Canción sobre un niño perdido en la nieve

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CanciĂłn sobre un niĂąo perdido EN la nieve


Esta novela ha sido escrita gracias al apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Dirección editorial: Ana Laura Delgado Asistencia editorial y diseño: Raquel Sánchez Revisión del texto: Rosario Ponce y Elena Borrás © 2020. Toño Malpica, por el texto © 2020. Sara Quijano, por las ilustraciones Primera edición, diciembre de 2020 D. R. © 2020. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-95-9 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización escrita de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico


Toño Malpica

Canción sobre un niño perdido EN la

nieve

Sara Quijano, ilustración



A Mr. Charles. Y a todos aquellos que cada aĂąo, pese a todo, mantienen vivo el espĂ­ritu.



Índice A manera de prólogo........................... 13 Primera campanada............................. 25 Segunda campanada............................ 37 Tercera campanada.............................. 52 Cuarta campanada............................... 67 Quinta campanada............................... 81 Sexta campanada................................. 99 Séptima campanada........................... 116 Octava campanada............................ 127 Novena campanada........................... 139 Décima campanada........................... 153 Décima primera campanada............. 167 Décima segunda campanada............ 184 ¡Feliz Navidad!................................... 203 Escritor: Toño Malpica....................... 221 Ilustradora: Sara Quijano............... 221





A manera de prólogo O como cuando alguien, simplemente, da cuerda a un reloj.

N

o es nada nuevo que los personajes literarios, en ocasiones, ofrecen mayor consuelo a nosotros los lecto-

res que las personas reales. Aquellos que solemos refugiarnos en las páginas de los libros en busca de respuestas (aunque muchas veces volvamos al mundo con más preguntas), o en busca de entendimiento, o en busca de simpatía, sabemos que, en ocasiones, calienta más el fuego de la hoguera que hallamos entre las portadas de un libro que las hornillas reales de la estufa de nuestra casa. Por ejemplo, al personaje secundario de esta historia ya lo co-

noces. Y acaso te haya brindado algún consuelo. Probablemente lo leíste y se quedó contigo para siempre. O probablemente lo viste en alguna película y te conmovió lo suficiente como para quererlo un poco.

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Él mismo, cuando era niño, también quiso enormemente a los personajes de sus libros. Lo sabemos porque lo cuenta aquel hombre que lo inventó a mediados del siglo xix. En la segunda estrofa del libro donde le dio vida, refiere este autor que un espíritu llevó a nuestro personaje a contemplarse a sí mismo cuando apenas era un chico. Se encontraba en ese momento en la escuela, solo, leyendo. Y sabemos que, al leer, era bastante feliz. Lo curioso es que ese chico lector no sabía, en esa triste y fría mañana, cobijado por Alí Babá y el loro de Robinson Crusoe, que él mismo llevaría alegría en el futuro a algún otro chico lector como personaje —él mismo— de su propio libro. Crecería, se volvería un hombre huraño y, en alguna futura Navidad, sería visitado por tres espíritus para crear una historia. Y esa historia sería relatada por un autor inglés para calentar la habitación donde pudiese estar leyendo, algún día, un niño inglés, vietnamita, mexicano… Tal vez yo, el autor de esta nueva historia, haya podido ser ese chico. Y por eso cuento esta curiosidad. Porque creo que así como Alí Babá y el loro de Robinson Crusoe pudieron dar el salto de sus libros al libro donde nació ese personaje, así también él puede dar el salto a este libro que ahora tienes entre tus manos. Igual que el personaje principal de este relato, quien nació en esa misma historia de ese mismo autor del siglo xix

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y también (oh, maravilla) puede arribar a estas páginas que ahora lees. Su nombre es William Cratchit. Solo que, cuando Charles Dickens le dio vida en su propia novela, no creyó necesario darle un nombre; apenas un par de menciones. ¿Por qué? Pues porque era uno de los dos hijos menores de la familia Cratchit. Y es cierto que a veces los niños pequeños suelen pasar desapercibidos para los adultos (mientras no tiren, en alguno de sus juegos, el carísimo e irremplazable jarrón de la abuela, claro). Esta es, pues, la historia de un día en la vida de Billy Cratchit, quince años después de aquella Navidad en la que un soplo de alegría tocó a la puerta de su familia. Pero primero regresemos la vista al personaje secundario de esta historia, quien, como ya dije, conoces bastante bien porque fue protagonista en su momento de su propio libro. Su nombre es Ebenezer Scrooge. Su libro se llama Canción de Navidad (A Christmas Carol, en inglés) y te aseguro que no lo reconocerás ahora que lo veas. Acompáñame, por lo pronto, a las calles de Camden Town. Ya has estado en estas aceras y has visto estas pedregosas calles, querido lector; ya has aspirado el aroma de esas castañas asándose y te has asomado a las ventanas de esas casas, aunque probablemente no lo recuerdes porque no sé cuánto tiempo haya pasado desde la última vez que acompañaste a Bob Cratchit a su casa en Navidad.

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Aquella vez, por si no lo recuerdas, era un hombre entre los 40 y los 50 años, honesto y responsable, menudo y de rostro sonrosado, alegre a más no poder cuando de estar con su familia se trataba. Aquella vez, aquella Navidad del libro de Charles Dickens, Bob volvía de su trabajo en la contaduría del señor Scrooge con el corazón rebosante. Y no era para menos. Estaría con su familia, toda ella. Disfrutarían él, su esposa y sus seis bulliciosos hijos, de una excelente cena. Tal vez no lo recuerdes, pero en aquella Navidad, a pesar de no ser ricos en lo absoluto, reinó la dicha en la casa de los Cratchit. Se encontraban a la mesa los ocho. Ahí estaba Martha, la mayor, cuando aún trabajaba en aquella sombrerería. Y el señorito Peter, desgarbado y temeroso, cuando todavía se encontraba en esa franja incierta entre la pubertad y la juventud. Igual se encontraba Belinda, la segunda hija, todo un torbellino. Y, por supuesto, el pequeño Tim, con sus muletas y el armazón en sus piernas, siempre sonriente, siempre bueno. Y, finalmente, los dos pequeños Cratchit, en ese momento de 4 y 7 años: Megan y William (o Billy, como todos le llamaban, aunque al señor Dickens se le haya escapado hacer mención aquella vez). Megan aún ni siquiera pronunciaba bien la “R”. Y Billy… bueno, Billy era el más soñador y el más imaginativo de todos. Aquella Navidad, quince años atrás, después de la cena, durante el brindis, Bob Cratchit, el padre, se atrevió a levantar su copa por el señor Scrooge, su jefe y, de acuerdo a sus

