1. FLORENCIA EDELMAN BURSZTYN
Instituto Dickens Profesorado de Inglés Montevideo, Uruguay
2. FERNANDO LIN
Universidad de Buenos Aires Arquitectura
3. ADáN FRANCONERI
IUNA Licenciatura en Artes Visuales
4. GALO BASUALDO MOINE Universidad de San Andrés Profesorado en Educación
5. MAI
IUNA Licenciatura en Artes Visuales
6. CAROLINA ALAMINO Universidad de San Andrés Abogacía
7. INÉS GAVIÑA
Universidad de Buenos Aires Licenciatura en Letras
8. IVAN MATOVICH
Universidad de San Andrés Ciencias de la Educación
9. FACUNDO CALVO
Universidad de San Andrés Licenciatura en Relaciones Internacionales
ILUSTRAN TAPA. CANDELA ANGELES
CARRERAS
Universidad de Buenos Aires Diseño Gráfico
1. ANA HIRSCH
Universidad de Palermo Diseño de Joyas
2. MICAELA ROSA
IUNA Licenciatura en Artes Visuales
3. SOFÍA AVELLANEDA
Universidad Nacional de Tucumán Arquitectura
4. LUCÍA SATELIER
IUNA Licenciatura en Artes Visuales
4. ROCÍO Semenzato
Escuela Superior Regina Pacis Artes Visuales
Edición Belén Felix, Lucía Gradel y Karen Serfaty Contacto elgloboliterario@gmail.com Facebook /elgloboliterario Twitter /elglobolit 2
el globo #2 noviembre 2012 publicación trimestral
El aire con el calor se expande, el globo se estira a su límite y explota. Es el calor que licua la tinta en la birome y la derrite sobre el papel, en el agitado vaivén de un cuento que parece no querer terminar jamás. Es también aquel que ensopa las manos frente a un salón lleno de espectadores; es el que recorre la espalda en el vigésimo kilómetro de carrera; es el que sube entre las piernas con la caricia de quién nos habla con suavidad, y el que inflama el corazón, y lo hace retumbar en los tímpanos, con la realización ocasional de que estamos vivos. Este segundo número sale con ánimos veraniegos, de mucho, casi excesivo, calor y viene a proponerles que lo dejen entrar, inundar los huecos en el pecho, el espacio entre los dedos del pie, y ese vacío innato que es el ombligo. Estamos convencidos que ese calor, ese ardor, esa combustión irrefutable que sentimos dentro, nace de la genuina búsqueda de sentido. Es la piedra en el zapato que nos obliga a parar y fruncir el ceño hasta desmenuzar una sensación y comprender todas sus aristas. Es lo que nos arrastra, irremediablemente, a ofrecer algo que es nuestro, con el interrogante de si será, acaso, de otro también. El mundo hoy nos incita a comprar para ser, a definirnos para existir, a actuar para estar. Con ello viene la certeza de la in-
satisfacción, la angustia de la incertidumbre. Creemos que el arte en general y la literatura en particular tienen el poder de sobrellevar el vacío tan propio de este mundo, y de unir en vez de escindir en infinidad de individualidades. En el intento de ser lo que el mundo nos exige, de cumplir con el imperativo de hacer, ya, acumulamos emociones atrofiadas en distintas partes del cuerpo. ¿De qué otra forma podemos conectarnos con lo que el otro lleva anudado en la tráquea sino a través del registro de nuestra propia emoción? ¿Cómo registrarla sino a través del arte? La presente selección de textos e ilustraciones nos conmovió por completo, y nos dio lo que siempre da el buen arte: la necesidad de pronunciarse también uno sobre las propias emociones. Esperamos que la disfruten tanto como lo hicimos nosotros, y que no duden en agarrar lápiz y papel al concluir su lectura.
El globo literario.
