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Daydream



Daydream

Eduardo Cรกceres L.


Daydream 2017, del texto: Eduardo Cáceres L. 2017, de la ilustración: Eduardo Cáceres L. 2017, de esta esdición: Eduardo Cáceres L. Calle 6 Sur 43A-200 Ed.Lugo Of. 1108, Medellín. www.algunapagina.com Autor: Eduardo Cáceres L. Ilustrador: Eduardo Cáceres L. Edición y diseño: Eduardo Cáceres L. Impresión: ISBN 978-958-8845-82-1 Primera edición, noviembre de 2017 Impreso en Colombia

Queda prohibida, sin la autorización escrita de los editores, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.


Para Lina, quien nunca me deja soĂąar solo.



primera parte

El primer sueño

The moon never beams without bringing me dreams —Edgar Allan Poe


uno

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L

o primero que hago cuando despierto es escribir lo último que recuerdo haber soñado. Con la mirada clavada al techo, estiro mi brazo derecho para alcanzar la libreta y el bolígrafo que siempre dejo sobre la mesa de noche. Apoyo el cuaderno contra la almohada y, con un conjuro de tinta, me dispongo a atrapar los vívidos recuerdos en el papel. —¿Le cuentas a tu diario lo bien que la pasamos anoche? — me interrumpe el chico fortachón que hace unos segundos dirigía una orquesta de ronquidos desde el otro lado del colchón. Si en algún momento de la noche me dijo su nombre, ahora mismo no consigo recordarlo; tampoco es que esa hubiese sido mi intención en un inicio. —Más bien le pregunto por qué no te has ido —le refuto. Se ríe como si hubiese hecho alguna broma. —¿De verdad quieres que me vaya tan pronto? —su pesado brazo se enrolla alrededor de mi cintura con la sutileza de una boa constrictor. Me aparto sin ningún disimulo. —A no ser que prefieras quedarte a desayunar con mis padres, claro —suelto desde el borde la cama. Lo que el chico no sabe es que mi inocente amenaza se c­ onstruye a partir de dos inalterables mentiras: en primer lugar, el hogar de mi madre es su costosa oficina en el centro de la ciudad con piso 9


alfombrado y un portarretratos con una vieja foto mía y de mi hermano sobre su escritorio de caoba, que la hace sentir mejor con su tarea de progenitora. Por otro lado, mi padre es el fantasma de una fotografía que ha sido eliminada de todos los álbumes familiares; hasta hace un par de años por fin supe de su existencia y, mientras mamá no se entere, jugamos a ser padre e hija de vez en cuando. Sin poner resistencia, el chico de facciones varoniles hace un amasijo con las prendas que están regadas por la habitación y se viste a medias. —Si algún día necesitas repetir lo que pasó anoche, solo llámame — recostado con la confianza de un depredador, me sonríe desde el marco de la puerta. Asiento con complicidad mientras pienso en el número telefónico que jamás guardé.

...

Me sumerjo una última vez en la bañera y espero a que los fragmentos del sueño que quedó empezado en mi libreta regresen en compañía del agua. Un minuto. Nada. Necesito respirar. Cuando mis ojos se abren, deseo nunca haber salido de la tina. Me hundo una y otra vez, pero sin importar cuánto tiempo permanezca bajo el agua, la extraña habitación en la que se ha convertido mi baño sigue siendo la misma. Tanto en las paredes de tabla como en la superficie, la poderosa humedad que carcome el lugar se manifiesta en una capa de moho blancuzco. Presa de un acto reflejo, me llevo una mano a la boca para no vomitar cuando el olor a vajilla usada que lleva más de tres semanas en el lavaplatos se abre paso entre mis fosas nasales. De un solo jalón, arranco la cortina de plástico que se interponía entre la puerta y, aún con el cuerpo escurriendo, me cubro con ella para salir al corredor. El típico bombillo parpadeante de un pasillo de hospital a medianoche me hace sentir dentro de uno de esos videojuegos de “corre por tu vida” que hace algunos años eran material de pesadillas para mi hermano. 10


El repentino llanto de un bebé aparta mis recuerdos y me obliga a ir hacia adelante. Con el corazón en la garganta, avanzo por el oscuro corredor con marcas de algo que me rehúso a creer que es sangre. Sigo el lloriqueo del recién nacido, que cada vez es más ensordecedor, como si fuera la brújula que promete sacarme de este laberinto. Me detengo frente a una puerta abierta para contemplar una escena menos alentadora: en el fondo del improvisado laboratorio, dos figuras con batas blancas que examinan al bebé sobre una mesa de aluminio se dan la vuelta para escrutarme con sus inquietantes rostros de mosca —máscaras de gas, en realidad—. Antes de que pueda intentar cualquier cosa, la huesuda mano de una chica de cabeza rapada y ojos protuberantes que permanecía oculta en la oscuridad se enrolla alrededor de mi tobillo. —¡Han venido a salvarnos! —chilla, y un ejército de figuras oscuras entran a la fuerza por los orificios que antes eran ventanas nocturnas. Me zafo de la chica demacrada y corro hacia el extremo del pasillo por el que he venido. Ya no tengo la cortina encima, pero, en estos momentos, tampoco es que cubrirme haga parte de mi lista de ­preocupaciones. —¡Deténgase! —ordena uno de los recién llegados, razón por la que aumento la velocidad de mis zancadas. Subo de dos en dos las rechinantes escaleras que antes había pasado por alto —nada puede ser peor que el caos que acaba de desatarse— y, no sé si agradecerle a la suerte o a mi torpeza, tropiezo con un ­escalón vencido justo antes de que una flecha perfore la tabla donde hace unos segundos estaba mi cabeza. Con las palmas de las manos y las rodillas llenas de astillas y sangre, me arrastro hacia una oscuridad que parece infinita. Ahí es cuando llega él. Cuando una segunda flecha es disparada en mi dirección, la mano del misterioso chico que siempre aparece cuando las pesadillas se vuelven insoportables la atrapa en el aire antes de que consiga alcanzarme. —¿Quién eres? —pregunto una vez que recobro el aliento. —Necesito que encuentres tu brazalete —me ordena. 11


«¿Quién eres?», repito, pero esta vez las palabras son un eco que no sale de mi mente. Despierto.

...

