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TERESA GONZÁLEZ LUNA CORVERA*
Ciudadanía temerosa
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La rendición de cuentas, junto con las formas de ejercicio del poder y las políticas públicas, entre otros asuntos, forma parte de la segunda generación de problemas de la democracia en México. Se trata de desafíos que, en el caso mexicano, reflejan el temor fundado a las restauraciones autoritarias y plantean nuevos mecanismos para desterrar los modos autoritarios de gobernar y construir un buen gobierno.
Jorge Claro
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* Doctorado en Investigación en Estudios Científico Sociales, ITESO.
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a democracia no está sencillamente presente o ausente; está viva, y esto es lo que importa. Uno de sus problemas más grandes es su singularidad, lo que significa que no todas las democracias son iguales y que una de las cuestiones que las hace distintas es su diseño institucional. Como dice Mouffe, la democracia es frágil y algo nunca definitivamente adquirido, es una conquista que hay que defender constantemente. En esta lucha surgen miedos y temores que provienen de un franco reconocimiento de los diversos peligros que amenazan el orden político democrático en las sociedades contemporáneas. Si bien se registran haberes democráticos en las distintas democracias occidentales, la historia revela la fragilidad y vulnerabilidad de los arreglos democráticos. Held, entre otros autores, refiere ampliamente una historia activa tanto de su pensamiento como de las prácticas complejas con concepciones contrapuestas y una serie de variantes de la democracia. El tema de la democracia adquiere especial relevancia en los países de reciente democratización, como México, carentes de una tradición democrática y en los que existen resistencias para institucionalizar el poder responsable. En el caso mexicano se
advierte un conjunto de inquietudes que combinan preocupaciones por probables frenos, complicaciones y retrocesos en la transición democrática, así como por las condiciones de la gobernabilidad en un contexto de crisis económica y cambio político. El título de este número de Metapolítica es una llamada de atención que nos previene contra los miedos y amenazas a las que está sujeta la incipiente democracia mexicana. Distintas constataciones empíricas dan cuenta del origen y las razones de muchos de los miedos asociados a la democracia, vinculados en buena medida al grado de aproximación o distanciamiento de los regímenes políticos del ideal democrático. En términos normativos, podemos decir que desde los modelos ideales de democracia se teme a su limitada aplicación institucional y puesta en escena por parte de los ciudadanos, aunque es imposible que exista una correspondencia exacta entre una idea y sus manifestaciones históricas concretas. A la inversa, las sociedades y sus ciudadanos descubren que la democracia no está funcionando bien en la mayoría de los países, particularmente en los de América Latina, y en el escenario de las acciones emergen miedos relacionados con las implicaciones de los principios democráticos. 77
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DEMOCRACIA MIEDOSA O DEMOCRACIA TEMIDA
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nsertamos cinco imágenes para ilustrar “las promesas incumplidas de la democracia”, término acuñado por Bobbio para referir sus asuntos pendientes, y mostrar el mosaico de las amenazas que acechan a las democracias realmente existentes. Para este autor (1996), quien insiste en la adopción de una definición mínima de democracia como forma de gobierno representativa, son cuatro los peligros que enfrentan las democracias modernas: la gran escala de la vida moderna, la creciente burocratización estatal, el desarrollo de la tecnocracia y la tendencia de la sociedad civil a convertirse en sociedad de masas. Éstas se expresan en la supervivencia de un poder invisible y de las oligarquías, el desprecio del individuo como protagonista de la vida política, la predominancia de intereses particulares, un espacio