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De pingüinos y hombres

CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS 4, diciembre 2017

De pingüinos y hombres

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Sergio Allepuz

George: …Nosotros tenemos un futuro. Tenemos a alguien con quien hablar, alguien a quien le importamos. No tenemos que estar en un bar tirando el dinero porque no sabemos a dónde ir. Si esos tíos van a la cárcel, se pueden pudrir allí porque no tienen a nadie que les importe. Pero nosotros no... Lennie: ¡Pero nosotros no! ¿Y por qué? Porque… yo cuido de ti, y tú cuidas de mí; ahí está el porqué —se echó a reír, feliz.

Fragmento de “De ratones y hombres” (John Steinbeck)

I - Tocando fondo

El hombre que un día salió en calzoncillos a la calle y gritó puta no era un exhibicionista ni estaba loco de remate. Aquel hombre de los calzoncillos blancos, tipo slip, se llama Manuel y era yo, cuando salí a despedir, de semejante guisa, a mi mujer. Ella huía en coche, calle abajo, abandonando nuestro dulce hogar. Al volante: el amante, villano de esta historia y monitor de spinning en el gimnasio del barrio. En el asiento del copiloto: ella, la esposa infiel, Marta. Y en el asiento de atrás: mi hijo adolescente y el de Marta: Manolito.

Desde el día de lo de los calzoncillos, duermo mal todas las noches. Sueño que un misterioso secuestrador enmascarado me castiga sin piedad por mi fracaso marital. El desconocido me ha obsequiado con todo tipo de torturas, incluyendo: la audición entera de la discografía de David Bisbal, a todo volumen; el ataque de un perro caniche lamiéndome el cuerpo desnudo, previamente embadurnado en salsa barbacoa; y la aplicación y posterior desaplicación de cera depilatoria en mis partes más íntimas.

Hoy no ha sido diferente y, por eso, esta mañana he saltado de la cama sudando, en estado de pánico. Poco a poco, he vuelto a la realidad y me he percatado de que no estaba en el Sahara, con el cuerpo enterrado hasta la cabeza en la ardiente arena del desierto y rodeado de escorpiones. Hace muchísimo calor, es verano, y me derrito como un cucurucho de limón mientras me ajusto la corbata para ir a trabajar, del mismo modo que un reo sacaría brillo a sus cadenas para dar el último paseo hacia el cadalso. Cualquier día emigraré al Polo Sur, con los pingüinos emperadores. Ellos son mis ídolos, unos animales como Dios manda: feos, fuertes y formales (como el título de la vieja canción de Loquillo y los Trogloditas). Son feos por su cuerpo rechoncho, tan poco de moda en estos tiempos de esbeltez; son fuertes, pues sobreviven a sesenta grados bajo cero con vientos de más de doscientos kilómetros por hora; y, sobre todas las cosas, son formales con su pareja, que les dura para toda la vida. Por eso quiero mandarle una postal de pingüinos emperadores a Marta. Tras trece años viviendo para ella y para Manolito, apareció el imbécil del gimnasio y me los robó a los dos. Creo que todo fue culpa del spinning de las narices, por eso los pingüinos no van al gimnasio: están gorditos, eso es cierto, pero están unidos.

En la agencia de viajes donde trabajo no pasa el tiempo. Miro el reloj de la pared durante siglos, pero sus agujas no se mueven jamás. De hecho, su pila se agotó hace tres años, como mi perra vida, y el jefe no se ha molestado en cambiarla. Por eso el maldito cacharro sigue en la pared, muerto a la vista de todo el mundo, engañándonos con sus manecillas quietas. Pronto se descompondrá el cadáver y saldrán los muelles y demás mecanismos a través de su reseca piel de metal.