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PROSA
Autora Florencia Edelman Bursztyn Ilustración Ana Hirsch
Me la regaló mi abuelo, tenía una pequeña rajadura debajo, pero era casi imperceptible y el sonido era excelente. No era la primera vez que me regalaba un instrumento, a los 6, me regaló el piano, la batería no me acuerdo si la compró o no mamá. Yo no tocaba la guitarra, José María sí. La tocaba siempre que venía a casa, alguna vez también tocó el piano, pero yo siempre le pedía que tocara la guitarra. A veces que4
ría canciones que a él no le gustaba tocar, o no tenía ganas, porque me divertía intentar cantarlas. Le pedía canciones, primero canciones que él conocía, después otras que ni imaginaba que sabía, era como una rocola. Por mucho tiempo me colgué con Tommy, vicio del 72, la peli y el cd también. “Age of Aquarius” y hasta Abba y canciones de un álbum de Shakira del 97. Igual lo que más tocaba era Beatles, Pink Floyd y Rolling
Stones, tocaba de todo en realidad, blues, temas suyos y de su banda. En la banda tocaba el bajo y componía letras. Yo nunca sabía si sus canciones tenían algo que ver conmigo, ahora pienso que no. Otras sí eran intencionales, no las escritas por él; las actuaba, movía expresivamente sus cejas, su frente y me miraba a los ojos. Luego guardábamos la guitarra en el placard del escritorio, tenía estuche pero a veces quedaba afuera. Un día dejé de verme con José María. Nunca más volvió a mi casa ni a tocar la guitarra, olvidada en el placard. Pasó el otoño, invierno y el otoño otra vez. Y otra. POESIA
LIVING IN SIN Fernando Lin A flower like no other, and to stare at it all [summer I’d much rather Hold it close, I am wishing to understand “Make me go, it is getting out of hand” It was him who told me to live in sin Never was foreseen, though, was always in [between Only darkness could measure joy precisely And I’m drowned by the opportunities, that [pass me by so timely As it sat outside sepia-toned, through the [looking glass my eyes became obsessed Fainting as it fades forever And suddenly, darkness is repeated
Una noche ordenando, la encontré en el fondo del placard. La saqué de su funda, tenía la tapa resquebrajada. Se había arqueado como hoja seca. Sus cuerdas tiraron hasta levantar la tapa, lengua de mariposa muerta. Era imposible de arreglar, la dejé ahí descansando, aunque sea como chatarra. Otro tiempo y la tiré. Ahora uso el estuche como valija de zapatos.
el embrión Adán Franconeri El embrión de mi ser no nacido, pero ya corrompido por mi hambre, busca alimento en los pasillos del vientre materno. Pretende saciar su sed, su sentimiento de soledad, en ese óvulo fértil cual semilla en primavera. El embrión de mi ser no nacido se siente ahorcado por un cordón de carne, ahogándose y queriendo escapar. Pero es inútil. La bolsa es demasiado pequeña, el cordón largo e indestructible, y el embrión, poco a poco, se va diluyendo con los líquidos, fragmentándose en varios pedazos inconexos entre sí, pero que, al fin y al cabo, forman el todo y la nada a la vez. 5
PROSA
Autor Galo Basualdo Moine Ilustración Micaela Rosa
