El Globo Literario #5

Page 1


Nota editorial ¿Toda la literatura tiene palabras? ¿Puntos y apartes, tildes? ¿Está toda en estantes? Enfoliada, en carteras ¿Será que puede existir una nueva? Literatura sin sinónimos que reemplacen palabras repetidas, literatura sin espacios, con espacios de más; literatura que transcienda esos bordes: que esté en personas (de esas personas que son literatura), o en el último piso de un edificio altísimo, o en los ojos de alguien, en el andar de alguien. ¿Será que toda la literatura se escribe? Me pregunto, francamente, sin saberlo. No lo sé, aunque tiendo a creer que no. Que alguna literatura no necesita palabras; que un guiño es suficiente; un rubor en la cara; una sonrisa cómplice. ¿Toda la literatura está encuadernada? O será que puede haber otras: literatura de servilleta, de cuaderno de bondi, de margen de hoja. ¿Es menos literatura por mostrarse tímida? ¿Por esconderse en cajones? ¿Por escribirse y borrarse? ¿Por corregirse y nunca volver a leerse? Nos conformamos con creer que ninguna de estas preguntas necesita respuesta. Que con prestarle atención, ponerle la cara (los ojos, las orejas, el estómago) cuando nos llame es suficiente. Esta literatura tiene eso en común. Está escrita, es verdad, pero llama, o intenta llamar, desde la desnudez del papel; se muestra y le pide al lector que se muestre. Esa es la literatura que seleccionamos, la que nos hace mordernos los dedos, la que elegimos a pesar nuestro, la que se nos graba indeleble en la memoria, la que no podemos parar de mirar. Igual que con el amor y con todas las cosas de la vida que valen la pena: literatura que picha y que corta.

El Globo.


Colaboradores

Rui Caverta Beijing

Alejandra Bonfanti

Sol de Oliveira

Dafne Sosa

Wannas Massaferro

Confianza

Poesía II

Pinta baile

III

Florencia Gimenez Clarice

Grillo Espínola 2

Ilustradores Victoria Bonavia Tapa

Guillermo Altayrac

Mi bisabuelo resucitado en cuba

Guillermo Masse Se agota el hacha

Ignacio Tossounian Escupime

Adrián Repún en III

Daniel Montes

en Después del rock

Ezequiel Montivero en Quiero perder

Ine Gaviña

Desterrado del universo

Jacqueline Golbert Los granos de la cara

María de los Ángeles Cervantes en XV

Lucio Cathexis

en Mi bisabuelo resucitado en cuba

Juan Francisco Dasso Después del rock

Juan Fernando Ramírez

La yarnie y el matemático

Columnistas Juan Karagueuzian Ine Gaviña

Luciana Barrufaldi No más neón de la cable Betlem

Manuel Sanchez Ruiz 2

Martina Juncadella

Corrección Magdalena Seeber Edición

Quiero perder

Nati Rey XV

#5

Belén Felix Ine Gaviña Karen Serfaty

facebook.com/elgloboliterario twitter.com/elglobolit elgloboliterario@gmail.com


PROSA

M I B I S A B U E L O R E S U C I TA D O E N C U B A de Guillermo Altayrac ilustración de Lucio Cathexis

Yo quería mucho a mi bisabuela. Como fue una mujer longeva, y tuvo de muy joven a mi abuela, tuve la suerte de poder compartir lindos momentos con ella desde mi infancia hasta los veinte años. Mi bisabuela vivía sola en su departamentito. Un día se cayó al piso y no se pudo levantar. Estuvo ahí tirada durante veinticuatro horas hasta que el portero del edificio se dio cuenta. A partir de ese suceso, ella decidió vender el departamento y pagarse un geriátrico con el dinero. A mi bisabuela había empezado a fallarle la cabeza poco antes de internarse; en el geriátrico se le terminó de arruinar. Tal vez su senilidad siguió su curso natural, pero yo creo que ayudaron el encierro y el contacto con viejos que estaban peor que ella. Antes de internarse, había comenzado a hablar con la gente de la televisión. «No se vaya que enseguida volvemos», decía un señor en la pantalla. «Por supuesto, querido. Me quedo acá sentada, quedate tranquilo. Muy amable», contestaba ella. Si mi hermana o yo estábamos con ella en el living, nos hacía saludar a la gente del otro lado del vidrio y nos presentaba. «Estos son mis bisnietos, de los que siempre le hablo tanto, señorita. ¿Vieron qué elegante es esta chica? Bueno, ahora la vamos a dejar hablar, que nos tiene que explicar algo». Al principio era solo esto. El resto del tiempo, se podía tener con ella una conversación normal. En el geriátrico empezó con lo de mi bisabuelo. Mi bisabuelo, Esteban, falleció bastante tiempo antes de que yo naciera. En eso estamos todos de acuerdo.