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palabras, “benefactor del banquete”. Su esposa no pudo quedarse callada pues le pareció que brindar por un hombre tan tacaño, ruin y miserable —además de nombrarlo “benefactor del banquete”— solo podía perdonárselo a su esposo por ser Navidad. La sola mención de Scrooge trajo a la cena un momento de incómodo silencio que solo se disipó cuando cambiaron la conversación y el pequeño Tim cantó una canción. Bien, pues justo es por eso que ahora, en esta nueva víspera de Navidad, te parecerá todo un suceso lo que está a punto de acontecer. Recuerda que estamos en las calles de Camden Town, aunque han pasado quince años desde aquella vez. Y recuerda que ya habías estado aquí, aunque se hayan operado algunos cambios. Cierto que aquel perro que trata de robar una hogaza de pan no existía, y que aquel hombre que va de la mano de aquella bella mujer no era más que un muchacho, pero en lo esencial todo se mantiene exacto. La pobre casa de los Cratchit sigue estando tal cual, con los mismos remiendos en las ventanas y los postigos, la misma chimenea torcida y la misma puerta cuya aldaba se cae a la menor provocación. Todo estaba idéntico en lo esencial. Al igual que al interior de la casa. Aunque Bob ya está entre los 60 y los 70 años, sigue siendo un tipo honrado, gentil y de mejillas sonrosadas (principalmente cuando hace frío, como ahora). Lo mismo Emily, la señora Cratchit, quien en este momento no deja de mover

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con una cuchara a la cacerola donde se cocinan las manzanas. Ambos ya peinan canas, desde luego, y la señora Cratchit aumentó bastante de peso, pero su carácter, si acaso un poco más dulce, sigue siendo prácticamente el mismo de hace quince años. Sé lo que estás pensando. Que por mucho que algunas cosas se conserven idénticas, otras simplemente no pueden permanecer estáticas. Los niños, para no ir más lejos, deben haber crecido. Y quizás algunos hasta hayan viajado a América y tal vez vivan en alguna playa con palmeras llenas de cocos. Acaso Martha se haya convertido en una dama de alta sociedad y Peter en abogado. O probablemente Belinda sea científica y esté en África estudiando algún posible remedio para la malaria. Pero no conjeturemos más. En efecto, así como las personas mayores envejecen, los chicos crecen y se vuelven personas mayores. Tal es el caso de Martha, quien ahora vive en la City de Londres con su esposo, un prominente hombre de banco. Y aunque no es ninguna dama de alta sociedad, sí pasea en carruaje y tiene una doncella que la acompaña a todos lados y con la que se ríe por todo. Tiene tres hijos varones y es posible que en breve llegue una mujercita pues, justo en este momento, nuestra querida Martha se encuentra embarazada. Por supuesto, es esperada para la cena de Navidad con los tres niños, la doncella y el banquero, quien, para mayor descripción, siempre lleva chistera y no se ríe nunca.

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Peter es actor. Un buen día se descubrió venciendo todas sus timideces y ahora actúa a Shakespeare y a Molière (y una que otra vez, ha hecho de abogado). Es el orgullo de su madre, quien tiene recortes de todos los periódicos en los que ha salido el nombre de su querido vástago. ¿Que si se casó nuestro buen Peter? Sí, pero aún no tiene niños. Y, desde luego, es esperado para Navidad con su mujer y un perro faldero llamado Parches. Belinda, en efecto, se hizo científica. Y es verdad que en algún momento de su vida se fue a África a estudiar la posibilidad de que un hongo que solo crece en las antenas de cierto bicho que causa la sordera en los chimpancés pudiera ayudar a curar la malaria. Sin embargo, todos los años sale del laboratorio y, si está fuera de Inglaterra, vuelve a su país para estas fechas. Y, naturalmente, es esperada para la cena de Navidad en la casa familiar. El pequeño Tim, por su parte, dejó de ser pequeño. Y se volvió un gran maestro del ajedrez. Nunca ha podido caminar del todo bien pero tampoco ha importado mucho, pues para dar clases y demostraciones ajedrecísticas siempre es mejor estar sentado. Aún no se casa pero desde hace tres años está comprometido con una bella enfermera y, quién sabe, tal vez sea este el año en que se escuchen tañer las campanas de la iglesia. Ambos, como seguramente ya adivinaste, son esperados a cenar con el resto de los Cratchit. ¿Megan? Se volvió una hermosa muchachita que, por el momento, trabaja en una sombrerería, como Martha en su

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juventud. Está ahorrando para ir a conocer América porque se le metió en la cabeza que vivir en una playa con palmeras llenas de cocos es posible que se parezca mucho a la felicidad. Y es la única de los seis hijos que todavía vive con sus padres, así que está claro que tanto Bob como Emily cuentan con ella para abrir el ganso por la mitad esa misma noche. Y finalmente… Billy, nuestro protagonista. Bueno, Billy es auxiliar de un despacho de contabilidad, como antaño su padre. Gana tres libras a la semana (es decir, apenas para vivir). Y no es esperado para la cena de Navidad. Lo voy a repetir por si no estabas prestando atención: Billy Cratchit, el protagonista de esta historia, no es esperado en casa de los Cratchit para la cena de Navidad. Ya llegaremos a ello, no te preocupes. Y más pronto de lo que imaginas. Mientras… vayamos al interior de la casa de Bob y Emily. Y Megan, claro (deberás disculparme). Por supuesto, todo es felicidad ahí dentro. ¿Recuerdas aquella Navidad de hace quince años, aquel momento en que Ebenezer Scrooge, una vez que hubo regresado a su casa, justo después de que el espíritu de las Navidades futuras le mostrara su propia tumba y loco de contento porque todavía podía enderezar su torcido destino, llamó a un muchacho que estaba en la calle para que comprase un enorme pavo?

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¿No has olvidado que el pavo se lo envió a los Cratchit, quienes cenaron ese 25 de diciembre como si fuesen la familia más rica sobre la Tierra? ¿Y, providencialmente, también recuerdas que Scrooge recibió el 26 de diciembre a Bob con la grata sorpresa de que le aumentaría el sueldo y velaría por su familia, especialmente por el pequeño Tim, enfermo de sus piernas? Bien. Pues vale la pena decir que, a pesar de todo ello, en realidad muy poco cambió para los Cratchit. En efecto, Ebenezer Scrooge se volvió el mejor amigo de la familia, y es verdad que la felicidad se apoltronó al interior de aquella casa y nunca se atrevió a ponerse saco y bufanda para salir por la puerta, pero es justo decir también que, en lo económico, las penurias continuaron para los Cratchit y en ocasiones hasta aumentaron. Pese a todo, Bob fue bendecido aquella Navidad con un toque de dicha que no quiso abandonarlo nunca. Al igual que Emily. Y Martha. Y prácticamente todos… excepto uno, cuyo nombre me reservo, pero seguro tú ya estarás adivinando de quién se trata. Si hubo un milagro de Navidad aquel año fue que la alegría al interior de aquella casa chisporroteaba todos los días y hacía saltar aquella esencia que rociaba el segundo espíritu de la Navidad en su paso por la Tierra, ese sentimiento que hace pensar a todo aquel que lo experimenta, que las mejores cosas de la vida son posibles.