Era un buen tipo Fito. Una de esas personas (pocas, tal vez) de las que se puede decir que están hechas de buena madera, de madera noble. Recuerdo que compartir momentos cotidianos con él era una perfecta excusa para salvar gradualmente esa distancia perenne que subyace en la individualidad humana. Un pool, un campamento, un café, un partido, algunas canciones -o algunas mujereseran instancias ideales para volar juntos, de esa manera especial, liviana, pura y desinteresada con la que se vuela con los amigos, y que nunca se llega a alcanzar con las parejas. Lo que más recuerdo de él era su manera taciturna de pararse ante la vida, esa sencillez casi desganada para afrontar problemas y alegrías. Con una sonrisa un tanto triste pero pícara, nos miraba desde su altura solitaria. Era casi el referente obligado de cualquier anécdota jocosa, y se adaptaba a nuestros corazones como nunca logró adaptarse a su vida. Fiel lazarillo de quien anduviera descarriado por momentos, muchas veces sentí la tentación de decirle que lo comparaba con esos paradores de ruta donde atienden cálidamente las necesidades del viajante, pero que siempre permanecen en el mismo sitio. Aquella tarde cuando pasó por casa, me sorprendió con su visita, aunque de cierta forma lo estaba esperan6
do. Diferentes opciones de vida nos habían vuelto solitarios cómplices de anécdotas que contar. Mucha agua había corrido bajo el puente, y muchas noches no habían sabido nadar en ella. Era un encuentro extraño, ansiado, pero ya distinto. Tiempo, distancia y rutina son distintos nombres de un mismo asesino, sutil y muy cobarde, pero efectivo. Recuerdo que aquel abrazo pareció desmemoriado, como si las densidades nuestras almas ya no fueran compatibles; lo recibí (me lo recibió) igualmente por cortesía, y por honor al pasado. Charlamos mientras nuestras miradas buscaban reconocer algo que ya no estaba. Bebimos varias tazas de café, y no pusimos atención en lo que decía el otro, tan sólo preparábamos argumentos para justificar tanta ausencia, y pequeñas historias para provocar risas obligadas. Esquivamos hablar de lo que había sido alguna vez una amistad sincera, algo como un ser en dos cuerpos, como solía decir San Agustín, patrono de aquella parroquia donde nos habíamos conocido. Las horas pasaron más rápidas que nosotros, hasta que nuestras miradas se cruzaron profundamente y, horrorizadas, comprobaron que éramos dos perfectos extraños. Un poco asustado, le comenté que ya era hora de ir a misa, y le dije que me acompañara como en los viejos tiempos, cuando creíamos en algo o en Alguien. Socarronamente, y algo desafiante, me confesó que esos ya no eran lugares para él, desde que se había dado cuenta de que “la religión era un mero invento para apartar a las almas escrupulosas de la repartija de la torta”. Sonreímos, por primera vez en ese día, con risas de verdad, con ecos de risas. Igualmente aceptó ir conmigo unas cuadras, y algunos comentarios sobre polleras deslizados en el camino me dieron la esperanza de que la distancia entre nosotros no era del todo insalvable. Alguna vez supe comentarle un temor infan-
til -que arrastraba en mi vida adulta- de que mientras caminara junto a alguien, al tener que separarse para esquivar un obstáculo (un cartel, una parada de colectivo), la otra persona no volviera a aparecer. Y recuerdo también su cara de incredulidad y tierna incomprensión con respecto a que una cosa semejante pasara. “Igual, por las dudas, tratá de ir por calles sin obstáculos”, solía decir al mofarse de mi ingenuidad. No sé bien por qué, pero en una de esas esquinas donde el semáforo nunca está a favor, volví a sentir ese temor infundado. En ese instante miré su rostro para ver si compartía algo de mi preocupación; pero no, sus ojos andaban perdidos en una rubia tentación veinteañera que acaso yo no había percibido. No quise distraer su atención terrenal con tonterías, y preferí mirar yo también, pero para ese entonces en su percepción la rubia había dejado lugar a una morocha que caminaba delante nuestro, aunque en determinado momento tornó en castaña y con bucles al cruzar la calle, para luego ser de nuevo la morocha que nos llevaba la