En una de mis visitas al geriátrico, encontré a mi bisabuela con cara de mal humor. —¿Cómo estás, abuela? —le pregunté. —Mal, Guillermito, mal. Me pasó algo muy feo. Entonces me contó. El día anterior la había visitado mi bisabuelo. Esto no es una historia de fantasmas: mi bisabuelo estaba vivito y coleando, porque lo habían resucitado en Cuba. —Viste los adelantos tecnológicos en medicina que tienen allá… —me dijo mi bisabuela—. Se llevaron el cuerpo de acá para experimentar, ilegalmente, por supuesto, y lo resucitaron. Y no es el único. Ya lo han hecho con gente de todo el mundo. Pero a cambio, te obligan a quedarte a vivir allá y a casarte con alguien de la isla. Así que ahora Esteban es cubano y está casado con una cubana, que encima es prostituta. —Ajá… —dije, y meneé la cabeza. —«Bueno, te felicito, Esteban», le dije. «¿Y para qué volviste? ¿Qué querés de mí?», y el desgraciado me dijo que venía a buscar la parte que le correspondía del departamento… —Ajá… —«¡De ninguna manera!», le dije yo. «¡Para la ley argentina estás bien muerto! ¡Así que volvete a Cuba y que te mantenga la puta esa con la que te casaste!» Dicen que en la Argentina votan hasta los muertos. En Cuba no se detendrán hasta que todos los muertos del mundo sean comunistas.



poesía

los granos de la cara Tengo la cara llena de —luna llena de— granos con pus, con sangre que sale. La sangre brota y quedan pozos que nadie tapa; agujeros. Macri, ¿para qué pago mis impuestos? Me pongo crema con corticoides, engordo por la piel, mamá me da la crema con la condición de no perderla. Salió ciento veinte pesos, dice, no la pierdas como perdés todo, dice. No me la des, entonces, digo, tomala; mirá cómo estás, dice. Cómo estoy, pregunto, pero para adentro. Estás saliendo así a la calle, pregunta. Que sí, le digo, que cómo voy a salir, entonces. No sé, andá al pediatra, dice, al ginecólogo, dice, al otorrinolaringólogo, se corrige. Volví a la pubertad, ¿acaso? Pornoco, me joden mis amigos, ¿pornoco qué?, por no comer verduras, digo. Con granos soy más fea, más opaca, me miran menos los chicos del subte D


y del B y del C. Cuando alguien me habla de cerca, me tapo con la mano porque presiento que me están mirando los granos. Tengo que pedir turno, digo, pedímelo vos, mamá, que vos sabés de turnos. Me pongo leche de limpieza, leche en polvo, leche descremada, en la cara. Hago un engrudo, soy un payaso maldito, tengo una máscara blanca. Estás hecha un choclo, me dicen, pero si el choclo es amarillo. Los granos son una cosa de Mandinga, dice la abuela, que quién es Mandinga, le digo. Algo como el Diablo, algo como Satanás, los pone cuando menos los necesitás encima de la cara, la cara es tu carta de presentación y vos toda engrasada. Soy una nena toc, una mujer toc, me toco la cara, me arranco los granos porque no puedo arrancarme los ojos, porque si me arrancara el pelo me amenazarían con ponerme en un centro de rehabilitación de gente con granos y que, encima, se arranca el pelo. Si te arrancás los granos, no pasa nada. Por eso me los arranco, cada grano que me exploto es un quilombo menos que hago. Me da placer que supure,

el pus supura, sale por la boca del grano, despide lo que sobra, acaba. Cuando algo supura me da la sensación de que llegó a su fin, de que ya nada peor puede haber. Supurar pus y supurar sangre, ¿hay algo más que eso? Después queda la marca que se tapa con maquillaje, y si es tan fácil como taparlo con maquillaje, ¿cómo no arrancarme todo?

de Jacqueline Golbert


club de escritores

Oscar Wilde El artista como crítico ERNEST.- Entonces, ¿insistes en que la crítica elevada es más creadora que la creación misma, y el fin principal del crítico es contemplar el objeto tal como “no es” en realidad? Es esta tu teoría, ¿o me equivoco?

estatua, pintó el lienzo o grabó la piedra preciosa.

GILBERT.- No te equivocas. El crítico simplemente usa la obra de arte para sugerirle otra obra nueva o personal, que no tiene por qué guardar una idéntica semejanza con la que critica. La única característica de una cosa bella es que se puede poner en ella todo cuanto uno quiera; y la Belleza, que da a la creación su elemento universal y estético, hace del crítico, a su vez, un creador y murmura mil cosas diferentes que no estaban en el espíritu del que modeló la

Algo como “la crítica” puede existir, y sí, a veces define, o cree definir, si un libro es bueno o malo. Pero, ¿no podría haber otro tipo de crítica, que tenga más que ver con una respuesta, como si la literatura fuere una gran correspondencia entre soledades? Y, ¿si esa respuesta estuviese centrada en la creación misma y no en la interpretación y en el juicio?

¿Existe algo como “la crítica”? ¿Qué es esa cosa tan extraña? ¿La aguda lectura de un texto y su posterior interpretación y juicio?

yo leo

Para Emily, la Casa de la Prosa Habito en Posibilidad Una Casa más hermosa que la Prosa – Más numerosa en Ventanas – Superior – para Puertas – Con Cuartos como Cedros Inexpugnables al Ojo – Y como Tejado Eterno La techumbre del Cielo – Los visitantes – son los mejores – Como Ocupación – Esta – Extender anchas mis angostas Manos Para recibir el Paraíso –

por Ine Gaviña

Emily, por otro lado, yo habito en la Casa de la Prosa. Quisiera mostrártela; también es preciosa. No la juzgues de tradicional, es sólo la apariencia; por adentro late salvaje. La elijo porque sus múltiples cuartos y pasillos, sus amplias ventanas y puertas me dan tranquilidad. No quiero que me pienses cobarde, eso destrozaría mi corazón. Yo sé que a vos también te brillan los ojos con el entramado prosaico pero entiendo que no es como tu Casa, la de la Posibilidad, porque es compacta y hermética. Con eso y con todo es un molusco; encierra un cuerpo extraño y lo convierte en perla. Puedo ver cómo se te van los ojos sentada desde las ventanas, desde los rincones y los pasillos al mundo exterior. Mi casa tiene esa ventaja; un más allá.