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Como ocurre ahora que Bob termina de envolver los obsequios, Emily da vuelta a la cacerola de la compota y Megan da algunos retoques a los adornos navideños. ¡Son apenas las cuatro de la tarde pero el crepúsculo es todo un hecho, al igual que las canciones que entonan los tres a coro, villancicos que les levantan el ánimo como si fuese la primera Navidad sobre la Tierra! ¡Cualquiera diría que en cualquier momento podrían sumarse al júbilo María y José, nada de pasar la noche en un establo, no señor, no si se puede conseguir albergue en la casa de los Cratchit y recibir al pequeño niño Jesús entre deliciosos aromas y un buen fuego en el hogar! Es justo cuando ya las farolas de gas han sido encendidas y la noche es todo un acontecimiento, que llaman a la aldaba de aquella vieja puerta. Uno, dos, tres golpes.


Y es justo aquí, querido lector, donde comienza nuestra historia‌



Primera campanada —¡El primero! ¡Ha llegado el primero! Apuesto a que son Tim y Rose —dice Megan en un estallido de alegría, bajando de la silla en la que se ha subido para colgar una cinta roja que da vuelta a todo el salón. —Me parece que es demasiado temprano —añade Bob—. Seguro que solo es Robert Graham para preguntar si no necesitamos más leña. Y para sonsacar un poco de ponche. —No sonsacará nada si es que nosotros mismos se lo ofrecemos —se escucha a Emily objetar desde la cocina. Megan, enredada en la cinta, feliz de que alguno de sus hermanos haya querido presentarse tan temprano, corre a la puerta y abre de un tirón. Del otro lado se encuentran los ojos de un hombre viejo, que apenas asoman por debajo de un abombado sombrero y detrás de una bufanda que le da varias vueltas. No se ve su rostro pero yo puedo adelantarles que tiene quijada prominente y nariz puntiaguda, que porta el mismo abrigo y el mismo sombrero desde hace más de diez años y que no se ha perdido una Navidad en casa de los Cratchit desde hace quince. Naturalmente me refiero a: —¡Tío Eb! —grita Megan para luego abrazarlo con fuerza.

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Ebenezer Scrooge devuelve el abrazo y, buscando huir del frío, la empuja de vuelta a la casa. Ahí saca la cabeza del interior de la bufanda como haría una enorme tortuga estirando el cuello. —¡Eb! —dice Bob al abandonar el proceso de envoltura del tren de hojalata que ha confeccionado con sus propias manos para uno de sus nietos. Por el abrazo que le prodiga, nadie jamás adivinaría que el que acaba de pasar por la puerta hace años era su jefe y Bob le tenía tanto miedo que a veces no dormía por las noches. —Será una Navidad muy fría —parece refunfuñar Ebenezer. Y digo solo que lo parece porque ahora es muy rara la ocasión en que se le ve refunfuñar por algo. —¡Oh, no importa, tío Eb! —dice Megan—. Ahora estás aquí, que es lo que importa. Pasa junto al fuego y caliéntate un poco. Y diciendo esto le desenreda la bufanda, le quita el bastón y lo obliga a deshacerse de sombrero y abrigo. —Serán apenas unos minutos, querida Meg. En esta ocasión tengo que decirles, con mucha pena que… Cualquiera diría que el tío Eb ha hecho esa pausa para conseguir un mejor efecto en cuanto a lo que tiene que decir. Pero en realidad ha sido involuntario porque, después de un par de segundos… —¡COF, COF, COF, COF! —tose, estremeciéndose como una vara azotada por el viento.

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—Vaya tos —remata Bob—. ¡Emily, prepara a Eb uno de tus mágicos remedios para el resfriado! —¡A la orden! —se escucha la voz de la señora Cratchit desde la cocina. Ebenezer, por respuesta, va hacia la mesa del comedor, ahí donde Bob tiene todo lo que necesita para terminar de envolver los regalos: tijeras, kilómetros de papel, cinta y pegamento. La mesa es un pequeño y encantador caos al que se suma Ebenezer, sentándose lo más lejos posible del fuego de la chimenea y de la estufa, en una posición estratégica para no entrar demasiado en calor. Pone ambas manos sobre la mesa y toma una hermosa muñequita de trapo, lista para ser encerrada en su caja. Mirando sus ojos se anima por fin a decir: —Es mucho más que un resfriado, Bob —ahora es evidente que su voz es rasposa y, si ponemos atención, notarás que está adornada por un tímido silbidito—. Por ello no puedo quedarme demasiado tiempo. —¿De qué estás hablando? —lo amonesta Emily llevando consigo, como por arte de magia, un pocillo en el que ha mezclado miel y especias—. Tómate esto y te sentirás como nuevo. Ebenezer prefiere no hacerla rabiar. Pero sabe que lo mejor será quedarse en casa y esperar a que pase lo que siente en la cabeza, la garganta, el pecho y la espalda. (Aunque, para ser honestos, ese “quedarse en casa” lo imaginó en su casa y, al no poder hallar quién quisiera llevar una carta a los Cratchit avisando que esta vez les fallaría, decidió postergar ese “quedarse

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en casa” y emprender él mismo el camino para avisarles —pues sí— que esta vez les fallaría). —Pongámoslo de este modo —tose un poco el tío Eb—. Si no fuesen ustedes mi familia favorita en toda la redondez del planeta me habría quedado debajo de las sábanas por esta vez. Pero es Navidad. Y ustedes son mi familia favorita en toda la redondez del planeta. Así que solo he venido a dos cosas. Dos cosas, dije. Y luego me iré. La primera… —tose más el tío Eb—, es, desde luego, hacer entrega de mi ya tradicional paquete de obsequios… —¡Oh, tío Eb! ¡Déjame ver el mío, por favor, por favor, por favor! —se deshace Meg en súplicas. Ebenezer extiende entonces una caja delgada de madera hacia la chica. Ella enseguida la toma y corre la cinta. Entre los sobres extrae el que tiene su nombre. Desde hace mucho que el tío Ebenezer solo regala golosinas y limericks (aunque todavía nadie los llame así). Cuando no puede regalar las primeras, siempre regala los segundos, que son los que más entusiasman a los Cratchit. Vale la pena mencionar, por cierto, que siempre hace, con sus torpes dedos, un pequeño dibujo de aquel a quien está regalando el poema. Megan, sonriente, abre entonces el sobre y extrae el papel, donde hay una muñequita de largas trenzas, sonriente, nacida del trazo del tío Eb. Es ella, tal cual como la ve el señor Scrooge. Y entonces, lee:

