Laicismo al modelo uruguayo

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A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·. Libertad, Igualdad, Fraternidad

Apuntes sobre el laicismo aplicado al modelo uruguayo de laicidad∗ PALABRAS LIMINARES El trabajo que vamos a presentar fue preparado para un encuentro interlogial que se llevará a cabo próximamente en Montevideo. Está dirigido a una audiencia de uruguayos y por ello solicitamos anticipadamente vuestra tolerancia frente a algunas expresiones que, sin mediar esta explicación, podrían interpretarse como teñidas de un chovinismo presuntuoso. Tratamos de ser cuidadosos del estilo pero, al mismo tiempo, los valores que estamos destacando como parte integrante de nuestra sociedad nos provocan una gran satisfacción sin que ello signifique desconocer que muchos países hermanos, y particularmente en el ámbito masónico, comparten y practican los mismos valores con el mismo ahínco y la misma vocación libertaria y republicana. PRECISANDO EL ALCANCE DE LAICIDAD Y LAICISMO Laicidad y laicismo son términos que a veces se confunden en el lenguaje cotidiano aunque no son sinónimos. Pero tampoco son antagónicos sino que, a nuestro juicio, complementarios y absolutamente compatibles. Según el Diccionario de la Real Academia, el laicismo es la “doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa”. Mientras que la laicidad es el “principio de separación de la sociedad civil y de la sociedad religiosa”. Ambos conceptos se complementan y pueden convivir en la práctica sin ningún conflicto. Pretender plantearlos como alternativas antagónicas es caer en lo que el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira llamaba un silogismo de falsa oposición. El laicismo es el escudo siempre vigilante que protege al hombre de la servidumbre con que han querido someterlo los movimientos religiosos fundamentalistas o integristas que practican el dogmatismo y contribuyó a consolidar las instituciones democráticas en un plano de mayor igualdad y tolerancia, sin limitaciones fundadas en términos religiosos. Pero en los últimos años la Iglesia Católica, fundamentalmente en los países, como el nuestro, donde perdió la batalla ideológica frente al laicismo, ha hecho esfuerzos, y lo sigue haciendo, para convencernos que nos contentemos con el término “laicidad”, tratando al mismo tiempo y en cierta medida de descalificar y demonizar al “laicismo”. Y en esto ha tenido el concurso de diversos analistas de variada extracción que no han comprendido el matiz o se han dejado seducir por una prédica aparentemente inofensiva de la institución eclesiástica. Ustedes podrán preguntarse ¿cuál es el matiz? o ¿por qué actúa así la Iglesia? A nuestro modo de ver, la Iglesia Católica, al menos en nuestro país, opta por aceptar la laicidad como un término más suave y le intenta dar un sentido de separación jurídico-administrativa. Mientras que al mismo tiempo se opone en general al laicismo, al menos a nuestro concepto de laicismo que es el mismo de la Real Academia, porque implícitamente lo reconoce como la doctrina construida históricamente para defender la independencia del hombre, de la sociedad y del Estado que los nuclea, frente a la autoridad religiosa. Cuando la Iglesia Católica trata de desconocer la existencia de la doctrina del laicismo e intenta dar por buena una versión “soft” de la laicidad, que le resulta funcional a sus intereses, lo hace para no reconocer que el principio de la laicidad responde a algo más profundo y enraizado en la sociedad, con la esperanza de irla socavando con el paso del tiempo. Y es que la Iglesia Católica tiene sobrada experiencia, acumulada en más de dieciséis siglos de existencia, acerca del valor de la paciencia para conquistar objetivos y es consciente que, Ponencia preparada sobre la base del Ensayo del mismo autor “La Laicidad Uruguaya y el Desafío del Siglo XXI”, Arca Editorial, Montevideo, 2013. ∗


reconocer de plano la vigencia y los valores doctrinarios del laicismo, implicaría renunciar para siempre a reconquistar el terreno perdido LAS DISTINTAS MODALIDADES DE LAICIDAD Como bien afirmaba Hector Gros Espiell, reconocido constitucionalista uruguayo, y ex Embajador en Francia: “Es preciso convenir en que no hay un concepto único e invariable de lo que es el laicismo y de cuáles son las consecuencias necesarias de la existencia de un Estado laico. Las diferencias resultan de la historia y del marco cultural en el cual el laicismo ha existido y existe. Pero, además, derivan del sistema jurídico, de lo que establece o silencia la Constitución, de lo que resulta de la legislación interna y de lo que puede derivar del Derecho Internacional aplicable, sea como resultado de un tratado o de un concordato”. Agregaba también Gros que “…es