Los escribas 3 agosto 2015

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Los Escribas Divulgaci贸n Literaria, Hist贸rica y Artes Visuales

A帽o 1 N潞 3 Agosto 2015


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Editorial Llega el mes de agosto y el número tres de la revista Los escribas aparece en sus correos, en las redes sociales y por todos los medios a nuestro alcance en una labor permanente de difusión hasta la siguiente entrega. Esto que a simple vista parece sencillo, requiere de un esfuerzo continuo a cargo del grupo de entusiastas escritores que se abocan a esta tarea para que la magia de la imaginación, la ficción y la verdad llegue cada vez más lejos. Lectores del estado de Veracruz, de varias partes del país y del mundo, la han recibido con agrado y nos apoyan con palabras de aliento sobre empeño editorial, algo que nos llena de satisfacción. Para brindarles nuestra calidez y una mejor calidad, hemos decidido que la aparición de la revista sea bimestral a partir del siguiente número, en octubre aparecerá Los escribas Nº4. Agradecemos a los colaboradores que han enriquecido con su obra el contenido de la publicación, al igual a los lectores que a partir de una estructura sencilla y un orden arbitrario, en donde aparece un cuento junto a una poesía y después un e n s ayo s i n a g r u p a r l o s p o r g é n e r o, l a h a n a c o g i d o demostrando su agrado por este formato que busca dar mayor frescura y diversidad inmediata a los lectores. Esperamos seguir creciendo, el mes de julio estuvimos cerca de los mil lectores comprobados, meta que esperamos superar en agosto. Les envío un saludo fraterno y recuerden que “juntos hacemos más por la cultura”.

Director: Alberto Calderón P Jefe de Redacción: Maricarmen Delfín D. Consejo Editorial Gabriela Jiménez Vázquez Korina Hernández Hernández Enrique Escalona del Moral

Dirigir correspondencia a: rev.elescriba@gmail.com Facebook: los escribas Twitter: @RevEscriba Twitter:RevEl_escriba


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La imagen de la portada: LA POETISA. CASA DE LIBANIO. POMPEYA. (Museo de Nápoles). Siglo I a. J.C.

Índice Gabriela Jiménez Vázquez Entre Hilos y Permiso para volar Rodolfo Cisneros Una buena mujer Jorge Lobillo Tu nombre Maricarmen Delfín Delgado Refranero popular Francisco Morales Reyes Los huesos de Antonio Cristina Sánchez López El corazón se ve morir Gloria Dominguez Lluvia sin fin Isis Samaniego La emboscada Korina Hernández Hernández Al fin la muerte Jorge Enrique Escalona del Moral La cita

4 y 31 5-8 10 11 - 14 16 - 17 18 - 19 21 22 - 23 24 - 25 26 - 27

Bernardo Cortés Vicencio Ciencia ficción

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Rocio D´Ledezma Semblanza

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Lilia Cenobia Ramírez La máscara

32 - 33

Alfonso Pedraza El chino chupiro (tragicomedia chafa)

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Zenón Ramírez García la adulación

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Filemón Zacarías García La mujer del río Juan José Enríquez Rivera Aura luna Halma Chávez Jorge

37 - 40 41 42 - 45

Alberto Calderón P. Tamarindo

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Roberto Rosales Tres pies y un gato

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Laura Pini Pescador de erizos

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Martha Cupa León Bendición gélida

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Héctor Campos Cementerios

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Ángel Rafael Martínez Alarcón 194 años de los tratados de Cordoba

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Las fichas biográficas las podrán encontrar en los números anteriores y en la página del Facebook Los escribas.


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Gabriela Jiménez Vázquez

Entre Hilos

Hoy levanté la vista tan alto, me perdí de la tierra. En un giro vertiginoso el viento revoloteó mi cabellera, cubrió mis ojos, mirando entre hilos el mundo que habito.

Hilos que hilan vidas, hilvanan heridas, deshilan sueños y sepultan días. 4


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UNA MUJER DE BIEN Rodolfo Cisneros Se vive solamente una vez hay que aprender a querer y vivir, hay que saber que esta vida se aleja y nos deja llorando quimeras. No quiero arrepentirme después de lo que pudo haber sido y no fue… La canción “Amar y vivir” con Julio Jaramillo se escuchaba en el tocadiscos de la casa de tío Loño. Ese día era la quinta posada de la época decembrina en Tezoatlán. En las calles se escuchaba el bullicio alegre de los tezoatecos. Tío Loño enternecido, disfrutaba la canción mientras tomaba de su botella de aguardiente. De repente recordó que esa noche sería la posada en la casa de tía Macedonia y de inmediato llamó a Edith su hija mayor. —Tú Edith, a mí no me conviene que ojalá y quieras irte con las lendonas de tus amigas a la posada de tía Macedonia. —¿Pero papacito, si yo qué cosa? —contestó Edith sorprendida. —No me comprometas. Recuerda que no eres absoluta y no te mandas sola. Cómo consideras irte a exhibir a esa fiesta con esas muchachitas sin trasero que apenas si tienen sus collulitos, pero eso sí, no saben compor-­‐ tarse y menos hacer un chirmole. Ya las he visto que luego luego empiezan con sus risitas nerviosas cuando las ven los hombres. Qué dirán en este barrio que son tan hableques y almirones, que son ustedes de esas mujeres rechas o qué cabrón. Tú debes ser seriecita. Además aquí en la casa hay mucho quehacer. Todavía a tus 14 años te hace falta mucha disciplina y aprender muchas cosas para que seas una mujer de bien como tu madre. No se te olvide que yo, Loño Paz, como tu padre y como jefe de esta famil-­‐ ia, no puedo quedar mal ante esta sociedad ¡Chingao! Edith con su voz nerviosa, trató de insistir: —Si papacito, pero yo quisiera que asté me diera
 permiso de…


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Tío Loño enojado la amenazó mostrándole un zoquete con su mano derecha. —¡Y vuelta Edith!, ¡que te reparió! No me estés chingando, por vida tuya, no me comprometas. Después de darle un trago a su botella, para contenerse la muina, se limpió la boca con el puño de su camisa de pliegues y le continuó diciendo: —Pues te decía, yo no puedo quedar mal y al rato que vengan las locas de tus amigas, te vas a negar a ir a la posada y les vas a decir que no quieres ir aunque yo te lo pida y te lo ruegue. ¡Malvadísima! donde les digas que sí, cuando regreses te voy a meter una pela que vas a estar tres días en cama y vas a quedar como el nazareno de la iglesia, ¿entendido? —Sí papacito. —Mientras prepárate la cena, hazte un atole de granillo, pon la carne costeña en las brasas, después echas unas calientitas, y no se te olvide cuidar a tus hermanos, mientras llega tu madre que fue al Barrio del Socor-­‐ rito a entregar sus costuras y a traer un costal de guayabas para los cuchis. Cuando Edith se dirigió a la cocina se escucharon unos toquidos en la puer-­‐ ta. Eran sus amigas. Tío Loño les abrió. —Buenas noches Tío Loño. —Pasen mijitas. Tío Loño le gritó a su hija: —¡Edicita, hijita, sal!, mira quién te vino a visitar, este ramillete de lindas señoritas. Edith salió y las saludó. Tío Loño le pidió a Edith que les ofreciera unas gaseosas. —Qué dirán estas jovencitas, que tan soberbia que eres, que ni agua ofreces. Celerina, la más grande de sus amigas, agradeció y se dirigió
 a Tío Loño:


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—Tío Loño, venimos a ver si asté le da permiso a Edith para que nos acompañe a la posada. Mientras tanto Edith bostezaba fingiendo tener sueño. Tío Loño le insistió: —Edicita no seas cosijosa, ve con estas muchachas que tan educaditas que son. Pero lo que sí, primero cenas aquí, ya que eso de ir a casa ajena no conviene, ya que te dan el taquito hasta la hora que se les antoja a los dueños de la fiesta. Después vete para que te diviertas ahora que estás de señorita. —En otra ocasión papacito. Hoy no quiero ir. —Dijo Edith terminante. Celerina, tratando de convencerla, le dijo: —¿Pero cómo?, ¿qué estás loca?, acuérdate que en el molino de nixtamal tú nos aseguraste que tenías muchas ganas de ir. —¿Yo, a qué horas? —Como a las cuatro de mañana —dijo Celerina. —Pero ya no tengo ganas y además me duele mucho la cabeza. Vayan ustedes, insistió Edith Tío Loño, le replicó. —Y qué, ya no yendo se te va a quitar el dolor de cabeza o qué chingao. No seas mal mandada, ve, qué dirán tus amiguitas y qué dirá tía Macedonia que con tanta devoción preparó su posada. Edith se sentía acorralada y en un momento de rebeldía no soportó seguir mintiéndoles a sus amigas y a sí misma, se rebeló ante el colmo de esa situación y dijo que sí. Sus amigas contentotas gritaron y se abrazaron; no se dieron cuenta que Tío Loño aprovechó esa distracción para empujar so-­‐ bre Edith la canasta de carne seca que colgaba en el techo, para que el gato no se la comiera. Edith gritó de dolor por el golpe que recibió en la cabeza. Tío Loño la asistió, sobándola tiernamente. —¡Qué bruto!, mi hijita te pegaste con la canasta, pobre de ti, ¿ya ves, por qué no te fijas?, fíjate... Edith les reiteró —¡Váyanse, no quiero ir!, —y se fue llorando a su catre de otates. Tío Loño les dijo:


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—¿Ya ven?, ella no quiere ir, hasta le rogué. Bueno creaturas no les quito más su tiempo, que les vaya bien y diviértanse. Las jóvenes se retiraron desconcertadas ante la actitud de Edith. Tío Loño se acercó a Edith, quien seguía llorando sobre el catre, y le dijo. —No te hagas la mártir, y olvida esa idea de que te puedes aconsejar a ti misma. Mira, debes darte a valer, ya te encontrarás un buen hombre que tenga algo que ofrecerte y un día te saque de blanco a las doce del día y con la frente en alto, y si no llega yo te lo conseguiré, recuerda que no todas las nubes llevan agua, a ver, de qué te sirve un cabrón desvalido, imagínate que nada más tenga el alma en el cuerpo. Por eso no importa que te encuentres un tristito, un soltero viejo o un viudo, porque no olvides que son más fres-­‐ cos los atardeceres que los amaneceres y aunque te pidan de a ojo, qué más da chingao, porque eso sí, tú si vas a ser cosa buena, vas a ser una mu-­‐ jer de bien. Y para que entiendas ahorita mismo me voy a la posada. Tío Loño se fue, Edith se levantó llorando y empezó a acomodar el desor-­‐ den que hizo su padre, se acercó al tocadiscos, tomó el brazo de la aguja y lo dejó caer sobre el disco de pasta que seguía girando y acariciándose los antebrazos escuchó: Se vive solamente una vez hay que aprender a querer y vivir, hay que saber que esta vida se aleja y nos deja llorando quimeras...