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En ciertas tierras lejanas. Han de cambiar las mañanas. Megan, realiza ese viaje. ¡No importa que no haya equipaje! ¡Menos pereza y más ganas! Con cariño, tu tío Eb. —¡Oh, tío! ¡Qué bonito! Y te haré caso, ¿eh? Tal vez salga mañana mismo para América. —Usted no va a ningún lado sin consentimiento de sus padres, señorita —gruñe Emily, detrás de sus brazos cruzados. No hay que dejar pasar lo difícil que es, a veces, gruñir y sonreír al mismo tiempo, tal y como hace la señora Cratchit ahora. Le gusta que sus hijos abriguen sueños. Y que se vayan por el mundo si así lo prefieren. Pero no puede permitir que Megan parta hacia América con apenas dos chelines en el bolsillo y la bendición de sus padres. Una vez que Megan abraza al tío Eb, este saca de su bolsillo un bastón de caramelo y se lo entrega con una sonrisa. —Feliz Navidad, pequeña. (Vale la pena acotar, por aquello de “pequeña” que Meg tiene ahora 19 años, pero hay modos de ver a aquellos que queremos que no son afectados por el tiempo, eso lo sabemos todos). —¿Puedo decir algo? —interviene Bob.

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—No —espeta Ebenezer sin mirarlo—. Porque sé que vas a intentar convencerme de que me quede. A la cena y a los cantos y al baile. Y luego me ofrecerás la cama de alguno de tus hijos. Y no. No quiero ser el típico sujeto que interrumpe el mejor de los brindis para echarse a toser encima de la mesa. Y, dicho esto, se echa a toser encima de la mesa. —Al menos deberías permitirnos llevarte al médico —insiste ahora Bob. —¡Paparruchas! —resuelve, sonriente, el tío Eb—. ¡Si no es para tanto! Bastará con que guarde cama un par de días. El 27 me tendrán aquí de vuelta. Y no habrá poder humano que —tos y más tos—, no habrá poder humano que me devuelva a la calle si no es indigesto de toda la buena comida que estoy seguro me reservarán para entonces. Al notar el buen humor de su antiguo jefe, Bob recupera la sonrisa. —Eso dalo por hecho. —¿Y la segunda cosa? —pregunta Emily, quien, desde que trajo su insuperable remedio contra la gripa, ya no regresó a la cocina. —¿Qué segunda cosa? —dice Bob. —La segunda cosa por la que decidiste venir, Eb —añade ella—, a pesar del frío y tu enfermedad. Apenas en ese momento, Megan suelta al tío Eb y vuelve al decorado de las paredes. Tal vez llegarían pronto sus hermanos, sus cuñados y cuñadas, sus sobrinos, el buen Parches,

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así que más vale dejar el sentimentalismo atrás y poner manos a la obra. Ebenezer da un pequeño sorbo al brebaje de Emily, como preparándose mentalmente para esa segunda cosa. —Claro, se los diré. Pero antes deberán recordar que no soy el hombre de hace más de quince años. Ahora le doy importancia a cosas que antes no la tenían para mí. El viejo señor Scrooge, ante una idea como la que les voy a exponer, habría dicho, sin más… —¡Paparruchas! —se anticipa Emily. —Exactamente —confirma Ebenezer—. Pero yo ya no soy ese hombre desde hace mucho tiempo. Así que, sin más, se trata de esto. Pone el pocillo sobre la mesa y mira a Bob con atención, tal vez por la primera vez desde que llegó a su casa. —¿Cuál es ese encargo que quieres hacerme? Bob lo observa ahora como si estuviese loco. No recuerda nada como eso. Luego… mira a Emily para ver si ella consigue rescatarlo de su desmemoria pero, por el contrario, ella lo fulmina con los ojos. “¡Bob Cratchit! ¡Cómo se te ocurre enviar un mensaje a Ebenezer para pedirle que venga y así poder encargarle algo! ¡Habrase visto mayor desconsideración en toda la historia de la familia!”. Todo eso dice sin abrir los labios para nada. —Eh… no sé de qué me hablas, Eb —exclama Bob antes de que la mirada de su mujer lo obligue a encogerse hasta el

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tamaño de un ratón y tenga que salir corriendo por debajo de la puerta. Ebenezer lo estudia con detenimiento. Y… una vez que consigue convencerse de que las palabras de Bob son sinceras, se pone de pie sin más. —Bien. Entonces no hay nada de qué hablar —tos y más tos—. Me marcharé a mi casa porque es ahí, al lado del señor Winston, donde he decidido pasar la Navidad. Y espero que no haya espectro que decida incordiarme esta noche puesto que no pienso abandonar la cama hasta que esta pérfida enfermedad vuelva por donde vino. Y tras esa sentencia, con los canturreos de algún villancico que surgen de la garganta de Megan y a los que se ha unido inconscientemente, Ebenezer Scrooge toma del perchero su sombrero y se lo cala hasta las orejas. Se enreda en su bufanda. Se enfunda en su abrigo. Se pone los guantes. Y cuando ya está por tomar su bastón del tubo de los paraguas y Emily está lista para darle un gran abrazo y desearle la mejor de las Navidades, Bob deja el listón y las tijeras que había tomado al momento de decir “No sé de qué me hablas, Eb”. Y ahora es cuando se aclara la garganta ruidosamente. —Eh… —resopla—. El asunto es que nunca lo expresé en voz alta. Con esas palabras consigue que Ebenezer congele su brazo a mitad de la trayectoria que había emprendido para tomar el bastón. Y que Megan gire el cuello para mirarlo. Y que Emily

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renuncie a la idea de prodigar un abrazo a su viejo amigo, el señor Scrooge, antes de despedirlo. —¿De qué hablas, Robert? —dice ahora la señora Cratchit, dejando en claro, por el cambio de apelativo, que ha cedido en su interior a la necesidad de reprenderlo. —Lo sabía —dice, en cambio, Ebenezer Scrooge. Bob, apenado, confiesa ante todos: —Fue solo un sueño —y, ante la falta de reacción de los ahí congregados, explica—. Aunque bastante vívido. Estábamos aquí mismo. Y éramos las mismas personas, solo que tú, Eb, llevabas puesta tu ropa de dormir. Pero es verdad que sentía la necesidad de hacerte un encargo. —Y lo hacías —dice ahora Ebenezer, resuelto, controlando la tos—. Yo tuve el mismo sueño. Curioso, ¿no? —Más que curioso —consiente Emily, interesada—. ¿Y se puede saber qué encargo le hiciste, Bob? —es curioso lo rápido que se apagó en ella la necesidad de reprender a su esposo. Quizás se deba a que en su interior nace el interés por lo extraordinario. (Al igual que en todos nosotros). —Bien… pues nada menos que esto —declara Bob antes de darse la vuelta y sacar de una vitrina a sus espaldas una curiosa y oxidada caja metálica de galletas. Emily Cratchit, conmovida, se lleva una mano a la boca, como reteniendo el aliento. Solo ella comparte el secreto de aquella peculiar caja. Megan, al igual que Ebenezer, también queda a la espera.