limitado para la participación democrática y la no creación de ciudadanos educados. Por su parte, desde una concepción normativa de la democracia y activa de la ciudadanía, a Kymlicka y Norman (1996) les preocupa la creciente apatía de los votantes, el resurgimiento de movimientos nacionalistas en Europa, población crecientemente multicultural y multirracial, así como el desmantelamiento del Estado de Bienestar. Estas tendencias advierten sobre una indiferencia moderna hacia la participación política, la cual es vista como una actividad ocasional y por lo general gravosa, aunque necesaria para que el gobierne respete la libertad y como medio para proteger la vida privada; pero, paradójicamente, expresan a la vez un renovado interés por la ciudadanía. A Lechner (2000) también le preocupa el incremento de la desafección por la política que, salvo en periodos “calientes”, como pueden ser los electorales, no resulta relevante en la vida cotidiana de los ciudadanos. Advierte que en las sociedades modernas se concatenan procesos de transformación, entre los cuales está el de la política que pierde la centralidad en la regulación de la vida social y ya no represen78
ta el vértice ordenador de la pirámide social. Ahora la política tiene menos influencia frente al protagonismo de la economía y de los sistemas funcionales. En América Latina, donde el término democracia se emplea para designar casi exclusivamente al gobierno de los políticos, no ha existido ni una cultura política de sesgo igualitario ni una conciencia cívica acorde con ella. Al decir de Nun (2000), esto se manifiesta, en lo político, en la falta de instituciones y prácticas igualitarias y justas, que no permiten que los valores y normas de la democracia se fortalezcan por la vía de su uso. La paradoja latinoamericana consiste en que “allí donde tanto las viejas como las nuevas democracias del Primer Mundo se consolidaron en el contexto de una marcada baja de la desigualdad, de la pobreza y de la polarización, aquí ocurre todo lo contrario y los procesos de democratización en curso están acompañados por un crecimiento crítico de los tres fenómenos” (p. 127).1 Esto, sin duda, tiene efectos sobre los modos en que se construye la ciudadanía. Por último, en los enfoques que destacan la dimensión cultural y simbólica de la democracia, preocupa el desfase entre cultura política y el sistema político y la baja densidad democrática de los ciudadanos. Para Diamond (1998), la democracia todavía no descansa sobre sólidos cimientos de elementos culturales y de confianza, de eficacia y compromisos políticos. A pesar de su atractivo, como nos advierte Plattner (1996), la democracia no es una forma de gobierno fácil de mantener, sobre todo en países pobres que carecen de una población educada, una clase media considerable y una cultura democrática. En suma, existe una preocupación compartida, asumida desde distintos ángulos teóricos y trincheras políticas, que refieren uno de los problemas más graves de las democracias emergentes, como la mexicana: “el ciudadano inexistente” (Escalante), “la democracia amenazada” (Alonso), “la ciudadanía de baja intensidad” (O’Donell), “la democracia incompleta” (Guevara Niebla)… De ésta y otras maneras se expresan temores y el recelo de
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que suceda una cosa contraria a la que se espera y se desea en relación con la democracia. Los actuales temores asociados con la democracia pueden provenir de su significado inestable, de los déficit históricos, así como de la generación de demandas y exigencias divergentes para su ampliación, extensión y profundización. En lo cotidiano, se asoman inquietudes vinculadas a las cuestiones que tienen que ver con la institucionalidad vulnerable de la democracia y con sus formas de expresión concretas. El debate, que refleja diversidad de interpretaciones y posturas, se da en el sentido de los dilemas que plantea la democracia existente acerca de sus diversos planteamientos sobre lo que debe ser su marco normativo, los requisitos del sistema político y las condiciones que los países requieren para mantener y consolidar el orden democrático.