Odio a todo el mundo en general; desde lo de Marta por lo menos. Entra gente risueña por la puerta de la agencia y me pregunta dónde deben irse ellos de vacaciones. Pienso: «Si no lo sabes tú, imbécil, ¿cómo lo voy a saber yo?». Al próximo que me entre con la preguntita lo mando con billete de solamente ida a visitar a los pingüinos, para que se le refresquen las ideas en la Antártida. Y es que la gente no sabe lo que quiere. Yo sí: quiero mi familia; esa que me quitó el entrenador de spinning entrometido. Pero la reconciliación ya no podrá ser. Por lo menos eso tuvo el detalle de aclararme Marta la última vez que nos vimos. Yo, arrastrándome de rodillas por el suelo, y lloriqueando, le supliqué muy dignamente que volviera. Y ella me expuso su punto de vista:

—Eso no pasará nunca, Manolo. ¡Quítatelo de ese cabezón que tienes!

A un pingüino jamás le hubiera contestado eso su querida pingüina. Con un frío del carajo y un polluelo indefenso al que proteger de una naturaleza tan hostil no queda tiempo para el spinning. Por eso estoy aquí, en la calle, en mi descanso del mediodía, agazapado dentro del coche y vigilando la puerta del gimnasio con el corazón a mil por hora. Es patético, diréis. Incluso infantil, añadiréis; pero no tengo otra cosa mejor que hacer y yo con mi miseria personal hago lo que me da la gana.

De repente aparece él. ¿Y ella? ¡Da igual! Salgo del coche sacando pecho como un pingüino emperador en celo y me enfrento al macho alfa de la bandada. «No bajaré mi mirada ante él», pienso. Entonces, me invaden las musas y, mirándole a los ojos, le digo de todo menos bonito, a voz en grito y en rima libre. Él, muy condescendiente, me responde:

—Manolo, no te hagas más daño y olvídala de una puta vez. Ella ya no te quiere.

Ese «ella ya no te quiere» ha sido de mal gusto y, además, yo odio la condescendencia.

En un instante, muto de pingüino emperador a burro pirenaico, nacido libre y coceador. Solamente los amigos me llaman Manolo y el del spinning no es amigo mío, eso seguro. Así que bajo la mirada ante él (simulando humillación), apunto a su entrepierna y le pego una coz rápida y fuerte en sus innobles partes. El objetivo: hacer el máximo daño posible con un solo golpe. Tras el atentado salgo corriendo calle abajo al más puro estilo guerrillero revolucionario. Debo «vivir hoy para luchar mañana», como se suele decir en estos casos. El cachas se queda atrás, retorciéndose en el suelo y jurando en arameo. ¡Que se joda! Rompió la ley sagrada del pingüino y merece lo peor.

De vuelta en la agencia, el jefe se niega a encender el aire acondicionado (por su garganta, dice, el muy tacaño) y yo, sudando a chorros por la excitación y por el calor, miro hipnotizado durante horas el reloj averiado. Si yo pudiera detener el tiempo en un día concreto, lo haría en el anterior a la primera visita de Marta al gimnasio. Así, despertaríamos siempre en esa jornada y nos pasarían las mismas cosas cada 24 horas, sin poder evitarlo, como en la película Atrapado en el tiempo. Ella no lograría conocer a su fornido amante, seríamos felices un día tras otro y comeríamos perdices. Meditando en estos imposibles, se consume la tarde y salgo de la oficina como alma que lleva el diablo. Quiero llegar a mi pisito de divorciado cuanto antes.

¡Fantástico! El ascensor está estropeado: haré deporte. «Puedo estar tan en forma como mi rival», pienso. Subo las escaleras de dos en dos hasta la tercera planta, donde paro a recuperarme. Toso. Mi boca se ha secado misteriosamente y mi corazón late tan fuerte que parece querer atravesarme las costillas: necesito una bebida isotónica y un desfibrilador. Tras recuperar ligeramente el aliento, decido bajar el ritmo de mi ascenso y subir poco a poco, con sabiduría. Tras un millón de años llego arrastrándome, cual gusano, a mi puerta del sexto piso: ¡hogar dulce hogar! Pero me recibe la nevera casi vacía: solo hay dos yogures caducados que se ríen en mi cara a carcajadas y una naranja podrida, escondida bajo un extraño polvillo verde que se mueve. Decido que cenaré pizza a domicilio en el sofá y que lo llenaré todo de migas, al más puro estilo: «Pingüino machote sin hembra a la vista».