posible, y la historia y el Derecho comparado lo prueban, pensar que la prohibición de existencia de una iglesia y de una religión oficial, no ha sido siempre acompañada de la separación conceptual, completa o parcial, de lo religioso y de lo político, de lo estatal y gubernamental de la materia religiosa”. “Esto es importante para comprender --complementaba Gros-- las diferencias muy grandes entre las diversas concepciones jurídicas, a veces de naturaleza constitucional, relativas a la separación de lo religioso, de lo político, a la prohibición de una religión oficial o protegida y en definitiva, del Estado laico y del laicismo. Puede, en efecto, concebirse un Estado en el que se prohíba la existencia de una religión oficial y que no sea estrictamente laico, en cuanto no excluye a lo religioso, a Dios, de la vida política oficial”. Y cerraba su pensamiento expresando, como para abrir la puerta a posibles cambios culturales, que “Este núcleo necesario implica reconocer que el laicismo no es una forma cristalizada e inamovible y que, por el contrario, puede evolucionar, sin perder su esencia, al compás del cambio histórico”. No todos los países laicos tienen los mismos límites en su laicismo o laicidad. No es comparable el laicismo francés con el español, el italiano, el suizo o el portugués, y ninguno de ellos lo es con el estadounidense. Lo mismo ocurre en América Latina y particularmente en el Uruguay. Para marcar una diferencia importante, “el laicismo francés es neutral mientras que el laicismo uruguayo es abstencionista”, como subraya reiteradamente el también constitucionalista compatriota, nuestro H.·. Miguel Angel Semino, quien como Gros fuera también Embajador en Francia. Precisamente en este último país, con el que Uruguay ha tenido históricamente y aún conserva profundos lazos culturales, se practica, en contraposición con el modelo uruguayo, una laicidad neutral. En un ejemplo práctico, cuando el gobierno francés realiza la celebración de una fecha nacional, se invita en forma oficial y protocolar a las cuatro grandes corrientes religiosas, catolicismo, protestantismo, judaísmo e islamismo, las que seguramente entre ellas engloban a la inmensa mayoría de la población que profesa una creencia. Pero la invitación deja de lado a otras corrientes espirituales que pueden perfectamente entrar dentro de la concepción de religiones, como es el caso del budismo, aunque no tenga una divinidad, y al dejarlas fuera de esa invitación supuestamente ecuménica, sus adeptos son tratados como si fueran ciudadanos de segunda, aunque esa no sea la intención. La proclamada neutralidad le ha significado sin dudas un contrapeso y un dolor de cabeza al gobierno francés por ejemplo cuando ha querido limitar el uso del velo islámico por las alumnas de esa creencia en las actividades educativas lo que sin duda le hubiera resultado más fácil de justificar si hubiera tenido esa conducta abstencionista que exhibe el modelo uruguayo de laicidad. En el Uruguay, de acuerdo con el precepto constitucional, ninguna religión participa en las celebraciones u otras actividades oficiales del Estado. Con ello se evitan injusticias, involuntarias 2


pero injustas al fin, no solo con las corrientes religiosas o espirituales excluidas sino principalmente con los ciudadanos adherentes a las mismas. Tampoco ningún funcionario, en calidad de tal, puede participar en festividades religiosas, aunque esto a veces haya sido soslayado, como veremos luego. El Estado uruguayo no posee, sustenta o enseña, religión alguna, pero conceptúa a todas las religiones, como un factor socialmente positivo sin que ello signifique que pueda involucrarse con alguna de ellas. El Estado no subvalora las religiones pero se abstiene de participar, porque considera que las religiones son parte del ámbito privado de las personas. Nuestra laicidad tampoco supone la ausencia de valores positivos, como han querido inferir sus críticos, sino que se basa en ellos, los defiende y los promueve. Son los valores de la tolerancia, el respeto ideológico y la dignidad humana, integrados a la libertad, a la igualdad y al espíritu republicano. Si bien todas las religiones enseñan valores, no hay que confundir a éstos con los preceptos dogmáticos propios de cada una. La enseñanza laica puede recoger todos los valores comunes a las religiones, que coadyuvan para la mejor convivencia en sociedad, pero ello no implica el adoctrinamiento religioso como tal, que pertenece al ámbito privado. Existe una laicidad anti religiosa o intolerante que no tiene nada que ver con la nuestra y es la de los regímenes totalitarios, como en su tiempo lo fue la del nazismo o el estalinismo. El laicismo uruguayo está en la base de la democracia y promueve el respeto por la libertad de conciencia mientras que un laicismo intolerante está, por el contrario, en la raíz del totalitarismo. La laicidad uruguaya constituye además el puente idóneo entre la espiritualidad y el republicanismo habida cuenta que la situación anterior a la consolidación de la laicidad, con una marcada influencia de la Iglesia Católica en el Estado mostraba una “contradicción entre el dogmatismo católico y el liberalismo republicano”, al decir del insigne pensador chileno, nuestro H.