LOS MIEDOS DE SIEMPRE
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as inquietudes, inseguridades y riesgos que desatan miedos reales o imaginarios respecto a los procesos de democratización en que se encuentren los regímenes democráticos, se pueden agrupar en lo que Aziz (2001) llama problemas de la primera y segunda generación de la democracia.2 Por ejemplo, las elecciones, aunque se considere como un problema procedimental de la primera generación, un tanto superado en el caso de México que cuenta con un sistema electoral fortalecido y comicios cada vez más competidos, todavía se encuentran sometidas a presiones diversas y generan algunas dudas fundadas respecto a los asuntos que tienen que ver con la representación y el gobierno. En efecto, se sospecha que no existen compromisos vinculantes entre gobierno y ciudadanos y que éstos, a través del voto, ejercen un control débil de los gobernantes y terminan por delegar a los representantes políticos sus derechos y deberes. La rendición de cuentas, junto con las formas de ejercicio del poder y las políticas públicas, entre otros asuntos, forma parte ENERO-FEBRERO/2004
de la segunda generación de problemas de la democracia en México. Se trata de desafíos que, en el caso mexicano, reflejan el temor fundado a las restauraciones autoritarias y plantean nuevos mecanismos para desterrar los modos autoritarios de gobernar y construir un buen gobierno. El principio de la mayoría, elemento definitorio de la democracia que alude a la participación como mecanismo para la toma de decisiones políticas, también genera suspicacias en el momento que las minorías, frente a la ciudadanía común o igualitaria, reclaman para sí una ciudadanía diferenciada. Un miedo específico parece cubrir el ambiente y el debate políticos cuando la realidad exige asumir, desde el mismo principio de la igualdad, una política de reconocimiento de las diferencias y la “diversidad profunda” que caracteriza, al decir de Taylor (2001), nuestras sociedades. Por otra parte, hay que considerar que todo país que se rige por un gobierno democrático tiene una historia que contar sobre cómo se estableció en él la democracia: transiciones, tradiciones, instituciones, prácticas y símbolos que hacen de la democracia de cada país algo único. En nuestro caso mexicano, todavía nos resistimos a reconstruir y narrar la propia historia para dar cuenta de la ruta, llena de accidentes, de construcción de un sistema político democrático con su correspondiente imaginario. Para vencer la “herencia maldita”, que es también fuente permanente de inseguridades y miedos, no nos queda de otra más que contarla y enfrentarnos con un relato autoritario y de poder arbitrario, de cinismo político y de autoritarismo duro de vencer. Al respecto, Escalante (2002) dice no escandalizarse frente a la falta de ciudadanos, pero deposita esta preocupación en una situación de riesgo mayor. Afirma que en México no sólo carecemos de las virtudes del imaginario que exige la tradición republicana de la democracia, sino que ni siguiera tenemos ese mínimo que hace falta para que funcione con normalidad un orden institucional moderno, que es un moderado respeto por la ley. Este autor se opone a usar los déficit históricos y las alusiones
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Por lo general, como reacción espontánea y un tanto indefinida, tendemos a temer a todo aquello que supone conflicto, desorden y divergencias, pero sobre todo a la incertidumbre que dispara lo desconocido.
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a los defectos de la ciudadanía como pretexto, cuando lo que más importa es la precariedad de nuestro orden político. Detrás de este limitado inventario que enuncia sólo algunos de los temores más comunes en torno a la democracia, algunos de ellos pasajeros o temporales y otros centrales y duraderos, y perfila algunos de los enfoques que los abordan, se localizan miedos más profundos y permanentes que de manera decisiva nos enfrentan a la contingencia inminente de que suceda algo malo con la democracia.
MIEDOS RECÓNDITOS
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or lo general, como reacción espontá nea y un tanto indefinida, tendemos a temer a todo aquello que supone conflicto, desorden y divergencias, pero sobre todo a la incertidumbre que dispara lo desconocido. En este paquete de alarmas sensibles a la vida social solemos incluir, por una parte, el temor a un espacio público abierto a todos y a la escenificación de los conflictos sociales; por otra, la inseguridad y hasta angustia que nos ocasiona la indeterminación de la sociedad democrática. Sin embargo, ambos temores son infundados y, más bien, constituyen unas de las posibilidades de la democracia. Por último, aparecen dos cuestiones a las cuales sí debemos temer porque se trata de miedos fundados en peligros reales que amenazan a las democracias existentes: el desplazamiento de la política como eje central de la vida social y la presencia de esencialismos y universalismos abstractos que impiden reconocer la pluralidad definitoria de las sociedades y acercarnos a la realidad para comprenderla sin prejuicios. En primer lugar, pareciera que nos asusta la emergencia de la sociedad civil y su principal atributo que es la pluralidad de intereses y opiniones, asociaciones y formas de actuación, independiente de la autoridad del poder y capaz de obrar y comunicarse autónomamente. Se trata, por supuesto, de un sentimiento ambiguo porque nadie que se presuma demócrata ad-
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mitirá decir algo en contra del mecanismo definitorio de la democracia, es decir, de la participación plena de todos los ciudadanos en la toma de decisiones políticas que afectan la vida en sociedad. Lo cierto es que el tema de la sociedad civil no se reduce a la participación interesada y organizada de diversos actores y grupos sociales en la esfera política. Refiere una colectividad consciente de sí misma, significativamente diferenciada y con historicidad, que se instituye a través de la autointerpretación de los derechos humanos. Se trata, como apunta Rodel (1997), de la misma sociedad que es la única capaz de ocupar simbólicamente, “de vez en vez”, el espacio vacío del poder político (materialmente de nadie y potencialmente de todos) desde sus propios imaginarios colectivos. Este dispositivo simbólico de la democracia, que planea la unidad simbólica de la sociedad y reconoce a todos el derecho a acceder al espacio público, contiene un proyecto reconciliatorio que entiende la democracia como forma de organizar el conflicto social. Desde esta perspectiva, se habla de la reinvención de la democracia a partir de la institucionalización del conflicto y de una democratización continua. En este sentido, Lefort considera que la característica fundamental de la modernidad es el advenimiento de la revolución democrática que constituye un nuevo tipo de institución de lo social en el que el poder se convierte en un “espacio vacío”, esto es, un lugar que nadie puede apropiarse o pretender encarnar. Nos invita a pensar en una sociedad expuesta a una indeterminación radical en la que lo instituido nunca llega a ser lo establecido, lo conocido permanece indeterminado por lo desconocido y el presente se resiste a toda definición. De ahí que resulte imposible definir la sociedad como una sustancia con identidad orgánica y describirla desde un punto de vista único y universal. La democracia moderna es, entonces, una forma de sociedad que somete a los individuos y a las instituciones a la prueba de una indeterminación radical. Dicho de otra manera, “el poder democrático no tiene consistencia separaMETAPOLÍTICA/NÚM.
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interpretación de los mismos. Precisamente, las diferentes significaciones en torno a estos significantes simbólicos centrales, constituyen el eje temático siempre presente en el combate político entre adversarios. Más aún, en esta tensión entre consenso, sobre los principios, y disenso, sobre su interpretación, radica la dinámica conflictiva o agonística de la democracia pluralista. De no haber apuestas democráticas diferenciadas, entonces sí hay razones para temer a un espacio público debilitado en el que, como nos advierte Mouffe, se multiplican los enfrentamientos en términos de identidades esencialistas (de índole étnica, nacionalista o religiosa) o de valores morales no negociables. “La democracia sólo puede existir cuando ningún agente social está en condiciones de aparecer como dueño del fundamento de la sociedad y representante de la totalidad” (Mouffe, 1999, p.19), lo que supone reconocer que las relaciones sociales son relaciones de poder. La esperanza no radica en pretender establecer las condiciones de un consenso racional ni en domesticar la hostilidad, sino más bien, en desactivar el antagonismo potencial que existe en las relaciones sociales y crear instituciones que permitan transformarlo en agonismo, en donde es posible el acuerdo y la tolerancia. Vivir como ser distinto y único entre iguales. Para Arendt, la pluralidad humana es la condición específica de toda vida política y tiene el doble carácter de igualdad y distinción, que también es la condición básica de la acción y del discurso. En su teoría, la acción constituye la actividad política por excelencia y la única que se da entre las personas sin la mediación de cosas; corresponde a la condición humana de la pluralidad. “Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para
Cinthya Velázquez
do de lo social, su sentido no reside en sí mismo, sino que sólo se puede alcanzar en referencia a ese otro que al mismo tiempo instituye: lo social” (Molina, p. 273). Planteamientos como los anteriores nos obligan a pensar y la acción de pensar representa una vía o mecanismo para conjurar los miedos, incluyendo los que directamente nos enfrentan a la indeterminación. Al respecto, Arendt (1997) nos confirma que todos los asuntos humanos tienen que ver con procesos de naturaleza histórica, como cadenas de acontecimientos de “improbabilidades infinitas” en la vida humana terrena. El hecho de que el hombre sea capaz de acción, de algo nuevo, significa que cabe esperar de él lo inesperado, lo que escapa a las leyes estadísticas y su probabilidad. Pero también nos dice que todo es “cuestión de ponerse a pensar” para “bajar la filosofía a la tierra” y examinar los parámetros invisibles con los cuales juzgamos las cosas de los hombres. La comprensión, en tanto particular forma de la experiencia en que el pensamiento de sentido común toma conocimiento del mundo social y cultural, es posible para todos. En relación con la naturaleza conflictiva de la sociedad civil, que explica en parte los temores al disenso y a la expresión de posiciones diferenciadas, Mouffe defiende la idea de que hay que dar cabida a la expresión de conflictos y a reales confrontaciones en el seno del espacio común. Asume, literalmente sin miedo, la cuestión del conflicto al proponer la instauración de un “pluralismo agnóstico” que supone reconocer que el enfrentamiento con el adversario (agonismo), a diferencia del enfrentamiento con el enemigo (antagonismo), lejos de representar una amenaza para la democracia, es su condición misma de existencia. Esta distinción entre las categorías de “enemigo” y “adversario” permite entender que el oponente no es un enemigo a abatir o eliminar sino un adversario legítimo al que se debe tolerar. Si bien la democracia requiere del consenso sobre los derechos humanos y los principios de igualdad y libertad, no se la puede separar de la confrontación sobre la
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bernantes. El autor constata que en la democracia actual la esfera pública/pública es, de hecho, una esfera privada, toda vez que constituye la propiedad de la oligarquía política y no del cuerpo político (Castoriadis, 2002). En tanto que la identificación de la democracia con la esfera estatal pone en entredicho la igualdad política (igualdad de participación en el poder), elemento definitorio de la democracia, y ha llevado a privilegiar los enfoques institucionalistas, se impone una “desestatización” que consiste en la expropiación de lo político a los profesionales de la política y su recuperación por parte de la sociedad civil. Ésta es la única manera para hacer posible la reinvención constante de la política. Con relación a este punto, Arendt le teme a la ruina de la política que resulta del desarrollo de cuerpos políticos que disuelven la pluralidad originaria de los individuos. Al disolver esta cualidad fundamental, se destruye la igualdad esencial de todos los hombres. Entiende por político un ámbito del mundo en que los hombres son primariamente activos y considera que el punto central de la política, cuyo sentido es la libertad, es siempre la preocupación por el mundo. El significado político de la
Tomas Díaz Caballero
