posible que desde muy antiguo se realizaran mosaicos polícromos. De todas formas, la difusión del uso de teselas de piedra y vidrio parece que arranca de Alejandría, a partir del momento en que Roma se impone sobre el antiguo universo griego (s. II a.C.) En época imperial parece que el uso de mosaicos quedó especializado a los pavimentos y fondos de fuentes y piscinas, aunque es posible que comenzaran a emplearse en las paredes, para abrir una costumbre que se difundirá en época tardía, especialmente, en relación a los primeros templos cristianos. Probablemente a causa de aquella especialización, algunos mosaicos de gran calidad están confeccionados con temáticas acuáticas. En el siglo III aparecen las teselas vidriadas, que serán ampliamente utilizadas en los años posteriores y, sobre todo, en los mosaicos cristianos de mayor enjundia. Seguramente el mosaico se desarrolló siguiendo las aportaciones de la pintura, pero como no tenemos datos sobre ésta, resulta difícil certificarlo con seguridad. Terminología: — Tessellae (del griego téssara = cuadro), al principio, son muy pequeñas (mosaico de las palomas, s. II a.C.); en época imperial aumentan de tamaño hasta 2 cm de lado. Se colocan sobre un lecho de mortero fresco. — Opus tessellatum: obra de teselas regulares, de perfil cuadrangular.
Normalmente se utilizan para los fondos de las composiciones. — Opus vermiculatum: (entre el siglo I y III d.C.) teselas de menor tamaño, irregulares. Se utilizan principalmente para las fuguras protagonistas y para contornear. Es frecuente que en un mismo mosaico se use opus tessellatum y opus vermiculatum. — Opus septile. Está compuesto con piezas más grandes, en lugar de pequeñas teselas, por tanto se trataría más de una marquetería en piedra). Se consigue mediante recorte de placas de mármol para temas animados (delfines, animales), se documentan en Córdoba e Itálica. — Emblemata. Así se denomina a la zona en la que aparece una composición cerrada. Esta parte del mosaico, que podía estar recercada por una orla, podía ser realizada en un taller para facilitar su exportación sobre plantillas de tela o papiro. Más tarde sólo había que colocar la obra y pulirla. En la península Ibérica, desde finales del siglo II aparecen mosaicos policromados, con temas geométricos que son trasposición de los mosaicos en blanco y negro, y temas figurados (mitológicos, estaciones, meses, etc.). En el mosaico hispano se definen varias áreas de influencia que son sumamente explícitas frente a lo que veremos en los capítulos posteriores. La influencia italiana se manifiesta en la zona levantina (y catalana, por supuesto). La influencia africana, sensible especialmente en Andalucía y Mérida, donde se deja sentir la preeminencia de los mosaicos de Túnez. En el siglo IV el mosaico se desarrolla en las áreas rurales, marcando una preferencia bastante acusada hacia temas «bucólicos y pastoriles»: escenas de cacería, recolección, aunque también subsisten los mitológicos. En esta época, comienzan a manifestarse las disonancias propias de la disolución de la cultura romana: los artífices emplean motivos iconográficos que no entienden e interpretan de modo irregular. Casi en paralelo, pero sobre todo durante los siglos IV y V se desarrolla el mosaico paleocristiano, que en la península Ibérica proporciona el importante ejemplo del Mausoleo de Centcelles (350-60), posiblemente realizado para Constante, con teselas de fondo dorado e iconografía cristiana (Buen Pastor, Jonás, Adán y Eva, Lázaro...), con elementos profanos.
10.4.6. Las artes del lujo. Los amantes del lujo y la voluptuosidad seguramente lamentarán que, por aquello de la rapiña humana, apenas se hayan conservado unos pocos testimonios de lo que pudo ser la famosa «decadencia sensual» del lujo romano. De todas formas, entre lo poco que ha quedado hay algunas piezas que activan nuestra imaginación mucho más que las películas americanas. Entre ellas destacan los camafeos, algunos de los cuales fueron concebidos con pretensiones grandilocuentes, como la Gemma Augustea (de principios del siglo I d.C., conservaba en el Museo Kunsthistorische de Viena), el “Gran Camafeo de Francia” (París, Biblioteca Nacional), realizado en honor de Tiberio y el de Caracalla.. Entre los vídrios destaca el “Vaso Portland” (Museo Británico, Londres), realizado en el siglo I d.C. y decorado con pasajes del mito de Peleo y Tetis, superponiendo masas vítreas de diferentes colores. También conocemos unas pocas piezas realizadas en marfil, que ponen de manifiesto hasta qué punto llegaron los artífices romanos, cuya tradición se mantuvo por encima del cambio religioso (ver marfil de Adán en el Paraíso). En ellos hemos de buscar el origen de la muy rica tradición bizantina.
Por aquello de los «refundios», la carencia de restos nos impide poder proporcionar muchos datos positivos sobre lo que pudo ser la orfebrería romana. De lo que conocemos podemos deducir que los orfebres romanos utilizaron y desarrollaron todos los procedimientos conocidos hasta entonces, para obtener obras de calidad excepcional... Y es que, con frecuencia, el acercamiento a la Historia resulta sorprendente. Apenas conocemos unas pocas joyas de oro y sin embargo, ahí está el «paisaje lunar» de Las Médulas, para acreditar una vez más que las riquezas son efímeras y que las acciones agresivas contra el medio puede producir hecatombes de consecuencias insospechadas. Desgraciadamente para el interés colectivo, enseguida aparecen los rostros cínicos de quienes se beneficiaron de las explotaciones auríferas de Las Médulas diciendo: «que me quiten lo bailao». Y es que nunca llueve a gusto de todos. ¿Quién se acuerda del elefante viendo una hermosa placa de marfil tallada en época romana?
10.4.7. La cerámica romana En un trabajo de pretensiones «artísticas» y carácter «introductorio» como éste resultaría absurdo dedicar mucho espacio a la cerámica romana. En todo caso, el lector debe saber que los estudios realizados desde hace años en este terreno proporcionan una imagen de complejidad tipológica y funcional tan grande que casi podríamos decir que, desde esta época, en el terreno de la cerámica «estaba todo inventado». Los alfareros «romanos» arrancaron de las tradiciones griegas que asumieron en su práctica totalidad. Pero lo más característico de la cerámica romana es la llamada «terra sigilata» (tierra estampada), que tiene naturaleza de factor cultural específico de toda esta época. Su característico aspecto de «esmaltado rojo» se conseguía sumergiendo la pieza en un baño de arcilla fina con alto contenido en sílice, que cocida en hiperabundancia de oxígeno, producía su aspecto final. Las figuras en relieve que asimismo son habituales de este tipo de cerámica se obtenía mediante moldes de arcilla estampados. Como el mayor centro de producción estaba en la región del Arretium (actual Arezzo), también se denomina a esta cerámica «cerámica arretina» o «aretina». Sin embargo, la práctica totalidad de los alfares repartidos por todo el mundo romano realizaron obras en «terra sigilata». A partir de un momento indeterminado, seguramente por influjo oriental, los alfares romanos también emplearon los vidriados mediante compuestos plúmbeos, que les permitieron ampliar considerablemente las posibilidades cromáticas. Este procedimiento casi desapareció por completo con la disolución del Imperio. Su «recuperación industrial» corrió a cargo de los primeros alfares islámicos.
10.4.8. El repertorio decorativo. Aunque la cultura romana duró casi mil años, a partir de la época de Augusto quedó configurado un repertorio decorativo que, desde entonces, variaría muy poco. Dicho repertorio está tomado directamente de la cultura griega, a la que, también en este aspecto —especialmente en él— siempre permanecieron vinculados con fidelidad. Las únicas variaciones vendrán impuestas por la dinámica general de la cultura romana, según los parámetros mencionados al tratar de la escultura y de la pintura. Los motivos más frecuentes derivan de la interpretación que, en la práctica, los griegos habían dado a la ornamentación arquitectónica —a los «órdenes» de Vitruvio—. Desde ese repertorio aparecerán una serie de fórmulas que permiten cierta sintetización. Las más repetidas las encontramos entre los capiteles, donde además de las fórmulas griegas (dórico, jónico y corintio), aparecen otras nuevas como el toscano, el compuesto y las variedades corintizantes, que se denominan así porque son fórmulas obtenidas del desarrollo —más o menos estilizado— de los capiteles corintios.
Cada una de estas fórmulas será resuelta según fórmulas de cierta variedad formal, que casi nunca se somete a los rigores tipológicos que se deducen del texto de Vitruvio. Para que el lector se haga una idea de hasta dónde llegaba esta variedad, observe el ejemplo de capitel toscano de la figura adjunta, que fue decorado tomando elementos del «orden jónico» (ovas y dardos y contario) y del corintio (hojas de acanto). Fuera del universo del capitel, la decoración arquitectónica se resuelve de modo comparable, combinando elementos de la tradición griega con cierta libertad y añadiendo otros nuevos —que creemos nuevos, aunque quizás no lo
fueran— que, sin embargo, nunca rompen el carácter orgánico de la tradición griega. Así, encontraremos motivos geométricos (ondas, grecas, cordados, etc.), bucráneos, acróteras, triglifos, etc. En las dos figuras adjuntas de relieves planos hemos recogido algunas de
las fórmulas de carácter «vegetal» más frecuentes en toda la ornamentación
arquitectónica. Aunque pudiera parecer que se trata de una decoración «naturalista», el lector debe tener en cuenta que, en realidad, todas las fórmulas empleadas siempre asumen un elevado grado de convencionalismo geométrico que acaso sea uno de los rasgos más interesantes de la cultura grecolatina. Cualquiera que sea el tema elegido, siempre se organiza según composiciones simétricas, seriadas, rítmicas, etc. Con el paso de los años, el repertorio se amplia relativamente, se incrementa el número de motivos animados, aumentan las fórmulas «vegetales», pero sin que casi nunca se alteren sustancialmente los rasgos que acabamos de mencionar. El paso siguiente, que se da cuando el Imperio comienza a bascular hacia Oriente, será estilizar un poco más el tratamiento, hasta conseguir soluciones que están a medio camino entre las retículas geométricas y las vegetales. A esa solución híbrida se le denomina ataurique y contra lo que dicen algunos manuales, no es una aportación islámica sino tardorromana.
10.5. Epílogo a la cultura romana Llegados a este punto tenemos la sensación de haber olvidado muchas cosas, que, por razones obvias, muy probablemente aparecerán en la mente del lector con más claridad que en las nuestras. Y, en cierto modo, es lógico, porque cuando se trata sobre una época tan extensa y tan prolífica, cualquier retrato de síntesis corre el riesgo de sacar de foco circunstancias fundamentales. Confiamos en que el lector sea «comprensivo» y nos perdone. Pero la oportunidad de este «epílogo» no está justificada por una forzada actitud de modestia sino por acentuar algunas circunstancias de especial importancia. La primera, que a pesar de los muchos años que duró la cultura romana, son muchos más los que le cayeron encima después y es sabido que el tiempo lo entierra todo o casi todo. Los mil quinientos años transcurridos desde la caída de Roma son más que suficientes para que aquella época nos parezca hoy algo «muy lejano», mucho más lejano de lo que en realidad está. Y la misma sensación surge cuando nos detenemos ante cualquier resto arqueológico de época romana. No hay más que dar un paseo por alguno de los fragmentos de la calzada romana que cruzaba la sierra del Guadarrama para «comprender» que sus constructores y promotores se perdieron en «la noche de los tiempos»... Sí, ya sabemos que el tiempo erosiona, pero erosina mucho más la voluntad humana y el lector debe recordar que tras la «caída de Roma» hubo muchas personas —las culturalmente más activas— que se empeñaron en el esfuerzo titánico de borrar de la Historia todo lo que había ocurrido durante la época que denominaron «de la barbarie pagana». Contra la lógica del proceso histórico, estas personas se empeñaron en reconstruir la Historia desde cero y casi lo consiguieron. Por fortuna, el desarrollo cultural está condenado a remitirse al pasado y enseguida veremos que, sobre lo más aparente, la herencia de la Antigüedad grecolatina se dejó sentir de modo decisivo en toda la Edad Media...
Introducción a al Historia del Arte Roma
La segunda, que, en ocasiones, esa apariencia de lejanía nos desconcierta y, como en las películas de miedo, nos asusta con sobresaltos repentinos; por ejemplo, cuando advertimos que nuestro actual código penal casi es una reformulación literal del vetusto Derecho Romano o cuando nos dejamos caer por las recuperadas calles de Pompeya y, viendo sus muros, sus «pintadas» políticas, sus lugares de espectáculos, sus «casa de alterne» o sus mercados, experimentamos una proximidad casi irritante. Al filo de estos sobresaltos, recuerde el lector que la «recuperación» del Derecho Romano no fue en el Renacimiento sino en una época mucho más cercana, de la que apenas han transcurrido doscientos años. Dicho en claves metafóricas un poco forzadas pero muy expresivas: la historia de la humanidad desde Eneas hasta nuestro días se puede resumir en un proceso de continuo «progreso» que sufrió un paréntesis de inflexión durante la Edad Media... Y visto el asunto así, no es que Roma esté cerca, es que está a la vuelta de la esquina. E insistimos en que la «discontinuidad» de la Edad Media es mucho más aparente que real. Si al lector le desconcierta lo que decimos —esperemos que así sea—, ya sabe, «busque, compare...» O váyase al cine a ver Espartaco y preste atención a los diálogos en que intervienen Craso —magistralmente interpretado por Laurence Olivier— y Graco —Charles Laughton—. Aunque es de suponer que quien redactó el guión de la película proyectó valores de su propia época, casi nada de lo que allí se dice desentona con lo que sabemos de la sociedad romana...
Introducción a al Historia del Arte Roma
El arte romano en Hispania Frente a lo que había sucedido con las penetraciones coloniales griega y fenicia, de consecuencias relativamente marginales, la ocupación militar romana de la península Ibérica supuso, de hecho, que nuestra tierra entrara en los cauces de la Historia a todos los efectos. El mosaico cultural previo dejó su lugar a un conglomerado humano en el que, por encima de las diferencias «regiones», le unía un importante acervo de cualidades culturales convergentes que suponían la asimilación y, en ciero modo, la superación de las tradiciones greco-latinas. Si atendemos al caso muy significativo del lenguaje, advertiremos enseguida que, exceptuando el caso de los pueblos que habitaban el actual País Vasco, por las razones que veremos enseguida, todos los demás adquirieron las raices latinas que aún hoy es posible encontrar en el gallego, en el catalán y, por supuesto, en el español o castellano. Todas las lenguas del estado español testimonian con claridad que en la práctica totalidad de la península Ibérica, durante algún tiempo, sus pobladores se comunicaron en latín 49.
49
Naturalmente, esta afirmación debe entenderse en el contexto de una época en la que no existía ninuna institución ocupada en aquello de la «integridad del lenguaje». Muy probablemente, en cada zona se hablaría un «latin culto» y un «latín popular», más o menos contaminado de las singularidades lingüísticas propias que está en el origen de las distintas lenguas romances europeas.
Dentro de los fenómenos propios del Imperio Romano, al menos desde la
época de Augusto, buena parte de la península Ibérica 50 entrará en la dinámica general hasta tal extremo que en pocos años personas nacidas en la península Ibérica alcanzarán los cargos más elevados de la Administración del colosal estado que extendía su poder por toda la geografía mediterránea. Dicho de otro modo: hacia el siglo III los territorios hispanos eran tan romanos como los de la península Itálica. En el terreno artístico, salvando las forzadas diferencias entre la capital y las áreas provinciales, el fenómeno de integración se expresa con claridad total, pero con un alcance regional que debe ser matizado. Aunque los restos materiales romanos aparecidos en la península Ibérica se reparten por la práctica totalidad de su geografía, las obras de mayor calidad y desde luego, las más antiguas, se concentran en unas pocas áreas urbanas: Tarragona (Tarraco), Zaragoza (Cesaraugusta), Mérida (Emerita Augusta), Sevilla (Hispalis), Italica, Córdoba (Corduba) y poco más. Fuera de esos lugares, con excepciones espectaculares y sorprendentes, las obras «romanas» son poco abundantes, de escasa calidad y, 50
Es importante tener en cuenta que, como veremos enseguida, las zonas geográficas «marginales», aquellas que por alguna razón carecían de interés para la administración romana, permanecieron al margen del proceso de romanización hasta momentos muy tardíos. Las actuales Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y, en general, las áreas de orografía irregular, no recibieron la onda cultural romana hasta, al menos, el siglo IV, es decir, hasta la ápoca en que imperaba el proceso de ruralización.
sobre todo, de poquísima relevancia. En suma, desde la perspectiva que otorga la cultura material, parece obvio que se puede hablar de dos áreas perfectamente diferenciadas (las ciudades mencionadas y el resto del territorio), en las que el fenómeno de la romanización se manifestó de modo irregular y diferente, en ocasiones, substancialmente diferente. Así, por ejemplo, en las zonas interiores, al norte de Despeñaperros, los restos romanos van decreciendo en cantidad y calidad a medida que avanzamos
hacia el norte, hasta llegar a la cornisa Cantábrica en la que lo poco romano que conocemos es tosco y, por lo general, de época
tardía. En definitiva, parece claro que la romanización efectiva de la península Ibérica, fuera de las ciudades mencionadas, fue un proceso mucho más lento e irregular del que se desprende de la lectura de ciertos manuales de historia española. Este fenómeno se ha explicado argumentando que los romanos, como potencia imperialista sólo se preocuparon de aquello que imponía su sistema de pillaje... Y seguramente así ocurrió durante los años próximos al cambio de era, sin embargo, por las razones ya mencionadas al hablar del fenómeno expansivo, sería absurdo pensar que esa actitud de «salvaje imperialismo» se mantuvo imperturbable durante los siglos posteriores. De hecho, la proliferación de villas a partir del siglo II, repartidas por todo el territorio peninsular, y la realización de grandes obras públicas en época tardía, expresan de modo diáfano el alcance de las circunstancias asociadas a la romanización efectiva, que también se manifestó en un acelerado auge del fenómeno urbano que habría sido impensable de otro modo.