e

prosa

No mas neon de la calle Betlem Quizá para saber que era el final solo hubieran sido suficientes quince minutos más en el sillón con todos ellos: habíamos hecho un club de lo miserable, sí, pero solo después de haber brillado encantados entre las planchas de neón de la calle Betlem, que jamás antes había tenido tantos puntos chillones ni tantas visitas. Antes de caminar por esas veredas angostas todos habíamos pasado una temporada en el sillón, en pijamas, los brazos por todos lados, las piernas enredadas, los ojos que no podían más. A uno de ellos lo habían dejado hacía menos de unas horas y entonces llegaba ella, que venía de coger con el vecino sin antes haber dejado de coger con el que tocaba la guitarra en el bar de la noche anterior. Ahí, él arqueaba el mentón por primera vez en siglos y trataba de entender: la seguía y le preguntaba cosas que ella elegía contestar con respuestas evasivas, con otras preguntas, con un qué sé yo. Entonces yo me cogía a un mexicano que llevaba un picante de bolsillo: a la mañana, bien temprano, cuando todos se tiraban en las sillas y hacíamos café, el mexicano sacaba su picante y entonces alguno le hacía algún comentario estúpido sobre el picante y el café, y el mexicano no se iba más. Una mañana el mexicano me habló de México y de una mudanza, y de que trabajara como profesora en el DF, y yo le dije que sí, me gustó, pero que quería dormir, y entonces él habló más y más mientras yo me ahogaba entre las sábanas, mientras me dolía la cabeza, mientras no quería nada. El mexicano había sido un respiro después de una temporada de sillones, pero, sin darme cuenta, empezó a impregnarse en mi cuarto y de pronto todo comenzó a oler a picante. Me llamaba y yo pensaba que iba a venir otra vez, y que otra vez iba a traer su picante, cuando yo lo único que quería eran tostadas a la mañana y tereré a la tarde, estupideces que estuvieran llenas de mí o el bosque de Santa Teresa, la limonada de las yungas o un huequito para dormir.

de Luciana Barruffaldi


prosa

de Juan Fernando Ramírez Arango

La yarnie y el matematico: prueba de mi primer caso resuelto El mundo es más axiomático de lo que parece. Por ejemplo, dos personas siempre suman, por lo menos, dos obsesiones. Premisa: una yarnie y un matemático viviendo en mundos paralelos. Yarnie: así se autodenominan las obsesas del arte de tejer, las que creen que todo se puede reconstruir con lana. El matemático, por su parte, es obsesivocompulsivo del ala de los ritualizadores mentales desde los 11 años. Sin embargo, a partir de los 12, verte todas sus obsesiones y compulsiones en el mundo de las matemáticas. Por prescripción mía, su mamá lo ingresó al semillero de matemáticas de la universidad de Antioquia. Allí, prolonga el semillero en el pregrado y en la maestría para, finalmente, doctorarse en matemáticas. La yarnie descrita por el matemático: No sé cuántos años tenía, pero, de seguro, había vivido más. En cualquier caso, no tenía más de 22. Nació entre 1970 y 1971 con las protestas estudiantiles por la autonomía universitaria palpitando en el corazón de su mamá. Su mamá era activista de la JUCO y ascendía en las bases de la pirámide organizacional del MOIR. Era una suerte de estudiante eterna o, como todo estudiante revolucionario, una refrenada por las coyunturas sociales de su tiempo. Por eso yarnie no fue criada por su mamá sino por la universidad que coexiste con la universidad oficial. Ella fue uno de los niños que crecen alrededor del Bloque 9, internalizando sus dicotomías, algunas irreconciliables como la de doctrina política y sentido de la realidad. Esa ruptura nunca se la perdonó a su mamá, eso sumado a que nunca le quiso revelar quién era su progenitor. Por eso yarnie abandonó el bachillerato y se fue a vivir con un profesor de antropología que la vio crecer.