Con la toalla apenas puesta, tomo el diario de sueños que he dejado sobre la cama y hago un nuevo —y rápido— retrato de mi ­misterioso protector. Bajo por el espiral de escaleras hasta la primera planta de la pequeña mansión para encontrarme con la mirada despectiva de mi hermano que termina su desayuno en el comedor. —¿Conoces a este chico? —extiendo el bocetado dibujo a centímetros de su puntiaguda nariz. —No es el que acaba de salir —se lleva una cucharada de cereal a la boca—. ¿Quién era ese imbécil? Casi se toma toda mi leche deslactosada. Y ni siquiera se sirvió en un vaso. —Uno de los amigos universitarios del hermano mayor de Shauna, pero eso no importa —me siento junto a mi hermano—. Julian, ¿conoces a este chico? ¿Lo has visto en algún lado? En el Instituto, o en alguna película... Es innegable el hecho de que somos hermanos: ambos heredamos los inquietantes ojos azules de mamá, de un tono tan claro que en ocasiones dan la sensación de ser transparentes, y ­reemplazamos su rubia y pálida melena por nuestro oscuro cabello avellanado. Aunque Jules es solo un año menor que yo, me lleva unos cuantos centímetros por encima. Las personas suelen pensar que somos mellizos y me es imposible no sentir que están siendo injustas con él, pues es evidente que los genes fueron mucho más generosos con mi hermano. —Bueno, debo decir que tu desproporcionado retrato no ayuda mucho. —¡Julian! —descargo el cuaderno sobre la mesa—. ¿Lo conoces, sí o no? —No, no recuerdo haberlo vis… ¿Estás sangrando? —sus 12


escépticos ojos pasan del salpicado dibujo a… mis manos. Mis muy-ensangrentadas-manos. —Me corté con una página de la libreta —escupo. —Parece más profund– —Me resbalé cuando salí de la tina, ¿contento? —lo interrumpo y, aunque no puedo hacer lo mismo con mis nervios, escondo mis manos detrás de mi espalda. —Bueno, iré a tomar el autobús —dice después de echarle una rápida mirada a su reloj—. Deberías ir a cambiarte si quieres llegar a tiempo a la primera clase. Ah, sí, hoy… no iré a clase. Shauna me invitó a… —¿Le avisaste a mamá? —aunque la pregunta denota ­preocupación, su tono de voz demuestra todo lo contrario. —¿De verdad crees que hará alguna diferencia escribirle? —Escríbele —me ordena antes de colgarse el morral al hombro y salir por la puerta. Julian y yo solíamos ser inseparables; que mamá evite nuestro hogar a toda costa no es una nueva costumbre, así que siempre nos hemos tenido el uno al otro. Y aunque las cosas no han cambiado, hace un par de años Jules decidió que era hora de girar en órbitas distintas. Me pregunto si alguna vez volveré a ser parte de su mundo.

...

“Ya estoy abajo, cariño”, leo el mensaje de papá que ha aparecido en la pantalla del celular mientras paso un algodón empapado de alcohol sobre mis heridas. Como ya había sospechado, mis rodillas también estaban g­ oteando en sangre. El único golpe digno de semejantes raspones fue el tropezón que me metí en el sueño mientras huía de esos extraños perseguidores. Sin embargo, el simple hecho de que esté 13


considerando aquel irreal suceso como una posibilidad me hace pensar que también tuve que haberme golpeado la cabeza mucho antes. Es eso, o que el tipo con el que pasé la noche me dio alguna sustancia alucinógena mientras dormía, cosa que no me hace sentir mejor. Me terminó de vestir, guardo el celular en el bolsillo delantero de mis pantalones y arranco la página del cuaderno donde he dibujado el rostro del chico ficticio que solo he visto en sueños. «¿Quién eres?», le pregunto al dibujo una vez que lo pego detrás de la puerta de mi habitación junto a la colección de antiguos intentos de retratos. Apenas me subo al viejo mercedes que está aparcado frente a la puerta de mi casa, papá me pregunta por las heridas de mis manos que ahora van vendadas. —Me resbalé cuando salí de la tina —repito, porque más que para que él se lo crea, soy yo la que necesita creérselo.

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dos

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—T

e teñiste el pelo —sin apartar la vista del ­volante, papá se hace escuchar sobre Another day in ­paradise que recién acaba de empezar. A un lado de la palanca de cambios, descansa la ya maltratada caratula del Phil Collins Greatest Hits que tanto me arrepiento de haberle regalado. A estas alturas, también habrá que celebrarle el cumpleaños al álbum. «It’s cold and I’ve nowhere to sleep, Is there somewhere you can tell me?». —Sí, bueno, quería apartar la atención del mal corte que sufrí por no haber querido ir a una peluquería —con sorpresa, acaricio los mechones azules que caen sobre mi saco de lana gris a la altura de mis senos. —Me gusta —comenta mi padre con la característica sonrisa de medio lado que aparece cada vez que ya no sabe qué decir. Al menos él lo intenta. Con los dedos extendidos sobre el cristal, intento tocar los veloces pinos que nos persiguen al margen de la autopista. «Oh, think twice, ‘cause it’s just another day for you, you and me in paradise».

... 17


Hacemos una parada junto a una desértica estación de ­gasolina a las afueras de lo que parece ser un pequeño pueblo fantasma. Con una hoja del periódico extendida sobre la frente, papá abandona el antiguo mercedes color hueso en busca de alguna señal de vida. Aprovecho para dejar al compositor británico en silencio, así sea por unos minutos. Antes de que decidiera ponerse en contacto por primera vez, papá estaba en el mismo baúl que Papá Noel y el Hada de los dientes; con la única diferencia de que no podíamos hablar de él en voz alta, ni siquiera mencionarlo. Nos abandonó antes de que Julian y yo tuviéramos la edad suficiente para recordarlo y, por el resto de los años, mi madre se encargó de que así fuera: en ningún álbum de fotografías, ni por accidente, encontraríamos una foto de papá. No voy a negar que había noches, cuando el ladrido de las nubes hacía temblar las ventanas, en las que me era más difícil no soñar con él; por eso, cuando —hace ya casi tres años— un sobre que firmaba “papá” apareció en mi casillero, tuve que verificar más de una vez que no estaba soñando. Al principio, la realista Keana de 15 años pensó que solo se trataba de una broma de mal gusto por parte de alguno de sus compañeros que provenía directamente del linaje de Satanás, así que, de mala gana, embutió el inesperado sobre en el interior de su maleta sin siquiera revisar su contenido. Por su parte, la otra Keana sin edad que aún obligaba a su hermano a redactar su carta para Santa y que en Halloween decoraba la sala para los espíritus que vendrían de visita —la misma que hoy continúa llevando un registro de sus sueños, por absurdos que parezcan—, no podía esperar por encerrarse en su habitación y apropiarse de aquella correspondencia. Una carta de arrepentimiento escrita a mano, una antigua fotografía de mi madre —ya embarazada— junto a quien por ­primera vez le había dado un rostro a mi padre imaginario y una barra de chocolate había sido suficiente para que, con los ojos rebosados en lágrimas, llamara al teléfono que aparecía al respaldo del sobre.