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—Di con ella hace unos días, mientras revolvía el ático en busca de los adornos navideños —explica Bob poniendo la caja sobre la mesa y posando su mano derecha encima—. Son los tesoros de nuestro querido Billy. Está llena de pequeños objetos, aparentemente insignificantes, que él guardaba ahí mientras vivía en esta casa. Un suspiro remata el momento. Bob no se atreve a hacer la petición. Mira a Emily y es ella quien, con una venia, lo anima a continuar. —Pensaba pedirte, Eb… —exclama el padre de todos los Cratchit—, que buscaras a Billy y trataras de persuadirlo de que vuelva a casa. Que vuelva a celebrar la Navidad con nosotros. Él y su esposa se miran y sonríen, aunque Bob no ha terminado. —Dije que pensaba pedírtelo… pues ni en un millón de años, con este clima de mil demonios y tu salud tan deteriorada, te lo pediría ahora. Así que no te preocupes. —Y pensabas que la caja me ayudaría a convencerlo —concluyó Ebenezer. —Pues sí. Me parece que serían excelentes recordatorios para él del tipo de chico que era. El tipo de chico que, estoy seguro… sigue siendo. Por un momento no se escucha más que el crepitar del fuego en la chimenea. Y el trajín de toda la buena gente de Camden Town que pasea del otro lado de las ventanas de la casa de los Cratchit. Por un momento parece que, sin importar cuán

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fantástica pueda ser una coincidencia de sueños, nada más se sacará en firme de esa reunión. Pero no es así. Tal vez la mirada suplicante de Megan, quien extraña a su hermano más que nadie, es la que hizo que Ebenezer Scrooge se acercara a Bob y pusiera sus manos sobre la caja. —Haré lo que pueda. —¡Oh, nada de eso! —forcejea con él Bob Cratchit, impidiéndole tomar la caja—. ¡Dije que ni en un millón de años! —¡Y yo dije que haré lo que pueda! Scrooge tira de la caja con fuerza y se queda con ella. Luego, se sacude un polvo inexistente del abrigo. —Tampoco he dicho que lo vaya a visitar hoy mismo. O esta semana. Pero hablaré con él. Ni siquiera Megan cuestiona el porqué de tal encargo a tal persona. Acaso porque sabe, al igual que nosotros, que si alguien ha podido cambiar de la noche a la mañana su forma de ser, ese ha sido Ebenezer Scrooge, el hombre de más duro corazón de todo el Reino Unido hasta hace unos quince años. Y cualquier cosa que haya sido eso que lo hizo cambiar, tal vez sea aplicable con el buen Billy Cratchit, quien no se ha parado en la casa de sus padres en más de cinco años, a pesar de vivir también en Londres y a pesar de que siempre hay un lugar a la mesa aguardándolo. Ni siquiera nosotros cuestionaremos el porqué de la resolución del señor Scrooge de llevarse la caja consigo y aceptar la encomienda. O el porqué un mismo sueño puede replicarse en

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dos personas en una misma noche. Lo cierto es que, una vez que ha cumplido con las dos razones para estar ahí, Ebenezer Scrooge decide no retrasar más su partida porque, creélo o no, aún no son ni las cinco y la oscuridad ya ha caído sobre cada uno de los súbditos de la reina Victoria. Y también sobre la misma reina, ya que estamos puntualizando. Y nosotros iremos de la mano de nuestro querido tío Eb, pues con él, como habrás podido imaginar, es con quien continúa el relato. Y es así como podremos mirarlos a todos ellos a la distancia, como algo que ya pasó y no como algo que está pasando. Porque así es, en todo caso. Y así fue, en realidad.

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Segunda campanada Hay que decir que Ebenezer hizo todo lo posible por cubrirse el rostro a la salida de la casa de los Cratchit. El cuidado de su salud era una buena razón, claro, pero otra muy importante, el no ser reconocido. ¡Vaya que han cambiado las cosas desde aquel 24 de diciembre en que, si le detenían en la calle, era para hacerle algún reclamo y huir de él de inmediato! Ahora lo que ocurre es un efecto totalmente opuesto. —¡Señor Scrooge, qué gusto verlo! ¿Por qué ya no ha ido a visitarnos a la barbería? —¡Señor Scrooge, no me diga que pensaba escabullirse sin pasar a saludarnos en casa! —¡Pero si es nada menos que Ebenezer Scrooge! ¡Seguro que se nos unirá cuando vayamos en procesión a la iglesia! Y eso solo fue durante el tramo en el que, para poder estar seguro de que no lo arrollaría ningún coche, tuvo que levantar el sombrero y bajar la bufanda. En esos breves segundos se le aproximaron todas esas buenas personas que, seguro ya habrás notado, le guardan un sitio muy especial en su corazón. Naturalmente, nuestro querido Ebenezer hizo los honores que pudo. Saludó de mano. Abrazó a unos cuantos.

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Acompañó a otros más en los últimos acordes de alguna canción. Procuró sonreír y ser amable. Pero en cuanto pudo volver al anonimato, se cercioró de no haber perdido la caja de galletas en el interior de su abrigo, y siguió el camino a toda prisa hacia su casa. Y bien, creo que no hay mejor momento para contarte, querido lector, que si hay alguien en todo Londres cuya riqueza sea menor a la de Ebenezer Scrooge, debe tratarse del último de los mendigos que se echan a suplicar por un cuarto de penique en la escalinata de la catedral de St Paul. Y aun este mendigo tal vez sea más prominente que nuestro estimado tío Eb, porque un cuarto de penique ya es algo, y en cambio nuestro querido personaje literario no posee en realidad nada en la vida. Nada, con la excepción de lo que trae puesto, si acaso, porque incluso la cama donde duerme es prestada. Al igual que la buhardilla donde se encuentra dicha cama. ¡Vaya, ni siquiera el señor Winston es de su propiedad! ¡Simplemente llegó un día y decidió quedarse para siempre! Y ya que estamos charlando, quisiera poder contarte que nuestro estimado protagonista de Canción de Navidad se dedicó a dilapidar su fortuna durante los quince años que lo perdimos de vista… pero no. Nada de eso. En realidad todo comenzó aquel célebre 26 de diciembre, justo al minuto siguiente en que prometió a Bob Cratchit que le subiría el sueldo. ¿Por qué? Pues porque la semilla de la generosidad ya estaba implantada en su interior. Y amenazaba con crecer y crecer hasta