el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos…, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse” (Arendt, 1998, p.200). La idea de que la acción y el discurso son las facultades más elevadas y van juntas (coexistentes e iguales) se acompaña de la afirmación de que la esfera pública, por definición, requiere la presencia de otros: “ser visto y oído por otros deriva su significado del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente. Éste es el significado de la vida pública” (p.66). La pluralidad humana es, en suma, la paradójica pluralidad de los seres únicos. Ella teme a la destrucción de la esfera pública, junto con ello al des-dibujamiento de la esfera privada, y al fenómeno de masas de la soledad, que consiste en la carencia de relación objetiva con los otros, es decir, a la ausencia de los demás. Ahora bien, en otro orden de ideas, también debe ser fuerte motivo de preocupación, más allá de los estrechos marcos de las instituciones políticas, la pérdida de centralidad de la política. “Desestatización de la política”, propone Castoriadis, porque ésta es un asunto que compete en primerísima instancia al demos y no a los go-
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libertad reside en el “poder comenzar”, propia de la acción. Esta libertad de hablar (discurso) y comenzar algo nuevo (acción) no es el fin de la política sino más bien el contenido auténtico y el sentido de lo político mismo. En la tradición, “la política” es un medio para un fin más elevado o último y aparece como una necesidad ineludible para la vida humana individual y social: el hombre depende en su existencia de otros y el cuidado de la política concierne a todos para hacer posible la convivencia. “Misión y fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio” (Arendt, 1997, p. 67). Sin embargo, el concepto moderno de historia ha reemplazado al de “político”, esto es, los hechos y la acción política se disuelven en el devenir histórico y la historia se entiende como un río que fluye libremente y en cuyo curso no se debe interferir. En la concepción moderna se ha impuesto la idea de que el Estado es una función de la sociedad o un mal necesario para la libertad social. Surge entonces el Estado nacional y con ello la idea de que el deber del gobierno es tutelar la libertad de la sociedad hacia dentro y hacia fuera, incluso mediante la violencia. Es signo de la modernidad la desaparición de lo político como un espacio que delimita el mundo común y en el que los hombres aparecen en su radical pluralidad, en su singularidad. Nos encontramos, al decir de Arendt, que con el establecimiento de una esfera de acción política aparece un poder que debe ser vigilado para proteger la libertad: la participación de los ciudadanos resulta necesaria para la libertad sólo porque el gobierno, que dispone de los medios para ejercer la violencia, debe ser controlado en dicho ejercicio por los gobernados. No se trata, en principio, de hacer posible la libertad para actuar y dedicarse a lo político, que son prerrogativas del gobierno y de los políticos profesionales, sino de entender que la política es un medio y la libertad su fin supremo. La pregunta sobre el sentido de la política se refiere, entonces, a si los medios públicos de la violencia tienen un fin o no: “el interrogante surge del simple hecho de que la violencia, que debería ENERO-FEBRERO/2004
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proteger la vida o la libertad, ha llegado a ser tan poderosa, que amenaza no únicamente a la libertad sino también a la vida” (p. 93). Lo que cuestiona la vida de la humanidad es el crecimiento de los medios de violencia estatales. Lo que causa temor es el hecho de que el espacio públicopolítico se ha convertido en la era moderna en un lugar de violencia. Ante la pretensión moderna de identificar la democracia liberal con el capitalismo democrático, que reduce la dimensión política al Estado de derecho, mientras se acrecienta el número de marginados y excluidos de la comunidad política, también Mouffe aboga por restaurar el carácter central de lo político y afirmar su naturaleza constitutiva. Desde un proyecto socialista de democracia radical y plural que sea compatible con los principios de igualdad y libertad del régimen liberal democrático, sostiene que el objetivo de una política democrática no es erradicar el poder sino multiplicar los espacios en los que las relaciones de poder, intrínsecamente conflictivas, estarán abiertos a la contestación democrática. Al decir de Bobbio, el reto se plantea en términos de avanzar y transitar de la democratización del Estado a la democratización de la sociedad, esto es, de todas las instituciones (familia, escuela, empresa, etc.) que hasta ahora no son gobernadas democráticamente. Ahora, lo que importa es la cantidad de contextos en los que los individuos pueden ejercer su derecho a participar en las decisiones políticas. De lo anterior, podemos concluir que más nos vale ubicar los temores en otro lado porque la “vida política nunca podrá prescindir del antagonismo”, pues atañe a la acción pública y a la formación de identidades colectivas. Para Mouffe, “lo político”, ligado a la dimensión del antagonismo que existe en las relaciones humanas, se distin83
