La guerra civil en Francia (1871) Gustave Doré Introducción, traducción y notas: René Parra P.V.P.: 16 € 112 páginas Encuadernación en rústica 17x24 cm I.S.B.N.: 978-84-944400-5-2
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En 1871, la revolución social estalla en París. La Comuna es proclamada, pero el gobierno, establecido en Versalles, está determinado a aplastarla… Gustave Doré, testigo de los acontecimientos, retratará a los actores del drama, a los diputados que apoyan al gobierno, hipócritas, charlatanes, de un egoísmo brutal, y a los desposeídos revolucionarios, ignorantes, resentidos, condenados al fracaso. El conjunto resultante será una lección magistral de dibujo caricaturesco; una sátira política de alcance universal. Dibujante, pintor y escultor, Gustave Doré (Estrasburgo,1832 – París,1883) es recordado sobre todo por sus ilustraciones de grandes clásicos como Don Quijote, la Divina comedia o la Biblia, que le ganaron una reputación internacional. Sin embargo, en su juventud Doré fue también caricaturista y autor de (proto) historietas como Los trabajos de Hércules (1847) y La Santa Rusia (1854), obras que han despertado un renovado interés y admiración en los últimos años.
La guerra civil en Francia (1871) Gustave Doré
Introducción, traducción y notas de René Parra
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VALENCIA
INTRODUCCIÓN
“Guerra civil”, Édouard Manet, 1871
Armado con su lápiz y cuaderno, el artis-
de la llamada Comuna de París, la efímera experiencia revolucionaria de 1871, precedente –de discutida filiación ideológica– de las revoluciones rusas del siglo XX y sus epígonos. Decimos según Duret, porque según críticos más contemporáneos y escépticos no hubo ni bulevar Malesherbes ni boceto del natural ni nada de todo ello, sino mera recreación posterior. Fuera como fuere, se trata de uno de los dibujos más difundidos de entre aquellos nacidos al hilo de los acontecimientos, que culminaron en el baño de sangre y la brutal represión gubernamental de la semaine
ta se aposta en una esquina e, inquieto, con un ojo puesto en la calle y los peligros que quizás encierra, se apresura a abocetar el motivo que se le ofrece a pocos metros: una barricada de adoquines y, a sus pies, custodiándola –ya en balde–, el cadáver de un soldado. El lugar de la escena: el cruce de la rue Arcade con el bulevar Malesherbes de París; el dibujo, luego estampa: “Guerra civil”, firmado “Manet, 1871”. Tal fue, según Théodore Duret, crítico y amigo del pintor Manet, la génesis de esta litografía inspirada en los terribles sucesos
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sanglante de finales de mayo. Pero no fue el único. Así, por ejemplo, encontramos un testimonio gráfico de excepción en la obra del olvidado caricaturista Georges Pilotell, comisario político durante la Comuna. Un boceto suyo, nada sospechoso, ostenta, bajo el dibujo del cadáver del líder communard Rigault, una leyenda que reza: “Visto por el autor el 24 de mayo a las 5 de la tarde en la rue Gay-Lussac”. También Gustave Courbet, cuya participación en los hechos revolucionarios es bien conocida, captó en dibujos más o menos sur le vif algunas escenas de la represión, sufrida en carne propia. Pero, quizá, el reportaje gráfico más completo e incisivo sobre los acontecimientos se deba a otro artista con nulas simpatías por la Comuna, autor de un cuaderno de caricaturas solo publicado veinte años después de su muerte. Nos referimos a Gustave Doré (1832-1883) y su álbum Versailles et Paris en 18711. Consagrado principalmente a la pintura y a la rentable tarea de poner en imágenes las grandes narraciones de la literatura, el popular ilustrador de Rabelais, Balzac, Cervantes o La Fontaine, apenas había perseverado en “el arte de la caricatura” desde su época de juventud. Y aún menos insistido en la sátira política, que llevó a su máxima expresión en su ambiciosa Historia de la Santa Rusia, publicada en 1854 con motivo de la Guerra de Crimea. Dicho álbum, una especie de delirante novela gráfica avant la lettre, constituía, aparte de una implacable crónica de la historia de Rusia, un alegato a favor de la intervención de Francia (recién proclamada Segundo Imperio) en dicho
