IKIGAI
Ezequiel Dellutri
Israel hernández, ilustración 生 き 甲 斐
VERTICAL
1. PADRE De mi padre/MADRE
3. Cómic japonés
5. Del japonés. Sentido DE la vida
7. CÍTRICO. pequeño y dulce
HORIZONTAL
2. Cuaderno para escribir
4. BIBLIOTECA. HIJA DE ILUSTRADORA
6. Estudio de animación japonesa. Óscar
8. PRIMER AMOR. CENTRO DE ESTUDIANTES
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Dirección editorial: Ana Laura Delgado
Cuidado de la edición y diseño: Raquel Sánchez
Asistencia editorial: Elena Borrás Corrección de estilo: Carolina Gómez
© 2023. Ezequiel Dellutri, por el texto
© 2023. Israel Hernández, por las ilustraciones
Primera edición, abril de 2023
D. R. © 2023. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx
ISBN: 978-607-8807-37-6
La presente publicación presenta gráfica que hace referencia a obras y personajes icónicos con la única intención de orientar al lector.
Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes.
Impreso en México / Printed in Mexico
ハウルの動く
Es como si alguien te sacara la frazada una noche de invierno: ahí estás vos, acurrucado, sin entender, sin reacción, con la seguridad de que algo pasó, aunque no puedas saber qué, quién, cuándo, dónde.
Así, así es el olvido.
Mi abuelo era la sombra de mi abuela.
Cuando ella murió, mi abuelo se transformó en una sombra de la sombra, un hombre gris y triste que miraba televisión, hablaba por obligación y ya no sonreía.
Recién entonces me di cuenta de que siempre los había considerado uno: si iba a la casa de mi abuela, daba por sobreentendido que también lo iba a ver a él. Si le decía a mi abuela que la quería, también se lo decía a él. Si sentía orgullo por mi abuela, ¿también lo sentía por él?
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Unos meses después de la muerte de mi abuela, me di cuenta de todo: fui a visitar a mi abuelo y ahí estaba, sentado en su escritorio, con sus índices repletos de palabras, armando sus crucigramas. No era extraño verlo así: lo hacía siempre. Pero esta vez, fue como contemplar un cielo sin estrellas: la noche sigue siendo noche, pero ya no es lo mismo.
—¿Estás bien, abuelo? —le pregunté. No contestó.
—¿Te preparo un té? —insistí. Me respondió que sí con la cabeza, sin levantar la vista de sus hojas.
Preparé té para dos. Se lo llevé, tomé el mío. Mi abuelo casi no se dio cuenta de que estaba ahí. Había dejado los índices y los crucigramas y miraba una foto de Irene, mi abuela.
—¿De verdad no te pasa nada? —volví a preguntar.
—No, Bruno, quedate tranquilo. Estoy bien.
Lavé las tazas, lo saludé y me fui para no volver.
A mi abuelo lo veía, claro. Cada tanto, en algún cumpleaños. Cuando llegaba el suyo, buscaba una excusa para no ir. A mi mamá le preocupaba:
—¿Por qué no vas a ver al abuelo? Le va a hacer bien. Te quiere mucho, ¿sabés?
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Me molestaba su insistencia. Después de todo, era su suegro: podía ignorarlo, pero en cambio lo trataba con cariño, casi como si fuera su padre.
—Es horrible ir a ver al abuelo. Casi no habla, no contesta, me ignora. El otro día, miraba una foto de la abuela.
—¿De Irene? —susurró mi mamá—. Pensá que eran muy unidos.
Fui todo lo franco que pude:
—El abuelo siempre fue así, pero nosotros no nos dábamos cuenta. La abuela lo tapaba todo. Pero ahora que está solo, no tengo ganas de verlo. No sé qué decirle y él no quiere conversar.
Mi mamá se resignaba por un tiempo y después, volvía a intentar. A mí, ya no me importaba. Tenía otras cosas que hacer y estar con el abuelo me incomodaba.
