elcuaderno 59
ISSN: 2255-5730. Mensual de cultura Segunda época. Agosto del 2014 / 3 ¤ www.elcuadernomensual.es
SUMMERTIME un verano de cuento 2 Enrique Vila-Matas / Isaac Rosa / José Ángel Barrueco Hipólito G. Navarro / Marina Perezagua / Vicente Luis Mora Miguel Serrano Larraz / Chus Fernández / Eloy Tizón Soledad Puértolas / Juan Villoro
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Número 59 / Agosto del 2014
Cortos de verano
Portada
Melquiades Álvarez
Ensoñación, 1991 › Pastel sobre papel, 38,5 µ 26 cm › Diálogo, exposición conjunta de Reyes Díaz y Melquiades Álvarez › Complejo Cultural As Quintas-A Caridad › Del 26 de julio al 31 de agosto
La llegada del verano invita a la pausa, se dilatan tiempo y mente, apetece alejarse del ruido y, en cuanto a la lectura, nos inclinamos por aquella que nos permita actuar de oyentes en posición cercana a la horizontal, historias bien contadas que dejen el poso de un placer ocioso y a la vez reactivador. El Cuaderno aparca hasta septiembre su formato habitual y durante los números correspondientes a los meses de julio y agosto ofrece a sus lectores una amplia gama de cuentos cuyo único parentesco gira en torno al verano como tiempo y también como espacio. Para ello hemos contado con la mayoría de los narradores españoles que han publicado un libro a lo largo de este año o están en proceso de revisión de su próximo libro. Durante este mes de agosto, Enrique Vila Matas, Isaac Rosa, José Ángel Barrueco, Hipólito G. Navarro, Marina Perezagua, Vicente Luis Mora, Miguel Serrano Larraz, Chus Fernández, Eloy Tizón, Soledad Puértolas y Juan Villoro componen otro cartel de lujo a través de relatos tan diversos en extensión y registros como los anteriores. A unos y a otros les damos las gracias de nuevo y deseamos que, a pesar de que en el Lejano Oriente no haya rastro este verano de los Reyes Magos, siga fluyendo para todos, lectores y autores, del mejor modo posible.
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A Ana María Matute, in memoriam
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Enrique Vila-Matas Barcelona, 1948
«Es buena señal que a uno, en los primeros años, cuando irrumpe con su mundo singular y propio, no le entiendan. Señal de que hay un autor valiente, dispuesto a llevar la contraria a los que han elegido el camino fácil de repetir las fórmulas de éxito». Al igual que Fernando Pessoa, Enrique Vila Matas, más que un escritor, es una literatura. Estudió Derecho y Periodismo. En 1968 entró a formar parte del consejo de redacción de las revistas Fotogramas y Destino. En 1970 dirigió dos cortometrajes Todos los jóvenes tristes y Fin de verano. Escribió su primera novela durante el servicio militar en Melilla y la segunda en París, en una buhardilla que le alquiló Marguerite Duras. Será a partir del 1985 cuando comience a ser conocido como escritor, ya que su libro Historia abreviada de la literatura portátil (Anagrama) se convierte en un referente de culto. Le seguirán títulos que tienen el aura de los elegidos, como Suicidios ejemplares (Anagrama, 1991), Hijos sin hijos (Anagrama, 1993), El viaje vertical (Anagrama, 1999), Bartleby y compañía (Anagrama, 2001), el mal de Montano (Anagrama, 2002), París no se acaba nunca (Anagrama, 2003), Doctor Pasavento (Anagrama, 2005), Exploradores del abismo (Angrama, 2007), Dietario voluble (Anagrama, 2008), Dublinesca (Seix Barral, 2010), Aire de Dylan (Seix Barral, 2012) y el reciente Kassel no invita a la lógica ( Seix Barral, 2014), por citas solamente los que consideramos imprescindibles.
Isaac Rosa Sevilla, 1974
«La literatura va camino de ser irrelevante. Cada vez ocupa menos espacio en nuestros tiempos, en nuestras conversaciones, en nuestras preocupaciones. Ha sido desplazada, no necesariamente sustituida por algo mejor o diferente. Soy muy malo para hacer predicciones. No sé si es un camino irreversible, pero la pendiente es cada vez más pronunciada». Junto con Rafael Chirbes, se ha convertido en un autor fundamental para saber cómo es por dentro la España de la última década. Inicio su trayectoria como novelista con El ruido del mundo (Extremadura, 1936). El gabinete de moscas de la mierda (Universitas Editorial, 1999) escrita junto con José Israel Vázquez. Le siguieron La malamemoria (Ediciones del Oeste,1999), El vano ayer (Seix Barral, 2004), novela por la que recibió el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Ojo Crítico y el Premio Andalucía de la crítica, ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! (Seix Barral, 2007), reedición ampliada de La malamemoria, El país del miedo (Seix Barral, 2008), La mano invisible (Seix Barral, 2011), que será llevada próximamente al cine, La habitación oscura (Seix Barral, 2013) y su reciente libro de relatos: Compro oro Marea Ediciones, 2014 124 pp., 9,90 ¤
Tercer dietario voluble (Fragmentos)1
Bernard Malamud es un escritor que me lleva siempre a pensar en el verano de 1985. Es irremediable: si escribo su nombre, me sitúo en ese verano y me acuerdo enseguida del glorioso momento —en un posterior verano, el de 1989— en que accedí por primera vez a este autor al leer «La tumba perdida», el cuento de cinco páginas que cierra Ficción súbita, antología del relato mínimo norteamericano que publicó Anagrama ese año. Leí ese cuento breve incluido en la antología y me pareció tan genial que desde entonces no dejo de leer a este autor. En «La tumba perdida» se cuenta la historia del viejo Hecht, que es despertado una noche por el ruido de la lluvia y piensa en su joven esposa en su sepulcro húmedo. A la mañana siguiente, busca la tumba, pero no la encuentra. Le confiesa al director del cementerio que en realidad nunca se llevó bien con su mujer y que ella hacía ya muchos años que se había ido a vivir con otro hombre cuando la sorprendió la muerte. A los pocos días, el director llama a Hecht para decirle que ya han encontrado la tumba, pero que su mujer no está en ella. Su amante consiguió años atrás una orden judicial para que la trasladaran a otra tumba, donde también a él le enterraron al morir. Así pues, su mujer descansa engañándole eternamente junto a otro hombre. Pero, eso sí, la propiedad de Hecht sigue allí. «No olvide que ha salido ganando una tumba para uso futuro —le dice el director del cementerio—. Está vacía y la parcela le pertenece». (1) Fragmentos pertenecientes a Tercer dietario voluble, inédito. Segundo dietario voluble se publicó dentro de la recopilación Una vida absolutamente maravillosa, página 311 (Debolsillo, septiembre de 2012). Y el primero de todos, Dietario voluble, fue editado por Anagrama en septiembre de 2008.
Verano azul Estamos todos dentro del barco, sentados en sillas de plástico, cuando Bea asoma por la escotilla, sus trenzas colgando: «¡Rápido, subid, que ya están aquí!». Me pongo en pie, tomo la guitarra y sigo los pasos de Pancho y Javi por la estrecha escalera. En efecto, ahí están, han llegado. Así que nos alineamos en la cubierta, empuño la guitarra, y con las primeras notas hinchamos el pecho para cantar bien fuerte: «No, no, no nos moverán… No, no, no nos moverán…». Miro hacia los lados, admirada de la intensidad que todos ponen en la interpretación: Pancho gesticula con los puños apretados, Javi tiene mirada furiosa, Bea y Desi se agarran del brazo, y Chanquete enrojece, los ojos cerrados. Y como todos los días, a los pocos segundos nuestras voces ya no se oyen, bajo el griterío de quienes hacen coro abajo, en el asfalto: «Del barco de Chanquete no nos moverán, del barco de Chanquete…». Lo de siempre: parejas de treintañeros o incluso ya cuarentones, acompañados de sus hijos; pandillas de amigas con expresión divertida, todas con el brazo en alto para fotografiarnos con el teléfono; y muchos niños, la mayoría con cara aburrida, fastidiados por la insistencia de sus padres en explicarles quiénes somos estos que cantamos una canción vieja sobre un barco varado en una explanada de aparcamiento. Aunque ya he soltado la guitarra, los visitantes siguen cantando, y solo callan cuando nos ven asomar por la puerta. Nos repartimos entre ellos, nos rodean para fotografiarse con nosotros. El favorito, como siempre, Pancho, que menea la cabeza para sacudir su flequillo negro. Javi bromea con varias mujeres que algún día tuvieron su edad pero que hoy podrían ser sus madres, se deja besar y abrazar, mirando de reojo a Pancho, envidioso de su éxito fácil. Y preocupado, claro, de que le acaben despidiendo como a Quique, al que despidieron hace dos días por su falta de gancho,
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No habría leído ese cuento mínimo de no haber sido por el magistral retrato que Philip Roth hace de Malamud en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. El retrato se abre con el joven Tercer Roth acercándose en 1961 a Oregón para entrevistar a un consadietario grado Malamud. A primera vista, y para alguien que, como Roth, voluble se había criado entre agentes de seguros, aquel escritor tenía toda la pinta de pertenecer a ese gremio: «Podría haber pasado por uno de los que trabajaban con mi padre en su sucursal de Metropolitan Life». El viaje iniciático a Oregón está cargado de evidentes conexiones con La visita al «Estoy del lado de los artistas que andan maestro, la novela de Roth en la perdidos por la vida. Pero eso no significa que Nathan Zuckerman, joven que vaya a recibirlos a todos en mi casa. de obra incipiente, se dirige No soy persona caritativa ni paciente. En en el invierno de 1956 hasta el agreste refugio de un autor cualquier caso, quede claro que solo los que al que considera su maestro, se pierden tienen mis plenas simpatías, E. I. Lonoff, trasunto del promientras que me resultan insoportables pio Malamud y personaje que muy especialmente los literatos que saben ha reaparecido recientemente por dónde van o, dicho de otra forma, que en Sale el espectro, donde Zuckerman tiene ya setenta y un se dedican al «arte elefante», según el años y ha comenzado también afortunado concepto acuñado por Manny a pensar en tumbas húmedas. Farber en los años sesenta» Tras una década de aislamiento, Zuckerman ha regresado a Nueva York y allí, entre otras cosas, ha descubierto que Lonoff ha sido olvidado, lo que no deja de ser un dato real, pues Malamud es un autor que, veinte años después de su muerte, parece haber caído en un cierto olvido. Por aquella época, a principios de 1961, Malamud había ya publicado, entre otras novelas, El dependiente, la historia de Frank Alpine, delincuente de poca monta que trabaja en un colmado judío de Brooklyn y que al final del libro, «debido a algo que
llevaba dentro, algo que no acertaba a definir, un recuerdo acaso, un ideal perdido y después recobrado», veremos transformado en una mejor persona. La verdad —puedo decirlo ahora, cuando ya conozco más obras de este autor— es que me atrae tanto el Malamud que merodea tercamente alrededor de la capacidad de mejorar del ser humano como el que crea todo tipo de seres grises, de seres con aires de agentes de seguros que, a causa de ese «algo que llevan dentro», intentan ir a fondo y, como en el caso del afligido y sombrío ruso de El reparador —uno de sus mejores libros—, se transforman en grandes obstinados, siempre en lucha por ir más allá en todo. Coincidían en Malamud un temperamento angustiado, un sentido muy peculiar del humor y un instinto de hombre honesto y esforzado, siempre comprometido con su exigencia de cotas altas, y obstinado, en definitiva, en ir más allá en todo, también en su literatura. A esa obstinación constante le sientan bien unas bellas palabras de Bukowski, que a veces me parecen de Roberto Bolaño, y que recuerdan el don supremo que se esconde en toda auténtica vocación literaria: «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces. Puede que pierdas familia, mujer, amistad, trabajos y hasta la cabeza. Puede que no comas en días, puede que te congeles en un banco de la calle. No importa. Es una prueba de resistencia para saber que puedes hacerlo. Y lo harás. A pesar del rechazo y de la incertidumbre, será mejor que cualquier cosa que hayas imaginado. Te sentirás a solas con los dioses, y las noches arderán en llamas. Cabalgarás la vida hasta la risa perfecta. Es la única batalla que cuenta». Veinticuatro años después de que el joven Roth se hubiera acercado a Oregón para entrevistar a Malamud, se produjo el encuentro último entre los dos escritores, con Roth convertido ya en un gigante de las letras americanas, y con Malamud inmerso en una cierta decadencia después de haber cabalgado hasta la risa perfecta. Fue en el verano de 1985, en la casa que el matrimonio
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nostálgico en busca de autenticidad. Es la favorita de los visitantes masculinos, los que en su día desearon ser novios de aquella cría, y que hoy encuentran esta versión mejorada. También lo sabe Desi, que se cuelga de su brazo para no quedar apartada, y así sale en todas las fotos. Si nadie le reprocha su escaso parecido con la original es porque en realidad ni la ven. Y luego estoy yo, que recibo sonrisas admirativas por mi enorme semejanza. Es lo que me salva de acabar como Quique. Yo soy Julia. Hace treinta años yo también quería ser Bea, como todas las niñas. Pero hoy tengo edad de Julia, o al menos la aparento, pues tengo más años que ella entonces. Y sobre todo
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así nos lo dijo el jefe: «Nadie quiere hacerse fotos contigo, qué le vamos a hacer, Quique siempre era el pan sin sal; había quien quería a Pancho y quien prefería a Javi, pero nadie elegía a Quique». Chanquete tampoco tiene problemas de popularidad. No importa que su parecido sea escaso: a nuestro Chanquete le bastan una gorra, la camisa abierta y un acordeón para convertirse en el viejo marinero entrañable con el que todos quieren fotografiarse. A las chicas tampoco les va mal: Bea es mucho más guapa que la original, y su cuerpo no es precisamente el de una adolescente pánfila. Supongo que por eso la contrataron, superando el obstáculo de sus tatuajes, que no parecen molestar a ningún
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Malamud tenía en Vermont. Cuenta Roth que a lo largo de los años habían hablado mucho de libros y del hecho de escribir, pero muy raras veces habían mencionado la narrativa del otro, Tercer respetando así una regla de urbanidad que no está recogida en dietario ninguna parte, pero que los escritores conocemos muy bien y que voluble generalmente aplicamos: conviene no meterse en berenjenales y eludir lo máximo posible los comentarios sobre el libro del otro, sobre el libro de tu amigo o colega escritor; cuanto más los evites, menos conflictos tendrás, pues conviven peligrosamente siempre en el otro —también en ti, para qué ne«Sin duda, esa dialéctica entre garlo— un gran orgullo junto a una susceplo serio e importante (lo serio tibilidad a flor de piel, siempre dispuestas a moralmente hablando) y lo unirse en mezcla explosiva. Ese día de 1985 en Oregón, un envejecido Malamud, al que termita sigue vive hoy en día. le temblaban las manos y que mostraba toSolo es preciso mirar a nuestro dos los signos de su declive vital y literario, alrededor. Nos rodean por se obstinó en leerles al matrimonio Roth el todas partes monjas soviéticas arranque de la nueva novela en la que inteny escritores elefante blanco que taba trabajar. Aquel arranque, nos dice Roth, carecía parecen querer clavar al lector de interés alguno, no era nada. Y escuchar a la pared y azotarle con las lo que su amigo leía fue «como verse condutoallas húmedas de la calidad o cido a un agujero oscuro para admirar, a la de su compromiso social» luz de una antorcha, el primer relato de Malamud jamás escrito en la pared de una caverna». A Roth le habría gustado poder decirle algo estimulante sobre el texto, pero sintió que no podía ser insincero y preguntó cómo seguía aquello. —Da igual cómo siga o deje de seguir —respondió Malamud malhumorado. Había no obstante en Malamud la dignidad del escritor vocacional que, en pleno declive, en el fondo sigue esperando mejorar, sigue intentándolo, sigue queriendo pensar que, a pesar de los
contratiempos, puede dar todavía un paso más allá en la obra a la que ha entregado la vida. «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces…» Ahora sabemos que, incluso al final de sus días, en noches que ardían en llamas, Malamud estuvo entre aquellos que empecinadamente siempre buscaron algo más. Pero también es verdad que el viejo maestro, en su terco oficio de tinieblas, se orientaba ya hacia la tumba que había visto súbitamente perfilarse en su horizonte. De hecho, cuando Roth, meses después de aquella visita última, le mandó una nota proponiéndole que fuera a Connecticut el verano siguiente y así poder volver a reunirse, la respuesta que recibió de Malamud fue lacónica, fue de madera de ataúd puro y duro. Le encantaría ir, le dijo a Roth, pero también quería recordarle que «el verano que viene es el verano que viene». Parece que Malamud no tenía claro que hubiera otro verano. No lo hubo. El 18 de marzo de 1986 fue el último 18 de marzo de su larga trayectoria de días obstinados. Murió tres noches antes de que llegara la primavera, y solo un año después de haber publicado en Esquire aquel cuento que giraba en torno a una tumba extraviada, pero también sobre las ventajas de una risa final perfecta.
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Anochece en La Dorada, se encienden los focos, y todavía nos queda un par de representaciones. Las peores del día, porque estamos agotados, y a los visitantes se sumarán los que hacen botellón en el aparcamiento, muchachos que tal vez nunca vieron un capítulo, o si lo vieron se burlaron de aquellas historias que conmovían a sus padres. Nos abuchean, a veces nos tiran latas o intentan trepar. Por fin, tras el último pase, viene el encargado para cerrar La Dorada. Dejamos aquí el acordeón, la guitarra, la gorra de marinero, el aparato dental de Desi. Caminamos hasta la parada del autobús que nos llevará de vuelta a la capital, una hora de trayecto. Algunos duermen, otros hablan por teléfono. Evitamos mirarnos, grotescos con estas ropas de hace treinta años, la camiseta de rayas de Pancho, el vestido de Desi, nuestros peinados. El disfraz se vuelve doloroso a la luz amarillenta del autocar. Hoy se sienta a mi lado Pancho, que por suerte siempre está callado. Me gustaría preguntarle si entiende lo que hacemos, si oyó hablar alguna vez de la serie. Pero estoy demasiado cansada para iniciar un diálogo que con él siempre es difícil, apenas habla español. Los demás sí, algo saben. A Desi sus padres le ponían los capítulos, aunque nunca compartió su entusiasmo. Tampoco Javi, pero le da igual, esto es mejor que poner copas en un chiringuito. Bea se vio todos los capítulos antes de la entrevista, se lo tomó en serio, fue la única que se creyó las promesas de un proyecto mayor, un remake de la serie con nuevos actores, incluso un musical. Ella ha rodado un cortometraje con amigos, aunque como actriz encuentra aun menos futuro que como bióloga. El año que viene se irá a Alemania. Chanquete duerme, sus ronquidos nos acompañan por la autovía. En el reflejo de la ventanilla veo a Julia, acepto el parecido, aunque en la serie Julia nunca tuvo esa mirada, el rostro ablandado por la fatiga, los ojos achinados de sueño, la mueca amarga.
