Ella trae la lluvia

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ella la lluvia trae

Martha Riva Palacio Obรณn โ ข Roger Ycaza ilustraciรณn



ella la lluvia trae


Dirección editorial y diseño: Ana Laura Delgado Cuidado de la edición: Sonia Zenteno Asistencia editorial: Rebeca Martínez Formación: Raquel Sánchez © 2016. Martha Riva Palacio Obón, por el texto © 2016. Roger Ycaza, por las ilustraciones Primera edición, febrero de 2016 D.R. © 2016. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. + 52 (55) 56 52 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx La presente obra se publica en colaboración con Fundación TV Azteca, A. C. Vereda núm. 80, Col. Jardines del Pedregal, C. P. 01900, México, D. F. www.fundacionazteca.org La autorización de incluir los logos en la obra no constituye una licencia de uso de las marcas registradas, otorgándose únicamente para lo dispuesto en este convenio, sin que signifique cesión, modificación o transferencia de la titularidad de las mismas. Las marcas registradas: Fundación TV Azteca, Proyecto 40 y Círculo Editorial Azteca se utilizan bajo licencia de: TV Azteca, S. A. de C. V., México, 2016. ISBN 978-607-8442-18-8 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico


ella

trae la lluvia

Martha Riva Palacio Obรณn Roger Ycaza โ ข ilustraciรณn





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Llegó durante las vacaciones de verano. Justo en medio de una de las peores sequías que ha habido en la isla. La imagino bajando del transbordador con su vestido blanco remendado. Las correas de sus sandalias están tan gastadas que en cualquier momento pueden romperse. Pero no lo hacen. Con cada paso que da, la arena se agita formando remolinos alrededor de sus tobillos. Me gusta pensar que así fue como pasó, pero en realidad nunca la vi llegar. Simplemente apareció una mañana en la playa, caminando entre los botes como si siempre hubiera vivido aquí. Venía de la mano de un hombre viejo y desgarbado. No me atreví a acercarme, no sabía cómo hacerlo. El gobierno había concedido asilo a los criollos, pero la gente de la isla estaba muy lejos de aceptarlos. Tácitamente se había enviado a los forasteros a la punta norte para que montaran ahí sus campamentos. Digo tácitamente porque no había ninguna ley que prohibiera a un criollo vivir donde quisiera. Pero si alguno de ellos intentaba alquilar un cuarto en el pueblo, siempre resultaba que algún isleño ya se lo había ganado y que el propietario había olvidado 9


quitar el letrero de “Se renta”. Vivir separados no era suficiente para aligerar la tensión, y cada vez era más común que estallaran peleas entre criollos e isleños cerca de los botes o en el bar. A mí me daba curiosidad esta gente que hablaba una lengua que parecía haber nacido mucho antes de que el océano se hubiera elevado creando nuestro archipiélago. Un idioma roto precisamente porque parecía venir de todos lados. El lenguaje de los criollos estaba formado con retazos deshilvanados de portugués, francés, español y papiamento. Parecía venir de un mundo con hielo y continentes el doble de grandes que los nuestros. Me gustaba escuchar a los recién llegados mientras platicaban en los embarcaderos. Me daba la impresión de que habían visto cosas que nosotros ni siquiera alcanzábamos a concebir. Aunque quizás era la misma isla la que provocaba que me resultaran extraños. Tal vez todos los que habíamos nacido en otro sitio teníamos que pagar algo a cambio de vivir aquí. Antes yo había tenido sueños tan alucinantes que, aún despierto, seguían aturdiéndome. En las mañanas, durante el desayuno, entretenía a mis papás contándoles mis aventuras nocturnas. Decían que era un lector de sueños. Pero no debí haber sido muy bueno porque cuando cumplí diez años ellos murieron en un choque sin que yo pudiera adivinar lo que se nos venía encima. Después del funeral, me mudé con el hermano mayor de mi papá. En cuanto llegué a la isla, dejé de soñar. Mi tío Alejandro contribuyó a que los sueños huyeran en estampida. Era buena gente, pero decía que la noche era para descansar y no para andar fantaseando. Lo único que le importaba era atender su cooperativa. Esta era el corazón de la isla. Un corazón viscoso y cubierto de escamas donde diariamente se 10