delantera. Apurados en seguir su paso, nos mantuvimos callados como aves al acecho, con la mirada fija en la presa. Y fue tal vez ese efecto misterioso que tienen las mujeres para alterar lo que estábamos pensando lo que hizo que no me percatara de que, después de atravesar la última parada de colectivo, Fito ya no caminaba a mi lado. Al principio, creí que me estaba jugando una broma, recordando viejas confesiones de mis miedos. Frené entonces mi andar y me entretuve algunos segundos esperando su aparición entre risas. Al no cumplirse mis expectativas, decidí volver sobre mis pasos e infantilmente rememorar el juego de las escondidas. Hasta que luego de un largo rato de búsqueda infructuosa por las calles que habíamos recorrido (y otras nuevas), tuve que aceptar que, finalmente, Fito había ganado el juego. 7
POESIA
Autora Mai Ilustración Sofía Avellaneda Para poder admirar la transparencia del vidrio debés encontrar el filo dentro de la piel. Es preciso estirar alguna mirada perdida alguna trémula pesadilla que se escurra por debajo de las sábanas mojadas. Encontrado el punto en el que nace la dualidad, tras rasgar aquella fina capa de plástico: el vértigo de la carne. Y la piel tan llena de vidrio, tan sudorosamente congelada tan estúpidamente frágil y tan ridículamente palpable. En el vigoroso túnel, sobreviven mis bestias (algunas, otras salen a la superficie para desnudar el aire en un grito de guitarra desafinada). Quisiera poder andar así, toda coraje y toda carne. Cruda, palpitante. Para morir después en la fricción de un beso [robado o en el comienzo de un sueño. Esta vez, la muerte no se acaba en una línea (y no siempre la muerte puede acabar) (culpen a los vírgenes avergonzados, culpen a la paranoia) Sino, se adueña de a poquito de las capas de cristal, hasta dejarme engominada y con una etiqueta en el pie como la instalación permanente en un museo bajo tierra. Miren, miren peatones atónitos a la sexualidad de los paralíticos, 8
a la tiranía de la pérdida y a las oscuridades agazapadas. Con la cabeza gacha, silbaremos bajito, algún patético estribillo que nos deje clavados en la más irreverente de las caídas.
POESIA
Autora Carolina Alamino
Mi obsesión con el reflejo es ya preocupante Mis ojos se reflejan en tus ojos que veo en mis ojos que muestran nuestros ojos. Y te veo en mis ojos y me veo en tus ojos y nos veo en los ojos cíclope. Y veo también otros ojos cientos de ojos que se miraron antes que vimos más tarde que juntamos inconscientes anónimos, ojos que se reflejan en tus ojos como un pasado imborrable en mis ojos presente, y también estos ojos reflejan decenas de ojos previos decenas de ojos que vendrán pero tus ojos quedarán y este minuto de mutua contemplación de tus ojos, de mis ojos, del nuestro reflejo del nuestro espejo del nuestro. ojos. ojos. ojos. 9
PROSA
Autora Inés Gaviña Ilustración Lucía Satelier
I Caminó hasta el alambrado y se sintió en el medio del campo, el sol le picaba la piel. Escuchó pasos detrás y se volvió; era su hermano menor que la buscaba. Se le acercó, llevaba algo entre las manos porque las tenía como cerradas y le dijo: - Abrilo. Cuando le abrió las manos, un pájaro estalló y le hizo fruncir los ojos. Vieron cómo entre sus alas se abría el sol. Lo miró con sorpresa y se sonrojó; ya había perdido su regalo, su abanico dorado. Rieron al ver que flotaban, entre sus manos y el cielo, plumas blancas. II Veo un pájaro cazando y saltando por el jardín. Me le acerco. Apoyo el pecho en el pasto ofreciéndole mi corazón, y le digo: - Vos tomá todo lo que puedas y llevátelo lejos cuando vueles, por favor. Me mira como sólo puede, absorto, y lo pierdo de vista tan rápido, fugaz tomó vuelo. Irá a mojar su pecho a algún estanque y a perderse de toda consciencia. Yo sé que lo invadí. Forcé su naturaleza, él no tenía porqué conocer el lenguaje de las palabras y menos aún la necesidad de mirar hacia adentro. Sin cerrar los ojos, lo imagino sobre un fondo 10