El matemático conoce a la yarnie a través del

profesor de antropología. Sin embargo, por una coincidencia como prueba, el matemático cree haberla visto antes en la universidad. La vio, según él, en una protesta estudiantil masiva: ella hacía parte de un grupúsculo que iba desnudo del cuello para abajo, con pasamontañas y nada más. Hacia ella lo atrajo una excepción, hacía frío y era la única a la que no se le habían levantado los pezones. Así que se unió a la marcha para registrar el posible levantamiento. Hasta que la marcha fue dispersada con gases lacrimógenos, no quitó los ojos de aquellos senos, pero en ningún momento los pezones dijeron presente. El matemático se obsesionó con la rebeldía de esos pezones. Obviamente, se unió a las protestas por venir para darle de comer a su obsesión, pero, como si pudor se derivara de poder, los encapuchados desnudos no volvieron a marchar. Al matemático, entonces, no le quedó más remedio que llevarse esa obsesión a las matemáticas: “luego de muchas simulaciones, encontré que los senos de la encapuchada tienen la forma de un caso particular del modelo de disco de Poincaré”. Acerca de esos modelos de disco hizo su tesis de pregrado, de maestría y de doctorado. El matemático, en consecuencia, es un experto en geometría hiperbólica, que es la geometría que niega el quinto postulado de Euclides: “dos rectas paralelas guardan entre sí una distancia finita”. No es experto en ningún otro tema pero es competente en muchos. De ahí que no fuera sorpresa que, cursando la maestría, cuando el grupo de investigación que encabezaba el profesor de antropología hiciera una convocatoria buscando una mano en recolección de datos cualitativos, el matemático se presentara y la ganara. El matemático: CII, Cultura Intelectual Indígena, era un grupo que alternaba su sede entre la universidad y el alto Amazonas colombiano. Allí fui una vez de cuenta


del grupo, específicamente, al río Igara Paraná, para sistematizar datos de la tribu Minika. En ese viaje el profesor me presentó a su concubina, a yarnie. Ambos hablaban lengua Minika, ella, sin embargo, mucho mejor que él, ella la había aprendido de niña en los corredores de la universidad. La influencia indígena en el español de ambos era evidente, especialmente en la fonética de las vocales, a mí me llamaban Juen Finando en lugar de Juan Fernando.

Al igual que las mujeres Minika, la yarnie hizo topless todos esos días que estuvieron en la selva. Según Juan, sus senos tenían la forma del modelo de disco de Poincaré que tanto había estudiado. Además, todo el tiempo que estuvo cerca de la yarnie, que fue todo el que pudo y más, sus pezones no se levantaron nunca. Lógicamente, la sistematización de datos fue un fracaso y, por eso, lo echaron del grupo. A él no le importó, su único interés era demostrar que era un buen matemático, lo que equivalía a comprobar que la encapuchada era la yarnie: tenían la misma forma de los senos y sus pezones no se levantaban, si bien, había dos peros, el clima no era el mismo, frío y ahora caliente, y a las mujeres Minika tampoco se les levantaban los pezones, luego, había algo en esa cultura que inhibía esa individualidad (…). Juan le pudo haber preguntado a la yarnie si ella era la nudista del pasamontañas, pero esa pregunta era inadmisible, un buen matemático no fuerza sus demostraciones, más bien las espera con paciencia. La yarnie, al parecer, tomó el fracaso de Juan como un acto deliberado, como un sabotaje para mantener intacto el estilo de vida Minika. O al menos eso es lo que se deduce de la razón que le dio para empezar a acostarse con él: “nunca me había acostado con alguien sin barba”. Eran encuentros esporádicos y a la vez furtivos, sexo potenciado por la adrenalina que se desprende de la infidelidad. Claro que, como todo encuentro con ese par de características, va perdiendo la primera para hacerse cada vez más frecuente. En la cama, ella tejía en los tiempos muertos, es decir, entre coito y coito. Mientras tejía, tensaba los hilos de su existencia, le contaba su historia a Juan. Sin embargo, nunca se refirió a algo parecido a marchar al desnudo. Ella siempre tejía con una lana muy delgada, tanto que parecía que nunca iba a terminar eso que llamaba proyecto. Lo que tejía era una incógnita para Juan, era el trabajo de

una especie de Penélope moderna, una que no necesitaba deshacer lo tejido para alargar el tiempo y mantener su castidad. Hasta que se vieron un fin de semana entero, mientras el profesor de antropología estaba por fuera de Medellín. El matemático intuía que iban a ser dos días sin puntos intermedios, sexo y obsesiones para ella y para él. Y así ocurrió, desde su punto de vista, fue una carrera de relevos entre intentar levantar los pezones de la yarnie y verla tejer. Comparado con los otros encuentros, que fueron cortos, tenían tiempo de sobra. Por eso, a lo mejor, no empezaron por el sexo sino por el ritual del tejido, cuya poética, sin embargo, varió radicalmente: en lugar de contar su historia, la yarnie tejió con las manos y también con la lengua, esto es, los movimientos de las agujas los secundó con instrucciones, con la oralidad de esos movimientos: 2 agujas, una # 4 y la otra # 5… puntos canelón… 2 puntos derecho, 2 puntos revés… Por momentos, Juan sentía que lo estaba ilustrando y, en su defecto, que lo estaba adoctrinando. Con el pasar de los coitos, empezó a sentir con más fuerza lo segundo. El mojón de la preponderancia de ese sentimiento fue el tercer o cuarto coito, cuando Juan descubrió, por medio de un cubo de hielo, que el clima no era un factor a tener en cuenta para el levantamiento de los pezones de la yarnie. Lógicamente, los tiempos muertos, la brecha entre coito y coito se fue haciendo más grande: 3 hileras en 2 puntos derecho y 1 punto revés y hacer la segunda disminución…Entre el agotamiento y su manifestación cuasi-alucinógena la impresionabilidad, el matemático se quedó dormido. Juan no recuerda si se fue al mundo de los sueños en medio de un coito o del ritual yarnie, y no sabe, a ciencia cierta, si soñó el levantamiento de los pezones de la yarnie o si fue un sobresalto de la realidad. En cualquier caso, cuando abrió un ojo, la yarnie había sustituido las dos agujas, la # 4 y 5, por una aguja lanera; con ella estaba terminando de retomar todos los puntos, terminando de fruncir y de coser la pieza que, a priori, parecía que nunca iba a finiquitar. El matemático tardó más que nunca en despertarse, es decir, en sentir un profundo dolor abdominal fruto de tanto trajín, en abrir los ojos y, acto seguido, enfocar a la yarnie desnuda: que ya no tejía, que le esbozaba una sonrisa y que le ofrecía su proyecto por fin completado. El matemático desdobló su regalo y, efectivamente, era un pasamontañas. Conclusión: Si Juan lo usó o no lo usó, se puede deducir del texto. De todos modos, usarlo o no usarlo era un dilema matemático que equivalía a negar o no negar el quinto postulado de Euclides: dos rectas paralelas guardan entre sí una distancia finita. En suma, su disyuntiva era matemática, luego: estaba curado y por eso esta historia dejó de ser un secreto profesional.