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disfruto de un parecido que nunca había considerado, y que me permitió conseguir este trabajo. Me animó mi exmarido, tras leer el anuncio: «Anda, por qué no te presentas. Si te quitas esas gafas de modernilla y te cepillas el pelo, eres clavadita». Lo mismo pensó el jefe cuando me vio el día de la entrevista: «Tú eres Julia», me dijo al verme entrar, asombrado, y me eligió entre otras quince rubias que se habían vestido con blusas y faldas sacadas de los armarios de sus madres. Por fin suena la campana del trenecito, la llamada para que los visitantes suban a los vagones y sigan su recorrido por el pueblo. Tras el barco de Chanquete irán a la taberna de Frasco, luego fotografiarán varios edificios de apartamentos veraniegos que el guía señala como alojamientos de Piraña, de Bea, de Javi. Y finalmente irán a la cueva, mientras nosotros esperamos al siguiente grupo, cada uno entretenido como puede: Pancho juega con el teléfono, Javi coquetea con Bea, Desi estudia para sus exámenes de septiembre, Chanquete lee una gruesa novela. Y yo, Julia, fumo un cigarrillo tras otro detrás del barco, aguantando el olor a meado de quienes vienen aquí a aliviarse, grupos de borrachos nocturnos que encuentran placer en orinar contra el barco de su infancia. También Chanquete y los chicos mean aquí, mientras que las muchachas y yo cruzamos la calle hasta un bar donde nos dejan usar el baño. El bar se llama Verano Azul, y las paredes están decoradas con fotogramas descoloridos de la serie y retratos firmados por los actores cuando vinieron a celebrar un aniversario. El descanso no da para mucho, enseguida llega el siguiente grupo, esta vez no en el tren sino en bicicletas. La agencia organiza los mismos paseos pedaleando, y los visitantes disfrutan silbando su melodía por las calles. A esta hora de la tarde ya estoy cansada, he perdido la cuenta de las actuaciones, y subo a cubierta desganada, me cuesta fijar la sonrisa de Julia. No soy la única: compruebo que ninguno canta, todos mueven los labios en silencio, dejando que los turistas pongan voz a la canción. «No, no, no nos moverán…»
••• Estoy del lado de los artistas que andan perdidos por la vida. Pero eso no significa que vaya a recibirlos a todos en mi casa. No soy persona caritativa ni paciente. En cualquier caso, quede claro que solo los que se pierden tienen mis plenas simpatías, mientras que me resultan insoportables muy especialmente los literatos que saben por dónde van o, dicho de otra forma, que se dedican al «arte elefante», según el afortunado concepto acuñado por Manny Farber en los años sesenta. Para Farber, el factor elefante residía en esa manera que tienen algunos directores de cine, por ejemplo, de tratar cada centímetro
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de la pantalla y de su película como un espacio potencial para una creatividad digna de elogio y de premio, sobre todo de premio: «Ese esforzarse en ser grande, en tratar temas importantes, Tercer etcétera». dietario Me he pasado la vida detectando libros elefante, que suelo voluble tomarme la molestia de situar sistemáticamente en el tablero opuesto al de los libros termitas, siguiendo la clasificación que hiciera el propio Farber en un famoso ensayo en el que —voy ahora a recordar de memoria porque la edición de 1974 de Anagrama de Arte termita contra arte «Para cuantos se sienten desconcertados elefante blanco la perdí y hoy es ante quienes día tras día se obstinan un libro inencontrable incluso en repetir y repetir que no cuajan en internet— venía a decirnos entre nosotros los e-books pero ya lo que en su ciudad las salas de cine que exhibían películas termitas, harán y nos cuentan que las ventas de unas salas que él denominaba libros electrónicos tarde o temprano undergrounds (pues parecían regenerarán miles de millones de dólares fugios antiaéreos no ventilados), al año, el fuego del hogar del cuento de proporcionaban una experiencia Melville tiene una carga metafórica muy extrañamente satisfactoria a los espectadores, que salían de ellas actual y, es más, abre un frente de guerra extrañamente muy animados. contra los que trabajan para el derribo de Les animaba quizás lo termilas viejas chimeneas del espíritu» ta, infiltrándose en una pequeña área sin sentido ni objetivo… En fin, el factor elefante es transportable al mundo de la literatura, un ámbito cargado de autores importantes, algunos tratando temas intachables y adquiriendo respetabilidad a base de ser ejemplarmente éticos, ese rasgo moral que consideran imprescindible para todo ejercicio literario, pero que en secreto ven también imprescindible para su gazmoña carrera: esos plomizos creadores esforzados, sin humor y cargados de valores morales que les hacen despreciar tentativas de arte distintas de las suyas
(hay tantos en España), incapaces de dudar o de pasearse por la esquina perdida; siempre con sus argumentos rígidos mirando por encima del hombro a los errantes artistas termitas. Consuela saber que, aunque seguramente nunca lo supo, Truffaut se convirtió también en un defensor del arte termita acuñado por Farber cuando inventó el género de les grands films malades, las grandes películas enfermas. Lo inventó tras ver Marnie de Hitchcock, obra que dijo admirar por ciertos grandes defectos que acababan por convertirla en «misteriosamente apasionante, siempre más seductora que cualquier gran película importante». Sin duda, esa dialéctica entre lo serio e importante (lo serio moralmente hablando) y lo termita sigue vive hoy en día. Solo es preciso mirar a nuestro alrededor. Nos rodean por todas partes monjas soviéticas y escritores elefante blanco que parecen querer clavar al lector a la pared y azotarle con las toallas húmedas de la calidad o de su compromiso social. Pero nada está perdido. Se sabe que algunos lectores termitas prefieren los lugares insondables y les gusta perderse en una bruma de suburbio o en la esquina olvidada y desde allí estrujarlo absolutamente todo para así poder mirar la vida de otra forma. ¡Ah, el mundo de las diminutas termitas que pacientemente corroen la tarima sobre la que se apoya el voluminoso y admirado elefante blanco!
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parque próximo, menos Pancho, que se acerca a los turistas para ofrecerse con una sonrisa pícara. Cuando vuelven las chicas nos cuentan que no hay nada que esperar. Una administrativa les ha dicho que ya se acabó, esperaban que el ayuntamiento se implicase y al final no ocurrió. No sabe nada del jefe ni del encargado, ella tampoco ha cobrado. Chanquete se lía a patadas con la puerta cerrada, y acaba cogiendo piedras y lanzándolas contra el casco, a lo que se suman Javi y Desi, ante la sorpresa de los turistas que nos hacen fotos a distancia prudencial. Una piedra revienta una de las ventanas de la caseta del timón, y el sonido de los cristales parece la señal para apedrear con más intensidad, incluso Bea y yo nos unimos, no así Pancho, que acaricia monedas en el bolsillo. Cuando aparecen los policías, La Dorada está herida de desconchones y grietas, no queda un cristal entero; Chanquete y Javi han hundido parte de la puerta a patadas, mientras Bea y Desi arrancan azulejos que en el parque cercano recuerdan a los personajes de la serie. Los demás están demasiado excitados para hablar, así que yo me meto en el papel de Julia, que siempre era la más racional, y explico a los policías lo sucedido, el cierre sin aviso, los sueldos pendientes, el verano perdido y sin otros trabajos a la vista. Un agente nos coge los carnés, otros dos mantienen a Chanquete inmovilizado contra el asfalto, y Pancho se ha escabullido hacia el parque, no quiere acabar en un cie. Desi llora en la escalera, Bea la consuela. Los turistas siguen haciendo fotos. —Tú eres Julia, ¿verdad? —me dice un agente más joven que yo, de sonrisa sincera—. Eres igualita. Nos meten en dos coches. Chanquete va esposado, la camisa desgarrada en el forcejeo. Me siento entre Javi y Bea, cada uno vuelto hacia una ventanilla. No puedo evitar canturrear: «No, no, no nos moverán…». ¢
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Del barco de Chanquete no nos moverán. Del barco de Chanquete no nos moverán. Porque en el barco tiene él su nido, no nos moverán… ••• Le cuento a Javi que es una versión de una vieja canción obrera, que la popularizó Joan Báez. Joan qué, me pregunta arrugando la nariz. De pequeña yo la cantaba en las manifestaciones con mis padres, pero hoy la mayoría cree que la canción nació en la serie. Le canturreo la original: «Unidos en la lucha no nos moverán». Lucha, qué lucha, pregunta. ••• La Dorada está cerrada hoy, y tampoco aparece el encargado. Esperamos sentados en la escalera, aunque el tren aparcado es una mala señal. Chanquete llama a la agencia sin que nadie responda. A media mañana tomamos café en el bar Verano Azul. Ninguno tiene humor para comentar las fotos en las paredes, las sonrisas de esos que no somos nosotros. Chanquete se caga repetidamente en los muertos del encargado, del jefe y de su puta madre, y nos recuerda que no hemos llegado a cobrar ni un euro tras un mes y medio. Teme que se larguen sin pagarnos, nos cuenta que ya le pasó el año pasado en otra empresa. Pasamos la mañana deambulando por el aparcamiento. De vez en cuando se acerca una pareja con niños, una pandilla de amigas, se hacen fotos junto al barco. A veces nos señalan, nos toman por fans que vienen al santuario vestidos como sus personajes favoritos. Chanquete rechaza de malas maneras cuando le piden una foto. Pancho sí acepta retratarse, y consigue algunas monedas a cambio. A media tarde, tras un bocadillo en el Verano Azul, Bea y Desi van a la agencia. Los demás quedamos repartidos en bancos del
••• Tras su muerte, dejó esposa, hijos, nietos, ninguna aventura fuera del matrimonio, ninguna carta de amor. A lo que con más intensidad dedicó Herman Melville su vida fue a viajar, huir, escribir, escribir y escribir, incluso durante el último periodo, conocido como la retirada de Melville (Melville’s withdrawal). Tiene mucha fama su relato Bartleby, el escribiente, pero hay otro que nada tiene que envidiarle: Yo y mi chimenea (Barataria), buena
Número 59 / Agosto del 2014
Enrique Vila-Matas Tercer dietario voluble
traducción de Adrià Edo. En ese cuento tenemos a un viejo granjero, aficionado a fumar en pipa ante la descomunal y desproporcionada chimenea de su casa, y poco amigo de los cambios y de las modernidades. Su mujer, hijos y vecindario le acosan para que derribe la inmensa chimenea y remodele la casa con un sentido práctico y económico. Pero él no está por la labor: «A partir de esta habitual primacía de mi chimenea sobre mí, algunos incluso piensan que he entrado en un triste camino de retroceso; en resumen, que de tanto permanecer detrás de mi antigua chimenea, me he acostumbrado a situarme también por detrás de la actualidad, y que debo de andar atrasado en todo lo demás». Supuestamente anticuado, se opone a la destrucción de lo más esencial de su finca, porque para él sin ese gran fuego la casa perdería su espíritu. Al final del relato, le veremos montando guardia ante su vieja chimenea cubierta de musgo: «Porque eso es algo decidido entre yo y mi chimenea: que yo y ella nunca nos rendiremos». Para cuantos se sienten desconcertados ante quienes día tras día se obstinan en repetir y repetir que no cuajan entre nosotros los e-books pero ya lo harán y nos cuentan que las ventas de libros electrónicos tarde o temprano generarán miles de millones de dólares al año, el fuego del hogar del cuento de Melville tiene una carga metafórica muy actual y, es más, abre un frente de guerra contra los que trabajan para el derribo de las viejas chimeneas del espíritu. Así que Yo y mi biblioteca podría ser también un buen título para las líneas de este fragmento si no fuera porque este no necesita un título, pues ya cuentan con uno general: cae dentro de lo que denomino Tercer dietario voluble… Dicho esto, prosigo. Y lo hago para pedir que nadie se extrañe si digo que, a pesar de tanta promoción del rancio kindle, algo en el ambiente está pidiendo que nos decidamos de una vez por todas a apoyar a los viejos granjeros que fuman en pipa al calor de las historias que inventa
José Ángel Barrueco Zamora, 1972
«Puedo escribir en cualquier parte, si es necesario. De hecho, escribí artículos durante mis viajes en tren y me fascinó la experiencia. Escribí en hoteles, en casas ajenas, en ordenadores prestados, a mano, a máquina,… Pero prefiero trabajar en casa, en mi pc, con un café al lado y la música instrumental de alguna película como fondo. Y por las mañanas. Siempre por las mañanas». Alejado de los circuitos comerciales, sin duda uno de los autores más interesantes en fondo y forma de la actual narrativa. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Pontificia de Salamanca, colabora en diversos medios como columnista y crítico literario, entre ellos, El Cuaderno. Es autor de las novelas Recuerdos de un cine de barrio (Tecum Editores, 1999), Monólogo de un canalla (La Tempestad, 2002), Asco (Eutelequia, 2011), Vivir y morir en Lavapiés (Ediciones La Escalera, 2011) y Te escribiré una novela (Editorial Origami, 2012). Ha escrito también el libro de relatos hiperbreves El hilo de la ficción (Editorial Celya, 2004), los poemarios No hay camino al paraíso (Ya lo dijo Casimiro Parker, 2009) y Los viajeros de la noche (Editorial Origami, 2013), el texto teatral Vengo de matar a un hombre (Editorial Celya, 2004) y el volumen de cuentos, poemas y artículos Para esas noches de insomnio (Ateneo Obrero de Gijón, 2009). Su último libro publicado es El amor en los sanatorios (Canalla Ediciones, 2014).
cortos de verano elcuaderno 7 el fuego: historias como Yo y mi chimenea, escrita por su autor en una atmósfera de desaliento parecida a la que actualmente sobrellevamos, solo que en este caso el desánimo que padecía Melville hacia 1855 —comenzó a escribir su relato poco después de que le recomendaran acudir a un psiquiatra— desembocó en un repentino quiebro a la resignación y a la fatalidad y en un guiño al humor, presente hasta en el título. Hoy sabemos que le sobraban los motivos para el desaliento. Porque entre otras cosas, ¿cómo comprender que historias como Bartleby, Billy Budd, Benito Cereno y, sobre todo, Moby Dick pasaran inadvertidas cuando no rechazadas por el público y la crítica de la época? En contrapartida, Yo y mi chimenea resurge ahora con fuerza, a modo de inesperado símbolo de la resistencia de los que deseamos seguir creyendo en un trastorno «lampedusiano» del mundo del libro. Porque a veces algunos aún confiamos en que todo esté cambiando para que a la larga las cosas vuelvan más o menos al punto de partida y un día ese potente invento de la humanidad que es el libro impreso sea valorado como merece y regrese al centro de la escena. Nunca nos vamos a rendir. Con nuestras bibliotecas nunca podrán. Por eso en ocasiones aún se nos ve situarnos «detrás de la actualidad» y, en medio de la sombría indiferencia del entorno, oponernos con una suave sonrisa a la revolución del libro electrónico, plantar cara a la «tremenda necesidad de mejoras», ese eufemismo con el que el retrógrado granjero comenta la destrucción que acecha al centro de su mundo. ••• Lectura de una entrevista de Enric González a Juan Marsé en Jot Down. En un momento dado, hablan de la verdad en literatura y de ese tipo de conflicto entre lo creíble, lo inverosímil y lo real que no acabas de creerte y que dice Marsé que no entienden esos «peliculeros» que parecen desconocer que para hacer creíble algo que es falso se han de haber acumulado antes muchas
Al final de la carretera Uno siempre espera encontrar alguna especie de magia al final del camino. Jack Kerouac
El camino es la vida. Me había quedado solo en la carretera, de madrugada, y estaba un poco ebrio y a varios kilómetros del camping e intenté hacer autostop en la oscuridad pero, durante mucho tiempo, no pasó ni un coche. La carretera es el corazón. Era una noche del verano de 1990 y yo solo tenía 17 años, me faltaban aún unos meses para cumplir 18 tacos y de pronto me encontraba caminando sin compañía por el arcén, al principio me lo tomé a broma, supuse que podría ser una aventura, pero luego advertí que no era cosa de risa, que estaba a demasiada distancia de la tienda de campaña y que todos mis amigos habían conseguido un vehículo para llegar a la meta, a la seguridad y al hueco confortable del saco de dormir. El camino es la vida de los hombres. La carretera es el corazón de los países. Lo miro ahora, desde la perspectiva que dan los años, y compruebo que era un chaval, un adolescente, no había alcanzado la mayoría de edad y tampoco había leído a los beat, aún tardaría unos años, tres o puede que fueran cuatro, en leer En el camino, en una edición de bolsillo con la letra pequeña, y entonces, cuando me quedé colgado, no podía pensar en los beatniks, solo recordaba las andanzas de los chicos de ese relato de Stephen King, El cuerpo, y me sentía como ellos. Pero estaba en soledad, siguiendo el rumbo de la carretera y con el miedo metido en las entrañas y esa circunstancia me aleja de los muchachos que
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Enrique Vila-Matas
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mentiras aparentes: «Me parece que Pío Baroja decía que la única verdad de una novela es lo que se cree el lector». Oscurece, cierro el ordenador, salgo a la calle, entro en un Tercer cine a ver una película que resulta ser boba de solemnidad y en dietario la que encima es difícil creerse algo de lo que allí se cuenta. Y, de voluble pronto, justo a mi lado, un hombre se cae de su butaca, de puro aburrimiento. Ha sido el tedio, el propio vecino caído me lo confiesa. Bien pensado, no es tan sorprendente. A fin de cuentas, no a todo el mundo le sienta bien la «Lectura de una entrevista de Enric obligación de divertirse, tener González a Juan Marsé en Jot Down. En que ser consumidor de pelíun momento dado, hablan de la verdad en culas burras y supuestamente entretenidas. Es posible que literatura y de ese tipo de conflicto entre no estemos en la sociedad del lo creíble, lo inverosímil y lo real que no espectáculo, más bien en la del acabas de creerte y que dice Marsé que no tedio. Miren a su alrededor, por entienden esos «peliculeros» que parecen desconocer que para hacer creíble algo que favor. Hay gente cayéndose de es falso se han de haber acumulado antes mortal aburrimiento por todas partes. Impera el lenguaje muchas mentiras aparentes: «Me parece económico ininteligible, en el que Pío Baroja decía que la única verdad de fondo un torpe encubrimienuna novela es lo que se cree el lector» to del enlace hispano entre política y altas finanzas. Me pregunto si no debería al menos narrar esa caída de mi vecino en el cine, pero sospecho que no me creerían, quizás porque el incidente se parece al que, tras la visita a un cabaret, describiera Kafka un 23 de mayo de 1912 y que no hace mucho Karla Olvera comentó con agudeza en La música en un tranvía checo. Recordemos la entrada de Kafka en su diario: «Ayer: un hombre se cayó de su butaca detrás de nosotros, de puro aburrimiento». Recuerdo que el suceso le permitió hablar a favor del derecho al tedio en una época en la que, al igual que ahora, todo el
mundo parecía obligado a reírse ante lo que programaba el general en jefe de las carteleras; «el banquero en jefe aguardiente», podríamos también llamarlo, parafraseando un aforismo de Lichtenberg. También entonces pensar era mal visto. ¿Por qué caímos más bajo que la bolsa y la vida? A los pocos minutos, vuelvo a plantearme si he de narrar la caída de mi vecino, pues a fin de cuentas la curiosa coincidencia con un suceso de la Praga de hace cien años puede sacarme de mi propio tedio y hasta darme la oportunidad de clamar contra tantos años de rumbo errante, de marchar todos sonámbulos, anegados en una política general de ineptitud y desvarío, de una demencia como de orujo. Salgo del cine y, mientras cruzo las calles nocturnas, me voy concentrando en el mundo de la verdad que se esconde en las ficciones. Y ya en casa me ratifico en algo que cada día tengo más claro: a la hora de escribir, lo que cuenta para mí no es la realidad, sino la verdad. Quizás por eso me atraigan tanto los exploradores, los detectives, toda esa clase de husmeadores que se excitan en cuanto sienten que la huella de la presa se intensifica. De pronto, al mirar distraídamente por la ventana, contemplo cómo un transeúnte, tras unas leves vacilaciones, se estrella contra un árbol. Tras el tortazo, se levanta. No es nada, parece que diga a los que se están interesando por él. Quizás sea verdad y solo se haya estrellado otro tipo aburrido. Pero sea como fuere, es impresionante el colosal fracaso de la industria del entretenimiento. ¿Quién me creerá cuando hable de los caídos y de Madrid y su millón de cadáveres? Bueno, siempre habrá honrados barojianos, gente sin temor a la verdad, humildes solitarios habituados a verificar que el caos y lo soporífero —encharcados en el aguardiente del banquero— llegaron con brutalidad hace tiempo y lo hicieron para quedarse. ¢