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Era una chica ingenua, sí, pero no tanto. Cité a papá en la entrada principal del Instituto y, tambaleándome entre el temor y el alivio, me lancé entre sus brazos como siempre había visto que hacían las demás niñas con sus padres. El corazón, noble de nacimiento, perdona sin mayor problema; la memoria, que es mucho más rencorosa, no olvida con facilidad. No voy a mentir: odiaba a papá. Hay una parte de mí que no ha dejado de hacerlo. Que pensara que podía aparecer de la nada y remediar el tiempo que había estado ausente con un acentuado “perdón” es algo que, hasta la fecha, me cuesta comprender; sin embargo, que mi madre, quien se había convertido en un fantasma sin antes pasar por la muerte, creyera que tenía derecho a privarme de la verdad según su antojo era algo que no podía seguir permitiendo. Y no lo iba a hacer. Ir por un helado con papá después de clase cuando en el perfecto mundo de mi madre, que gira al antojo de sus limadas uñas vino tinto, yo seguía convencida de que tenía a una criatura mitológica por padre significaba estar un paso por delante de ella, y no había ningún placer que se comparara al que me producía ver a Jane Flynn desde la cima, así tuviera que regocijarme en silencio. «Knock, knock». Levanto la vista para encontrarme con el soleado rostro de papá, pero lo que aparece tras el cristal es un ave de inquietantes ojos negros que lleva la noche puesta encima. Un cuervo. «Knock, knock», vuelve a golpear el vidrio con el oscuro pico. No sé en qué momento se ha oscurecido. Otro cuervo ha a­ terrizado sobre el capó. «¡Oah, oah!», grazna el coro de aves que pronto son tres. Cuatro. Siete. Nueve. Halo la manija de la puerta con desesperación, pero el rechinante carro no se abre. El cuervo que me observa de pie desde el retrovisor apuñala una y otra vez la ventana de mi lado hasta que el cristal comienza a desquebrajarse. Ya no llevo la cuenta; los pájaros negros llueven del cielo hasta que divisar el sol, si es que aún sigue ahí, se vuelve imposible. 19


Pronto, no queda ninguna ventana que no esté cubierta de picos, garras y plumas. —¡Ayuda! —gritó, y descarto la idea de golpear el cristal con mis puños vendados—. ¡¡Papá, ayuda!! Antes de que la avalancha de berridos arrase con todo a su paso, el atemorizado llanto de un bebé logra posarse sobre mi oído.

«¡¡OAH, OAH, OAH, OAH!!»

Me arrastro sobre los sillones de cuero hasta la parte trasera del vehículo. Envuelto en una manta blanca, el recién nacido que vi en mi último sueño pide ser rescatado de la forzada oscuridad. Esto tiene que ser una broma. Con el negado instinto maternal que he heredado, tomo al niño entre mis brazos e intento hacerlo callar, aunque no falta nada para que yo también ceda ante el llanto. Es hermoso; quiero decir, nunca nadie dirá lo contrario de un bebé —aunque esté más que claro que son 97% baba, mucosa y gases—, pero este, aún con el rostro ardiendo en llamas, no puede ocultar la belleza que ha sido puesta en sus todavía inocentes m ­ anos. Me estremezco con fuerza contra el plano espaldar cuando algo, lo suficientemente pesado como para hundir el techo de hierro, arremete contra el mal parqueado mercedes. El niño, que hasta hace solo unos segundos había logrado encontrar algo de paz, comienza a sollozar con más furor que antes. No necesito asomarme por la ventana para saber que las ruedas de la fortaleza anti-cuervos ya no tocan el suelo. Ahora que las persistentes aves negras se han ido, logro distinguir lo que parecen ser las gigantescas alas de la criatura que nos arrastra por los cielos. Jamás pensé que el apocalipsis sería liderado por pájaros. «Puede que sea un ángel que ha venido a salvarnos», me alienta la ingenua Keana; «Los demonios alguna vez también fueron ángeles», me reprende la Keana más sabia. El bebé ya no llora. Agacho la vista —acto del que me arrepentiré por el resto de mi vida, si primero logro salir con vida—, pero 20


el hermoso niño que cargaba en mis brazos ha sido reemplazado por un injerto de las pesadillas que atormentan a las pesadillas: sus ojos, que antes eran claros, son ahora dos protuberantes esferas sin luz; su suave piel ha sido cubierta por un grasiento plumaje oscuro, y donde antes estaba su tímida nariz se exhibe un chueco pico del que brota un riachuelo de espesa tinta negra. —¡Oah! —chilla, y mi rostro se salpica del líquido negro que escurre de su boca de pájaro. Con una mezcla de temor y asco, lanzo al monstruo disfrazado de bebé hacia el otro extremo del sillón; ahora, su berrido es peor que el atascado freno de emergencia de cinco trenes al tiempo. El carro flotante se inclina con brusquedad hacia un lado y me voy de bruces contra el cristal. Aún envuelto en la manta que antes era blanca, el feto de cuervo se arrastra en mi dirección como una babosa con plumas. No puedo gritar. De nada servirá gritar. Y, como si la situación ya no estuviera bastante jodida, la puerta sobre la que estaba tendida se abre. Alcanzo a atrapar la manecilla de la puerta colgante con una de mis lastimadas manos. Me rehúso a mirar hacia abajo. Arriba, el demonio sin rostro insiste en atravesar el cielo. No creo que mis dedos resistan mucho; tendré que abrazar el fin antes de tiempo. «¿Dónde estás?», dedico mis últimos pensamientos a un chico que ni siquiera conozco. «Si este es un sueño, ¿por qué has tardado tanto? Si esta es la muerte, ¿por qué no me dejas soñar contigo una última vez?». Culpo a la altura de mi estupidez. No pongo más resistencia. Justo cuando decido lanzarme al 21


abismo, el inconfundible tacto de mi protector se enrolla alrededor de mi muñeca. —Despierta, Keana —suplica, y en su voz mi nombre suena a redención.