Sea como fuere, lo cierto es que, desde el análisis de la cultura material,
atendiendo al «grado» de romanización, en la península Ibérica podemos situaciones regionales muy diferentes: 1. Áreas de romanización temprana y activa. Es el caso de tres zonas muy concretas de la península Ibérica: el triángulo definido por Tarraco (Tarragona), Barcino (Barcelona) y Cesaraugusta (Zaragoza), los alrededores de Mérida y, sobre todo, la zona del bajo Guadalquivir. De las tres, la zona que refleja un grado de romanización más sólido y profundo es, sin ninguna duda, el eje determinado por las actuales Sevilla (Hispalis-Itálica) y Córdoba, que debieron experimentar un desarrollo considerable a partir del siglo II. A este grupo le corresponden las esculturas —ornamentos arquitectónicos, relieves y esculturas de bulto— de mayor calidad y más importantes que han llegado a nuestros días. Suelen ser obras que siguen los cauces definidos y estereotipados en la capital del Imperio de calidad comparable y, de vez en cuando, con ciertos rasgos de originalidad que, sin embargo, no sobrepasan la variedad que encontramos en Roma. 2. Áreas de romanización urbana tardía. En este grupo podemos incluir las poblaciones que conservan restos de calidad irregular, en ocasiones de modo «inexplicable», toda vez que podemos suponerlas un elevado grado de romanización. Los casos más significativos son los de Segovia y Toledo. En Segovia no se han encontrado restos que «expliquen» la realización de una obra tan colosal como el acueducto. Toledo, que llegó a la época visigoda con la entidad suficiente como para ser «capital», ha aportado una colección de
objetos romanos que son, en coordenadas relativas, decepcionantes.
3. Áreas de romanización rural.En este grupo podemos situar amplias zonas de las dos mesetas y La Rioja, que sólo documentan su adscripción al imperio romano a partir de la expansión de las villae. 4. Áreas de romanización marginal. A este grupo pertenecerían las zonas que acreditan restos «romanos» de escasísima entidad y de una calidad tan pobre que impiden pensar en promociones institucionales comparables a las de los siglos I y II. Ese es el caso de toda la cornisa cantábrica y, con algunos matices, de Galicia.
Los restos arquitectónicos que subsisten y que todos conocemos han llegado a nuestros días torturados por mil reutilizaciones y múltiples procesos destructivos de origen diverso. El resultado final son verdaderos engendros monumentales en los que resulta difícil saber qué partes son romanas, cuáles «restauraciones» de origen dudoso y cuáles «restauraciones» modernas, más o menos condicionadas por intereses políticos o turísticos. En todo caso, poco o muy poco es lo que les distingue de las tipologías genéricas que ya hemos definido. En España son relativamente abundantes las ciudades antiguas que conservan algún lienzo de muralla paerimetral de época imperial. Los recintos
mejor conocidos gracias a las intervenciones arqueológicas o a su manifiesta monumentalidad son las de Tarragona, Mérida, Barcelona, etc. Estas construcciones militares, que justificaban su existencia, primero, en la inestabilidad política anterior a Augusto, y luego en los múltiples conflictos que sacudieron al Imperio, suelen caracterizarse por trazados adaptados alas irregularidades del terreno y por la utilización de grandes bloques prismáticos.
Para localizar un paño de época romana en una construcción de este tipo, los menos expertos deben buscar sillares que posean en algunas de sus caras las características muescas que se hacían para que las pudiern elevar los ganchos de las gruas.
Templos. Todos los templos romanos que conocemos han llegado a nuestros días gracias a la intervención arqueológica y a reconstrucciones más o menos afortunadas. Los más conocidos son los de Mérida, Barcelona y Córdoba. Obras públicas. Es el aspecto en el que más destacan los restos hispanos, gracias a los acueductos de Tarragona y, especialmente, de Segovia. A mediados de Septiembre de 1996, Géza Alföldy, del Instituto Arquológico Alemán, hizo pública su interpretación de la inscripción del Acueducto, después de un estudio fotográfico realizado por Peter Witte:
Imp(eratoris) Nervae Traiani Caes(aris) Aug(usti) erm(anici), P(ontificis)
m(aximi), tr(ibunicia) p(otestate) II, co(n)s(ulis) II, patris patriaes iussu / P(ublius) Mummius Mumianus et P(ubluis) Fabius Taurus Iiviri munic(ipii) Fl(avii) Segoviensium /aquam restituerunt. «Por orden del Emperador Nerva Traianus Caesar Augustus Germanicus, pontífice máximo, dotado del poder tribunicio por segunda vez, cónsul por segunda vez, padre de la patria, Publio Mummio Mummiano y Publio Fabio Tauro, los dos alcaldes del municipio flavio de los segovianos, reconstruyeron el acueducto». En definitiva, parece ser que Trajano ordenó en el año 98 la «reconstrucción» del acueducto. Si fue así, aún quedaría saber quién lo construyó. Alföldy formuló dos hipótesis: a) Que se construyera bajo Domiciano en el 96, pero quedara sin la inscripción final, que fue redactada por algún funcionario pelotillero de la administración de Trajano. b) Que se construyera bajo Domiciano, pero que una vez derrumbada la parte central, fuera, en efecto, restaurado bajo Trajano. En todo caso, el acueducto de Segovia da testimonio de una romanización relativamente temprana de una zona que, sin embargo, no expresa esa situación. cultural mediante otros restos que estén a su altura.
Arcos conmemorativos. Han llegado al siglo XX unos cuantos en estado de
conservaci贸n
muy
irregular.
10.6. Un apunte «marginal» sobre el arte romano en Hispania Aunque en las páginas anteriores hemos ido mencionando algunos de los restos romanos más significativos, al hilo del desarrollo general, creemos que tiene gran interés formular algunas acotaciones que nos ayudarán a «situar» en el proceso cultural lo que sucederá pocos siglos después. Frente a lo que había sucedido con las penetraciones coloniales griega y fenicia, de consecuencias relativamente marginales, la ocupación militar romana de la península Ibérica supuso, de hecho, que nuestra tierra entrara en los cauces de la Historia a todos los efectos. Con el paso de los años esa «ocupación» culminó en una situación comparable a la que desarrollaron la mayor parte de las regiones mediterráneas y el mosaico cultural previo dejó su lugar a un conglomerado humano en el que, por encima de las diferencias «regionales», le unía un importante acervo de cualidades culturales convergentes que suponían la asimilación y, en cierto modo, la superación de las tradiciones greco-latinas. Si atendemos al caso muy significativo del lenguaje, advertiremos enseguida que, exceptuando el caso de los pueblos que habitaban el actual País Vasco, por las razones que veremos enseguida, todos los demás adquirieron las raíces latinas que aún hoy es posible encontrar en el gallego, en el catalán y, por supuesto, en el español o castellano. Todas las lenguas del estado español testimonian con claridad que en la práctica totalidad de la península Ibérica, durante algún tiempo, sus pobladores se comunicaron en latín 51. Dentro de los fenómenos propios del Imperio Romano, al menos desde la época de Augusto, buena parte de la península Ibérica 52 entrará en la dinámica general hasta tal extremo que en pocos años personas nacidas en la península Ibérica alcanzarán los cargos más elevados de la Administración del colosal estado que extendía su poder por toda la geografía mediterránea. Dicho de otro 51
Naturalmente, esta afirmación debe entenderse en el contexto de una época en la que no existía ninguna institución ocupada en aquello de la «integridad del lenguaje». Muy probablemente, en cada zona se hablaría un «latin culto» y un «latín popular», más o menos contaminado de las singularidades lingüísticas propias que está en el origen de las distintas lenguas romances europeas. 52
Es importante tener en cuenta que, como veremos enseguida, las zonas geográficas «marginales», aquellas que por alguna razón carecían de interés para la administración romana, permanecieron al margen del proceso de romanización hasta momentos muy tardíos. Las actuales Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y, en general, las áreas de orografía irregular, no recibieron la onda cultural romana hasta, al menos, el siglo IV, es decir, hasta la ápoca en que imperaba el proceso de ruralización.
modo: hacia el siglo III los territorios hispanos eran tan romanos como los de la península Itálica. En el terreno artístico, salvando las forzadas diferencias entre la capital y las áreas provinciales, el fenómeno de integración se expresa con claridad total, pero con un alcance regional que debe ser matizado. Aunque los restos materiales romanos aparecidos en la península Ibérica se reparten por la práctica totalidad de su geografía, las obras de mayor calidad y desde luego, las más antiguas, se concentran en unas pocas áreas urbanas: Tarragona (Tarraco), Zaragoza (Cesaraugusta), Mérida (Emerita Augusta), Sevilla (Hispalis), Italica, Córdoba (Corduba) y poco más. Fuera de esos lugares, con excepciones espectaculares y sorprendentes, las obras «romanas» son poco abundantes, de escasa calidad y, sobre todo, de poquísima relevancia. En suma, desde la perspectiva que otorga la cultura material, parece obvio que se puede hablar de dos áreas perfectamente diferenciadas (las ciudades mencionadas y el resto del territorio), en las que el fenómeno de la romanización se manifestó de modo irregular y diferente, en ocasiones, substancialmente diferente. Así, por ejemplo, en las zonas interiores, al norte de Despeñaperros, los restos romanos van decreciendo en cantidad y calidad a medida que avanzamos hacia el norte, hasta llegar a la cornisa Cantábrica en la que lo poco romano que conocemos es tosco y, por lo general, de época tardía. En definitiva, parece claro que la romanización efectiva de la península Ibérica, fuera de las ciudades mencionadas, fue un proceso mucho más lento e irregular del que se desprende de la lectura de ciertos manuales de historia española. Este fenómeno se ha explicado argumentando que los romanos, como potencia imperialista sólo se preocuparon de aquello que imponía su sistema de pillaje... Y seguramente así ocurrió durante los años próximos al cambio de era, sin embargo, por las razones ya mencionadas al hablar del fenómeno expansivo, sería absurdo pensar que esa actitud de «salvaje imperialismo» se mantuvo imperturbable durante los siglos posteriores. De hecho, la proliferación de villas a partir del siglo II, repartidas por todo el territorio peninsular, y la realización de grandes obras públicas en época tardía, expresan de modo diáfano el alcance de las circunstancias asociadas a la romanización efectiva, que también se manifestó en un acelerado auge del
fenómeno urbano que habría sido impensable de otro modo. Sea como fuere, lo cierto es que, desde el análisis de la cultura material, atendiendo al «grado» de romanización, en la península Ibérica encontramos situaciones regionales muy diferentes: 1. Áreas de romanización temprana y activa. Es el caso de tres zonas muy concretas de la península Ibérica: el triángulo definido por Tarraco (Tarragona), Barcino (Barcelona) y Cesaraugusta (Zaragoza), los alrededores de Mérida y, sobre todo, la zona del bajo Guadalquivir. De las tres, la zona que refleja un grado de romanización más sólido y profundo es, sin ninguna duda, el eje determinado por las actuales Sevilla (Hispalis-Itálica) y Córdoba, que debieron experimentar un desarrollo considerable a partir del siglo II. A este grupo le corresponden las esculturas —ornamentos arquitectónicos, relieves y esculturas de bulto— de mayor calidad y más importantes que han llegado a nuestros días. Suelen ser obras que siguen los cauces definidos y estereotipados en la capital del Imperio de calidad comparable y, de vez en cuando, con ciertos rasgos de originalidad que, sin embargo, no sobrepasan la variedad que encontramos en Roma. 2. Áreas de romanización urbana tardía. En este grupo podemos incluir las poblaciones que conservan restos de calidad irregular, en ocasiones de modo «inexplicable», toda vez que podemos suponerlas un elevado grado de romanización. Los casos más significativos son Segovia y Toledo. Toledo, que llegó a la época visigoda con la entidad suficiente como para ser «capital», ha aportado una colección de objetos romanos que son, en coordenadas relativas, decepcionantes. 3. Áreas de romanización rural. En este grupo podemos situar amplias zonas de las dos mesetas y La Rioja, que sólo documentan su adscripción al imperio romano a partir de la expansión de las villae. Los restos más significativos de esta área son los mosaicos, algunos comparables en calidad a los del norte de África. 4. Áreas de romanización marginal. A este grupo pertenecerían las zonas que acreditan restos «romanos» de escasísima entidad y de una calidad tan pobre que impiden pensar en promociones institucionales comparables a las de los siglos I y II. Ese es el caso de toda la cornisa cantábrica y, con algunos matices, de Galicia, que proporcionan escasos restos homologables a lo que se entiende por «arte romano».
Los restos arquitectónicos que subsisten y que todos conocemos han llegado a nuestros días torturados por mil reutilizaciones y múltiples procesos destructivos de origen diverso. El resultado final son verdaderos engendros monumentales en los que resulta difícil saber qué partes son romanas, cuáles «restauraciones» de origen dudoso y cuáles «restauraciones» modernas, más o menos condicionadas por intereses políticos o turísticos. En todo caso, poco o muy poco es lo que les distingue de las tipologías genéricas que ya hemos definido.
10.7. El fin de la Antigüedad, un amplio periodo de transición. La implantación del Cristianismo como síntesis helenística. En un «momento amplio», relativamente indeterminado, pero próximo al año 200 d.C., el modelo cultural del mundo Antiguo, que hasta entonces había sido espectacularmente operativo, muestra sus limitaciones para seguir creciendo y entra en una profunda crisis de la que, a la larga, será imposible salir. Y naturalmente, con él también entran en crisis todas sus circunstancias asociadas: modelos de pensamiento, artes, sistemas políticos... Se ha dicho que un Imperio fundamentado en el sistema esclavista no tenía otra alternativa que transformarse radicalmente y admitir una forma sociopolítica mucho más incómoda o afrontar el reto imposible de crecer ilimitadamente para obtener los recursos necesarios que permitieran alimentar unas necesidades en crecimiento continuo. Por desgracia, los romanos también vivían en un mundo limitado y pronto escasearon los elementos que en lo más prosaico soportaban todo el tinglado: los esclavos y los tributos. Como la propia estructura social, construida con los «excedentes» en forma de esclavos y tributos, hacía inviable una transformación radical, el desenlace estaba cantado. Al menos, así lo vemos nosotros ahora, que como dice el tópico contamos con las ventajas que proporciona la «perspectiva» del tiempo pasado y conocido. Cuando los terrenos sometidos se romanizaron en profundidad, es decir, cuando se integraron plenamente en las formas sociales de la metrópoli, las posibilidades del pastel se redujeron considerablemente y, en consecuencia, para quienes vivían en las áreas periféricas dejó de merecer la pena mantener una costosísima infraestructura que ya no funcionaba en beneficio del «pueblo 53» de hecho, sólo beneficiaba a unos pocos, de entre quienes habitaban en Roma. Como hubieran dicho los catalanes hace veinte años, ya se sabe a quien beneficia el centralismo...
53
Recuerde el lector que el pueblo, articulado en la estructura militar, había sido uno de los grandes beneficiados por la expansión.
Y las provincias optaron por cierto tipo de autarquía –hoy diríamos «autonomía»– que, en términos de estrategia militar o, mejor, de falta de visión militar, facilitó las migraciones de los pueblos «bárbaros». Estos pueblos bárbaros, que habían sido contenidos en el exterior de los límites del imperio a duras penas, eran ahora presionados por otros pueblos bárbaros más periféricos y requeridos por los propios ciudadanos romanos para incrementar la capacidad de autodefensa de las diferentes regiones, cada vez menos atendidas desde la metrópoli. Y no es que con ello se metiera al enemigo en casa, sino que con las tropas de los «bárbaros» el problema de la falta de recursos se acentuaba aún más, porque a las limitaciones anteriores había que añadir ahora el de mantenimiento de las nuevas tropas. Eran pocos... El siguiente paso, lógicamente, pasaba por que quienes controlaban el nuevo ejército se hicieran cargo de todo el poder... Y más o menos eso fue lo que sucedió en relativamente pocos años; por encima del complejísimo aparato administrativo romano, los grupos germánicos, organizados con cierta cohesión, acabaron siendo las únicas fuerzas efectivas que quedaron en el Imperio con capacidad para articular entidades regionales o locales de poder. Más o menos, así surgieron, en definitiva, los «estados» germánicos que, en el plano institucional, ponían el punto final al Imperio Romano. Cabría suponer que los cambios institucionales, en ocasiones, sólo significan cambios nominales... Por desgracia, la crisis del Mundo Antiguo estaba actuando en capas muy profundas del entramado social, porque el proceso que acabamos de bosquejar en trazos gruesos vino a coincidir con varios frentes penosos, todos ellos muy activos. Por lo que a nosotros nos interesa, debemos destacar la decadencia de las actividades urbanas más cualificadas (comercio e «industria», sobre todo), que produjo un lento pero inexorable empobrecimiento de las ciudades y la consiguiente desbandada de sus pobladores al campo, donde, cuando menos, era posible obtener el imprescindible sustento 54. Y todo ello, inexorablemente, conduciría a la decadencia de «las artes». Es de suponer que, ante las crisis endémicas, caerían los encargos, y en lógica consecuencia, los grupos de artífices, artesanos y «artistas», afincados en las grandes urbes, se verían obligados a cambiar de «oficio» y seguramente también de residencia. En definitiva, poco a poco, por razones enraizadas en la propia esencia del sistema cultural romano, se abrían las puertas de un camino que conducía a su aniquilación, al fin del Mundo Antiguo y al inicio de lo que llamamos la Edad Media. 54
Tal y como indicábamos en el capítulo anterior, el fundamento del orden romano estaba en una administración fuerte, que fuera capaz de mantener abiertas las vías comerciales, ya fueran terrestres o marítimas. El debilitamiento del poder central produjo la quiebra de este objetivo primordial y puso en marcha un mecanismo infernal.