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Jorge Lobillo

TU NOMBRE

Voy a custodiar tu nombre... Lo dejaré ir a todos los sitios Donde sea insignia de libertad; Que surque, límpido, El agua primaria de las islas Y la emancipación radiosa del mar. Con la intensidad de las dos sílabas Revele el ámbito singular De las nominaciones ancestrales. Cuente, para esta primavera recién despierta, Sólo la juventud de ese cuerpo que designa Y sus matinales ojos, entre confusas ciudades, Afanes... ofensivos trabajos... Y así, una vez renovado por la belleza De tus extremidades erguidas, Regrese, íntegramente, a la plenitud de mi boca.

Abril de 2015

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REFRANERO POPULAR Maricarmen Delfín Delgado En nuestro país es una tradición el hacer uso de estas frases clásicas para auxiliarnos al querer transmitir una enseñanza, dar un ejemplo o mostrar nuestro sentir a otra persona; esta costumbre se ha ido perdiendo pues las nuevas generaciones, como ya lo hemos mencionado, inmersas en el mundo tecnológico y virtual dan poca importancia a la manera antigua de aprendizaje como lo fueron en su momento para mucha gente los refranes. El refrán podemos definirlo como un dicho popular, breve y conciso que encierra una enseñanza y es insertado en el vocabulario coloquial para inyectar pequeñas dosis de saber, acuñadas con arte para que broten espontáneamente cuando la situación lo requiere, emparentadas con los aforismos y los adagios, y que se transmiten generacionalmente. Los pueblos de Medio Oriente han basado la transmisión de sus conocimientos en los proverbios, enunciados que encierran únicamente la enseñanza de la cultura, a diferencia del refrán que convida la experiencia cotidiana. Los encontramos presentes también en la literatura griega y en la bíblica. Podemos hallar al refrán en las obras más antiguas de la literatura española como el Cantar del Mio Cid, el Lazarillo de Tormes, Don Quijote de la Mancha y el Libro del buen Amor. A la recopilación de estas joyas del idioma se le llama refranero, uno de los más antiguos es Refranes que dizen las viejas tras el fuego, de Índigo López de Mendoza marqués de Santillana, impreso por primera vez en 1508. Blasco de Garay, racionero (secretario) de la Catedral de Toledo escribió en 1541 dos Cartas en refranes; en 1549 se publicó el Libro de refranes recopilado por el orden A.B., por Pedro de Vallés; Hernán Núñez recopiló en 1621, Refranes o proverbios en romance.


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El término refrán empezó a utilizarse en España a mediados del siglo XV y llegó a México a principios del siglo XVI cuando desembarcaron en Veracruz los españoles trayendo la lengua castellana, imponiendo y evolucionando su uso en este continente con un rico caudal de expresiones que se arraigaron y se adaptaron al pueblo mexicano con vigor propio pero amoldándose a las necesidades de expresión de los habitantes originarios. Así vemos que los refranes no tienen patria propia pues pasan a ser parte del lugar al que llegan y son bien acogidos cubriendo una necesidad lingüística, así algunos de los refranes mexicanos han sido adoptados de otras culturas pero tomaron la nacionalidad al mezclarse con los propios, con nuestra realidad y nuestra idiosincrasia, revistiéndolos con la agudeza verbal que caracteriza a cada región del país. Recopilarlos es una labor literaria necesaria que enriquece al idioma refrescándolo con sus propios elementos, al aparecer un nuevo refrán se adorna la lengua con nuevos atributos. Tenemos la obra Refranero mexicano de Herón Pérez Martínez editado por FCE; Refranero mexicano de Miguel Velasco Valdés; El refranero mexicano por Tere de Molina y Becky Rubinstein y Refranes Mexicanos de Miguel Lagunas, como obras recomendables para acrecentar el conocimiento del tema. Los expertos de la Paremiología (estudio del refrán, proverbio y aforismo) consideran que los refranes penetran en la conciencia del grupo lingüístico asimilando los valores culturales y morales que transmiten. De acuerdo al análisis que han hecho de ellos, los consideran como reflejos de una mentalidad patriarcal con modelos estereotipados, esta característica androcéntrica no es exclusiva del refrán pues se encuentra implícita en otras ramas de la cultura como la religión, la mitología, la literatura popular, etc. Por lo anterior, nos enfocaremos a comentar las representaciones contenidas en los refranes refiriéndose a la mujer y al hombre, pues se ha observado que en muchas de estas expresiones existe una idea misógina restándole valor a la mujer frente al hombre.


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Algunos resaltan los roles de madres, esposas y amas de casa ejemplares, otros las marcan con estigmas que las colocan en una posición social degradante, en algunos surgen comparaciones entre bondad y maldad, belleza y fealdad, juventud y vejez como extremos contrarios que se repelen. Esta situación no es tan marcada en los refranes que se refieren al hombre, donde solo se toca el aspecto moral sobre si es esposo bueno, malo, flojo, necio, falso, ignorante, ingrato, etc., refiriéndose al machismo como parte de la personalidad masculina. De las mujeres se espera que sean sumisas, superficiales, pasivas, que se casen y atiendan a los hijos, al esposo y cuiden del hogar, las que se salen de este esquema son juzgadas con sentencias morales que las denigran. Los refranes que hablan del cuerpo de la mujer (manos, piernas, caderas, pechos y cara con pecas, bigote, lunares, bozo, barba, etc.) se calculan en 80% contra los que tocan temas acerca del hombre que es de 18%. Algunos ejemplos: “Con cuerpo de tentación y cara de arrepentimiento”,”Lunar en la boca señal de loca”,”Mujer barbuda de lejos se saluda”, “Preferible caer en los brazos de una mujer que en sus manos”, “Tetas de mujer tienen gran poder”. En el tema de la sexualidad y el placer se calculó que un 60% habla de la mujer, un 20% del hombre y el 20% restante habla de ambos: “La mujer es fuego y el hombre estopa, llega el diablo y sopla”, “Mujer y fuego hallan salida luego”, “Viudas, casadas o doncellas ¡que haya fuego en todas ellas!”, “Tantos años de marquesa y no saber mover el abanico”. En el tema de la juventud y la vejez la mayoría de los refranes (44%) se enfocan a aspectos comunes de hombres y mujeres, el 35% a la mujer y del 31% restante se refiere al hombre y a las diferentes etapas de la vida de ambos.


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“La mujer y la vejez, un gran mal deseado es”, “Para la vejez, dinero y mujer”, “Dos veces hacen los hombres pininos, cuando viejos y cuando niños”,”Juventud es calor y brío, y vejez, temblorín y frío”,”Abriga bien el pellejo si quieres llegar a viejo”,”La joven busca acomodarse y la vieja acurrucarse”. En cuanto a la maternidad y la crianza establecen papales para la madre y el padre en el aspecto biológico, social y sexual; el embarazo y el parto son temas muy tratados en los refranes y los asocian con situaciones de la vida como la enfermedad, el amor, el control, la belleza y la muerte. “El hijo en el corazón y el marido en el talón”, “Conocí primero madre que mujer”, “No hables mal de las mujeres porque hijo de mujer eres”,”A la mujer como a la carabina tenerla cargada y en la esquina”,”El parir embellece y el criar envejece”, ”Enfermedad a plazo fijo es señal de un nuevo hijo”. De las relaciones familiares también se habla en los refranes mezclando a la mujer en la mayoría de ellos. “La que no tiene suegra ni cuñada ésa es bien casada”,”Cuñadas buenas hay por docenas”, “Con pretexto de primo a la prima me le arrimo”, “La botella o la hermana si te la piden, dala”,”A la mujer y a la suegra darle poca cuerda”. Todavía hacemos uso de algunos refranes como broma o en charla coloquial, sin la carga misógina que reflejaban hace décadas, afortunadamente en la sociedad actual la mujer ha sabido situarse en el lugar que desde siempre le ha correspondido, lo que se demuestra en todos los aspectos de la vida y en todos los campos de la sociedad. En fin, “la sencillez es el mejor adorno de la mujer”, por eso me preparo para salir teniendo cuidado de mi apariencia porque “la que se viste de verde su hermosura pierde” y “muchacha que viste colores brillantes no merece hospedaje”; me pondré un algo “rosa que a la mujer hace hermosa”, recordando que “mujer sin aretes, altar sin ramilletes” y “la mujer y la ensalada, sin aderezo son nada”.


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Francisco Morales Reyes

Los huesos de Antonio* Hace muchos años en el pueblo de Naolinco, existió un matrimonio formado por Antonio y Jacinta, los cuales procrearon siete hijos; pero existía entre ellos un pequeño problema, a Antonio no le gustaba trabajar y además era “borrachín”. Debido a tal situación, Jacinta lavaba, planchaba, ayudaba a hacer el quehacer en casas ajenas y los niños más grandecitos, ayudaban haciendo mandados en talleres de calzado y en las tocinerías existentes, era así como sobrevivían y todavía mantenían, al desobligado Antonio. Antonio, todo el día en la calle, vagando, tomando, y de darle mala vida a Jacinta y a sus hijos no se cansaba, pero llegó el día que Antonio abusó del aguardiente y murió ahogado en él. Debido a la extrema pobreza de la familia, era obvio que no tenían ni dónde ni con qué sepultarlo, pero con la caridad de los vecinos y un espacio prestado de uno de ellos en el Campo Santo, Antonio fue velado, sepultado y hasta olvidado. Al paso de unos seis años aproximadamente, el espacio que les fue prestado en el panteón para sepultar a Antonio, era necesario que lo desocuparan, ya que surgió un difunto de la misma familia que en su momento se los procuró. El señor camposantero de esa época, no tuvo el valor sentimental de arrojar los huesos que quedaban de Antonio hacia la basura o a los escombros, optó por juntarlos y llevarlos a la casa de Jacinta, a ella no le quedó más remedio que recibirlos, al cerrar la puerta Jacinta murmuró: “hay Antonio, ni muerto me dejas en paz” A Jacinta, de momento se le ocurrió poner los huesos de Antonio en una vieja olla de barro, al pie de la puerta de la entrada de su casa. No faltó que se supiera tal ocurrencia, que empezó la gente a curiosear la casa de Jacinta y la vieja olla con los restos de Antonio; hubo quienes empezaron a dejar una que otra moneda.


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Fue así, como creció la noticia y la fama de los huesos de Antonio, que cuando llegaba gente de Xalapa y otros lugares circunvecinos o lejanos a Naolinco, se volvió “visita obligada” conocer “los huesos de Antonio” y dejar su “previa propina” por dicha visita. A Jacinta le fue tan bien, que pudo mejorar su economía, dejó de trabajar en lo ajeno ella al igual que los niños, se compraron su propia casa y a partir de entonces se dedicó sólo a esperar a los “visitantes”. Fue así que con gran ilusión y esperanza, pudo mandar a todos sus hijos a la escuela. Pero todas las noches antes de acostarse, Jacinta veía la olla de los huesos y murmuraba: “hay Antonio, quien pensaría que nos “procuras” más, muerto que vivo, ¿Porqué no te moriste antes?”….