·. Francisco Bilbao, según lo cita Arturo Ardao, quien sostenía que dicho estado de situación dificultaba e impedía el funcionamiento armónico de la sociedad, puesto que, a su juicio, el catolicismo practicado al pie de la letra, con su carga de dogmatismo, y la libertad de conciencia eran incompatibles. CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL MODELO URUGUAYO La separación entre Iglesia y Estado, adoptada por el Uruguay antes de cumplirse el primer cuarto del siglo XX, es un fenómeno que surge a partir del humanismo, durante el Renacimiento. Se consolidó con la Ilustración, promovido por el racionalismo y cobró mayor fuerza a través de la Revolución francesa y la Independencia de los EE.UU. Una precisión que entendemos fundamental refiere a que la laicidad uruguaya --y nos afiliamos para dicha afirmación a la concepción puesta de manifiesto en su reforma educativa por José Pedro Varela-- no es antirreligiosa sino anti dogmática, puesto que consagra la libertad de culto, sin cercenarla. No es de ninguna manera contraria a la idea de la divinidad que cualquier hombre pueda tener ni a la práctica de ninguna religión, sino que las respeta a todas, pero garantiza a quien quiere no creer en un dogma, la libertad de no hacerlo. La laicidad, y el laicismo, en el Estado y en la sociedad uruguaya, fueron el resultado de un proceso paulatino de toma de conciencia, con el aporte de factores de índole variada, que coadyuvaron para dejar atrás las visiones dogmáticas, imperantes en la América colonial al influjo de una presencia eclesiástica fuerte respaldada por la Corona española, que habían marcado a fuego a las sociedades de la región con un conjunto de postulados propios esgrimidos radicalmente por los hombres de fe, cuando actúan con el convencimiento de que su peculiar visión del mundo es la verdadera e infalible.

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Actualmente, la separación entre las iglesias y el Estado es moneda corriente en el mundo pero un siglo atrás, cuando el Uruguay reformó su Constitución en 1918, y antes de ello cuando comenzó el proceso de consolidación de la laicidad, la situación era exactamente a la inversa. Los fundamentos del laicismo se insertan en el concepto republicano del Estado y en el principio universal de ciudadanía. Sólo en un espacio público de todos, res pública, en el que nos situamos como ciudadanos libres e iguales, es posible garantizar los derechos comunes, sin privilegios ni discriminación en función de las muchas particularidades e identidades que nos diferencian a los individuos desde cualquier otra perspectiva. Esto lleva a delimitar la esfera de lo público y la de lo privado. Es necesario en primer lugar preservar materialmente el espacio público, que pertenece a todos, y desde ese ámbito de lo público, regulado por leyes que garanticen la igualdad de derechos para todos, se garantiza el respeto al ámbito de lo personal y el ejercicio efectivo de los derechos individuales. Éste es el meollo del principio de separación entre Estado e Iglesia, fundamento de la doctrina laicista y, por añadidura, de la recíproca independencia entre el Estado y las múltiples entidades que integran la sociedad civil. Así como la libertad religiosa integra el derecho universal a la libertad de conciencia, la separación entre Iglesia y Estado, es un derivado del principio democrático más general que debe regular las relaciones entre Estado y sociedad civil. No es lo mismo la libertad de culto que la separación de la Iglesia y el Estado. La adopción de un credo determinado por parte de un Estado, aunque garantice la libertad de culto, supone considerar más valiosa una postura que las demás, lo cual contradice los principios de igualdad y tolerancia por lo que la separación absoluta es la posición que mejor garantiza las libertades. LA LAICIDAD CONSTITUCIONAL Cuando nos referimos al Uruguay laico estamos hablando de un Estado sin religión oficial pero no de un enemigo de las religiones, como ha sucedido en el siglo XX con algunos países no democráticos. El Estado no adhiere como tal a ninguna corriente religiosa, aunque los uruguayos, en nuestro ámbito privado individual, tenemos la libertad absoluta de profesar cualquier religión y en los hechos la mayoría de los habitantes de la República tienen alguna forma