negro y pienso que podría ser cualquier otro, porque ese pájaro no tenía nada de especial. Yo hubiese esperado que me contestara o que se acercara y chupara todo mi dolor. Pero era un pájaro nomás que solo nos habla desde lejos y en forma de flecha. Ése es su mensaje críptico. Y así, teniéndolo de nuevo, sosteniéndolo en el triángulo de los ojos y la coronilla como si nada de esto hubiese pasado, le digo: - perdón, aunque todavía no hayas volado porque aún no dije lo que iba a decir luego, corrompí tu libertad. Y ahora creo que estoy haciéndolo de nuevo, perdón por eso también. Y perdón por estar pidiéndote tantas veces perdón. III Cuando en mi cabeza entra la obligación con sus cuchillos yo siento que mi personalidad, escindida en pequeños átomos y desperdigada entre las alas de animales, explota. Lo mismo que cuando un hombre camina entre el campo de girasoles explotan los pájaros asustados. Así, soy sus cuchillos. Y acuchillo a los demás. Pero entonces sueño con que esos pájaros desperdigados, que son mi personalidad, se encuentran en una tierra remota y encuentran un estanque de agua pura. Se bañan a su manera. Mientras sueño, veo que la verdad debe ser algo como ese mojar y remojarse el pecho
de los pájaros en un estanque de agua extraída desde el molino más hondo. Una historia. IV Todo lo que tiene alas no puede descansar. Hay una remota tierra a la que pertenezco y está rodeada de árboles altos y oscuros que crean una burbuja lejana al tiempo y al resto del mundo. Si se la mira de arriba debe ser una circunferencia o un rombo también. Y es todo un mundo para mí. Cuando la visito me olvido de los otros mundos que también habito pero que son secundarios porque no parecen sueños. Entre esos árboles protectores puedo descansar, y cuando duermo en esa tierra siempre sueño, y al levantarme siento como si flotara y como si hubiese vuelto de un alto vuelo. Porque yo no tengo alas pero las deseo.
y tienen un vuelo unilateral; violento hacia el corazón de la tierra. No es que esas gotas lo conmuevan. No sé qué es lo que lo conmueve, será eso entonces quizás; lo que no se ve de los pájaros, lo que no se ve de las gotas, lo que no se ve del mismo pecho, lo que los une y los quiebra.
V Hay una gaviota herida en la orilla del mar. Así, tirada en la arena, tiene la misma forma de un caracol gigante. Me imagino que la agarro y la apoyo en mi oído como si fuese un caracol gigante para escuchar al mar y al infinito, como si fuesen la misma cosa. No escucho nada porque está muerta. Cierro los ojos y la veo volar, planear en realidad, porque no logra cortar el viento que es hundirse en el mundo. VI ¿Tendré que nombrar cada hoja de cada árbol que cruzo paso a paso para quebrar mi pecho en mil pájaros? No es que quiera quebrarlo porque sí. Está quebrándose hace tiempo ya. No es tampoco que yo misma lo quiebre. Se quiebra a sí mismo cuando algo lo conmueve, cede y se abre paso a lo líquido que tiene el aire en mil pájaros veloces. Cuando llueve también pienso en las gotas que quedan prendadas de las ramas más bajas, son como esos pájaros pero vuelan hacia abajo 11
PROSA
Autor Iván Matovich Ilustración Rocío Semenzato
El calor sofocante abrazaba una vez más el aire que reclamaban los pulmones de aquel hombre, como todas las noches de ese diciembre entrerriano. Altos árboles se levantaban al costado del camino, sin más expresión que la de sus copas, advirtiendo la llegada de salvadoras brisas porteñas para