establecía el precio de venta general. No importaba que tuvieras pocas redes o que tu bote fuera chatarra. La tarifa era la misma para todos: trece monedas por el alma de cada pescado. Lo único que teníamos en común mi tío y yo era el mar. Las charlas que valían la pena se daban en esas horas de la madrugada en las que salíamos a pescar en su lancha. El resto del día solo decíamos lo indispensable, como si pronunciar cada palabra nos empobreciera. Un “pásame la sal” o “haz tu tarea” debía ser suficiente para comprender qué necesitaba el otro y si había que guardar distancia o no. Parecía que el hermano de mi papá me había recibido más por obligación que por cariño. A los doce años, me había acostumbrado a no soñar, pero seguía sin adaptarme a la isla. A mi llegada, Lorenzo y sus amigos —considerando su deber apalear a cualquier chico que viniera de tierra firme— me habían dado la bienvenida. La cuarta vez que regresé de la escuela con la cara amoratada, mi tío hizo una junta en la cooperativa con todos los pescadores. Entre ellos estaban los papás de mis compañeros de salón. Después de eso, Lorenzo y los otros dejaron de golpearme, pero no intentaron ser mis amigos. La influencia de mi tío no llegaba a tanto. Dos años de tregua y aislamiento. Solo la Torda —un año y medio menor que yo— insistía en buscarme. Con el cabello castaño en maraña y la piel tostada por el sol, parecía un perro callejero. Tal vez había decidido adoptarme porque se encontraba tan sola como yo. Su mamá había muerto poco después del parto y su papá pasaba todo el día en alta mar. Incluso cuando estaba tierra adentro. A mi tío le caía muy bien la Torda —que se llamaba María— y siempre que podía la invitaba a comer con nosotros. Entre 11


isleños te veas. A su sobrino lo trataba como a un extraño y a esta niña extraña la trataba como si fuera su sobrina. El único sitio en el que me sentía a gusto era en el agua. Poco después de mi llegada, había descubierto al sur de la isla una pequeña ensenada de piedra caliza y mar azul turquesa. Salvo por uno que otro pescador que venía a colocar sus trampas para pulpos, podía pasar toda una semana nadando en mi ensenada sin ver prácticamente a nadie. Tal vez no podía soñar, pero al menos tenía un refugio. Una mañana de marzo, tres días después de cumplir los doce, encontré una botella flotando cerca de uno de los muelles. Hay días en los que la basura es basura y hay días en los que la basura es algo más. Tal vez si no hubiera tomado la botella, Calipso hubiera desembarcado en otro archipiélago en vez de en el mío. Pero no. Esa mañana de primavera, fui yo el que rescató la botella de entre los desperdicios. Limpiando la arcilla que cubría la superficie, espié en su interior. A través del vidrio ahumado, alcancé a ver una concha atada a un cordón. —¡Teo! Desde el otro lado de la playa, la Torda me hacía señas para que fuera con ella. Tal vez había encontrado un cangrejo ermitaño y quería mostrármelo. Escondiendo el botín en mi morral, la saludé sonriendo y hui a mi refugio antes de que ella me alcanzara. No me daban ganas de compartir mi hallazgo con nadie. Ni siquiera con mi única amiga. Oculto entre las rocas de la ensenada, enjuagué la botella e intenté abrirla. Estaba trasroscada y solo después de varios forcejeos y uno que otro insulto, logré extraer el collar de su interior. El cordón era de cuero viejo y la concha tenía tallada 12



la imagen de una mujer con un pez. Se parecía a nuestra patrona del mar. Tal vez este collar era una plegaria. Tal vez no éramos los únicos que nos estábamos quedando sin peces. Últimamente habíamos comenzado a lanzar más ofrendas al océano implorándole a su guardiana que nos ayudara a encontrar suficiente comida. Pero a pesar de que los bancos de peces menguaban cada vez más, ella seguía guardando silencio. No parecía importarle que el atún se hubiera convertido en una criatura fantástica; un gigante marino que se iba diluyendo en los paladares de los pocos que aún recordaban su sabor. Dudé si debía devolver el collar al mar o no. Pero decidí que la botella me había elegido a mí, así que amarré el cordón y me colgué la caracola al cuello. Y en el momento en que lo hice, en el instante preciso en el que la imagen de la patrona del océano rozó mi pecho, no pasó nada. Seguí nadando sin poder soñar. Pero tres meses después, en uno de los días más calurosos de ese año, comenzó a sonar una canción nueva en la radio destartalada de la heladería y Calipso bajó del transbordador de la mano de Padú. No pudo hacerlo en peor momento. La canícula amenazaba con ser más feroz que otros años y los peces habían desaparecido casi por completo de nuestros litorales. Cada jornada, los pescadores debían recorrer varios kilómetros mar adentro en busca de los escasos cardúmenes de sardinas y galúas que aún restaban. Se iban en la madrugada y no volvían sino hasta pasada la medianoche con los botes casi vacíos. Tampoco ayudaba que las lluvias se habían atrasado y nuestros cultivos, agitando sus hojas en medio del remolino rojo del siroco, 14