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también empecé a fantasear, mientras andaba deprisa y con el corazón golpeando con fuerza en el pecho, empecé a fantasear con asesinos con hacha escondidos en los bosques, pues a ambos lados del asfalto casi todo era follaje, y miraba hacia la espesura creyendo que podría salir en cualquier momento un psicópata, o un leñador solitario y esquizofrénico, o una manada de lobos. En Big Sur Jack Kerouac es Jack Duluoz y hay un pasaje memorable en el que se interna en la oscuridad con una linterna cuyas pilas están a punto de agotarse: «Lo único que se puede hacer —digo sofocado— es orientar la luz de la linterna delante de los pies, como los chicos, y seguir esa luz y asegurarme de que alumbre las huellas del camino y esperar y rezar para que ilumine el camino, que espero esté allí cuando sea iluminado». Pero yo no tenía linterna. Ni un mechero, ni siquiera cerillas, ni nada para alumbrarme y rasgar aquella oscuridad en la que empezaba a refrescar. Partiendo del camping en dirección sureste se llegaba a los pueblos que celebran sus fiestas en verano, donde bailábamos en las verbenas y bebíamos vodka y whisky en los bares: esas fiestas incluían, a partir de allí y en esa dirección, Galende, El Puente y Puebla de Sanabria. Habíamos estado en las tres localidades, pero nuestra debilidad era El Puente. De allí regresábamos esa noche en la que me quedé tirado. Éramos seis amigos, y solíamos separarnos en grupos de dos o tres para que los conductores nos recogieran al levantar el pulgar. La gente desconfía de un solo autostopista, podría ser un chalado, y no siempre tiene sitio para más de dos personas. Esa vez no hicimos tres grupos de dos miembros cada uno porque uno de nosotros necesitaba ayuda para caminar, se había emborrachado más de la cuenta y lo llevaban entre dos, sosteniéndolo por los brazos. En el primer grupo íbamos D. y N. y yo, y en el segundo iban R. y J. y P., que iba medio ciego por la curda y era quien necesitaba
Al final de la carretera
buscaban un cadáver y me aproxima más a Jack Kerouac en sus desplazamientos individuales. En aquellos veranos de la adolescencia mis amigos y yo pasábamos varios días en un camping, El Folgoso, en tierras sanabresas, cada expedición era una locura y un suplicio repleto de jarana porque viajábamos en autobús, después de unas tres horas de trayecto el conductor nos dejaba a un kilómetro del camping y recorríamos caminos de tierra y polvo con las mochilas y los macutos a cuestas, con los sacos y las pesadas tiendas de campaña colgando de los hombros, y ese puto kilómetro, cargados y sudorosos, nos dejaba muchas agujetas de recompensa. Las agujetas nos duraban el resto de la semana, y lo único que hacíamos allí era bañarnos en el lago de Sanabria, cocinar arroz, macarrones y salchichas y, al caer la noche, ir hasta los pueblos haciendo autostop mientras nos emborrachábamos. Y yo estaba en el camino, y por tanto estaba en la vida, la vida significa moverse, avanzar, recorrer distancias no solo físicas, significa evolucionar, el camino es el tiempo recorrido y por eso cada viaje nos cambia, nos hace más fuertes, nos obliga a mirar en nuestro interior y, en aquella noche tan oscura, con la luna emboscada de vez en cuando por jirones de nubes, sentía que estaba creciendo, que se trataba de una prueba, una prueba de valor y de resistencia. Alguna tarde nos quedábamos en la playa y en esa época no estaba prohibido encender hogueras en la arena, y bebíamos copas y charlábamos y las sombras y las luces de la luna y del fuego y de las estrellas ejecutaban danzas macabras y goyescas en los rostros de los convocados. Me gustaría contaros que tuve la noche en un puño durante mi recorrido, que iba caminando sin miedo y con las manos en los bolsillos y silbando una canción, pero sería una mentira y una fanfarronada. Me embargó el temor a la oscuridad. A menudo hablábamos junto a la lumbre de viejas leyendas sobre chicas muertas cuyos espíritus se aparecen en los recodos de las carreteras y
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Iván Baizán › Serigrafía sobre
papel, troqueles y alfileres montado sobre madera, 19,5 µ 19,5 cm • Abrimos por vacaciones › Galería Arancha Osoro (Oviedo) › Hasta el 31 de agosto
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auxilio. Nosotros caminábamos por delante, tal vez un kilómetro o un kilómetro y medio, y ahora no podíamos dividirnos como en la ida hacia los pueblos, horas antes, tras la cena. En un grupo Al final de la se necesitaban tres personas y en el mío no podíamos separarcarretera nos porque uno se quedaría solo, pero eso fue exactamente lo que acabó ocurriendo. Ya habíamos pasado por Galende y la mala suerte nos estaba rondando, ningún conductor detenía el coche y el camino se nos hizo eterno. Era una de esas noches en las que todo el mundo se ha ido a dormir y apenas quedan tipos de vuelta a casa. Por la carretera no circulaba ningún ve«Y yo estaba en el camino, y por tanto hículo y estábamos perdiendo la estaba en la vida, la vida significa esperanza. Tras doblar un recodo de la vía moverse, avanzar, recorrer distancias en cuyos arcenes boscosos prolino solo físicas, significa evolucionar, feraban algunas tiendas de camel camino es el tiempo recorrido y por paña, enfilamos una cuesta y apeeso cada viaje nos cambia, nos hace más nas habíamos recorrido medio fuertes, nos obliga a mirar en nuestro kilómetro cuando oímos un coche interior y, en aquella noche tan oscura, y uno de nosotros se dio la vuelta y con la luna emboscada de vez en cuando extendió el pulgar y se produjo el milagro: el conductor frenó. por jirones de nubes, sentía que estaba Lo siento, muchachos, dijo. No creciendo, que se trataba de una prueba, puedo llevar a más de dos personas. una prueba de valor y de resistencia» Y era cierto, en el interior ya había tres fulanos y uno de nosotros sobraba, y vi conveniente no desaprovechar las oportunidades y les dije a mis amigos: Id vosotros. Yo iré a buscar a los demás. No importa. Puedo seguir con ellos. Pero, mientras pronunciaba estas palabras, iluminado por el resplandor de los intermitentes del vehículo detenido junto a la cuneta, me fijé en un coche que pasaba junto a nosotros, tuvo
que salir al carril izquierdo para efectuar la maniobra y por un segundo, solo por un segundo, me pareció ver a J. a través de la ventanilla del pasajero. Buena suerte, me desearon mis colegas. Me di la vuelta y comencé a bajar la cuesta y aquella zona era un poco más clara: había menos bosque y la planicie rodeaba la carretera y, por tanto, el paisaje permitía que la luz de la luna se filtrase para discernir los contornos. La soledad fue absoluta durante unos minutos, mientras bajaba por la vía intentando divisar al resto de mis amigos para unirme a ellos. «Estoy muy, muy lejos de la generación beat, en este bosque lluvioso.» Eso lo escribió Kerouac en Big Sur. Sentía la desolación del viajero solitario en ruta y supo expresarlo en frases como esta. Ha sido leyéndolo ahora, veinte años después de esa vez en que caminé solo por tierras sanabresas, cuando puedo aplicarlo a la situación. Unas horas antes, en el camping, nos habíamos preparado para una juerga de autostop, botellón durante la caminata, ruta por los bares, baile en la verbena y regreso con la curda. Salíamos a la carretera sin pensar nunca en el futuro ni en las dificultades de volver de madrugada, a pie, beodos y fatigando el asfalto y olvidando que a veces quienes recogen a los autostopistas también conducen borrachos. Me había puesto zapatillas de deporte y no recuerdo haberme afeitado. Luego llenamos varias cantimploras: unas con vodka y refresco de limón y otras con whisky y cola. Nos echábamos a la noche como suelen hacerlo los adolescentes: dispuestos a devorarla, igual que si no hubiera un mañana porque eso es lo que significa ser joven. Significa creer que uno es inmortal, significa estar dispuesto para la aventura, significa que no calibra uno los riesgos de volver ebrio y a oscuras y por el arcén y la carretera y sacando el dedo al tráfico. Cuando el conductor pasaba de nosotros,
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Hipólito G. Navarro Huelva, 1961
«Las envidias del mundillo literario son envidillas, porque crecen en eso, en un mundillo, en un ámbito que se sirve de un diminutivo para nombrarse y ser.» Biólogo interruptus, reside en Sevilla desde 1979. Es autor de los libros de relatos El cielo está López (Editorial Don Quijote, 1990), Manías y melomanías mismamente (Editorial Don Quijote, 1992), El aburrimiento, Lester (Anaya & Mario Muchnik, 1996), Los tigres albinos (Pre-Textos, 2000) y Relatos mínimos (Ediciones del 1900, 1996). El volumen Los últimos percances (Seix Barral, 2005) recopila su narrativa breve. También es autor de la novela Las medusas de Niza (Algaida, 2000; 2003). El pez volador (Páginas de Espuma, 2008) es su último libro publicado hasta el momento.
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La vuelta al día Los últimos agostos, desde hace ya unos cuantos años, Julia y yo practicamos la bonita costumbre de levantarnos a mediodía, sin prisas, después de haber apurado durante el día previo el frescor de la sierra hasta esa hora en que los grillos siguen cantando más por inercia que por atraer más hembras a su cubil, muy avanzada ya la noche. Durante once meses nos levantamos al amanecer, o cuando todavía pinta oscuro, así que bien está que ahora le hagamos alguna burla al despertador, pensamos. Años antes, apenas al segundo día de vacación, a Julia y a mí nos entraba la angustia, como si levantarnos tarde fuese un pecado. —¡Desaprovechar así el único mes, qué vergüenza! —nos reprochábamos. Pero luego hemos ido abandonándonos, y cada verano nos levantamos más tarde. Alguno llegará, me digo, en que le demos la vuelta al reloj, y terminemos por levantarnos de amanecida otra vez. —Parecerá una opinión descabellada —le digo a Julia—, pero habría que preguntar a los viejos por qué se levantan tan tempranísimo. ¿No le habrán dado la vuelta al día con una carambola de tiempo como esta nuestra de las vacaciones? —No empieces tan temprano —me corta ella. *** En este pueblo de las vacaciones no hay cine de verano, ni tampoco de invierno. Tan solo piscina, discoteca y bares; una piscina gigante, como de competición; una discoteca que pierde ruido por todas las costuras, y un chaparrón de bares. Los más viejos recuerdan que hubo cine hace mucho, cuando apenas existían dos o tres tabernas y tenían que darse los chapuzones en la clandestinidad nocturna de las albercas.
José Ángel Barrueco
sustituíamos el pulgar por el dedo corazón, indicando al tipo, si es que nos veía por el retrovisor, que se fuera a tomar por el culo. La parranda nocturna nos sació y ahora yo estaba solo. PorAl final de la que, mientras caminaba cuesta abajo, percibí que en la oscuridad carretera no venía nadie, que no se recortaban perfiles ni se oían voces, porque durante nuestras marchas de autostopista solíamos bromear mucho y subir el tono de voz. Y unos metros más abajo empecé a gritar, a llamarlos por sus nombres, rasgando el silencio de la madrugada y tal vez despertando a quienes acampaban por allí. Un rato después me detuve. «A medida que quemaba kilómetros con No, nadie se aproximaba por la camis zapatillas, el miedo fue atenuándose rretera. Solo se oía el silencio, espeso y tenebroso, y tuve que acepy me acometió una sensación de libertad. tarlo: aquella cara entrevista en el La libertad que sentía el viejo Jack coche era la de J. Y me dije: Te has cuando se echaba a los caminos, cuando quedado solo, Martín. Retrocedí para proseguir en la viajaba a pie, en tren, en coche o en dirección del camping, pateándoautobús. La libertad del campo, el olor de me el asfalto y la hierba y la tierra la hierba salvaje, el respeto que dan las del arcén y no dejaba de pensar que sombras, la sensación de saber que los aquello era una putada, que estaba animales rondaban cerca de mí» solo y me aburriría y pronto iba a tener miedo y tal vez no me cogieran porque no pasaba ningún coche y quizá llegara a pie de día. Aquellas carreteras son lugares de paso para los contrabandistas: tráfico de tabaco, de ropa, de armas, de droga. Y eso acentuaba mis sospechas, mi recelo. Un trecho más adelante, superada ya la cima, entré en una zona frondosa y dominada por la penumbra. No se veía una mierda. Y de pronto escuché unos ladridos justo a mi derecha, el ladrido de varios perros furiosos, y di un bote y me situé en medio de la carretera, lejos de la cuneta, y empecé a correr, a correr con el miedo metido en el cuerpo, con el corazón dándome sacudidas, y
el susto inicial me hizo concebir, durante unos segundos, que se trataba de alguien que me iba a atacar desde la espesura. Luego dejé de correr y lo comprendí: al pasar junto a una finca había alertado a sus perros guardianes y habían empezado a ladrar, pero no pudieron salir. El ladrido múltiple de una jauría de perros acojonaba en la oscuridad. Maldije mi mala suerte. Maldije mi ineptitud. Maldije mi decisión de no subir a aquel coche. Procuraba pensar en cosas graciosas para espantar el temor. Los últimos vestigios de mi borrachera se habían esfumado. En la universidad leí On the Road, en la versión castellana que aquí titularon En el camino, y he vuelto a releer el libro en otra traducción, ahora que publican «El rollo mecanografiado original» y lo titulan En la carretera. Y en este libro, en esa biblia para los beatniks, el narrador, que ya no es Sal Paradise sino Jack Kerouac, menciona «(…) la dura noche de la carretera». Él lo sabía y yo lo supe en ese instante. La dura noche, sí. A medida que quemaba kilómetros con mis zapatillas, el miedo fue atenuándose y me acometió una sensación de libertad. La libertad que sentía el viejo Jack cuando se echaba a los caminos, cuando viajaba a pie, en tren, en coche o en autobús. La libertad del campo, el olor de la hierba salvaje, el respeto que dan las sombras, la sensación de saber que los animales rondaban cerca de mí. Ahora resolvemos dudas y apuros con los móviles, pero entonces no había celulares ni los beat los tuvieron. En el manuscrito original de On the Road, Kerouac y Louanne se quedan solos en San Francisco, se quedan colgados mientras Neal se larga a ver a Carolyn y aquellos dos se dedican a dar tumbos, a recoger colillas y a malvivir, y ese era el espíritu de los hipsters: no puede existir una generación beat con móviles y conexión a la red. Esos tiempos ya han pasado. Esa época está enterrada. No podías usar un móvil, solo podías seguir caminando hacia delante, siempre hacia delante.
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Hipólito G. Navarro La vuelta al día
De no haber sido por el maletón de lecturas de que veníamos pertrechados, habría sido este un verano bien repetido de bares y de piscina. Por eso nos parecen tan benditos los libros, que más que leer nos bebemos, algunos días en la mismísima piscina o en la terraza del bar, ofreciendo un espectáculo poco menos que extraterrestre. Julia se percata sin embargo de que levanto a menudo la vista de las páginas; ¿para contemplar a las muchachas en buen año quizá?, me pregunta. Yo se lo explico enseguida: —Oí sin querer a esos chavales, los de las toallas de cebra: «Aquí tenemos poquita diversión, ¡si por lo menos hubiera algún cine!». Ayer se quejaban de lo mismo. Pero no hacen nada para remediarlo. Sus docenas de largos y sus fintas desde el trampolín de arriba, eso es todo. —Más cosas harán, hombre. En el reproche de Julia vislumbro otra pena: ¿tan poco lo hacemos ahora? Vuelvo en silencio a la página. Ella lo ignora, pero esos muchachos me han recordado otro tiempo, treinta años atrás, cuando nos quejábamos en mi pueblo de lo mismo y nos lanzamos a la aventura de proyectar películas cada noche. —¡Qué tiempo aquel, la leche! —le digo a Julia—, el proyector de 36 del instituto, el amplificador y los bafles, una sábana desplegada en el porche de la iglesia, mis vecinos todos cargados con los bocadillos y las sillas desde casa… Te juro que les propongo el negocio como se quejen mañana otra vez. —Vamos a comer algo, anda… *** Llevamos días observando el ir y venir de esos chavales camino de la discoteca. Es un trajín que empieza tarde, pasada la medianoche, y que aumenta de madrugada. Nosotros disfrutamos entonces del airecillo en el balcón, noctámbulos perdidos. Nos divierte contemplar ese ajetreo de los muchachos, y de a ratos
cortos de verano elcuaderno 11 nos sorprenden también los derroteros que esa observación impone a nuestra charla. Empezamos a comprender: es la nuestra una ocupación de viejos, de gente que queda ya más cerca de ser mero espectador del mundo que de la que va a cambiar de una vez por todas los errores de bulto de ese mundo. Quizá sea esta certidumbre la que nos lleve a ensimismarnos durante los últimos minutos de la noche, cada uno transitando por sus recuerdos de aquellos años en los que teníamos la edad de estos chavales, los que ahora nos miran con una mezcla explosiva de lástima y descaro. A mí me gusta pasear entonces con las ágiles piernas de estos jóvenes, camino arriba del pueblo, dejando atrás muy a conciencia el bullicio enorme de la discoteca. Sigo la ascensión en solitario hasta la explanada del castillo, donde ya la mitad de mi pandilla enciende las hogueras, prepara el comediscos y lía con emoción unos petardos. Los lunes es siempre López el que debe traer el libro gordo de Federico, a Cándido le toca leernos a Kafka cada martes, los miércoles es Pablo quien con Poe nos debe aterrar…, así cada noche de verano, una felicidad bien rara si lo pienso demasiado. Cañado se ocupa todo el rato de la música, Pink Floyd, Caravan, King Crimson, son tiempos de la psicodelia. Gregorio fabrica cubalibres con alcohol de garrafa, o casi. Vinos sin marca también trae alguien que no soy yo. No existe la cocacola de limón, tampoco la mirinda de cola. Sirvan estos goyas, bisontes y bonanzas que mi viejo nos regala, me oigo decir antes de fumar imaginariamente esos tabacos tan rasposos… Regreso con mi muchacha al ventanal de hoy, se lo cuento, y me advierte: —Algunas trasnochadas prácticas de tu antigüedad es mejor que te las calles. Nadie las va a creer a estas alturas, querido. Pero es verdad: leíamos en voz alta en las noches de aquellos veranos adolescentes. Bien lo recuerdo ahora, treinta años después, nosotros alrededor de la hoguera como unos druidas
Si hubiera leído a los beat ese verano, si conociera Los vagabundos del Dharma o incluso Los subterráneos, habría dado gracias por estar solo en la noche, a merced de la suerte de poder inmiscuirme en los sonidos de la naturaleza. Una media hora después, exhausto, fatigado y somnoliento, oí un motor. Giré la cabeza y vi un punto luminoso. Y no levanté el dedo, pero me mantuve quieto. Era un hombre en una motocicleta, y la detuvo a mi altura y me preguntó a dónde iba, tal vez pudiera dejarme en algún lado. Voy hasta El Folgoso. Puedo dejarte en el cruce, sube. Yo siempre me negaba a montar en moto. Desconfiaba de esas máquinas y de su velocidad, pero aquello acortaría mi viaje a pie y acepté. Subí a la grupa y me agarré al estribo o barra de sujeción del asiento trasero y salimos pitando. ¿Y si fuera un chiflado?, pensaba durante el recorrido. ¿Y si fuera un loco? Pero no fue así y me dejó en el cruce y le di las gracias y me deseó suerte, apenas pude verle la cara porque llevaba casco. De aquí en adelante no es mucho. Tardarás poco en llegar. Se alejó y empecé a andar y, en ese momento, con la oscuridad y demás y mi torpeza, no advertí que, para ir hacia el campamento había dos caminos y yo acababa de tomar el más largo. Tendría que haber avanzado para luego desviarme a la derecha, y aquí también se desviaba uno a la derecha y eso me despistó, eso y la negrura y mi nulo sentido de la orientación. Yendo por aquí no se llegaba al camino de polvo y tierra donde te deja el autobús,
Alberto Junquera › S/T, esmalte y
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Hipólito G. Navarro
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lozanos y peludos, suspendidas por la emoción las músicas, las bebidas, los canutos incluso. Los lunes en efecto tocaban los libros deslumbrantes de Federico, de Federico Nietzsche, la espeLa vuelta cialidad de López. De entre todos los suyos, el más visitado era el al día voluminoso Humano, demasiado humano. —El subtítulo lo puso pensando en nosotros —le digo a Julia—: «Un libro dedicado a los espíritus libres»; eso era lo que por aquellos días nos considerábamos todos. Recupero mi ejemplar, hoy «Llevamos días observando el ir y venir en mi maleta de las vacaciones. de esos chavales camino de la discoteca. Lo hojeo, lo manoseo ciertaEs un trajín que empieza tarde, pasada la mente, como si magrease en medianoche, y que aumenta de madrugada. mi recuerdo al muchacho que Nosotros disfrutamos entonces del airecillo entonces fui, y me pierdo entre las hojas amarillentas, olorosas en el balcón, noctámbulos perdidos. Nos de papel viejo y curiosa juvendivierte contemplar ese ajetreo de los tud. Releo a saltos, me detengo muchachos, y de a ratos nos sorprenden en las entradas más breves, en también los derroteros que esa observación las argumentaciones que neimpone a nuestra charla. Empezamos a cesitan de menos espacio en la página para sacudirme con más comprender: es la nuestra una ocupación brava contundencia. de viejos, de gente que queda ya más cerca —Una docena de papelide ser mero espectador del mundo que de tos tengo repartida por entre la que va a cambiar de una vez por todas los las hojas, Julia, señalando errores de bulto de ese mundo» algunos de esos fragmentos. ¿Quieres que te lea uno? —Hombre, ¿ahora precisamente? Un papelito sobresale más que los otros. Señala este aforismo: «Algo dicho brevemente quizá sea el fruto de algo largamente meditado; pero el lector que es novato en ese terreno, y que no ha reflexionado sobre ello en modo alguno, ve algo embrionario en lo que se dice brevemente, y censura la destreza del autor que
se atreve a presentarle un manjar que él cree insuficientemente cocinado». Julia me mira y no dice nada. —Mejor será que lo deje, ¿no? «A veces pienso que no hago otra cosa que dar ventaja y argumentos a mis adversarios», señala este otro papelito. ¿Ya te conté de la noche en que el hambre atacó con furia a Gregorio después de los canutos? —Y le dio un mordisco a un disco. Sí. Mil veces. —¡Al de las vacas de Pink Floyd! ¡Qué putada…!
