Sueño de una noche de verano

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William Shakespeare Adaptaci贸n de Barbara Kindermann Ilustraciones de Almud Kunert


Título original: Ein Sommernachtstraum. © Kindermann Verlag, Berlin, 2005 Todos los derechos reservados 2007. Primera edición en español 2008. Primera reimpresión 2012. Segunda reimpresión D. R. © 2007. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cerrada Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice, Delegación Magdalena Contreras, C. P. 10200, México, D. F. Tel/fax. +52 (55) 5652 1974

elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx Dirección editorial: Ana Laura Delgado Cuidado de la edición: Sonia Zenteno Traducción: Sergio Ugalde Quintana Revisión del texto: Ana María Carbonell Diagramación electrónica: Elba Yadira Loyola

ISBN 3-934029-14-0, Kindermann Verlag ISBN 978-968-5389-41-9, Ediciones El Naranjo Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos.

Impreso en China • Printed in China


Sue帽o de una noche de verano William Shakespeare Adaptaci贸n de Barbara Kindermann Ilustraciones de Almud Kunert Traducci贸n de Sergio Ugalde Quintana



En la lejana Grecia, hace mucho, mucho tiempo, aconteció una extraña historia. Hoy nadie sabe si fue cierta o sólo se trató de un sueño. Todo comenzó una noche de verano. La tenue luz de la luna iluminaba el blanco templo de Atenas. Las columnas del palacio del ducado sobresalían soberbias en la oscuridad nocturna del cielo; las banderas, con un dejo de nobleza, ondeaban al viento. Todo semejaba estar en paz y tranquilidad; sin embargo, las apariencias engañaban. En el palacio, ante el trono del duque de Atenas, a altas horas de la noche, se había dirimido una encarnizada disputa. Un ciudadano ateniense, profundamente enojado con su hija Hermia, y dos jóvenes, Demetrio y Lisandro, protagonizaban el incidente. Demetrio era un joven rico, apuesto y respetable. El padre de Hermia lo había escogido como marido de su hija. La joven, sin embargo, se negaba a desposarlo, pues en realidad amaba a Lisandro, un soñador poeta que le escribía versos románticos y le regalaba rosas, anillos y rizos. El padre de Hermia, con ayuda del duque, pretendía obligar a su desobediente y obstinada hija a abandonar a Lisandro y a casarse con Demetrio. Su exigencia se basaba en una ley existente en ese entonces en Atenas: aquella joven que contradijera la decisión de su padre, respecto a la elección del futuro marido, debía ser castigada con el convento o la muerte. Sentado en su trono, al lado de Hipólita, su prometida, el duque Teseo escuchó las quejas con suma atención. Después de unos momentos dijo: “Hermia, reflexiona sobre todo esto. Tienes hasta la próxima luna nueva para tomar una decisión. En esa fecha mi prometida y yo contraeremos matrimonio y ese mismo día tendrás que escoger entre cumplir con el deseo de tu padre, y casarte con Demetrio, o ser castigada según lo manda la ley”.



Temerosos, Lisandro y Hermia se abrazaron entre las altas columnas del palacio. Hermia lloraba. ¡Nunca se casaría con Demetrio! ¡Nadie podría obligarla a realizar ese matrimonio! Lisandro la tomó por el brazo y le dijo con delicada ternura: “No temas, mi querida Hermia, nunca podrán separarnos. Escucha lo que he planeado: huiremos de Atenas, lejos de los muros de la ciudad, y nos casaremos sin el consentimiento de tu padre o del duque. Sal a hurtadillas mañana en la noche; nos encontraremos en el claro del bosque, a una milla de la ciudad”. Hermia no vaciló ni un segundo y respondió: “Te juro por el más poderoso arco de Cupido, por su mejor flecha de dorada punta, que ahí estaré a medianoche”. En ese momento entró Elena, la mejor amiga de Hermia. Ambas mujeres eran sumamente hermosas; no obstante, su apariencia era completamente distinta. Elena era alta y rubia; Hermia, pequeña y de pelo castaño. Era evidente que una tristeza de amor embargaba a Elena. Demetrio, el joven que sólo había tenido ojos para ella, ahora, que había sido elegido para casarse con Hermia, ni siquiera volteaba a verla. La pobre Elena, cuanto más rogaba, más era rechazada. Hermia sabía de la pena de su joven amiga e intentó consolarla: “Créeme, no es culpa mía que Demetrio, loco de amor, me persiga. Yo lo he rechazado todo el tiempo. Levanta el rostro, querida amiga; él ya no me verá más por aquí”. Susurrando, confesó a Elena su secreto: “Mañana en la noche me fugaré con Lisandro. Reza por nosotros y sé feliz con Demetrio…”. Elena permaneció pensativa. Si Demetrio se enterara de los planes de huida de Lisandro y Hermia, seguramente los seguiría. Pero en vista del gran amor que ambos se tenían, terminaría por reconocer que su intento por ganarse el favor de Hermia nunca tendría éxito. Fue entonces que Elena decidió contarle el secreto de su amiga. Tal vez podría por ese camino reconquistar su amor.