* Del libro Naolinco y sus rincones. Edición de autor


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EL CORAZÓN SE VE MORIR A Jorge Lobillo

Frente al cielo vencido de la carne, frente a ese cielo que no vemos al inicio ¿qué gratitud o qué humildad nos salvan de la tierra que somos, que seremos y que fuimos? Si las flores se abren como el mar, o se cierran antes de cantar, ¿A quién se ofrecerá este sacrificio? El corazón se ve morir, y se obedece, y no ignora la tiranía de los soles que progresan hacia el centro de sí mismos. Los ojos se abandonan, cada tanto, y siempre, preguntamos, compungidos, ¿alguien sabrá si los ojos retroceden o si sueñan con reírse de los años que no vimos? Vivir, acaso sea, en el presente, como este sembrar en el surco de la queja, un árbol mínimo. Pero, cuántas veces, vivir, será temblar y, no saber, que el trigo, es como un pájaro en el aire suficiente de olvido… Ah, ¿Planetas necesarios a quién?, giramos, amorosamente, alrededor de un “será”, de un “poco más”, y de un ” después”, inflamado, solitario y presentido y, nos rompemos, sin más y sin por qué, como el grano de la ternura que crece aquí, allí, a la vista, como un cuerpo conocido.


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Pero, ¿Planetas, insistentes, en búsqueda de qué? Nos revolvemos con los nombres de la nada propia, seducidos. Nos movemos hacia el mundo debajo de la piel, escribimos, de la arena de la tarde, en el envés, perseveramos en la débil línea de la lluvia que escogimos. ¿A qué viene, entonces, esta balada del centinela, del ser que se amamanta del pezón ambiguo del ayer? Si el corazón se entrega tendido sobre un campo, florido o brotado de deslices consigo mismo, o se despide encima de una cama de razones jóvenes, de verdades activas, pero, pobres, de dolores que no niegan su designio; si mañana es una cifra, apenas, formada, -­‐el comienzo de un verbo en los cráteres que dejó la lujuria, alguna vez-­‐, algo de nosotros, nos alcanzará, en la derrota, como un deseo propio que se sacude del deseo del límite reñido. Y como para una gaviota que no cree en ella misma, profecía cumplida en nuestro único rostro, peleado, contendido, vivir, a cada paso, será trazar la periferia obligatoria de los días que se extrañan, de las noches que regresan a los pies, frente a la evidencia involuntaria del todavía, con que, el fuego, insuperable, nos traspasa. Nos mentimos: Ay, el mármol vencido, el farol encendido, sin ceder…el corazón se ve morir, y se obedece, y no ignora la tiranía de los soles que progresan hacia el centro de sí mismos.

Colombia, 02 de junio de 2015

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Gloria Domínguez

LLUVIA SIN FIN Lluvia sin fin. Cielo triste. 
 
 Los dioses arrojan su furia, abandonan su puntual resguardo, no conocen medias tintas. 
 
 Crece la ola furiosa, la cresta del horror. 
 
 ¡Oh, lluvia triste de muchachos sin futuro!, ¡Oh, no! ¡Danos la mata del regreso a la vida! ¡Danos la semilla arrebatada! ¡Danos el clavel ondeando sobre los campos libres! ¡Libera la tierra de tus hijos amados, que no deseas cubrir por voluntad canalla! ¡Vivos los queremos!
 ¡Oh, cielo azul nocturno de estrellas ambulantes, cuidadoras! ¡Vuelve! ¡Vuelve! Octubre 27 2014.


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Isis Samaniego

La emboscada* a mi hermano

Éramos demasiado pequeños cuando un ejército se abalanzó sobre nosotros. Empezaron por mordernos los dedos de los pies. El sueño, que ese entonces era pleno, hizo que no despertáramos hasta que las tuvimos en el cuello, a punto de sucumbir ante sus temibles tenazas, que ya en ese trecho del cuerpo debilucho de un niño eran un arma letal e infecciosa. A gritos y sombrerazos nos despertamos aterrados, algo se había introducido en nuestra cama para tratar de asesinarnos. Gritamos a más no poder que nos quitaran esos bichos de encima. Corrimos en rededor de la cama, del cuarto a la cocina y viceversa, sin encontrar el apagador de la luz, y la noche tan oscura caía sin tregua sobre nosotros. Cuánto miedo teníamos agazapado entre los calzones y los calcetines, que era lo único que conservamos ante ese ataque feroz. Cuánta maldad creímos infligida contra nosotros. Sospechamos de todos: del gato que días antes le habíamos amarrado una lata a la cola y que para mejor agarre le rasuramos con tijeras; del perro al que bañamos en una tarde tan fría que y que por esa causa mamá le había colgado una cinta al cuello con limones que ya no pudimos saborear. También sospeché de la lagartija que pescamos entre los matorrales del floripondio, y acabamos por encerrar con muchos mosquitos para que no muriera de hambre, y sin embargo escapó. Imploramos que nos abrieran la puerta. Nadie escuchó el llanto de nuestras gargantas, ni vio los mares de lágrimas que tiramos en abundancia en ese mundo desierto. Sólo quedó la noche para gritarle. La oscuridad era inmensa como nuestro miedo y el llanto sin eco. Mamá traía en su monedero la llave de la puerta, siempre al final o a mitad de la noche. Por eso no recuerdo la cara de ella. Ahí crecimos solos, como dos huérfanos, como dos sin papeles, siempre con tutores que nos maltrataban porque no había sueldo para trabajo tan ordinario como la crianza de un niño. La rasquiña y el ardor de la piel eran insoportables. Buscamos huecos para escabullirnos de esa amenaza. En vano tratamos de abrir la puerta. Por fin encontramos una salida, el cristal de una persiana en la ventana faltaba. Fue suficiente para alzar una escalera de sillas y almohadas. Huimos desde esa noche. La calle fue el mejor hogar que soñé.


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Ya en la rebatinga por salir, nos tapamos con lo que pudimos encontrar. Un solo zapato te acompañaba, un short, una gorra y la carrera. Mi suéter era tan largo como el trayecto de la nada que pisamos durante toda la calle de Hermenegildo Galeana, hasta que una señora nos ayudó a cruzar la acera principal, donde mis audaces señas dieron con la párvula casa de la abuela. Ese ente arrasó con todo. A su paso fue dejando cadáveres que descubrimos al otro día, cucarachas carcomidas, grillos tostados de vacios, gusanos retorcidos y otros tantos que al igual que nosotros fueron tomados por sorpresa. Mamá hizo las indagaciones necesarias para descubrir que el ataque se había iniciado por unos panes que tú y yo guardamos de contrabando debajo de las cobijas, y que ellas en esa vorágine de hambre detectaron. Con tal saña nos atacaron que al otro día los dedos de los pies no pudieron meterse en los zapatos de la escuela y eso fue un punto a favor para no terminarlas odiando. Mi oreja izquierda zumbaba por la comezón y tu cara parecía un algodón rosa de los que vende en las ferias de los pueblos. La maestra nos visitó y de ahí dio el veredicto: tres días en casa sin ir a la escuela. Razón de más para perdonarles la emboscada a esas negras hormigas, a quienes de ahí pal real les tuvimos consideraciones, no por buenas, sino porque habían hecho el milagro de que alguien nos tomara en cuenta en esa casa llena de hostilidades. Hay veces que sospecho que fuimos felices tú y yo robando pedazos de pan en la panadería de la esquina. Era el consuelo de este par de niños mal nacidos. Te fuiste ayer, cuando ya podías caminar bien y la cabeza no te dio para el estudio. Te fuiste al otro lado en busca de esperanza y de trabajo. No creo que regreses, las afrentas fueron muchas en esa casa, donde las emboscadas no sólo eran de las hormigas. Pero, por si las moscas, tengo un espejo para platicar contigo, pienso qué decirte y ensayo todos los días, hasta aquél, que espero llegue, y la Némesis tome en sus manos el destino de nuestros padres. *Cuento que le da título al libro de Isis Samaniego publicado en 2012 por Ed. Zetina y Ají Ediciones.


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Al fin la muerte

Tibia tarde de nubes de coral, velos de viento atavío del cabello. El horizonte separa el agua del cielo esgrimiendo pensamientos postreros.

Allí, tendida y enmudecida me abandono sumisa a la voz súbita que habla a mi interior.

El lecho es de arena y sal de sal es la lágrima que resbala recorre la mejilla y se une al mar.

Desecho sueños obstinados impertinentes de la quietud del cuerpo. La paz cercana y victoriosa anuncia el fatal instante que espero.

El ocaso compasivo me recibe escenario perfecto del último acto, observo el vuelo del ave tardía que lleva en sus alas mi último aliento, manto nocturno que cubre el cielo.

Koryna Hernández Hernández


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Al fin la muerte embelesada con la arena que cubre la espalda aterida silueta sobre la playa, taciturna muerte sin sepulcro carne y huesos sin alma.


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Jorge Enrique Escalona del Moral

LA CITA*

I Te levantas aún adormilada. Después de una ducha te pones la ropa: no puede faltar el color oscuro, tu preferido. Desayunas de prisa, otra vez el tiempo te presiona, te ahoga. Viajas rumbo al trabajo. El metro, a diferencia de otras veces, ofrece cierta comodidad: subes al vagón sin molestias. Te tranquiliza saber que es jueves. Miras el periódico que lee un pasajero. De pronto recuerdas que ese día tienes una invitación a comer. Te molestas, no te explicas cómo pudiste aceptar esa cita, te recriminas por haber dicho que sí, por haber proporcionado tu número telefónico, por permitir que ese hombre, por lo menos quince años mayor que tú, charlara contigo. La calma ha terminado: piensas cómo rehuir al compromiso, decides llamarle para cancelar, o de plano no asistir y así entenderá que no quieres verlo. Vuelves a reprocharte tu estupidez. Llegas apresurada al trabajo, pero con tres minutos de retraso. Aumenta tu enojo. Y luego las mismas caras, la misma rutina y la misma petición de tu jefe: trabajar más para incrementar las ventas y evitar el despido. El trajín laboral arrebata por unas horas tu preocupación. Al acercarse la hora de la comida vuelves a dudar: ¿asistir o no? Decides acudir a la cita. Llegarás tarde para que el destino marque tu suerte: si él no te esperó ya no tendrás que verlo nuevamente. Después de media hora, sorbes la última taza de café mientras él, Sergio, pide la cuenta. Aceptaste tu destino. Te despides con un beso en la mejilla y con la promesa de verlo tres días después.