conflicto2. En 1871, apenas tres lustros más tarde, las tornas han cambiado. El falso brillo de las glorias napoleónicas termina de nuevo por el fango: la guerra contra Prusia, desatada en verano de 1870, desemboca, en pocas semanas, en verdadero desastre militar. El régimen de Napoleón III se desploma, pero el país continúa la lucha y trata de defender París, sitiada por el enemigo. En vano: a finales de enero de 1871 se firma el armisticio y, en febrero, el nuevo gobierno instalado en Versalles, de signo conservador, ratifica las onerosas condiciones de paz. Pero el pueblo de París se siente traicionado y, ante la abierta hostilidad que aquel le manifiesta, se subleva enarbolando la bandera roja. Versalles, sede de la Asamblea Nacional y del gobierno, contra París, baluarte de la revolución; estas dos Francias en lucha se reparten el protagonismo del cuaderno que Doré, alarmado y fascinado por la marcha de los acontecimientos, va a comenzar a dibujar. El conjunto resultante será una galería de retratos de personajes de ambos bandos, de los diputados de la Asamblea Nacional de Versalles por un lado y de los “federados” o communards (la milicia popular y el proletariado parisino) por el otro; una lección magistral de dibujo caricaturesco, una sátira política insobornablemente crítica. Así pues, en mayo de 1871, mientras los acontecimientos se precipitan en París, Doré –que se ha refugiado con su madre en Versalles–, asiste como espectador a las sesiones de la Asamblea que tienen lugar en la ópera real del gran recinto palaciego, reconvertida para la ocasión (destaca la alta tribuna situada sobre el escenario) en sede de la soberanía nacional. La composición de esta cámara surgida de las elecciones del 12 de febrero, precipitadamente organiza-
El cuaderno fue publicado por Plon en 1906 bajo dicho título (“Versalles y París en 1871”). Para esta edición se ha optado por tomar prestado el más ilustrativo título del célebre ensayo de Marx sobre los mismos acontecimientos. 1
Véase a este respecto Historia de la Santa Rusia (El Nadir, 2016).
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“El vientre legislativo”, Honoré Daumier, 1834
universales son la palabrería, posibilismo, fatuidad, hipocresía y egoísmo de clase que recorren las intervenciones de los retratados; universal la estupidez que, bajo toda su pretendida seriedad, asoma en sus rostros y sus poses. Así, mientras la violencia y la guerra se abaten sobre París, los diputados propugnan mano dura y se entregan a debates triviales o estériles llenos de gesticulaciones −todavía hoy pueden leerse en el diario de sesiones de la época las encendidas exclamaciones de adhesión o repulsa de las bancadas al ritmo de los discursos−. Pese a las manifestaciones de disidencia de una minoría, abunda el conservadurismo, si no la reacción, camuflado, confeso o directamente virulento. Las palabras que Doré presta a estas “clases dirigentes” casan a la perfección con su descripción fisionómica,
das en un territorio en gran parte ocupado por el enemigo y sobre las que había sobrevolado la cuestión candente de la firma de la paz, es abrumadoramente favorable a los partidarios del “orden”: conservadores y monárquicos copan la mayor parte de los más de 700 escaños de la Asamblea. Aunque entre estos diputados hubo políticos destacados, es inútil buscarlos entre los oradores dibujados por Doré que, omitiendo poner nombres, manifiesta (excepción hecha de la caricatura del presidente Thiers que abre el álbum) más interés por los individuos y clases sociales que por los grandes personajes. Quizá ello explique el carácter atemporal de estas caricaturas (inevitable remitirse a las antaño realizadas por Daumier) que funcionan como un compendio de toda clase de vicios universales. Pues