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Don Argentino Rodrigo Meléndez. Respeto y distancia imponían aquellos ejércitos del Señor que, bajo el modelo de pilares romanos, formábanse uno al lado del otro, al igual que alguna vez lo hicieron los devotos de César. La tierra dejaba la tierra ante cada pisada, y Don Argentino dejaba su huella en ella,
mientras que estrechos océanos delataban su presencia al costado del camino, con el fluir e impactar de las gotas contra su lecho. Las siete eran, cuando el Sr. Meléndez dejó su rancho en busca de lo desconocido, de un decir del que muchos hablaban y pocos conocían. Rumores. Cuentos, historias, mitos. He ahí el meollo de los pueblos y sus tabernas, el motivo de las charlas y gatilladores de carcajadas. Ya hacía tiempo que Don Argentino había escuchado la historia del “Punto Central”. Era una tarde de Junio, cuando entró en la taberna y enfiló su andar hacia el último asiento de la barra, que lo esperaba ansioso como todos los días, como toda su vida. Entre risas y gritos, una discusión se abría paso entre cuatro hombres que compartían una mesa redonda de madera, pesada, opaca y reseca, imponiendo su edad, o acaso ocultando su indigna apariencia tras el castigo del tiempo (Que El Señor sepa tenerlo bajo su reloj), probablemente proveniente de algunos de aquellos árboles que se alzaban en el monte. “Tú sabes, Marcos, lo que contó tu compadre aquella vez acerca del Punto Central. Bien recuerdas cómo dijo que su amigo había vuelto del camino que va hacia Los Soles. Comentó que estaba cambiado, y que hablaba cosas raras; que se encerraba en su rancho y escribía y luego quemaba sus textos. Algunos dicen que murió en su locura...”, comentó uno de los hombres. Sin embargo, el tal Marcos respondió entre copas y ases: “Así es, pero mi compadre aún cree que este
hombre halló el Punto Central, y que éste lo cambió para siempre”. Fue así como por fin Don Argentino encaminóse hacia el Camino de Los Soles una noche de verano. En su querer, la intriga y curiosidad se hacían cargo de su aventura. Sin embargo, en su saber, la arrogancia lo llevaba al Punto Central. El desafío hacia la sabia naturaleza, hacia su vida, hacia el Señor, hacia el Universo, lo conducían bajo la lupa del orgullo y del honor. ¿Acaso Don Argentino Rodrigo Meléndez podría comprenderlos a todos ellos en carácter de entrerriano, de gaucho, de humano?; ¿Creíase capaz de comprender aquello que ni el mismo Aristóteles pudo explicar con la impura lengua de los humanos? Una estrella fugaz simuló detener el tiempo. Don Argentino cayó al piso como quien desea la relajación por sobre todas las cosas. Pronto, el hombre se sintió parte de la tierra, tierra que alguna vez limitó el infierno de Dante. A un instante se redujo, el momento en el que se sintió el centro del Universo y vislumbró todos los puntos del mismo. Momento en el que comprendió que aquella tierra que lo abrazaba había engendrado aquella multitud de matorrales que cubrían el monte entrerriano, como alguna vez había dado vida a las tropas del mismo Alejandro Magno que cubrieron de sangre el viejo mundo. Ahora, las estrellas se responsabilizaban de la luz de los amaneceres, y de la luz de las ideas. Vio cómo la luz penetraba en la mente de Montesquieu y Locke, y como ésta se hacía paso entre más necesitados de ella. Pronto, se dio cuenta de que aquellos matorrales, aquellos árboles y aquellas estrellas eran tan entrerrianos y argentinos, pero universales, como él mismo o como la propia eternidad.