Piensas que no estuvo mal, que

es agradable, que no es feo y además tiene dinero. Decides aprovechar su interés y salir con él varias ocasiones para conocer buenos lugares.


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II Te acomodas el cabello y te pones un poco del perfume que Sergio te regaló. Sales apresurada, no quieres llegar tarde. Nunca imaginaste que durarías tanto tiempo con él, hace ya dos meses desde la primera cita. Te subes a su auto, lo besas, te encanta el aroma de su loción. Por primera vez te propone ir a un hotel. Bajas la mirada y no respondes. Entran a la habitación. Te pide que no estés tensa, dice que él te cuidará, que no te lastimará. Lo miras sonrojada, tus ojos lanzan inocencia. Él te besa, te desnuda, te acaricia. Se desviste. Ya sin ropa, recorres su cuerpo con tus labios y mordisqueas su vientre, sus piernas, su sexo. Escuchas su gemido y un “qué calladito te lo tenías”. Le pides que se ponga boca abajo, él lo hace. Aprovechas para abrir tu bolsa, sacas una pistola y la colocas en la cabeza de Sergio. Le pides que con su cinturón comience a golpearte. Lo ves temblar y obedecer como esclavo. Le ordenas que pegue más duro. Le pides que grite que le gusta. Lo escuchas y te excita. Lo acuestas, lo pellizcas, lo muerdes, él sangra y con tu lengua expandes ese líquido vital en su cuerpo. Observas que su sexo está fláccido, le colocas el revólver en la frente y le pides que se excite. Tarda en tener erección, lo ayudas. Por fin te montas sin dejar de apuntarle con el arma. Le gritas que te pegue, le entierras las uñas, él sangra más y tu placer crece. Cabalgas aprisa, aparece tu orgasmo, tu vista se nubla, pierdes el control y disparas. III Llegas a laborar. Te ven con compasión, con solidaridad, con admiración, con ganas de ayudarte. Se han enterado, eres noticia nacional: eres la joven violada por un sádico, que mataste en defensa propia, eso dicen los periódicos. Saludas. Entras al baño y te ves en el espejo, recuerdas que mañana tienes una cita con el reportero que te entrevistó ayer. Ya no dudas: todo lo dejarás en manos de la suerte. *Del libro Laberinto de mujeres (UNAM-FES ZARAGOZA, 2008)


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CIENCIA FICCIÓN Bernardo Cortés Vicencio Y esta ola rocosa moldeada por el viento, sobre este jardín de ínsulas aciagas entre las rutas curiosas dibujadas por los suelos profundos donde James Cameron se inspiró, [quiero afirmar que al infinito lo ordena el mundo sobre un contorno de mí mismo] no es más que un grupo de jirones secos vestidos con un reflejo de fondo ¿acaso será la sustancia verdosa al caer en la ausencia total con la luz? Acaso será el objeto que no alcanza a madurar inundado por el frío y olvidado por mi sombra de ciencia ficción, acaso evade un coro vacío descendido por las grietas posibles donde el silencio es una tormenta con los gestos de un mar, porque todo mar es un cuerpo somnoliento, házmelo saber, ¡oh! ángel del alarido constante en la guillotina del viento y la vigilia de los vencidos, a sabiendas, porque esta larga travesía ha dejado de nombrarme y este mundo frecuente deja cambios territoriales donde la noche carece de sentido y los cisnes son de piedra distante en la memoria. Y los caballos de penumbra amanecen como el dragón malabarista ardiendo por la boca del insomnio…acaso el unicornio vertical posa en los árboles hundidos del espanto, la tensión y la zozobra y la soledad conquista a la madrugada donde surge como un soplo de murciélago? Sólo es una película de largo trance, confirmo una conversación disimulada de saltamontes y grillos androides y libélulas eléctricas al final de esta isla flotante, en donde soy rescatado por esa balsa pequeña de mi credibilidad. Porque el reloj se vuelve un gesto simbólico, es como si cerrara un zoológico con esa tripulación extraña de ruidos confusos de ser una planta carnívora, ficticia, liderando mi confesión escrita, principalmente extendida en las distintas confesiones, no es más que una ilusión de imágenes fotográficas dando paso al cine sonoro de lento espejismo, yo digo, una silueta libera el espejismo como un personaje de acción que nunca inició la frase creada.

Papantla, Ver., México 15-07-2015 28


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Rocío D´Ledezma Nacida en la ciudad de Tierra Blanca, actualmente radica en la Ciudad y Puerto de Veracruz. Artista plástica que tiene en su haber una importante producción pictórica expuesta en variadas muestras individuales y colectivas. Incansable promotora cultural, pertenece al "Colectivo Mucar" conformado por artistas veracruzanos. Ha participado en diversos encuentros poéticos dentro y fuera del estado. Su poesía ha llegado a los lectores gracias a su obra discográfica, la publicación de sus poemarios, suplementos culturales y periódicos de las principales ciudades del estado de Veracruz. También es una reconocida muralista que conjuga poesía y óleo de una forma sorprendente, buscando en la naturaleza y el mar el origen de los frutos y las flores de las tierras veracruzanas. Agradecemos su colaboración en este número presentando parte de su producción pictórica.


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Permiso para volar Permita a sus labios extender sus alas en una sonrisa, entonces, sentirá mi caricia como suave viento. Permítame, recorrer despacio su cabello entre mis dedos y tejer en ellos mis deseos. Permítame, apenas rozar su cuello, con delicado pétalo y dialoguemos en silencio. Permítame, sentir su latido apasionado, que sea coro de ángeles en mis adentros. Y si usted quiere, posaré un instante mis labios en los suyos, bien sabe, han sido los únicos que me han llevado al mismo cielo.

Gabriela Jiménez Vázquez


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La máscara Lilia Cenobia Ramírez

Durante sus prácticas, la máscara antigases la hace sudar a chorros de la cara, del cuello, de la cabeza. En aquella ciudad al nivel del mar, en medio de ese olor a petróleo que inunda la ciudad y que nadie parece percibir, el calor sofocante la marea. Para colmo, tiene que usar ese incómodo casco de protección. Desde la ventana del laboratorio observa absorta las celdas electrolíticas en las que, a fuerza de corriente eléctrica, las moléculas de sal se rompen. A veces suena la sirena anunciando escape de cloro, entonces hay que salir al patio y correr en sentido contrario de la dirección del aire que detecta aquél pájaro metálico cuyas alas están corrompidas de tanto volar entre nubes verdosas; en esos momentos ni imaginar en quitarse la máscara, ya que sostenerla entre sus dientes -como las respiraderas del snorkel- es la única opción para no ahogarse. En esa misma fábrica, algunos años atrás, había estado Jesús, su vecino, quien le mostrara por primera vez la Tabla Periódica de los Elementos Químicos cuando la llevó de visita a la Escuela Tecnológica Regional. Eso la fascinó. Desde entonces quiso estudiar química, saber todo sobre los átomos, el estado cristalino y todo tipo de reacciones. Cuando tomó esa decisión, Jesús fue su tutor, su guía y su maestro. Él, en cuanto terminó la secundaria, se fue a la Vocacional 5, en el Distrito Federal, y después al Instituto Politécnico, a estudiar ingeniería química. Fue como ella supo del burrito blanco y de la Escuela Superior de Ingeniería Química e Industrias Extractivas, de que había aceleradores de partículas subatómicas y que las serenatas en vacaciones al pie de aquella ventana que daba al oriente, eran para ella.


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El misterioso día que Jesús se envenenó con cloro al atascarse en uno de aquellos inmensos tanques, ella lo sintió dándole un beso de despedida. No hubo más: desapareció de su sueño. Cuando lo trajeron en el féretro, se armó de valor para verlo, era el primer muerto que contemplaba. Confundida por esa cara amoratada, alcanzó a reconocerlo por su pelo recortado “de cepillo”. Ahora está en esa planta, consiente de evitar respirar el mismo gas que había acabado con la vida de Chucho. Corre al oír la sirena, la fuga de cloro esta vez ha tomado proporciones desacostumbradas y todo el personal sale desordenado hacia el estacionamiento. En la confusión se tropieza: la máscara sale volando. Tirada en el piso siente que entre la nube verdosa, Chucho la abraza, su beso apasionado le impide respirar, le oprime la garganta, la asfixia con dulzura.


Alfonso Pedraza

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El chino chupiro (tragicomedia chafa)

—¡Chíspate chino que viene la chota! —cuchichea Chente. El chino, chamaco chimuelo, machuca sus mechas con una cachucha chorreada como sus cachetes. Chamarra y huaraches que están pa´chillar. Es chupiro de banda que atraca por Chapultepec. El Chente es chilango, un chef que chambea en la charcutería “El lechón choncho”. Chaleco chapeado de chaquira y choclos de charol. Es cuate del chino desde que lo cachó, de pura chiripa, chupando su chemo en una casucha de Chimalhuacán. No quiere que el chino se chingue el pulmón y le dice: —Vuelve a la chinampa. Ponte a talachear. Allá en Xochimilco te esperan tu choza y los chongos de Chayo, esa chalupera que te afloja el chon, entre chuparrosas y cempasúchil en flor. Comerás chilaquiles, chayotes con chícharos, chichicuilotitos y cachos de amor. Y el chino muy chispas —ya chole, mi chente. Mi abuelo muy chocho, teporocho el pá y sin lancha pa’ cachar la trucha. Mi madre chupada, sin leche en las chichis pa’ criar ocho chilpayates que chillan como cochinitos que van a achicharronear, lucha noche a noche matando las chinches que invaden su chal. Es mucho tu choro mi chente, déjame en la chorcha, pásame la bacha, déjame chemear. El chino se marcha. Chente se queda chato, con dolor de choya y piensa —esta nochebuena ¿pa’ qué he de rezar?


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LA ADULACIÓN Zenón Ramírez García

Espinela encadenada.

Glosa Oye la verdad hiriente
 que te confiese un amigo
 y no a la voz complaciente 
 de tu falaz enemigo.

Grave tarea me ha dejado
 en una sala de espera
 un amigo que desvela
 por ver el verso rimado
 en un tema prefijado
 que mucho gusta a la gente,
 pues resulta complaciente
 escuchar la adulación,
 más yo te doy mi opinión:
 ¡Oye la verdad hiriente!

Que te confiese un amigo
 sin ambages, sin cautela,
 cuál tutor, cuál cenJnela
 de tus actos que es tesJgo,
 de lo que no va conJgo…
 ¡Es un hecho consecuente
 de una amistad indulgente!
 ¡Pues te da de corazón:
 escuches a la razón
 y no a la voz complaciente!

Oye la verdad hiriente
 aunque sientas el desgarro
 que en tu alma de bizarro
 deja esta espada candente,
 y ve siendo consecuente
 con quién te da este casJgo,
 porque no es fácil consigo
 expresarte la verdad.
 ¡Lo que debes apreciar
 que te confiese un amigo!