...

Mis ojos se abren para ver cómo un camión, con la bocina hundida hasta al fondo, pasa a centímetros de mi nariz como una ráfaga de viento. —¡¡Keana!! —escucho gritar a mi padre. Con el corazón a punto de perforarme el pecho, me giro hacia el mercedes que, al otro lado de la carretera, espera junto a la gasolinera con la puerta trasera de par en par. Encuentro un refugio en el suelo.

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trES

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—N

o sabía que eras sonámbula.

—No soy sonámbula, papá.

—Prefiero que seas sonámbula a que seas suicida —con una mano sostiene el volante y con la otra, el cigarrillo que escupe el humo por la ventana—. ¿Quieres uno? Se me olvidó preguntarte. —Ya pasé por esa etapa —me hundo en el espaldar de mala gana—. Además, ¿no se suponía que lo estabas dejando? —Si dices que fue una etapa, entonces nunca fumaste de verdad —apaga el cigarrillo contra el marco de la ventana y deposita la colilla en la apretujada papelera del carro—. Tuve que presenciar cómo un camión de desconocida procedencia casi pasa por encima de mi propia hija, estoy en todo mi derecho de fumarme uno. —Ya te expliqué —lo miro fijamente a los ojos—: estaba en el carro y… bueno, ni siquiera recuerdo haberme quedado dormida. —Eso pasa cuando te duermes —me interrumpe. —Como sea —prosigo—, todo era tan real… Primero solo había un cuervo, pero luego llegó toda una bandada; era una fiesta de cuervos, había cuervos por todas partes y… un cuervo gigante, o un demonio, no sé, aterrizó sobre el techo del carro y… —No habrás reemplazado el cigarrillo por otras sustancias, ¿verdad? —me observa por el rabillo del ojo. 27


—¡Papá, esto es serio! —me enderezo—. También había un bebé que luego… Últimamente sueño mucho con bebés —­añado—. Con ese bebé. —Tu mamá, bueno, ya habrás tenido esa conversación sobre... —Sé cómo cuidarme, papá. Siempre me aseguro de que haya un condón de por medio. —Sabes cómo cuidarte —repite—. Eso está bien, eso está bien —y asiente como quien no quiere la cosa—. Kea, todo parece indicar que has sido víctima de una pesadilla. —Conozco mis pesadillas, papá, yo misma las anoto —le ­enseño el bolígrafo y el maltratado cuaderno de cuero que reposan sobre mis piernas—. Esto… Esto es diferente. —¿Por qué es diferente? —pregunta por seguirme la corriente, porque ahora toda su atención está puesta en la carretera. «Porque ninguna pesadilla había conseguido lastimarme de verdad hasta ahora», respondo en mi cabeza con la mirada clavada en mis manos: hay una mancha de sangre fresca en el vendaje de la mano que no me dejó caer cuando estaba suspendida. —No, tienes razón, todo fue una pesadilla —digo, y recuesto mi cabeza contra el vidrio esperando que no vayan a llover más cuervos.

...

Esta es la primera vez que pongo mis pies sobre el hogar de mi padre. Todas esas veces que dijo que vivía lejos de la ciudad, jamás pensé que de verdad viviera tan lejos: casi tres horas en carro, sin contar los veinte minutos que perdimos en la gasolinera. —Esta también es tu casa, cariño —dice; se echa mi morral al hombro y desaparece por las escaleras—. Perdona el desorden —su voz flota por el segundo piso—, el problema de vivir solo es que no hay nadie más que te ayude con el oficio. Papá vive en la casa de los sueños de cualquier guardabosques 28


de tiempo completo; aunque la niebla nos vigila a través de los empañados ventanales, la sofisticada construcción de madera nos brinda el abrigo de una fogata con leña de sobra. Sin quitarme las botas —no parece que papá lo hiciera—, a­vanzo por la alfombra que deja ver las huellas de los días ­lluviosos. Me detengo frente a una lámpara de gas que ilumina lo que parece ser el polvoriento santuario de mi padre: sobre la pared se exhibe una vieja caña de pescar, una fotografía enmarcada donde se le ve sonreír con una escopeta entre las manos, y una amplia colección de cabezas de animales sacada de las pesadillas de la pobre Shauna, quien, muy insistente, me ha introducido en el mundo del veganismo. —Para ser una vía poco transitada, te sorprendería la cantidad de animales que terminan debajo de la llanta de un carro —me sobresalto al escuchar a papá detrás de mi nuca. —Me sorprendería si no hubiese visto la foto del cazador que habita esta cabaña —le lanzo una teatral mirada de displicencia. —Te contaré un secreto sobre ese cazador del que hablas: no sabía cómo empuñar una escopeta correctamente hasta ese día de la foto —se ríe—. Ya descargué tu equipaje en tu habitación, ponte cómoda mientras preparo el almuerzo. —¿Almuerzo? Son las cinco de la tarde, cazador —reprocho. —Los cazadores no tenemos horario alimenticio. Imito la expresión de la resignada cabeza de venado que decora la pared y camino hacia las escaleras. Me veo obligada a hacer una parada en el quinto escalón para revisar la ola de notificaciones que ha llegado con la repentina señal; un mensaje de Jane Flynn logra acaparar toda mi atención: “Keana, ¿dónde estás? Acabo de recibir una llamada de la directora. Esta ya es la cuarta vez que faltas a clase este mes bajo mi autorización y yo ni enterada. Espero que tengas una buena explicación”. “Pensaré en una”, le escribo, y me encierro en la habitación que papá ha escogido para mí. 29


...

