2 minute read

El carnaval en la perspectiva, calle del Sol esquina eternidad

El Sol no era La Perspectiva Nevsky, era la línea que partía la ciudad en dos la Ulises Franco Bidó, él la alcanzó con su sombra que cubría casi todo el asfalto, libre de carros. Era una calle hermosa y resplandeciente de framboyanes de ambos lados, que tenía el Sol como faro desde el este. Casi solitaria a esa temprana hora. No se veía, desde allí, el río en forma de “boa cuquiá”, al final.

La calle General López lo impedía con su afán de muralla que ya no era, vigilante desde que le pusieron tres fuertes, como tres gigantes transparentes que veían el espejo de sus aguas.

El Sol no era La Perspectiva Nevsky de Gogol, era simplemente la línea que partía la ciudad en dos mitades antes de que la cruzaran, por la San Luis, para poner a los pobres por debajo y al resto, Pueblo arriba.

La ciudad, ahora en cuatro partes, era su propia bandera.

La diosa de los ojos verdes seguía pisando su sombra y al pasar por la Iglesia La Altagracia, un campanazo la espantó, pero ella recogió su susto en un suspiro y saludó al cochero que esperaba los cinco rosarios de su pasajera confesionaria. Todavía Colón no había puesto pie frente al Pez Dorado por más que el pirata Dionisio insistiera.

JOSÉ MERCADER

666mercader@gmail.com

A Mukien Sang.

Juliano Dupont era muy joven todavía cuando se enfrentó a su primer gran dilema de la vida: amar a una desconocida o no amar.

Ella era preciosa, con una timidez de quien nunca sintió admiración ajena, que la vieran con ojos interesados. Los de ella eran verdes como si reflejaran el bosque, o como si maullaran una ternura solitaria. Su piel oscura brillaba al sol más que la de su abuela lejana que quedó atrapada en una tribu un poca más allá del confín del mundo y quien le dejó un regalito a cada nieto… detrás de la oreja.

Cuando ella retrató, con sus dos ojos, cada detalle de aquel inmenso monumento absurdo, se fue caminando hacia la Calle del Sol. Él se olvidó de las chichiguas, del circo y de los muchachos que jugaban pelota.

La siguió con pasos adecuados, ni muy cerca ni muy lejos, como lo hizo Holmes en tantas páginas de Conan Doyle. Ya en

Un poco más abajo empezaron a mezclarse con jóvenes de camisa blanca, corbata, apresurados, peinados con vaselina Palmolive, perfumados con agua de Florida de Murray y Laman, y con la sonrisa de quien cambió el hábito de cargar agua en burro por el de vender zapatos, camisas Bazar de cuadros, calzoncillos y todo lo que se vendía en las tiendas. Nadie se fijó en La Diosa, la preocupación de llegar en punto y con los zapatos brillantes, espantaba a cualquier Cupido extraviado a esas horas, aunque estuviese motorizado. l

This article is from: