Kitsu y el baku

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Silvana Ávila Guzmán estudió Diseño Gráfico y Comunicación Visual en la enap. Desde el año 2005 ha realizado ilustraciones para diferentes editoriales y agencias de publicidad. En 2008 y 2010 su obra fue seleccionada para el XVIII y XX Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y Juveniles de Conaculta, respectivamente. Para Ediciones El Naranjo ilustró la novela Valeria en el espejo. www.edicioneselnaranjo.com.mx

ISBN 978-607-7661-91-7

9 786077 661917

Elizabeth Cruz Madrid

Elizabeth Cruz Madrid nació en 1981. Es periodista de formación y comenzó a escribir para niños y jóvenes en 2008 a la fecha. En 2011 obtuvo el primer lugar por su cuento El fantasma japonÈs, en el concurso Cuenta Conmigo del Conafe; le otorgaron mención honorífica en el concurso Invenciones y ganó el segundo lugar por el cuento El secreto, en el concurso literario del Museo de Arte Popular. En 2013 recibió mención honorífica en el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, del Estado de México, por su cuento Entre monstruos.

Kitsu y el baku

La noche es para que los seres humanos duerman, pero los habitantes de la Ciudad del Este lo han olvidado porque el Gobernador ha mandado construir una enorme casa de muñecas para su hija y nadie descansará ni de día ni de noche hasta que esté terminada. Será Kitsu, un niño del monte, quien librará varias pruebas y enfrentará a los demonios del bosque para resolver los conflictos de su comunidad, con la ayuda de un baku, el comedor de pesadillas. En este viaje iniciático, Kitsu también comprenderá cómo enfrentar y resolver sus propios problemas.

Silvana ¡ vila

Para niños lectores





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La oración Papá se fue. Hace tiempo que desapareció. No sé si un demonio lo encerró en una caverna o si él decidió irse y olvidar todas sus promesas. Era bueno y responsable: todas las mañanas despertaba antes de que el sol saliera, se acercaba a mi cama y me sacudía hasta hacerme abrir los ojos. —Quiero dormir más —le reclamaba entre bostezos. Él me miraba en silencio y luego me decía como si rezara: ¿Me he sacudido la pereza? ¿He servido a los demás? ¿He tenido el vigor necesario? ¿Me he esforzado suficiente?

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Nunca le pregunté qué pasaría si respondiera “no” a todas esas preguntas. Imaginaba que terribles desgracias sucederían en el mundo si dejaba de cumplir con mis deberes. Aunque fue muy triste, el mundo siguió igual el día que papá no se preocupó más por mamá y por mí. No sé si a partir de ese día él pudo responder con un sí a sus propias preguntas. Tal vez papá había ido a un lugar donde servía a mucha gente y no solo a nosotros. Por eso la tierra no tembló el día que se fue, ni hubo una tormenta que lo arrasara todo después de su partida. Tal vez se convirtió en samurái. Mamá y yo vimos la luna transformarse cada noche a partir de entonces. Mirábamos a través de la ventana durante largo rato, esperando que alguna de las sombras que se movían en la oscuridad fuera él. Un día mamá dejó de esperarlo. Estuvo cocinando desde la tarde y no paró hasta el día siguiente. Mamá cocinaba todo el tiempo. Cuando había sol y cuando había luna. Si el sol se apagaba, ella encendía una lámpara de aceite para seguir cocinando. Yo no podía dormir. No sé si por la luz o por la esperanza de que un día papá volviera. Una noche yo también dejé de esperar a papá y me fui a dormir enojado. En ese tiempo las noches eran más largas que los días. Mi sueño se prolongaba porque ya nadie iba a despertarme por las mañanas; nadie repetía las preguntas que papá recitaba al amanecer. Durante un tiempo creí que esas preguntas no eran valiosas: estaba convencido de que papá era un mentiroso, aunque me esforzaba por pensar que estaba siendo un héroe en otro lugar.

