Mónica Rodríguez
Isidro R. Esquivel, ilustración
Dirección editorial: Ana Laura Delgado Cuidado de la edición y diseño editorial: Raquel Sánchez Asistencia editorial y corrección: Elena Borrás
© 2021. Mónica Rodríguez, por el texto © 2021. Isidro R. Esquivel, por las ilustraciones Primera edición, noviembre de 2021 D. R. © 2021. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8807-07-9 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico
Mónica Rodríguez
Isidro R. Esquivel, ilustración
Índice 11
La favela de Bastian Bom
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Las cosas de Bastian Bom
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El regalo de la diosa Yemanyá
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América
36
La historia de la princesa Titiaca y el cocodrilo blanco que Claudio Filipe contó a América y que después América contó a Bastian Bom
43
Un reclamo
46
La conversación
52
Lo que había sucedido
58
Un lugar a donde ir
64
La orquesta
70
Otro lugar que dejar atrás
74
Irasema
83
El Bazar del Cocodrilo
92
Meninos da rua Cocodrilo blanco Doña Glória Un niño de la calle Alucinación Lo que ocurrió dentro de la mansión de doña Glória y don Sebastiao El regalo final El regreso de Bastian Bom
98 104 110 116 121 130 138
La favela de Bastian Bom
Bastian Bom había nacido en una favela, esos barrios pobres y desordenados que crecen alrededor de las ciudades, en Brasil. La favela de Bastian Bom estaba sobre un cerro. Las casas se amontonaban ladera abajo. No había descanso para los ojos de tantas y tan juntas. Sobre los tejados de chapa descansaban los depósitos de agua, redondos y azules. Bastian Bom vivía en lo alto del cerro. Desde abajo, si levantabas la vista, todo era ladrillos, cemento y ropa tendida. Ni siquiera la selva se abría paso, a pesar de sus intentos. Se le quitaban las ganas a uno de subir tan alto bajo ese calor húmedo y ese cielo nuboso. Pero cuando se llegaba a casa de Bastian Bom, sudando a chorros y resoplando, no se podía evitar soltar un silbido de admiración. Porque desde lo alto de la favela de Bastian Bom se veía el océano. Ancho, azul, inabarcable y muy lejos. Así que, ahora que ya estamos aquí, sentémonos un rato a recuperar el aliento y a contemplar el paisaje. Ya habrá tiempo de llamar a la puerta de Bastian Bom.
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La vasta extensión de casas en miniatura se despliega a un lado y otro y, de pronto, allí, en el horizonte, sosegado y azul: el océano. Mucho más grande que una palabra. Y tan lejos que se nos antoja inalcanzable. Pero qué sueño para la vista, qué calma. Es allí, en esa línea azul y blanca, entre el cielo y el mar, donde está el orisha Oxalá, el dios de la creación, de la pureza. El dios que tiene experiencias en todas las cosas buenas y malas del mundo. O eso dicen en la favela de Bastian Bom que siguen la religión Candomblé, que trajeron de África los esclavos hace mucho tiempo. Mucho, sí, pero no demasiado como para olvidarlo. Y ahora que tenemos la favela a nuestros pies y el océano en los ojos, podemos entender por qué Bastian Bom cada mañana se queda detenido en la puerta de su casa, aún somnoliento y despeinado. Por qué se le llena el corazón de sueños y los ojos de luz. Por qué luego él cuenta que Oxalá, el dios de la creación, le habla al oído. Es solo un segundo, después los gritos de la abuela Elizama o los empujones de sus hermanos lo sacan de su abstracción y tiene que bajar la ladera corriendo para llegar al colegio. A veces son disparos lejanos o los gritos de una pelea. Pero ahora todo está en silencio. Oímos los pájaros y acaso, allá a lo lejos, unas voces suaves, una música de samba, el tambor del viento.
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Miremos por última vez el océano a lo lejos. Retengamos esa visión en los ojos de la memoria, que ha llegado el momento de llamar a la puerta de Bastian Bom y conocerlo. Vamos a necesitar todo ese azul y toda esa pureza más adelante, cuando acompañemos al niño de la favela al que todos llaman Pingado y cuyo verdadero nombre es Bastian Bom. Porque Bastian Bom está a punto de comenzar un triste y asombroso viaje que le cambiará la vida. Pero antes debes conocer algunas cosas sobre Bastian Bom.