III El conejo de mí infancia me está escuchando llorar. ÉL está debajo de mi cama, tirado en el suelo la mayoría del tiempo. A veces lo levanto y lo pongo sobre ésta por respeto. Ese respeto que nació en el útero-miedo. (Tengo miedo, conejo) No me chupes la sangre y llegues a los huesos; con los huesos no, conejo. Me haces cosquillas, me haces doler. Me lastimas y lo que lastima duele (Lo suave también duele) La infante sabe que esa sangre que se desliza en la piel está fría y duele. Y no coserte a vos también me duele. Quiero hacer flores con hilo y aguja, conejo. Podría aprender a bordar estrellas de mar sobre tu silueta. (Sonreíme, conejo) Te hablo a vos ya que hace años me escuchas llorar… que lenguaje mojado usamos. Las lágrimas antes de llegar a las hojas del diario íntimo resbalan al cajón. Ahí donde están las pastillas anticonceptivas, una fotografía de alguien que se extinguió y algunos otros diarios íntimos. de Dafne Sosa ilustración de Adrián Repún


teatro

Despues del rock Una gran sala con pisos de mármol. Todo es grande. Dos enormes armarios de madera a cada lado, sus compuertas tienen espejos por dentro. De un lado hay un bar con variadas botellas y vasos; al otro lado, un equipo de música; sus parlantes están uno en cada esquina. Sentada en un sillón en medio de la sala está Karen, de 45 años; viste elegante, con saco y pantalón de vestir negros, lleva zapatos de taco. Al lado de ella hay una pequeña mesa redonda con un cenicero de cristal y un control remoto. Saúl, de 17 años, entra a la sala vistiendo únicamente un calzoncillo boxer blanco. Al verlo, Karen le sonríe levemente. Saúl se dirige al bar, saca un vaso y una botella de whiskey, sirve. Se acerca a Karen y le alcanza el vaso. KAREN. —Gracias, Saúl. (Bebe un trago lentamente, luego cierra los ojos. Pausa) Ahh… Qué día. (Saúl se dirige a uno de los armarios) No salí, no quería ver a nadie… Mirá que estaba lista, eh. (Saúl revuelve tranquilamente las prendas del armario; Karen bebe otro trago, luego ríe) Ay, ¡qué estúpida!, si me hubieras visto… Me terminé de pintar, agarré las llaves del Audi, salí, lo puse en marcha, me habló Jack. Se encendió y me dijo: “Hello Karen, where do you want to go today?” Me encanta su voz, pero esta vez me quedé dura. Después se puso más serio: “Please insert your destiny”. Apagué todo en seguida, me bajé y salí corriendo para la puerta (sonríe), casi me caigo. Entré y cerré con llave. A veces es mejor quedarse en casa. Bebe otro trago. Saúl va sacando prendas armando un estilizado desorden; separa un pequeño short de jean cortado, se lo pone y se mira al espejo; luego se lo saca. KAREN. —Peor fue después. Llamó Stela Maris; Dios, qué feo nombre… (Para sí) Bueno, perdón, es lo que pienso, me parece feo, o serán los que lo portan. (Saúl se prueba un pantalón de cuero negro, se mira al espejo) Quería recordarme que esta noche es la reunión de reencuentro en su casa; “Vienen todas las chicas”. La sola idea me da ganas de tirarme a un pozo. Todas esas viejas recordándote que estás vieja. “¡Y después salimos a tomar algo!” Qué asco. (Bebe otro trago) ¿Por qué la gente cree que es agradable ver a sus compañeros de secundaria en estado de descomposición? (Saúl se deja puesto el pantalón de cuero, luego abre un cajón, revuelve y saca un collar plateado en forma de serpiente, se lo pone) Ya van dos que me mandan sus currículums por mail. Quieren que les consiga trabajo parece. (Saúl se coloca unas pulseras y un reloj plateado en ambas muñecas) Quieren entrar a mi mundo, a mi mundo maravilloso. Quieren unos dientes perfectos, quieren