Y no a la voz complaciente
 que no sufre, que no vela,
 como quien en espinela
 se esfuerza por ser coherente
 con la amistad diligente,
 que en sala de espera, abrigo,
 aunque azote el viento al trigo,
 siga en vela por librar
 que te dañe la maldad
 de tu falaz enemigo


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Filemón Zacarías García

LA MUJER DEL RÍO

Cuando despertó, el sol penetraba entre los árboles y lamía las piedras del río. Estaba sumergido hasta la mitad de su cuerpo en la pequeña playa ondulante, las olas del río chapaleando en sus oídos y el sol de las ocho habían logrado despertarlo antes que el calor vaporizara sus recuerdos. Se incorporó dando traspiés y cuando logró avanzar hasta la orilla, la imagen de la mujer tendida entre las rocas, le regresó de golpe el pasado: parecía dormir, pero el hilillo de sangre que manaba de su oído y el sepia de sus párpados fijos en el azul de abril, indicaban otra cosa. Aterrorizado, empezó a correr tropezando entre las piedras, atravesó un pequeño bosque de cedros y pasó en medio del cuarto en ruinas donde la noche anterior había compartido el alcohol y la luna llena con la muerta, alcanzó a ver de reojo las bragas de prostituta y sus medias negras en un rincón y no pudo evitar - a pesar del espanto - recordar su dentadura perfecta y su lengua de sierpe hurgando paraísos en su entrepierna. Huyó durante minutos que se hicieron eternos hasta que no pudo más y cayó al suelo a la entrada de un puente colgante. Ahí permaneció hasta que una parvada de loros le alborotó la resaca. Se incorporó con la vista nublada y la vio, caminaba hacia él deslizándose por el puente con la gracia de una gacela, sus grandes ojos negros y su cabello largo le llamaron la atención, pero fueron su dentadura perfecta y su sonrisa de ninfa, las que le volvieron el recuerdo…era la misma muerta que regresaba para ayudarlo a morir sin cargos de conciencia, pensó. Le ayudó a incorporarse y lo llevó a un remanso del río entre grandes peñascos. Fue feliz en su regazo absorbiendo el cálido humor que despedía y ya no le importó que fuera una muerta y que él estuviera vestido de harapos. Siempre se había considerado un vagabundo de postín con su sombrero canotier y su abrigo de gamuza que había sido beige y que ahora mostraba un extraño color café de tiempo y olvido. Se dedicó a saborearla con la mirada, la absorbió completa, sus ojos recorrieron su geografía con un extraño arrobamiento, desnudaron sus senos erectos, se deslizaron por su cuello extrañamente terso y bajaron hasta sus piernas que asomaban bajo la falda de estambre, pero cuando penetraron sus pupilas, ocurrió: bajo las tupidas cejas advirtió algo indescifrable, se incorporó y empezó a cuestionarla:


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-¿Cómo te llamas? – - ¿Dónde vives? – - ¿Por qué andas sola por estos lugares? – Pero na d a, e l si l enci o y sus oj os extraviados tras una mariposa que deambuló entre los árboles, le indicaron que algo extraño sucedía. Quiso continuar con el interrogatorio, pero ella sacó un pañuelo de entre sus ropas y se lo colocó amorosamente en los labios rotos, empezó a limpiarle el rostro ennegrecido de sangre seca, mojaba el paño en el agua fría y acariciaba su cabeza enmarañada de polvo, sus mandíbulas tensas por la emoción. No le preguntó nada, no le tuvo miedo, solo lo limpió con un amor inconmensurable. El se sintió flotar entre nubes altas y blancas como las que asomaban entre las ramas de los framboyanes. Al mediodía, lo llevó de la mano por un sendero cubierto de maleza hasta una choza desvencijada. Para entonces, él se había percatado de que no era la muerta del río y que su extravío se escondía entre sus lindos ojos y sus pasos de gacela. Pensó en la noche anterior y no pudo evitar un estremecimiento. Empezó a desandar lo vivido y recordó como conoció a la prostituta en ese tugurio de mala muerte, como después de botella y media de ron barato, se habían ido persiguiendo la luna llena camino del río y habían logrado hacer un sexo de bisutería endemoniadamente placentero en el cuarto abandonado y cómo, de pronto, había sentido algo como un martillazo en la cabeza, recordó entre nieblas su miedo y su desesperación en un sueño entrecortado por la angustia y los dolores, pero nada más, hasta el momento en que el sol y el río, habían acabado por despertarlo. Le entró el miedo a ser inculpado, recordó al barman del tugurio mirando con envidia sus arrumacos con la prostituta, a los parroquianos que jamás había visto pero que al salir con ella le acariciaron los glúteos, a los que estaban en la salida, y pensó que cualquiera de ellos podía acusarlo del crimen. Para entonces, la mujer había conseguido preparar algo de sopa y había sacado unos mendrugos de pan entre unas tablas del fondo. Comieron ávidamente mientras él la miraba sin poder creer que alguien tan bello pudiera vivir entre el fango de la amnesia social.


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Ella, al regalarle su sonrisa sin doblez le prodigaba otro mundo, uno paralelo donde escapar de la ignominia y los índices acusatorios. Razón suficiente para que él, un paria sin destino que no había conocido el amor, decidiera quedarse con el tesoro recién descubierto. Así que más tarde, desanduvo el camino hasta la ciudad para ir al edificio abandonado donde vivía y rescatar algunas cosas que les pudieran servir en su nueva morada. Evitó pasar por el paraje fatídico junto al río, pero desde el puente colgante hasta la primera calle de la ciudad, su caminar fue la antesala del infierno. Cada patrulla que veía pasar, cada hombre que cruzaba en su camino, era motivo de sobresalto y angustia. No sabía nada respecto a la muerta del río, pero su mente atolondrada suponía escenarios terribles. Regresó cargado con un costal de trebejos para cocina, algunas vituallas y latas, una lámpara sorda y algunas mantas, pensaba vivir con quien jamás cuestionaría su mediocridad, ni su anarquía. Cuando llegó a la choza, acondicionó la pocilga para vivir una noche romántica. La mujer observaba atónita la inusual ceremonia, no faltó la flor ni la ilusión de ser feliz por vez primera junto a su loca. Era la segunda noche de luna y la segunda noche de sexo para él después de mucho tiempo, aunque, para ambos; era quizá la primera noche de amor. Fue extraordinario descubrirse en medio de la soledad, recorrerse palmo a palmo con la ternura que solo los seres destinados al olvido pueden prodigarse. La noche y las miríadas de estrellas que se traslucían por los agujeros del techo fueron digna marquesina para ese teatro de amor. Al siguiente día, el feliz vagabundo se bañó en el río, se afeitó por primera vez en años y se colocó su inseparable abrigo de gamuza, tomó café con su amada que resplandecía de abril colgando de su cabello, y partió a mendigar con renovados ímpetus. Una utopía asomaba a su mundo de marginación y abismo. La mujer, mientras tanto, se miraba en el espejo empañado con mirada diferente, y parecía sonreír al sol que empezaba a entrar en su pocilga.


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Una utopía asomaba a su mundo de marginación y abismo. La mujer, mientras tanto, se miraba en el espejo empañado con mirada diferente, y parecía sonreír al sol que empezaba a entrar en su pocilga. Al otro lado del río, casi para llegar a la entrada de la ciudad le marcaron el alto, eran diez vestidos de un azul más oscuro que el cielo recién descubierto, eran unos perros enormes con las fauces acezantes que parecían disparar ladridos acusatorios, su mundo se desmoronó, sus ojos desorbitados no pudieron con la angustia y empezó a correr, atravesó de nuevo la finca de café, el cuarto abandonado, el pequeño bosque de cedros, cruzó el cuarto de marras y al llegar al puente colgante fue alcanzado por dos perros que lo atraparon del brazo y la pantorrilla, “su loca” acudió con el escándalo y quiso liberarlo, fue atacada salvajemente por otro de los canes, un policía, nervioso, disparó desde abajo para asustarlos, pero la bala atravesó una tabla del puente y se anidó en el pecho de la mujer que se desmadejó como hilacha en las maderas colgantes, que empezaron a moverse en una danza de muerte, el vagabundo, con adrenalínico esfuerzo, logró liberarse de sus captores y corrió a abrazarla, sus lindos ojos negros se habían cerrado para siempre y un hilillo de sangre escurrió por sus brazos engarrotados de rabia. La desesperanza lo cubrió todo, su mundo se redujo a la sal que bajaba por su rostro. -¿Qué podía hacer ahora?-¿A quién le importaría lo que un desgraciado alcohólico sintiera? – -¿A dónde carajos iba a poner ahora los sueños? Su dolor se transformó en furia, cuando el primer policía le puso las manos encima, con fuerza nacida del miedo logró levantarlo y arrojarlo por encima de la malla del puente, cuando sonaron los primeros disparos, él ya iba volando hacia la libertad y la muerte. Se hizo una mancha café entre las peñas de abajo, una alfombra de gamuza que flotó por breves instantes sobre las crestas del río…y luego nada, un número para las estadísticas y una utopía más que moría entre las diez y las once… de ese abril enmudecido.


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Juan José Enríquez Rivera

AURA LUNA Tu mirada respiro… Difusa… En beso poseído de nimbos y signos… ¿Tus labios sepia resguardan la mirada que cela espejos? ¿Visión fósil en laberinto reconoce la daga parpadear al unicornio de sonrisa demacrada y columna débil celeste?… ¿Aún condolece?… Tu frágil rostro… ¿Aún mira?… ¿Aún agoniza?… ¿Aún desvanece?… Incógnito abismo de espiral brillante… Merodea al vivaz monstruo y evoca al enmarañado corazón… Al beso de sangre… La noche de sol que tu voz eclipsa…


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Halma Chávez

JORGE El domingo, dando las doce y media del día, Jorge salió al buzón a recoger la correspondencia acumulada durante la semana. Después de hacerlo, entró de nuevo a la casa leyendo los sobres. Uno en especial llamó su atención poderosamente. No tenía escrito quien lo remitía, sólo su propio nombre y dirección. Curioso, fue el primero que abrió y al leer el contenido de la única hoja que había dentro sintió que las piernas le flaqueaban. Con letra impecable, la nota le informaba que Alicia acababa de morir que había decidido terminar con su vida ingiriendo algún veneno y que ya había sido incinerada. Decidió cancelar todos los compromisos que tenía para ese día, hasta el de aquella mujer que le ofrecía un sin fin de placeres y que justamente por la noche pensaba, al fin, probarlos. No le importaron los reproches al otro lado de la línea telefónica, ni que lo mandara al diablo sin oportunidad de otra nueva cita. Lo único que sentía en el pecho era la quemadura de la ausencia. Sin el consuelo del último adiós a la mujer amada, a Jorge no le quedó más que el llanto. Y mientras los ojos se le convertían en mar, un torbellino de recuerdos le rendía homenaje a la difunta. Recordó el breve noviazgo. Los días de playa, que él con tanto celo había guardado para compartirlos con alguien especial. Los besos en el coche, que culminaban en fugaces encuentros sexuales, desafiando las posibles miradas de los vecinos. Las pláticas sobre cualquier tema que en ocasiones terminaban en debates acalorados sobre sus diferentes perspectivas de la vida propia y del mundo. Los caminos hacia ningún lado, escuchando música que los identificaba. Recordó también su cuerpo menudo minado por una enfermedad cardiaca y su carácter indomable, que le producía una mezcla de guerra y paz a diario. La obsesión por el orden doméstico y la devoción que lo hacía sentirse idolatrado. Recordó todas las horas buenas, en su compañía, hasta que se quedó profundamente dormido, abrazando la carta que le había anunciado su muerte.