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gue de “la política”, que apunta a establecer un orden y a organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas, pues están atravesadas por “lo político”. La democracia moderna, así como el mismo liberalismo político, supone el reconocimiento de la dimensión antagónica de lo político, no para eliminar las diferencias ni relegarlas a la esfera privada, sino para movilizarlas y ponerlas en escena de acuerdo con los dispositivos que favorecen el respeto del pluralismo. Así, pues, es en el nivel político donde las relaciones sociales toman forma y se ordenan simbólicamente; a éste le corresponde la articulación de la multiplicidad de luchas democráticas de hoy en día. La política debe generar horizontes de futuro, necesarios para la acción colectiva, y poner en perspectiva las opciones del presente. La política no reside sólo en las instituciones formales sino también en la trama social al alcance de la experiencia concreta de cada persona. No obstante, Lechner (2000) encuentra que la política en las sociedades contemporáneas ha perdido la centralidad en la regulación de la vida social. Esta transformación de la política tiene que ver con cambios estructurales derivados de la diferenciación funcional de la sociedad y la globalización, pero también con cambios en su dimensión simbólica, particularmente con el desperfilamiento de las ideologías que refleja la erosión de las claves interpretativas que otorgaban inte84
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legibilidad a la realidad social. Con la pérdida de señas de identidad fuertes se genera una neutralización de los conflictos políticos y se aumenta la brecha entre el sistema político y la ciudadanía. Así, se dificulta la tarea de la política para simbolizar la unidad de una sociedad cada vez más diferenciada y compleja, que se expresa en la incapacidad del discurso político para brindar el reconocimiento social y el sentimiento de pertenencia a una comunidad que requiere la gente. En este sentido, Lechner teme con mucha razón al desvanecimiento de la dimensión simbólica de la política registrado en los procesos de modernización, temor que se intensifica en la medida en que se incrementa la individualización de los ciudadanos en términos de una “subjetividad fuertemente privatizada” que queda huérfana al no ser reconocida y es vulnerada por el espacio mediático. Para conjurar este miedo propone luchar por una nueva dimensión de lo político o una “ciudadanización de la política”, es decir, una ciudadanía activa que guarde más relación con el vínculo social que con el sistema político y esté motivada por la convivencia. En esta recuperación de la política como capacidad propia de los ciudadanos, las formas de convivencia social devienen objeto de la acción colectiva de los ciudadanos, lo que no significa una despolitización sino más bien una “socialización de la política” y una reformulación de la subjetividad política.
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Es importante destacar que, para los autores resignificados en este texto, el temor al desplazamiento o pérdida de centralidad de la política no significa el rechazo de la institucionalidad democrática representativa. A lo que se oponen, como lo hace también Lefort, es a reducir lo político a una actividad social particular distinguible de otras porque esto significa disimular el excedente de sentido que contiene la acción política. Lo político, en este enfoque, se caracteriza por tener la doble condición de una instancia instituida e instituyente a la vez, lo que hace imposible definir la identidad de lo político como simple acontecimiento cuyo sentido se agota en su existencia empírica. En otras palabras, lo político pone en escena y da sentido a lo social, pero sólo alcanza a articular experiencias sociales diversas, dando una perspectiva siempre mudable de la sociedad. Por último, compartimos con los autores presentes en este texto el temor a las distintas manifestaciones esencialistas y universalistas, cuyas abstracciones, además de paralizar el pensamiento e impedir el entendimiento de la vida social y de la democracia, desconocen la existencia de múltiples racionalidades. Este temor nos debe llevar a renunciar a toda pretensión de universalidad en la medida en que