¿Es posible enamorarse de alguien a quien solo conoces en sueños? Aun cuando hizo falta menos que un segundo para que un camión sin frenos me enviara directo a la muerte por cortesía de mis pesadillas, el rostro de mi protector se niega a compartir mi cabeza con algún otro pensamiento. Los resultados de mi búsqueda en Google se basan en que el cerebro no puede producir rostros que jamás haya captado y que, muy seguramente, tendré que haber visto a ese chico alguna vez, así hubiese sido de reojo. Sin embargo, estoy convencida de que un ser como él no sueña bajo nuestro mismo cielo; en su mundo, la luna brilla de día y el sol y la noche se conocen. Un libro travieso que se ha caído de la biblioteca con la que comparto el cuarto me obliga a suspender la nueva página de bocetos del chico sin nombre que ya he empezado. Dejo mi diario de sueños y el bolígrafo sobre el colchón y me levanto para devolver La metamorfosis de Kafka a su lugar. —¿Crees que tu padre se molestaría si tomo prestado alguno de estos? Estoy soñando. —Últimamente se me ha despertado cierto interés por la literatura mundana —prosigue mi protector. Definitivamente me he vuelto a quedar dormida y no me he dado cuenta. Junto a la pared de libros hay un personaje que parece haber emergido de ellos: su cabello es una manada de traviesos mechones plateados que bailan al ritmo de la tímida corriente de aire que se cuela por la ventana, cualquier primer beso fantasea con sus labios, y sus ojos... sus ojos son dos trozos de oscuridad que contienen todo un mundo de sueños que aún no han sido soñados. —¿He dicho algo que no debía? —sus cejas se enarcan con preocupación—. ¡Oh, pero qué tonto! Ni siquiera me he presentado: mi nombre es Rain, Rain Willowgray, y soy tu… 30


—Mi protector —lo interrumpo, todavía muy anonadada como para recibir la mano que me ha extendido. —¿Tu qué? —arruga su nariz en un gesto bastante gatuno—. Es una forma muy bonita de llamar a tu guardián, pero mi trabajo va un poco más allá de eso. —Esto es un sueño, ¿verdad? Quiero decir, sé que eres... real, pero justo ahora estoy soñando contigo, ¿me equivoco? —No sé cómo esto afectará nuestra relación pero, en todo caso, debo aclarar que nunca has soñado conmigo; que yo me haya metido en tus sueños es algo completamente distinto, y también una hazaña de la que no debería enorgullecerme. Y no, me temo que no estás soñando, Keana. —¿Cómo sabes mi nomb…? —¿Keana? —la sorprendida voz de mi padre entra sin tocar la puerta. —Papá, yo… —¿Qué haces hablando sola? Me giro para contemplar una vez más al joven intruso, pero ahora tengo una vista completa de la ventana entrecerrada. —¡No hablaba sola! —lo reprendo, porque no estaba hablando sola—. Estaba… recitando un poema que acabo de escribir. ¡Y debes aprender que si una puerta está cerrada es porque debes golpearla antes de entrar! —No hace falta ser tan rudos con las puertas —recurre a su talento de robarme una sonrisa en las situaciones menos ­adecuadas—. El almuerzo-cena ya está servido. —Ya bajo —le digo, y antes de salir del cuarto le echo una última mirada al boceto del chico que he dejado abierto sobre la cama. «Rain Willowgray», repito. No estoy enamorada, me estoy enloqueciendo. 31


...

Sobre el comedor iluminado con velas hay un estofado de pato servido con champiñones salteados. —¿Sabías que echarle champiñones a un plato no lo hace vegetariano? —Esta semana me dijiste que habías ido a comer hamburguesas con Shauna, pensé que ya se te había salido esa idea de la cabeza —deja en el aire el pedazo de pato que se iba a llevar a la boca. —¡Hamburguesas veganas, papá! —¿Qué clase de hamburguesa no tiene carne? —mastica el pato. —La carne se reemplaza por una masa de lentejas o quinoa que sabe igual de bien —explico. —¿Entonces te cambio el pato por más champiñones? —No, así está bien, solo quería que lo supieras —comienzo a picar la carne—. Es un proceso que debe iniciarse con calma, por ahora me estoy permitiendo comer carne al menos una vez por semana. Me observa con escepticismo mientras pasa una servilleta por su barba de tres días. Es un hombre apuesto, a veces me pregunto cómo se las arregla para seguir viviendo solo. Después de que mi celular comienza a vibrar por tercera vez, considero que es prudente contestar. Jane Flynn. —Es mi madre —le digo a papá mientras me levanto del comedor para que permanezca en silencio—. Sí, aló. —¿Keana? —Fue mi número el que marcaste, ¿no? —Keana, estoy a punto de iniciar una reunión laboral muy importante, así que esta vez te pido que dejes tus comentarios sin gracia para otra ocasión —puedo sentir cómo se frota la sien con 32


sus huesudos dedos al otro lado de la línea—. ¿Dónde estás? —¿No crees que es un poco tarde para mostrarte interesada por la ubicación de tu hija? —Keana, ya hablé —Podría parecer que de verdad está preocupada por mí, pero, en el fondo, lo que de verdad le angustia es no tener el control sobre la situación. —No es la primera vez que comparto la cama con un hombre, así que puedes asistir a tu reunión sin ningún problema. —Te encanta sentir que eres dueña de tus decisiones, ¿verdad? —Jane Flynn jamás necesitará recurrir a insultos o elevar la voz para hacerte sentir como la peor desgracia que ha caído sobre este mundo; con un par de palabras bien escogidas, entierra sus uñas en el lugar que más te duele—. Lo cierto es que mientras tú ­jugabas a hacerte la adulta, yo tuve que buscarte una excusa médica para presentarle a tu directora porque no puedes hacerte cargo de la única responsabilidad que se te ha asignado. —Estoy con papá —las palabras salen de mi boca sin siquiera darme tiempo de moldearlas. —Ya tuve suficiente, Keana. —No estoy mintiendo —me apoyo junto al marco de la puerta que lleva a la cocina—. No podías escondérmelo toda la vida. —¡Keana, pero qué estás diciendo! —Hablamos casi todas las semanas y de vez en cuando también salimos —en contra de mi voluntad, las lágrimas comienzan a descender por mis mejillas—. Al menos él está pendiente de mí. —Keana, hija —pareciera que su voz también está a punto de quebrarse—, quienquiera que sea ese hombre... no puede ser tu padre. —Ni siquiera lo intentes —me seco los ojos con mi puño—. De verdad que eres increíble. Cuando pienso que ya no puedes superarte, llegas y– 33


—Keana, escúchame. Él... Él no puede ser tu padre. Tu padre está muerto. Doy la conversación por terminada cuando dos gruesas manos se enrollan alrededor de mi cuello.