Tras oír cómo se cagaba en mis ancestros el repartidor de las pizzas (por hacerle subir andando los seis pisos), devoro la cena y veo la tele hasta las tantas. Por fin se entrecierran mis ojos y me voy a la cama.

Duermo en mi pisito de divorciado cuando, a pesar del calor sofocante, me invade el frío. Siento que miles de agujas congeladas se clavan en mi carne provocándome un intenso dolor. Resulta que estoy desnudo, atado sobre una pista de hielo, y me estoy convirtiendo en un carámbano humano por segundos.

Entonces aparece mi secuestrador de nuevo. Anda torpemente y se acerca hasta quedarse quieto frente a mi nariz, para quitarse el pasamontañas. «Finalmente nos veremos las caras, bellaco», pienso.

Pero ¿cómo?, ¡no puede ser! Creo que me he vuelto loco y el pingüino emperador gigante, con su pasamontañas todavía en la mano, comienza a bailar claqué.

La atadura de la muñeca izquierda está suelta. Con un atlético y acrobático salto (siempre que sueño soy más ágil y también más guapo que cuando estoy despierto, no sé por qué) trato de darme la vuelta para que el frío deje de destrozarme la espalda; pero, caigo al vacío y algo estalla en mis labios: es la mesilla de noche.

Ahora estoy a salvo del secuestrador, pero magullado y confuso. Me sangra el labio inferior y el superior lo noto como una morcilla de Burgos. Suena el despertador que dejé olvidado en el comedor la noche anterior y lo dejo sonar y sonar; pero, para mi desesperación, no se apaga solo. ¡Malditas pilas alcalinas! Las compró Marta hace cinco años y no fallan ni un solo día. Me torturan doblemente. En primer lugar, me recuerdan que ella compraba las pilas mejor que yo, y, en segundo lugar, me hacen acudir puntual a un trabajo de mierda, con un jefe de mierda que no arregla un maldito reloj de mierda que se detuvo hace tres años de mierda. ¡Esto no puede seguir así! Soy la vergüenza de la raza humana. Lloro por una mujer que me ha olvidado. Tengo un hijo al que apenas veo, por culpa de un régimen de visitas demencial y, cuando lo hago, no sé ni de qué hablar con él. De repente recuerdo que ayer insulté y le pegué una patada en los genitales a Antonio (sí, queridos lectores, conozco el nombre del monitor de spinning desde el principio, pero me resistía a darle fama literaria gracias a este brillante relato). También recuerdo que, tras la bajeza de mi hazaña, salí corriendo como un conejo. Mi vida debe cambiar. Sé que debe cambiar, pero ¿cómo?

II - Resurgiendo

Sonia baila el chachachá como los ángeles y yo la sigo, extasiado, sobre el pulido suelo de madera del centro cívico municipal. Me apunté a clases de bailes de salón y allí estaba ella: los lunes, los miércoles y los viernes de ocho a nueve de la noche. Es más joven que yo, más feliz y alegre que yo, más optimista y, en general, más de todo que yo. Apareció radiante en mi vida, con violines de fondo y un rojo clavel en la boca, para salvarme de mi penosa rutina y convertir la vida de ambos en un tango.

Simpatizamos inmediatamente: nos contamos nuestras vidas el tercer día y nos acostamos juntos la quinta noche. Es brillante, genial y medicinal. Está curándome un dolor profundo que ya daba por crónico e irrecuperable. Si la veis por la calle quizá no os parezca gran cosa; pero, para mi corazón, ella lo es todo ahora. Me empiezo a reconciliar con la humanidad. Comemos juntos un menú cada mediodía y hace semanas que no espero a nadie a la salida de ningún gimnasio. Sonia es bióloga, especialista en aves y doctorada con una brillante tesis sobre ¡los pingüinos emperadores! Me lo contó tan tranquila, como si eso no significara nada especial, mientras tanto yo me derretía por dentro y me pellizcaba por fuera (no fuese a estar soñando). Ella, como yo, adora y respeta a esos animales y pasamos horas hablando de ellos en la cama. Han desaparecido mis pesadillas. Ahora duermo feliz: feliz como un pingüino. Solamente me queda una pena y se llama Manolito. Hemos perdido el contacto y creo que prefiere a su nuevo y musculoso padre. Sonia le quita hierro al asunto y me advierte sobre la adolescencia. «El chico regresará a ti», me dice. «Eres su único padre y deberás tenderle la mano cuando él se dé cuenta de eso», insiste.