José Ángel Barrueco
empezaron a pesarme por el sueño. El trayecto con ellos duró unos cinco minutos, me cayeron bien y luego pararon el coche y me bajé. Delante tenía la entrada del camping. Recorrí el último tramo cuando el cielo empezaba a clarear. Pero esa claridad no se notaba dentro. No tenía luz ni vi al guarda, y tanteé en la oscuridad y entre los árboles, con temor a tropezarme con las cuerdas y las rocas. Me guié por la intuición, pero no veía luces rasgando las tinieblas, no distinguía las linternas de mis amigos ni los faroles ni nada, y, cuando por fin di con las tiendas de campaña, tras mucho rodeo a ciegas, aquellos cabrones estaban durmiendo. No hubo recibimiento ni preocupación. No había nadie esperando por mí. Al final de mi camino no encontré la magia prevista. Todo aquello con lo que fantaseaba quedó resumido en el silencio del bosque. En la muerte de las ilusiones. Si el camino simboliza la vida, la meta debería simbolizar la muerte, por eso no hay prisa por llegar y por eso lo importante de un viaje y por tanto de una vida es la ruta en sí. Eso lo sabe cualquiera. Aunque yo, entonces, no era más que un muchacho y lo ignoraba. Un muchacho decepcionado. Pero cuando me introduje en el saco y sentí el calor de la tela y la compañía de mis colegas, olvidé la decepción. Era como estar de nuevo en casa. Seguro. Arropado. Protegido. Yo era un chaval y no sabía mucho de la vida, no sabía cuánto pueden dar las personas y cuánto pueden negarte. Esperaba una revelación al final de la carretera, como la de Kerouac en Satori en París. Y tal vez la obtuve sin saberlo: debes resolver los problemas tú solo. «La carretera es vida», escribe Jack Kerouac. El camino es la vida, la meta es la muerte. Y eso es todo. ¢
Al final de la carretera
ese que termina en la zona trasera del camping, sino a la parte delantera del recinto, a la entrada oficial. Era el recorrido más largo. Lo advertí después, pero me parecía un error desandar mis pasos. Tenía frío en los brazos y el amanecer no estaba lejos. Aquel verano era crucial para mí, pues unos meses antes había decidido encauzar mi vida, estudiar de verdad en vez de suspender tantas asignaturas y hacer novillos para ir en solitario a las salas de billar y de máquinas. A los beat también les entusiasmaban esas salas, sobre todo a Neal Cassady. Esos locales donde vaguear y perder el tiempo. «Nada como la carretera para quitarte toda la arena del alma», dice John Clellon Holmes en una de las entrevistas que Barry Gifford y Lawrence Lee recogen en El libro de Jack. Una biografía oral de Jack Kerouac. El viaje, en cierto sentido, era liberador y me purificaba, a pesar del miedo inicial y del frío posterior. Al reanudar la marcha pensé en mis amigos. Los imaginaba esperándome en la noche, preocupados y despiertos, junto a las tiendas de campaña, decidiendo qué hacer si no llegaba, preparando una avanzadilla para ir a buscarme, encendiendo linternas de vez en cuando para que divisara los resplandores en el bosque si estaba ya en el camping, cerca de donde habíamos plantado nuestras posesiones. Escuché el ruido de otro motor y vi que eran dos faros, que por fin llegaba un coche. Extendí el pulgar y el conductor se detuvo. ¿Hacia dónde vas, tío? Al Folgoso. Nos pilla de paso. Entra. Dentro había cuatro jóvenes gallegos, incluido el conductor, y regresaban de alguna fiesta. Era un grupo raro, de tipos un poco bebidos y con edades comprendidas entre los 16 y los 30. Me dijeron que era una putada que me hubiera quedado solo, parecía que empezaba a refrescar y les respondí que sí, y los párpados
••• La luna se esconde detrás de los tejados. Tarde en la noche regresan los muchachos. Algunos vomitan, igual que entonces. —Podríamos hacerlo —me dice Julia—. Intentarlo al menos —dice, cuando ya amanece. ¢
Dávid Fernández › Retrato de una Surfista, 2014, fotografía 48 µ 68 cm • Abrimos por vacaciones › Galería Arancha Osoro (Oviedo) › Hasta el 31 de agosto
cortos de verano elcuaderno 13
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Marina Perezagua Sevilla, 1978
«No quiero transmitir ningún mensaje. Mis personajes dicen lo que tienen que decir, no son mis marionetas. Opino que solo así se consigue la vida. Me alegra que la crítica vea en mi escritura una responsabilidad ética, es una suerte, porque si tuviera que ser peor persona para escribir mejor, no me lo pensaría dos veces. Esto último es broma». Autora de dos libros de relatos: Criaturas abisales (Los Libros del Lince, 2011) y Leche (Los libros del Lince, 2013). A pesar de este perfil de recién llegada, se mueve como pez en el agua en el mundo literario. Ambos libros juegan con registros narrativos fusionados a través de una voz singular que genera muchas expectativas.
Piel roja La niña de fuego te llama la gente, y te están dejando que mueras de sed ay, niña de fuego. Es verano. Pero verano no en un lugar cualquiera, sino allí, donde late el núcleo de todos los veranos. El sol comienza, silencioso, a lastimar con su calor las células, andamios invisibles, ancestrales de toda piel. Los hombros son los primeros en enrojecerse. Pero ella no se da cuenta, entretenida en las explicaciones de un señor que sostiene en la mano una hoja de nopal, un cactus que —también lo ha probado en los últimos días— sabe delicioso. El señor le pide que se fije en unos puntitos blancos de la hoja. Ella acerca la cara y escucha: «Estos son los huevos de un insecto, la grana cochinilla, que se reproduce en las hojas de este cactus». Con un palo muy fino, el hombre toma cuidadosamente un huevo y lo pone sobre un papel. Al pincharlo, una mancha roja aparece sobre el blanco. Extiende luego con el mismo palito la mancha, formando un círculo granate. Después pincha la hoja del cactus y extrae una especie de baba, con la que cubre la mancha. Y ahora, dice, para proteger el color, se utiliza esto, el jugo del mismo nopal, que le sirve a la sangre como fijador y secador. Ella toca con el dedo índice el círculo. Efectivamente, está seco. Retira el dedo como asustada. Quizá vea en el dibujo un espejo que le devuelve su imagen deshidratándose, porque es mediodía, y la temperatura sigue subiendo. Las colitas de los ácidos grasos comienzan a derretirse, las células se mueven con mayor fluidez, espermatozoides escapados, liberados de la carga reproductiva. Pero otras cosas menos amables suceden también. Debido al calor, las membranas se están dañando, y se desmiembran
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elcuaderno cortos de verano
Vicente Luis Mora Córdoba, 1970
«Hoy la narrativa más precisa es la fragmentaria». En 2007 fue nombrado director de Instituto Cervantes de Albuquerque (EEUU) y en 2010 del de Marrakech (Marruecos). Mantiene un prestigioso blog de crítica literaria y cultural titulado Diario de lecturas. <www.elboomeran. com/blog> En septiembre de 2010 protagonizó uno de los hitos más singulares de la literatura española actual al redactar íntegramente el ya mítico nº 322 de la revista Quimera, dedicado al tema «Literatura y falsificación». Para ello suplantó, con el consentimiento de los autores, a firmas habituales de la revista por entonces, como Germán Sierra, Damián Tabarovski, Manuel Vilas o Agustín F. Mallo e inventó otros supuestos colaboradores. La revista se publicó sin ninguna indicación en ese sentido y posteriormente fue revelado por el propio autor en su blog. Ha escrito libros de poesía, entre los que destacamos Tiempo (Pre-Textos, 2009) y de narrativa, como Subterráneos (DVD, 2006) y Alba Cromm (Seix Barral, 2010). No obstante, su labor como ensayista y su capacidad para ensanchar los límites del género le han propiciado el reconocimiento de lectores y crítica con títulos como Singularidades: ética y poética de la literatura española actual (Bartleby, 2006), Pangea: Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (Fundación José Manuel Lara, 2006) y El lectoespectador (Seix Barral, 2012).
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En un brete [Cuando recuerdas un verano es esto: teselas, piezas, minúsculas esquirlas brillantes que parecen iluminadas por el sol y el reflejo del mar en las paredes.] [Según los científicos, la memoria miente, es una especie de reelaboración, de lo cual se deduce que si somos fruto de nuestra memoria, como sostienen algunos, en puridad seríamos o somos una ficción. La vida es moderna, pero el recuerdo parece ser posmoderno; por eso recurrimos a la fotografía o el vídeo, para tener documentos que digan que estuvimos allí aunque nuestro recuerdo sobre cómo estábamos o qué sentíamos sea mentira; es como cuando ves una escena de una película y te dices: sí, es Kane junto a la chimenea pero no, en realidad es Orson Welles.] [En los recuerdos de la adolescencia siempre es verano.] [Pero ese verano no hubo mar.] [Umbrete es una pequeña localidad situada cerca de Sevilla; al conducir en dirección a Huelva se ve indicada la salida, poco después del Ikea.] [Cuando vemos una película contemplamos dos cosas: la película en sí y a los actores en un concreto momento de su carrera profesional: no decimos solo «qué buena película» sino «qué hermosa estaba la Hepburn en Historias de Filadelfia». Siempre he pensado que para los actores deben superponerse tres filtros o capas: la película, su rol o desempeño actoral en ella y la intrahistoria del rodaje con sus anécdotas y recuerdos.] [Pasé internado en un colegio para estudiantes difíciles de Umbrete un verano, porque había suspendido muchas asignaturas y peligraba mi paso a tercero de b.u.p.] [No sé si debo escribir bup o b.u.p., esto último parece un grupo terrorista, quizá lo fuera.] [No tenía novia aquel verano, lo cual le daba cierta emoción al tema; pensé «quizá no esté mal pasar un verano a la sombra, siempre que en Umbrete haya una chica guapa».] [La mención del sistema de enseñanza seguido por uno en su juventud [•página 16]
en partes minúsculas, partes que son réplicas de partes de ella misma, multiplicadas y reducidas, infinitesimalmente, y así, sus múltiples senos, sus rodillas, sus tobillos, solo visibles al microscopio, le corren por dentro como rabos de lagartija que coletean sin encontrar el cuerpo. Es la muerte de la proteína. Y ella no lo sabe, pero apetece el contacto con otra carne, porque el cuerpo encuentra siempre su manera de comunicarse. El señor saca otra planta, como un cardo. «Se llama chicalote», escucha ella, y el hombre comienza también a desangrarlo. La savia es amarilla, y con esta dibuja, alrededor del círculo grana, los rayos que le faltaban al astro. Sangre animal y sangre vegetal. Ella mira el círculo, los rayos, y sube un poco la mirada para observar, escondida tras sus gafas de sol, a J., que está enfrente. Les habían presentado el día anterior, y él se ofreció para acompañarla. J. también mira el círculo pintado y, así, no advierte que ella le está mirando, y que le piensa. Pero no le piensa como piensa en todo lo demás, sino con ese tipo pensamiento que no es lineal como la avenida de los muertos, sino vivo, circular, recorriendo una y otra vez el perímetro de esa circunferencia que enlaza la cola de los ojos con que ella le mira, con la boca de los ojos con que él la esquiva.
Alberto Junquera › S/T, técnica mixta
sobre madera, 99 µ 89 cm • Alberto Junquera (1963-2012). Una propuesta existencial › Museo Evaristo Valle, Gijón. › Hasta el 12 de octubre
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cortos de verano elcuaderno 15
Dávid Fernández › Fútbol al
atardecer, 2014, fotografía 48 µ 68 cm • Abrimos por vacaciones › Galería Arancha Osoro (Oviedo) › Hasta el 31 de agosto
Marina Perezagua Piel roja
Dejan al señor repitiendo el mismo dibujo, sentado en una silla a pleno sol. El calor parece no afectar a aquel hombre, carne ignífuga que proyecta en la tierra una sombra alargada como una aguja de reloj que, menos para él, se mueve para todos. Para todos, pero especialmente para ella, que sabe que solo un día les ha sido dado, y siente el tiempo pasando en el tictac de un reloj de sol cuya manecilla, esa sombra inasible, no puede agarrar. Es el horror de la sombra, ese contorno que no sabe interpretar los brazos que se abren para acoger a alguien, y en su equivocación proyecta en el muro una cruz por donde nunca pasó, ni pasará, el cuerpo que la salve. «Tengo sed», dice ella. Le pide agua a J. Para entonces ya hace rato que su cuerpo regula el calor mediante la evaporación. Suda, pierde sales, electrolitos. Bebe menos de lo que necesita, pensando (deseando) que aún les queda mucho recorrido. Y ella, que no ha reparado aún en las quemaduras que el sol le va extendiendo, mucho menos podría saber lo que le ocurre por dentro, esos vasos sanguíneos que se comienzan a dilatar, intentando el riego en las partes más superficiales para devolver la sangre enfriada a los tejidos corporales más profundos. Se pasa la mano por la frente. Quizá esté notando las pisadas marciales de ese ejército de mecanismos microscópicos que se organiza para aliviarle la carga de calor. J. la lleva a un lugar desde donde, dice, sin tener que subir la voz, pueden ser escuchados desde muy lejos. Desde allí se habría dirigido el jefe emplumado a la masa de súbditos. Para comprobar esa acústica extraordinaria, ella susurra algo a J.: «¿Puedes oírme?» Nada. J. no la oye. Pero una silueta lejana que camina en el mismo instante hacia el horizonte del valle parece girarse. Extraño es aquel lugar, donde la cercanía se protege de sí misma con
ese opérculo (puerta orgánica) tras el cual se retrae la caracola marina; esa tapa que, teniendo forma de oreja, es sorda, y ciega los oídos del molusco en su concha. Y lo aísla. El sol sigue apretando, y cada vez más fuerte, y el sistema inmune sigue enunciando su respuesta biológica mediante el enrojecimiento. Pero es esta una cadena de sordos: J. no la oye a ella, como tampoco ella oye ese proceso que les destruye por dentro, ese fatal chasquido que sufre el arn de sus células. Nadie oye nada. Están demasiado cerca. No le resulta tan duro subir los escalones de la pirámide más alta. Mucho menos duro de lo que le habían advertido. En algunos tramos la gente descansa, acaso no todos por falta de fuerzas, sino por ese desánimo que cada vez que ellos o sus padres o los padres de sus padres han nombrado en sus largas o cortas vidas se ha ido acumulando como el polvo, y transmite, de generación en generación, esa genética del desaliento, un boca en boca que va pasando esa desgana que afloja las piernas, la voluntad, la palabra. Subir no le ha sido difícil, pero sí lo es ver que en la cúspide no puede extender la mirada más allá de la gente. Un grupo de muchas personas levanta los brazos en torno a un predicador. El rojo que antes le marcaba solo los hombros ha comenzado a bajar hacia arriba, a subir hacia abajo, ya nada tiene orden, como un incendio que se propaga a capricho del viento. Ella, todavía, despreocupada, se mueve ajena al hecho de que, por la radiación ultravioleta, las células están liberando su material alterado, haciendo que las células vecinas y sanas inicien una respuesta inflamatoria para deshacerse de aquellas dañadas
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elcuaderno cortos de verano
Vicente Luis Mora
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[p. 14 •] es una forma de incardinación generacional, un mojón
en el tiempo. Un gran mojón.] [En Umbrete había chicas, alguna incluso guapa, pero ese verano comprendí que yo era un alfeñique, aún no había desarrollado, mientras que otros quinceañeros eran grandes y parecían hombres. Yo parecía una serpiente pálida en trance de enroscarse.] [Siempre he pensado que para los fotógrafos que documentan las películas, pagados por las grandes productoras, hay cinco capas: la historia filmada, los actores en un momento de su carrera, la intrahistoria del rodaje, sus propias fotografías que documentan un instante del tiempo, y la intrahistoria de su trabajo durante esos meses como fotógrafos en el set de rodaje.] [Unas chicas, mientras yo jugaba con otros veintiún fracasados un partido, me llamaron desde uno de los edificios de habitaciones lindante con el campo de fútbol. Su ventana estaba en el segundo piso. Cuando estaba bajo la ventana, sobre la línea derecha del campo, otra chica se acercó a mirar y les dijo a las demás, en voz susurrante pero que pude oír: «A ese no». Entonces me dijeron las otras, en voz alta: «Nada, vete, perdona, nos hemos equivocado».] [Volví a escuchar esa frase, en otras chicas, varias veces, innúmeros veranos, referida a mí.] [Al poco rato llamaron a otro chico, mientras yo perseguía sin suerte la pelota, y le tiraron un cubo de agua en la cabeza. Se rieron mucho. Él también. Hacía 43 grados ese día y jugábamos al sol.] [«La memoria iluminada se produce cuando un determinado recuerdo se genera (…) a la vez que “acontecimientos con una gran carga emocional”»; Diego Redolar Ripoll, El cerebro cambiante; 2013.] [Mientras me metían un gol por debajo de las piernas un rato después, llegué a la conclusión de que aquella chica que me salvó de la broma me había preferido, me había considerado, me había privilegiado, y por alguna clase de inclinación o sentimiento latente me había liberado, manteniéndome al margen.] [Siempre he pensado que para los historiadores de la fotografía sobre el mundo de Hollywood hay seis capas: la historia filmada en
una película concreta; los actores que, en un momento de su carrera, participan en ella; la intrahistoria del rodaje, a la que tienen acceso por las entrevistas o libros de memorias de directores, productores o actores; las instantáneas del rodaje tomadas por aquellos fotógrafos a los que estudian y que documentan un instante del tiempo; la intrahistoria del trabajo del fotógrafo durante esos meses en el set, a la que tienen acceso por entrevistas o documentos privados del retratista, y la intrahistoria de su propia relación con ese fotógrafo y con esa documentación privada, a la que tienen acceso mediante los artistas o sus familiares supervivientes.] [Tiempo después, años más tarde, quizá esta misma mañana, comprendí que lo que esa chica le había querido decir a sus amigas era: «A ese no, miradlo, pobrecito, es un niño, podría molestarse, iría corriendo a llamar a su mamá, no está preparado, no puede aún enfrentarse a mujeres como nosotras, no sabe lo que le espera y quizá deba esperar un poco, no está maduro, miradle, qué poquita cosa, qué escuchimizado y qué carita de no haber roto un plato, deben haberle mandado aquí precisamente para que espabile, para sacarle de la burbuja de protección en la que vive, para que prepare la recuperación de la asignatura de la vida, para que conozca el otro mundo, ese en el que nosotras mandamos, dejadle ir, pobre chico, ya tiene bastante con lo que tiene».] [Siempre he pensado también que los grandes directores, como se desprende en cierto modo de las memorias de Ingmar Bergman, también dirigen el rodaje, deciden lo que va a pasar entre los actores, seleccionan actrices y actores calibrando minuciosamente los posibles conflictos de ego, estimulan la competitividad preparando el orden de maquillaje y el número de tomas innecesarias. Crean el entorno adecuado para que luego nazca un tipo de recuerdo concreto en todo el reparto que ha participado en la película.] [En septiembre aprobé todas las asignaturas, menos una.] [Iba a decir algo más pero llega el The End.] ¢
por el sol. Aunque aún no siente las lesiones, está visiblemente desconcertada y, por un proceso semejante, también ella quiere liberarse de la gente dañada. Y así le dice a J. que salten una vaPiel roja lla. Una valla puesta allí para que los turistas no salgan del redil, de las fronteras de lo seguro, del decorado, de la historia muerta que les han contado. Una valla que insolente separa lo transitable de aquello que puede transitar sobre la carne. Ella insiste: Saltemos. Y saltan. Y ya no tie«Montan en el coche. Ahora sí. Las nen que caminar, porque otras quemaduras comienzan a escocer, a cosas caminan sobre ellos. No es gente, porque la gente ha ambos, aunque a ella, siendo tan blanca, desaparecido tras el salto. Son mucho más. En ese espacio cerrado, el otras vidas. Son los enormes calor, la excitación, la sequedad de la piel bloques de piedra pero liviaque urge una crema, o saliva ajena, o tan nos, son esas plantitas que se siquiera una caricia… todo eso, tanta agarran discretas a sus zapacarencia, va sobre ruedas, en un coche tos como se agarran, pidiendo tan poco, a la piedra desértica. torpe que no entiende que debe detenerlos Es el vértigo de lo verdadero. ahí mismo, hidratarlos de urgencia» Es la paz. Es la soledad compartida. Y después del silencio es la risa. Ella se pinta algo en la palma de la mano: «M. y J. se estuvieron riendo aquí, y descansaron». Montan en el coche. Ahora sí. Las quemaduras comienzan a escocer, a ambos, aunque a ella, siendo tan blanca, mucho más. En ese espacio cerrado, el calor, la excitación, la sequedad de la piel que urge una crema, o saliva ajena, o tan siquiera una caricia… todo eso, tanta carencia, va sobre ruedas, en un coche torpe que no entiende que debe detenerlos ahí mismo, hidratarlos de urgencia. En una parada tan solo se miran y se advierten uno a otro sobre las quemaduras: Te has quemado, dice J.