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PROSA
SERVICIO GRATUITO AL 135 Autor Facundo Calvo –Hoola, buenas tardes. Mi nombre es María Iribarne, de Tarjetas Gold Argentina, ¿en qué puedo ayudarle? –dijo por vigésima vez en el día. –Soy Aldo y me voy a matar –oyó que decía una voz masculina del otro lado del teléfono. Se acomodó en su silla y arrimó los auriculares para escuchar mejor. A ella le habían enseñado cómo tenía que saludar, cómo recitar el speech de la empresa, y cómo tratar de convencer a los clientes que odiaban los call-centers, pero no a lidiar con suicidas. –Me voy a matar –repitió la voz. Trató de pensar una respuesta diplomática sin herir la susceptibilidad de aquella voz que no parecía bromear. –Señor, éste es el servicio de Tarjetas Gold Argentina. Por lo visto, el tópico de su frase no se adecúa con los servicios que nosotros prestamos. Del otro lado se hizo un silencio que estremeció a María. Trató de pensar una respuesta que corrigiese lo que acababa de decir. –Muchas gracias por haber contactado el servicio de Tarjetas Gold Argentina. Cualquier otra consulta, no dude en comunicarse con nosotros. Estaba por colgar el auricular cuando oyó un grito del otro lado del teléfono: –¡NO! María pegó un salto en su silla. No supo qué hacer. Enseguida, la voz dijo: –Señorita, usted es lo último que me queda en esta vida. Le pido por favor que no corte. María escuchó con desconfianza la voz de aquella persona. Estuvo a punto de colgar los auriculares cuando oyó que la voz le suplicaba: –Señorita…por favor. María vaciló durante una décima de segundo. –Por favor… –Está bien –contestó María. Arrimó la silla al borde del escritorio donde estaba apoyado el teclado de su computadora. Recorrió con la vista las fotos de sus papás en Mar del Plata, y la de su hermana Lucía en el Aconcagua. Tomó una hoja de papel y quitó el capuchón de su bic azul. –Lo voy a escuchar un minuto, señor. Acá traba14
jamos por comisión y yo quisiera ayudarlo, pero ¿usted me entiende lo que le digo? –Me voy a matar. –Señor, yo quisiera ayudarlo, de verdad, créame por favor –dijo María poco convencida de la ayuda que podía prestarle a aquel pobre hombre–. Y enseguida agregó: –Mi jefe está a unos veinte metros. Si se da cuenta que yo estoy hablando con usted, me echa del trabajo. –A tu jefe no… –comenzó a decir la voz. –¿Entiende lo que le digo? –agregó María. –A tu jefe no lo importa lo que vos hacés. ¿De qué va ese pelotudo? –Le impido que hable así de mi jefe –espetó María. La voz, indiferente a la advertencia de María, siguió: –Todos los jefes son iguales. Además, ¿qué importan los jefes? Yo me voy a matar y punto – sentenció. María giró la cabeza por sobre el hombro hacia el vitral de la oficina del Director. Tal como le había explicado la voz, éste no estaba atento a lo que ella ni ninguno de los telefonistas estaba haciendo. Sostenía un Blackberry en la mano izquierda, y un cigarrillo en la derecha. Sus pies colgaban de la mesa en la que María había sido entrevistada dos semanas atrás. –Mire, mi especialidad comprende los servicios financieros que provee la Tarjeta Gold Sociedad Anónima. Yo sinceramente quisiera ayudarlo, pero… –¡Puta! –gritó la voz. María se quitó los auriculares y los colgó para apagarlos. Aquel hombre estaba fuera de sí y ella no tenía por qué salvarle la vida. Tardó en darse cuenta que no los había colgado bien, y que la voz seguía gritando. Ya más calmada, trató de ignorar el insulto que había recibido. Acercó los auriculares y el micrófono hacia ella, y con la voz más suave que le fue posible, dijo: –Señor, yo sólo quiero ayudarle. Mi jefe está distraído ahora. Pero por favor, no me falte el respeto. Del otro lado se hizo un silencio. Luego se oyó como alguien se sonaba la nariz, tocía, y se aclaraba la voz. –Me voy a matar. –Mire –comenzó María–. En el buscador me figura un número que podría serle de utilidad: Centro