de expresión religiosa o espiritual, aunque muchos se consideren agnósticos y otros proclamen su condición de ateos. El Estado no interviene, ni debe hacerlo, de acuerdo con la Constitución de la República ya que nuestra laicidad es abstencionista. La laicidad en el Uruguay es la manifestación más clara de la libertad religiosa “en toda su extensión imaginable”. El Estado uruguayo es laico, porque el Estado no sostiene religión alguna, pero todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay, según lo establece claramente el Artículo 5º de la Constitución de la República. El texto, aprobado en 1918, que se ha mantenido prácticamente sin cambios hasta el presente estableció entonces que “Todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay. El Estado no sostiene religión alguna. Reconoce a la Iglesia Católica el dominio de todos los templos que hayan sido total o parcialmente construidos con fondos del Erario Nacional, exceptuándose sólo las capillas destinadas al servicio de asilos, hospitales, cárceles u otros establecimientos públicos. Declara, asimismo, exentos de toda clase de impuestos a los templos consagrados actualmente al culto de las diversas religiones”. Esta exención impositiva constituye una forma indirecta de subvención a las religiones lo cual evidencia el ánimo de apoyarlas y no de coartarlas. La reforma de 1918, ratificada por las sucesivas reformas posteriores, estableció la laicidad como un principio que sirve de escudo para proteger la libertad de conciencia de los ciudadanos sin 4


interferir en la libre relación que se establece entre ellos y la religión, o corriente espiritual, a la que deseen adherir. Este principio se convirtió en parte integrante de nuestra ideología republicana y democrática, junto con el respeto por los Derechos Humanos, la Libertad, la Tolerancia, la Solidaridad social, y con el repudio del sectarismo, la discriminación y todas las prácticas que conduzcan al autoritarismo y el totalitarismo. Como lo enseñaba con precisión el malogrado pedagogo y periodista uruguayo Roberto Andreón: "Es esencial la conexión entre democracia y laicidad, siendo ésta la expresión educativa de la tolerancia ideológica, propia del régimen democrático, que no debe confundirse con pasividad frente al fanatismo dogmático, cualquiera sea su signo y cualquiera sea su ámbito. Por el contrario, lo que busca la laicidad es combatir el dogmatismo fanático segando sus propias raíces, que provienen de la ignorancia, de la pasión irreflexiva, de la falta de información y de discusión sobre las ideas ajenas". Si bien la laicidad ha recibido muchísimos aportes de historiadores, de sociólogos y de juristas, a lo largo de casi un siglo desde la reforma constitucional de 1918, es también muy cierto lo que escribiera, poco antes de su fallecimiento en 2009, el mencionado Héctor Gros Espiell: “Falta en la bibliografía uruguaya un gran libro sobre el laicismo constitucional. Hay docenas de libros sobre el tema en la legislación, en su relación con las leyes de educación, de estado civil, de la jurisdicción eclesiástica, etc. Pero ha faltado una construcción jurídica que, partiendo de la Constitución, elabore la doctrina constitucional de la laicidad en el Derecho uruguayo”. EL LAICISMO Y LA IDENTIDAD NACIONAL Procurando no caer en un nacionalismo exacerbado, creemos que los uruguayos tenemos un estilo que resume un conjunto de características que se han ido acunando desde los albores de la patria y con el tiempo le han dado a esta pequeña comarca, ubicada entre dos colosos, una dimensión que trasciende ampliamente su tamaño territorial o su volumen de población. Somos conscientes de nuestras limitaciones geográficas y demográficas lo que por cierto nos inhibe de presumir de ser grandes o fuertes y nuestras riquezas naturales no son de una dimensión que nos permita gozar de un gran esplendor económico. Pero en cambio, a lo largo de la historia hemos crecido, individual y colectivamente, al amparo de un crisol de valores éticos y espirituales que nos hace sentir muy satisfechos. La laicidad, al igual que la propia identidad nacional con la que se fue forjando en paralelo, estuvo influida por una variedad de factores interactuantes pero existió un hilo conductor que las marcó a fuego a ambas: el amor de los uruguayos por la libertad. El mismo que nos legaron los primeros pobladores indígenas de estas tierras, y luego los gauchos, interpretado magníficamente desde los comienzos de la patria por el pensamiento y la lucha de José Artigas. Esa fuerza inicial fue armoniosamente complementada con la apertura del país hacia el exterior, gracias al puerto de Montevideo, que permitió el ingreso sin restricciones de un fuerte flujo migratorio y de las nuevas corrientes de pensamiento que ayudaron