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Al día siguiente, la jornada laboral le pareció infinitamente más larga de lo habitual. Los quehaceres cotidianos no le impedían sentir la tristeza por la pérdida recién leída ayer. Una creciente necesidad de esquivar cualquier contacto humano le hacía repeler las bromas y pláticas acostumbradas de sus compañeros de trabajo. A las ocho de la noche, al salir de la oficina, en vez de solicitar que alguien lo llevara, como solía hacerlo para ahorrarse el pasaje, decidió regresar caminando a su casa. Al atravesar un parque, creyó verla en dos o tres rostros adolescentes que regresaban apresuradamente después de la salida de algún colegio. Le pareció curiosa esa confusión de imágenes porque Alicia debía tener casi cuarenta años, al momento de su muerte. A la mitad del trayecto se sentó en una banca solitaria y continuó atormentándose con la vida que vivieron en comunión. Lo que más extrañaba eran sus charlas de madrugada después de haber hecho el amor y el olor a cigarro que él tanto aborrecía y que le daba un sabor inigualable a sus besos. Luego aparecieron los reproches contra sí mismo. Se daba cuenta que no la había apreciado como en realidad se merecía. Se habían casado teniendo él treinta años y ella apenas dieciséis. Un hombre criado bajo el cobijo de una familia machista y una niña que sólo conocía historias de príncipes y finales felices. Al principio todo había sido hermoso, miel sobre hojuelas. La novedad de un cuerpo tan tierno y perfecto, lo emocionó durante dos años, hasta el primer embarazo. Entonces, como por arte de magia, se perdió el encanto. El cuerpo grávido de Alicia se hinchó casi treinta kilos extra debido a la retención de líquidos y la piel de su vientre y sus senos se rasgaron con miles de pequeñas estrías negruzcas. Los pezones, otrora rosados, adquirieron un color oscuro que le provocaba asco al verlos. La metamorfosis no le gustó a Jorge, quien se sintió decepcionado sin consolarse ante el hecho de que se debiera a que esperaba un hijo de ambos. Pronto sus ojos se fueron tras las caderas perfectas de la vecina de al lado, quien disfrutó de paseos y cenas a media luz, de ramos de rosas y chocolates, de joyas no muy costosas y noches en moteles escondidos. Después no tan escondidos. Cuando se acabó la aventura, a dos meses de haber nacido el primogénito, también se había acabado la paz en el hogar.


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Fueron veinte años de dolorosas verdades para ella, siempre vestidas con faldas cortas que apenas tapaban las hermosas piernas de la dueña en turno. Sólo los cuatro hijos, los últimos tres producto de las reconciliaciones, la motivaban y obligaban a continuar junto a él y a él le aseguraban que podía continuar impune con el daño, enarbolando la hombría en base a la providencia doméstica y a las conquistas femeninas realizadas. Sin embargo, un día ella enfermó del corazón quizá debido a tantos sinsabores maritales e intempestivamente decidió irse de la ciudad, junto con los hijos, con el pretexto de que la altura del Distrito Federal le complicaba el padecimiento. Y se separaron. Al principio la soledad lo quemó, durante los primeros seis meses. Las llamadas telefónicas eran a diario junto con las promesas de amor eterno. Después, cuando la resistencia por volver se hizo evidente, las peticiones de perdón y los ruegos porque regresara se sucedían interminables hasta que Alicia cedió. Sólo para encontrarse el mismo día de su llegada, justo antes de tomar un taxi que la llevara a su casa donde la esperaba Jorge, con una mujer que la aguardaba furiosa en la terminal de autobuses para presentarle al nuevo vástago de su marido, un chiquillo de apenas un año de nacido. Reconocido legalmente por éste. Esta vez no hubo regreso, ni tampoco súplicas porque regresara. Sólo un silencio pesado que no permitía intromisiones. Los hijos padecieron estoicamente la orfandad de un padre que se negó a dejar un estilo de vida tan placentero. Y al paso del tiempo, fueron olvidando su recuerdo. Pero ellos, Alicia no. Y él lo sabía por amigos mutuos que le decían lo que sufría recordándolo. Sufrimiento que lo engrandecía y vengándose de la afrenta de haberlo abandonado, azuzaba a los conocidos para que le contaran lo feliz que era sin ella, lo bellas que eran las mujeres que le ofrecían su cuerpo, lo poco que le había importado su partida. Ahora Jorge se arrepentía. Ahora entendía que un amor como ése no merecía el final que él le dio. Y revolcándose en la culpa, siguieron noches interminables de llanto y deseos de suicidio para alcanzar a la mujer amada en el otro mundo. El infierno en la tierra. Por momentos sintió que tocaba el filo de la locura.


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Pasaron días, semanas, un mes, tres... Alicia se fue convirtiendo en el fantasma de una herida que no cerraría pero que ya tampoco mataba. Entonces el corazón comenzó a sanar. La resignación apareció en forma de una chiquilla de veinte años en busca de dinero fácil, a costa de hombres que sentían que la podían enamorar con detalles cursis y, por supuesto, regalos caros. La encontró semiescondida en el archivo de la oficina y finalmente después de una o dos negativas a salir con él, había accedido a tomar una copa el siguiente domingo. Llegado el día, Jorge despertó muy tarde a propósito, casi a medio día, para guardar energías por si acaso. Tenía casi dos años que no tocaba, que no besaba, que no poseía a ninguna mujer. Feliz esperaba que esta noche se rompiera el celibato. Salió después de tomarse un café a recoger la correspondencia acumulada durante la semana en el buzón y después de recogerla, entró de nuevo a la casa leyendo los sobres. Uno en especial llamó su atención poderosamente. No tenía escrito quien lo remitía, sólo su propio nombre y dirección. Curioso, fue el primero que abrió y al leer el contenido de la única hoja que había dentro sintió que las piernas le flaqueaban. Con letra impecable, la escueta nota le informaba que Alicia acababa de morir, que había decidido terminar con su vida ingiriendo algún veneno y que ya había sido incinerada. Entonces, Jorge marcó un número telefónico para cancelar abrupta y hasta groseramente la salida de esa tarde. No le importaron los reproches femeninos al otro lado de la línea telefónica, ni que lo mandaran al diablo sin oportunidad de otra nueva cita. Lentamente dobló la nota y dirigiéndose al estudio, la guardó en el cajón del escritorio, junto con otras que decían exactamente lo mismo y que había acumulado durante los dos años anteriores. Después, con los ojos arrasados de lágrimas, sacó de otro cajón del mismo escritorio, papel y bolígrafo y comenzó a redactar una carta, con muy pocas líneas. Al terminar, buscó un sobre, de los muchos que había comprado desde hacía tiempo y la metió ahí. Escribió su propio nombre y dirección en él, en el lugar del destinatario y la guardó, en espera de que cumpliera en otro tiempo futuro con el cometido de hacerlo expiar la culpa de haber provocado la muerte de su único y verdadero amor.


46 Alberto Calderón P.

Tamarindo* Árbol de hojas esbeltas, de fronda sombra, grande ante mí. Elegante te presentas cargado de frutos, cuelgan tus pequeñas vainas cafés, innumerables como las múltiples gotas que segrega mi boca cuando tu sabor inunda mi ser. Morena veo tus lisas y carnosas piernas color del tamarindo, siento tu cercanía y un ácido recorre mis pensamientos al ver tus caderas, también las ventanas de tu universo, esos ojos de color intenso igual que la semilla del fruto. Bebo de tu esencia, siento como refresca mi cuerpo. Invades mis pensamientos, imagino lo terso de tu piel. Al pasar a mi lado, observo tus pechos que me saludan en un bamboleo cadencioso, llegas a la sombra del palxuchuc que me cubre del sol, cae un tamarindo entre los dos, mi vista se posa en tus carnosos labios, asomas discreta una sonrisa. Escucho el crujir de una vaina que pisas al pasar, brota la pulpa desnuda, ese fue mi último recuerdo de ti.

*Del libro El salto. Edición de autor


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Tres pies y un gato

Roberto Rosales

-Ven aquí, ahora camina hacia donde está viendo el gato. Avancé como cien metros y me detuve. -¿Aquí está bien? -Mmm, no creo, los gatos ven más lejos -me gritó. Después de doscientos metros le llamé por teléfono: -¿Crees que aquí sea suficiente? -No, avanza hasta que me pierdas de vista, el gato aún mueve la cola, sigue viéndote. Camino rápido y de mala gana, ojalá que el gato no se aburra y quiera moverse de lugar. Marco el número telefónico de Laura: -Ya estoy acá. -¿Cómo sabré si estás en el lugar correcto si no te veo? Voltea la luz del celular o enciende un cigarro. Hice giros en el aire con mi celular y llamé de nuevo. -¿Me ubicas? -Sí -me contestó-. Sigue haciendo esos movimientos, el gato tiene cerrados los ojos. Si Laura no creyera tanto en esoterismo, horóscopos y hechizos quizá no estuviera aquí. Un experimento es el que me tiene haciendo movimientos ridículos y caminando en un lugar despoblado a mitad de la noche. "Si caminas en línea recta hacia donde dirige la mirada un gato que sea de color gris y una mancha negra en la cabeza (para lograr tener un gato con estas características, tuve que realizar tres cruzas de mi gato Charly con diferentes gatas, hasta que salió una cría con los colores requeridos) y logras detenerte en el límite entre su mirada y la oscuridad, sentirás viento sobre la espalda que te helará los huesos, entonces sabrás que estás en el lugar correcto, ese es el momento de pedir un deseo, primero con el pensamiento, después lo gritarás con toda tu fuerza para que se te conceda” Le llamé a Laura: -¿Ya abrió los ojos el gato? No me contestó.