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La persecución El demonio me miró burlón y cruel, como si supiera todo de mí. Sentí vergüenza. La risa en sus ojos me hizo temerle. Supuse que me lastimaría. Llegué a pensar que por su culpa papá se había ido de casa y mamá cocinaba todo el tiempo. El oni leía mis pensamientos, y yo los suyos porque lo escuché decir que no podría luchar contra él. Sin embargo, solo abrió la boca para sonreír y mostrar sus colmillos de tigre. Tenía la piel oscura y grasosa. Era tan alto como un árbol y ancho como una piedra, semejante a una montaña. Levantó su mazo y lo agitó con fuerza. Pensé que me lo estrellaría, así que corrí, corrí hasta que apareció de nuevo, riendo frente de mí. Por fin habló para decirme que yo era insignificante. Comencé a llorar. El oni acercó su cara a la mía y preguntó: —¿Qué te pasa, Kitsu? ¿Tienes miedo? La tierra tembló. Los techos de algunas casas se cayeron. Mi llanto era uno entre muchos. El oni volvió a hablar: —¿Cumpliste tu deber, Kitsu? Si lo hubieras cumplido el mundo no se estaría derrumbando. Desperté con lágrimas en los ojos. La luz del sol me hizo saber que ya no estaba el oni, que había sido un sueño. Me habría gustado que alguien estuviera a mi lado para no sentirme solo e indefenso. Extrañé a papá. Ojalá él hubiera estado junto a mi cama, aunque fuera para no dejarme dormir y repetir que era importante ser responsable y bueno. Escuché el borboteo de la manteca en la que mamá suele sumergir las bolas de arroz. Limpié mis lágrimas. Ella no debía ver-

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me así porque decía que los hombres no lloran, y yo era el hombre de la casa. Esa mañana repetí de nuevo las preguntas de papá y me sentí avergonzado al pensar en las respuestas. Recordé el temblor de tierra, la tormenta, las casas que soñé. “A lo mejor el mundo sí se acaba”, me dije y prometí portarme mejor. Había dejado de levantarme antes que el sol. Me despertaba cuando él ya estaba muy alto en el cielo. El remordimiento de no responder con un sí a las preguntas que me hacía papá y la destrucción del oni de mi sueño me hicieron decidir que debía cambiar y ser útil. A partir de ese día decidí dejar de perseguir libélulas y saltamontes, como hacía a diario hasta el anochecer. Después de levantarme fui con mamá. Al verme sirvió un plato de comida y me lo dio sin decir nada. Siguió friendo bolas de arroz. “Servir a los demás es importante”, decía papá. Quise preguntarle a mamá si podía ayudarla, pero no me atreví. A mamá no le gustaba que la distrajera de su rutina: tomar el arroz, amasarlo, freírlo en manteca rítmicamente, sin pausa y sin interrupciones. Un día le pregunté si sabía dónde estaba papá. Ella se sorprendió y, en un descuido, la manteca salpicó sobre su mano. Se enojó conmigo y solo me respondió que yo era el hombre de la casa. Le quedó una cicatriz. El monte donde vivimos está lleno de ancianos. Vi a la vieja Haru tomar agua del río y levantar los baldes con su pértiga. La observé y me dije que a ella podría ayudarla. —Kitsu, ¿estás persiguiendo libélulas? —preguntó al verme. —Ya no hago eso, anciana Haru. —¿Ya no?, ¿y eso por qué? —preguntó sin creerme. —Porque ahora quiero ayudar a la gente. ¿Me deja llevar un balde?

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La anciana dudó un poco, pero luego bajó la pértiga y me ofreció una de las cubetas. —Está bien, Kitsu. Ayúdame y a cambio te daré una bola de frijol dulce cuando lleguemos a casa. No lo hacía por la recompensa, pero era verdad que la anciana Haru siempre me daba postres y té verde. Tomé el balde, pero pesaba mucho. La anciana Haru iba adelante de mí. Yo apenas podía seguirle el paso. El agua se balanceaba de un lado a otro derramándose. Temí que la señora Haru me descubriera tirando el líquido en el camino. No tenía la fuerza suficiente. Intenté levantar la cubeta más alto, pero me temblaron los brazos y derramé toda el agua. La anciana Haru volteó y comenzó a lamentarse. Me sentí avergonzado e intenté pedir perdón. Ella dijo: —No te preocupes, Kitsu. No has sido tú, fueron los tengu. Esos duendes traviesos andan causando desgracias entre las personas. —Fui yo, anciana Haru —dije muy bajito, sin atreverme a explicar que el balde estaba muy pesado. —¡No, Kitsu!, desde ayer esos tengu han provocado desgracias —la anciana insistía convencida. Yo le di la razón para que siguiera queriéndome y no pensara mal de mí—. La lluvia de anoche derribó parte del techo de mi casa, pero fueron ellos los que aflojaron la madera —agregó. —¿Anoche llovió? —Sí, muy fuerte, toda la noche. ¿No te diste cuenta, Kitsu? —No —respondí mientras recordaba la tormenta de mi sueño. —Kitsu, no te preocupes por el agua. Por hoy con este balde es suficiente. ¿Por qué no vienes a la casa de todos modos? Al señor Kitaro le gustará mucho verte.