También habría que hablar de una profundísima crisis religiosa... Aunque del nacimiento y desarrollo del cristianismo trataremos más adelante, quizás ahora sea el momento de expresar que, a nuestro juicio, el «asunto religioso», con ser espectacular en su proyección temporal –¡qué paradoja!–, en aquella época, apenas fue un factor institucional de importancia muy relativa, que desde el análisis histórico encaja mejor entre los «síntomas» que entre las «causas 55» (con perdón de algunos distinguidos anticlericales). El radical cambio de religiosidad, que más tarde adquirirá una relevancia excepcional en el amplio campo de la cultura material, más que otra cosa, puede interpretarse como un reflejo de la pérdida de sentido del modelo cultural grecolatino, de su incapacidad para resolver los problemas de las personas, que acaso por ello se vieron forzadas a reajustar sus conjuntos de creencias y valores 56. Y para ello se volvieron hacia las fórmulas religiosas orientales que, cuando menos, tenían la virtud de asegurar la «salvación», de proporcionar una salida a los desesperados. Dicho sin miramientos: si en la situación cotidiana, no era posible resolver los grandes problemas del individuo, habría que buscar alguna fórmula sustitutoria que permitiera salir de la frustración. En ese sentido, los datos que poseemos sobre los incidentes que experimentó la sociedad romana durante los siglos III y IV, son aterradores. Las guerras, las epidemias, las hambrunas se convirtieron en circunstancias endémicas que se cebaron especialmente en las áreas urbanas y, sobre todo, en los estratos sociales más bajos, que, precisamente, fueron los más receptivos al cambio religioso. En definitiva, en las circunstancias de la crisis imperial, era especialmente útil abrazar un nuevo sistema de creencias que, frente al anterior, concebido en parámetros materiales, cuando menos, garantizaba una salida «espiritual» al drama. A nuestro juicio, los primeros años de la expansión cristiana fueron un proceso muy similar al que ya había experimentado el subcontinente indú en relación al budismo.
55
Algunos historiadores siguen insistiendo en que la sustitución de la religiosidad tradicional por la cristiana significó la radical alteración de los valores que habían sustentado el Imperio Romano. El problema da para una encendida polémica posibilista de esas a las que somos tan aficionados los humanos: ¿qué habría ocurrido si no se hubiera difundido el cristianismo? Si mi tía, en lugar de ser mi tía, tuviera ruedas... ya no sería mi tía, sino un triciclo. 56
Todos los cambios históricos presuponen «reajustes» en el modelo cultural.
En esa línea argumental, la institucionalización del cristianismo se nos presenta como un factor de integración social que, poco a poco, fue sustituyendo al ejército en esa misma finalidad, toda vez que éste, poco a poco, se había convertido en uno de los más penosos factores de disgresión. Al hilo de ello y en una fase sucesiva, es sorprendente contemplar cómo la nueva religión, en muy pocos años, llegó a penetrar en la estructura administrativa y militar romana hasta construir una red tan poderosa que podrá sustentarse por sí sola, hasta invertir la situación de los factores de poder. En poco más de doscientos años la organización eclesiástica estará en condiciones de resistir aunque fallara el entramado administrativo del Imperio. En definitiva, en muy pocos años, las carencias del estado imperial serán suplidas —naturalmente, de forma muy imperfecta— por una administración eclesiástica que respetará escrupulosamente la articulación previa, probablemente, por cuestiones de estricta utilidad. La administración romana basada en la organización determinada por las provincias y los conventus (especie de «departamentos» o de «subprovincias»), será sustituida por una «nueva» articulación en la que lo único nuevo serán los obligados cambios nominales: los viejos conventus pasarán a llamarse obispados, los obispos pasarán a disfrutar del mismo poder efectivo que, hasta entonces, habían tenido los gobernadores romanos... Y lo disfrutarán con cierta amplitud durante algún tiempo, hasta la primera consolidación del poder germánico, cuando se pondrá sobre la mesa un problema que se resolverá como se resuelven este tipo de problemas: peleando o pactando... Pero esa es otra historia, a la que volveremos más adelante. Naturalmente, por razones obvias, estos nuevos «gobernadores» movilizarán cambios que tendrán un importantísimo reflejo en la cultura material. Puesto que las viejas concepciones religiosas imponían un sistema de templo concebido hacia el exterior y la nueva religión se ejercía en un contexto ritual diferente, polarizado alrededor de la idea de eclesia, surgía un curioso problema material: en general, los viejos templos, por sus escasas posibilidades de espacio interior, no permitían una reutilización sistemática 57 . En 57
Como imaginará el lector, la mayor parte de los viejos templos paganos serían «reconsagrados» a partir de los decretos de prohibición de las ancestrales prácticas y, de hecho, eso es lo que parecen indicar algunos de los que en mejor estado han llegado a nuestros días, pero creemos que esa reutilización de las viejas construcciones no pudo resolver, sobre todo, los problemas rituales del cristianismo durante los años que mediaron entre su «oficialización» y la prohibición del paganismo. En definitiva, la «reutilización» de los viejos templos paganos sólo pudo ser útil para hacer expresión pública del poder de la nueva religiosidad, porque, salvo en contadas excepciones, su capacidad funcional no era adecuada a los nuevos ritos. En esa situación, sólo era posible mantener el culto cristiano en esos templos con un carácter muy restringido.
consecuencia, era necesario construir nuevos edificios que fueran útiles a los nuevos ritos y, puestos a elegir entre las posibilidades que otorgaba el modelo cultural del que se partía, bastó con tomar aquel que había cumplido con una función semejante, aunque hubiera sido laica: la basílica. Y prácticamente, lo mismo se puede decir del resto de las primeras manifestaciones artísticas cristianas, entre las que destaca la pintura, no por cuestiones estilísticas o formales novedosas, sino sencillamente porque en ella y, sobre todo en la que se realizó en las catacumbas, quedó materializado el primer repertorio simbólico e iconográfico de la nueva concepción religiosa. Dicho sin ambages: la cristianización del imperio romano no supuso, en principio, ningún cambio artístico de relevancia. No obstante esta observación, no podemos dejarnos llevar por la idea de que la aparición del cristianismo sólo fue una «circunstancia superestructural». Muy al contrario, la aparición del cristianismo fue, de hecho, una verdadera revolución que estalló en un tiempo de cambios frenéticos, en el que es muy difícil establecer relaciones de causa-efecto. Antes comentábamos que hay quien dice que la aparición del cristianismo aceleró la crisis del Mundo Antiguo. Sin embargo, también hay quien dice lo contrario: que la aparición del cristianismo atenuó la crisis y permitió que el Mundo Antiguo no saltara en mil pedazos... Nos encontramos ante un problema de interpretación histórica apasionante, que cada cual resolverá según su particular talante o ideología y que podremos leer en positivo o negativo. En negativo: la compleja retícula de contradicciones que introdujo la institucionalización del cristianismo pudo tener efectos catastróficos. En muy pocos años, el cristianismo pasó de ser una religiosidad universalista y liberadora a convertirse en un poderosísimo instrumento de poder político y militar, que fue ejercido sin miramientos. Parafraseando a los tratadistas antiguos, que desde posturas ideológicas tradicionales (paganas), debían hacer frente al asunto de las nuevas «persecuciones», podemos decir que el proceso de consolidación institucional del cristianismo costó tantas vidas como la más cruenta de las guerras civiles... y, desde luego, muchísimas más de las que habían producido las viejas «persecuciones». Anécdotas aparte, desde un punto de vista histórico práctico, es difícil determinar el papel que jugó en el desarrollo de la crisis, pero lo que parece cierto es que, en el plano social, el cristianismo no pudo detener la dinámica autodestructiva que habían engendrado los problemas del Bajo Imperio y, sencillamente, abrió un nuevo frente de lucha... que acaso fuera réplica de alguno de los ya existentes 58. 58
La «repentina» conversión de Constantino, movido por incuestionables intereses militares es tremendamente elocuente en ese sentido y otorga fundamento a la hipótesis de la nueva fórmula de instrumentalizar a las clases bajas, como en los siglos anteriores lo habían hecho los césares «populistas» mediante el ejército.
En positivo: admitiendo que las grandes corrientes históricas nunca suceden por casualidad, la nueva religión, convenientemente reformulada 59 , venía a cumplir una función de excepcional importancia en el reajuste cultural que impuso a los individuos de la época la crisis del Mundo Antiguo. Y lo hizo de modo tan eficaz, que fue el único elemento del universo cultural romano que pervivió a la crisis y se prolongó indefinidamente... Cualquiera que sea nuestra actitud en el terreno religioso, de nuevo, debemos reconocernos deudores de la cultura romana y de su última aportación. Si somos creyentes, porque nuestras actuales formas religiosas nacieron, se formularon y se consolidaron bajo la cultura grecolatina. Y si no lo somos, porque como sucedía con las fórmulas arquitectónicas, la cultura grecolatina fue capaz de dar respuesta a esas cuestiones para las que resulta tan útil una religiosidad concebida de acuerdo con las necesidades anímicas más substanciales del hombre. Y porque nuestros actuales valores éticos nacieron en aquel contexto.
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Quien sea capaz de contemplar «desapasionadamente» lo que ocurrió en aquellos años, la diferencia que existe entre los Evangelios y las grandes formulaciones dogmáticas de los concilios de los siglos IV y V, comprenderá a qué nos referimos. Hoy parece claro que la relativamente rápida estructuración del cristianismo acometida en aquellos concilios, tuvo por objeto construir un modelo religioso que no desentora demasiado con el desarrollo cultural romano, aunque para ello, fuera necesario desdibujar o, incluso, suprimir el origen judío del cristianismo. Los manuscritos de Qumran nos han permitido recostruir el proceso original con unos matices muy diferentes a los de aquellos concilios que no fueron protagonizados por personajes judíos, de planteamientos profundamente endógeneos, sino, sobre todo, por ciudadanos romanos cuyas ideas de ordenación social estaban fuertemente condicionadas por las circunstancias de una sociedad plural y abierta... Y el tema es interesantísimo, pero, como es lógico, se escapa de las pretensiones de estas páginas.
En esa línea, la consideración «medieval» del cristianismo encierra una sutilísima trampa forjada, como de costumbre, por los sectores interesados en redibujar la historia desde el presente –desde el nuestro y desde otros presentes– contra la que conviene estar vacunados, porque, indirectamente, supone alejar artificialmente el cristianismo de las tradiciones grecolatinas, de las que fue tan deudor60. Por el contrario, para muchos historiadores de nuestros días, a los que nos sentimos afines, la difusión del cristianismo sólo puede entenderse dentro de los fenómenos de orientalización cultural que experimentó el Imperio Romano a partir del siglo II d.C., que permitieron la difusión de múltiples cultos «exóticos», procedentes de Grecia (área jonia) y de la fachada mediterránea de Mesopotamia, entre los que sólo se consolidó el cristianismo. En esa línea también son muchos los autores que explican el éxito del cristianismo por ser la síntesis más afortunada de todas las categorizaciones simbólicas asociadas a los planteamientos culturales y religiosos que habían hecho posible el helenismo. Así, por ejemplo, las ideas del Génesis y, en general, de todo lo aportado por el judaísmo sólo se puede entender desde la dinámica de las culturas mesopotámicas. La idea de regeneración ilimitada y eterna (resurrección), se puede seguir, al menos, desde el mito de Osiris, pasando por los mitos grecolatinos del mismo tipo (Orfeo), que fueron recogidos casi con fidelidad absoluta –por supuesto, en claves simbólicas– por el cristianismo 61. Los valores éticos del cristianismo serían incomprensibles si no mediara el desarrollo filosófico socrático y platónico, que había dado lugar en Oriente y, en especial, en Palestina 62 , a la proliferación de grupos humanos de pretensiones 60
En esa línea van algunas «clasificaciones históricas» asocidas al concepto de «era». Se habla de «era pagana», «era judía» y «era cristiana», como si cada uno de los tres «momentos históricos» pudieran concebirse con absoluta independencia. En realidad, los procesos históricos, contemplados a largo plazo, siempre proyectan fenómenos de continuidad, incluso aunque medien fenómenos de «aparente cambio radical» (revoluciones). 61
Uno de los elementos más substanciales del cristianismo, el Banquete Eucarístico, que supone participar en el grupo «comiendo» el Cuerpo de Cristo, es trasposición literal simbólica del salvaje «banquete» que celebraron las mujeres tracias con el cuerpo de Orfeo. Más adelante volveremos sobre esta cuestión.. 62
Los manuscritos de Qirbet Qumran son sumamente explícitos en este sentido y han forzado un replanteamiento muy profundo del origen del cristianismo así como de su desarrollo inicial, vinculados a los esenios, de quienes teníamos una información muy pobre gracias a Plinio el Viejo, a Filón de Alejandría y a Flavio Josefo. Sin embargo, después de los manuscritos de Qumran, su caracterización histórica ha cambiado radicalmente. Su organización comunitaria, basada en el amor de Dios, del prójimo y de la virtud y en la observancia de una serie de normas, que nos resultan muy
«comunitaristas», y en Occidente, a las fórmulas políticas de corte «democrático». La dualidad Bien-Mal, tal y como fue recogida en los primeros tiempos del cristianismo, tenía mucho que ver con el zoroastrismo. Etc. En definitiva, creemos que el cristianismo puede ser interpretado como el último gran producto cultural de la tradición helenística, entendida ésta como la síntesis de todas las aportaciones precipitadas en el matraz mediterráneo por tres mil años de historia, gracias a la voluntad integradora del Imperio Romano. Último gran producto cultural que debe contemplarse dentro del marco de lo que se ha dado en llamar la «transición de la Antigüedad a la Edad Media».
familiares, están demasiado próximos a los principios éticos y religiosos del Nuevo Testamento, como para pasarlos por altos. Aunque en todos los ambientes científicos y religiosos del mundo se ha tratado el asunto con exquisita prudencia, es de suponer que a medio y largo plazo asistiremos a un replanteamiento radical del origen histórico del cristianismo.
Cualquier historia del cristianismo que consultemos está obligada a tratar un problema especialmente delicado desde el punto de vista de los dogmas católicos. Desde la ortodoxia católica, el asunto se resuelve de un plumazo asegurando que el desarrollo del cristianismo fue un proceso continuo en el que desde el principio quedó configurada la retícula jerárquica, concretamente, a partir de la figura de San Pedro, que fue el primer «obispo de Roma», es decir, el primer Papa. Con él se establecería una estructura jerárquica centralizada que, sin otros contratiempos que algunos «incidentes aislados», llegó hasta nuestros días. Sin embargo, los datos históricos fiables que han llegado a nuestros días no parecen apuntar en la misma dirección. Aunque el seguimiento de los testimonios históricos de los siglos I, II y III es casi un problema cabalístico, parece que en la iglesia cristiana, aunque existieron unos vínculos de relación muy sólidos, que proporcionaban cierta relevancia al obispo de Roma, no existió noción de estructura jerárquica centralizada hasta muy tarde. Hasta la aparición del fenómeno islámico, las diferentes comunidades cristianas padecieron las consecuencias de la disolución del Imperio y las inherentes secuelas autárquicas. Seguramente por ello, se estableció una especie de organización «confederada» que estaba aglutinada por las sedes más activas e importantes de aquellos años, entre las que se contaban Roma, pero también y muy especialmente, Antioquía, Alejandría, Damasco, Constantinopla y Jerusalén; con el paso de los años, a esas ciudades (polos de poder), se unirían otras con un denominador común: su ubicación geográfica en las áreas de gran influjo cultural oriental. Dicho con claridad: el poder «nominal» de Roma no se correspondía con la situación de los polos de expansión religiosa más activos que, indefectiblemente, pertenecían a las zonas orientales o más receptivas al influjo oriental (norte de África). No obstante, históricamente está también muy claro que la primacía del obispado de Roma fue un deseo sólidamente arraigado que comenzó a manifestarse, primero de modo incipiente 63 y luego de modo mucho más firme. Con Esteban I (254-257) ya aparece con claridad la idea del «Papado», si bien, los acontecimientos históricos posteriores, condicionados por la tendencia descentralizadora, no debieron facilitar mucho las cosas. En todo caso, León I el Grande, a mediados del siglo V (440-461), estableció el «título» de «vicario de Pedro» y convocó un concilio (Concilio de Calcedonia del año 451) en el que se aceptó la enseñanza del obispo de Roma en los asuntos teológicos de moda en la época. 63
Existe un documento firmado por el «Papa» Clemente (Prima Clementis) redactado en los alrededores del año 100 en la que se dirige a la comunidad corintia destacando la responsabilidad que le correspondía como obispo de la capital del Imperio. El asunto vuelve a manifestarse con matices comparables cien años después con Victor I (obispo de Roma entre 189 y 199).