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Pescador de erizos

Laura Pini

Sería fácil dar un salto y terminar con todo. Enfrento al mundo de pie, en un pedestal triangular de madera a mitad del mar. La Tristesse de Chopin, que habita las olas, hace que de mis ojos se despeñen lágrimas. La sal ha partido la piel de mi rostro y mis pies. En el horizonte la tormenta relampaguea, llueve. La soledad pesa cada vez más; de noche y en invierno es peor. Hace frío. Con la obscuridad subirá la marea. Los troncos de la playa que son arrastrados mar adentro golpearán la columna que me sostiene, amenazando con hacerme perder el equilibrio. Las bestias del agua nadan alrededor mío. Las de tierra gimen. La tristeza amenaza con devorarme. Recuerdo los tiempos de vida sencilla, aire transparente, tierra próspera. Apacibilidad. Resolverlo todo al principio fue un reto, luego placentero y, por último, una carga. Con banderas roja, negra y amarilla, cual jinetes del apocalipsis, tres barcos se aproximan desde tres puntos cardinales. Han liberado sus alegorías: guerra, hambre y muerte. El dolor se expande, pero el egoísmo predomina. Una goleta desconocida se aproxima con el fin de robar el oro verde bajo el pilar. Quizá nunca hubo paz. Cuervos metálicos vuelan sobre mi cabeza, sus garras parecen señalar mi corazón. Al amanecer el poste se ha hundido un poco. El Verano de Vivaldi me desconcierta. Un pescador de erizos se acerca en su balsa y me ofrece ayuda, la quimera se ensombrece. El oleaje amenaza con derribarme. Los erizos carmesí que han quedado sobre el pedestal me obligan a pararme de puntas. La barca se aleja. La muerte desciende asimismo en nubes de aluminio. Los espejos relucientes exhiben la envidia. El hambre de unos no conmueve a los otros. Tengo sed. Justicia. El aburrimiento y la indiferencia obstaculizan el paso al barco de la victoria cuya bandera blanca apenas ondea. Las imágenes se hacen añicos y, no obstante, la muchedumbre besa sus despojos. Obsesión. Las cuentas de los rosarios, malas y másbahas se deshacen una por una al igual que las plegarias. Un velero pasa regalándome una brisa fresca que disminuye el dolor de mis heridas. La espalda se me está haciendo girones. Los niños lloran en medio de las bombas. Sin brazos no hay esperanza: ya no queda nada. Anhelo ver el galeón en el que viaja el futuro. No recuerdo por qué lo abandoné o si fue él quien me lanzó al océano. Los miedos. El engranaje de la relectura no se comprende. Los graznidos callan. Las embarcaciones han sido embotelladas. Él pasó en una canoa y no lo reconocí. La marea desciende. A lo lejos escucho El cisne de Tuonela de Jean Sibelius. La humanidad y el pedestal siguen aquí, quisiera cerrar los ojos. Ahora clamo en el desierto.


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BENDICIÓN GÉLIDA Por Martha Cupa León

En un amplio salón del planeta Gélido estaban reunidos unos 200 gélidos que representaban a unos ocho millones de habitantes del pequeño astro. Tenían un interés muy grande en irse a vivir a la Tierra porque al estar más cerca del Sol que Gélido, obviamente el clima era más cálido y ellos ya estaban cansados de su frío hábitat. Malejor, el jefe supremo de los gélidos, sentenció: –Llegó el momento de quitarles las alas a los ángeles. Éstos no han llegado al planeta Tierra volando, sino en naves espaciales. Agregó: “Aunque los terrícolas no tienen ninguna evidencia científica de nuestra existencia, es necesario que sepan de una vez que los ángeles, las vírgenes y los santos viajan al planeta Tierra en naves espaciales u OVNIS, como ellos les llaman. A estas alturas los terrícolas ya deben asumir que hay vida en otros planetas.” Físicamente, el jefe supremo era igual que todos los gélidos: personas de piel muy blanca debido a su escasa exposición al sol, pelo ralo, rubio y lacio, con una estatura promedio de 1.80 metros, los hombres, y de 1.65 metros, las mujeres; la mayoría tenía ojos claros, de diferentes tonalidades de azul, gris y verde. Por otro lado, por una razón de relatividad, el tiempo en Gélido era más lento que en la Tierra, por lo que un año de vida en aquél equivalía a cinco de los terrícolas. –Deben saber que somos nosotros quienes nos hemos aparecido ante algunos de ellos. No somos santos ni vírgenes ni ángeles, sino extraterrestres, como ellos nos llaman. Por otra parte, en la Tierra se acrecentaba su necesidad de creer en un ser supremo, un Dios, con su séquito de ángeles, santos y vírgenes que los ayudaran a satisfacer, por lo menos, sus requerimientos espirituales y, de ser posible, los de comida, vivienda y abrigo. Tenían la seguridad de que había una presencia divina en el universo, ya que estaban convencidos, con base en largas investigaciones científicas y filosóficas, que el cosmos no era divino, pero sí era una creación de Dios.


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–Es muy importante que los terrícolas sepan que somos nosotros, los extraterrestres, quienes nos hemos aparecido ante ellos a través de los años, que tenemos todas las cualidades, poderes y bondad que les atribuyen a los seres divinos –continuaba hablando Malejor. El hecho de que Gélido estuviera un poco más alejado del Sol que la Tierra, lo convertía en un hábitat frío, que rebasaba los increíbles adelantos científicos de los gélidos sobre clima artificial, y su gélido poder no llegaba al grado de lograr acercarse más al Sol o de que éste se acercara más a Gélido. Los gélidos tenían frío y deseaban vivir en un planeta como la Tierra, más cercano al sol, conservando a Gélido como una opción de vida mientras descubrían otro planeta que ofreciera un hábitat mejor para ellos; sin embargo, no querían convivir con los terrícolas pues no les gustaba el estilo de vida de la mayoría de éstos. Mientras más bienes materiales tenían los hombres más poderosos de la Tierra, más querían. Idolatraban las grandes sumas de dinero, perdiendo de vista lo esencial: la felicidad. Los gélidos deseaban salvar a la Tierra de sus propios habitantes. Planeaban vivir en el planeta Tierra, que debió llamarse Agua, porque este es el elemento predominante aquí, pero no deseaban convivir con los depredadores de la Tierra: los propios terrícolas. Los gélidos consideraban que ellos sí eran dignos habitantes de un planeta tan maravilloso como la Tierra. Ellos sí la valorarían, la cuidarían y aún más, la rescatarían y reconstruirían para dejarla prácticamente como estaba antes de que la ambición y codicia del hombre casi la destruyera. Los gélidos estaban ansiosos por dar el primer paso en la conquista de la Tierra, pero para ello era un imperativo convivir con los terrícolas para conocerlos mejor y saber cómo controlarlos. Existía la opción de eliminarlos de la Tierra, aunque no era la más viable, dada la idiosincrasia pacífica de los gélidos. También podrían coexistir con los terrícolas, sometiéndolos a las normas gélidas, que eran pacíficas y constructivas y que, al final de cuentas, los favorecerían a todos. Antes de elegir la mejor opción, decidieron enviar investigadores a la Tierra, a las ciudades más importantes del mundo para conocer la forma de pensar y de vivir de los terrícolas, para finalmente decidir entre exterminarlos o convivir con ellos. Seleccionaron a algunos hombres y mujeres que viajarían a la Tierra:


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Antes de elegir la mejor opción, decidieron enviar investigadores a la Tierra, a las ciudades más importantes del mundo para conocer la forma de pensar y de vivir de los terrícolas, para finalmente decidir entre exterminarlos o convivir con ellos. Seleccionaron a algunos hombres y mujeres que viajarían a la Tierra: personas inteligentes y sensibles para entender razones humanas profundas que causaron situaciones, hasta ese momento, sin control. Del mismo modo, todos los investigadores gélidos que viajarían a la Tierra deberían pasar lo más inadvertidos posible, ya que su misión era secreta, y sólo la podrían conocer algunas personas de la NASA a quienes ofrecerían privilegios a cambio de algunos servicios que facilitarían los viajes de ida y vuelta a los mencionados planetas. Sin embargo, al llegar los gélidos en naves espaciales fueron sorprendidos por algunos terrícolas, quienes comenzaron a creer más en la vida extraterrestre. “Sí, son ovnis”, aseguraban algunos. “¿A qué vienen?”, se preguntaban. Con el paso del tiempo, a los habitantes de la Tierra les pareció familiar convivir con personas de piel muy blanca, pelo ralo, rubio y lacio, con una estatura promedio de 1.80 metros, los hombres, y de 1.65 metros, las mujeres; de ojos claros, de diferentes tonalidades de azul, gris y verde, quienes parecían no envejecer al mismo ritmo que la mayoría y que les inspiraban confianza porque demostraban ser de una naturaleza muy pacífica.


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Cementerios Héctor Campos

Como pueblos apacibles son los camposantos. Tan silenciosos que se puede escuchar el paso de la vida. Sus ocupantes, se piensa que descansan y que lo harán por toda la eternidad, tan profundamente, que no tendrán por qué quejarse. Pero a veces sucede algo y empieza el desorden. Así aconteció en el cementerio de mi pueblo. Comenzaron a escucharse por las noches, ruidos y murmullos. Las veladoras se movían para un lado y para otro, amanecían cambiadas de lugar las cruces y las flores de los recién petateados, y finalmente empezaron a verse entre las tumbas, luces de San Telmo: las fosforescencias que también en el mar siguen por el aire, a los botes. Y nadie sabía a que se debía todo ese barullo. Nomás yo y se los voy a contar: Todos piensan que los difuntos, como dije antes, una vez que lo son nada les molesta. Pero algunos terrenos no los dejan convertirse en polvo, como lo anuncia la Biblia. Ahí están los pobres, como los monigotes de feria, descosidos de un brazo o una pierna, y mucho peor si es en la cabeza o en la cara, donde traen la podredumbre a medias, ¡se ven horribles! Y si por mala suerte algún cristiano llega a verlos, huye despavorido y les comienzan a llamar ánimas en pena. ¿Cómo no van a penar?, con la cara medio podrida, cayéndoseles a cachos o soltando el rimero de gusanos. Por las noches, si la tierra es húmeda y se enfría mucho, es otro el sufrir, porque así como los ven de duros y secos, ¡los esqueletos siguen sintiendo! Y les cala hasta los huesos. Siguen acostados, pero ya no tan cómodos; por eso tanta bulla. Tratan de cambiar de posición, a la vuelta y vuelta, para ver si les deja de doler el armazón. Algunos consiguen salirse de la fosa, por esto, o porque dejaron algún pendiente del alma y empiezan con sus diabluras. Ya saben ustedes cómo es esto. No, ¡qué van a saber!, tendrían que haberse muerto. Aunque quizá los hayan visto, luego son de veras molestosos. Yo comencé a percibirlos, pero no en un panteón. Mi nombre es Saúl Sierra. Hace cinco años, en 1955, me acuerdo bien porque fue el año del temblor, andaba trabajando en el monte, en una brigada sismológica. Hacíamos kilómetros de brecha a machete. Ayudando al ingeniero me hice “observador”. Perforábamos en la brecha agujeros, les metían dinamita, la tronaban y un trebejo me marcaba si podía haber petróleo.