Esa noche, fuera del palacio, también reinaba un gran alboroto. Frente al imponente escenario ateniense, se habían reunido seis artesanos que, para celebrar la boda del duque Teseo con Hipólita, planeaban representar la pieza de teatro: La muy dolorosa comedia y crudelísima muerte de Píramo y Tisbe. Pedro Cartabón, el carpintero, hizo las veces de director de escena y repartió los papeles entre sus compañeros: “Lanzadera, tú serás Píramo”, dijo solemnemente a un vulgar tejedor. “Y tú, Flauto, representarás a Tisbe.” “¿Qué es Tisbe?”, preguntó ingenuamente Flauto, “¿un caballero andante?”. “No digas tonterías”, respondió Cartabón, “es la mujer que Píramo ama”. “¡Oh, no!”, respondió Flauto, “¡no me des un papel femenino! ¿No ves la barba que tengo?”. “No importa”, dijo Cartabón, “actuarás con máscara. Pero debes hacer una voz fina, como si se tratara de una señorita”. “Por favor”, tomó excitado la palabra Lanzadera, “si me dejan tapar la cara con una máscara, pido que se me permita hacer también el papel de Tisbe. Ya verán cómo sé hacer la vocecita de dama. ¡Tisbe! ¡Tisbe! ¡Ah! Píramo, mi amor! ¡Soy yo, tu querida Tisbe! ¡Tu muy amada!”. Cartabón lo interrumpió enérgicamente: “No, Lanzadera. ¡Tú harás el papel de Píramo!”. Imperturbable, el carpintero continuó repartiendo los papeles hasta que tocó el turno a Berbiquí, quien debía representar a un león. Berbiquí preguntó temeroso: “¿El león también tiene texto? Si está escrito, te ruego me lo des porque soy muy malo para aprender de memoria...”. “No te preocupes”, lo tranquilizó Cartabón con paciencia, “podrás improvisar; a final de cuentas, él sólo ruge”. “¡Ah!”, gritó nuevamente Lanzadera, “entonces déjame hacer el papel del león. Rugiré tan fuerte que el duque pedirá emocionado: ¡Que el león vuelva a rugir!, ¡que el león vuelva a rugir!”. “Eso sólo causaría miedo a la duquesa y a las damas”, objetó Cartabón. “Es cierto”, acordó Lanzadera, “entonces ahuecaré mi voz y rugiré tan tenuemente como los arrullos de una palomita. Rugiré como el canto del ruiseñor”. “¡No, Lanzadera!, tú representarás a Píramo”, atajó de forma definitiva Cartabón. Luego pidió a todos que regresaran a sus casas y que se aprendieran de memoria sus papeles. La noche siguiente, a la luz de la luna, tendría lugar el primer ensayo. Deberían encontrarse en el mismo bosque, junto a la encina del duque, donde Lisandro y Hermia habían prometido reunirse para escapar.




Ese bosque no era un lugar ordinario. Entre sus senderos y árboles reinaba la magia. Ahí se asentaba el secreto reino de Oberón, el poderoso rey de los silfos, y de Titania, su bella y luminosa reina. En el sitio pululaban los pequeños e invisibles espíritus de la naturaleza, las hadas y los silfos. Todos ellos retozaban entre los árboles y los arbustos, se balanceaban en el cáliz de las flores o bailaban, traviesos, bajo la luz de la luna. Desde hacía algún tiempo, una absurda disputa entre la pareja real creaba alboroto en el reino y sacaba de quicio la actividad alegre y despreocupada de las hadas. Se trataba de una ridícula riña entre Oberón y Titania por un hermoso niño proveniente de la India que hacía poco se había integrado al séquito de la reina. El jovencito era tan bello que Oberón, muerto de envidia, quería que fuera suyo. En vano había pedido a Titania que le entregara al hermoso paje. La reina nunca pensó dárselo. Desde entonces, cada vez que la pareja real se encontraba, sólo había controversias y peleas. Eran tales las disputas que los silfos tenían que buscar rápidamente un orificio donde esconder la cabeza para no escuchar los reclamos. Esa noche de verano, al encontrarse nuevamente, Oberón gritó enojado: “¿Otra vez te encuentro aquí, obstinada Titania, bajo la luz de la luna?”. A su espalda, los silfos, temerosos, intentaron esconder su cabeza entre los hombros. Titania replicó sarcástica: “¡Ah, eres tú, envidioso Oberón! Vengan queridos silfos, nos vamos de aquí. Por el momento no me siento con el ánimo para hablar con este señor”. Los silfos de Titania alargaron la cabeza lentamente sobre el verde y reluciente velo de luz que rodeaba a la reina. Oberón estalló en cólera y dijo tan fuerte que el mismísimo roble se cimbró ante sus palabras: “¡Quédate aquí obstinada Titania! ¡Y entrégame por fin al niño hindú! Sólo entonces volveré a ser, como siempre lo fui, tu devoto servidor”. “¡Nunca! ¡Ni por todo el reino de las hadas!”, contestó Titania con la cabeza en alto. “Nos vamos. Nunca acabaré de reñir si me quedo”, y pronta montó, junto con sus silfos, sobre un rayo de luz y ascendió atravesando la oscuridad del bosque. Oberón enrojeció de coraje. “Vete, orgullosa Titania, pero pagarás cara tu obstinación.” Al instante llamó a su duende preferido, Puck, quien en un cerrar de ojos llegó volando.


Para niños lectores

Un extraño sueño… En una noche de verano, cuatro desdichados enamorados vagan por un bosque en las cercanías de la ciudad de Atenas. Ninguno de ellos se imagina que se encuentran en las tierras mágicas de Oberón, rey de los silfos, y de su orgullosa reina Titania. En el sitio pululan las hadas y los duendes. Uno de ellos, el desfachatado Puck, encanta a los personajes con una mágica flor roja. Así comienza un turbulento embrollo pleno de bromas y hechicería… La popular comedia de William Shakespeare, Sueño de una noche de verano, ha sido adaptada aquí por Barbara Kindermann, quien nos entrega una atractiva fábula que conduce a los lectores, pequeños o grandes, al mágico mundo de las hadas, silfos y duendes. Almud Kunert ilustró el relato con luminosas imágenes de una belleza de ensueño. Una fantástica lectura, plena de mágicos detalles, que asombrará al lector.

ISBN 978-968-5389-41-9

9 789685 389419

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