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convertirse en un majestuoso baobab. O tal vez una secuoya. (Metafóricamente hablando, claro). El caso es que a Ebenezer empezó a parecerle que no era justo que él tuviera tanto mientras que tantos otros tuvieran tan poco. Así que comenzó a obsequiar y a patrocinar y a donar… hasta que se vio completamente en la ruina. Puede ser que estés pensando que mis palabras guardan un sentido trágico, funesto, pero te equivocas. Scrooge, financieramente, estaba en total bancarrota; pero sentimental y emocionalmente se volvió el más opulento de los hombres. No hubo señor, señora, señorita, niño o muchacho que no quisiera ser su amigo. Y así se le veía, deambulando por las calles, cambiando esos poemas (que después todo el mundo llamarían limericks), por un pedazo de pan o una vela o un par de guantes o una sonrisa, sonriendo a todo el mundo y ayudando sin mesura. Y así se acumularon quince años. Y así llegó ese momento en el que lo vimos salir de la casa de los Cratchit, tolerar la nevada y apurar el paso hacia Good Ol’ Mae, la panadería donde la mismísima señora Mae Baxton le permitía utilizar el tapanco del último piso para no dormir en la calle. En cuanto arribó y abrió la puerta y sonó el clin clin clan de aviso de llegada de un nuevo cliente, Ebenezer quiso escurrirse escaleras arriba hasta su cuarto sin ser notado, pero la mismísima señora Mae Baxton, una dama muy bajita y regordeta y carismática, lo interceptó.

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—¡Eb! ¡Lo sabía! ¡Sabía que habías salido con este clima! ¡Y ya era bastante malo! ¡Pero haber regresado es aún peor! ¡Hubieras pasado la noche con los Cratchit! —Señora Mae… —repuso él—, era importante que volviera. —¿Qué puede ser más importante que la salud, viejo necio? ¡Acompáñame a la trastienda y te daré un poco de té! —Oh… está bien. Pese a que había cinco clientes aún sin atender y las dos empleadas de la señora Mae estaban tremendamente ocupadas, ella condujo del brazo a Ebenezer a la trastienda, ahí donde siempre olía a bollos recién horneados, confituras y pasteles. No tardó ni tres segundos en ponerle en las manos un panqué todavía humeante. —Feliz Navidad, Eb. Hasta ese momento comprendió Scrooge que el regaño de la buena señora Mae no era más que una treta para poder entregarle su regalo de Navidad. —Hace rato estaba tan ocupada, que temí que no volvieras y no pudiera darte tu obsequio. —¿Está tierno o —tos, tos y tos—, es de los que se quedaron en la vitrina hace cinco días? —¡Eb! ¡Cómo te atreves! Por respuesta, Ebenezer Scrooge, canturreó: Mae Baxton es genial. Una dama sin igual.

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Sus pasteles y bombones, si no rompen corazones, tal vez rompan un cristal. Ambos soltaron una sonora carcajada. Ella lo golpeó cariñosamente en un hombro y él, sin poder resistirse, le prodigó un gran abrazo. —En realidad pienso irme directo a la cama, querida señora Mae. Le suplico que —un poco de tos— me guarde el panqué para mañana. Con gusto podemos atacarlo entre los dos. —Oh… está bien, Eb. Pero no vayas a quejarte si lo encuentras un poco duro. ¡Ja, ja, ja! —No lo haré, créeme. —Y no vayas a querer usarlo para romper la vitrina de algún lugar que quieras asaltar, viejo truhán. —Eso lo pensaré un poco. Más risas, de esas que hacen a la gente sentir como si poseyeran un millón de libras esterlinas. —Feliz Navidad, Eb. —Feliz —más tos— Navidad, señora Mae. Ebenezer Scrooge salió de la parte posterior, saludó discretamente a las chicas y a los clientes, volvió al pasillo que conducía a las escaleras y suspiró. Luego, tosió un poco, tocándose el pecho, y empezó a subir peldaño tras peldaño. Mientras subía, el señor Scrooge extrajo del interior de su abrigo la caja de galletas con los tesoros de Billy Cratchit. Le

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confortó ver que no se había abierto en lo absoluto durante el trayecto y que, por ende, no había perdido ninguno de los objetos que contenía. Le causó interés, claro. Y se dijo que la abriría en cuanto llegara a su acogedora buhardilla, en lo alto de la casa de la señora Baxton, pero no antes. Así que apretó la caja metálica contra sí mismo y continuó el ascenso. Las escaleras de caracol subían a lo largo de una torre que remataba en una especie de cono. La señora Mae le ofreció el espacio a Ebenezer cuando este, en el colmo de la generosidad, dejó entrar a su casa a un montón de menesterosos. Que llamaron a más menesterosos. Y a más menesterosos. En menos de un mes aquello estaba lleno de buenas personas que no tenían ni un penique pero que, en contraparte, adoraban al señor Scrooge. Así y todo, el buen samaritano extrañaba su intimidad y decidió regalarles la casa para probar suerte en otro lado. No tuvo que dormir más de dos días en una banca del parque porque la señora Mae Baxton lo descubrió y lo obligó a aceptar su oferta de ocupar ese amplio tapanco suyo del último piso de la pastelería. Y ese era su hogar desde hacía varios años. Un sitio al que, en su opinión, no le faltaba nada porque tenía una cama, una silla, un armario, un pequeño bacín, calefacción, una ventanita que daba al parque, la compañía del señor Winston y un buen libro que, cuando terminaba, intercambiaba por otro con algún amigo. “Si eso no es más de lo que un hombre necesita para ser feliz”, afirmaba constantemente, “entonces el mundo

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está perfectamente listo para ser arrojado al cesto de basura del universo”. Y así, continuó subiendo las escaleras hasta que alcanzó el primer nivel. Se detuvo a descansar un poco y a toser otro tanto. De pronto le pareció que la urgencia que sentía por llegar a su cama, ponerse su bata y echarse a leer, era en verdad apremiante. Le hubiera gustado volar hasta la puerta, pero todavía le faltaban un par de vueltas más al espiral de las escaleras. En silencio y esmerándose de a poco, consiguió avanzar esas dos vueltas, que correspondían a los dos pisos que lo separaban del tapanco, sin siquiera detenerse. Acaso por ello, se agotó en verdad. Y, con la mirada puesta en sus botines, recargándose en la pared, resopló por un minuto. Faltaban apenas dos escalones para llegar al descansillo con el tapetito de “Bienvenido” que llevaba a su habitación. Pensó que, en cuanto entrara, encendería la estufa y calentaría algo de té. Atisbaría a los objetos de Billy para idear una estrategia y luego, a su libro y a su cama. Sin falta. La señora Mae, durante todos esos años, había adornado las paredes de la escalera con paisajes que ella misma compraba a artistas en situación difícil para hacerle más amable la vista al señor Scrooge. Y justo se detuvo Ebenezer frente a un cuadro que mostraba un bosque nevado y oscuro. Si uno ponía atención, entre el lago congelado y el agreste camino y los troncos de los abetos se apreciaba una persona. Una persona a la que a veces Scrooge le hablaba. No en esta ocasión en la