apenas subsistían. Y como pasa siempre que hace mucho calor, los isleños buscaban ávidamente a quién culpar de su enojo. Esa mañana de verano, estaba en la playa limpiando el bote de mi tío cuando la vi pasar con su vestido remendado y sus sandalias viejas. Debía ser de mi edad. Su cabello negro y rizado a más no poder se movía con el viento. Era como si su pelo chino hubiera sido creado para soportar la peor de las tempestades sin inmutarse. El viejo a su lado parecía más un maestro que un pescador. Mientras caminaban, le explicaba algo a la chica en ese idioma que yo entendía a medias. Ella miraba concentrada hacia donde él señalaba sin decir nada. El viejo le indicó que esperara entre los botes y fue a hablar con un grupo de pescadores que estaban remendando sus redes cerca del muelle. Tal vez iba a pedir trabajo. La chica se sentó en la arena y comenzó a dibujar con el dedo. Me dieron ganas de acercarme para ver qué hacía, pero no me animé. Sintiendo mi mirada, ella volteó a verme. Sus ojos de gato eran casi miel. Ninguno sonrió. Nada más nos quedamos mirando hasta que la inmensa mole de Lorenzo se interpuso entre los dos. Pateando el suelo, el gigante le echó arena a la cara. Ella se puso de pie y lo encaró apretando los puños. —¿Qué me ves? —exclamó Lorenzo empujándola del hombro. Ella continuó mirándolo sin decir nada. Estuve a punto de vaciar mi cubeta en la cabeza de mi compañero y decirle que se metiera conmigo. Pero no pude, aún recordaba lo mucho que me habían dolido sus palizas. El viejo, dándose cuenta de lo que ocurría, se acercó y puso su mano sobre el hombro de la chica. Miró severo a Lorenzo. Había algo en ese hombre desgarbado que inspiraba más autoridad que el mismo gobernador. Lorenzo también debió 15



notarlo porque ya no se atrevió a decir nada y salió corriendo. El hombre sonrió a su nieta y, tomándola de la mano, se alejó con ella por la playa. La chica volteó a verme una última vez por encima del hombro y quise enterrarme en la arena de la vergüenza. Sabía que nunca me iba a perdonar que me hubiera quedado mirando cómo la molestaban, sin decir nada. Durante dos años, tuve la esperanza de que me sucediera algo lo suficientemente asombroso como para sacudir las telarañas en mi cabeza. Pero las cosas no funcionan así; al final resultó que fue uno de los momentos más humillantes de mi vida lo que provocó que volviera a soñar. Esa noche, mientras daba vueltas en mi cama sin poder dormir, no podía sacarme de la cabeza lo que había sucedido en la playa. Me avergonzaba pensar que esta chica criolla creyera que yo era igual que Lorenzo. Acaricié la concha en mi cuello pidiéndole a la patrona del océano que me permitiera conciliar el sueño. Seguí dando vueltas hasta que perdí la noción del tiempo. De pronto, el zumbido de las cigarras se fundió con el rumor del oleaje de una playa a miles de kilómetros de distancia. Parado en la arena con mi traje de baño, me topé con una chica de ojos dorados y cabello azul que me vigilaba desde la cima de una roca. —¡Esta es mi playa! ¡Vete! —gritó furiosa. —No puedo irme porque no sé dónde estoy —le respondí intentando sonar seguro. Ella dio un salto y aterrizó frente a mí. Frunciendo la boca, me inspeccionó de arriba abajo. No debía tener más de trece o catorce años, pero ya se creía la reina de todo. —¿Quién dijo que podías tomar mi collar? —preguntó disgustada. 17


Martha Riva Palacio Obon Escritora ¿Por dónde comenzaré? Tal vez por avisar que cada mañana, antes de otra cosa, tomo dos tazas de café. Si me dicen algo antes de mi café, es posible que no lo registre. También sería importante aclarar que, la mayor parte del tiempo, soy una maraña porque me gusta contar muchas cosas a la vez y no siempre consigo empalmar una historia con otra. Nací en la Ciudad de México y he vivido ahí casi toda mi vida. Pero crecer entre tantos ejes viales, cables y concreto no evita que traiga a cuestas un océano. Sueño con mar, archipiélagos y cardúmenes. Al igual que Teo y Calipso, tengo varios cuadernos que son como acuarios porque, cuando me aburro y no encuentro nada bueno que contar, dibujo peces. Y cuando ya no puedo seguir dibujando porque el papel está cubierto de tinta, me voy de pesca. Pero en vez de caña, uso una grabadora. Camino por la calle, subo al metro, me escondo entre los puestos del mercado e intento hacer pasar al mundo por un micrófono. Me vuelvo espía, buzo, exploradora en Neptuno. Escucho el vaivén y me olvido de que es un día seco de perros rojos en los que no tengo mucho que decir. Y ahí, justo cuando consigo dejar de tomarme tan en serio, salgo de nuevo a la superficie y me pongo a escribir.