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Las cosas de Bastian Bom
Bastian Bom nació, como todos los niños de la casa, rollizo y negro. Más que negro, chocolate. Era el cuarto de seis hermanos: Joao, Adalberto, Dulce, Doroteia y Tomé. Todos mulatos, de ojos grandes y sonrisas blancas. Correteaban por la favela medio desnudos y alegres. Sucios, los mocos colgando, las diademas fucsias amarrando los rizos de las niñas. Los palos a la cintura como si fueran armas. La abuela Elizama cuidaba de todos, mientras Joao padre y Dulce madre buscaban trabajo o recogían chatarra o trabajaban en el huerto que era un parche de tierra, diminuto y frondoso, detrás de la casa. Y si la abuela iba al mercado o a los ritos del Candomblé, los niños se quedaban a cargo de alguno de los vecinos, el alto y risueño Gilberto o Yara, la anciana india, que iba siempre en pantunflas arrastrando los pies. Sus casas estaban tan pegadas a la suya que con solo estirar el brazo tocaban sus ventanas. El día que nació Bastian Bom la abuela Elizama tiró los caracoles de mar al suelo para ver a qué orisha pertenecía el recién nacido. Llovía. Una lluvia vertical, grande
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y caliente, que todo lo inundaba. Los niños rodeaban de cuclillas a la abuela y miraban curiosos los caracoles sobre el piso de tierra. Por las paredes caían regueros de agua. La lluvia golpeaba la chapa del techo y era como si sonaran cientos de corazones. La percusión de los dioses, decía la abuela Elizama. Pero ahora la anciana, grande y negra, miraba con preocupación las posiciones de los caracoles de mar en el suelo. Meneó la cabeza con disgusto. —¿Qué pasa? —preguntó la madre, que llevaba al pequeño Bastian colgado de la teta. —Omulu —dijo la abuela y con eso bastaba. Todos sabían que los hijos del orisha Omulu, el dios de la tierra y el fuego, el que imparte la muerte, eran callados, ingenuos, serios y enfermizos. Y así sería Bastian Bom. Dulce madre lloró toda la noche. Pero el niño crecía sano. Cada mañana la abuela Elizama lo ponía del derecho y del revés buscando alguna señal de su flaqueza, y quien busca encuentra. Así un día la encontró. Era una mancha en la piel. Un dibujo pálido en las manos. El niño pasó de brazo en brazo. Todos miraban sus manitas negras, ahora recortadas por un borrón lechoso que le alcanzaba los dedos, como el dibujo de un mapa. Hicieron ofrendas a los dioses, le pusieron piel de pescado, cúrcuma, aceite. Pese a todos los intentos, la mancha se hacía cada vez más clara. Tanto que sus deditos
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eran dedos de blanco. Sus hermanos los tocaban y se reían. —No hagan eso —los regañaba la abuela Elizama—. A ver si va a ser contagioso. Incluso los buenos vecinos Gilberto y Yara empezaron a recelar de la salud del pequeño. Por eso, una mañana Joao padre tomó a Bastian Bom y se lo llevó favela abajo. Pasó por delante de hombres armados, de pandillas de niños que corretearon persiguiéndolos, de jóvenes con gorra que cantaban raps, y todos le miraban y él siguió caminando y cruzó calles y calles y llegó a un edificio alto y blanco, que tenía un letrero: Hospital. Allí, después de esperar horas y ver cómo a los blancos de clase media los atendían primero, un médico tan joven que podía ser su hermano pequeño o su hijo mayor inspeccionó al niño. Lo tocó con guantes de plástico, lo auscultó y al fin le dijo que el niño estaba muy sano, que las manchas no tenían curación ni eran graves ni contagiosas. —Vitíligo —dijo. —¿Vitíligo? —preguntó Joao padre, tan grande y tan negro al lado de ese médico que tenía que agacharse para mirarlo. —Exacto. Sus células destruyen la pigmentación. —¿Y le saldrán más manchas? —No se sabe, si tiene momentos de estrés puede ser.
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Joao padre quedó conforme con lo que le dijo el médico, pero Dulce madre se echó las manos a la cabeza porque esas manchas no paraban de crecer. Así que Joao padre sujetó al pequeño y de nuevo bajó por el cerro, cruzó la favela, pasó por delante de hombres armados, de pandillas de niños que corretearon persiguiéndolos, de jóvenes con gorra que cantaban raps, y todos le miraban y él siguió caminando y cruzó calles y calles y llegó hasta un terreiro, una casa pequeña y azul, donde vivía el pai de santo, el sacerdote de orishas. El hombre, de ojos lánguidos, alto y flexible como un bailarín, miró al niño y asintió seriamente. —Yo intercederé por él ante los dioses, pero te costará dinero. Joao padre y Dulce madre hablaron sobre cómo conseguir el dinero. La abuela Elizama no decía nada. Solo negaba con la cabeza cuando miraba al pequeño Bastian Bom. —No tenemos ese dinero —dijo Joao padre—. Y el médico ha dicho que no es contagioso ni grave. Debemos conformarnos con eso. Pero con el tiempo a Bastian Bom le aparecieron también algunas manchas por la cara. Primero alrededor de los ojos, como si llevara un antifaz más claro. Después algunos parches blancos y desiguales en la mejilla, en el
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cuello y hasta en los hombros. Dulce madre se echaba las manos a la cabeza. Así que Joao salió de la casa, bajó por las estrechas calles de la favela y pasó por delante de hombres armados. Esta vez se detuvo. Les dijo que quería hablar con el jefe. Desde entonces Joao padre también iba armado y tenía dinero para darle al pai de santo. Había aceptado hacer tareas de vigilancia para los traficantes que controlaban la zona y hacían negocios ilegales a cambio de dinero para curar a su hijo Bastian Bom. Pero la enfermedad de Bastian Bom no tenía cura. Joao padre y Dulce madre acudieron muchas tardes a ver al pai de santo, le dejaron al niño en el terreiro días enteros. Él hablaba con los orishas, entraba en trance, bailaba y hacía ofrendas, pero las manchas no se iban. Así que un día Joao padre se llevó al niño que estaba en la casa pequeña y azul del sacerdote, atravesó la favela y subió el cerro hasta su propia casa. Hacía calor y el hombretón negro sudaba. —Desde ahora Bastian Bom es así y así lo aceptaremos —dijo. Pero los niños de la favela no querían jugar con él. Por mucho que dijera Joao padre tenían miedo a que fuera contagioso. Además, su aspecto era extraño, con aquellos dibujos que las manchas hacían en su cara como un mapamundi. Los niños lo señalaban y echaban a correr o se burlaban.