Tú también, responde ella. Cierto que él es moreno prieto, y ella es muy blanca, pero el paso del sol, la masacre celular, la regeneración, no entienden de pigmentación, de género, de la genética individual y, por esta ignorancia, las quemaduras pueden asegurar a cualquier desconocido que se cruce con ellos la bonita coincidencia: Los dos vienen del mismo sitio, los dos han estado expuestos, los dos han andado juntos y desprotegidos. Pero un solo día les ha sido dado. Ahora se acerca el final. Y el pensamiento de ella sigue siendo circular como el viento interno de un tornado, que se desplaza sin necesidad de romper la redondez de ese deseo que atrae todo hacia él. Tristemente, el tiempo insiste en su forma, el tiempo sigue siendo lineal como el Miccaohtli, esa calzada de los muertos que apenas hace unas horas los dos han caminado juntos sin saber, o quizá sabiendo, que se llevaban a sí mismos. Dos kilómetros caminando, acalorados, con algo mucho más pesado que un muerto: el peso de la renuncia, el rechazo a un regalo que no se volverá a ofrecer. Antes de regresar al hotel donde ella se hospeda, beben algo en una lata sin vaso ni mesa ni sillas. Solos ellos dos y dos latas en el banco de una plaza que cierra su perímetro en la primera iglesia de la Nueva España. La única luz del círculo es una farola muy débil, como un cigarrito en la boca de un gigante que se apiada y les abraza. Se acurrucan sin tocarse en el pecho del coloso. Es cálido. Pero ya ha comenzado el silencio, no incómodo por la falta de palabra, sino por el presagio de la glaciación que sucede a toda una era (todo un día) de calor. Llegan al hotel cabizbajos, como protegiéndose, a destiempo, de un sol en la noche. La inflamación desencadenada duele. El calor ha propagado el deseo hacia aquellas partes que el sol no vio, no tocó, que tampoco ellos se han visto ni acariciado. El calor
En un brete
Marina Perezagua
cortos de verano elcuaderno 17
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Miguel Serrano Larraz Zaragoza, 1977
«Todos nos relacionamos de manera perversa, incluso los niños. Yo no sé por qué mis amigos son mis amigos. En la novela hay algunas relaciones perversas que, por suerte, no he vivido de forma directa. A veces alguien se muere y las reacciones de sus amigos ante la muerte te ponen los pelos de punta». Comenzó la carrera de Ciencias Físicas y la dejó en el último curso para dedicarse de pleno a la literatura. Ha ejercido diversos oficios, como cajero, ilusionista profesional, vendedor de libros o administrativo. Ha publicado dos libros de poesía: Me aburro (Harakiri, 2006) y La sección rítmica (Aqua, 2007). Es autor también de la novela Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (Eclipsados, 2008) y la reciente Autopsia (Candaya, 2014), que le ha supuesto pleno reconocimiento de crítica y lectores.
Levante Un fin de semana no es un verano, pero un verano puede caber en un fin de semana. Un verano interminable, de los de antes, de los de nuestra infancia. El viaje de ida después de trabajar, o cuando los niños salen del colegio, el viernes. Las maletas y el tamaño de las maletas. La noche que cae. La sensación de incertidumbre, de provisionalidad. La casa fría y el polvo. Un reencuentro, tal vez. No tener nada que decir, nada de lo que hablar. La nevera en ruinas. Julio. Y después, el sábado, la repetición, una piscina que es todas las piscinas, un calor pegajoso que representa el Calor, un niño que pasa por la noche corriendo bajo el balcón o bajo la terraza. El alcohol como anestésico o como antidepresivo. Con una vez basta, una vez ya es demasiado. Agosto. Y el domingo, no saber si vale la pena bajar a la playa, nublado, parece que se arregla. ¿Qué comemos? Barrer y fregar y bajar las persianas, cerrar el agua y vaciar la nevera. El sudor pegajoso. La arena entre los dedos y en las alfombrillas del coche. Un último baño. El tiempo que agoniza con nosotros. Volver a casa ya de noche, sin saber muy bien dónde estás, por qué. Septiembre. Hace poco estuvimos pensando en esas vacaciones infantiles de antes, un mes o dos meses sin ver a los padres. Con los abuelos, o en el pueblo. No pasaba nada. Entretanto, los niños habían crecido. Vacaciones y veraneos leídos, lentos, pesados. Los palacios estivales como una forma de ahorrar dinero (Ana Karénina) o como una imposibilidad, también por culpa del dinero (Fortunata y Jacinta). Los secretos de los adultos. El verano como el lugar desde el que leer las novelas que explican el verano y todo lo demás. Yo veraneaba en dos pueblos, más o menos cercanos. Uno era el pueblo de mis abuelos. En el otro tenían un apartamento
lo ha calado todo como un líquido en las espaldas, en los labios, en la garganta. Ella pide agua de nuevo. Agua. Agua para enfriar las quemaduras. Agua para dividir las aguas de los pechos rojos. Agua para ahogar la palabra dulce (quédate) que no ha de ser pronunciada, porque solo un día, o eso creen, les ha sido dado. Y tanto duele la piel (o el deseo, que es lo mismo) que a la entrada del hotel se abrazan superficialmente, como dos irresponsables, como si no escucharan el grito de las células, que cojas, mancas, ciegas, les piden, les ruegan, un flujo que vuelva a juntar todos los miembros que se despeñaron por los 238 peldaños del sol. Ya se alejan, anticipando con tristeza cómo las heridas se irán cerrando. Ninguno de los dos utilizará compresas frías, corticoides, antinflamatorios. Para qué. La muerte celular es irreversible. Saben que cuando cicatricen, cuando salgan las ampollas y luego revienten y luego se sequen y luego la piel retome su color de invierno (muy blanco para ella, muy moreno para él), todavía seguirán escociendo como hoy, día en que han ofrecido a Teotihuacán lo más absurdo, un sacrificio cuya sangre no contentará a los Dioses: el incumplimiento del deseo. Los dos quemados no se han protegido del sol, poderoso entre los poderosos y, sin embargo, se protegen de sí mismos, cobardes irresponsables mortales inofensivos. ¢ México, 3 de mayo de 2014
Alberto Junquera › S/T, técnica mixta sobre madera, 99 µ 89 cm • Alberto Junquera (1963-2012). Una propuesta existencial › Museo Evaristo Valle, Gijón. › Hasta el 12 de octubre
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elcuaderno cortos de verano
Miguel Serrano Larraz
los otros abuelos, los de ciudad. El primero no era un pueblo turístico, el segundo sí. En los dos se utilizaban los mismos adjetivos para describirnos a nosotros, los que solo vivíamos allí unos meses: forasteros y veraneantes. En uno de los pueblos esLevante tos adjetivos tenían un matiz cariñoso, condescendiente. Casi dábamos lástima, los de fuera. En el otro no era difícil distinguir un matiz beligerante, «Yo veraneaba en dos pueblos, más o menos despectivo. Éramos invacercanos. Uno era el pueblo de mis abuelos. sores. Los niños indígenas En el otro tenían un apartamento los otros no entendían qué pintábamos allí con nuestro mieabuelos, los de ciudad. El primero no era do, con nuestras palabras un pueblo turístico, el segundo sí. En los equivocadas para nombrar dos se utilizaban los mismos adjetivos para las cosas. Esas familias burguedescribirnos a nosotros, los que solo vivíamos allí unos meses: forasteros y veraneantes. sas del siglo xix que trasladaban la casa, incluso En uno de los pueblos estos adjetivos tenían con la servidumbre, para un matiz cariñoso, condescendiente. Casi pasar el verano. Casas que dábamos lástima, los de fuera. En el otro no se cierran para abrir otra. era difícil distinguir un matiz beligerante, Los muebles cubiertos con despectivo. Éramos invasores. Los niños sábanas. Poco a poco el veindígenas no entendían qué pintábamos allí rano se ha desplegado, pero también se ha contraído, con nuestro miedo, con nuestras palabras como una tela o, más bien, equivocadas para nombrar las cosas» como un telón. Todo es verano y nada, pura comedia. Descuartizar el mes de vacaciones y guardarlo troceado en el congelador, en recipientes herméticos, para dosificarlo. Ahora también viajamos con nuestros sirvientes, con nuestros esclavos: nosotros mismos. Siempre es verano en alguna parte. Todas las cosas han sido nuevas alguna vez.
Chus Fernández Oviedo, 1977
«Los acontecimientos, la mayoría de las veces, desembocan en la dramatización y esto es algo que en la medida de lo posible tiendo siempre a evitar, pues el drama, normalmente, en lugar de distinguir, iguala». Autor de enorme proyección, Chus Fernández resulta tan sugerente en sus referencias literarias y culturales como en su propia escritura. Es autor de los libros Los tiempos que corren (Premio Asturias Joven de Narrativa, 2001), Defensa personal (Premio Tiflos de Novela, Cátedra, 2002) y Paracaidistas (Trea, 2011). El fragmento seleccionado pertenece a la novela que ha cerrado recientemente.
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Una breve nota etimológica: si verano hace referencia en realidad a la primavera, y primavera indica o indicó el comienzo del verano, entonces la primavera es el comienzo de la primavera. Escribí una novela en Vinaroz («Lo maté porque era de Vinaroz», escribió Max Aub proféticamente). Desde la terraza se veía una plataforma que parecía a la deriva, el Proyecto Castor de Almacenamiento Subterráneo de Gas Natural (mis amigos la llamaban Hans Castor, tal vez en broma). Después se supo que aquella mole generaba terremotos. Todavía no nos hemos puesto de acuerdo. Yo escribía mi novela en una zona de veraneo, en una urbanización infestada de segundas residencias, pero no en verano. De ahí la decrepitud de la prosa, su búsqueda de temblores imperceptibles. Pero un fin de semana, hace poco, volví con la familia para pasar un fin de semana, tampoco era verano, y buscamos la plataforma en el horizonte y no conseguimos encontrarla. Así las vacaciones infantiles: una estructura metálica que parece inamovible y que hace temblar el mundo y que de pronto ya no está. Por no hablar del almacenamiento subterráneo de gas natural, esa torpe metáfora de la memoria. En la memoria, tal vez el fin de semana ocupa lo mismo que el verano completo, o que la infancia entera con todos sus fotogramas intrascendentes o requemados por el sol estival. Puede estallar en cualquier momento, basta una chispa que provoque la reacción y la realidad saltará por los aires. Los balnearios. Mis veranos en Zaragoza, revisando con un bolígrafo los pedidos de pan y de bollería. Agosto en Zaragoza: la gran desolación, la belleza demorada de las terrazas. Una forma de entender las vacaciones es viajar, sí; otra es que viajen todos los demás. En ese fin de semana del que hablaba, cuando regresé a Vinaroz, al lugar del crimen, me vi de repente ojeando un periódico local, como cuando era niño y descubría asombrado que en las tiendas de Tarragona se vendía El Heraldo de Aragón. Estaba en
Sin música (Fragmento)
No solo cambió mi voz: el cuerpo se me hizo grande, como si se me alejara, y todo me queda tirante en las esquinas, donde las costuras, y siento que me sujetan. Me da mucha vergüenza: yo creo que quien se pone ropa ajustada le da un golpe a la cubitera para intentar que caiga el hielo. Tampoco se trata de que te sobre todo por todas partes, hay que sentir que se está ahí, dentro de la ropa, pero bueno, ya me entiendes. Cuántos cambios hubo de un año para otro: tiró de mis huesos la fiebre, descubrí el rap, las palabras que encajan y a otra cosa; mamá me apuntó en una academia; empecé a jugar de portero en el equipo del colegio, y a baloncesto en los recreos. Algún día seré yo quien esté en la mesa, al tanto del tiempo y de las faltas. En cuanto pueda, me apunto en la escuela de árbitros. Una extraña dignidad envuelve a los árbitros de baloncesto, no me lo negarás. Seguramente tenga algo que ver el que sean los únicos con pantalones largos de todos los que están en la pista, papá estará de acuerdo conmigo. Lo mejor del baloncesto es que puedes jugar solo. Pero eso no quiere decir que no me guste jugar de portero, me gusta y mucho, soy feliz estando lejos, y, aunque el entrenador nos recomiende siempre a los porteros dominar el final de la zona media, o lo que él llama el comienzo de la zona de peligro, pese a eso, lo que más me gusta de jugar de portero es que cuando estoy bajo los palos con solo retroceder un paso dejo atrás el terreno de juego, pero sigo dentro del campo, es bueno sentir que hay una red a los lados y detrás, que puedes abandonar de vez en cuando. Odio los balones con efecto porque se alejan poco a poco. Los reflejos no son mi fuerte. Aun así, nunca estoy más tranquilo que antes de que me tiren un penalti. Lo que me sorprende es que se llame zona de seguridad a la cepa del poste, el sitio al que no pueden llegar los porteros. Si esa
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cortos de verano elcuaderno 19 un bar vacío y eché un vistazo a la prensa mientras me preparaban el cortado con hielo. Era un bar ruinoso y oscuro, casi lumpen (como casi todo cuando se visita un lugar de veraneo fuera de temporada), pero había tres opciones: La Razón, El Mundo, Levante. Pasé la vista sobre la corrupción de la zona, masticando los cadáveres y escuchando cómo las patas de las moscas se deslizaban sobre la barra. Leí también una noticia acerca de la detención de un hombre de cuarenta y seis años, de origen eslovaco. Lo habían detenido los Mossos d’Esquadra por intento de fraude. Unos meses antes había contratado varios seguros. Lo despidieron de la empresa en la que trabaja. El orden de los sucesos no estaba claro. Volvió al lugar de trabajo para recoger algunas pertenencias personales. Se cortó la pierna con una sierra radial, por debajo de la rodilla. Voluntariamente. Los seguros que había contratado cubrían la posibilidad de una amputación. En la noticia no se especifica cómo se supo que el hombre se había amputado la pierna de forma voluntaria. Pienso ahora en la relación entre el verano y la extremidad amputada de forma voluntaria (por debajo de la rodilla). En la relación entre el verano y la sierra radial. En la relación entre el verano y el origen eslovaco. Entre el verano y el cuerpo de la noticia, que es también un cuerpo amputado, un tronco sin raíces y sin ramas, puro texto, la convención más transparente y más hermética. ¢
Alberto Junquera › S/T, técnica mixta
sobre madera, 101 µ 90 cm • Alberto Junquera (1963-2012). Una propuesta existencial › Museo Evaristo Valle, Gijón. › Hasta el 12 de octubre
Chus Fernández
es la zona de seguridad del que lanza, ¿cuál es la nuestra?, ¿cómo pueden cambiar tantas cosas todas seguidas en la vida de uno y tener que seguir con la vida de siempre como si nada? Mamá ceSin música rró la peluquería, papá trabaja más horas que nunca y sin embargo cada vez podemos permitirnos menos compras, tú te fuiste al final del invierno. Llamaste solo una vez desde entonces. Lo primero que hice al entrar en esta casa fue ir a ver cómo era mi habitación, si algo me gusta es saber cuál es mi sitio. Me pasa como a papá, que le encanta aparcar de oído porque dice que hay algo que está bien en el hecho de que sea «Lo que me preocupa de dios a la vez que el encuentro con algo lo que te me tranquiliza es que siempre sabes lo dice donde estás, y por dónde que puede hacer por ti o contra ti, pero debes ir. Cómo me gusta eso que también dice papá, que en nunca sabes lo que ya hizo o no hizo. Me realidad no se aparca con el oíparece increíble que se pueda hablar do, sino con el cuerpo. Ya en mi con mayor seguridad del futuro que del habitación, saqué las gafas de pasado. Quizá me extrañe tanto porque yo sol de nuestro hermano del cuando miro atrás noto siempre un tirón bolsillo interior de mi mochila del pensamiento, mientras que, cuando y las dejé en el primer cajón de la mesita. Estaba vacío. No hamiro hacia delante, lo que siento es un bía nada allí dentro. En el otro encogimiento del corazón» cajón tampoco. Cogí las gafas de la mesita de mamá antes de venir, mientras ella acababa de arreglarse en el baño. Debajo de las gafas asomaba un folleto de una agencia de viajes. Sabía que estaban allí porque una noche, como papá se estaba retrasando y yo no podía dormir, me levanté a beber agua y, al pasar por delante de su habitación, vi a mamá sentada en el borde de la cama, con las gafas en sus manos, cogidas por los extremos de sus patillas mientras miraba fijamente sus cristales de espejo, como si no quisiera dejar de verse así, multiplicada y en el centro, ocupando casi por completo su mundo, o se estuviese preguntando, por el
contrario, cómo había acabado de aquella manera, empequeñecida y desdoblada. Desde el baño, mientras el agua corría, oí cómo mamá cerraba el cajón y apagaba la luz. Había más cosas en aquel cajón, pero no te puedo decir cuáles, son suyas, y no estaría bien que te hablase de ellas. Las gafas son un poco de todos nosotros y yo creo que no pasa nada por que las haya cogido ni por que te cuente dónde estaban. El caso es que luego las puse con cuidado bajo la almohada y, a oscuras y tumbado en el extremo opuesto a la pared, estiré mi brazo y lo dejé allí unos segundos, sintiendo cómo se ensanchaba mi pecho, cómo el aire era algo lento que notaba; luego, con medio cuerpo fuera de la cama, desplacé mi mano de un lado a otro del espacio que hay entre el suelo y el colchón y mi pecho se ensanchó un poco más. Fue echarme y quedarme dormido, no pensé en nada antes de hacerlo ni tuve ningún sueño mientras lo hacía. Simplemente uní el final de algo que no acababa con el comienzo de algo que solo podía empezar, sin más. Eso es el verano. El doble de tiempo y la mitad de las ganas. Lo peor es la tristeza nueva que sientes cuando el calor y el cansancio de alguna manera se alían contra ti; como si estuvieras siempre oyendo el crujido del hielo que pisas en el momento en el que ves cómo crece el muro que intentabas saltar. No sé qué va primero, es decir, no sé qué es más importante, si las cosas que oigo y veo, o las cosas que siento. Yo, cuando eso me pasa, cuando caigo en la cuenta (caigo en la cuenta, cómo me gusta decir esto) de que ignoro algo que debería saber, suelo darme la vuelta, ¿qué otra cosa podría hacer? El cansancio hay que merecerlo, me dijo papá un día que me quejé no recuerdo ahora por qué y yo me prometí no volver a quejarme en lo que me quedase de vida mientras me preguntaba qué habría hecho bien papá últimamente, pues, a decir verdad, parecía mucho más cansado que yo. Desde que mamá cerró la peluquería, todo lo que no es imprescindible es un capricho y yo ando siempre muerto de ganas o culpable perdido. Es oír nombrar a dios y todo se me para por dentro. Lo que me
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elcuaderno cortos de verano
Eloy Tizón Madrid, 1964
«La poesía es una enseñanza buenísima y nos hace recordar que la materia con la que nosotros trabajamos es el lenguaje, y tenemos la obligación de tratar bien ese lenguaje. No digo tanto que lo hagamos de una forma ortodoxa ni académica, sino buscando la expresividad y la plasticidad de las palabras y las frases, algo que a veces se descuida en la narrativa. La poesía es un instrumento musical riquísimo». Una voz plena de honestidad y de exigencia. Cuando ambos atributos se unen a un talento extraordinario para la narración, a sus lectores solamente nos queda escuchar su música en silencio: La página amenazada (Arnao, 1984), Velocidad de los jardines (Anagrama, 1992), Seda salvaje (Anagrama, 1995), Labia (Anagrama, 2001), La voz cantante (Anagrama, 2004), Parpadeos (Anagrama, 2005), Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma, 2013).