a modelar ese espíritu libertario con ideas de avanzada. El respeto por el Estado de Derecho, la defensa de las libertades, el sentido de igualdad democrática, que nos ha llevado a promover la equidad y no el igualitarismo, la tolerancia hacia el otro, más allá de sus ideas políticas, su religión o el color de su piel, son los distintivos del ser nacional. Nuestra historia, por otra parte, está llena de episodios en los que la épica le ha cedido el paso al gesto humanitario y a la actitud fraterna de reconciliación. Artigas en la Batalla de Las Piedras de 1811, con su “clemencia para los vencidos”; “el abrazo de los compadres”, protagonizado años más tarde por los héroes de la independencia, Fructuoso Rivera y Juan Antonio Lavalleja en el Monzón; la Paz del 8 de Octubre de 1851 que puso fin a la Guerra Grande, “sin vencidos ni 5


vencedores”, o la actitud generosa, reparadora y reconciliadora del Presidente Batlle y Ordóñez al final de la guerra civil de 1904. Estos hitos, como eslabones de una cadena de concordia y tolerancia, responden a una forma muy particular del ser nacional. Sin fijárselo como meta, aunque de modo casi inexorable, la sociedad uruguaya fue transitando un camino que la llevó a incorporar la laicidad, que conjuga la libertad, la igualdad y la tolerancia, como una de las características distintivas que contribuyeron a la conformación del ser nacional. El maestro del Derecho Constitucional uruguayo, Justino Jiménez de Aréchaga --para muchos simplemente Justino como le gusta decir al H.·. Miguel Semino--, en su Panorama Institucional del Uruguay a mediados del Siglo XX había incluido una definición de gran claridad: “Nuestro país es una comunidad en la que imperan las ideas de igualdad y libertad en su concepción más depurada. Esto es visible en las leyes tanto como en la realidad social”. Esas características que conforman la identidad nacional se han retroalimentado con la doctrina del laicismo y han promovido que la laicidad uruguaya tenga una entonación que no se encuentra prácticamente en ningún otro de los Estados que la han adoptado. INTENTOS PARA REDUCIR LA INFLUENCIA DEL LAICISMO La Iglesia Católica ha mantenido una actitud militante para oponerse a los avances en el mundo del laicismo y la laicidad y ha procurado concertar alianzas con personas u organizaciones que fueran funcionales a sus objetivos. En nuestro país sus intentos no han sido en general fructíferos, salvo algunos episodios aislados, pero en una escala universal, ha logrado resultados positivos con el concurso de aliados de un gran valor intelectual, como fue el caso de Jaques Maritain, en el siglo pasado, que le permitieron un mejor posicionamiento en la batalla ideológica. Como resultado de estos esfuerzos y de la acción específica de grupos interesados en revertir el statu quo, en varios países de América y Europa, como la organización integrista católica Opus Dei, en los últimos años se ha vuelto a discutir y a poner en entredicho la validez de los principios fundamentales de la laicidad. En Francia se ha propuesto revisar la ley de 1905, que separó la Iglesia del Estado, aunque sin pretender eliminar la esencia del principio de separación. En España se discute lo referente a la enseñanza de la asignatura “Religión Católica” en la escuela pública, brindada por el Estado, y en Italia y otros países europeos el tema vuelve a ser objeto de consideración y análisis. Mientras que en la Gran Bretaña, aunque allí la Iglesia Católica obviamente no ha tenido nada que ver, nunca se pudo alcanzar la laicidad como la concebimos en estos lares puesto que, si bien se acepta la libertad religiosa y el libre ejercicio de otras religiones además de la oficial, el Estado no es laico ya que la jefatura del Estado y de la Iglesia Anglicana descansan en la misma persona, lo cual es incompatible con la doctrina del laicismo. Por otra parte, en los Estados Unidos la “cuestión religiosa” vuelve a ser estudiada por la Ciencia Política y hay quienes afirman que la crisis de valores se debe a la pérdida de religiosidad de la gente. Y aún, en este Uruguay laico, se han verificado en el campo político, en el último cuarto de siglo, algunos episodios que han puesto en tela de juicio la conducta del Estado en materia de laicidad y generan una reflexión en cuanto a la propia fidelidad de la sociedad hacia esta última, lo cual es relevado con acierto por Gerardo Caetano y otros en “El Uruguay Laico”: matrices y revisiones, recientemente editado, que constituye una de las obras importantes en este primer siglo de laicidad. 6


El primero de esos episodios, y en su momento muy controversial, fue el mantenimiento, en un lugar baricéntrico de la ciudad de Montevideo, de la enorme Cruz que había sido erigida para dar marco a una misa campal del Papa Juan Pablo II y que luego, al calor del entusiasmo que generó el evento y con la aquiescencia de los principales actores políticos, algunos de ellos insospechables de afinidad con la Iglesia Católica, se resolvió no retirar. Con el correr de los últimos años, se produjeron otros episodios que nos obligan a permanecer atentos. Por ejemplo, la utilización de la sede de Plaza Independencia de la Presidencia de la República como sacristía de una misa campal en homenaje al prócer nacional José Artigas en 2000, con ocasión de la conmemoración del sesquicentenario de su desaparición física, o la participación en ese mismo período de gobierno, del Vicepresidente de la República, en ejercicio de la Presidencia, en la tradicional Peregrinación al Cerro del Verdún promovida por la Iglesia Católica. Más cerca en el tiempo, la celebración de una ceremonia religiosa en la Embajada uruguaya en Roma con ocasión de la asunción del Papa Benedicto XVI, o el posterior traslado de una estatua del Papa Juan Pablo II de la Capilla cercana a la Terminal de Tres Cruces a un nuevo emplazamiento en la vía pública junto a la mencionada Cruz a pocos metros del Obelisco a los Constituyentes, como para que no le quedaran dudas a ningún desprevenido transeúnte de que la Cruz allí colocada era una referencia a un Papa católico. Mucho más recientemente, la celebración, impulsada por el Presidente de la República, de una misa Católica con ocasión del fallecimiento del Presidente venezolano. Y no podemos soslayar las gestiones también en 2000 del Arzobispado de Montevideo para obtener financiamiento estatal para las instituciones de enseñanza regenteadas por la Iglesia, miradas con simpatía desde el Poder Ejecutivo, con una primera dama que aparecía apoyando a la parroquia de Tres Cruces regenteada por un presbítero vinculado al Opus Dei. La coyuntura económica desfavorable de entonces impidió que el intento prosperara. Estos hitos son en su conjunto demostrativos de lo vulnerable que puede resultar la laicidad en el Estado, cuando se enfrenta a acciones que, aparentemente inofensivas, suelen ser luego utilizadas para arrimar agua a su molino, por los interesados en revertir la situación. FUNDAMENTALISMOS, LAICIDAD Y LIBERTAD DE PENSAMIENTO Podemos afirmar que el Estado auténticamente laico es incompatible con cualquier fundamentalismo, religioso o de otra índole, puesto que los fundamentalismos, además de implicar una intolerancia radical respecto de toda expresión distinta a las suyas, cuando se manifiestan apoyados desde las alturas del Estado, afirman necesariamente la voluntad de que éste deba estar al servicio de esa idea y de ese credo, religioso o político. Porque no sólo los fundamentalismos de base religiosa, aunque estos son los de más fácil constatación, constituyen un peligro, sino que también cualquier otro dogmatismo o fanatismo, aún sin que el Estado esté asociado a una religión, pueden ser potencialmente dañinos. Hoy en día tenemos ejemplos de ambas formas de fundamentalismo que atentan contra la libertad y contra la paz. Por un lado vemos el ejemplo de Corea del Norte, no adherida a un credo religioso, que pone en peligro la paz mundial por dejarse llevar por actitudes totalitarias y totalmente opuestas a la fraternidad y la concordia. A su vera, contemporáneamente, la República Islámica de Irán, que lleva adelante una interpretación fundamentalista y bastante particular de los textos sagrados del Islam, constituye también una amenaza para la comunidad internacional. Ambos ejemplos, disímiles en su génesis, tienen en común el fanatismo fundamentalista de sus principales líderes que influyen portentosamente en las actitudes públicas internacionales de ambos Estados. 7


La prevención de los elementos más nocivos para la sociedad, insertos en los fundamentalismos de cualquier índole, pasa por fortalecer el respeto a la libertad. Al abordarla, con total intencionalidad, colocamos en la parte superior de la pirámide a la libertad de conciencia o libertad de pensamiento. Porque entendemos que ella es la primera de todas las libertades del hombre, la que las resume y la que las proyecta. Desde los tiempos de la llamada “aurora de la conciencia”, el progreso de la humanidad ha sido acompañado de un largo periplo, una azarosa marcha, de todos los seres humanos hacia esta libertad fundamental. Sin la libertad de conciencia, protegida, jerarquizada y garantizada, la humanidad no hubiera podido alcanzar el nivel de desarrollo que ostenta actualmente, puesto que no es posible concebir ninguna creación humana verdadera y perdurable, si no se realiza a partir de una conciencia libre de dogmas, de falsas verdades, de prejuicios. Es preciso también distinguir entre la libertad de pensamiento y la libertad de expresión, con que