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Mónica Rodríguez, escritora De niña vi una vez un cocodrilo blanco. Fue hace mucho, en Oviedo, la ciudad de España donde nací. Ocurrió al doblar una página. Por la esquina de la hoja vi su cola. Era tan blanca que apenas se distinguía. Buscando el cocodrilo leí y leí. También estudié, trabajé y hasta formé una familia. Pero no encontraba ni rastro de aquella cola blanca. Entonces me puse a escribir. Ahora ya ha pasado mucho tiempo desde aquel primer libro y tengo más de sesenta publicados, algunos premios y muchos lectores. A veces tengo la sensación de que mi cocodrilo blanco se esconde entre las páginas de mis libros. De este, por ejemplo. Ojalá su historia te ayude a ti también a encontrar el tuyo.
Isidro R. Esquivel, ilustrador Nací en la Ciudad de México en mayo del 82, di mis primeros pasos en la colonia Agrícola Oriental, donde también arriesgué la vida por correr tras una pelota; en aquellas banquetas dejé algunos golpes, risas y lágrimas; fui enemigo mortal de los camiones que incansablemente combatí con jitomates y huevos podridos, algo así como el Quijote luchando contra sus molinos; en el patio de juegos enterré a mi primer perro; en ese campo de batalla sangré, reí y lloré. A los 10 años, dejamos el barrio, ahora entiendo que salimos en búsqueda del cocodrilo blanco de mi mamá. Hoy me dedico a dibujar, si siguiera en la Agrícola, tal vez mi historia sería otra.
colección ecos de tinta
Para niños lectores
Mil soles lejanos Antonio Ramos Revillas
Estrellas de vainilla Moisés Sheinberg
Diario de un desenterrador de dinosaurios Juan Carlos Quezadas
El ajedrez de Natsuki Kyra Galván
colección ecos de tinta
Para niños lectores
Lotería de piratas Vivian Mansour
La risa de los cocodrilos María Baranda
Copo de Algodón María García Esperón
En el sur Christel Guczka
se imprimió en el mes de noviembre de 2021, en los talleres de Litográfica Ingramex, S. A. de C. V., Centeno 162-1, Col. Granjas Esmeralda, C. P. 09810, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizaron las familias ITC Leadwood e Itim. Se imprimieron 2 000 ejemplares en papel bond de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.
colección ecos de tinta
Para niños lectores
Cuando nació, los dioses predijeron que sería un niño callado y tímido. Y así fue; Bastian Bom se escondió bajo un sombrero de paja hasta que conoció a América y a su música. Juntos, emprenderán un peligroso viaje en el que descubrirán la importancia de la amistad y de ser ellos mismos. Acompáñalos en la búsqueda de su “cocodrilo blanco”.
Mónica Rodríguez nació en Oviedo, España en 1969 y reside en Madrid desde 1993. Estudió Ciencias Físicas e hizo un máster en Energía Nuclear. Desde 2009 se dedica de lleno a escribir literatura infantil y juvenil. Tiene publicados más de 60 títulos y ha obtenido varios premios y reconocimientos como el Premio Gran Angular de la Fundación sm España, el Premio Fundación Cuatrogatos y el premio Cervantes Chico y Elvira Muñiz por el conjunto de su obra. En El Naranjo también tiene publicados El viaje de Malka (White Ravens 2019) y La isla del naranjo asombroso. Isidro R. Esquivel nació en la Ciudad de México en 1982. Estudió Diseño de la Comunicación Gráfica y una especialidad en Ilustración. Su trabajo ha sido seleccionado en diversos catálogos. En 2017 fue incluido en la Lista de Honor de IBBY en la categoría de ilustración. En Ediciones El Naranjo ha ilustrado Diente de león, La guarida de las Lechuzas y Mil soles lejanos.
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