En cambio, mi papá no se preocupaba: insistía un par de veces y después lo dejaba estar. Prefería que no fuera a visitar a mi abuelo. Mi viejo adoraba a su madre, pero su padre le resultaba indiferente; a veces, hasta hablaba de él con algo de rencor.
Yo sabía que algo había pasado entre ellos unas semanas antes de que falleciera mi abuela. Mi papá había vuelto de la casa de mis abuelos muy serio, había comido en silencio.
Después, lo había escuchado conversar con mamá hasta la
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madrugada. Por momentos, la voz de mi padre sonaba angustiada, lo que no era frecuente en él: siempre estaba tranquilo, siempre equilibrado.
A la mañana siguiente, mis padres simularon que nada había pasado. Le pregunté a mi mamá si estaba todo en orden, me dijo que sí, que no me preocupara, había habido un problema con los abuelos, pero que eso no importaba.
—La abuela está llegando al final, Bruno. Y eso es lo único que tiene que preocuparnos.
Yo ya lo sabía, pero la confirmación me entristeció. Pasaron solo unos días antes de que la internaran por última vez.
Ikigai, así lo llaman los japoneses. No se puede traducir en una sola palabra, pero quiere decir algo muy sencillo: tener un objetivo en la vida. Una pasión. Un motor que te impulse, que te mueva, que te tire para adelante. Hay gente que pasa toda la vida sin descubrir su ikigai
La primera película de Studio Ghibli que vi fue El Castillo Vagabundo. La pasaban por la tele y la agarré empezada, un día que no tenía nada que hacer, como casi todos los días cuando tenía trece años. Cuenta la historia de una chica que, a causa de un hechizo maligno, se convierte en una anciana.
Intentando recuperar su juventud, se encuentra con el Castillo
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Ezequiel Dellutri
Cuando era adolescente, visitaba todos los viernes a mi abuelo.
Al cumplir los quince, por esas cosas de la vida, dejé de verlo. No supe de él durante mucho tiempo; por más de diez años no volví a escuchar su voz: mi abuelo vivió solo en mi recuerdo.
Un día me dije que ya estaba bien, y fui a verlo, como había hecho tantos viernes.
Mi abuelo no me reconoció. Yo había cambiado, pero no era eso: ya no se acordaba de mí; había perdido la memoria.
Nunca pude contarle a mi abuelo que mi amor por los libros me había llevado a convertirme en escritor. Tampoco supo del dolor de los concursos perdidos, de las historias borroneadas, de los rechazos. Tampoco, claro, vio mis libros publicados ni celebró mis logros.
La vida está hecha de ausencias. Hay algunas que se hacen más pequeñas con el tiempo, que se dejan atrás, que se olvidan. La de mi abuelo, en cambio, se hizo cada vez más grande. Un día me pregunté si era posible ganarle a ese vacío. Me di cuenta de que escribo por eso: porque la única fuerza más grande que el olvido es la de las historias que contamos con el corazón.
Historias como la de Bruno y su abuelo. Historias que nos ayudan a entender que la única forma de no olvidar es haber amado sin prejuicios ni reproches.
Nací y crecí en Caja de Agua, Estado de México, donde hice de todo menos dibujar, hasta que un día me hicieron falta las palabras y fue entonces cuando los dibujos acudieron a mi rescate. Ahora —para expresarme— me han sobrado estas palabras y me han hecho falta más dibujos.
Siempre me encuentro rodeado de libros y revistas, aunque no en un contexto bibliotecario, sino más bien, estando en el puesto de revistas de mi abuela —ahora de mis papás— en donde pude redescubrir el poder que tienen las imágenes y el inolvidable olor a papel recién impreso.
Hoy, esos recuerdos se transforman en nostalgia, la cual no puedo describir pero sí ilustrar, donde lo cotidiano de la ciudad me acompaña en mi proceso. Y como el grafiti, esos recuerdos solo los borrará el tiempo.
Actualmente soy diseñador gráfico y un gran entusiasta de la tipografía, de la música, pero sobre todo, de las mandarinas y su permanente aroma que se queda impregnado en las manos. Aunque soy callado, nunca paso silencios incómodos junto a mi perro Tito.
Hernández
Israel