Chus Fernández Sin música
preocupa de dios a la vez que me tranquiliza es que siempre sabes lo que puede hacer por ti o contra ti, pero nunca sabes lo que ya hizo o no hizo. Me parece increíble que se pueda hablar con mayor seguridad del futuro que del pasado. Quizá me extrañe tanto porque yo cuando miro atrás noto siempre un tirón del pensamiento, mientras que, cuando miro hacia delante, lo que siento es un encogimiento del corazón. El futuro es una deuda que no podré pagar. Lo sé. Pero prefiero no pensar en ello. Hoy mamá bajó sola a la playa. Primero bajamos nosotros y luego bajó ella. No te sorprenderás si te digo que le sigue asustando el mar. Mira el agua desde la toalla durante un buen rato y luego le da la espalda y se tumba. La arena mojada le gusta mucho, pero el agua sola le da miedo. No soporta la arena seca. Lo que le gusta es caminar por el límite que separa lo uno de lo otro, que en realidad es el sitio en el que lo uno y lo otro, lo que no le gusta y lo que le da miedo, se unen. Yo sé por qué la arena acepta el peso del agua y su abandono constante, porque todo lo aceptaría con tal de ver cumplido su sueño de ser tierra, de sentir todos los granos juntos. Me estoy poniendo un poco pesado con esto, no creas que no me doy cuenta, pero es algo que me parece importante, aunque no sepa por qué. Lo que te puedo asegurar (te puedo asegurar: qué maravilla también decir esto), lo que te puedo asegurar, insisto, es que normalmente las cosas que me importan me interesan muchísimo, pero al contrario no, es decir, las cosas que me interesan no siempre me importan, y se van de mi vida, que son mis recuerdos y poco más, aunque tal vez sea yo el que desaparezca, el que deje de estar ahí para ellas. A ti, desde que vimos Tiburón, también te da miedo el mar. O al menos te daba. Es un miedo distinto, me imagino: a mamá le asusta lo que no sabe si está y a ti lo que temes que pueda estar, quizá no haya más miedos que esos dos: el miedo a la probabilidad y el miedo a la posibilidad, y solo sean soportables cuando se unen, y en cierta manera, se anulan el uno a otro, como el agua y la arena. Cuando mamá
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Escenas en un pícnic
(Relato incluido en Velocidad de los jardines, Anagrama, 1992) Ella olía como los árboles. W. Faulkner
La tarde transcurrida entre los sauces. En el servicio de té el bosque es el reflejo de un incendio y una abeja zumba sobre el pastel. Las cintas de tu pamela agitan los brazos en el aire que vibra. El vestido ciñe los muslos poderosos. Voy vestido de blanco, a juego con la muerte. Un árbol seco hace las funciones de perchero. Los frutos son echarpes y levitas. El coronel relata en una rueda informativa lejanas cacerías. Todo el mundo se aburre. En el siglo pasado todo el mundo se aburría pero yo voy a escenificarte algo que ocurre por las noches en mi internado. Guardé en tu sombrerera una carta que solo podría ser abierta tras mi suicidio. Hermana mía, hermana mía, uno de tus guantes ha caído en la champanera. Tu preceptora despertaría a todos si supiera con qué avidez leemos a Sacher-Masoch, todo un escándalo en las cocheras. Poder tener quince años un verano no es un dato despreciable. Perderé la vida por algo insignificante, como una escena de baile pintada en un abanico. ¿Un pistoletazo en la sien, una caída poco feliz de la montura? Como jinete dejaba mucho que desear, ya escucho los comentarios de tu madre, una mujer absurda, proclive al embarazo. La pobrecilla desentona con los manteles. O viviré de incógnito; seré un viejo prestamista con gorro de astracán y tú me bajarás la comida a mi perrera. Hermana mía, tu desnudo esmalta mis insomnios. Hermana mía, le encargué a un retratista que te pintara en un camafeo siguiendo mis explicaciones; tuve que abofetearle. El color de los senos no era el apropiado. He mandado que le tatúen tus iniciales en el cielo de la boca.
llegó a la playa, papá y yo estábamos a punto de ser derribados por una ola. No se metió en el agua con nosotros. Se quedó quieta en la orilla, mirándonos, y solo un buen rato después de que la hubiésemos saludado, a voces, alzó la mano en la que tenía sus sandalias para hacernos saber que estaba allí, apartando al instante y con brusquedad su cabeza: puede que quisiera dejar de vernos cuanto antes, o que le hubiese caído arena de sus sandalias, no sé, lo más seguro es que le haya asustado la visión de la ola que, sin que nosotros pudiéramos imaginarlo, estaba a punto de engullirnos. Después se fue. Es algo serio el agua. Si no me crees, fíjate en la barba de papá cuando acaba de darse un baño y verás cómo son de repente más oscuras las zonas que ya eran oscuras y cómo las zonas que eran claras desaparecen. ¿Sabías que en América Tiburón se titula Mandíbulas y en Francia Los dientes del mar? Lo dijeron esta mañana, en la tele. Mandíbulas es un
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cortos de verano elcuaderno 21 Querida mía, vuestro profesor de canto parece un pararrayos. Es perfectamente encantadora la manera con que efectúa la autopsia del pavo frío y el borgoña: ha traído su merienda dispersa en paquetitos y ahora busca por el césped una bolsa capaz de contener las bolsas. Mi hermana, mi salud, tienes la espalda recta de contemplar palmeras. Eres orgullosa como sal depositada en una herida. Cuando pierda la memoria me entretendré recordando los veranos de San Sebastián o Brighton, camas que crujen. He destrozado el estilo de mi escritura por complacer al mundo, y el mundo no merece más que insultos. Mis días se terminan entre abogados criminalistas y saltimbanquis, mis días se terminan en el vinagre de los camarotes, se terminan cuando tú te traslades a bordo de un expreso, más lánguida, más vieja, y un lacayo a sueldo te entregue un telegrama y yo estaré boca arriba en la ambulancia y alguien aplicará un fonendoscopio a mi pechera almidonada en exceso, no late. Si caigo en la campaña de Crimea, ¿enviarás a tus amigas un cablegrama diciendo que fue un final heroico para un espíritu atormentado que siempre detestó la escuela naturalista? ¢
Carlos Tárdez › El hilo rojo, 2014, óleo sobre tabla, 30 µ 30 cm • Jóvenes valores de arte contemporáneo › Galería Van Dyck (Gijón) › Hasta el 18 de agosto
Chus Fernández
título que no me gusta nada: me hace pensar en un programa de telecinco, uno de esos que echan por la tarde; Los dientes del mar sí que me gusta, pero me da un poco de vergüenza que me Sin música guste porque sé bien que el mar no tiene dientes. Algo parecido me pasa con las películas de terror, que me dan algo de risa, porque sé que esas cosas no pasan, o es muy poco probable que lleguen a pasarme algún día, y a la vez me da pena ver a toda esa gente esforzándose tanto en hacernos pasar un mal rato. Es tan triste el esfuerzo. Yo rezaría por todos lo que se esfuerzan; y por todos los que saltan; y por to«Yo rezaría por todos lo que se esfuerzan; y dos los que se limpian los pies por todos los que saltan; y por todos los que en el felpudo al salir de casa; y se limpian los pies en el felpudo al salir de por todos los que hablan mucasa; y por todos los que hablan mucho; y cho; y por todos los que dan las gracias dos veces seguidas; y por todos los que dan las gracias dos veces por todos los que bajan la visseguidas; y por todos los que bajan la vista; ta; y por todos los que arrojan y por todos los que arrojan una red al mar una red al mar desde una bardesde una barca y por un segundo ven en el ca y por un segundo ven en el cielo una colmena; y por todos los perros cielo una colmena; y por todos los perros del mundo; y por todel mundo; y por todos los que actualizan el dos los que actualizan el facefacebook más de una vez al día» book más de una vez al día; y por todos los que van con botas de montaña y no están en la montaña; y por todos los que se quedan mirando a los que viajan dentro del autobús; y por todos los que secretamente agradecen un resfriado o un apagón; y por todos los que se despeinan al quitarse el jersey; y por todos los que soplan y la vela sigue encendida; y por todos los que jugaron con un coche teledirigido con cable; y por todos los que al volver del trabajo se quedan quietos mirando al suelo con las llaves en la mano antes de abrir la puerta de su casa; y por todos los que llevan tatuajes y piden coca cola light; y por todos los que respondieron
a un saludo que no era para ellos; y por todos los que miran el balón mientras lo conducen; y por todos los que se dejan el pelo largo y, cuando les preguntan, dicen que se lo están dejando crecer porque hicieron una apuesta; y por todos los que el lunes, en cuanto pisan la calle, buscan un sitio donde echar una quiniela; y por todos los que lanzan su peonza y al momento se agachan; y por todos los que en sueños dicen el nombre de alguien que no es la persona que duerme a su lado; y por todas las señoras que llevan un pendiente en la nariz; y por todos los que amanecen calzados; y por todos los que retiran sus propios cuadros de una exposición; y por todos los que llevan guantes con los dedos recortados; y por todos los que dicen que no les pasa nada cuando les pasa algo; y por todos los que bailan con las manos metidas en los bolsillos; y por todos los que ven salir una hoja en blanco de la impresora; y por todos los que no llegan a coger la manzana del árbol y aun así estiran un poco más los dedos de sus manos. A veces pienso que la sangre que vemos en las películas de terror, lo que se supone igual a lo que nos recorre por dentro, está ahí solo para compensar lo que sus gestos, sus rostros no consiguen hacernos sentir. Me parece a mí que la convicción no tiene que ver con la confianza, como dice tantas veces papá, sino con la mentira, con la sensación de que no es verdad lo que estás viendo o lo que estás diciendo, que no sientes nada al mirarlo o al hacerlo. Lo que me mata, lo que no aguanto ya, me ponga como me ponga, es el sonido que hacen las campanas de la iglesia durante la tarde, un sonido que hoy tuve que oír tumbado en la cama. Cuando cierro los ojos, me pongo a pensar en algo, en cualquier cosa, pero ningún pensamiento es un pensamiento completo, solo borrones, trozos de no sabes qué, manchas de gasolina en un charco, algo que no puedes dejar de ver y que no significa nada. Antes de salir del agua, papá se quedó mirando nuestras dos toallas juntas en la arena y luego, señalándome algún punto en la montaña, me dijo ahí había un faro. ¢
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elcuaderno cortos de verano
Soledad Puértolas Zaragoza, 1947
«El peligro de las dictaduras es que te hacen creer que los dos bandos son muy distintos, que está el bien por un lado y el mal por el otro. Tú crees que has escogido bien, y no. Desde el punto de vista de los ideales, tu elección es buena, pero en la realidad encuentras de todo. Y admitir eso nos ha costado mucho a los de mi generación: ver que las ideas no hacen a las personas, sino que a veces es al revés.» Por encima de estéticas y tendencias, estamos ante una de las trayectorias más prestigiosas de la narrativa española de la segunda mitad del siglo xx. Vivió en Trondheim (Noruega) y en Santa Bárbara (California). Volvió definitivamente a España en 1974 y se dio a conocer con la novela El bandido doblemente armado (Legasa, 1980). No obstante, el pleno reconocimiento de crítica y público llegó con Queda la noche, Premio Planeta del año 1989. Otros títulos muy recomendables de su trayectoria como novelista y ensayista son La vida oculta (Premio Anagrama de Ensayo, 1993), Adiós a las novias (Anagrama, 2000), Con mi madre (Anagrama, 2001), Historia de un abrigo (Anagrama, 2005), Cielo nocturno (Anagrama, 2010) y Mi amor en vano (Anagrama, 2012). En 2012 publicó una versión modernizada de La Celestina (Castalia, 2012). En el año 2010 fue nombrada académica de la rae.
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Música
(De Compañeras de viaje / Anagrama, 2010 / 224 pp.)
Cuando llegaba el verano y los niños eran pequeños, empezábamos a pensar en el largo viaje a Galicia, en todos los problemas que el viaje planteaba. Antes de nada, habría que decidir, un año más, si iríamos a la casa familiar o buscaríamos algo por nuestra cuenta. Los inconvenientes de ir a la casa familiar eran obvios y si un año íbamos, al siguiente no nos quedaba el menor atisbo de ganas de volver. Pero buscarnos la vida por nuestra cuenta tampoco era un asunto sencillo. Había que ponerse a pensar meses antes de que llegara el calor y nos dejara atontados y sin recursos, de lo contrario, ya estarían comprometidas las casas de alquiler más interesantes. Por falta de previsión tuvimos que pasar más de un verano en Madrid, haciendo breves escapadas a un lado y a otro. Una vez tomada la decisión de pasar el verano en Galicia, ya fuera en la incierta casa de alquiler apalabrada hacía meses o en la agobiante casa familiar, estaba el asunto del coche. Durante aquellos años, fuimos propietarios de una sucesión de coches, a cual más quebradizo. En diferentes tramos del largo viaje a Galicia, aquellos coches se detenían, con una insultante falta de consideración sobre la posibilidad de que hubiera o no talleres de reparación cerca. O de que fuese domingo y estuvieran todos cerrados. Hubiéramos debido viajar siempre en días laborables, por el asunto de los talleres. Pero cada vez que emprendíamos el viaje, nos olvidábamos de la amenaza de la avería —bastantes cosas teníamos que resolver antes de ponernos en marcha— y nos lanzábamos a la carretera, casi siempre en domingo para evitar los camiones. Uno de los coches que más problemas nos dio fue un viejo Saab que había pertenecido al padre de mi marido. Era un coche muy bonito, marrón metalizado, que nunca funcionó del todo bien,
Virginia López › Metamorfosis, 2009 • Abrimos por vacaciones › Galería Arancha Osoro (Oviedo) › Hasta el 31 de agosto
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Soledad Puértolas Música
era el típico coche del que se decía que había salido mal. Pero nos gustaba mucho, no solo porque tenía una línea muy elegante, sino porque era grande y cómodo. Hasta el momento, habíamos tenido un Seat 800, un Diane y un Seat 127. En el viaje que se destaca ahora en mi memoria, uno de los inevitables y larguísimos viajes con avería, viajábamos dos adultos —mi marido y yo— y tres niños, mis dos hijos, de dos y siete años, y un amigo del mayor. No llevábamos el remolque con el pequeño velero de mi marido que, junto con los perros, se incorporó a nuestro viaje, también con avería, del siguiente año, cuyo punto de destino fue el más lejano de todos —habíamos alquilado una casa al borde del arenal de Abelleira, junto a la ría de Muros—, y que fue uno de los veranos más tranquilos y felices de aquella época. Pero en esta ocasión nos dirigíamos a la casa familiar. El coche estaba abarrotado, lleno de maletas y bolsas, y yo no podía evitar pensar en nuestro parecido con la popular historieta de la última página del tbo, «La familia Ulises», que tanta vergüenza ajena me había producido cada vez que mis ojos se topaban con ella, en aquellas remotas mañanas de domingo de mi infancia, cuando la lectura del tbo era un rito en el que pensaba, ilusionada, durante la interminable semana colegial. Al fin, el rito se cumplía, aun cuando yo todavía tenía que esperar un poco más, mientras me distraía con cuentos también comprados en el quiosco, después de misa, porque el tbo no llegaba a mis manos hasta que mi hermana no lo había leído de cabo a rabo. Los dos años que la separaban de mí le concedía, entre otros, el privilegio de ser ella la primera en leer el codiciado tbo. Yo esperaba, resignada, algo resentida, pero sabía que al fin el tbo sería enteramente mío, por mucho que mi hermana se demorara, quizá para hacerme rabiar. Pero «La familia Ulises» me producía un gran rechazo. Era absolutamente grotesca. Siempre andaban de un lado para otro, todos juntos, niños, mayores, ancianos, animales —el pavo de Navidad, una gallina que luego serviría para hacer
Juan Villoro México D. F., 1956
«La verdad es que no me siento cómodo en ningún terreno. Por eso me parecen interesantes por igual. La ficción te aporta el estímulo, los riesgos y las tentaciones de la libertad. En la crónica, tu mirada es libre, pero no puedes falsear los hechos. También eso es estimulante». Aficionado al rock (es autor, con Joselo Rangel, de dos canciones cantadas por Café Tacuba), realizó los guiones del programa radiofónico El lado oscuro de la luna en Radio Educación entre 1977 y 1981. Miembro activo en la vida periodística mexicana, escribe sobre diversos temas, como deportes, rock y cine, además de literatura, y ha colaborado en numerosos medios. Apasionado por el fútbol, ha sido cronista de varios Mundiales: Italia 90, Francia 98, Alemania 2006 y Sudáfrica 2010. También ha sido profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México y profesor invitado en las universidades de Yale, de Boston, Pompeu Fabra y de Princeton. El disparo de argón (Alfaguara, 1991) fue su primera novela. Sin embargo, fue más conocido como escritor de literatura infantil hasta que apareció El testigo (Anagrama, 2004), novela que obtuvo el Premio Herralde de ese mismo año. Otros títulos suyos son Materia dispuesta (Alfaguara, 1997), Llamadas de Ámsterdam (Interzona, Buenos Aires, 2007) y Arrecife (Anagrama, 2012). En el ámbito del ensayo, destacamos su Efectos personales (Anagrama, 2001). El texto que ofrecemos a continuación, un “articuento”, muestra de esa mixtura genérica entre el artículo y el cuento tan propia del autor, supone un adelanto de su libro ¿Hay vida en la tierra?, volumen que recopila una selección de sus colaboraciones periodísticas en el ámbito hispano y que se publicará en Anagrama el próximo mes de octubre.
