Fiebre: días de sangre Mi padre hablaba a menudo de las epidemias. Trataba de orientarnos pero también nos exigía estar siempre del lado de los explotados. Quien de lejos lo hubiese escuchado, sobre todo aquellas tardes, no habría visto las cosas del modo en que nosotros, pudimos y quisimos acomodar en nuestras vidas. Por supuesto, nosotros los más castos de aquellos que fuimos, todo lo veíamos de una orilla distinta. La vida nos revela un mundo que nos cae encima. Discutíamos como destrabar serios conflictos que desvalorizaban todos los valores, nomás porque la atmósfera del porfirismo era irrespirable. De 1884 a 1890 la estancia en la ciudad era asfixiante por los efluvios del tifo, el cólera-morbo y la influenza española. Esos efluvios provenían de las calles sucias y malolientes. El sistema de drenaje de la ciudad de México era insuficiente. Eso sí, las tropas del gobierno estrenaban rifles máuser mejorados. El año 1896… ha sido un año extraño. Hemos conocido nuevos límites, nuevas sensaciones. Vamos construyendo nuestra rutina y estamos aprendiendo cada día algo nuevo. La fiebre era un rumor ametrallante, en cada punto de las calles en que te mueves, observas incontables melancolías, personas con el bulto acuestas, desconociendo lo que sucede en sus cuerpos y obligados, con el rostro desollado, a llevar una máscara. Nadie tiene ni la posibilidad ni el derecho moral de actuar, o de analizar los acontecimientos. La vida cotidiana se encierra, se condenan la privacidad de lo étnico para que escondan su pobreza y sus “excentricidades” culturales. 22 KIOSCO VOLADOR