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en la que el dibujante, inmisericorde e incluso malévolo, se recrea, pese al fino trazo de plumilla, cargando las tintas: el orador que dice gustar de la rectitud, está jorobado, el que afirma palidecer, está rojo como la grana, el que se precia de tener “cierto ojo”, se protege la vista con gafas oscuras… Tras el capítulo dedicado a la Asamblea, el apartado de la Comuna se abre con una maravillosa parodia de la típica alegoría republicano-revolucionaria, en la que la esbelta Marianne queda convertida en vulgar matrona. Siguen una serie de retratos a lápiz de prisioneros communards, en su mayoría guardias nacionales (soldados de la milicia popular) que el artista debió ver conducidos por las avenidas de Versalles hacia las improvisadas y abarrotadas cárceles de la ciudad. Derrotados, abatidos y cansados, los rostros de estos dibujos, que excepcionalmente no van acompañados de leyenda, parecen acusar posibles taras, pero también la nobleza de las causas perdidas. La posible empatía de estos retratos deja sitio al abierto desprecio en buena parte de los motivos del resto de la serie, que ponen en escena a operísticos soldados garibaldinos (venidos en apoyo de la causa revolucionaria), pero sobre todo a guardias nacionales y elementos del lumpen, que Doré recrea en combate, discurseando o, ya prisioneros, declarando ante el juez. Todos ellos destilan, en mayor o menor grado, odio, rencor, populismo, ignorancia y credulidad. Implacable, Doré parece comulgar con el juicio de Victor Hugo: “En fin, esta Comuna es tan idiota como feroz la Asamblea Nacional. En ambos lados, locura”. Con la salvedad de que, quizás, Doré reparte ferocidad y estupidez a partes iguales…
Tras el aplastamiento final de París, Doré abandonó Versalles. No sin dejar antes, en agradecimiento al matrimonio que le había hospedado durante tan fatídicos días, el álbum en cuestión que, sin duda, ni siquiera contempló publicar. Algo desde luego imposible, dada la censura puesta en marcha por la reacción triunfante, que pronto iba a prohibir la “exhibición, venta y tráfico” de toda imagen crítica con la acción represiva del gobierno (así como impulsar, para expiación de los pecados revolucionarios, la construcción de la basílica del Sacré Coeur de Montmartre). Ese mismo año, en consonancia con los tiempos y su gusto por las grandes concepciones, Doré emprendería la ejecución de diversos cuadros alegóricos y patrióticos sobre aquel “año terrible” de 1870-71. El más notable, “El enigma”, pone en escena, sobre el fondo de un París humeante, los restos de una batalla sobre los que destacan las figuras de una impasible esfinge y una moribunda victoria alada que interroga con el gesto. Una obra elaborada y largo tiempo trabajada que, sin embargo, se nos antoja afectada, hueca, comparada con la estampa de la barricada parisina, con esos dibujos ejecutados frente a la tribuna de oradores, junto al triste cortejo de vencidos, traspasados de verdad. Porque siempre, entonces igual que ahora, mientras la lucha se dirime a vida o muerte, mientras las víctimas se debaten en el matadero, algún presidente de mesa o asamblea, haciendo repiquetear con irritación su campanilla, exclama: “¡Ya vale de cuestión previa! ¡El simple orden del día!”… René Parra Valencia, septiembre de 2017
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LA ASAMBLEA NACIONAL
Señores, la determinación que van a tomar es una determinación muy seria…
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Sí, señores, quiero el orden en la libertad, la libertad en el orden, el orden en la libertad de expresión, la libertad de expresión en la ley, la ley en el progreso, el progreso en la libertad; ¡he aquí lo que yo quiero! -15-
Señores, frente al duelo que todos nosotros sentimos, también en este recinto…
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ÂĄNo, seĂąores, no! No se puede detener el pensamiento al igual que no se puede detener el curso del sol.
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¡Por Dios, señores, nada de ambigüedad! Una de dos: o Francia sale de esta crisis fatal, de lo que resultará su salvación, o sucumbe y se precipita al fondo del abismo, de lo que resultará su caída.
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¡¡¡Siguen discutiendo, señores, y Catilina ya está a las puertas de Roma!!!
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SeĂąores, Âżde verdad el gobierno debe responder a semejantes alegaciones?
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LA COMUNA
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