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que un dolor le hizo llevarse una mano extendida al pecho y forzar una mueca. Se esmeró por no toser mientras sus pupilas se clavaban en la mágica superficie de ese lago al que probablemente la figura humana había ido a patinar, quién sabe. —¡Paparruchas! —se dijo, ante cierto pensamiento ominoso que lo asaltó. Y siguió subiendo. Al levantar la vista se encontró con los grises ojos del señor Winston, quien lo saludó como siempre. Se encontraba justo sobre el tapete que decía “Bienvenido”. —Meeoooww… —dijo el señor Winston. —A mí también me agrada verte, señor Winston —respondió Ebenezer. Pero el agotamiento le forzó a apoyarse en el suelo aunque aún no alcanzaba el último escalón del todo. Y así, tuvo que terminar de escalar de esa forma. Y entrar a su casa gateando (bonito verbo, si lo pensamos, muy adecuado a la circunstancia). Afortunadamente, el señor Winston había aprendido a abrir la puerta del tapanco lanzándose contra la manija interior en cuanto escuchaba subir al señor Scrooge, así que este casi nunca tenía que sacar la llave de su bolsillo para entrar. En esta ocasión, así encontró la puerta Ebenezer: entornada. Y pudo continuar sobre sus manos y rodillas hasta estar del otro lado. Alcanzó el interior de la buhardilla a gatas (aquí una sonrisa nuestra), riendo de su ridícula situación. La risa se transformó en tos y se tiró de espaldas sobre la alfombra. Su sombrero

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rodó al instante, debajo de su cama. El señor Winston le lamió la cara y Ebenezer lo acarició con gozo. —Yo también te extrañé, viejo amigo. Y así estuvo un par de minutos, con la caja de Billy Cratchit en la mano izquierda y el bastón en la derecha, tirado de espaldas, riendo, sintiéndose maravillosamente bien. Así hasta que se dijo que tal vez no debía permanecer demasiado tiempo tirado en la alfombra porque nunca se sabe si las situaciones placenteras pueden agravar los males o atenuarlos. “Es como comer una galleta de más o desvelarse en una fiesta”, pensó. “Siempre hay alguien que te dice que no es bueno para la salud”. Así que, con algo de trabajos, se puso de pie. El señor Winston, no obstante, se quedó en la alfombra, mirándolo con esos ojos cargados de misterio. —Ahora te pondré un poco de leche, señor Winston. Solo déjame poner mi camisón. Al enderezarse por completo, curiosamente no sintió ninguna necesidad de sostenerse de algún objeto para llegar a su cama. A veces le ocurría que la subida de las escaleras lo agotaba de tal manera que sentía que, si no se sostenía del picaporte de la puerta, o del alféizar de la ventana, iría a parar con toda su humanidad en el suelo. Y aunque es verdad que tuvo que tirarse de espaldas por un momento en cuanto llegó, al levantarse no solo no sintió ningún tipo de molestia sino que, por el contrario, se sintió extrañamente rejuvenecido.

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—Debe ser el frío, señor Winston —habló con su amigo para justificarse mientras le guiñaba un ojo—. He oído que en ocasiones el frío extremo tiene este efecto en las personas. Suaviza la piel y tonifica el espíritu. —Meeooow… —replicó el señor Winston, aún quieto sobre la alfombra. Tal vez mirándolo como si estuviese chiflado. Curiosamente, Ebenezer Scrooge no sintió ninguna necesidad, tampoco, de cerrar la ventana, que dejaba abierta a veces para que el señor Winston paseara por el vecindario sin tener que salir por la puerta. Antes al contrario, sintió deseos de asomarse y gritar un estruendoso: —¡FELIZ NAVIDAD A TODOS! Evidentemente la ventisca y la incipiente nieve impidieron que lo oyeran allá abajo (o al menos eso fue lo que él pensó), pero eso no lo amilanó. ¡Se sentía tan bien el soplo del viento en la cara! ¡Se sentía tan bien saber que en breve todas las personas del mundo estarían celebrando en torno a una buena cena! Canturreando fue a la estufa y, después de agolpar unos cuantos leños en su interior, la encendió. Pero se dio cuenta de que lo hacía por el buen señor Winston y no por él mismo, pues de pronto estuvo seguro de que no había mejor clima en todo el mundo que el que se sentía ahí dentro, en su querida buhardilla, sin necesidad de prender ningún fuego. —En fin… —dijo solo para no quedarse callado. Y se dio un golpe en los muslos como quien se apremia a ponerse en marcha.

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Acto seguido, se puso con una velocidad inusitada su camisón, sus pantuflas y su gorro de dormir. Claro, sin dejar de tararear villancicos. Y luego, se sentó a la cama con la caja de galletas de Billy sobre el regazo. Un gran suspiro colmó la atmósfera del cuarto. Cualquiera que pasara por ahí por accidente habría dicho que olía a fresas con chocolate. Y al viento entre las espigas de trigo. Y a lavanda aprisionada entre las páginas de un libro. —¿Te digo algo, señor Winston? —se atrevió a romper el silencio, antes de abrir la caja—. He decidido que, a pesar de que estoy enfermo, sea esta la mejor Navidad de nuestras vidas. ¿Qué te parece? —Meeooww… Ebenezer no lo notó, pero el señor Winston, con su maullido, estaba diciéndole algo así como: “¿Se puede saber de qué hablas?” pues muchas cosas ahí no le cuadraban. Y por eso seguía echado sobre la alfombra. Y ciertamente que muchos eventos al interior de ese cuarto parecían haber ya franqueado la aduana de lo fantástico. ¡Vaya, si el propio señor Scrooge se aclaró la garganta y se dio cuenta de que ya no sentía molestia! ¡Ni dolor! Parecía que aquel grito que soltó en la ventana había conjurado la tos para siempre. Para siempre. Increíble la importancia que adquieren tales palabras, formadas en la mente de nuestro entrañable personaje sin que se diera cuenta.