Pero esa situación no pudo sostenerse mucho, porque los tiempos no eran propicios para el mantenimiento de un modelo de poder centralista, porque el Concilio de Calcedonia coincidió con los años de mayor turbulencia política del Imperio que culminaron con la deposición de Rómulo Augustulo (476). Desde esos años hasta la época de Esteban II (752-757), cuando con el apoyo de Pipino el Breve, se sientan los cimientos del «estado pontificio», Roma apenas fue una sede episcopal a la que la supuesta «responsabilidad histórica» le venía muy grande. Por el contrario, los grandes polos de acción religiosa, quienes llevaron la iniciativa durante los siglos V, VI y VII, fueron los patriarcas de las ciudades orientales, que habían conseguido permanecer relativamente al margen del caos institucional del viejo Imperio y, en consecuencia, pudieron mantener operativas las vías de comunicación 64. En síntesis, incluso aceptando la relevancia relativa de Roma, debemos reconocer que los acontecimientos históricos discurrieron por cauces contrarios a esa relevancia a partir del año 476 y que esa situación duró hasta mediados del siglo VIII. En ese período, la iniciativa religiosa siempre estuvo en manos de los patriarcas orientales 65. La «occidentalización» del cristianismo fue un fenómeno muy posterior, que trataremos más adelante.
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Creemos que ahí está la clave del problema al que nos referimos. Cuando se rompieron las vías de comunicación de la mitad norte del Imperio, desaparecieron las posibilidades de mantener la estructura centralista y, en consecuencia, las posibilidades «rectoras» de Roma. Gracias a la preeminencia de las vías de comunicación marítima en la fachada sur del Mediterráneo, fue posible mantener una estructura de relaciones que jugó a favor, primero, de los obispados orientales y luego, de la expansión islámica. 65
En este punto y sin ninguna retranca, nos permitimos recordar al lector que, en su origen, el cristianismo fue un fenómeno cultural «oriental»: Cristo no vivió en Roma, sino en Palestina. Y hasta la figura sobre cuyas espaldas se coloca la responsabilidad del apostolado gentil, San Pablo, desarrolló su actividad en la zona oriental del Imperio.
10.7.1 «Arte paleocristiano y primer arte cristiano». Aunque algunos autores prefieren hablar del «primer arte cristiano» para hablar del que, bajo las nuevas concepciones religiosas, se hizo en época romana, creemos que es más apropiado hablar de arte paleocristiano, para referirse al que se realizó en tiempos de clandestinidad, y dejar el resto de las obras, las que se hicieron con posterioridad a la institucionalización del cristianismo, como un grupo de características propias, pero dentro del arte romano del Bajo Imperio, puesto que como ya hemos indicado, apenas se distingue de él en cuestiones poco relevantes para el desarrollo de la cultura y de las formas. Desgraciadamente es muy poco lo que conocemos sobre los primeros años del cristianismo. Se supone que la configuración de una comunidad homogénea sólo fue posible tras un período de relativa confusión, que finalizaría con la constitución de los primeros sínodos en los que serían determinados los aspectos rituales fundamentales y la línea jerárquica. El enfrentamiento entre el Estado Romano y la primitiva «Iglesia» tiene su origen en la doctrina cristiana de contraposición entre reino celestial y reino terrenal y en la negativa de los cristianos a admitir el culto oficial al emperador, circunstancia que les situaba al margen de la ley y «explica» la existencia de las correspondientes «persecuciones» 66 . Las primeras, no generalizadas, se produjeron bajo el gobierno de Nerón (año 64) y continuaron con Domiciano, Trajano, Marco Aurelio Séptimo Severo y Máximo. La primera persecución generalizada tuvo lugar bajo el imperio de Decio, que situó la recuperación de las tradiciones romanas en el punto de mira preferente de su acción de gobierno. 66
Recuérdese la importancia que otorgaban los romanos al mantenimiento de las tradiciones. Al parecer, una parte muy importante de la sociedad romana contemplaba con manifiesta hostilidad todas las importaciones religiosas extranjeras. Desde esa hostilidad se explicarían las persecuciones y, sobre todo, que las matanzas de cristianos tuvieran carácter de espectáculo público.
En el año 311 se promulga el edicto de tolerancia de Galerio y Licinio y tras la conversión de Constantino, se promulga el Edicto de Milán por el cual se reconocía la libertad religiosa de los ciudadanos romanos, aunque, en cierto modo, se mantuviera sujeto a las tradiciones romanas: él mismo se titula «Pontifex máximus», y mantiene su protección institucional a los cultos paganos 67.
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Sin embargo, la implantación institucional del cristianismo debía ser muy fuerte, porque por estos años aparecen monedas con explícita iconografía cristiana: mano que viene del cielo y se asienta sobre la cabeza del emperador. Iconografía que anticipa la actitud política de los años venideros, cuando se consolide el maridaje entre Iglesia y Estado.
Sin embargo el proceso ya era imparable. En el año 380, Teodosio promulga el Edicto de Tesalónica, prohibiendo el arrianismo en Oriente, de manera que, a partir del 391, de hecho bajo sucesivos decretos de prohibición, la religión católica es la única religión efectiva del estado romano. Pocos años después, a la muerte de Teodosio el Grande (394), el imperio romano se divide entre sus dos hijos: Arcadio, que recibe Oriente (Bizancio, con capital en Constantinopla, hoy Estambul) y Honorio que se hace cargo de la zona occidental, cada vez más debilitada (con capital en Rávena desde el año 404). Poco antes de que se cumpliera el primer centenario del Edicto de Tesalónica, en el 476, el Imperio Romano queda extinguido a todos los efectos. En definitiva, las producciones culturales quedan polarizadas entre los períodos anterior y posterior al año 313, que determina el punto en que los cristianos pueden manifestarse sin los impedimentos de la clandestinidad. Así, pues, el único arte «paleocristiano» sería el asociado a las catacumbas; a partir de ese año en que cambiaron tantas cosas, parece poco adecuado utilizar el mismo término. Por ello algunos autores hablan de «primer arte cristiano» para referirse al que se realizó sin la presión de las «persecuciones», pero en todo caso, intentar forzar la clasificación resulta un empeño baldío, porque, visto el proceso desde hoy, las dos fases aparecen definiendo secuencia de continuidad prácticamente absoluta entre ellas y en relación al periplo de la cultura romana. Por ello, teniendo en cuenta las observaciones realizadas, acaso fuera más conveniente emplear fórmulas de otro tipo y hablar, en general, de «arte cristiano de época romana», de «arte cristiano de época de clandestinidad», y de «arte cristiano romano». Pero no insistiremos en emplear tan anómalas denominaciones, porque no tenemos ningún ánimo proselitista. Lo importante en este punto es dejar claras dos cosas: 1. La continuidad prácticamente total entre cultura romana pagana y cultura romana cristiana. 2. La continuidad, asimismo total, en el desarrollo de las diferentes fases del proceso cultural cristiano 68.
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«Continuidad» desde nuestra perspectiva de «valoración sintética». Los años que siguieron a la tolerancia del cristianismo fueron una época muy activa de transformaciones, en la que surgieron mil corrientes y en la que se fueron sentando las bases de lo que acabará siendo el Dogma.
10.7.2. Las catacumbas. Los «nuevos» modelos iconográficos. Las catacumbas eran cementerios excavados en las afueras de las grandes ciudades que los cristianos acondicionaron para adaptarlos al uso lítúrgico. Las catacumbas poseían largos y estrechos pasillos denominados ambulacrum con nichos (loculi) colocados a cada lado, en sentido longitudinal. Al final del pasillo o ambulacrum solía haber un ensanchamiento (cubicula), con lucernario o chimenea de aireación, donde se podía reunir cierto número de fieles para asistir a los ritos, y en el que se colocaba un sillón para el obispo. Las catacumbas más importantes están en Roma: la de San Calixto es una de las más grandes, con varias plantas para nichos; la de San Sebastián y Santa Inés o la de Santa Domitila son otras dos de gran desarrollo. También se han encontrado catacumbas en gran número en las ciudades helenísticas como Alejandría (Egipto) y Siracusa o Nápoles. La ornamentación de las catacumbas (pintura parietal), que formalmente deriva de los recursos habituales en el contexto social grecolatino, es especialmente importante porque en ella se va a gestar un nuevo repertorio iconográfico que, asociado a los ritos cristianos, pervivirá durante muchos años y, en muchos aspectos, incluso, llegará hasta nuestros días. Aunque en el proceso de generación de la iconografía cristiana se suele insistir en los cambios producidos por el Edicto de Milán, lo cierto es que aún hoy resulta difícil establecer fronteras claras entre unos tipos y otros salvo en los casos de las figuras que aparecen refrendadas con símbolos de poder. Aunque, al parecer, en un primer momento los cristianos no eran muy partidarios de las representaciones porque se interpretaba que la verdadera imagen de Dios se llevaba dentro, algunos de ellos muy pronto cambiaron de actitud para tomar un camino de claves sincréticas o simbólicas, que eludían las referencias directas a la imagen de Cristo, que acaso se utilizara irregularmente. Aunque algunos textos del siglo III hablan de imágenes de Cristo, desde los restos que han llegado a nuestros días, da la sensación de que si éstas se utilizaron fueron excepcionales, probablemente, porque con esa carencia se marcaba una línea de separación tajante con las prácticas paganas, muy dependientes del culto a las «imágenes»69.
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Desde lo que aún hoy sucede con las imágenes religiosas en las sociedades rurales (san Roque no es una abstracción, sino la imagen que está en «su» iglesia), cabe imaginar en qué culminó la práctica romana de conservar e integrar en el panteón imperial las deidades locales. Es posible que para las personas menos versadas en cuestiones filosóficas, «sus dioses» no fueran otros que «las imágenes» de los santuarios a los que tuvieran acceso.
En esa época de persecuciones lo más frecuente eran veladas alusiones eucarísticas, que sólo podían ser entendidas por quienes participaran en los ritos. En esa línea se emplearon representaciones de peces o de ramas de vid y también el acróstico IXQUS, alusivo a Jesucristo, Hijo de Dios Salvador, que con el desarrollo posterior dará lugar al crismón. Y por supuesto, cruces más o menos explícitas, que podían llegar a adquirir la forma de un ancla, con un sentido denotativo y connotativo extraordinariamente rico. En consonancia con las alusiones simbólicas, las escasas imágenes de Cristo lo representan como pastor y pescador, aunque esta iconografía se extinguirá rápidamente en beneficio de otra de más enjundia: a partir del Edicto de Milán se le representará como Doctor o, en general, en actitudes grandilocuentes. La transformación refleja hasta qué punto la «Iglesia» se hace permeable a los valores de las clases privilegiadas... La imagen de Cristo como pastor parece derivar directamente del moscóforo griego, toda vez que se le suele representar imberbe, con túnica corta y con una oveja sobre los hombros, en alusión a la conocida parábola del Buen Pastor. Cristo como pescador define una imagen que acaso no interpretemos correctamente puesto que encaja bien con la actitud que entraña el tema anterior. Aunque se ha interpretado esta modalidad como una formulación alegórica, también cabe la posibilidad de que mediara alguna intención de otro tipo, tal vez, asociada a algún relato apócrifo que no ha llegado a nuestros días convenientemente validado por las autoridades eclesiásticas. La iconografía de Cristo como doctor parece ser un «producto» reelaborado desde grupos «intelectuales», que intentaban forzar un rango más elevado que el implícito en las fórmulas anteriores. Es sabido que, en los tiempos de asentamiento institucional del cristianismo, los filósofos helenísticos ironizaban con la escasa consistencia intelectual del cristianismo, que
interpretaban como «obra» de sectores poco ilustrados. Seguramente por ello, poco antes del Edicto de Milán o poco después, en el seno de la Iglesia surgió una corriente que intentó buscar un punto de compromiso entre los conocimientos tradicionales y los nuevos planteamientos cristianos, que se tradujo en fórmulas iconográficas como el Cristo Doctor o el Cristo Pedagogo 70, representado como joven imberbe con manto y rollo o códice en una mano y gesto declamatorio en la otra. Por su interés sobre lo que sucederá unos años después, resulta muy interesante recordar una carta de Eusebio de Cesarea dirigida a Constanza, hermana de Constantino, en la primera mitad siglo IV: «Me escribiste también sobre alguna supuesta imagen de Cristo que querías que te enviara. Pero, ¿qué clase de cosa es lo que tú llamas la imagen de Cristo? No sé lo que te indujo a solicitar que se pintara una imagen de Nuestro Salvador. ¿Qué clase de imagen de Cristo buscas? ¿La verdadera e inalterable que tiene sus características esenciales, o la que adoptó para nuestra salvación cuando asumió la forma de un siervo?... Pero si lo que quieres pedirme es la imagen, no de Su forma transformada en la de Dios, sino la de la carne mortal antes de su transformación, es que has olvidado ese pasaje en el que Dios establece la ley de que ningún retrato se puede hacer de lo que está en el cielo o en la tierra. ¿Has oído alguna vez algo semejante en la iglesia o lo has oído de otra persona? ¿No están excluidas y desterradas estas cosas de las iglesias en todo el mundo y no es de conocimiento común que tales prácticas no nos están permitidas solamente a nosotros?... Pues confesando al Señor Dios, Nuestro Salvador, estamos preparados para verle como Dios, y nosotros mismos limpiamos nuestros corazones, pues podremos verle cuando estemos limpios».
En los primeros años también comienza a destacar la iconografía del más allá, materializada en la representación de Banquete Celestial, alusivo a la participación beatífica del alma por la proximidad con Dios, que suele combinarse con las fórmulas iconográficas anteriores y con otras novedosas. Así, por ejemplo se representa al Buen Pastor rodeado de ovejas en un jardín celestial, que es alusión directa al Paraíso, en el que suele haber guirnaldas, amorcillos, pájaros, pavos, etc. En este contexto paradisíaco tambien se utiliza un tema que desaparecerá con relativa rapidez: las figuras de los orantes, que pueden sustituir a las ovejas y que son alusión al alma de los creyentes en relación al Juicio Final, sin que esté 70
El siguiente paso será convertir el Cristianismo en «la única y verdadera filosofía».
clara la referencia al antes o al después. Uno de los «temas» más característicos de esta época son los o las orantes, personajes representados con las manos en alto, en actitud de plegaria. Se dice que aluden a la oración como medio de salvación en la hora de la muerte, de acuerdo con la liturgia bautismal y en las Commendiatio Animae (oraciones litúrgicas por el muerto). También podrían ser «retratos» estilizados de creyentes o imágenes concebidas para invitar a la oración... Con una intencionalidad relativamente próxima a la de las fórmulas paradisíacas, también existen representaciones que se acercan a la idea de los ágapes funerarios paganos, que ahora son interpretados como banquetes celestiales, en los que suelen aparecer las correspondientes alusiones eucarísticas en forma de panes y peces, que también nos remiten al correspondiente milagro prefigurador del misterio de la comunión colectiva. Para que no quepan muchas dudas, en estas representaciones se suelen incluir los cestos que nos remiten al milagro. Otro capítulo iconográfico de interés es el relativo a la «prefiguración», a la que ya hemos tenido que aludir sin explicar que por tal se entienden aquellos relatos del Antiguo Testamento que pueden ser interpretados como «anticipaciones», como «prefiguraciones», del componente más relevante de la nueva religión: el sacrificio redentor y la resurrección de Cristo. Tal es el caso de una parte muy importante de la primera iconografía cristiana que se conservará con escasos cambios durante muchos años. Entre los temas más habituales de este tipo están la historia de Jonás, que con su estancia de tres días y tres noches en el vientre de la ballena, anticipa la muerte y resurrección de Cristo, a su vez, garantía de la resurrección de todas las almas.
A un sentido parecido responde el milagro de los tres jóvenes hebreos que resistieron la tortura de la hoguera, gracias a la eficacia de la oración, que también puede ser interpretado como triunfo sobre la muerte. Algo parecido sucede con las representaciones de Daniel en el foso de los leones y con el sacrificio de Isaac, como prefiguración del calvario. Aunque no es muy utilizado, también aparece alguna vez la representación del arca de Noé, que podemos interpretar de modo paralelo a la historia de Jonás, pero aquí, gracias a la participación de la paloma, con implicaciones que se pueden llevar hasta el tema del Espíritu Santo o a una representación simbólica del alma humana. Al mismo grupo de temas prefigurativos pertenece la representación de Moisés obteniendo agua de una roca, que se interpreta como una alusión al bautismo. Sin abandonar el asunto de la resurrección, también son frecuentes las representaciones del Ave fenix, de sentido obvio, las del pavo real, como símbolo 71 de inmortalidad, y las de la concha que, desde ese momento, 71
Frente al término «icono», que se debería utilizar para nombrar formas representativas que contienen correspondencia formal con lo representado, el término «símbolo» debería reservarse para nombrar elementos representativos que aluden a algo sin tener los atributos formales de ese algo; en esa línea, signo debería reservarse para nombrar elementos convencionalizados de sentido más o menos abstracto. Por desgracia, no siempre es fácil distinguir entre todos ellos y, con frecuencia, los límites entre el signo, el símbolo y el icono son tan sutiles como imperceptibles. Por ejemplo resulta difícil saber si la cruz, es un signo, un símbolo o un icono. En realidad guarda relación formal con el elemento representado (Cristo murió en una cruz), pero también alude a circunstancias que exceden el paralelismo formal (la cruz remite a la pasión de Cristo) y a valores abstractos mucho más complejos (la cruz «representa» la redención, el triunfo de Cristo). Por esa razón y porque en la literatura especializada, son muy frecuentes las imprecisiones, creemos que el lector no debe esforzarse demasiado en emplear los términos adecuados en cada caso; aunque sería de agradecer...
se interpretará como reflejo de la idea de regeneración derivada del bautismo 72 . En la misma línea se han interpretado las representaciones de las cuatro estaciones —mediante cuatro cabezas—, que parecen ser «símbolos» del mismo tipo, en este caso apoyados en concepciones ancestrales, que indefectiblemente aludían a la idea de la consecución cíclica, a la «resurrección anual». En esta primera época del cristianismo es muy frecuente recurrir a la representación de Adán y Eva en el momento en que sienten vergüenza por el pecado cometido y marcan el punto de arranque del proceso de redención. También es de estos primeros años el éxito iconográfico de la Epifanía, que se utiliza del mismo modo que se hará en los siglos sucesivos, para aludir al carácter universal de la Redención.