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Roger Ycaza Ilustrador Nací en Ambato, una ciudad pequeña en pleno centro (o casi) de Ecuador. Allí pasé mis primeros años (la escuela); después viví en Pasto, ciudad al sur de Colombia (el colegio), luego regresé a Ambato (a terminar el colegio e iniciar la universidad) y así, entre viajes y mudanzas, traté de aprender y quedarme con lo mejor. Pero donde más aprendí fue encerrado en mi cuarto, (en Ambato, ¿todo un enredo no?) tocando la guitarra, dibujando y cantando todo el día. Y claro, de las largas conversaciones con mis amigos. Después me fui a Quito, donde vivo actualmente, junto a mi esposa, mi hija y mi perro. Me encanta contar historias, ya sea con imágenes, palabras o música, de eso me ocupo todo el día. Soy muy inquieto, así que no duermo mucho, me levanto temprano, voy a mi estudio (un pequeño cuarto al lado de mi habitación) con un café (y otro), a pensar qué más puedo contarles. Ahora mismo estoy aquí, pensando si esta es la manera adecuada de presentarme. Como ven también soy inseguro. En fin, soy muchas cosas, de todas aprendo, y trato de ser una mejor persona, día a día.

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Otros títulos de la colección

Para niños lectores

Para jóvenes lectores

El ajedrez de Natsuki Kyra Galván

Adiós a los cuentos de hadas Elizabeth Cruz Madrid

Las Cavernarias y el templo escondido Moisés Sheinberg

El anillo de César María García Esperón

La colina de los muertos Ricardo Chávez Castañeda Copo de Algodón María García Esperón Diario de un desenterrador de dinosaurios Juan Carlos Quezadas En el sur Christel Guczka Estrellas de vainilla Moisés Sheinberg Lotería de piratas Vivian Mansour El perfume de la faraona Kyra Galván La risa de los cocodrilos María Baranda Valeria en el espejo Antonio Granados

Dido para Eneas María García Esperón La guarida de las lechuzas Antonio Ramos Revillas Un hada en el umbral de la Tierra Daína Chaviano Hermano lobo Carla Maia de Almeida La locura de Macario Marisela Aguilar Los mil años de Pepe Corcueña Toño Malpica Nada detiene a las golondrinas Carlos Marianidis Para Nina Javier Malpica Tristania Andrés Acosta



ella la lluvia trae

se imprimió en el mes de febrero de 2016,

en los talleres de Litográfica Ingramex, S. A. de C. V., Centeno 162-1, Col. Granjas Esmeralda, C. P. 09810, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizó la familia ITC Leawood y Luna. Se imprimieron 2 500 ejemplares en papel bond de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ana Laura Delgado.


colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Calipso llegó a la isla en el peor momento. El calor avanzaba enloqueciendo a los pescadores y lo único que hacía falta era el pretexto para desatar un conflicto. Tras su primer encuentro con ella, en la playa, Teo se ve lanzado todas las noches a otro mundo. Ahí, el amor, la guerra, los sueños y la muerte cobran un matiz diferente. Conforme va descifrando cuál es la historia de su nueva amiga, el chico de doce años se da cuenta de que en la superficie hay monstruos más peligrosos que los que habitan en las profundidades del océano. Esta es una historia sobre una voz perdida, una bruja de cabello azul que cree saberlo todo y cómo seguir nadando en medio de la sequía. Martha Riva Palacio Obón, novelista, guionista y poeta mexicana. Estudió Psicología en la Universidad Iberoamericana y la maestría en Artes Visuales en la unam. Ha recibido varios reconocimientos, entre ellos el XVI Premio de Literatura Infantil Barco de Vapor, el XVIII Premio Gran Angular de Literatura Juvenil y el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2014. Algunas de sus obras han sido seleccionadas para formar parte del Catálogo The White Ravens, en 2013 y en el Banco del Libro de Venezuela, en 2015. En El Naranjo ha publicado Haikú. Todo cabe en un poema si lo sabes acomodar, Cosquillas, Beso y Pequeño elefante transneptuniano. Roger Ycaza, ilustrador y músico, nació en Ambato, Ecuador. Ha participado en más de setenta cuentos y novelas infantiles y juveniles; desde hace años también escribe e ilustra sus propias historias. Sus trabajos han sido publicados en nueve países. Ha recibido el Premio Nacional de Ilustración Darío Guevara Mayorga 2011 y 2014, la Mención de Honor en Iberoamérica Ilustra, el Premio A la Orilla del Viento del Fondo de Cultura Económica y el Premio de la Fundación Cuatrogatos, en 2014. Este es su primer libro ilustrado en El Naranjo.

ISBN 978-607-8442-18-8

www.edicioneselnaranjo.com.mx

9 786078 442188


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