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Fiebre: días de sangre (Crónica -Gilberto Valdez Valenzuela.
Fiebre: días de sangre
Mi padre hablaba a menudo de las epidemias. Trataba de orientarnos pero también nos exigía estar siempre del lado de los explotados. Quien de lejos lo hubiese escuchado, sobre todo aquellas tardes, no habría visto las cosas del modo en que nosotros, pudimos y quisimos acomodar en nuestras vidas. Por supuesto, nosotros los más castos de aquellos que fuimos, todo lo veíamos de una orilla distinta. La vida nos revela un mundo que nos cae encima. Discutíamos como destrabar serios conflictos que desvalorizaban todos los valores, nomás porque la atmósfera del porfirismo era irrespirable.
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De 1884 a 1890 la estancia en la ciudad era asfixiante por los efluvios del tifo, el cólera-morbo y la influenza española. Esos efluvios provenían de las calles sucias y malolientes. El sistema de drenaje de la ciudad de México era insuficiente. Eso sí, las tropas del gobierno estrenaban rifles máuser mejorados.
El año 1896… ha sido un año extraño. Hemos conocido nuevos límites, nuevas sensaciones. Vamos construyendo nuestra rutina y estamos aprendiendo cada día algo nuevo.
La fiebre era un rumor ametrallante, en cada punto de las calles en que te mueves, observas incontables melancolías, personas con el bulto acuestas, desconociendo lo que sucede en sus cuerpos y obligados, con el rostro desollado, a llevar una máscara.
Nadie tiene ni la posibilidad ni el derecho moral de actuar, o de analizar los acontecimientos. La vida cotidiana se encierra, se condenan la privacidad de lo étnico para que escondan su pobreza y sus “excentricidades” culturales.
Existía un reglamento donde se describían las medidas en caso de que la influenza española se presentara. Ante todo se exigía una cuadriculación espacial. La ciudad se cierra y dentro de ella se establecen los comportamientos, estancos, barrios, casas, pisos de habitaciones en los que cada uno queda confinado. Luego, una vigilancia incesante: los centros de inspección se multiplican. Los soldados patrullan las calles dando muerte a quienes infringen las reglas. Los habitantes deben asomarse a las ventanas, cada miembro en una distinta cuando pase la ronda, con el propósito de contabilizar las bajas causadas por la plaga.
Agobiados por el tedio de los días iguales y la crueldad inmensa del abandono gubernamental, todos viven espoleados por el miedo, siempre en riesgo de exclusión. Había un grupo de médicos, policías, taberneros, sastres, zapateros y comerciantes, todos con cargo de dar cuenta de los enfermos y difuntos.
Los que estaban en apuros, algunos flacos, los daban por condenados y con un tiro de gracia los mandaban quitar de delante. Los acusaban de haber vivido con influenza o tifo. Y por eso, su muerte se justificaba.
Al desconocer algún remedio o cura, la gente moría en racimos. El virus imponía su reino triunfal. Los soldados los quemaban como basura… olía a pelo y uñas y carne quemada.
Ahora, bajo la dictadura todo es más complicado y vives el miedo de dejar rastro. No puedes decir lo que sientes, lo que crees, el ambiente exige esconder incluso los sentimientos. Lo bueno es que nos tenemos y resistimos juntos y juntas.
Las colaboraciones de Gilberto Valdez V., aspiran a ser crónicas de surrealismo cotidiano, dosificadas en recuerdos. Más bien, son aventuras del silencio que toman a veces el aspecto solemne de la anécdota vívida, arrastrada sin alaridos. A veces, se inscriben en el testimonio y la autobiografía. Alguien podría argumentar que algunas de las historias expuestas en este fanzine ya existían tiempo atrás, porque suenan a comunicados inútiles. Desde las páginas de El Kiosco Volador, G. V. V. ignora a quienes se solazan exhibiendo sus conocimientos de diccionario, sedicentes genios infalibles que se la pasan evitando divisiones de palabras o la cercanía de dos o más adverbios en mente.
“Ursulino Oximea B.”