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El señor Kitaro era el esposo de la anciana Haru y me gustaba visitarlo porque sabía muchos juegos. Un día me preguntó si no preferiría vivir abajo, en la Ciudad del Este, donde hay otros niños para poder jugar con ellos. Yo le respondí que él era mi amigo y no necesitaba otro para divertirme. Le mentí al señor Kitaro. Algunas veces, cuando miraba por la ventana esperando a papá, veía las lucecitas de la Ciudad del Este y me preguntaba cómo serían los niños que vivían ahí. Decían que en esa ciudad siempre había luz, que ahí no existía la oscuridad. “Entonces la noche tampoco”, pensé. Imaginaba que si viviera ahí siempre sería de día y podría jugar con muchos niños. Mamá iba a la Ciudad del Este a comprar aceite y a vender su comida, pero nunca me llevaba. Decía que ella tenía prisa de volver a trabajar y que yo caminaba muy lento. En alguna ocasión, le pregunté cómo era la ciudad y me dijo que había un palacio enorme y alrededor de él muchas casas grandes y lujosas, cuyos propietarios eran los samuráis. Mencionó que había muchos artesanos que elaboraban objetos para decorar esas casas; por ejemplo, pinturas que capturaban fragmentos de la naturaleza, para recordarla cuando sentían nostalgia de ella; también tejían telas coloridas, brillantes, con texturas o lisas; cortinas para

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separar los espacios de los hogares, para que cada uno de sus habitantes conservara sus secretos. —En la ciudad hay muchas personas —aclaró—, y por eso son muchas mentes imaginando formas de beber y calentar el té, de jugar, de sentarse, de dormir. Mamá me contó que había juguetes y cómo eran: —Por ejemplo, una libélula de madera que no se mueve. Así ya no tendrías que correr para atraparla —dijo. Le pregunté por los niños. Me respondió que había muchos, de todos tamaños. —¿Y juegan juntos o cada uno juega con sus juguetes? —A veces juntos y a veces solo con sus juguetes —respondió mamá. Finalmente le pregunté si podíamos vivir en la Ciudad del Este. Me pareció una idea fantástica, porque así ella no tendría que bajar corriendo todos los días para llevar su comida y yo podría hacer amigos. Pero mamá contestó enojada: —Vivimos donde se puede. La mayoría de las veces no entendía sus enojos repentinos. En la cima de la montaña no había niños ni juguetes para jugar. El señor Kitaro, mi amigo, me enseñaba los juegos que aprendió cuando era joven y vivía en la ciudad. Me explicó cómo jugar el Uta-garuta, que consiste en decir un poema para que otros adivinen qué poeta lo escribió. Al principio yo no sabía ninguno, pero el señor Kitaro me los fue enseñando: cien poemas de cien poetas. Dijo que si aprendía uno cada día los sabría todos antes de que regresara la nieve. Luego recitó: Honda montaña, entre los arces rojos.

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Cuando se escucha a los ciervos que braman, qué triste es el otoño.* —Es de Sarumaru —le contesté con seguridad. El señor Kitaro me lo había enseñado una tarde roja, antes de que el sol cayera. Le recordé ese día, así como su explicación: “Los ancianos ven caer sus años como las hojas de los árboles en la montaña”. El viejo Kitaro rio y me dijo que tenía buena memoria. —Ojalá lo recuerdes cuando seas viejo. —Y hablando de tardes rojas, Kitsu, está anocheciendo. Tu mamá debe estar preocupada —intervino la vieja Haru. El sol se apagaba detrás de las montañas. Yo había comido con los ancianos y no me acordé de mamá. De seguro estaría preocupada. Me sentí nervioso y enojado conmigo mismo: había pasado todo el día jugando, otra vez, sin recordar la promesa de cumplir con mis deberes. ¿Qué me respondería cuando repitiera las preguntas que papá me había hecho memorizar? Me pregunté si el oni regresaría a mi sueño a culparme por la destrucción del mundo. —Apúrate, Kitsu, porque los tengu se vuelven más traviesos cuando cae la noche. Ni hablar de los espíritus del bosque —dijo la anciana Haru empujándome hasta la puerta—. No vayas a llegar tarde a tu casa. Mi corazón latía acelerado, temía que mamá me regañara por llegar tarde, y también encontrar espíritus y duendes en el camino, como suponía la anciana Haru. * Poema de Sarumaru Dayû incluido en la antología Hyakunin Isshu, que reúne a cien poetas japoneses de la época Heian (794-1185), representados cada uno con un poema. Traducción al español de Aurelio Asiain.