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En el mundo islámico la idea de regeneración, que también se representará mediante una concha, se vinculará a los poderes de la Palabra de Dios. En estos años, podemos deducir cierta vinculación con el mito de Venus.
Con la oficialización del cristianismo, la comunicación con los productos culturales grecolatinos será total. A pesar de ello, como ya anticipábamos, los cambios iconográficos son escasos, pero algunos muy significativos. Por ejemplo, en el Mausoleo de Gala Placidia (s. V) surge la intención de presentar «el dogma», mediante imágenes de síntesis, de manera coherente y global. La temas iconográficos paganos aparecen en el suelo, mientras el repertorio del Antiguo y Nuevo Testamento se reparte entre las paredes y el ábside. En definitiva, los cristianos pasan «al ataque»... Otros «temas» que creemos posteriores al edicto del Milán y que reflejan el cambio institucional son: El nimbo, que se había empleado como símbolo (signo o iconografía específica) de apoteosis de los emperadores, se transformará en un atributo de «apoteosis espiritural» y de santidad, que se coloca sobre las cabezas de los apóstoles y los santos, que por su carácter ejemplarizante, poco a poco, irán incorporándose al repertorio. La cruz se transforma también en un símbolo del triunfo divino sobre la muerte, que asimilará otros símbolos de triunfo, como la corona de laurel. Otro tanto sucede con la figura de Cristo, que ahora aparecerá en apoteosis, con nimbo crucífero, como «gran vencedor». Mención aparte merecen las fórmulas «orientales» más innovadoras, entre las que destacan las aparecidas en los monasterios egipcios (coptos), que cusarán furor durante algunos años y serán recuperadas en plena Edad Media: La Etimasia o alusión a Dios mediante un trono vacío, que alude a la situación de espera por la llegada del Omnipotente, flanqueado por Pedro y Pablo. En el Baptisterio de los Arrianos, de Rávena (fines del siglo V), aparece este tema, con los doce apóstoles 73. Escenas de la vida de Cristo, Anunciación, adoración de los magos, etc. Representaciones de santos mártires.
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La iconografía de este mosaico, además de la representación del bautismo de Cristo, contiene también una curiosa representación del «genio» del agua y algunas otras alusiones de origen helenístico.
El Tetramorfos o símbolos (¿iconos?) de los cuatro evangelistas: San Mateo (ángel), San Marcos (león), San Lucas (toro) y San Juan (águila). Arcada, como entrada al Paraiso. Para finalizar este epígrafe, a modo de síntesis, se nos ocurre proponer al lector una breve reflexión argumentada en una hipótesis «atrevida». Si el camino de la manipulación histórica está tan transitado, no vemos razón para recorrerlo... en dirección contraria. Hemos hablado de cómo el viejo repertorio grecolatino fue asimilado y reformulado desde las instituciones cristianas. En ese terreno existe un «tema» del que no nos hemos ocupado hasta ahora y que tiene unas curiosísimas peculiaridades. Concretamente estamos pensando en la «reutilización» de Orfeo como «símbolo» de la resurrección de Cristo. Como recordará el lector, Orfeo, joven especialmente dotado en sus atributos naturales y para la música, atrapado por una pasión amorosa insoslayable, ante la muerte prematura y accidental de Eurídice, decidió bajar a los Infiernos para recuperarla. Casi como en el relato bíblico, para satisfacer su deseo, Hades y Perséfone le impusieron la condición de que no se volviera a mirar a la mujer antes de salir del Tártaro. Orfeo accedió, pero a medio camino, inquieto ante la posibilidad de haber sido engañado, cometió el error de no fiarse de los dioses... Orfeo, patéticamente desconsolado, regresó al mundo de los vivos solo. Su pena llegó a tal extremo que, desde entonces, fue incapaz de recuperarse de la tragedia y quedó tan maltrecho emocionalmente que no fue capaz de volver a gozar de la compañía femenina. En esa situación optó por rodearse de muchachos, de modo que según algunos relatos a él le corresponde el honor de haber inventado la pederastia. Según otros relatos menos quisquillosos, en aquellas reuniones mistéricas a las que sólo acudían hombres, Orfeo explicaba a sus compañeros los secretos del otro mund, que había tenido la oportunidad de conocer en directo. A partir de este punto, existen varias tradiciones distintas sobre la muerte de Orfeo. Según la más neutra, Orfeo cayó fulminado por un rayo de Júpiter. Sin embargo las más abundantes explican la muerte de Orfeo como producto de una acción violenta de las mujeres tracias, en un caso, porque se sintieron molestas al ser abandonadas por sus maridos, que se unían a los ritos mistéricos de Orfeo. Cada cual puede interpretar esta «molestia» como le plazca.
La versión «más fuerte» sitúa la muerte de Orfeo en el seno de un curioso conflicto amoroso protagonizado por Afrodita y Perséfone, que se disputaban los favores de Adonis. Para resolver la pugna, Zeus ordenó que ambas se sometieran al arbitraje de Calíope, la madre de Orfeo, que, en plan salomónico, decidió que Adonis repartiera su tiempo entre ambas. Para vengarse de lo que ella consideró una afrenta imperdonable, Afrodita ideó una venganza terrible contra Calíope: inspiró en las mujeres tracias una brutal pasión sexual hacia la persona de Orfeo. Y como éste no fuera capaz de calmarlas, ellas se avalanzaron sobre él, le descuartizaron y, como único modo de gozarle, le devoraron. Desde estos antecedentes, ¿por qué razón o razones a los cristianos primitivos —a algunos cristianos— les pareció oportuno «utilizar» el mito de Orfeo como «símbolo» de Cristo? Desde un punto de vista neutro, son varios los elementos comunes entre el mito de Orfeo y los postulados cristianos de aquellos lejanos años: la resurrección, la preocupación por los asuntos del «más allá», la ubicación física de los primeros cristianos en los mundos de ultratumba, los «votos de castidad» como fórmula de acceder a un estado «especial» y, por fin, la idea del «banquete místico», que es la que activa la reflexión más interesante. Mateo 26, 26: «Mientras estaba cenando, tomó Jesús el pan, y lo bendijo, y partió, y dióselo a sus dicípulos, diciendo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo» Desde el relato, resulta muy tentador pensar que la idea de «banquete místico» que supone la Eucaristía procede, directamente o indirectamente, del «banquete místico» que, en pasivo, protagonizó Orfeo y que, e época romana, naturalmente, ya estría reformulado en claves místicas. Lo más curioso es que, muy probablemente, es en la época en que se pintaron las imágenes de Orfeo en las catacumbas cuando se otorgó una dimensión nueva a la idea de «misa» que, desde el «banquete» de la Última Cena, proporcionan los textos evangélicos. Desde enonces, la misa ya no será una simple reunión de correligionarios ni un «banquete» entre afines, que, mediante el consagrado rito social, rememoran la despedida de Jesucristo, sino algo radicalmente nuevo y espectacular, al que la inclusión —aunque fuera eventual— del mito de Orfeo, proporciona una curiosa dimensión, que haría las delicias de cualquier antropólogo extraterrestre...
10.7.3. Arquitectura. Basílicas, baptisterios y capillas funerarias. A partir del año 313 en todo el Imperio se empiezan a levantar edificios al aire libre, como es lógico, de acuerdo con las fórmulas y los medios constructivos que aquellos primitivos cristianos tenían a su disposición. Muy posiblemente las primeras «iglesias» fueron residencias particulares que se utilizaron eventualmente como centros de reunión. Aunque los restos de ese tipo que conocemos son muy escasos, existe algún ejemplo muy significativo, como el de Dura Europos, donde se consiguieron identificar algunas casas de marcado carácter religioso y, entre ellas, una, cristiana (siglo III). Es una edificación que no se distingue en absoluto de una casa romana. Pero cuando creció el número de fieles hubo que recurrir a soluciones «nuevas» o, mejor, a encontrar la fórmula romana que más se adaptara a las necesidades del rito cristiano. Muy probablemente, en un principio, los ritos serían muy elementales y entre ellos prevalecerían los de la reunión periódica y el del «homenaje» a las personalidades cuyos restos se conservaban arropados de cierta veneración. Surgirían así dos «necesidades» muy específicas que son las que polarizan el nacimiento de la arquitectura cristiana: el edificio «de reunión» y el edificio «conmemorativo». ¿Con qué edificios «de reunión» pública diáfanos 74 contaba la tradición grecolatina?. Tanto los griegos como los romanos levantaban templos de pequeñas dimensiones para albergar únicamente la representación de sus dioses, de manera que los diferentes modelos de templos no eran útiles... Y resultó que el 74
La cultura romana había aportado un número muy amplio de edificios que estaban concebidos para albergar a numerosas personas, pero la mayoría no eran diáfanos.
edificio idóneo fue la basílica, que, en realidad, era algo así como nuestras actuales «naves», es decir, un edificio que se justificaba en su capacidad de mantener al abrigo de los elementos a un importante número de personas. Sin embargo, debemos tener en cuenta algo muy importante: seguramente desde aquellos primitivos tiempos, el «lugar de reunión» se asoció a lugares de especial significación o relevancia, lugares en los que había ocurrido algo especial o en los que se conservaba «algo especial» y naturalmente, también había que enfatizar esta segunda circunstancia. Para ello, los constructores cristianos tenían en las tradiciones romanas un repertorio muchísimo más varíado de posibilidades, pero de todas ellas eligieron el tholos, edificio de estructura centralizada y planta sensiblemente circular que poseía una cualidad muy importante: la posibilidad obvia de facilitar el flujo y circulación de personas. En este punto cabría preguntarse qué fue primero, la basílica o el «tholos conmemorativo». Nuestra opinión es que ambas soluciones se adoptaron a la vez, en un marco de triple probabilidad: 1. Donde hubiera restos de gran significación, cabía optar por realzarlos con un tholos. 2. También cabía realzarlos de otro modo, desde la idea de lo que hoy denominamos «cripta», es decir, construyendo basílicas que contuvieran en su interior algún tipo de relicario. 3. Donde no hubiera restos de especial significación, bastaba con la
estructura basilical. Pero naturalmente, las iglesias que, de inmediato, adquirían rango de paradigma, de ejemplo a imitar, serían aquellas que se hubieran construido en un lugar de especialísima significación. Ese es, precisamente, el caso de las dos iglesias que, de modo simbólico, contenían la «integridad» del «mensaje cristiano», porque ellos definían el periplo de Cristo: los lugares en los que se creía que había nacido y donde permaneció enterrado.
Poco es lo que sabemos sobre las primeras iglesias de la Natividad y del Santo Sepulcro, en razón de las vicisitudes que sufrió Palestina, pero es lo suficiente como para que podamos reconstruir un proceso de influencias que se extendió por todo el mundo mediterrráneo y que no arranca de Roma, sino de esta atormentada región. Ambas siguieron el modelo de yuxtaposición funcional antes menciodado, mediante la unión de una zona conmemorativa (tholos) y otra de reunión (basílica). Sólo queda para la duda y la controversia de hipótesis saber
cómo fue el proceso constructivo y qué edificio se construyó antes, pero cualquiera que fuera la realidad, el resultado final del proceso de flujos culturales es el mismo. Ambas iglesias determinarán los paradigmas de la arquitectura cristiana durante muchos años y una forma de concebir el rito que parece bastante frecuente en la práctica totalidad del mundo mediterráneo. En Roma, sin ir más lejos, el mausoleo de Constanza formaba grupo con la iglesia de Santa Inés. En el siguiente paso del proceso evolutivo hay que situar la primitiva iglesia de San Pedro, cuyo protagonismo ha sido reforzado a posteriori por la cuestión del «primado», a la que nos hemos referido en las páginas anteriores.
10.7.4. La basílica cristiana La basílica cristiana primitiva es de planta rectangular o de cruz casi rectangular; está dividida en tres naves, por medio de columnas o de cualqueir otro elemento sustentante. La nave central, más alta, suele poseer cubierta de madera. También son frecuentes los ábsides semicirculares en la cabecera (ábside), que se orienta hacia el Este, por donde sale el sol. Debajo del ábside o en una edificación anexa, solían enterrarse los restos del martir al que se dedicaba la basílica. A veces en la cabecera, antes del abside se añadía otra nave transversal denominada transepto, formándose así la planta de cruz latina o cruz basilical, que será desarrollada ilimitadamente en los siglos posteriores. Una vez quedó configurada la liturgia de modo estable, las basílicas incrementarán su complejidad espacial para dar respuesta a las diferentes necesidades sacramentales. La segregación de los fieles en función de su categoría o situación religiosa, dará lugar a la existencia de varias áreas perfectamente delimitadas:
a) El ábside es la zona noble de la basílica y en él es donde se colocaban los
oficiantes de mayor jerarquía y, por supuesto, el ara o altar. Es la zona más próxima a la divinidad y por lo tanto es relativamente frecuente que se subraye esta circunstancia pintando estrellas sobre la superficie de la cubierta, que suele ser de media bóveda. Bajo el ara, en una cripta, o en su interior se suelen colocar reliquias. En el lugar más relevante (solea o bema) se colocaba un sillón o trono para el obispo. b) En la zona delantera de la nave central se colocaba el clero menor, en el coro, que estaba delimitado por un pequeño murete (septum) de canceles con cortinas, que se corrían en el momento de la eucaristía, para que los fieles no pudieran ver al oficiante. En esta zona es frecuente que existan habitaciones laterales, destinadas a tener los vasos sagrados (protesis) y los vestidos litúrgicos (diaconicon). c) El resto de la iglesia quedaba a disposición de los fieles. d) El edificio podía estar precedido por un patio de mayor o menor amplitud (narthex), destinado a los fieles que aún no habían recibido el bautismo (catecúmenos). En él podía existir una fuente, tipo estanque pequeño (fiala) o un recipiente más reducido (cantharus). Asimismo, no era infrecuente la colocación de un vestibulum previo al narthex. e) Tambien era frecuente que estas primeras basílicas cristianas, como sucederá luego con las mezquitas, contaran con alguna zona específicamente dedicada a las mujeres que, con frecuencia, estaba en una entreplanta colocada entre el piso bajo y la cubierta (matroneum). Ya se sabe que es mejor tener a las mujeres apartadas y en corralillos... Por desgracia apenas se han conservado algunos pocos restos de estas primitivas edificaciones, casi siempre obtenidos mediante campañas arqueológicas. Los ejemplos romanos más importantes son la basílica de Santa María la Mayor (remodelada en los siglos XVI y XVII), San Pablo de Extramuros, San Clemente y San Lorenzo de Extramuros y la basílica de San Pedro, sustituida en el siglo XVI por la actual. Aunque en algunos manuales de Historia del Arte se suele hablar de dos grandes grupos de tipos de iglesia, planta basilical y plantas «centralizadas», para referirse a las edificaciones de planta octogonal, circular o de cruz griega, quizás sea mejor tomar en consideración la especialización de los diferentes tipos arquitectónicos. En Occidente, salvo casos muy excepcionales, las plantas basilicales se reservaban para edificios de funcionalidad eucarística, mientras que para construcciones funerarias y para la construcción de baptisterios se empleaban fórmulas centralizadas, a las que se dotaba de deambulatorios cuando así era necesario.. En la zona influida por Bizancio asistimos a un extraordinario desarrollo
de las estructuras centralizadas, que culminarán en la basílica de Santa Sofía; pero fuera de algunos edificios excepcionales, en Occidente esas edificaciones no tuvieron demasiado éxito y quedaron restringidas a los baptisterios y los «monumentos funerarios», que por su propia naturaleza no requerían grandes volúmenes y, por lo tanto, no entrañaban grandes dificultades estructurales. Los baptisterios, por lo general, eran de pequeñas dimensiones y se levantaban separados de la basílica, y, de acuerdo con los rituales de la época, poseían un pila bautismal de grandes dimensiones, que permitían la inmersión total. El más importante que se conserva de estructura octogonal es el de San Juan de Letrán en Roma de tiempos de Constantino, que, a pesar de múltiples reformas y remodelaciones, conserva su sentido original. Entre los mausoleos destacan el de Gala Placidia (hermana del emperador Honorio), realizado en Rávena, sobre planta de cruz griega (de lados iguales) y el de Constanza, en Roma, con planta circular, levantada junto a Santa Inés. Todos ellos siguen las fórmulas que en el pleno Imperio se utilizaron en los templos funerarios (heroa).