de Juan Francisco Dasso ilustración de Daniel Montes

dar alguna que otra orden, quieren sentir que excitan a un bailarín puto, quieren poner dólares en la bragueta de Maxi D´iorio, ¿qué quieren? (Bebe otro trago; Saúl saca un chaleco de cuero negro, se lo prueba) No saben que soy más pobre que ellas; “No tengo un solo kopek”. (Sonríe) Esto no es nada, se me desmorona en un parpadeo la vida. Lo terrible del éxito es que una vez que lo tenés, ya está, pasó. Mientras más joven, peor. (Saúl la mira) No hay nada más que alcanzar… Si por lo menos fuera reciclable… Es así Saúl, tené cuidado vos. Pausa. KAREN. —Quiero un cigarrillo. Saúl se dirige rápidamente al bar, toma un paquete de cigarrillos, saca uno; se acerca a Karen, le coloca el cigarrillo en la boca, se lo enciende con un gran encendedor negro, brillante, con una calavera en llamas. Karen pita, libera un poco de humo tomando el cigarrillo con los dedos de una mano; con la otra le toca el chaleco a Saúl, le hace un “no” con la cabeza. Saúl vuelve al armario sacándose el chaleco. KAREN. —Igual eso no me preocupa mucho, la verdad. (Saúl se pone una remera negra gastada, con las mangas cortadas) Lo que pasa, pasa. (Pausa, da una pitada a su cigarrillo) Tampoco es el amor. Aclaro porque te aviso que todos resumen los sentimientos en el amor. Yo ya lo viví al amor. Estuvo bueno, pero ya pasó. (Da otra pitada al cigarrillo; Saúl se pone una gastada campera de jean,


arremangada) ¿Sabés qué me desvela? No sé. No sé cómo explicarlo. Es como si mi imaginación se conectara con algo lindo por exactamente dos segundos. Algo… no podría decir hermoso, tampoco lindo, no hay palabras. Algo en lo que quiero estar, ¿sabés? Pareciera una imagen, un espacio abierto, trascendente, una multitud lejana, un sentimiento. No sé (sus ojos se ponen vidriosos), te juro que no lo sé. (Saúl se coloca una peluca en forma de cabellera enrulada negra) Ni bien pienso involuntariamente en eso, es como si se borrara, y no puedo recordarlo o repensarlo; se va, así como así. Y solo me queda esperar a que me pase de vuelta ¿Serán los fantasmas de todo eso que pasa? (Bebe un último trago) Mirá que lo perseguí, por eso viajé (Saúl saca un par de borceguíes y un par de botas tejanas), pero después de estar dos minutos en el Partenón sentí una angustia insoportable. Qué ilusa… No sé qué me pasa… Ay. Dios. (Llora, se agarra la cabeza) Tengo una nostalgia terrible… (A Saúl, llorando) Las tejanas. (Saúl se coloca las botas tejanas). Sos hermoso. Vení (Saúl no va, se coloca un par de gafas Ray Ban) Te quiero decir que sos una belleza y que te amo. Saúl se cruza al armario del otro extremo, saca una guitarra Gibson Les Paul, se la cuelga. Luego saca una galera negra con apliques plateados y se la pone, mira a Karen. KAREN. — (Secándose las lágrimas) Esperá. Acercate, vení. Saúl se acerca a Karen, esta le coloca el restante de su cigarrillo en la boca, le sonríe acariciándole el rostro. Saúl se aleja en dirección al armario del comienzo. Karen acciona el control remoto, suena “Paradise city” de Guns ´n´ Roses a todo volumen. Saúl hace como si tocara la guitarra, Karen alza el rostro, llora con ojos cerrados. Luego de la primer estrofa, Karen comienza a estremecerse más pasionalmente, como recibiendo electro shocks en el sillón, mira a Saúl. Con los primeros arreglos melódicos de la guitarra, Saúl empieza a saltar por el espacio acentuando su interpretación. El pitido de silbato y la parte agresiva del tema hacen que Karen pegue un grito y se agarre la cabeza, agachada unos momentos. Cuando Saúl pasa al lado de Karen, esta le toma las manos y se las besa. Luego baja un poco el volumen del equipo, se para y acaricia el rostro de Saúl mientras el tema sigue sonando. KAREN. —Ay, tesoro mío, cabecita loca, querés hacer locuras, pero no te voy a dejar. (Ríe y llora) Sos mío… Sos mío… Esta frente es mía, y estos ojos, y este pelo enrulado también es mío. Sos todo mío. Tenés tanta sencillez, frescura (le saca el cigarrillo y los anteojos) ¿Pensás que te miento? (Saúl intenta liberarse) Mirame, mirame a los ojos… ¿Te parezco mentirosa? Solo yo sé valorarte; solo yo te digo la verdad, mi querido, maravilloso, ¿me vas a abandonar? (Se aleja, tira la peluca y la galera al piso) ¿Eh?, ¿me vas a abandonar? (Saúl se retira) ¿¡Me vas a abandonar!? Karen vuelve a sentarse, sube otra vez el volumen de la música. Se queda unos momentos sentada, luego se levanta y camina hacia donde quedó la galera con la peluca, se agacha, la toma lentamente y la abraza.


poesía

de Alejandra Bonfanti

Confianza Apoye mi mano sobre su costado,el músculo vivo y caliente,marcaba el ritmo continuo de su tranquilo respirar. Silbaba con alivio, descansaba relajado,.. eso era halagador para mi. Por momentos pensaba en lo manso,en lo confiado que dormía con mi mano encima, y en cuánto me costaría echarme desprovista de cuidados,al reparo de una mano como toda protección. Un cielo oscuro se rompió por el agua,unos gotones reventaron en su lomo,con una agresión inesperada . Me miró sorprendido. No entendería jamás que no pude evitarlo.... Era tarde, mi mano ya había quedado presa en sus fauces.