suele confundírsela. Son dos libertades que se conjugan. Una es libertad en el interior del ser humano, la libertad de conciencia y la otra lo es hacia el exterior, la libertad de expresión. Pero no podría haber verdadera libertad de expresión si la conciencia está mediatizada por una educación dogmática o bajo un régimen que no respete la diversidad de opiniones y exija unanimidades. En la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que la Organización de las Naciones Unidas aprobara en 1948, la libertad de conciencia y, su consecuencia más notoria, la libertad de expresión están consagradas en plenitud: “Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente, los unos con los otros”. Y sigue diciendo: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; éste derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia. ...”. Estos principios están en la base y son columnas fundamentales del sistema de Derechos Humanos que se opone hoy y se opondrá siempre al ataque de los fundamentalismos de cualquier signo y origen. El constitucionalista uruguayo, nuestro H.·. Jaime Ruben Sapolinski ha manifestado, en un repartido para sus estudiantes que en alguna ocasión trajo a nuestros TTall.·., que “la libertad ideológica es la libertad–madre, de la que han derivado el resto de las libertades. La libertad de acción presupondría la existencia de la libertad de pensamiento. Sin perjuicio de ello, es, además de un punto de partida, un destino final que comprende todas las libertades”. Un autor español, Ramón Soriano, señala la obvia afinidad con la libertad de creencias o de religión, pero las distingue conceptualmente. Sostiene que “la libertad de pensamiento, o propiamente ideológica, es una libertad de visión del mundo y del hombre en relación con él, una libertad de conocimiento; la libertad de creencias o de conciencia es una libertad de actitud y de valoración subjetiva de los problemas del mundo y especialmente del comportamiento humano”. La distinción entre la libertad religiosa como especie y la libertad de pensamiento como género, según el citado Sapolinski, “está claramente señalada por la Constitución Española de 1978 que en su artículo 16 garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y de las comunidades y prohíbe que nadie sea obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias, solución que debe entenderse extensiva al derecho uruguayo por imperio de lo dispuesto por el artículo 72 de nuestra Constitución”. El tema de la libertad de conciencia se ha planteado históricamente a través de la consideración del problema de la libertad religiosa. El artículo VI de la Constitución de los Estados Unidos de América, hito fundamental del constitucionalismo escrito, prohibió que se exigiese “profesión de fe religiosa para desempeñar ningún empleo o cargo público de los Estados Unidos” y la 1ª 8


Enmienda, que entró en vigor el 15 de diciembre de 1791, estableció que “El Congreso no podrá aprobar ninguna ley conducente al establecimiento de religión alguna, ni a prohibir el libre ejercicio de ninguna de ellas...”. Nuestro artículo 5º de la Constitución de la República, que ya trascribimos en el capítulo 3, pág. 59 es muy claro al respecto. Una sentencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos de 1946, basada como ya hemos dicho en un texto menos claro que el nuestro, sostuvo: “Ni un Estado ni el Gobierno Federal pueden establecer una iglesia. Tampoco pueden sancionar leyes que ayuden a una religión, a todas las religiones o prefieran a una en particular. No puede establecerse impuesto alguno, grande o pequeño, para sostener clase alguna de actividades o instituciones religiosas, no importa cuál sea su denominación, ni la forma que puedan adoptar para enseñar o practicar la religión. Tampoco podrá un Estado o el Gobierno Federal, ya sea abierta o secretamente, participar en los asuntos de cualesquiera organizaciones o grupos religiosos, o viceversa”. Otra sentencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos, de 1944 dispuso: “La libertad de pensamiento, que incluye la libertad de creencia religiosa, es un hecho básico en una sociedad de hombres libres... Abarca el derecho de mantener teorías de vida y de muerte y del más allá, que constituyan una abierta herejía para los que siguen las creencias ortodoxas. Los enjuiciamientos por herejía son ajenos a nuestra Constitución. Los hombres pueden creer lo que no pueden probar. No pueden ser sometidos a la prueba de sus doctrinas o creencias religiosas. Experiencias religiosas que son tan reales como la vida para unos, pueden resultar incomprensibles para otros... Las relaciones del hombre con su Dios fueron puestas fuera de la jurisdicción del Estado. Al hombre se le acordó el derecho de adorar como se le antojase y de no rendir cuentas a nadie en lo tocante a la veracidad de sus puntos de vista religiosos...”