La primera arquitectura cristiana no acaba en Roma. Muy al contrario, los primeros cristianos levantaron numerosas edificaciones —iglesias y monasterios— en la práctica totalidad de las áreas romanizadas; entre todos los grupos regionales tienen particular interés el conjunto de iglesias sirias, las del norte de África y el grupo de la zona egipcia. La arquitectura cristiana de la zona siria, que se desarrolló fundamentalmente desde el siglo IV, presenta algunos rasgos que imponen
algunos replanteamientos sobre el juego de influjos culturales que podremos rastrear en la Edad Media. Destaca, por ejemplo, la gran proximidad que existe entre la organización espacial de algunas de estas iglesias y las hispanas, seguramente porque en ambas zonas existían rituales menos dispares de lo que se podría imaginar considerando la distancia que existe entre ambas regiones. La iglesia de Turmanin, cuya magnífica labor de cantería refleja un momento de cierto empaque económico y que hoy aparece como un alarde arquitectónico arruinado, posiblemente tuvo una fachada organizada mediante un cuerpo central con galerías altas, y dos torres laterales. Ese tipo de composición, que veremos repetido en la arquitectura carolingia, pudo ser copia o readaptación de algún modelo preexistente en la arquitectura civil. Asimismo, dicha iglesia pudo tener una cabecera con tres habitaciones 75 que serían un precedente de fórmulas que encontraremos repetidas en la península Ibérica. La de Qalbloze tiene otra peculiaridad que tendrá gran éxito en los años posteriores: un ábside semicircular exento. La iglesia de Kalat Siman formaba parte de un complejo monástico de cualidades comparables a las de los realizados en Europa muchos años después, está organizada alrededor de la famosa columna a la que se subía Simón del Desierto 76, en planta con una cruz irregular. Es posible que tuviera una cúpula o quizás, algo parecido a una pirámide de madera, pero lo más interesante es el modo en que se resolvieron los muros del exterior con arcos de medio punto y dinteles, según procedimiento bastante habitual en todo el norte de África, que en occidente dará lugar a la configuración de tímpanos.
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Aún hoy resulta difícil decir cuál era el carácter de estas dependencias. En principio existen varias hipótesis factibles: que estuvieran relacionadas con el culto a las reliquias; que tuvieran carácter ritual; que fueran habitaciones para monjes o ermitaños... 76
Como recordará el lector, Buñuel realizó una curiosa película en clave surrealista sobre Simón del Desierto (Simón el Estilita). Su actitud expresa hasta dónde podían llegar los excesos monásticos durante los primeros siglos del cristianismo.
En el norte de África son relativamente frecuentes las basílicas de pequeñas dimensiones, con cubierta de madera y doble ábside, como las de Safetula y Orleansville, que además ofrecen tipos y modalidades muy parecidas a las de la península Ibérica. También son sumamente interesantes las pocas iglesias coptas que han pervivido hasta nuestra época, con alteraciones que en algunos casos fueron radicales. Pertenecen a un ciclo muy corto, que sólo llegó a mediados del siglo VII, cuando Egipto entró en la órbita expansiva del mundo musulmán. En todo caso fueron doscientos años de gran actividad dominados por el viejo esplendor de Alejandría, a la sazón uno de los enclaves intelectuales más prestigiosos de la época77, capacitado para plantar cara a los patriarcas de Constantinopla, de los que llegaron a mostrarse independientes. Esa independencia se traducirá en una cultura de gran personalidad, relativamente ajena a los dictados rituales, artísticos y políticos de Bizancio.
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La iglesia copta aportó su granito de arena a las polémicas religiosas de aquellos años con propuestas que no siempre fueron admitidas por el resto de las «escuelas» teológicas cristianas. Una de las cuestiones de mayor repercusión fue la propuesta, que hicieron los egipcios sobre la naturaleza humana de Cristo, que para ellos sólo sería una «naturaleza aparente». Esta actitud, a la que se sumaron las iglesias de Armenia, Siria, Caldea y Palestina y que recuerda los postulados monofisitas, les valió que Constantinopla les declarara «cismáticos», y con ello que se generara una postura de cierta marginalidad que se traduce con bastante claridad en los dominios del arte.
En general, las iglesias coptas dan la imagen de un hibridismo cultural generado por la fusión de lo egipcio con lo grecolatino. Algunos autores han llegado a decir que esta primitivas iglesias coptas son como «basílicas faraónicas». Entre los rasgos culturales de estas iglesias hay que enfatizar también algo que parece enraizado en las tradiciones faraónicas y que será rasgo frecuente en muchas zonas del nuevo mundo mediterráneo: lo que los historiadores denominan «el horror vacui» o, mejor, la tendencia a concebir la decoración como un elemento de recubrimiento masivo, relativamente ajeno a la articulación arquitectónica. Los relieves coptos están concebidos desde la acentuación de la articulación entre figura y fondo, que se traduce en ese carácterístico contraste fuerte, como de «encaje», que encontramos en casi todas las iglesias de este ciclo cultural. En realidad, este planteamiento no es nuevo, porque las edificaciones en las que la decoración se disocia de la arquitectura habían sido relativamente frecuentes durante todo el mundo antiguo y en especial en el Bajo Imperio. Lo novedoso es que, a partir del siglo VII, esa concepción se va a imponer de un modo casi sistemático por todo el universo mediterráneo. Y aunque sería absurdo decir que ocurrió por influjo copto, lo cierto es que los sistemas de ornamentación coptos serán algo así como la avanzadilla de lo que parece ser una tendencia generalizada en todo el mundo mediterráneo. De entre los pocos restos que se han conservado hay que destacar la iglesia del Convento Blanco, con un curiosísimo ábside «trifoliado», que nos hace pensar en la iglesia de San Cebrián de Mazote.
10.7.5. La primera escultura cristiana. En el primer arte cristiano la escultura se limita a algunos fragmentos escultóricos –por lo general, capiteles– y, sobre todo, a los sarcófagos, en los que se mantienen las modalidades del Bajo Imperio, con un repertorio muy limitado de modelos, a los que se añaden signos, símbolos o iconos de naturaleza específicamente cristianos. Los sarcófagos más interesantes poseen referencias iconográficas continuas o en paneles sucesivos con algunos de los motivos antes citados, de ambos testamentos: sacrificio de Isaac, Daniel en el foso, milagro de los panes y los peces, etc. En algunos también aparecen pequeñas estructuras arquitectónicas a modo de encuadres (sarcófago de Hellín) de carácter decorativo. Existe una modalidad denominada «de medallón» que, con frecuencia, además del elemento que les da nombre, pueden contar con grandes estrías curvilíneas. En coordenadas plásticas, poco o muy poco es lo que aporta esta modalidad escultórica, que acredita los mismos componentes que el resto de la escultura romana de la época.
Introducciรณn a al Historia del Arte Roma
10.7.6. El mosaico. La pintura en las paredes que aparece en los primeros tiempos en las catacumbas y en el siglo IV se va sustituyendo por el mosaico que llega a ocupar, incluso, bรณvedas y techumbres, a diferencia del mosaico griego o romano que, por lo que conocemos, parece se reservaba mรกs para los suelos. Casi todos los que se conservan son de los siglos V y VI. Como en el caso de la escultura, no es posible hablar de mosaico cristiano mรกs que cuando aparecen los nuevos motivos iconogrรกficos.
Introducción a al Historia del Arte Roma
11. Los «estados» posteriores a la caída de Roma. El imperio bizantino. Las consecuencias que ocasionó la caída de Roma se han interpretado de dos modos diferentes, en concordancia con las dos posturas ideológicas que parecen ser invariantes de la cultura occidental. Para las «mentalidades» de orientación «materialista» la caída de Roma fue, simple y llanamente, una catástrofe, porque supuso la desaparición casi repentina del resultado de un progreso que había costado más de mil años, si sólo contamos la secuencia grecolatina, y de más de tres mil si a ella le añadimos las culturas de Oriente Medio. Por el contrario, para las «mentalidades» de orientación «idealista» 78, la indiscutible catástrofe material queda sobradamente compensada por un hecho capital para el desarrollo de la cultura humana entendida en términos globales: la aparición del cristianismo. Desde esta actitud, el hombre abandonaba definitivamente la «caverna» del paganismo, en que había habitado hasta entonces, para abrir sus horizontes a una «realidad nueva», infinitamente más rica y prometedora que la anterior, contando incluso con el retroceso material. Parafraseando una de las fases de fundamento evangélico más repetidas: ¿de qué nos sirven todas las riquezas del mundo si perdemos la vida eterna?. Y el paso de la Antigüedad a la Edad Media suponía precisamente eso, entrar en un periplo histórico marcado por la posibilidad de «ganar» la vida eterna. En definitiva, el balance no podía ser negativo ni mucho menos catastrófico 79. Desde una actitud «más aséptica», desde los hechos consumados, no cabe la menor duda de que la aparición del cristianismo, que coincidió con la caída de Roma, supuso la aparición del tronco cultural del que todos somos deudores y aunque sólo sea por ello, con independencia de nuestra propia actitud ideológica, deberemos reconocer que aquella catástrofe fue un paso adelante... aunque lo diéramos de espaldas. 78
Es obvio que sería mucho lo que habría que matizar los términos entrecomillados de este párrafo, pero creemos que el lector entenderá «por dónde van los tiros». 79
Reflexione el lector sobre las consecuencias de esta polaridad ideológica que ha gravitado sobre todas las aportaciones culturales, contando las históricas, que componen nuestro propio contexto. Reflexione, por ejemplo, sobre la consideración estética que aún hoy merecen los restos culturales medievales, incluso los más prosaicos.
El cuadro «macrohistórico» posterior a la caída de Roma determina dos grandes líneas culturales: La cultura bizantina. Aunque su naturaleza helenística es indiscutible, tiene la particularidad de presentar una línea evolutiva muy lenta, que le lleva a permanecer prácticamente inalterable hasta la llegada de los turcos, es decir, hasta el siglo XV. La cultura de las «invasiones», articulada en tantos grupos como áreas locales de cierta entidad aparecieron tras la caída del Imperio. Así, desde los restos materiales, se habla de «arte visigodo», «ostrogodo», «merovingio», etc. Con matices específicos, el arte de las invasiones participa de fenómenos comparables a los que hemos mencionado en relación a la difusión del
cristianismo.
El imperio bizantino aparece como tal a partir del siglo V, cuando las estructuras administrativas romanas se disolvieron por efecto de las invasiones. Desde el punto de vista institucional, en ese momento el antiguo Imperio Romano coincidía con lo que se había llamado hasta entonces el «Imperio Romano de Oriente». Dicho imperio, que se constituyó intentando superar las tradiciones paganas de la antigua Roma, comprendía un extenso territorio en el que estaban
la península Balcánica, Siria, Jordania, Líbano, Israel, Chipre, Egipto, Turquía y Libia. En él se estableció una forma de organización política que era algo así como la síntesis entre las viejas tradiciones helenísticas, el desarrollo tecnológico romano y la «ideología» cristiana. Desde el auge económico que conoció el Imperio Romano de Oriente a partir del siglo IV, su desarrollo histórico estuvo condicionado por los problemas propios, los tradicionales conflictos con los persas y por las oleadas de pueblos que se hicieron sentir en las áreas limítrofes. Su máximo esplendor coincidirá con la época de Justiniano, cuando sus gobernantes, resuelto el problema persa, intentaron reconstruir el antiguo Imperio Romano, mediante una aventura militar que les condujo a controlar casi toda la cornisa mediterránea africana, Italia, las islas Baleares y parte de la península Ibérica. Sin embargo, la dinámica histórica general operaba en dirección centrífuga y en pocos años las arcas del Imperio, esquilmadas por las iniciativas megalómanas de Justiniano, fueron insuficientes para mantener el control de dichos territorios, que, en un ambiente interno de suma complejidad, retornaron a la situación previa. Aunque el problema persa puede considerarse definitivamente resuelto a partir del año 628, cuando se derrumbó el Imperio sasánida, al Imperio bizantino «le crecieron los enanos» con la aparición de un antagonista aún más formidable: el Imperio Islámico, que comenzará su desarrollo, precisamente, a partir de los territorios bizantinos. Hacia el año 750, el Imperio bizantino quedaba limitado a la actual Turquía, los Balcanes e Italia, por poco tiempo, porque un año después también se desgajaban las posesiones italianas en beneficio de los longobardos y del obispo de Roma, que también quiso sacar partido de la debilidad imperial. Así, pues, desde mediados del siglo VIII el Imperio bizantino quedó convertido en un estado de cierto prestigio cultural pero de escasas posibilidades políticas y militares, que sin embargo, le permitieron subsistir hasta mediados del siglo XV, constreñido a los territorios de la Europa suroriental (Grecia, antigua Yugoeslavia, Bulgaria, etc.). Pocas son las aportaciones que, en el terreno material y sobre la cultura grecolatina, propiciaron las instituciones que, en la zona oriental del Imperio, consiguieron permanecer al margen de las «invasiones». Sin embargo, a pesar de su escasa entidad, su trascendencia para Occidente fue fundamental, porque Bizancio, que había sido fundada por el emperador Constantino en el año 330, quedó como única referencia ejemplarizante en el desarrollo cultural y político de los siglos posteriores. Hasta tal punto llegó esa situación que durante algunos siglos –hasta la aparición de Carlomagno y su ingenuo intento de reconstruir el Imperio Romano de Occidente–, buena parte de los «monarcas» occidentales se
sintieron vinculados nominalmente, con rango de «vasallaje 80», al emperador de Bizancio. Esa circunstancia institucional se correspondió con lo que sucedía en el terreno de la cultura material. Durante cerca de ochocientos años, todas las regiones europeas permanecieron tan atentas a la cultura bizantina que muchas de sus «aportaciones» no eran sino importaciones directas o plagios provincianos de lo que se hacía o se había hecho en la órbita de Bizancio. De todo el Imperio Bizantino, que en ocasiones sólo fue nominal, nos interesa especialmente la época de Justiniano (527 al 565), en la que se acometió una importantísima acción constructiva que se materializó, sobre todo, en Bizancio (Constantinopla), en donde se construyeron múltiples iglesias y, en especial, uno de los edificios más espectaculares y grandiosos que ha generado la historia de la arquitectura de todos los tiempos (Santa Sofía), y en Rávena 81, donde se levantaron varios edificios de pretensiones más modestas pero de indiscutibles cualidades artísticas, que ejercieron un influjo enorme en áreas próximas y relativamente alejadas.
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Algunos historiadores de corte institucionalista juzgarían una barbaridad decir que los «reyes» germánicos permanecieron vinculados con rasgos de vasallaje al emperador de Bizancio. No obstante, si tenemos una idea «amplia» del feudalismo, dicho juicio no es tan atrevido e ilustra perfectamente lo que estaba ocurriendo por esos años. Es más, pensamos que la sustanciación institucional y ritual del feudalismo tuvo mucho que ver con la etiqueta palatina de los emperadores orientales. 81
La abundancia de restos arquitectónicos ornamentales en el norte de África –especialmente, en lo que hoy es Túnez– y en la zona Siria, informa que la acción constructiva fue muy ambiciosa; sin embargo, fuera de esos indicios, prácticamente nada ha llegado a nuestros días.
Y aún más, cuando por razones que analizaremos en otros capítulos, los «reyes europeos», los monarcas musulmanes de oriente y hasta los califas andalusíes afronten la aventura de recuperar la cultura grecolatina, invariablemente, sólo tendrán a su disposición los restos «arqueológicos» de cada zona —que serán de entidad muy variable— y las obras bizantinas que, a la postre, serán el verdadero modelo a imitar. Tan es así que hoy por hoy la práctica totalidad de los especialistas en cultura islámica están de acuerdo en que no existe un arte islámico anterior a la caída de la dinastía omeya, porque los primeros artífices musulmanes no hicieron otra cosa que imitar lo que hacían los bizantinos, naturalmente, en función de sus propias necesidades funcionales, ya fueran palaciegas o rituales.