2/ la lluvia hace estragos sobre la madera. me ausento mientras me Piensan se secan las flores en una tetera y con el silencio me enjuago los ojos. de Manuel Sanchez Ruiz


poesía

Clarice de Florencia Gimenez

Clarice está sentada. Sukhasana. Tiene los ojos cerrados. Poco tiempo. Gira la mirada hacia arriba, a la derecha, donde dicen que miramos cuando estamos imaginando algo. Clarice sonríe. ¿Murmura, o quizás canta? Recita poemas, está desnuda y necesita abrigarse. Es una mujer hecha de viento, anda robándole piel a las palabras. Respira otro aire, con olor a tierra seca, a polvillo, a yesca. A veces, el rojo. Clarice empieza a sentir frío, su voz es ahora un susurro. Acomoda el cuerpo, extiende los cabellos, se deja caer. Calla, va quedándose dormida. Balasana. El círculo, Clarice. Silencio.


poesía

Poesía II

XV

Derribaré el muro donde La hiedra verde Humedece. Seré la hiedra. Verde. Seré.

de Sol de Oliveira

Creo, creo, sí, creo, Que sin razón creo que queman los vacíos, que tiemblan los temidos, pues a ti Te revisto en aromas teñidos de cerezo y tomillo amanecido. Amo, entonces, sí, al alba amo abrazando el colorido de las llamas del tomillo de Nati Rey ilustración de María de los Ángeles Cervantes


poes铆a

de Wannas Massaferro

Pinta baile Parece noche de verano. Suena tambor, guitarra y piano. El calor agita gargantas y nos ponemos, de a poco, a bailar. Parece noche de verano. El viento pesa y marea. Suena canci贸n, ritmo primavera. Y nos ponemos, de a poco, a bailar. Pinta baile Parece noche de verano. Suena tambor, guitarra y piano. El calor agita gargantas y nos ponemos, de a poco, a bailar. Parece noche de verano. El viento pesa y marea. Suena canci贸n, ritmo primavera. Y nos ponemos, de a poco, a bailar.


poesía

Escupime Yo soy no esto, como hombre castrado dos veces, como aquel que olvida que nace de mujer. Y de ser algo, soy mi presencia corroída por la circunstancia. Pero nosotros, bonita, ¿qué somos? Somos este desencuentro de hormonas. Escupime y te declaro la guerra bacteriológica.

de Ignacio Aram Tossounian


poesía

Quiero perder Quiero perder. Tampoco ganar mucho; sólo lo necesario para seguir perdiendo. Alejada del mundo, el sol me guillotina con su reflejo en un mar azul perdido la costa se desprende con su alta colina; No quiero ver reflejado mi cuerpo sobre el agua. Ni hundir el bote, cegarme de sal, morder la madera, prueban que impacto aquí. Soy esa lejanía. El pecho no gira a buscar su horizonte, sin pestañear me arrojo al azul fijo brillo, no peso. La boca abierta llena de agua y el corazón latiendo todavía. de Martina Juncadella ilustración de Ezequiel Montivero


El mundo según Juan

Confieso que he vivido La autobiografía, que se conoce también con el nombre de memorias, es un género literario antiquísimo mediante el cual una persona (¿destacada?) narra su historia, su devenir, su existencia, sus hazañas, su perspectiva de los acontecimientos, su vida. Muchas autobiografías funcionan a modo de muy eficaces retratos de época, documentos invaluables a la hora de conocer la atmósfera, el aire que se respiraba otrora. Hace ya unos cuantos años, con pocos meses de diferencia entre sí, leí dos autobiografías brillantes. La primera es la de Edward Said, Fuera de lugar, la segunda es la de Amos Oz, Una historia de amor y oscuridad. Said fue un crítico literario y musical de origen palestino. Uno de los más destacados intelectuales del siglo XX, nació en 1935 en Jerusalén y la leucemia le arrebató finalmente la vida en 2003, a los 67 años de edad. Su autobiografía fue escrita en el hospital durante una de las tantas internaciones por tratamiento médico que sufriera en sus últimos años de vida, y cuenta su infancia y adolescencia entre Jerusalén, entonces mandato británico sobre Palestina, y El Cairo. La historia de Said parece ser, tal como lo anuncia el título del libro, la historia del descolocamiento, de la incomodidad de encontrarse donde uno no debería, donde uno no desea estar u otro no desea su presencia. Su familia combina herencia árabe cristiana, palestina y libanesa. Vivían en El Cairo, pero optando por una mejor atención médica, su madre embarazada se traslada a Jerusalén, donde Edward nace. Se llama Edward, nombre inglés, y se apellida Said, de origen árabe. Vive sus primeros años entre su ciudad natal y la capital egipcia, hasta que la finalización del protectorado británico y la creación del Estado de Israel los obliga a trasladarse a un campo de refugiados, y luego de vuelta a El Cairo, donde proseguirá sus estudios. Los Estados Unidos, el postcolonialismo y la consagración académica. La incursión en política en pos de la lucha palestina, donde recibirá golpes desde todas las direcciones. La música, su amada música, y un emprendimien-