. La lucha por la libertad de conciencia se resume en el enfrentamiento ideológico para determinar cuál es la forma de llegar a la verdad: si por la razón o por intermedio de un modelo de fe dogmática que conlleva la aceptación de modelos impuestos por alguna autoridad terrenal, autodenominada representante de lo celestial. Sostenemos personalmente que la razón es una facultad suprema del hombre por la cual éste discurre consigo mismo acerca de cualquier tema y, mediante un método lógico sujeto a prueba y verificación, logra emitir juicios correctos a partir de las premisas de que parte. Pero el conocimiento racional no otorga la verdad última por propia definición y allí quizás reside su mayor virtud y la que más la fortalece. El hecho de que no logremos nunca obtener la verdad absoluta no descalifica para nada el método racional para la adquisición de conocimientos sino que por el contrario lo afirma y lo jerarquiza como el que más respeta la libertad de las personas y es por lo tanto un factor de democracia y de república. La libertad de pensamiento es un derecho humano esencial y en la base de la doctrina de los derechos humanos hay, una profunda inspiración igualitaria. ¿Por qué determinados privilegios si somos, por imperio de la naturaleza, todos iguales y nadie vale más que nadie? En lo que refiere a la libertad religiosa, ésta constituye un aspecto de la libertad civil que refiere al derecho de sostener y profesar cualquier creencia religiosa - o ninguna -, incluyendo el derecho de expresarla, por medio del culto. Pero, expresa también el citado H.·. Jaime Sapolinski, que “tampoco se trata solamente de preservar el derecho a pensar lo que quiera creer el hombre aislado, a solas con su conciencia. Se trata, en cambio de una cuestión vinculada al ejercicio del control social, de la afectación de los derechos del prosélito y de todos los demás”. Y entonces, ¿cuáles son los límites de la libertad de conciencia? En tanto es una libertad interior, aparentemente no debería tener límites. Por el contrario, como hombres libres debe exigírsenos un 9


ejercicio permanente de la libertad de pensamiento, de la búsqueda en nosotros mismos de la verdad o las verdades. Sin embargo, creemos que ésta libertad se entiende, se valora, se proyecta, en la medida en que se equilibre con la igualdad y la tolerancia. Porque no debe ser considerada tan sólo en lo que hace a la individualidad de cada ser humano, sino en su proyección en la vida social, es decir, en la relación de cada ser humano con sus semejantes. Los límites radican en el igual derecho de todos a la misma libertad. Lo que no significa querer igualar las vidas de todos, sino equiparar sus oportunidades en la vida. La realización de esos tres grandes principios, es la realización del Bien, escrito con mayúscula, que es el gran imperativo moral de la humanidad del siglo XXI. Porque a través de la igualdad y de la tolerancia se propugna la paz entre los hombres, porque no podría concebirse de otra manera una relación fraternal entre seres que se reconocen iguales entre sí, iguales en naturaleza, e iguales en derechos en la vida. Una igualdad que no debe derivar en el igualitarismo, porque en ese caso se vuelve totalitaria, y anula las individualidades, es decir, la riqueza creadora que anida en cada ser humano. Ahora bien, ¿cuáles es la herramienta de la que debemos valernos para promover en nosotros mismos, para realizar en nosotros mismos, y en la humanidad, la libertad de pensamiento, la libertad de conciencia? El instrumento fundamental, es la Educación. Una amplia e irrestricta difusión de la educación sin dogmas, es decir laica. Una educación en los métodos del pensamiento crítico. Una educación para el ejercicio de la razón, pero también para la tolerancia y para el ejercicio de la responsabilidad moral. Por ello, en la medida que actúan como promotores de estos valores en el individuo, el laicismo y la laicidad cumplen un importante servicio para la colectividad en su conjunto como escudo protector contra los fundamentalismos, los dogmatismos y los fanatismos de cualquier índole, provengan éstos de donde provengan. Por otra parte, la libertad, requiere fundamentalmente de la tolerancia que es la mayor garantía de la vigencia efectiva de las libertades, puesto que como expresara con sabiduría Nelson Mandela, el patriota y libertador de las minorías oprimidas por la intolerancia y el fundamentalismo racista del apartheid en Sudáfrica, en una célebre frase que lo ha distinguido: “Ser libre no es solamente desatarse las propias cadenas sino vivir de una forma que respete y mejore la libertad de los demás”.

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