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El chofer que nos movía, Ramón Aguilar era un cabrón que la agarró conmigo, porque entramos iguales y él no pasaba de chofer y a mí ya me decían ingeniero Sierra. Pero no era mi culpa que fuera de a tiro flojo. Todo el santo día nomás silbando o tallando flautas y monos de madera. Si le indicaba algo, me contestaba: --Yo soy chofer, nomás manejo, mande a uno de sus achichincles, o hágalo usted–y agregaba burlón –ingeniero. Siempre traía gafas negras. ¡No se las quitaba ni para dormir! Los que hacen eso, decía mi padre, cubren sus ojos para no mostrar su alma puerca. Y tenía razón, si la hubiese visto me habría prevenido. Los espíritus debían aparecer sólo en los panteones. Les tocará estar ahí hasta el juicio final y con el tiempo se llegan a sentir a gusto. Ahí, la calaca con su rasero los hace iguales a todos: mujeres y hombres, al rico con el pobre, al bueno y al malo, al prieto y al güero y así con todos. Les digo esto porque en las noches, en los camposantos los he visto, reunidos en alguna cripta de esas muy emperifolladas. Hablan todos. A veces hasta parecía una junta de esas que hacíamos en la Casa del Campesino. Sólo que ellos no tenían mezcal y nosotros, ¡era lo primero! Luego empecé a encontrarlos en las casas viejas. Como la de Don Leobardo. ¡Ah qué santo señor!, cómo jodía arrastrando cadenas para allá y para acá. No se aplacó hasta que Nabor se animó a entrar y preguntarle: --Si eres un ánima ¿dime qué quieres?--Contaba Nabor que cuando lo vio, se le puso la carne chinita y se le erizaron los pelos, pero valió la pena. La aparición le enseñó donde había dejado un entierro de monedas de oro y le pidió que las compartiera con la viuda. A Nabor le ganó la avaricia y se quedó con todo. Con el tiempo lo vi, también penando, allá en su rancho. ¿Para qué carajo le sirvió ser rico así? Un día el Ramón me agarró con la vena atravesada, así que cuando comenzó con sus habladas le dije: --Mira, te regresas y que venga el ingeniero por nosotros más tarde--. Se quedó sin saber qué hacer y me contestó: --¿Qué carajos?, soy el chofer, yo los llevo--. Enojado, le dije: --Yo soy el encargado, ¡y te ordeno que te vayas! Si no viene alguien más por nosotros, nos regresamos a pata. Una noche de harto calor, nos fuimos a tomar unos tragos y ya medio borracho le dije: --¿Qué traes conmigo tú, Ramón?, ¿qué te come? Si te caigo gordo, ‘ora es el momento. Vámonos afuera y nos damos un entre.Nomás quítate los lentes. Quiero ver si me sostienes las cosas de frente. Se puso rojo como camarón. Se llevó la mano a la navaja, que cargaba en la cintura. Creí que se iba a animar, pero bajó la mano y sólo dijo: --No Saulito, le voy a dar el gusto, pero ahí más después, todo a su tiempo. Aparte de las casas viejas y los cementerios, ¿dónde habrían de aparecer los difuntos?


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Dicen que se quedan donde murieron, cuando fueron por muerte matada, y cuando te acostumbras a ellos dejas de sentir miedo. Es que, ¿saben ustedes?, el ánima de un difunto es cosa de nada, ¡vaya!, no tiene esencia. El humo y la niebla son mucho comparados con ella. Me puse a razonar, y caí en la cuenta que por eso, lo más que hacen son ruidos o relumbran como los cocuyos. Creo que si de veras andan muy alterados, logran mover una vela o una silla, pero de ahí no pasa. Entonces, ¿qué podrían hacer? La respuesta me llegó en Yucatán. Me encontré muchas ánimas en medio del monte. La tierra es caliente y el agua corre muy abajo en los cenotes. Allá los difuntos no tienen el problema del dolor de huesos. Sus camposantos son silenciosos y tranquilos. ¿Entonces qué hacían ahí? Cuando me animé, como el Nabor, a preguntarles, el murmullo de su espectral respuesta llegó con la misma fuerza que El Chiquinik, el milenario viento maya: --¡Te vinimos a ayudar! No hay plazo que no se cumpla y el que me dio Ramón, venció precisamente el año del temblor. Salimos del campamento y dejamos a la gente haciendo la nueva brecha. Le pedí que fuéramos a donde estuvimos el día anterior. Al llegar, me quedé haciendo unas cuentas, mientras él se alejó por la vereda. Escuché que me llamaba. En el asiento vi su navaja y no desconfié. Le oí decir:-- olvidaron dos cartuchos de dinamita-- Bajé de la camioneta, él estaba frente a un árbol, de espaldas a mí. Me acerqué y se volteó. No me dijo nada. Levantó la pistola y me disparó. No me dolió, no me espanté, no tuve tiempo. Ni siquiera grité. El empujón de la bala me reculó como dos metros. Me jaló de los cabellos y me recostó en el árbol. Cuando se iba, me dijo sonriendo: --Ya ve “ingeniero Saúl” no se puede quejar, me pidió un entre. Le cumplí ¿no?--Regresó y me puso el sombrero en la cara, porque la bala me hizo un agujero chamuscado entre los ojos y me desfiguró, como a los fusilados. Ahí quedé botado como perro. Me encontraron hasta el otro día. Ya había escapado y anduvo de pelada todos estos años. En los tiempos de la “casta divina” mataron y dejaron a mucha gente en el monte, como a mí. Los espíritus que encontré el día que ese desgraciado me asesinó eran de esos. Andar penando es muy cansado, es mejor irse a un camposanto a platicar con los otros difuntos, pero, ¿saben algo?, no puedes estar en paz cuando te queda un pendiente y el mío era encontrar a ese miserable. Y lo hallé. Por seguir su costumbre de chingar a mansalva, a Ramón lo agarraron en la frontera norte y lo metieron en una cárcel de pueblo. Era una celda oscura, toda descascarada por la viruela del tiempo, cerrada por una puerta de madera añosa, con una pequeña ventila corrediza. Como les dije antes, somos menos que humo y por ahí nos colamos a la celda.


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Estaba sentado en el piso, junto a un gringo borracho. No nos vio, porque ni ahí se quitó los lentes negros. Al otro, se le erizaron los pelos cuando nos sintió. Mis amigos comenzaron a resplandecer y Ramón empezó a temblar. Así que hice un gran esfuerzo para que yo también brillara, aunque fuera un poco, nomás para ver la cara de terror que ponía. Luego, luego se hincó y comenzó con su letanía de plañidera: --¡Perdón, perdón Saul!, ¡por tu mamacita perdóname!, de verdad estoy arrepentido. Hasta te pensaba hacer tu misa. Mientras lloriqueaba, uno de mis amigos entró en el gringo, como si tuviera picado el cuero de tanto alcohol. Entonces entendí que las ánimas no pueden hacer muchas cosas, pero pueden lograr que otros las hagan. Cuando se levantó, su mirada antes perdida y vacilante ahora era cruel y fría, fantasmal. De entre sus ropas sacó un puñal y lo hundió en las entrañas de Ramón, quien comenzó a berrear como cochino, hasta que le atravesó la garganta. La puerta se atoró y cuando lograron abrirla, Ramón parecía el mártir San Sebastián de tantas puñaladas, mientras el gringo enardecido lo seguía picando. Hoy, no más penar. Me quedé en el monte con los espíritus. Es igual de tranquilo que un gran panteón. Tienen muchas historias que contarme. A veces nos interrumpe el fantasma de Ramón, cuando lo vemos pasar. Nos lo trajimos para que no molestara al gringo que ninguna culpa tenía. Al otro día ya no se acordaba de nada. El Ramón va a penar por mucho tiempo, porque para acabarla de amolar, cuando lo encuentre verá que tiene que aprender inglés.


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194 Aniversario de los Tratados de Córdoba, camino de la Independencia Nacional.

Ángel Rafael Martínez Alarcón

El año de 1821 fue muy importante para la declaración de Independencia del virreinato de la Nueva España, para poner fin a los once años de la lucha fratricida entre padres e hijos, o más bien entre españoles y criollos. Las principales fechas: el “Abrazo de Acatempam” del 10 de febrero, entre Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide; se firma el Plan de Iguala con fecha del 24 de febrero; posteriormente se firman los Tratados de Córdoba del 24 de agosto, y finalmente las rúbricas para el Acta de Independencia, 27 de septiembre, en el cumpleaños de Agustín de Iturbide, ese día cumplía 38 años de vida. Cabe destacar que la traición fue la única de las constantes durante los once largos años que duró el conflicto. Primero fue una traición al interior del grupo de los conspiradores la que dio origen al movimiento, adelantándose por espacio de 15 días. Finalmente el conflicto llegó a su fin gracias a otra traición por parte de militares novohispanos del Ejército Realista. Así el destacado militar Agustín de Iturbide, quien diseñó toda una estrategia para abandonar el bando realista y pactar el fin de la guerra con los insurgentes, que eran ya una minoría militar desorganizada sin ninguna figura representativa de dicho bando. En las montañas del hoy estado de Guerrero, Vigente Guerrero y por el centro de la intendencia de Veracruz Guadalupe Victoria, eran los únicos líderes de lucha que continuaban en favor de la Independencia. En la metrópolis la corona del reino había regresado a su titular Fernando VII. El 21 de febrero de hace 194 años se firma el Plan de Iguala diseñado por el genio militar de Agustín de Iturbide y avalado por Vicente Guerrero. Eran los momentos políticos y jurídicos encaminados para alcanzar la Independencia.


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Fernando VII envía a mediados de 1821, a un representante de la Corona a la Nueva España, gobernada por espacio de tres siglo desde 1521; el nuevo enviado ya no llega con el título de Virrey de la España y demás atribuciones propias del cargo: Juan José Rafael Teodomiro O’Donojú (1762 – 1821). El 3 de agosto de 1821 arriba al puerto de Veracruz con el nombramiento de Jefe Político Superior y Capitán General de Nueva España; una vez que prestó juramento al cargo en esta ciudad, inmediatamente establecieron los contactos así como las condiciones para pactar con el grupo insurgente encabezado por Agustín de Iturbide y Antonio López de Santa Anna, se fijó en la Villa de Córdoba de la intendencia de Veracruz, el 24 de agosto. Los tratados firmados en la Villa de Córdoba, constan de 17 apartados muy específicos para la Declaración de Independencia así como el sistema de gobierno para la nueva nación, llamándose Imperio Mexicano, así como la invitación al rey Fernando VII o sucesores en línea directa para gobernar la imperio mexicano. Dando puntual cumplimiento a lo signado en el Plan de Iguala.


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