to por la paz con su amigo argentino/israelí Daniel Baremboim. Amos Oz adquirió su actual nombre en el kibutz donde vivió por cerca de 25 años. Nació en Jerusalén en 1939 hijo de padres judíos europeos, que habían llevado a Tierra Santa escapando del nazismo. Familia de eruditos y poetas, sus padres hablaban una quincena de idiomas cada uno. Una infancia llena de aventuras, de la angustia y del dolor de los padres, que se enteraban con cuentagotas de la tragedia al otro lado del Mediterráneo. Una infancia rodeada de libros que debía consultar a escondidas de su padre. Una infancia marcada por los enfrentamientos entre judíos y palestinos, los cambios en la ciudad y la violencia. Una infancia hundida en la soledad y posterior suicidio de su madre, cuando Amos tenía solo 12 años. Un judío escuálido, flacucho, del tipo intelectual, que admiraba a los otros judíos, los robustos, de tez oscura, peludos y trabajadores manuales. Se fue a vivir a un kibutz (experiencia que plasma en su libro Un descanso verdadero), estudió letras y filosofía, sirvió en el ejército israelí en la Guerra de los Seis Días y en Yom Kipur, y se convirtió en escritor. Hoy es el novelista más consagrado de Israel y es cada año candidato a recibir el Nobel de Literatura. Dos historias que se cruzan en un tiempo y en un lugar. Los años de la Segunda Guerra en la antigua Jerusalén. Los pequeños Amos y Edward tal vez se hayan cruzado por los estrechos callejones de la ciudad sagrada cuando niños. Tal vez no. Un pueblo que era oprimido y errante volvió a la Tierra Prometida. Otro, que habitaba la Tierra Prometida, se volvió oprimido y errante. Las historias de estos dos escritores nos pueden decir mucho más de la historia del conflicto en Medio Oriente que decenas de libros de política. Dos autobiografías que nos hablan del sufrimiento, del destierro, de la muerte. También de las pasiones, de las búsquedas, de los encuentros. De la construcción de una identidad atravesada por las más diversas circunstancias y experiencias. De la vida a pesar de todo. por Juan Karagueuzian


prosa

Desterrado del universo Un hombre, llamémosle Wakefield también, sube las escaleras del departamento que alquilaba hace veinte años, se dirige a la terraza. Una vez allí arriba sintió el calor del crepúsculo en el cenit del verano. Caminó entre los bordes de las baldosas porque en la soledad acumulada tantos años había desarrollado algunas obsesiones. Una vez llegado al borde de la ciudad sintió que ya no podría abarcar tanta tierra. Los años lo apagaban silenciosamente. Se quitó la peluca roja que lo protegía y la ropa que lo escondía. Quiso llamar a su mujer, gritarle, mostrarle su cuerpo y su voz como la primera vez que se conocieron pero no lo logró. Mientras gritaba dentro de su cabeza una persiana se agitó en la oscuridad violácea. Las manos de su mujer se asomaron por el balcón y se olvidaron en la baranda. Ninguna carroza, ningún hombre cruzó la calle empedrada en esos instantes y el silencio le permitió escuchar, como si estuviese detrás de ella, justo entre la oreja y el hombro, su tristeza. Tenía que morderse los labios para no llamarla, para no bajar las escaleras, cruzar la calle y tomar su antigua vida de vuelta. Pero eran veinte años de duelo para ella y veinte años de aventura para él. Y eso era como tener una piedra en el esternón. Pasó la tarde, las persianas se cerraron y bajo la luz de una luna llena, Wakefield pensó que tenía mucha suerte de que esa noche estuviese iluminada porque se encontraba en tal estado de fiebre y alucinación que la oscuridad lo hubiese herido. Decidió que todavía no era hora de tomar al viejo toro por las astas porque necesitaba seguir muerto un tiempo más. Se vistió y cuando giró para volver y enfrentó las escaleras vio la oscuridad de la madera y supo que así se agitaba su vida, en los rincones de un cuarto Desterrado del Universo. de Ine Gaviña


poesía

Beijing Mi hermano, en Beijing, está muerto. Sucedió al observar un joven frente a un tanque. Agitaba los brazos como ave desesperada. No sonó la metralla, pero lo vimos caer. En Beijing, dentro del metal, había un hombre. El tanque rodó por la calle. A lo lejos oigo crujir una bicicleta. Recuerdo Beijing. de Rui Caverta

Se agota el hacha (11) Ya, ya, ya se agota el hacha El corte profundo, el tajo en el árbol Se agota, por poco que parezca Y se agota el mundo imitándose Me agota el hacha y la imitación del mundo me agota el tajo en mi propia imitación Se imita el mundo se imita el hacha que taja Y se agota el mundo tras el hacha que ataja Aunque raja, cuando agota Digo que se agota la parodia El hacha taja la gota de savia El árbol se ataja La parodia no Y si se hacha el tajo la taja es mas profunda Que un árbol tajado en un tajo de imitación Y si se taja el mundo, se taja mi parodia Se agota el hacha, se agota el árbol, me agoto yo de Guillermo Masse

II la playa es un lugar difícil para correr en arena mojada soy rápido con ojos cerrados las olas no un rumor; sí sus sombras y sí su eco y su eco y/ de Grillo Espínola


Leela y pasala y si querĂŠs publicar, escribinos: elgloboliterario@gmail.com


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.