cortos de verano elcuaderno 23 caldo, un loro que alguien les había regalado o encasquetado a última hora…—, camino de quién sabe qué lugar, el pueblo del padre o de la madre. Se desplazaban en una pequeña camioneta que llenaban hasta el techo, sobre el que luego colocaban toda clase de bultos, atados con cuerdas variopintas. Parecía mentira que al fin cupieran todos en aquella traqueteante camioneta —más bien era como un autobús de los de entonces, pero en pequeño— que levantaba a su paso manifestaciones de burla. «La familia Ulises», evidentemente, no era un modelo apetecible. He aquí que, al cabo de los años, yo estaba representando una de las escenas más recurrentes de aquellas historietas. Como la mayoría de los niños de la época, mis hijos tenían pasión por la música. Sus gustos musicales no coincidían, porque pertenecían a generaciones distintas, por lo que surgían inevitables peleas para establecer turnos más o menos equitativos para sus casetes. Pero en aquel viaje el pequeño era aún muy pequeño y todos nos plegamos a los dictados musicales de mi hijo mayor y, más aún, a los de su amigo, que sentía fervor por Simon y Garfunkel. Parecía que, entre empujones, las migas de pan de los bocadillos, las salpicaduras pegajosas de la Coca-Cola, la música machacona, combinado todo con la eterna pregunta, ¿cuánto queda?, el viaje estaba resultando un éxito —habíamos atravesado ya Castilla—, cuando, en Verín, donde habíamos parado para tomar nosotros un café y los niños sus refrescos y sus tigretones y panteras rosas —aquellos espantosos bollos rellenos de crema de chocolate o de fresa a los que eran adictos—, el motor no quiso, después del breve descanso, volver a funcionar. Era una de las averías clásicas del Saab, por lo que no suponía una verdadera sorpresa, pero eso aún la hacía más fastidiosa, ¿cómo habíamos sido tan imprudentes?, ¡no hubiéramos debido parar! Debían de ser alrededor de las seis de la tarde, hora más, hora menos. Un calor de muerte. Por fortuna, no era domingo y encontramos un taller. Llamamos por teléfono desde el bar, vino
La frase triunfal I
Entre las limitaciones culturales del género masculino se cuenta su incapacidad para dar con estupendas frases amorosas. Cada tanto, las mujeres comprueban que el hombre que aman puede decir muchos elogios del Kikín Fonseca o algún otro delantero, pero es incapaz de mejorar la vida conyugal a base de palabras. La poesía de los trovadores cátaros, los torneos medievales, el bolero y las serenatas surgieron para subsanar esta evidente carencia masculina. Hasta donde sé, aún no hay un sitio en internet dedicado a aliviar a los varones de sus apuros lingüísticos. Urge un método moderno para nivelar la conversación de las parejas. En cualquier arenero del mundo, una niña de tres años habla mejor que el niño colgado de cabeza de un tubo. Las cosas cambian poco a partir de ese momento. ¿Qué milagro hace que las mujeres sepan lo que tienen que decir mientras el hombre comprueba que recuerda las escalas de la Ruta de Hidalgo, pero no puede servirse de su destreza mental para expresar sentimientos convincentes? Además, cuando por fin dice alguna frase reveladora, el cortejo suele desembocar en un malen tendido. «¿De veras crees que soy así?», pregunta ella. Tus raros piropos la han llevado a una estratósfera emocional donde es normal poner ojos de astronauta. En forma elocuente, Raymond Carver tituló uno de sus libros ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Este prolegómeno sirve para llegar a una historia de la que acabo de ser testigo y cuyos protagonistas, emblemáticos representantes de una época donde el amor no siempre pasa por acuerdos verbales, llamaré Ramón y Marita. Eran las 11:30 de la noche cuando Ramón llegó a mi casa con el semblante descompuesto. Había discutido con su esposa y la culpa era mía. Como ya otras veces me ha responsabilizado
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elcuaderno cortos de verano
Número 59 / Agosto del 2014
Soledad Puértolas
la grúa y se llevó el coche averiado. Mi marido se fue con él. Los niños y yo nos quedamos en el bar. Aquel rato a mí se me hizo interminable, pero no a los niños, que se gastaron todas mis moneMúsica das en la máquina de los discos, de la que una vez, por error, salió una ranchera cantada por Rocío Dúrcal que, por alguna razón, les gustó, y durante ese verano y el siguiente, el de Abelleira, siempre que íbamos a un bar la buscaban en la máquina y nunca dejaban de ponerla al menos un par de veces. Al cabo, apareció mi marido y nos comunicó que, como ya era muy tarde «El coche estaba abarrotado, y había que ir a buscar no sé qué pieza a no lleno de maletas y bolsas, y sé qué lugar, el coche no estaría listo hasta yo no podía evitar pensar en la mañana siguiente. Había que hacer noche en Verín, lo que suponía, por encima del nuestro parecido con la popular trastorno, un claro desequilibrio para nueshistorieta de la última página tro presupuesto. del tbo, «La familia Ulises», No sé si era finales de julio o principios que tanta vergüenza ajena me de agosto, en todo caso no resultó fácil enhabía producido cada vez que contrar habitaciones. Al fin, en el parador mis ojos se topaban con ella, en nacional nos ofrecieron un acomodo de urgencia —eso dijeron— en un ala que aún no aquellas remotas mañanas de se había inaugurado. El parador se encondomingo de mi infancia» traba a unos kilómetros del centro de Verín. Tuvimos que ir al taller a coger parte del equipaje, lo que necesitábamos para pasar la noche. Los niños, no solo sus bolsas, sino toda su música. Un gran transistor y los innumerables casetes. Un taxi nos llevó hasta el parador. Curiosamente, las horas pasadas entre la cafetería, el taller y el taxi, con mi hijo pequeño en brazos y a veces llorando, cansado o aburrido, y mi hijo mayor y su amigo pidiéndome constantemente monedas para la gramola y jugando a perseguirse, a empujarse, a hacer rabiar al pequeño, me traen ahora un aire placentero, como si todos esos lapsos de tiempo no hubieran estado impregnados de inquietud ni de cansancio. Quizá sea porque estoy
segura de que tanto mis hijos —a pesar del llanto esporádico del pequeño— como el amigo del mayor se lo pasaron muy bien y yo, con el tiempo, haya hecho mío su bienestar. Luego, en la habitación destartalada del parador nacional, pusieron su música. El Puente sobre aguas turbulentas, cien veces más. Tengo la vaga idea de que mi marido, a la hora de la cena, se llevó a los mayores al comedor y yo me quedé en el cuarto con el pequeño. Imagino que nos traerían algo para cenar. Cuando ya estaban los niños, los tres, en la cama, dejamos abiertas las puertas de los cuartos —no había nadie más en aquella ala, era cierto, como nos habían dicho, que aún no estaba terminada del todo y que habían preparado las habitaciones solo para nosotros— y salimos a respirar el aire de la noche. Recuerdo ese momento de calma en la noche estrellada y la sensación de que todo estaba en orden y que, en medio de todo, era bueno que el viaje durara tanto. Pero lo recuerdo con música de fondo, no con la que ponían en el radiocasete del coche nuestro hijo y su amigo, ni siquiera con la que, en cuanto tenía una oportunidad, ponía mi marido, las inacabables canciones de Bob Dylan. ¿Qué música suena allí, alrededor de este recuerdo? Era una música lejana, como si viniera de un merendero, de una fiesta al aire libre, una música que no tenía nada que ver con nosotros, y quizá por eso la retuve. Era una música que se dirigía a mí, hacia el centro de mi ser. Vagamente pensé, mientras me llegaban oleadas de aquella música que no era la que le gustaba a mi marido ni a mis hijos ni a sus amigos, que a mí no me había dado tiempo de saber qué clase de música me gustaba. Aún era muy joven y no lo sabía. Sentí nostalgia por la parte de mi juventud que había dejado atrás, por fiestas al aire libre que no había vivido, por un tocadiscos instalado sobre una mesa baja en el garaje de una casa de verano una noche con olor a mar. Y me dije que había algo en esos viajes interminables que estaba bien, que me gustaba. ¢
Juan Villorio
que tener prioridades. Esto fue lo que dijo en el antecomedor. Ramón cometió el error de defender a Janis, lo cual fue interpretado como un absoluto desinterés por la salud mental de su hijo. Luego explicó por qué la culpa era mía. Alguna vez comenté que si a Enrique Vila-Matas la nerviosa Barcelona le parecía «la Madame Bovary de las ciudades», lugares tan dramáticos como Tijuana o el D. F. merecían ser «la Janis Joplin de las ciudades». «Una vez que te gusta una mujer complicada, las demás te parecen borrosas», agregué. Ramón le dijo a su mujer que seguían viviendo en el D. F. por lealtad al convulso temperamento de Janis Joplin. Discutieron hasta que nada tuvo que ver con nada y él acabó durmiendo en mi casa.
La frase triunfal
de beber lo que bebe o comprar lo que compra, no me sentí culpable. Todo empezó porque Marita dijo que a Janis Joplin no le daría ni agua. Las cosas por las que puede disputar una pareja son increíbles, pero yo no estaba preparado para esta. De pronto, Marita especuló en la posibilidad de que Janis reviviera para visitarlos en su casa y en la reacción que tendría Ramón, incorregible fan de esa mujer perturbada y olvidadizo padre de familia. Hay genios que dan mal ejemplo en la vida doméstica. Marita lo sentía mucho, pero no le ofrecería nada a la bruja cósmica del rock, aunque estuviera a punto de volverse a morir, esta vez de sed. Ella sí tenía presente la edad de su hijo Andrés (catorce años, muy pocos para conocer personalmente a Janis). Había
NARRATIVA
www.trea.es
Diabolicón • Jorge Ordaz
La noche ancha • José Ramón González Regueral
La llave • Ricardo Labra
La existencia de Dios • Miguel Barrero
Las estancias provisionales • José Antonio Mases
Tú serás Baudelaire • Fernando Poblet
La cama • Vanessa Gutiérrez
Turno de noche • Ibrahim Aslán
El diario de Henriette Vogel • Karin Reschke
Paracaidistas • Chus Fernández
Tráeme pilas cuando vengas • Pepe Monteserín
Costas perfumadas • Agustín Vidaller
A la sombra de los abedules • Fulgencio Argüelles
Últimos ejemplares • Pablo Rivero
Los caballos azules • Ricardo Menéndez Salmón
Ediciones Trea • C/ María González, la Pondala, 98, nave D • 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España • Tel.: (34) 985 303 801 • trea@trea.es
cortos de verano elcuaderno 25
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Alberto Junquera › S/T,
esmalte y grafito sobre papel milimetrado, 42 µ 29,7 cm • Alberto Junquera (1963-2012). Una propuesta existencial › Museo Evaristo Valle, Gijón. › Hasta el 12 de octubre
Juan Villorio La frase triunfal
II Hay mujeres que asumen su depresión comiendo una cubeta de helado y hombres que asumen su depresión viendo películas de karatecas. En su segundo día en la casa, Ramón rentó cinco o seis videos que parecían uno solo. Cuando le pregunté de qué trataban no pudo decirme. Veía los golpes como un fenómeno atmosférico, sumido en la tragedia de extrañar tanto a Marita. —Háblale —le aconsejé. —¿Y qué le digo? Con simplismo psicológico le dije que podía reconciliarse con ella sin tener que hablar mal de Janis Joplin. —Ese no es el punto —comentó Ramón—: va a querer que le diga cómo la quiero. Habíamos llegado al eterno conflicto de la especie. ¿Puede el hombre que ama decir de qué modo ama? —Ayúdame —Ramón me miró como un mártir del cristianismo—: eres escritor. Esta frase me recordó que no le había cambiado el agua a la pecera. Tres horas más tarde, mi amigo llegó corriendo a la cocina donde yo preparaba un sándwich complicado para posponer nuestro reencuentro. Los ojos le brillaban, había hablado con Marita, pudo decir la frase: ella lo quería. Todo había sido una idiotez. ¿Había algo más absurdo que dos personas que se necesitaban tanto discutieran por lo que harían si una muerta llegaba a su casa con mucha sed? Ramón me abrazó como no lo hacía desde que lo perdoné por rayarme el disco de Sargento Pimienta. Entonces le pregunté cuál era la frase. No quiso decirme: —Funcionó. Es lo que cuenta. Mi esposa se enteró de la frase quince minutos después. Marita habló para decírsela, orgullosa de la repentina apertura
emocional de su marido. La frase es esta: «Puedo luchar con todo pero no contra tus ojos». Ramón y Marita celebraron la reconciliación con un fin de semana en Ixtapa. Su hijo Andrés se quedó con nosotros. Mi amigo solo cometió un error al recorrer el camino de los sentimientos: olvidó regresar los videos de karatecas. Andrés se sometió a una dieta visual de golpes orientales. Durante varias horas del sábado escuché a la distancia ruidos que servían para destrozar coches y personas en Hong Kong. De pronto, Andrés pidió que fuera a ver algo. Rebobinó un video, lo detuvo con gesto teatral y pulsó el botón de on. Un chino musculoso dijo en la pantalla: «Puedo luchar con todo pero no contra tus ojos». Se dirigía a su gurú, un ciego que sin embargo percibía el entorno con gran capacidad kung-fu. —¡Mi papá dijo una frase de karate! —fue el asombrado comentario de Andrés. Traté de decir otra frase kung-fu, algo así como: «El silencio es la alianza de los guerreros». Andrés me vio con ojos que significaban: «¿Me estás pidiendo que calle esto?». Luego me preguntó por qué sus padres tenían que hacer las paces sin que él fuera a Ixtapa. Supe cuál sería la primera frase que le diría a Marita. Dos días después de su regreso, Ramón tenía un moretón en el pómulo. Era fácil adivinar la causa: Marita esperaba un mensaje genuino, no algo copiado de un karateca. Y sin embargo, Ramón nunca fue tan auténtico como cuando se sumió en todas esas peleas ajenas, sin entender nada de la trama, hasta que una frase lo devolvió a sí mismo y a lo mucho que quería a Marita. ¿Qué importa más, el origen o el efecto de las palabras? ¿No es más dueño de una frase quien la repite con sinceridad que quien la concibe con ingenio? ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Por suerte, Marita ya volvió a perdonar a Ramón. No quiero saber lo que él le dijo. ¢
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Construir sin fin
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JORGE FLÓREZ «Una obra de arte debería enseñarnos siempre que no habíamos visto ⁄ lo que estamos viendo» Paul Valéry, Introducción al método de Leonardo da Vinci
/ Juan Carlos Gea Martín / Desde hace un tiempo, Jorge Flórez utiliza en su trabajo el formato de la
escultura y el idioma de la geometría. Eso no debería despistar acerca de la naturaleza de su obra actual. Lo que hace Flórez no es escultura geométrica.
Sus obras no son, sin más, esculturas. De su taller está saliendo en los últimos años una producción en la que se superponen la capacidad de fascinación del prototipo, el misterio del artefacto cuya función se ignora y la belleza de lo construido con rigor. Son volúmenes de líneas refinadas, colores industriales, silenciosos como una máquina apagada que no sabríamos cómo activar (y mucho menos cómo usar, si consiguiésemos activarla). Resultan herméticos, pero no hostiles. Al contrario: desprenden sugestión, elegancia y síntesis como un buen enigma; seducen como un aparato
maravillosamente bien diseñado y ejecutado cuya belleza se impusiese como una propiedad secundaria, emergente, un subproducto que acabase por sobrepujar su funcionalidad, aunque sin eclipsarla del todo. Y en todo caso, es una belleza que no constituye, como en el arte clásico, un punto de llegada sino de partida, incluso para un recorrido retrospectivo: belleza que tensa la pregunta por la necesidad, que apremia a responderse no para qué sino por qué y cómo estos objetos son exactamente como son. O, mejor dicho: por qué son cómo son con tal grado de contundencia, exactitud
• 26, madera y pintura sintética, 117 µ 83 µ 32 cm • R-77, acero y pintura sintética, 107 µ 30 µ 17 cm
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y armonía, y cómo han llegado a ser precisamente así. Respecto a la geometría, no es ni siquiera adjetiva en estas piezas; es circunstancial, instrumental. No son objetos geométricos sino objetos resueltos mediante la geometría. No son la obra de un artista para quien lo geométrico fuese el tema y el concepto centrales. Aquí la geometría no es más que herramienta y método, tan contingentes como cualesquiera otros. Jorge Flórez no se plantea su trabajo como el del creador demiúrgico empeñado en imponer a la impureza del mundo la pureza de unos planos traídos del trasmundo matemático, o la del místico que ensaya operaciones pitagóricas con la materia o intenta encontrar la idealidad de la geometría en su interior. Es un hacedor; algunos quizá dirían hoy un maker, aunque un maker más bien solitario en su taller-laboratorio en las laderas del Sueve, apartado del componente comunal y ecuménico de esta subcultura contemporánea. Su compulsión es la del fabbro leonardesco, menos febril que fabril, enfrascado en un trabajo de investigación y descubrimiento en el que el procedimiento y el proceso son más importantes que el resultado (o al menos tan relevantes como el resultado en términos artísticos).
elcuaderno 27
Jorge Flórez
•• S-93, madera y pintura sintética, 58 µ 24 µ 6 cm • N2, N3, N4, pintura sintética sobre papel, 35 µ 35 cm • 132, pintura sintética sobre madera, 22,5 µ 22,5 cm
Pero, sobre todo, lo que Jorge Flórez hace no es escultura geométrica porque no se comporta como un escultor sino como un constructor, como un ingeniero cuyo problema práctico a resolver es el de encontrar un sentido y una necesidad a su actividad en el acto mismo de ponerse manos a la obra y tantear experimentalmente las estructuras, posibilidades y resistencias del mundo material. Que el resultado de ese proceso pueda parecer hoy una escultura geométrica es accidental. Como Leonardo, mañana Jorge Flórez estará seguramente en otra ingeniería, en otro método, en resultados muy distintos. ¢
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Pintura, teatro, cine, luz, punk
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/ Nacho de Torres / Stuart Goddard, más conocido como Adam Ant, de Adam and the Ants, estaba en el dormitorio
de Pamela Rooke, de nombre artístico Jordan. Era la primavera de 1977 y ella, que trabajaba en una boutique de King´s Road llevada por Malcolm McLaren, el promotor de los Sex Pistols, le estaba grabando la palabra fuck en la espalda con un cuchillo, a modo de rito de iniciación. Al acabar, Adam se echó una chaqueta sobre los hombros y salió a la calle a que le diera el aire fresco en la herida. Allí mismo, en King´s Road, se encontró con Derek Jarman,
quien, aunque resultaba demasiado mayor a sus 36 años y demasiado pijo con su acento de clase alta para ser un punk, estaba obsesionado con la estética provocativa de Jordan y estaba decidido hacer una película punk, razón por la que rondaba aquellos ambientes en busca de actores. Inicialmente, Jarman había pensado rodar un corto de 8 mm con Jordan, pero para entonces ya se había vuelto más ambicioso y quería hacer una película. En el corto, que dura poco más de tres minutos, pueden verse ya varios de los elementos clave de la iconografía de Jarman, basada en fuertes contrastes: clasicismo, modernidad, vestidos llamativos, desnudez. Jordan, vestida como una bailarina de ballet, baila alrededor de una hoguera en un vertedero. Llaman la atención las máscaras de los hombres que la miran. Tradición grecorromana y europea, pero elementos modernos y cotidianos también. Un hombre que no lleva máscara parece echar libros a la hoguera. De los que llevan máscara, uno está desnudo. Otro lleva traje y una bolsa de papel en la cabeza. La bandera británica arde… Este corto sería incluido posteriormente en la película punk de Jarman, que se rodaría poco después. Se rodó en seis semanas con un presupuesto de 200.00 libras, poco dinero en términos de industria cinematográfica. La película se llamaría Jubilee, en desafiante referencia al 25º aniversario de Isabel II en el trono en 1977. El título, en contraste con el contenido, supone una mofa directa de la Corona y de los aspectos aristocráticos e imperialistas de «lo británico».