Han pasado cuatro años desde mi salida en calzoncillos a la calle gritando puta. Tres, desde la coz en los cataplines a Antonio. Dos, desde la última vez que hablé en persona con Manolito. Y uno, desde el primer chachachá con Sonia. Las cosas ocurren muy rápido: acabamos de llegar a la Antártida. Sonia consiguió una beca de seis meses para venir a estudiar el cambio climático y sus posibles efectos en nuestros pájaros favoritos, y aquí estamos los dos, mano a mano, cumpliendo nuestros sueños, recopilando datos para la universidad y amándonos como ya creí que era imposible hacerlo. Nunca pensé que podría existir tanta calidez en el Polo Sur, aunque únicamente sea debajo de las mantas. Pero admito que sigo preocupado por Manolito, quien las últimas semanas en España no me contestaba al teléfono, ni tampoco me ha respondido las docenas de correos electrónicos que le he mandado desde la Antártida. Está claro: salió cabezón, como su padre.

Pero esta mañana Sonia me ha sacado de la cama de un codazo. Me había dejado el ordenador encendido toda la noche y allí, en la pantalla, flotaba un mensaje con un remite inconfundible: manugarcia17@gmail.com. Nervioso como una novia en el día de su boda me he sentado frente al teclado y he abierto la misiva. Manolito decía estar preparado para perdonarme. «¿Perdonarme?», me he preguntado extrañado. Pero, tras seguir leyendo lo he comprendido rápidamente.

No luché lo suficiente por él. Y opina que fui un cobarde al no aceptar un humillante régimen de visitas que me convertía en papá dos fines de semana al mes y en desconocido los restantes días de nuestras vidas, pero que al menos hubiese permitido que no perdiéramos del todo el contacto (como nos había ocurrido). Además, considera que deserté del todo cuando huí al Polo Sur. No simpatiza con Antonio (yo tampoco, la verdad, no creo que sea necesario que dé detalles) y piensa que, después de tanto tiempo de distanciamiento, algún día deberíamos hablar de hombre a hombre y sin rencor. He mirado a Sonia, quien, de espaldas a mí, ha simulado examinar concienzudamente los niveles de carbono de unas muestras de hielo, permitiéndome de este modo derramar algunas lágrimas con cierta intimidad. Tras respirar hondo y henchido de orgullo por las sabias palabras de mi hijo, me he enfrentado al teclado, respondiendo: «Si quieres comprender a tu padre y perdonarle su increíble falta de luces, ven a la Antártida este febrero. Observaremos a los pingüinos y conocerás a Sonia. Yo hice ambas cosas y soy feliz. Besos. Postdata: tráete una buena bufanda, hace un frío de tres pares de cojones».

Febrero es un buen mes para venir al Polo Sur porque es verano en la Antártida. Si mi hijo viniera, pasearíamos los tres y nos hartaríamos de ver pingüinos emperadores y a sus polluelos. Aprenderíamos muchas cosas y yo tendría el privilegio de conocer al hombre en el que se está convirtiendo mi hijo Manuel, que para mí ya no será Manolito nunca más. Con la esperanza de ese reencuentro me conformo. Ya no odio a la gente en absoluto. Ni siquiera me molesta oír la palabra spinning. Parece que la cicatriz se cierra después de casi un lustro y mi reconciliación con el mundo es completa: estoy en paz. Cuando regresemos a España estaré preparado para enfrentarme a Marta y para hablar de mejorar el tema de la custodia. Incluso me disculparé con Antonio por mi patética agresión. No pienso fallarle de nuevo a Manuel: esta vez no huiré a ninguna parte.

III - Epílogo

Después de cenar, reviso el correo. Manuel ha respondido:

«Nos vemos en febrero. Traeré bufanda. Besos. Manolito».

Relato ganador del VIII Certamen Literario Alfambra ,Teruel, 2014.

Sergio Allepuz Giral (España) Blog: sergiallepuz.webnode.es

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