Loter铆a de
piratas Vivian Mansour Ilustraci贸n
Sylvia Vivanco Extramiana
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Dirección editorial Ana Laura Delgado Cuidado de la edición Angélica Antonio Revisión del texto Ana María Carbonell Diseño Ana Laura Delgado Isa Yolanda Rodríguez © 2011. Vivian Mansour, por el texto © 2011. Sylvia Vivanco Extramiana, por las ilustraciones Primera edición, febrero 2011 D.R. © 2011. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cerrada Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice, 10200, México, D. F. Tel/fax: + 52 (55) 56 52 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN 978-607-7661-26-9 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos. Impreso en México • Printed in Mexico
Vivian Mansour Ilustraci贸n
Sylvia Vivanco Extramiana
E
s la última bolada de la tarde. Ya cerramos las puertas del
local y ya se siente en el aire esa especie de electricidad que rodea a la Diosa del Azar cuando hace su aparición. Porque seguramente el azar es mujer… o, más bien, es niña. Yo creo que el azar es como Gabriela, usa coletas y le cambia el humor cada día. No se sabe bien a bien a qué atenerse con ella. A veces me saluda con mucho entusiasmo y otras me ve y ni me pela. En otras ocasiones, cuando está platicando con otras personas, me trata incluso un poco mal. Así es el azar. Y así es Gabriela. Lo mejor es aceptarla como es: caprichosa, pero bonita. Ya están listas las mesas con su puñito de frijoles en el centro. Ya repartí en todas ellas diez cartones donde la suerte está aprisionada en cada una de las casillas. Ya están remojados los pollos en las grandes tinajas y hay canastillas con huevos, que son los premios de los afortunados. Los setenta convocados deben tener atenta la oreja, despierta la inteligencia y la mano muy a la mano, porque la primera ronda de la lotería ya va a empezar. Hoy, por primera vez, me va a tocar dar las cantadas. Me encanta la idea de que todos me escuchen con fervorosa 7
atención. Mi voz adquirirá una especie de cuerpo, una rara seguridad porque soy un enviado de la suerte. Yo doy suerte. Revuelvo las cartas y las canto una a una. Me sé de memoria las adivinanzas a fuerza de habérselas escuchado a mi mamá. Algunas se cantan tal cual, como cuando aparece en mi mano “La rosa” y hay otras que tienen una adivinanza en su interior, como “El que por la boca muere", que corresponde al pescado. Ya hay un ganador y recibe un paquete de huevos. La suerte se ha roto como un cascarón.
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l niño resopló al ver la cantidad de manchas en el piso
del barco. Mojó su trapeador en el balde y chorreando jabón frotó la superficie llena de estrelladas gotas de saliva. No le importaba ser el último grumete de la tripulación, pero odiaba tener que dominar su asco para tallar vómitos y escupitajos. Había otras labores que realizaba con menos desagrado: lavar trastes, por ejemplo. Sumergir los trastos en agua y enjuagarlos con la mezcla de sosa cáustica y aceite, permitía que sus pensamientos hicieran toninas como los delfines del Atlántico. Sin embargo, había que ser muy cuidadoso: en cierta ocasión, al verter la sosa en el recipiente metálico para poder combinarla con el aceite, un viraje del buque ocasionó que el líquido se le derramara en la mano provocándole una fea quemadura. Hoy había miles de salivazos, tantos como constelaciones en la bóveda celeste. Detuvo un momento su friega para observar el horizonte. Un rebaño de densos nubarrones se acercaba rumiando el azul cobalto del cielo. Se aproximaba tormenta. Entonces, ¿de qué servía dejar la cubierta resplandeciente? El agua de la lluvia fregaría mejor que él. Pero no podía contravenir las órdenes del capitán. Y el capitán había dicho: 9