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CUATRO

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M

is pensamientos son botes sin velas en medio de la tormenta que se ha desatado dentro de mi cabeza. Dejo de preocuparme por entender y actúo bajo una única premisa: sea quien sea el hombre que tengo tras mi espalda, no le temblará la mano para aniquilarme cuando se canse de jugar conmigo. Siete años consecutivos de ballet me dotaron de destreza y extremidades elásticas. Traigo mi rodilla hacia el vientre para luego descargar mi talón en la entrepierna de mi captor. —Niña estúpi... —suelta entre dientes mientras se retuerce como un bicho al que han rociado con un insecticida. Aprovecho que sus manos ya no están sobre mi cuello para huir hacia la salida. Sin importar cuántas veces fuerce el seguro, la puerta no se abre. No pierdo mucho tiempo; tomo un candelabro de bronce que ilumina la entrada desde una angosta repisa y corro hacia las escaleras. Aún me falta la mitad de los escalones cuando el ya conocido tacto de quien decía ser mi padre me arrastra al suelo. Con la mano llena de lágrimas de esperma caliente, observo como el borroso objeto dorado que me brindaba protección rebota hasta la primera planta. —Keana, podemos evitarnos todo esto —comienza el hombre que tengo encima—. Cariño, no quiero lastimarte. 37


—¿Cómo puedes seguir llamándome por mi nombre? —debo empujar cada una de mis palabras para que ­salgan de mi boca—. ¿Quién… eres? —¡Pero qué dices, Keana! —se burla—. ¡Soy yo! ¡Tu padre! Intento quitármelo de encima con una sacudida, pero eso solo hace que me sostenga con más fuerza. No voy a llorar. Él no merece mis lágrimas. —¿Qué es lo que quieres? —escupo. —Qué bueno que preguntas —sin soltarme las piernas, levanta su peso de mi espalda para que pueda mirarlo a los ojos. Me giro sobre la puntiaguda superficie para contemplar el rostro que tantas veces me ofreció consuelo; ahora, solo puedo tocar el recuerdo de una mentira—. No quiero que pienses que todos estos años no significaron nada para mí; aunque no lo creas, de verdad aprendí a cogerte cariño. Sin embargo, siempre debes tener presente que todo amor es interesado. —¡¿Qué es lo que quieres?! —lo interrumpo. —Tu aurora —concluye—. Entrégame tu aurora y haremos como que nada de esto sucedió. —¿Mi… qué? —Tu aurora, tu brazalete —ya no puede disimular su impaciencia—. Ya cumpliste 18 años, así que tu madre debió… —En mi morral —le sigo la cuerda, aunque nada de lo que dice tiene sentido en mi cabeza—. El brazalete está en mi morral. Se ríe. —Qué extraño, me aseguré de revisar muy bien tu equipaje cuando lo llevé a tu cuarto y no recuerdo haber visto ningún brazalete.

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—Está bien escondido —no logro pensar con claridad. —Keana, Keana, Keana —hasta este momento, la maldad que se hospeda en sus ojos parecía un accesorio—. No te conviene hacerte la lista conmigo. No mentí cuando dije que no quería hacerte daño, pero no me estás dejando otra opción —su mano se enreda en mi garganta con más fuerza que antes—. Te lo preguntaré una última vez y espero ser lo bastante claro para no tener que repetirlo: Dónde. Está. El. Brazale... Mi mandíbula se parte en dos cuando un candelabro flotante aparece tras el cuerpo que acaba de derrumbarse. Ahora no puedo estar más convencida de que todo esto no ha sido más que un mal sueño. —Antes de que lo sugieras, debo aclarar que no estás soñando —entre un parpadeo, el ficticio chico de cabellos plateados aparece sosteniendo el pesado adorno de b ­ ronce. —Yo… creo que me estoy volviendo loca. —No es para menos, si yo estuviera en tu lugar… —¿Qué está sucediendo? —me pongo de pie con el cuerpo aullando de dolor; aunque estoy tres escalones arriba de él, debo levantar la vista para estar a la altura de sus intimidantes ojos negros—. ¿Quién eres? —Rain Willowgray, pensé que ya me había presentado —pone un delicado beso sobre mi mano como si estuviese saludando a un miembro de la realeza. —Ya sé tu nombre —no necesito mirarme a un espejo para saber que mis mejillas refulgen como dos bengalas recién encendidas—, pero está claro que no eres… como los demás humanos. Quiero decir, ¿aunque sea eres ­humano? —Somos más parecidos de lo que crees, Keana. No tengo tiempo para más preguntas. Cuando alguien intenta forzar la perilla de la puerta principal desde 39


el otro lado, Rain Willowgray desciende por las escaleras con la velocidad del felino con el que ya lo había ­comparado. —¡Quédate arriba! —me reprende cuando intento seguirlo. —Necesito mi celular, alguien debe llamar a la policía. —Son atrapasueños —comenta con la cabeza hundida entre las cortinas—, de nada servirá la policía. «¿A qué te refieres?», intento decir, pero mis palabras se atoran en mi garganta cuando la puerta sale disparada contra el comedor.

...

Rain se estaciona justo enfrente del pretencioso palacio que tengo por casa. Ni siquiera tengo tiempo de agradecerle; en un momento el chico al que me aferraba estaba entre mis brazos y al otro ya había desaparecido. Sin él, el imponente vehículo ya no es la gran cosa. —¡Cariño! —grita mi madre desde la entrada y prácticamente se me abalanza encima; su refinado rostro ha sido presa del llanto y me abraza como nunca antes lo había hecho. De todos los inexplicables sucesos en los que hoy me he visto implicada, este, sin duda alguna, es el más extraño—. ¡Estás a salvo! Creí que te había perdido —a su lado, Patrick deja caer la pesada guía telefónica que cargaba entre las manos mientras parece recobrar el color que había perdido su piel—. Dime qué es lo que ha ocurrido, haré todo lo que esté a mi alcance para... —Hace mucho dejé de ser un asunto tuyo, madre; de todas formas, tampoco me creerías si te lo contara —me suelto de sus desconocidos brazos y me adentro en la desolada mansión. Necesito una pastilla o algo que no permita que mi cabeza estalle. —Keana —su huesuda mano se engancha alrededor de mi brazo como un juego de esposas de policía y no me queda otra

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opción que contemplar el reflejo de mis ojos en los suyos—. Kea, sé que no he sido la mejor madre del mundo y que estoy muy lejos de serlo, pero necesito que por un momento dejes todo eso a un lado y escuches lo que tengo que decir. Hay una conversación que no puedo seguir evitando.