Moda y clasicismo
Jubilee es una película aún fresca, con una puesta en escena que oscila entre lo clásico y lo contemporáneo (tal y como se entendía contemporáneo en 1977, claro), y donde lo exquisito y la provocación ponen en marcha una maquinaria audiovisual que no ha perdido fuelle en su estética. En el número musical en el que una de las protagonistas, Amyl Nitrate (Jordan otra vez), hace un playback de Rule Britannia, se utiliza un tono sexualmente descarado y descaradamente
DEREK
También realizó vídeos para Pet Shop Boys; hay momentos en Rent que recuerdan a la contraportada del álbum For your Pleasure, de Roxy Music, aunque sustituyendo a Bryan Ferry por el cantante de Pet Shop Boys. Se trata de un vídeo convencional al lado de It´s a Sin, un provocador alegato a favor de los derechos de los homosexuales. Hay que tener en cuenta que Jarman fue un importante activista por la causa. Dentro del Festival de Cine de San Sebastián hay un premio especial para películas de temática homosexual que lleva el nombre de la primera suya, Sebastiane. Pero es en Jubilee la primera vez en la que Derek Jarman aparece acreditado como único director. En Sebastiane (1976) había compartido créditos con Paul Humfress. Sebastiane es una película de estética gay, muy explícita en cuanto al erotismo, rodada en latín, con unos decorados y un vestuario mínimos. Podríamos encontrar antecedentes en Un Chant D´Amour, de Jean Genet, donde erotismo, sadismo y homosexualidad forman parte indisoluble de la trama. Destaca ya la habilidad de Jarman para recrear una época, o un ambiente, con muy Derek Jarman es uno de esos directores pocos elementos. En que utilizan los recursos al servicio este sentido, en trabajos posteriores como de su arte y no al revés Caravaggio (1986) o que tanto deben a Lindsay Kemp. Edward II (1991), los resultados son Lindsay Kemp, quien además de apa- extraordinarios. Jarman es un maesrecer en la provocadora secuencia tro del desnudo, y no solamente del de apertura de Sebastiane, volvería a cuerpo humano, sino del escenario también, en el que no coloca adornos aparecer en Jubilee. Clasicismo y moda serán una cons- innecesarios. Puede llegar a ser tamtante en la carrera de este artista, que bién barroco y recargado, pero con suno solamente se interesó por el cine, mo cuidado a la hora de dejarse llevar sino por la cultura en general, por la por el exceso, y siempre por un motioficial y por la de vanguardia. Escritor, vo. Ni grandes decorados ni efectos pintor, diseñador de decorados… Con especiales, pero la magia está creada, motivo de su fallecimiento en 1994, el espectador se siente trasladado a este año hay toda una retrospectiva otra época. Y eso que se permite el lujo en el Reino Unido en la que se ofrece de incluir tremendos anacronismos una gran variedad de eventos, desde que hacen que estas películas de tema proyecciones hasta lecturas poéticas clásico resulten vanguardistas. También lo es el uso de un lenguaje zafio pasando por exposiciones de pintura. Jarman también realizó vídeos y callejero contemporáneo junto a musicales. En The Queen is Dead, de otro refinado y de clase alta, por no The Smiths, vuelve a sugerir la ima- decir aristocrática. Estos deliberados gen de la bandera británica en llamas anacronismos dan a algunas de sus pea través de un frenético montaje. lículas cierto toque de obra de teatro
jarman descuidado para reírse no solamente del mercado musical, sino para parodiar también la actitud imperialista y aristocrática británica. Se trata de una versión glam de esta canción patriótica cantada por Suzi Pinns, de quién no se sabe nada (quizás fuera el apodo de alguien que colaboraba con Jarman en la película, pero a saber.) Jarman puede ser zafio, sucio e irresponsable como John Waters, pero su estilo está más cerca de la sensualidad y la vanguardia de Roxy Music que de la voz de Divine. No en vano, Brian Eno pone música a Sebastiane, su primera película, dirigida junto a Paul Humfress. Eno, quien estuvo metido en los dos primeros álbumes de Roxy Music, y David Bowie, están más cerca estéticamente de Jarman que los Sex Pistols o cualquier otra formación o personaje punk de la época. Por cierto, de 1977 es también el ábum Heroes de Bowie, en el que Brian Eno hace un importante trabajo de colaboración. Bowie y sus movimientos de mimo,
Jarman, 20 años después
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que está siendo ensayada: cigarrillos, calculadoras electrónicas y máquinas de escribir en Caravaggio, por ejemplo, en la que es frecuente que se oigan motocicletas pasar por las calles en el relativo silencio de las habitaciones en el que Merisi compone sus obras pictóricas junto a sus modelos. Hay concretamente en esta película un brillante juego de anacronismos en el que un personaje con un llamativo traje de época echa un vistazo a una revista de moda en la que aparecen reproducciones a todo color de las obras «más chic» de Caravaggio. Y en Edward II se atreve a poner fecha contemporánea a un
de participantes en la película que la consideró como «basura hippy». Se tomaron lo punk demasiado en serio, al parecer.
El macarra refinado
Derek Jarman es uno de esos directores que utilizan los recursos al servicio de su arte, y no al revés. Hay muchísimas películas salidas de la industria en las que parece que se buscan escenas para mostrar todo el potencial técnico de que se dispone, con unos resultados bastante mediocres y aburridos en la mayor parte de las ocasiones. Pocos directores han
Pocas cosas son gratuitas en el arte de Jarman, ni siquiera sus excesos, y en esto último se diferencia con creces de otros directores provocativos de los 70 como, por ejemplo, John Waters documento, con lo que los anacronismos serían los elementos clásicos y no al revés. Sus adaptaciones parecen tener lugar en un limbo temporal entre los años 30 y 90 del siglo xx y la época de Merisi, Shakespeare y Christopher Marlowe. Jarman sabe sacar lo mejor de los actores, de los más experimentados y de los que menos lo están también. Los actores, como la luz y las sombras, los decorados o la música, son materiales con los que se desenvuelve de manera excelente. Las escenas de Caravaggio funcionan muy bien en el conjunto, pero muchas de ellas pueden verse además de manera aislada, a modo de pequeña obra audiovisual. La parte en la que Nigel Terry, que interpreta al pintor, mete monedas en la boca del personaje interpretado por Sean Bean para que esté quieto mientras lo pinta no tiene precio. Hay un par de momentos con modelos posando en los que pintura y celuloide son difíciles de distinguir. Caravaggio es una película redonda, una obra de arte total. No puede decirse de Jubilee que sea una película impecable, pero está llena de energía y contradicciones que la mantienen viva. Hay quienes dicen que es un alegato punk y hay quienes dicen lo contrario, que es una crítica a la moda de la época, y a cómo la falta de valores de la juventud que la vivió la hacía más vulnerable frente a las manipulaciones del mercado. Para Jarman, lo punk es un entorno más y no se pronuncia moralmente. No parece haber diferencia entre la violencia punk y la de Shakespeare. Aunque no se toma en serio a los punks, los utiliza para reírse de lo establecido, a la vez que los parodia. Hubo un grupo
sabido administrar grandes recursos con inteligencia. David Lean es uno de ellos. Pero Jarman no parece necesitar ese tipo de recursos. Si alguna vez los necesitó, encontró una excelente manera de contar lo que quería contar, y de un modo mucho más personal e interesante que si hubiera contado con grandes presupuestos. Tiene una gran habilidad para dotar de aspecto histórico a una película con elementos mínimos. Su materia prima es la luz y las interpretaciones de sus actores. Michelangelo Merisi da Caravaggio es una gran influencia a la hora de dar luz y color a sus imágenes, y hasta de componer sus encuadres, llegando a ofrecer planos que son verdaderos lienzos. El teatro es otra gran fuerza en Jarman. Adapta a Shakespeare en La Tempestad, y a Christopher Marlowe en Edward II,
elcuaderno 29 sin miedo de introducir elementos de otras épocas, incluyendo la música. En la primera, una anciana Elisabeth Welch interpreta Stormy Weather rodeada de jóvenes marineros vestidos de blanco. En la segunda, Jarman explota cuidadosamente la belleza andrógina de Annie Lennox mientras interpreta el Ev´ry time we say goodbye de Cole Porter. Es silencioso con la cámara, y preciso. Esta pasa casi inadvertida. Preciso sobre todo al dirigir la mirada del espectador, llevándola justo donde quiere. En este sentido, su labor como director es excelente. Cuando mueve la cámara, lo hace por algún motivo significativo, ya sea para modificar el ritmo o para llevar al espectador a cierto estado de ánimo. Pocas cosas son gratuitas en el arte de Jarman, ni siquiera sus excesos, y en esto último se diferencia con creces de otros directores provocativos de los 70 como, por ejemplo, John Waters. Es un provocador exquisito y bien formado. Como Caravaggio, con quien parece compartir también cierta actitud vital, es un «macarra refinado». Ama lo clásico, su estética y sus iconos, los cuales adapta a su propio círculo de experiencias. Ante todo es un buen amante. Amante del arte, de la belleza del cuerpo humano y de los rostros, pero amante también de lo trágico, de los estragos del paso del tiempo y, amante, sobre todo, de lo que sigue en Fotogramas de: • Sebastiane (1976) • Jubilee (1977) • Caravaggio (1986)
Filmografía Sebastiane (1976) Jubilee (1977) The Tempest (1979) The Angelic Conversation (1985) Caravaggio (1986) The Last of England (1987) War Requiem (1988) The Garden (1990) Edward II (1991) Wittgenstein (1992) Blue (1993)
En su filmografía hay un gran número de cortometrajes entre los que están Jordan´s Dance, incluido en Jubilee. Depuis le Jour forma parte de la película Aria, una recopilación de piezas cortas de varios directores entre los que están Robert Altman, Ken Russell o Jean-Luc Godard. Para tener información acerca de los actos con motivo del 20 aniversario del fallecimiento de Jarman, consultar: http://www.jarman2014.org/
pie con elegancia, ya sea una columna clásica o el rostro experimentado y seguro de sí mismo de un anciano. Amante de lo que hay de humano y de bello frente a la enfermedad y el paso del tiempo, como una reafirmación de la validez del arte como sentimiento. Jarman, como Genet, reciben hoy día el apoyo de la «alta cultura» y de los circuitos oficiales contra los que arremetieron. Me pregunto si Margaret Thatcher, si siguiera viva, aceptaría asistir a alguno de los eventos que tienen lugar este año en Londres con motivo del 20º aniversario del fallecimiento de Jarman. O si Jarman, si hubiera estado vivo, habría asistido a los funerales de Thatcher. Puede que para grabar una película, quién sabe. Thatcher representaba, tanto o quizás más que la reina, algunas de las actitudes contra las que Jarman luchó a través de su arte y su activismo. En cualquier caso, cada uno a su manera, ambos tienen algo en común: son iconos de la época punk. ¢
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elcuaderno
Tiempo hecho imagen
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la infancia del cine / H. G. Castaño / La propuesta de Boyhood (2014), de Richard Linklater, ha sido aclamada de forma casi
unánime: filmada durante 12 años, la película presenta la niñez y la adolescencia de Mason (Ellar Coltrane) y las transformaciones de su familia. A pesar de su aspecto ficcional, el largo tiempo de rodaje introduce en la película una dimensión que escapa a distinción genérica entre el documental y la ficción. Prestar atención al programa que se disimula tras esta propuesta permite identificar la irrupción de un viejo proyecto: filmar el paso del tiempo y transformar así el cine en vida. Boyhood (Momentos de una vida) Richard Linklater (guión y dirección) EE. UU., 2014, 166 minutos Estreno en España: 12 de septiembre Distribuye: Universal Pictures
Edad de la propuesta
En sí la propuesta no es nueva. A menudo el cine y la televisión han visto crecer ante sus cámaras a niños como individuos y actores. El caso de Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) ha marcado especialmente el imaginario cinéfilo. Pero en las películas de Truffaut el crecimiento era en cierto modo un factor circunstancial. La apuesta de Linklater trata de integrar esta circunstancia inevitable en el marco de una sola película cuyo objeto es, como lo anuncia el título, la niñez y la adolescencia. Se añade así un suplemento de naturalidad que se manifiesta en la búsqueda de una sincronía total entre el actor y el personaje. El que esta sincronía deba ser real, y no simplemente representada, señala los límites de la propuesta. Ya que cuando vemos a los niños ayudar a su padre (Ethan Hawke) a hacer campaña por Obama, nada nos asegura que el rodaje se haya producido en plena campaña real y no dos meses antes o un año después. El desajuste no es accidental: en él estriba la capacidad del cine para producir su poderoso efecto de naturalidad. De ahí que este arte haya siempre ido de la mano de todo tipo de convenciones. Como las que permiten sustituir a un actor por otro para interpretar a un mismo personaje cuando se produce un marcado salto temporal. En realidad, Boyhood —y esta es su mayor virtud— no oculta nunca que detrás de su pretendida proximidad a la vida se oculta un complicado ensamblaje de medios artificiales, perfectamente industrial. La comodidad
El joven Mason (Ellar Coltrane) en un momento de Boyhood
de la película con las convenciones salta a la vista cuando uno piensa, por ejemplo, en lo poco que se parece Samantha (Lorelei Linklater, la hija del cineasta) a su hermano y a sus padres en la ficción (el mencionado Hawke y Patricia Arquette). Boyhood juega a las dos cosas: a producir la apariencia de una gran naturalidad y a reconstruir artificialmente el ritmo de la vida y su contexto. De modo que, en lo que toca a la evolución física y psicológica del personaje protagonista, no se puede evitar pensar en ese tipo de imágenes filmadas a cámara lenta y que permiten ver en minutos el desarrollo de una flor, un bosque o un edificio, que en verdad ha tenido lugar durante días o meses. El artificio que nos permite percibir, en poco más de dos horas, el crecimiento de un joven americano, pertenece mucho más al
lado mágico e ilusionista del cine que a su vertiente realista. Y por ello un aspecto que, paradójicamente, contradice la propuesta explícita del film, tan atento a las transformaciones de sus personajes, es que Boyhood intenta mantener una unidad de estilo, como si la perspectiva del cineasta sobre su motivo no estuviese sujeta a variación, o como si el paso del tiempo fuese un proceso neutro que exigiese una mirada neutra. Esto resulta tanto más extraño cuanto que, por ejemplo, asistimos a la evolución y la maduración no sólo física de Ethan Hawke, sino de su propio estilo de interpretación. La confusión que, de forma tan interesante, se produce entre el actor y el personaje parece querer evitarse en lo que concierne al film y su propia sujeción al tiempo representado.
La producción como objeto
En realidad, y mucho más allá de la propuesta promocional, una de las particularidades de la película concierne no tanto su tema como las condiciones de su producción. En primer lugar, las económicas. Linklater ya había abordado, de forma clara, las consecuencias del paso del tiempo en la trilogía formada por Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995), Antes del atardecer (Before Sunset, 2004) y Antes del anochecer (Before Midnight, 2013), que presentan tres días en la vida de una pareja. Pero a diferencia de Boyhood, cada una de las tres películas es independiente: no sólo por que es inteligible en sí, sino sobre todo por sus condiciones de financiación, rodaje y distribución. De esta manera Boyhood puede ser considerada como una proeza e
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incluso como una anomalía en un sistema de producción alérgico a los rodajes que, por concurso de factores diferentes, se extienden más de lo necesario. Quizá por ello la película de Linklater invita a considerar el modo en que el llamado cine «independiente» transforma no sólo su «estética», sino también sus condiciones de producción en un factor de «calidad», más allá de las consideraciones presupuestarias. Algo que, desde siempre, ha sido patrimonio del discurso de y sobre Hollywood y su aplastante sistema de promoción.
Producir la continuidad
Pero la diferencia de Boyhood con respecto a la trilogía Before no se refiere sólo al ritmo de rodaje, de uno y nueve años respectivamente. En realidad, cada una de las tres Before corresponde a un momento decisivo en la vida de la pareja protagonista —encuen-
elcuaderno 31
Richard Linklater tro, reencuentro y desencuentro—, mientras que en Boyhood se enfatiza el carácter banal y cotidiano de los diferentes momentos. El paso de un año a otro se hace sin transiciones, produciendo así la apariencia de un flujo permanente. En realidad, Linklater tiende a dramatizar y a centrarse en situaciones significativas que permiten entrever la evolución de los personajes, aunque por suerte evita caer en banalidad narrativa. El equilibrio entre la idea del flujo temporal y la elección de los diferentes momentos se consigue esquivando un conflicto de gran fuerza dramática: el generacional. Boyhood acentúa el desarrollo paralelo de las dos generaciones implicadas y evita toda contradicción de puntos de vista y expectativas: los problemas se producen entre gente de la misma edad. Esto contribuye en gran medida a la impresión de que la familia de Mason
El artificio que nos permite percibir, en poco más de dos horas, el crecimiento de un joven americano, pertenece mucho más al lado mágico e ilusionista del cine que a su vertiente realista • Boyhood: ficción de un actor, vida de un personaje • Mason/Ellar Coltrane, adolescente, en la película
es perfecta —y en efecto lo es, al menos en su mediocridad. De modo semejante, Boyhood apuesta por la indiferencia ante la Historia: el paralelismo introduce una impresión de continuidad (una generación sigue a otra, pero no la sustituye) y resta importancia a los acontecimientos exteriores a la vida personal. En este sentido es clave la decisión de comenzar la historia después del 11-S. Ningún otro acontecimiento histórico parece capaz de repercutir en la vida de una familia americana media como la de la película. La elección de Obama puede ser considerada como un mero fondo anecdótico, situado al mismo nivel que las diferentes videoconsolas que el niño utiliza y que sirven de referencias temporales.
Un programa para nuestro tiempo
Quizá Boyhood sea la primera de una serie de películas, de una trilogía más ambiciosa aún que la de Before. La elección de un periodo de 12 años puede ampliarse a 24 o 90. La posibilidad de poner en marcha un work in progress que aborde la vida sin redu-
cirla a las pobres categorías de la narración convencional y que, además, desprecie las limitaciones técnicas y artísticas tomando el relevo de sus actores y productores, ¿no es uno de los proyectos con los que el cine siempre ha soñado?, ¿una de sus más incorregibles fantasías: la confluencia perfecta de la imagen y la vida? Quizá, en lo que a esto se refiere, el cine esté comenzando, probablemente sin saberlo, a reaccionar a la llamada de una época, marcada, como lo ha estado siempre este arte, por la aparición de nuevas tecnologías. En este sentido, Boyhood se haría eco, como un destello lejano —y desde luego más amable y consensual—, del programa de quien mejor ha conseguido articular el doble carácter del cine, a la vez un sistema de producción —en plena transformación, como el mundo industrial que le dio origen— y un arte atraído por la singularidad irreproducible de las biografías anónimas: el cineasta chino Wang Bing, quien nos ha brindado la que, en este y muchos otros sentidos, quizá sea la película —y la propuesta— más importante de nuestro siglo, Al oeste de los raíles (Tie xi qu, 2003). Una película que además, con sus nueve horas de duración, pone en escena el tiempo pasado ante la pantalla y transforma la vida del espectador en problema cinematográfico. ¢
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poemas
Pulsas, palpas el cuerpo de la noche, verano que te bañas en los ríos, soplo en el que se ahogan las estrellas, aliento de una boca, de unos labios de tierra. Tierra de labios, boca donde un infierno agónico jadea, labios en donde el cielo llueve y el agua canta y nacen paraísos. Se incendia el árbol de la noche y sus astillas son estrellas, son pupilas, son pájaros. Fluyen ríos sonámbulos. Lenguas de sal incandescente contra una playa oscura. Todo respira, vive, fluye: la luz en su temblor, el ojo en el espacio, el corazón en su latido, la noche en su infinito. Un nacimiento oscuro, sin orillas, nace en la noche de verano, en tu pupila nace Octavio Paz
Es una hermosa noche de verano. Tienen las altas casas abiertos los balcones del viejo pueblo a la anchurosa plaza. En el amplio rectángulo desierto, bancos de piedra, evónimos y acacias simétricos dibujan sus negras sombras en la arena blanca. En el cénit, la luna, y en la torre, la esfera del reloj iluminada. Yo en este viejo pueblo paseando solo, como un fantasma. Antonio Machado •
Verano azul De todos los veranos, ninguno como aquel compartiendo pastel de jengibre con los cinco en la campiña inglesa después de descubrir algún misterio oculto en torno al boticario. O aquel verano azul en que amamos a Bea —que ni el viento la toque— entre barcos vacíos y aventuras de pueblo, cantando con Chanquete el no nos moverán de nuestra convicciones, pero sí nos movieron. El tórrido verano de Sandokán y Nemo que hicieron de Salgari alguien de la familia y a Verne un inquilino del libro de la infancia que se quedó por siempre a vivir en mi casa.
Número 59 / Agosto del 2014
El verano en canícula de la plana meseta, las siestas generosas, la chicharra ecuménica, los primeros poemas en una antología dañada por la sucia herrumbre del pasado. El verano en que fuimos por tierras de leyenda. Nos daba igual su nombre: podía ser un lago con monstruo pavoroso al que acechar sin tregua o el pueblo de un amigo en mitad de la nada. El hosco veraneo en campings de Castilla afiliados al torpe aliño indumentario, con padres en bermudas y madres destempladas: las piscinas repletas de cabriolas y adioses. Campamento y verano fueron siempre el recurso para salir de casa y para entrar al mundo. Los fuegos de la noche, turbios juegos de guerra, eran pan para hoy, y hambre para mañana, pero qué bien sabían. La noche de San Juan en el verano tórrido presagiaba verbenas, festejos, romerías. El baile era una excusa para fumar la pipa de la paz con la mitad trenzada de la tierra. Javier García Rodríguez