de Asistencia al Suicida. Servicio gratuito al 135. Algo más calmada, y como si explicara algo por enésima vez, la voz dijo: –¡Pelotudos! María pensó en cortar. Los insultos de aquel hombre le hacían sentir que su ayuda no serviría de mucho. –Señor, yo necesito que baje los decibeles. ¿Cómo pretende que le ayude si usted no colabora conmigo? Como si no hubiera escuchado aquél razonamiento elemental, la voz repitió: –Me voy a matar. María trató de acabar de una vez por todas con el asunto. –Déjeme decirle algo. Yo como madre y esposa le aseguro que es muy feo ver partir a un ser querido. Piénselo –insistió María. –Yo no tengo nadie que me quiera –dijo la voz con desdén. –Se equivoca –respondió María ya más segura de sí misma–. En el mundo siempre hay seis personas que siempre están pensando en nosotros. Dése cuenta que si usted se quita la vida, seis personas lo van a llorar. –¡Qué pelotudez! –gritó la voz. María intentó reprimir su enojo. Si seguía hablándole con suavidad, qui-zá se calmara y en tres minutos atendería al próximo cliente. –Así dice el saber popular –confirmó María–. Así que ya sabe. Relájese, salga a caminar, respire hondo y todo se solucionará. –¡Qué ingenua! Con razón vendés servicios financieros y no estudia Filosofía en Puán. María comenzó a subir el tono de voz. Los telefonistas que estaban cerca de ella se dirigían miradas oblicuas, la señalaban con el mentón, y se enco-gían de hombros. –¡Basta! ¿Se piensa usted que soy estúpida? Me insulta, me trata como un trapo de piso, y yo sigo escuchándolo –se desahogó María–. Y luego, recu-perando la calma, amenazó: –Dígame cómo puedo ayudarlo. O corto. La voz, que a pesar de su tozudez parecía seguir el tono de la conversación, se aclaró una vez más y dijo: –Me voy a matar. Y ya no tiene sentido que me ayudes. Sos una buena mina. Seguí con tus clientes y mucha suerte. Hasta luego. –¡Espere! –gritó María ante la mirada atónita de los otros telefonistas que ya habían dejado de ha-
cer sus cosas y formaban un círculo de sillas alrededor de ella–. No quiero que tome una decisión equivocada por culpa mía. No, no quiero. –Dejá…ya no hay nada que puedas hacer por mi vida. Soy una mierda, te insulto y seguís prendida al teléfono. –¡Espere, por favor! –suplicó María. La voz exhaló un suspiro de duda y explicó: –En realidad, hay una cosa que podés hacer por mí. ¿Tenés un tiempo libre? Eran las cinco de la tarde. María trabajaba hasta las ocho. Su jefe seguía hablando por teléfono. Pero la vida de un hombre, pensó, valía mucho más que un reto o que no le computaran el sueldo de un día de trabajo. –Sí –mintió–. Salgo en diez minutos de aquí. –Te espero a las seis en el Café Retiro, frente a la Torre de los Ingleses –ordenó la voz–. Y cortó. María se desprendió de los auriculares, dejó la computadora encendida y pidió permiso para ir al baño. Frente al espejo, se arregló un poco el cabello y luego, sin avisar a nadie, se retiró de la oficina. Afuera hacía calor. Ya estaba acostumbrada al verano de Buenos Aires. Cruzó Avenida del Libertador, divisó la Torre de los Ingleses, comenzó a correr. No vio a nadie. “¿Y si ya estuviera muerto?”, pensó. Veinte metros más allá de la Torre, sentado en un banco placero, estaba el Director. Se asustó. Pensó que la había seguido hasta allí. Pero cuando lo vio con el Blackberry, llegó a la conclusión que era pura casualidad que estuviera allí. –Vení –le alcanzó a gritar el Director mientras agitaba la mano. Temblando, María se acercó hasta su jefe. Cuando terminó de hablar por teléfono, la miró con curiosidad y la preguntó extrañado: –¿Buscás a alguien? Pensé que estabas en la oficina. María supuso que el Director desconocía sus horarios, así que mintió. –Salgo a las 13 horas, quedé en juntarme con un amigo. –¿Cómo se llama? –quiso saber el Director. –Aldo –contestó ella. –Aldo es mi segundo nombre –explicó el Director–. Hace unos minutos hablaste conmigo por teléfono. Yo era el falso suicida. María lo miró extrañada. –Estás despedida. 15