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CINCO

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A

unque he vivido aquí desde que tengo uso de razón, no hay ningún lugar de esta casa —dejando por fuera mi dormitorio— donde no me sienta como una completa extraña y, claramente, la habitación de mi madre no podía ser la excepción. La observo desde la puerta del amplio cuarto; es una mujer muy bella, pero la vida se ha encargado de pasarle la factura muy rápido. De su caja fuerte, saca un pequeño cofre de plata que jamás le había visto; camina hacia mí y deposita la reliquia sobre mis manos con exagerado cuidado, como si aquel recipiente contuviera su alma. —Debí habértelo entregado hace mucho, después de todo, siempre te ha pertenecido. En el interior del ostentoso baúl se encuentra —lo que asumo que es— el tan solicitado brazalete. El hermoso accesorio c­ onsiste en un delicado aro plateado que lleva incrustada una pequeña esfera de cristal; la piedra, que es de un reluciente color turquesa, contiene en su interior la figura de una gacela. Es como si alguien hubiese reducido al animal para luego introducirlo ahí. —Esto... esto era lo que él quería. —Entonces estaba en lo cierto —la expresión de terror que invade su rostro indica que, en esta ocasión, nada habría sido mejor que estar equivocada—. Es un atrapasueños. —¿Ahora también los hacen para llevarlos en el brazo? —No el brazalete, tu captor. 45


—Entonces... ¿ese hombre que se hizo pasar por mi padre durante todos estos años es en realidad un amuleto religioso? — comento un poco irritada por sentir que todos me hablan en un idioma que no conozco—. Debo admitir que nunca consideré esa posibilidad. —Kea, sé que todo esto puede parecer bastante complicado en primera instancia, pero necesito que pongas de tu parte —se sienta en el borde de la cama y me invita a que haga lo mismo; la súplica de su mirada no me da tiempo de poner resistencia—. ¿Y si te dijera que pertenecemos a... una clase diferente de humanos? —Ajá, pero que yo fuera sonámbula era la idea más absurda del mundo —el comentario no le causa ni la más mínima gracia. Bien, a mí tampoco me divierte su historia. —Todos los humanos podemos soñar —prosigue—. Sin embargo, no todos nacemos con la capacidad de viajar a otro mundo mientras lo hacemos. Y no me refiero a soñar con el espacio — aclara justo antes de que la interrumpa—. Ensueño ha existido desde el inicio de los tiempos, pero a diferencia de los otros planetas, no puede ser ubicado en el universo. Por su innegable parecido a la Tierra, se podría creer que funciona como una especie de capa ligada a este planeta, a la que solo unos pocos pueden acceder. A estos pocos se les conoce por el nombre de diurnenses. —¿No has pensado en hacerlo un artículo para tu revista? Debo admitir que hasta yo lo leería. Es más, ya me enganchaste. —Keana. —Mira, madre, lamento arruinar tu muy elaborado trabajo de grado, pero puedes estar completamente segura de que jamás me he transportado a otro planeta mientras duermo. —Es porque a diferencia de tu hermano, tú aún no has activado el vínculo diurno —si vuelvo a oír otro término que parezca sacado de un cuento de hadas, juro que de mi cabeza solo quedarán cenizas—. Para eso necesitas tu aurora o brazalete, como prefieras llamarle —BOOM. —Bien, entonces... así están las cosas: Julian, mi Jules, es un... 46


diurnido y, de vez en cuando, le gusta ir a visitar otros planetas cuando se mete debajo de sus sábanas. ¿Me equivoco? —Diurnense, y si de mí hubiese dependido, tampoco lo sería ahora mismo. No sé cuánto tiempo lleva viajando a Ensueño, hasta hace un par de noches descubrí que su brazalete no estaba en el cofre. Tuvo que haberme visto mientras lo guardaba en la caja fuerte y luego memorizó la clave. —¿También tenemos un súper-traje que haga juego con el brazalete o algo por el estilo? —El brazalete les otorga ciertas habilidades especiales, pero solo pueden hacer uso de ellas mientras estén en Ensueño —sus finas manos extraen la delicada prenda del cofre plateado y la colocan alrededor de mi muñeca derecha; el peculiar brazalete se adapta a mí perfectamente, como si llevara años a la espera de ser portado—. Cariño, sé que probablemente esto no tiene ningún sentido para ti, pero, como pasa con todo en la vida, no es posible obtener resultados sin antes llegar a la práctica. Si mantuve oculta la verdad durante todo este tiempo fue porque tenía miedo de perderlos. Si les hubiese entregado la oportunidad de huir de aquí, tanto Julian como tú, lo habrían hecho sin pensárselo dos veces; después de todo, no tienen nada por lo que valga la pena quedarse. » Ahora, más que nunca, estoy convencida de que no podrían tomar una mejor decisión que esa. Este mundo ya no es seguro para ustedes —y como si sus palabras hubiesen clamado ser ejemplificadas, un gancho de metal atraviesa el enorme ventanal de la habitación dando paso a una repentina lluvia de cristal. Mi madre me empuja hacia a un lado de la cama y entre dientes me ordena que permanezca ahí. Un hombre forrado en cuero negro entra en la escena con el gancho a modo de polea; no hace falta que ubique su rostro para saber de quién se trata. Busqué consuelo en sus brazos como siempre había soñado de niña y por años le otorgué un título que jamás le perteneció: papá. —¡Jane, querida! ¡Cuánto tiempo! Así es como debo llamarte ahora, ¿verdad? Tengo que confesar que, en un principio, la imagen de la exitosa empresaria multinacional funcionó de maravilla; logró dejarme por fuera del juego durante más tiempo del que 47