11.1. El problema iconoclasta. Otro de los elementos más relevantes que sedimentó la cultura bizantina está definido por los resultados de las crisis iconoclastas, que tuvieron consecuencias importantísimas tanto en Oriente como en Occidente. Aunque debemos suponer que los primeros planteamientos del problema iconoclasta fueron muy tempranos, el asunto sólo se manifestó con consecuencias políticas graves hacia el año 726, cuando León III se manifiesta abiertamente opuesto al culto a las imágenes y promueve una serie de iniciativas radicales que pasan por la supresión de las imágenes de las iglesias. Esta primera crisis iconoclasta llegará hasta el año 787, año en el que se celebró el segundo concilio de Nicea, que culminó declarando herejes a los iconoclastas. Sin embargo, los resultados del segundo concilio de Nicea no fueron definitivos, porque en el 815 estalló la crisis de nuevo, que llegó al año 843. Aunque desde el punto de vista histórico las claves del problema nunca han estado claras, dado que la mayor parte de los documentos que generaron las crisis fueron quemados, las coordenadas básicas del problema parecen elementales. El asunto se suele plantear desde las circunstancias dogmáticas que se debatían en aquellos años, sobre todo, a propósito de las naturalezas de Dios, Cristo y el Espíritu Santo. Para algunos, vinculados aún a las tradiciones semitas, era imposible representar la figura de Dios. Para otros, una vez Dios se había hecho hombre, había abierto la puerta a cualquier representación de su imagen humana. Para otros, incluso, existía una relación muy fuerte entre la imagen de un ser y su naturaleza —algo así como la relación que existe entre un sello y su impronta—, que justificaba la existencia de ciertas formas de adoración icónica... Desde estos datos, cabe preguntarse si nos hallamos ante un problema exclusivamente teológico o ante algo más complejo... Y sabiendo que cuando a lo
largo de la Historia, siempre que se han manifestado problemas religiosos subyacía «mar de fondo», creemos muy probable que ocurriera algo parecido en la época bizantina. Para acotar dicho «mar de fondo», el lector debe recordar que, en Oriente, el emperador ejercía su poder tanto en el terreno temporal como en el espiritual, de manera que los problemas religiosos siempre eran problemas políticos... De todos los elementos que pudieron intervenir en la configuración del problema, creemos muy interesante destacar las circunstancias «ojetivas» que rodean al «funcionamiento» de las imágenes. Aunque algunos siguen hablando del «poder mágico de las imágenes», el fundamento de toda la cuestión está en el carácter del sistema perceptivo visual humano, que funciona obviando sistemáticamente la diferencia que existe entre «realidad» y «representación» y generando «respuestas automáticas» de naturaleza muy variable que escapan al control consciente del individuo. Para acotar el alcance de lo que decimos proponemos al lector una sencillísima pero muy elocuente experiencia: cuando esté ante algún amigo que sea creyente, saque una estampa de alguna imagen religiosa y arrúguela... enseguida verá lo difícil que es argumentar que aquello sólo era un trozo de papel con una imagen impresa. Lo normal es que el amigo piense que pretendía ofenderle. Naturalmente el asunto no acaba en el plano religioso... Cuando enseñamos la foto de nuestros seres queridos, nadie dice —«ni piensa»—: «ésta es la representación gráfica de mi hijo», sino «éste es mi hijo». Lo mismo sucede con cualquier imagen que represente algo o a alguien a quien nos una algún vínculo emotivo. El lector comprenderá las posibilidades que, en el terreno ritual y en el de la manipulación de las conductas humanas, tienen las imágenes. Una imagen es mucho más poderosa que cualquier argumento racional, sobre todo, si contiene elementos que pueden activar nuestra capacidad de reaccionar emotivamente. Y el modo de activar este tipo de respuestas es sumamente sencillo; basta con la imagen de una mujer hermosa, de un niño, de alguien que está sufriendo... El lector recordará el repertorio iconográfico de los primeros cristianos... Sin embargo, como por casualidad, los motivos de difusión masiva que desarrolló la cultura bizantina se olvidaron de casi todo, menos de aquellos en los que aparecían mujeres hermosas, niños y personas agonizantes... Dicho en términos actuales: la «clase sacerdotal» cristiana, como nuestros actuales publicistas, enseguida tuvieron muy claro que las imágenes eran un recurso persuasivo poderosísimo, especialmente adecuado para «divulgar» lo que ellos deseaban. Y como, naturalmente, no se podía justificar aludiendo a esa circunstancia, se habló —como hoy hacen nuestros publicistas— de las posibilidades educativas de la imagen... Naturalmente que la imagen tiene posibilidades educativas... Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, educar viene del latín, educare,
dirigir, encaminar, doctrinar. Por supuesto, hoy por educar entendemos otra cosa, pero, en los siglos a los que nos estamos refiriendo, en los que se puso de moda ser analfabeto, ¿qué se entendía por «educar»? La «explicación» que se formuló para defender el uso de las imágenes en contra de la tradición semítica 82, fue muy curiosa. Para que el lector pueda sacar sus propias conclusiones, a continuación hemos reproducido un texto, ya muy elaborado, de finales del siglo XIII (ha. 1286) de Guillermo Durando, que llegó a ser obispo de Mende, sobre el asunto: «Las pinturas y los ornamentos que están en la iglesia son las lecturas y las escrituras de los laicos, lo dice Gregorio, “una cosa es adorar las pinturas, otra cosa es aprender, a través de la historia, lo que representan, lo que se debe adorar”, pues la Escritura lo muestra a los que la leen; la pintura enseña a los ignorantes que la miran, para que sin instrucciones ellos vean lo que deben seguir y leer en estas pinturas, lo que no conocen por las letras. Los caldeos adoran el fuego y obligan a otros a hacer lo mismo, quemando sus ídolos. Lo paganos adoran las imágenes y los ídolos, esto en cambio no lo hacen las sarracenos, animados por estas palabras, “Tú no harás la imagen de todas las cosas que están en el cielo o sobre la tierra, o en las aguas o bajo la tierra” (Éxodo) [...] Nos reprenden fuertemente sobre dicho artículo, pero nosotros no adoramos estas imágenes y no las tomamos por dioses y no colocamos en ellas la esperanza de nuestra salvación porque ello sería idolatría, pero las veneramos y nos evocan el recuerdo de los hechos pasados que ellas representan de ello hablan los siguientes versos: «Tú que pasas ante la imagen hónrala posternado, no adores esta imagen sino sólo lo que ella representa, creer que ella es Dios es faltar a la razón». Pues ella es piedra material, esculpida por la mano del obrero y la imagen que tú ves no es Dios ni hombre, pero éste es Dios y es hombre cuya santa imagen te enseña, pero ella misma no es Dios.
82
La religión judía es iconoclasta. En el Antiguo Testamento existen varias referencias muy explícitas al problema de las imágenes; la más conocida está protagonizada por la ira de Moisés.
En este párrafo está condensada la «doctrina oficial» (justificativa) de la Iglesia sobre las imágenes, que se puede sintetizar en la diferencia semántica que existe entre «adorar» y «venerar». El Diccionario de la Real Academia registra las siguientes acepciones para adorar: Del lat. adorare. 1. Reverenciar con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina. 2. Reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido. 3. Tratándose del Papa, postrarse delante de él los cardenales después de haberle elegido, en señal de reconocerle como legítimo sucesor de San Pedro. 4. Amar con extremo. 5. Gustar de algo extremadamente. 6. Orar, hacer oración. 7. Con la preposición en, tener puesta la estima o veneración en una persona o cosa. Y para venerar: del lat. venerari. 1. Respetar en sumo grado a una persona por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a una cosa por lo que representa o recuerda. 2.Dar culto a Dios, a los santos o a las cosas sagradas. Con una frontera tan sutil como la que implícitamente existe entre ambos términos —advierta el lector el carácter de la acepción 3 de «adorar»— ¿qué campesino analfabeto estaría en condiciones de entender la diferencia? Además, en el «paganismo» también se reverenciaba a las imágenes por lo que representaban... Y sigue Guillermo Durando: Mírala y adórala en tu alma por aquello que tú sabes representa. Los griegos se sirven, también, de las imágenes y las pintan como lo dicen, desde el ombligo hacia arriba y no más bajo, a fin de suprimir en aquellos que las vean toda ocasión de pensamiento imprudente y ridículo; no hacen tampoco imagen esculpida, a causa de lo que leen en Éxodo, “Tú no harás ídolos ni de escultura”, y también en el Deuteronomio. “De temor o por azar, ceden a la ilusión tallada y esculpida. Vosotros no fabricaréis más dioses de oro y de plata.” Y el Profeta escribe, “Los ídolos de las naciones son de oro y plata, obrados a manos de los hombres. Los hacen semejantes a ellos y a los que les dan confianza. Que sean confundidos todos los que adoran imágenes talladas y aquellos que se glorifican en esos ídolos”. Y Moisés dice al pueblo de Israel: “No sea que caigas en el error, y adores las cosas creadas por el señor, tu Dios”. Además, también el rey Ezequías rompió la serpiente de bronce que Moisés había levantado, porque este pueblo, contra el precepto de la Ley, hacía quemar incienso delante de ella. Vemos, pues, por estas autoridades y por otras parecidas, que el gran uso de las representaciones es reprobado, el Apóstol dice en I Corintios, “Nosotros sabemos, en efecto, que no hay que prestar atención a los ídolos en este mundo, y que no hay más que un solo Dios”. Los simples y los débiles podrían ser fácilmente arrastrados a la idolatría por el tan gran e indiscreto uso de las pinturas o de las esculturas. E1 Libro de la Sabiduría, nos dice, “No debes respeto a los ídolos de las naciones, porque las criaturas estén empleadas en ellos para llevar el odio de Dios y tentar el alma de los hombres”», en fin, ellos son una trampa para los hombres insanos. Pero no es
censurable usar moderadamente de las pinturas para representar el mal que se debe evitar y el bien que se debe imitar. He aquí, que el Señor dice a Ezequiel, “Entra y mira las más grandes abominaciones que ellos cometen. Y entrando, ve toda una gran pintura de reptiles y de animales, con la abominación y toda la idolatría pintadas sobre el muro de la casa de Israel”. Y Gregorio comenta y expone esto, “las representaciones de las cosas interiores seducen a Dios en el interior del alma y de esta manera, todo aquello que se piensa viendo hechas imágenes, se pinta en el corazón”; por lo que es cierto decir, que el objeto aquel en que se piensa con atención dentro del corazón se pinta en nuestros ojos de imágenes ficticias. Y continúa diciendo el Señor a Ezequiel, “Toma una piedra y colócala delante de ti y dibuja encima la ciudad de Jerusalén”. El Evangelio previene sobre todo aquello que se dijo, es decir, “que las imágenes son los libros de los laicos”. “Ellos tienen, dice Cristo, a Moisés y a los profetas, pues que los escuchen a ellos.” El concilio Agatense prohíbe hacer pinturas en las iglesias y pintar sobre los muros aquello que honran y que adoran. Pero Gregorio, dice, “que no es lícito destrozar las pinturas bajo el pretexto de que aquéllas no deban ser adoradas, pues es evidente, que la escritura alborota más al espíritu que la pintura”. En efecto, gracias a la pintura el asunto tratado está colocado delante de los ojos, mientras que en la escritura la cosa reclama y llama a la memoria [...]. Además en la iglesia no testimoniamos tanto respeto a los libros como a las imágenes y a las pinturas». Sin comentarios... De acuerdo con el desarrollo histórico del «imperio» bizantino, se suelen distinguir varias fases de interés artístico irregular: 1. La época de Justiniano y los años inmediatamente posteriores (para algunos autores, «protobizantino»): entre los años 527 y 726. 2. La fase iconoclasta se abre con la orden del emperador León III, que en el año 726, en paralelo a los planteamientos islámicos, decretó la destrucción de todas las ornamentaciones religiosas que estuvieran confeccionadas a partir de la figura humana. Por suerte, las zonas italianas hicieron caso omiso. A pesar de ello, los artífices bizantinos siguieron realizando obras de gran magnificencia entre las que destacan algunas que se realizaron para edificios islámicos 83. 83
Los mosaicos bizantinos más importantes se realizaron para los palacios omeyas, para la Cúpula de la Roca (685-705) y para la gran mezquita de Damasco (706-715). Los mosaicos del mihrab de la mezquita mayor de Córdoba, que fueron realizados por artífices bizantinos en la segunda mitad del siglo X, se pueden entender
3. El renacimiento macedónico: 867-1056. Culmina con el divorcio entre la Iglesia Ortodoxa y la Iglesia Católica Apostólica Romana. 4. El arte comneno: 1081-1185. 4. Tardobizantino o período paleólogo: 1258-1453.
como el broche de oro de la musivaria bizantina de este período.
11.2. Las artes del período protobizantino. La época de Justiniano. Como ya podrá imaginar el lector, las artes bizantinas, en un primer momento, no son otra cosa que el desarrollo de las tardoimperiales, inclinadas hacia los «gustos orientales», y aderezadas con el punto de virtuosismo que, en cada caso, permitió la situación política y económica general. Tan es así que para los estudiosos de esta cultura siempre se presenta el problema de dónde colocar la frontera de esa fase que denominan «protobizantina». Si, por ejemplo, recorremos las iglesias de Rávena, nos resultará muy difícil trazar diferencias «estilísticas» entre los mosaicos del mausoleo de Gala Placidia, de los baptisterios de los Ortodoxos y los Arrianos y de San Apolinar el Nuevo, y los del resto de las edificaciones de época justinianea. La línea de continuidad es prácticamente absoluta. Y las diferencias que apreciamos en el terreno arquitectónico, que derivan de las diferentes pretensiones de cada obra, tampoco son sustanciales: las del siglo V son mucho más modestas que las de la época de Justiniano, pero en todos los casos, la cualidad más relevante es la dependencia que tienen todos los edificios de Rávena respecto de los modelos helenísticos.
Al tratar de la primera arquitectura cristiana, ya tuvimos ocasión de matizar la idea del carácter oriental de las estructuras centralizadas. Otro tanto se puede deducir para el resto de los rasgos y los tipos que algunos creen específicamente bizantinos. Así, por ejemplo, se habla de «basílica griega» para referirse a una modalidad de basílica que tiene la peculiaridad de presentar un esquema en el que la nave central es de doble anchura que las laterales. Uno de los ejemplos más conocidos de esta modalidad la encontramos en San Juan Studios (ha. 463), que además tiene otra cualidad que merece ser destacada pensando en lo que veremos más adelante al estudiar la arquitectura carolingia: galerías altas, para marcar la separación por sexos de los fieles. Al lugar ocupado por las mujeres se le denominaba «matroneum» —por razones obvias—. Estas galerías aparecerán mucho después en occidente y se utilizarán para marcar otra diferencia no menos gravosa: la de rango social.
Además de las plantas centralizadas, que son los esquemas en que más se lucieron los arquitectos orientales, existen otros modelos híbridos, seguramente concebidos para poder intercalar cúpulas o bóvedas entre las techumbres de madera. Ese es el caso, por ejemplo, de Santa Irene, de Constantinopla (mediados del siglo VI), que marca algunas de las cualidades que se repetirán en los años sucesivos. Entre ellas debe ser destacado su grado de sofisticación, infinitamente superior al de las que se realizaron a la vez en occidente. Esa sofisticación se traduce en un estudio de masas y volúmenes que hacen de los edificios unidades orgánicas, en la que todos los elementos cumplen una función estructural supeditado a la estabilidad de las cúpulas. Como el lector estará imaginando, la culminación de estas fórmulas tiene lugar en Santa Sofía, que supone la culminación de todas las experiencias anteriores y de la aplicación de las tradicionales fórmulas constructivas grecolatinas a las nuevas necesidades rituales.. Siguiendo con la idea de que el cristianismo fuera algo así como la síntesis de la cultura grecolatina (helenística), la iglesia de Santa Sofía, cuyo nombre resulta muy significativo, sería algo así como la quintaesencia material de «esta época», que culminó precisamente durante el «reinado» de Justiniano (527-565), a quien le cupo el honor de pasar a la historia vinculado a un edificio que es mucho más que una iglesia de dimensiones colosales. La iglesia de Santa Sofía es un edificio de historia tan compleja como complejos son los acontecimientos que vivieron quienes habitaron la actual Turquía. Su construcción fue tan penosa como un embarazo difícil y sus primeros años de existencia contemplaron múltiples incidentes que no acabaron en su ruina, porque como dijera, cargado de cinismo, un ilustre y prestigioso ingeniero español, «Dios es bueno y los edificios tienden a no caerse». En este caso todo estuvo en contra de su estabilidad: las pretensiones megalómanas de Justiniano, la soberbia de quienes acaso se creyeran con mayores posibilidades de las que el tiempo permitía y las circunstancias del proceso histórico. Pero contra lo que se dijo en el caso del Titanic, en ocasiones, los hombres se imponen a los elementos y entonces surge el milagro colectivo... Porque no debemos olvidar que si hoy
podemos contemplar en piĂŠ esta majestuosa iglesia, debemos agradecĂŠrselo a sus constructores, pero tambiĂŠn a quienes se preocuparon de mantenerla en pie y, con planteamientos religiosos diferentes, la integraron en sus ritos e incluso, modificaron algunos elementos estructurales (los contrafuertes con trama de la
figura adjunta son de ĂŠpoca posterior).