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Elizabeth Cruz Madrid Era el año de 1981 cuando la familia Cruz Madrid recibió a una nueva integrante. La cigüeña llegó sin que la esperaran y por eso a la niña le decían el Pilón, hasta que decidieron llamarla Elizabeth. Ya luego, entrados en confianza, le dijeron Liz. De sus cuatro hermanos mayores, Liz aprendió muchas cosas distintas. Como era la más pequeña, siempre tuvo ansias de crecer, pero ahora que ya está grande vuelve a ser niña a cada rato. Eso le pasa cuando escribe, porque desde 2008 hace literatura para niños. También ha creado libros de texto, con los que los niños estudian en la escuela, y ha hecho entrevistas para publicarlas en el periódico. Y la verdad es que hacer todo eso le gusta, pero lo que le encanta es el trabajo de inventar, el de hacer que un personaje exista y ponerlo a actuar, como hacía con sus muñecos cuando era niña. Tiene otros cuentos: El fantasma japonés, publicado por Conafe, El secreto, en la Antología de cuentos sobre Alebrijes del Museo de Arte Popular, y Entre monstruos, publicado por el Consejo Editorial del Estado de México.

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Silvana Ávila Miss Tutsi Pop, como también la llaman sus amigos, nació y vive en la Ciudad de México. Desde que estudió en la Escuela Nacional de Artes Plásticas ha hecho trabajos de diseño editorial y publicidad, pero como ilustradora comenzó tomando un taller del español Javier Sáenz. Allí descubrió todas las posibilidades de dar imagen a las palabras. Entonces decidió convertirse en ilustradora de tiempo completo y buscar su propia voz porque dice que es como meter la mano en una caja y sacar una sorpresa, transportarse a algún sitio y crear a partir de eso. Su obra se ha expuesto en México, Europa, Japón y Estados Unidos y ha sido seleccionada para el Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y Juveniles de Conaculta, el Catálogo Iberoamericano de Ilustración y el catálogo de la Bienal de Ilustración de Bratislava. Ha participado en la ilustración de diversos libros con editoriales mexicanas. Su trabajo ha llegado incluso a Corea. En Ediciones El Naranjo ilustró Valeria en el espejo.

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Silvana Ávila Guzmán estudió Diseño Gráfico y Comunicación Visual en la enap. Desde el año 2005 ha realizado ilustraciones para diferentes editoriales y agencias de publicidad. En 2008 y 2010 su obra fue seleccionada para el XVIII y XX Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y Juveniles de Conaculta, respectivamente. Para Ediciones El Naranjo ilustró la novela Valeria en el espejo. www.edicioneselnaranjo.com.mx

ISBN 978-607-7661-91-7

9 786077 661917

Elizabeth Cruz Madrid

Elizabeth Cruz Madrid nació en 1981. Es periodista de formación y comenzó a escribir para niños y jóvenes en 2008 a la fecha. En 2011 obtuvo el primer lugar por su cuento El fantasma japonÈs, en el concurso Cuenta Conmigo del Conafe; le otorgaron mención honorífica en el concurso Invenciones y ganó el segundo lugar por el cuento El secreto, en el concurso literario del Museo de Arte Popular. En 2013 recibió mención honorífica en el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, del Estado de México, por su cuento Entre monstruos.

Kitsu y el baku

La noche es para que los seres humanos duerman, pero los habitantes de la Ciudad del Este lo han olvidado porque el Gobernador ha mandado construir una enorme casa de muñecas para su hija y nadie descansará ni de día ni de noche hasta que esté terminada. Será Kitsu, un niño del monte, quien librará varias pruebas y enfrentará a los demonios del bosque para resolver los conflictos de su comunidad, con la ayuda de un baku, el comedor de pesadillas. En este viaje iniciático, Kitsu también comprenderá cómo enfrentar y resolver sus propios problemas.

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