me gustaría admitir. Pero ya sabes como soy —ya no hay señales de aquella voz que manifestaba interés por mi resumen del día, o que me sacaba una sonrisa con alguna anécdota que, a lo mejor, al igual que él también estaba basada en una completa mentira–: tarde o temprano, siempre consigo salirme con la mía. Además, el disfraz no iba a durarte toda la vida. —Darius, me alegra saber que aún conservas esa modestia tan característica de ti —su voz no muestra ni el más mínimo grado de sorpresa, aunque sé que por dentro, su corazón, al igual que el mío, no podría ir más rápido—. Lamento tener que ser yo quien perfore tu ego, pero no puedo dejarte vivir en la ignorancia: esta vez sí que metiste la pata. Mis hijos no nacieron con el don; de hecho, están muy lejos de ser diurnenses y, a decir verdad, no podría haber pedido nada mejor para ellos. —Eso... Eso no puede ser posible —por primera vez, el tono de sus palabras demuestra lo mucho que le aterroriza no tener el control sobre la situación—. Tú y... ¡Ambos eran diurnenses! Esta podría ser la primera cosa que sé sobre mi padre, sin contar la previa revelación de su muerte. Él... era especial, al igual que mi madre y, si ella tiene razón, yo también podría ser como ellos. Todo este tiempo pensé que no teníamos nada en común, pero ahora... ahora sé que compartimos un vínculo más grande que cualquier gusto o secreto familiar. También soy especial. —La mezcla de sangre diurna solo da origen a más sangre diurna —continúa—, ¡todo el mundo lo sabe! Tú... ¡Solo intentas engañarme, perra mentirosa! —La genética también tiene sus excepciones, cosa que sabrías si hubieses prestado más atención en clase —sabe que está jugando con fuego. Lentamente, comienza a retroceder hacia el mueble que reposa junto a la pared—. No te culpo, soy consciente de lo difícil que tuvo que haber sido para ti. Fue suficiente para él. Con la velocidad de un guepardo, aquel monstruo se abalanza sobre mi madre y le tiende un cuchillo sobre la garganta. Todo al mismo tiempo. «No salgas», ruega mi madre con su mirada, «no salgas».

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—Mi pequeña yegua, siempre tan insolente. Sabes que me considero a mí mismo un hombre de buen corazón —comienza a presionar el arma contra el cuello de su víctima. «No salgas»—. Es más, tu chófer estaría encantado de atestiguar si no le hubiese ordenado que se tomara un descanso —mi estómago se retuerce a tal punto que siento que voy a vomitar todo lo que tengo adentro. «No salgas»—. Era un buen tipo y sé que tú puedes ser mejor que él, así que entrégame ese par de auroras de una vez y puede que decida ser un poco más benevolente contigo. Fue suficiente para mí. —¿Esto es lo que quieres? —grito una vez que consigo ­ onerme de pie y le enseño el brazalete que descansa en mi anp tebrazo— Deja a mi madre en paz y ven por él. Si algo me ha demostrado Jane Flynn, es que es una mujer de rápidas decisiones. Ese segundo en que logro captar la atención del hombre le basta para tomar el jarrón de bronce que tiene contra la espalda y dejarlo inconsciente. Mis ojos pasan del cuerpo inmóvil de nuestro atacante a la mirada de total satisfacción de mi madre. —Kea —descarga el pesado recipiente y se encamina hacia mí con los ojos bañados en lágrimas. Esta vez, no pongo resistencia—, tienes que ir por tu hermano, él te ayudará a activar el vínculo. —Madre– —Sé que es difícil para ti, cariño, y de verdad lamento haberte puesto en esta situación, pero ya no hay otra alternativa; nos han encontrado y no se darán por vencidos hasta que puedan cumplir su objetivo. No te preocupes por mí, estaré bien, no es la primera vez que tengo que arreglármelas para mantenerme lejos de ustedes. Ve por Julian, asegúrate de encontrar a tu guardián y, pase lo que pase, confía en él. Solo así podrán estar a salvo. —Ma, sé que siempre actúo como si tuviera todo bajo control y también suelo fingir que nada me afecta, pero la verdad es que no soy así de fuerte. Todo lo que hago es vivir de forma superficial porque le temo a involucrarme, me da pánico aferrarme a algo que no durará para siempre. 49


—Kea, mi dulce niña —da unos pasos hacia mí y con suma precaución, tal vez por temor a mi respuesta, roza mi mejilla con una de sus finas manos— ser fuerte no significa llevar una vida sin sufrimiento, eso es imposible. Cariño, no hay forma de evitar el dolor; lo que realmente te hace fuerte es atreverte a vivir aun cuando sabes que la vida está llena de él. No alcanza a decir que me ama, pero en su mirada puedo leer que esa era su intención. Solo soy consciente del origen de aquel nefasto ruido cuando observo la mancha de sangre que se extiende por su pecho. El cuerpo de mi madre se dobla por la mitad y se estrella contra el suelo, como un árbol al que han separado de su raíz. El atrapasueños, ya de pie, me apunta con el arma que le arrebató la vida a la mujer a la que le debo mi existencia. Se ha quedado sin tiempo y espacio; su aparición en este mundo ha llegado a su fin. —Ya viste lo que puedo hacer —su voz es fría como el metal, no hay tonos de nada–, así que, si no quieres hacerle compañía a tu mami, será mejor que me entregues ese brazalete de una vez por todas. No lo pienso ni un instante. Me lanzo sobre el horrible ser que tengo enfrente y utilizo su cuerpo como un saco de boxeo. Escucho otro disparo, pero ni la sangre ni el dolor aparecen. En los golpes me refugio del diluvio de lágrimas que amenaza con hundirme, aunque él logra bloquear la mayoría. Intento gritar con todas mis fuerzas. Grito, pero de mi garganta no sale nada audible. Otro disparo fallido; ahora soy yo quien empuña el arma. Sus ojos sin rastro de humanidad me subestiman. Qué poco me conoce. Qué poco me conozco. Apunto al mismo lugar donde vi la mancha de muerte en el cuerpo de mi madre y, aun cuando sé que quitarle la vida a este hombre no la traerá de vuelta, aprieto el gatillo. Disparo por haber hecho que lo amara. Disparo para liberarme del odio que me permití sentir hacia mi madre durante todo este tiempo. Y, finalmente, disparo para encarar al dolor. Ahora tengo tanto de monstruo como el ser que ya no respira bajo mi cuerpo. La lluvia de cristales continúa una vez que más ganchos con sogas penetran lo que queda del ventanal de la fúnebre habitación. 50



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