El «proyecto» inicial se debe a Isidoro de Mileto y Antemio de Tralles, que son dos de los «arquitectos» más destacados de toda la historia de la Humanidad, sobre todo, en lo que se refiere a concebir la arquitectura como el arte de combinar la creación decorativa y ornamental con las posibilidades estructurales de los diferentes materiales. Según las fuentes históricas, la construcción comenzó en el año 532 de manera que pudo ser consagrada en el 538; sin embargo, no hubo suerte en el primer intento porque la cúpula, que, según Procopio (historiador del siglo VI), inicialmente sólo estaba decorado con mosaicos dorados lisos, sin decoración animada, se desplomó en el año 558. Los trabajos se reanudaron bajo la dirección de Isidoro el Joven, sobrino del anterior, que extremó las precauciones y pudo llevar a buen puerto la empresa faraónica, en la que llegaron a trabajar 10.000 operarios, en el año 563.. El problema fundamental de esta espectacular iglesia residía en cómo resolver las enormes cargas que generaba una cúpula que se elevaba hasta los 56 metros sobre el suelo y que además debía estar calada en la zona de máxima concentración de esfuerzos. Para ello recurrieron a una compleja retícula estructural que, partiendo de las cuatro pechinas, culminaba en un entramado de nervaduras, muros y bóvedas «auxiliares» que dan al exterior un aspecto de gran complejidad geométrica pero también de gran austeridad. Por el interior se decoró con mosaicos dorados entre los que destacaba una enorme cruz. La austeridad exterior, que contrasta con el lujo interior, otorgaba continuidad a un concepto arquitectónico que, arrancando de época romana, se había convertido en cualidad específica de la primera arquitectura cristiana desde donde pasaría a casi toda la arquitectura bizantina y a la cultura islámica. Parece ser la respuesta arquitectónica a las concepciones espirituales de los nuevos tiempos: así como lo importante del hombre es su «aspecto interior», lo importante en la arquitectura debe ser su «aspecto interior», su capacidad para resolver la funcionalidad requerida con el máximo grado de espectacularidad visual. Y Santa Sofía fue el primer ejemplo grandioso de esta línea que, en lo
oriental, se mantendrá durante más de quinientos años. El resultado fue, sencillamente, espléndido, incluso, para los condicionantes rituales que imponían los postulados teológicos del momento. Dios es luz, todo sucede gracias a la voluntad de Dios... Y en efecto, da la sensación de que la cúpula flota por efecto de la acción divina, materializada en un enorme torrente de luz, enfatizado y enriquecido gracias a la acción de los mosaicos dorados y de los múltiples paneles marmóreos. Sin embargo, la funcionalidad de esta iglesia no se limita a planteamientos de orden espiritual, porque la organización espacial de Santa Sofía está decisivamente condicionada por las formas de la etiqueta palatina, íntimamente relacionada con los ritos estrictamente religiosos. Según Krautheimer, la nave central era un escenario especialmente dispuesto para que la celebración de la misa diera comienzo con una porcesión solemne encabezada por las autoridades políticas y religiosas, que de ese modo daban testimonio de la íntima unión que existía entre ambos poderes. Los fieles se distribuían entre las naves laterales y las tribunas según rígidos criterios de rango social y sexo Desde el punto de vista estrictamente estructural, la historia de la iglesia de Santa Sofía nos muestra como progresaba el conocimiento a partir de lo que podríamos denominar el «empirismo sistemático» de la ingeniería helenística. Desde las experiencias precedentes se intentaba llegar un poco más lejos; si el primer intento fallaba, se tanteaba la búsqueda de una nueva solución, que debía ponerse en práctica para ser contrastada frente a las posibilidades de los materiales, y así sucesivamente. El resultado fueron edificios absolutamente irrepetibles, como el acueducto de Segovia, el Panteón o Santa Sofía, porque dependían de un «estado de los conocimientos» en progreso permanente, que no era posible sistematizar más que en un plano difuso, a medio
camino entre la sabiduría de los «iniciados» y cierto dominio técnico de carácter empírico. Y desde esas condiciones no se podían escribir tratados de arquitectura y quienes, como Vitruvio, se atrevieron a hacerlo asumieron el grave riesgo de proporcionar una imagen demasiado pobre e incongruente con los restos que aún subsisten. Por esta vía se llegó a tal punto que, desde nuestros actuales modelos de cálculo de estructuras y resistencia de materiales, ninguna oficina técnica de nuestros días se atrevería a «firmar» lo que proyectaron Isidoro de Mileto y Artemio de Tralles. Muy probablemene, los ingenieros actuales dirían que no se puede levantar una estructura de esas características porque sería demasiado arriesgado, porque sólo se mantendría en pie por verdadero milagro... Pero lo cierto es que, de vez en cuando —muy de vez en cuando— el hombre también realiza milagros... La acción promotora de Justiniano se centró también en Rávena, donde se quiso reinstaurar algo así como una nueva capital occidental del Imperio bizantino. Y aunque la iniciativa de Justiniano enseguida se manifestó incongruente, en la ciudad italiana quedó una interesantísima huella de aquel intento, que, gracias a las diferencias regionales del proceso histórico, hoy podemos contemplar en inmejorables condiciones. De hecho, la ciudad de Rávena es hoy uno de los más espléndidos museos de arte justinianeo que existen en el mundo. El conjunto está liderado por la iglesia de San Vital (526-547), que parece seguir un esquema muy parecido al de los santos Sergio y Baco, que sirvió de referencia obligada para todas las iglesias de este tipo, tanto en Oriente como en Occidente. Además de San Vital, en Rávena existen otras dos iglesias, de planta basilical, que merecen ser destacadas: San Apolinar el Nuevo y San Apolinar in
Classe. La construcción de la primera arranca de la época de Teodorico, a cuya iniciativa corresponden los mosaicos bajos, para ser finalizada en el siglo VI. La segunda es una obra de mediados del siglo VI. Ambas son iglesias basilicales de concepción sumamente sencilla para cubierta de madera, en las que el espacio interior mantiene en toda su plenitud los valores de la racionalidad arquitectónica helenista.
11.3. La época iconoclasta (726-866) En el periplo de progresiva y acelerada decadencia que experimentó el Imperio de Oriente, la época iconoclasta apenas aporta novedades dignas de mención sobre lo ya mencionado y únicamente cabe destacar la aparición de modas o corrientes que se concretan en la preferencia de algún tipo arquitectónico. A la época iconoclasta le corresponde poner «de moda» las iglesias cruciformes con cúpula o cúpulas, siguiendo una corriente que se comenzó a mostrar muy activa poco después de la muerte de Justiniano, para «sentar escuela» en una corriente que llegó a manifestarse en Europa, concretamente en el primer románico francés. Casi todas ellas arrancan de la tradición definida por la iglesia de Santa Irene y, desde luego, por las soluciones empíricas proporcionadas por Santa Sofía. De los muchos ejemplos conocidos, casi todos ellos difíciles de situar con precisión en la banda cronológica, se pueden destacar algunas que han corrido suerte irregular. La de Dere Agzi (en la actual Turquía), que hoy está en ruinas, determina una estructura de cierta complejidad que, sin embargo, no puede ocultar su carácter «provinciano». La de Kalenderhane Camii, ya del siglo XII, puede ayudarnos a imaginar como podía ser el aspecto de este tipo de iglesias.
11.4. El renacimiento macedónico y la época commena (867-1185) El proceso de decadencia continúa hasta tal extremo que la obra más interesante del período la encontramos en Venecia, iniciada justo al final de la época commena (1063). El ejemplo más significativo dentro del territorio griego está determinado por la iglesia de Hosios Lukas, consagrada a principios del siglo XI, que presenta una curiosa concepción espacial, supeditada a la cúpula central sobreelevada. El interior es un prodigio de compartimentación espacial que apenas se aprecia desde el exterior. La iglesia de San Marcos, con toda su espectacularidad, acaso sea la materialización del proceso disgregador de la cultura bizantina, que ya era abrumador por aquellos años. Los «arquitectos» de la iglesia veneciana no tomaron por modelo los nuevos planteamientos bizantinos, centrados en desarrollar la verticalidad de las iglesias, sino las referencias de la época de Justiniano.
Introducción a al Historia del Arte Roma
La actual iglesia de San Marcos es el fruto de un conjunto de acciones constructivas de diferentes épocas que apenas permite imaginar lo que pudo ser la iglesia del siglo XI. Lo más relevante de las edificaciones de esta época, en oposición a lo que ocurría en occidente, es la persistencia en el uso de ladrillos, que debe interpretarse, no como recurso a materiales «pobres», sino como el mantenimiento de las tradiciones tecnológicas grecolatinas y, por lo tanto, como el reflejo de un elevado grado de racionalidad constructiva, que se difundirá por las áreas próximas y, sobre todo, entre las fórmulas arquitectónicas islámicas.
Introducción a al Historia del Arte Roma
11.5. La escultura ornamental bizantina Seguramente por las implicaciones de fondo que en la cultura oriental movía el problema de las imágenes, no es posible hablar de escultura bizantina más que en el contexto de la ornamentación arquitectónica. Pero en este terreno las aportaciones también fueron de excepcional relevancia, porque aunque las innovaciones fueron escasas, los artífices que trabajaron en la corte de Justiniano alcanzaron un grado de virtuosismo que será difícil superar. Destacaron especialmente en la talla de capiteles, en los canceles y en los paneles de ornamentación interior. En los tres casos se impone un tratamiento plástico supeditado al uso del trépano para conseguir formas caladas, de fuerte contraste,
comparables a las de los brocados. Los capiteles bizantinos expresan un repertorio formal y estructural que, de hecho, supone el abandono del carácter orgánico de la época anterior. De las fórmulas romanas apenas subsistirán algunas modalidades de capiteles corintios
en su variedad «orientalizante». Los más característicos son los llamadas «de cesto» y los trocopiramidales. Es característico de esta época el desarrollo de los cimacios, que en Rávena adquieren un desarrollo inusitado, tal y como los podemos contemplar en San Vital y en las dos iglesias dedicadas a San Apollinar. Tiene particular interés la aparición de una nueva manera de interpretar la ornamentación vegetal mediante fórmulas de gran estilización y aplicada de modo tapizante, tal y como podemos ver en la práctica totalidad de los capiteles y los cimacios. Esta modalidad ornamental tendrá enorme éxito años después en el ámbito de la cultura islámica, donde se le denomina «ataurique». Queda claro, pues, que el «ataurique», en realidad, es una aportación de la cultura bizantina
11.6. Los mosaicos bizantinos Los mosaicos bizantinos destacan, en primer lugar, por su grado de virtuosismo, que está acreditado por lo poco que se puede ver de Santa Sofía y por lo que aún subsiste en Rávena, donde, de nuevo, queda particularmente clara la continuidad absoluta que existe entre la cultura tardorromana y la bizantina. Iconográficamente apenas proporcionan novedades dignas de mención, porque los artífices bizantinos se limitan a reiterar las fórmulas anteriores. A causa de las vicisitudes sufridas por Constantinopla, los mejores conjuntos de mosaicos bizantinos están en ciudades alejadas del área territorial controlada por los emperadores orientales tras la muerte de Justiniano. El mejor grupo del siglo VI están repartidos entre Rávena y Santa Catalina del Monte Sinaí; el mejor del siglo X, en la mezquita mayor de Córdoba y los más importantes de los siglos posteriores, en San Marcos de Venecia. El proceso evolutivo marca una leve tendencia hacia la representación de rasgos expresivos, tal y como se comienza a advertir en los mosaicos de San Lucas, que determinan una importante referencia para la pintura italiana del siglo XV. En la vertiente técnica tampoco existen grandes innovaciones. El rasgo más característico de los mosaicos bizantinos, las teselas doradas, también es una cualidad tomada de las tradiciones romanas, que como en ellas aquí se emplea para crear ambientaciones paradisíacas, de luz y brillo divinos. Frente a la precariedad de la pintura, el desarrollo del mosaico puede interpretarse como una solución de compromiso para eludir los problemas de la representación iconográfica, toda vez que es imposible acercarse a la realidad utilizando teselas. Sin embargo, el resultado visual de los mosaicos es tan brillante como el del divisionismo en razón de la capacidad que tiene nuestro sistema visual para obviar discontinuidades del estímulo. Basta con retirarse un poco para que la «sensación» proporcionada por un mosaico sea similar a la de una imagen pintada.
11.7. La pintura bizantina Lo que hemos dicho para los mosaicos se puede hacer extensivo a la pintura mural. Los muralistas bizantinos se limitaron a desarrollar las fórmulas y los procedimientos anteriores hasta llegar a un grado de perfección que es imposible conocer a causa de los efectos demoledores de la crisis iconoclasta. Lo más sobresaliente de época justinianea se encuentra en la iglesia del monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí. El desarrollo de la pintura bizantina culminará en una forma peculiar de pintura sobre soporte móvil, los iconos, que tendrán la virtud de configurar una serie de fórmulas iconográficas que, mantenidas y desarrolladas en las zonas orientales de Europa —especialmente en Rusia—, parmanecerán prácticamente invariantes hasta nuestros días. El mantenimiento de estas fórmulas iconográficas obedecía —y obedece— a la creencia de que todas ellas respondían a «la verdad», es decir, a que, según tradiciones piadosas, las originales representaciones de Cristo y la Virgen, a las que todos seguían fielmente, eran retratos realizados por San Lucas. Esta circunstancia da pie a una situación muy peculiar que desbordaba ampliamente las argumentaciones empleadas para justificar el uso de imágenes y que ya hemos recogido según la versión «acabada» de Guillermo Durando. Para un creyente, los iconos de la Virgen o de Cristo son muchísimo más que una representación de la Virgen o Cristo, puesto que, como formas, participan de las cualidades de los personajes cuyos rostros es posible ver. La superación de la idea de «veneración» es tan amplia, que hasta el proceso creativo se convierte en un acto religioso muy próximo al «extasis» contrarreformista. Y, desde las posturas iconódulas occidentales, lo más curioso es que el uso ritual de estos iconos no se limitó a las iglesias orientales, porque incluso cuando se materializó la ruptura
entre la iglesia católica y la ortodoxa (siglo XI), las iglesias occidentales continuaron utilizándolos como referencia iconográfica de primerísima magnitud. Multitud de pinturas del románico europeo y hasta las primeras imágenes que podemos llamar «renacentistas» repiten las fórmulas iconográficas de los iconos bizantinos. Los iconos más antiguos fueron realizados según fórmulas técnicas derivadas de la tradición grecolatina, a la encáustica o al temple, tal y como aún las podemos ver en las pinturas pompeyanas y las procedentes de Al-Fayum.
11.8. Los bizantinos.
marfiles
Como sucederá siglos después durante la época carolingia —y con ello no queremos decir que los reyes franceses imitaran a los bizantinos— la carencia de escultura monumental queda suplida por un conjunto muy amplio y considerablemente rico de tallas en marfil que, por la dispersión de los restos encontrados, debieron circular por casi todo el universo mediterráneo, bien entre los cauces de un minoritario comercio de lujo, bien como elementos de intercambio en las actividades diplomáticas. Al igual que ocurre con el resto de los productos culturales, los marfiles
bizantinos destacan —sin la menor duda— por una calidad sobresaliente y por ser la referencia a la que se sometieron el resto de los talleres de su tiempo. Los talleres bizantinos destacaron por la realización de «tronos» como la cátedra de Massimiano de Rávena (siglo VI), dípticos como el de Murano, cubiertas de libros y toda suerte de arquetas y cajas, que estaban destinadas a un mercado de lujo cada vez más activo. Estas cajas bizantinas presentan dos cualidades que les hacen especialmente importantes desde el punto de vista de la evolución cultural. La primera, que son el punto de arranque de los marfiles islámicos, entre los que destacan muy especialmente los cordobeses. La segunda y más sorprendente, que en algunas de ellas se concretará la primera recuperación de la iconografía pagana de la que tengamos noticias positivas. En efecto, las cajas de marfil, así como algunos otros objetos destinados al mismo fin, se docoraban con motivos mitológicos tratados con un naturalismo que sólo será igualado en el siglo XV. Y ello sucederá en torno a los siglos X y XI e, incluso, antes. Los talleres bizantinos evolucionaron progresivamente, desde las soluciones estilizadas bajoimperiales hacia fórmulas de creciente naturalismo, que culminaron en la realización de verdaderas esculturas de bulto redondo, que muy probablemente jugaron un papel decisivo en la evolución de la escultura medieval europea.
11.9 Las artes bizantinas del metal. La metalistería bizantina arrancaba de magníficos precedentes sobradamente acreditados durante el Pleno Imperio y en los años posteriores. Pero lo más sobresaliente de este capítulo de las artes del metal le corresponde a los esmaltes que comienzan a realizarse hacia mediados del siglo X, con resultados tan brillantes como los de la pieza adjunta. De ellas y directamente, arrancará la tradición que se desarollará por Europa por obra y gracia de los talleres franceses, alemanes y españoles. Lo más característico de los esmaltes bizantinos es que están realizados a partir de pequeños «tabiques» que impiden la mezcla de los colores. Esa circunstancia proporciona a las imágenes correspondientes una linealidad muy regular que los diferencia de los de otras zonas.
11.20. Las artes textiles Como imaginará el lector, apenas han quedado restos de lo que, según los relatos literarios, debió ser una de las producciones materiales de mayor éxito en el mercado internacional. De todas formas, lo que conocemos nos permite asegurar dos cosas. La primera, que alcanzaron un grado de riqueza incomparable con los telares occidentales de la misma época. La segunda: que marcan el punto de arranque de los ricos talleres de Córdoba y Bagdag. La tradición arrancaría del año 550, cuando, según los relatos históricos, dos monjes persas, que merecerían ser nombrados santos patrones del espionaje industrial, rompieron el férreo cerco del monopolio de la seda china transportando a Bizancio capullos de gusanos de seda en el interior de sus bastones huecos. A partir de ese momento, se comenzó la elaboración de tejidos de seda, a los que los artífices bizantinos añadían hilos de oro, perlas y pedrería. Esta cualidad distingue las sedas bizantinas de las de otra procedencia. El fragmento reproducido junto a estas líneas se adjudica a los talleres de Constantinopla durante los siglos VIII ó IX y pone de manifiesto hasta dónde podían llegar este tipo de objetos y, en general, aquellos que tenían grandes posibilidades comerciales, para difundir formas ornamentales y, en general, motivos iconográficos de cualquier naturaleza. Cuando hablábamos de los marfiles pudimos referirnos a la recuperación de los temas mitológicos. Ahora estamos obligados a mencionar algo que se suele relacionar exclusivamente, con no demasiado fundamento, con el mundo islámico; en concreto, nos referimos a los influjos de origen persa que, como en este caso y muy posiblemente, debieron formar parte del repertorio ornamental laico de la cultura bizantina. No obstante, la misma temática será utilizada también por los musulmanes.
11.21. La miniatura bizantina Seguramente por aquello del antropocentrismo impuesto por la historiografía europea se suele hablar mucho de la miniatura celta y, sobre todo, de la carolingia y poco o muy poco de la miniatura bizantina, cuando desde la realidad de los restos que han llegado a nuestros día, lo más apropiado debería ser justo lo contrario. Durante más de quinientos años, los miniaturistas bizantinos desarrollaron una tradición que había arraigado en la zona oriental del imperio tal y como acreditan el magnífico Génesis, de Viena, el Codex Purpureus de Rossano y el Evangeliaro de Rabula, fechado en el año 586. Todas estas obras y, desde luego, las realizadas en época posterior, ya bajo las instituciones bizantinas debieron jugar un papel importantísimo en el juego de influencias y en el desarrollo de los repertorios iconográficos gracias a sus posibilidades de transporte y comercio. Para algunos autores la unificación iconográfica de la Edad Media europea habría sido propiciada, precisamente, gracias a la difusión de la miniatura religiosa hecha siempre según los modelos utilizados por los maestros bizantinos.