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—En fin… —volvió a decir, presa de la euforia. Y volvió a golpearse en los muslos. Abrió entonces la caja metálica de galletas y, en el interior, se dejaron ver cosillas que, a primera vista, no tendrían ningún valor para quien no las conociera íntimamente. Un soldadito de plomo ya despintado. Una herradura deformada. Un cuadernillo con dibujitos hechos a carbón. Un mechón de cabello rubio atado con una cinta azul. Una cajita de rapé con el cadáver de un grillo dentro. Una brújula rota. Un sobre color beige con unas iniciales. Peniques. Clavos. Tuercas. Velas consumidas. Nuestro querido Señor Scrooge se sintió un poco avergonzado, repentinamente. Sintió que miraba al interior del corazón de alguien. Y también sintió que no se debe hacer eso sin permiso. Así que devolvió la tapa de la caja de galletas a su lugar y tomó una resolución. ¿No sería, en verdad, la mejor de las Navidades si cumpliera con lo que le pidió su insuperable amigo Bob Cratchit esa misma noche? ¡Sí, esa misma noche! —¿Qué te parece, mi estimado Señor Winston? —materializó entonces sus pensamientos— ¡Todos reunidos en la vieja casa de Camden Town! ¡Billy y yo también, por supuesto! —Meeoooww… El señor Winston ya no pudo ocultarlo. Y en el tono de su maullido se reveló un dejo de tristeza que al instante comprendió su querido amigo.

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—Oh… tienes razón, señor Winston —dijo Ebenezer, depositando la caja en la cama y arrodillándose para cargar a su único compañero de todos los días—. No te dejaría solo. Así que… ya sea que celebremos tú y yo aquí… o volveré para llevarte conmigo. El señor Winston, vale la pena decirlo, ya tenía una cantidad de años-gato muy similar a la cantidad de años-hombre que tenía el señor Scrooge. Se puede decir que era un anciano también. Y se puede decir que era muy perceptivo a ciertas cosas. También tal vez podamos decir que era un felino sabio. Lo que no creo que podamos decir es que, en todos sus años de vida, haya tenido que vivir algo como lo que estaba viviendo en ese momento. Y por eso la confusión. Y por eso esa tristeza en su maullido que el señor Scrooge confundió con un reclamo. Lo que en realidad se preguntaba en ese momento el señor Winston era… “¿cómo podía estar Ebenezer Scrooge en dos sitios a la vez?”. De un salto, se apartó de los brazos de Ebenezer y volvió a la alfombra. Ahí donde estaba, también, Ebenezer Scrooge. De espaldas. Con los brazos abiertos y esa gran sonrisa en su cara. La caja de tesoros de Billy Cratchit en la mano izquierda y el bastón en la derecha. Claro que este Ebenezer… no se movía. Y llevaba así ya varios minutos. Pero, por alguna razón, el señor Winston se sentía más cómodo con él que con el otro

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Ebenezer, aquel que se puso el camisón, las pantuflas y el gorro. Y que encendió un fuego en la estufa que no calentaba. Y que no dejaba de canturrear y mostrar una felicidad un poco desconcertante. Y es que, para no disfrazar los hechos y para no ocultar la verdad, tengo que decirte, estimado lector, que nuestro bien amado Ebenezer Scrooge, siendo las ocho y dieciocho minutos del 24 de diciembre de aquel año de mediados del siglo xix —como diría el mismísimo Charles Dickens—, ya estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

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Toño Malpica

escritor

Toño Malpica nació en 1967 en la Ciudad de México. Después de eso, se dedicó a jugar y a ir a la escuela. Cuando terminó la escuela se dedicó a jugar y a ir al trabajo. Luego, se dio cuenta de que también podía dejar el trabajo y lo dejó. Y se quedó jugando nada más. Pero, como ya era grande y a veces lo miraban feo, le puso nombre al juego para disimular; lo llamó escritura y se puso a hacer libros. Ahora, cuando le preguntan a qué se dedica, dice que es escritor (lo cual es cierto). Ha escrito más de cincuenta libros, sobre todo para niños y jóvenes (porque le divierte más) y ha ganado uno que otro premio. Pero si le preguntas, él te dirá que lo mejor de ser escritor es cuando haces a una vaca cantar tango en una historia solo porque puedes. Ah. También ama el jazz, los tacos al pastor y jugar (obvio) con sus hijos.

Sara Quijano

ilustradora

Nació ya con el pelo largo en julio de 1992, en Medellín, Colombia. Se podría decir que leía desde pequeña, pero no es cierto. Lo cierto es que pequeña entró a los libros con saltos entre las páginas ilustradas, como cuando uno toca con el pie antes de brincar al agua. Todavía tiene el extraño gusto de que le cuenten las historias antes de leerlas, las películas antes de verlas y, sin falta, leer la última palabra de un libro antes de empezarlo. Ahora vive en Francia, donde dibuja sentada, acostada, de pie, en la cama, en el piso, en el escritorio... pero con vista hacia la ventana. A veces llueve y los pajaritos se quitan el agua sacudiéndose.

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colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Los mil años de Pepe Corcueña Toño Malpica

Ella trae la lluvia Martha Riva Palacio Obón

Hermano Lobo Carla Maia de Almeida

Tristania Andrés Acosta


Canción sobre un niño perdido EN la nieve se imprimió en el mes de diciembre de 2020, en los talleres de Editorial Impresora Apolo, S. A. de C. V., Centeno 150-6, Col. Granjas Esmeralda, C. P. 09810, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizaron las familias ITC Leawood y Bauer Bodoni Std. Se imprimieron 2 000 ejemplares en papel bond ahuesado de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.


colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Billy Cratchit tiene un lugar en la mesa aguardándolo para cenar con su familia en la víspera de Navidad, pero este año tampoco vendrá… a menos que una encomienda especial y una caja de recuerdos logren lo inesperado. Recorre las calles de Londres en el siglo xix y acompaña a los entrañables personajes de Canción de Navidad en un emotivo homenaje que Toño Malpica rinde a Charles Dickens con esta vibrante novela.

Toño Malpica nació en la Ciudad de México en 1967. Estudió la carrera de Ingeniería en Computación en la unam. Ha escrito y llevado a escena varias obras de teatro. Ha recibido diversos premios y reconocimientos, como el Premio Gran Angular 2002 y 2005, el Premio de Novela Breve Rosario Castellanos 2004, el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Castillo de la Lectura 2005, el Premio Nacional Una Vuelta de Tuerca 2007, el Premio El Barco de Vapor 2007 y el XI Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil 2015. En El Naranjo ha publicado La más densa tiniebla, La armónica y Los mil años de Pepe Corcueña. Sara Quijano nació en Medellín, Colombia en 1992. Hizo estudios de Diseño de Vestuario en la Universidad Pontificia Bolivariana en Medellín y una maestría en Dirección Artística y Comunicación Visual en École Professionnelle Supérieure d’Arts Graphiques de la Ville de Paris, en Francia. En 2015 fue la ganadora del Tercer Premio Internacional Tragaluz de Ilustración. Canción sobre un niño perdido en la nieve es el primer libro que ilustra para una editorial mexicana.

www.edicioneselnaranjo.com.mx


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