sus afirmaciones parten de un desconocimiento de lo particular y un rechazo de la especificidad. Mouffe manifiesta una insatisfacción con el universalismo abstracto de la Ilustración, toda vez que niega importancia al conocimiento específico de las condiciones culturales e históricas presentes en toda comunidad. Propone, en cambio, ampliar el concepto de racionalidad para dar cabida en él a lo razonable y lo plausible, que conlleva la aceptación de la existencia de distintas racionalidades. Respecto al esencialismo, considera que éste descubre los límites del pensamiento político clásico y de la filosofía liberal, esto es, su “clausura constitutiva”, cuando depende de una ontología que concibe al ser bajo la forma de presencia (metafísica de la preENERO-FEBRERO/2004
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sencia) y restringe el campo de los movimientos políticos a los compatibles con la idea de una objetividad social que reduce el antagonismo propio de las relaciones sociales a una mera diferencia. De ahí que la comprensión de las formas características de las sociedades actuales, exige una aproximación no esencialista de la totalidad social y el abandono del mito del sujeto unitario. El ciudadano de una democracia plural sólo es concebible en el contexto de un universalismo que integre las diversidades y que entiende que lo universal se inscribe en el corazón mismo de lo particular y en el respeto a las diferencias. Porque, como bien dice Arendt, lo originario es la pluralidad, que tiene que ver con la distinción, con lo que se muestra a través de la acción y el discurso. En la medida en que la pluralidad significa distinción, es posible la revelación en el medio público de la individualidad de cada uno, de la identidad. De ahí que esta pensadora se oponga tajantemente a cualquier afirmación relativa a esencias intemporales en la historia La función de las cosmovisiones e ideologías que pretenden abarcar toda la realidad histórica y política (pretensión de universalidad) es evitar exponerse abiertamente a lo real y proteger al individuo frente a la experiencia. No se pueden proponer modelos universales de cambio y no hay ni puede haber una receta general para las reformas de las ideas y de las instituciones, porque son distintas la naturaleza y la dinámica histórica de los países y muy diferentes los estilos nacionales de hacer política. Con este argumento, Nun defiende la idea de que es indispensable luchar contra el pensamiento único (no-pensamiento o un pensamiento cero) que encarna la racionalidad de la época. Por el contrario, es el camino participativo, que amplía la agenda pública con diversos temas, el que podrá dar cauce democrático a los conflictos sociales, así como a la reconstrucción del Estado y de la ciudadanía. Evidentemente, el catálogo de miedos superficiales y sustanciales que circulan en 85
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nuestra incipiente democracia mexicana no se agota con los comentados en este texto. Se trata de una reflexión inconclusa que apenas abre un listado tímido con algunos de los temores compartidos con otros ciudadanos, frente a las amenazas de deterioro y degradación del ámbito democrático. Ahora bien, a este concentrado de miedos, que en tanto conjunto pueden causarnos terror e inmovilizarnos, habría que contraponer un inventario dinamizador de haberes democráticos y de las posibilidades que se presentan a cada una de las democracias existentes. Hay que considerar que los miedos y las esperanzas coexisten y que éstas son necesarias para conjurar a los primeros. La regeneración de la democracia como permanente poder de los ciudadanos sólo puede emprenderse reconociendo las amenazas y nombrando los temores, pero esto no basta. En tanto en la naturaleza de los miedos está el generar una sensación de perplejidad, desconfianza, ansiedad y angustia, que a su vez pueden llevarnos a la insatisfacción, desinterés, huída y silencio, es indispensable encontrar vías de escape o puntos de fuga en las mismas apuestas y posibilidades que la democracia nos ofrece.
NOTAS 1 El autor señala que América Latina cerró el siglo XX como la zona más desigual de la Tierra, con más de un tercio de su población por debajo de los niveles de subsistencia usualmente estimados como mínimos y con casi una cuarta parte de sus habitantes carentes de educación. 2 El autor aclara que las generaciones de problemas no implican un continuo evolucionista en el tiempo; por el contrario, se observa una simultaneidad que obliga a enfrentar viejos y nuevos retos.
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