—¡Eh! A dejar esa cubierta tan limpia como el vientre de una ballena… ¿Cómo se puede saber si la panza de una ballena es limpia? Lisa sí será, pero limpia… Cuando por fin terminó de enjuagar la asimétrica duela de madera que conformaba la proa, buscó refugio en la cocina, su lugar favorito. Ahí, un hombre gordo y calvo —como corresponde siempre a los que habitan las cocinas— se afanaba en introducir unos nabos en un frasco de boca estrecha que rebosaba un turbio vinagre a fuerza de ser usado una y otra vez. —¿Ya acabaste de lamer la proa, Pedrete? —preguntó, de buen humor. —Sí, Crock —contestó el niño, sentándose en un taburete tan inclinado como el propio barco. —A ver, enséñame la lengua —volvió a bromear el ventrudo. Pero era difícil arrancarle una sonrisa a Pedrete. Frente a él, una larga mesa de trabajo lucía increíblemente sucia. Restos de pellejos y cáscaras ennegrecían su superficie. La propia plancha parecía contener restos de miles de naufragios comestibles. No era complicado entender por qué había tantas enfermedades a bordo. —Ayúdame entonces a picar estos nabos. Van a pasar muchos días antes de que encallemos. Pedrete aceptó de buena gana. Prefería estar sentado un momento después de restregar con fuerza toda la proa. Además, así estaría un momento lejos de la vista de sus superiores. El barco se llamaba El Prodigioso. Y vaya que era un prodigio que siguiera navegando. Parchado a más no poder, 10
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con las velas remendadas una y otra vez y con algunas partes de la madera irremediablemente podridas. La proa cabeceaba peligrosamente aun cuando el mar estuviera en calma y, cuando había tormenta, toda la estructura chillaba como mil bebés. Vieja fragata que había combatido en lejanos mares, a veces victoriosa, a veces vencida, con las troneras hundidas, rotos los mástiles, surcada de fisuras y desgarrado el velamen. Pero los piratas estaban igual de reparados: un par de ellos no tenían brazo, había un puñado de tuertos y uno hasta carecía de la mitad del rostro. Por ello, había cierta conmiseración hacia la situación física del barco. Barco y tripulación sabían de cicatrices. Y la decrépita embarcación lo era todo para ellos: padre, madre, hijo, amor, casa y proveedor de fortunas. Pedrete tomó en sus manos los nabos y los cortó en pedazos irregulares. Aunque no contestaba las bromas del cocinero, le gustaba escucharlo, como dejándose mecer por el vaivén de su conversación. —Viene tormenta por el suroeste, muchacho. A ver si resiste este armatoste. El capitán piensa que será de las más fuertes que han padecido sus viejos huesos de madera. Así que habrá grandes vomitones, prepárate. —Rio. Crock era pésimo cocinero. Pero todos lo estimaban. Participaba en las batallas muy ocasionalmente, pero su sentido del humor era bastante apreciado, incluso por el temido capitán. El niño sonrió apenas. En el fondo, albergaba un terrible secreto: deseaba que el barco se hundiera, con él y con toda la tripulación incluida.
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egunda noche en la que estoy a cargo de la cantada. Co-
nozco a casi todos los que asisten a la fiesta de la suerte. Sus ojos me miran llenos de esperanza, tamborilean sus dedos sobre la mesa. Ahí se encuentra don Benito, quien no ha ganado nunca pero que no falla ni un solo día. Cada noche ha de pensar “ésta es mi noche de suerte”, pero al final de la cantada se retira con las manos vacías albergando la promesa de volver y darle una oportunidad más a los cartones, tan insensibles. ¿Qué no se dan cuenta de que está solo en el mundo, sin dinero, sin ninguna posesión, sin amor… y, para colmo, sin suerte? Y es que hay personas que por más que lo intentan, aunque madruguen y se esfuercen, el ganar la lotería les está negado. A don Benito siempre le faltan tres o cuatro frijolitos sobre sus cartones, pero ya se pasó la noche imaginando su sueño de pararse y gritar fuerte frente a todos: “Lotería”. Me concentro y aparece la carta del gallo. Grito: “El que le cantó a san Pedro”. Tengo que pensar rápido. La carta del perro ladra en mis dedos: “El amigo de los hombres”. 13
Para niños lectores
¿Sabías que en las mismísimas costas de Campeche tuvieron lugar feroces ataques de piratas como los que vemos en las películas? Aunque esto sucedió hace mucho tiempo, la muralla y los fuertes que aún quedan nos invitan a recrear las imágenes de los barcos piratas que atacaban por sorpresa la costa. Lotería de piratas da saltos en el tiempo a través de dos relatos. En el primero, un joven descubre que la misma electricidad que experimenta cada tarde al dar las cantadas en el juego de la lotería, la siente cuando ve a Gaby. En el segundo, Pedrete tiene que enfrentar batallas contra terribles tormentas, mortíferos cantos de sirenas, barcos enemigos y una lucha interior que le revela el valor de la amistad. Los protagonistas viven en épocas muy distantes, pero, a pesar de eso, la casualidad los unirá, como en un juego de azar.
ISBN 978-607-7661-26-9
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9 786077 661269