Tristania

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El Morby y el Sick son dos hermanos, fanáticos del cine de terror, que suelen pasar sus días embebidos por la música de Rob Zombie y los juegos de rol. Su vida transcurre entre eruditas discusiones sobre marcas de cereal y las marchas zombis hasta que, en un viejo cine, conocen a una extraña chica llamada Tristania. A partir de esa noche el destino les hará una mala, ¡pésima!, jugada. A veces lo peor que te puede suceder es que tus más fervientes deseos se hagan realidad. Andrés Acosta, Chilpancingo, Guerrero, 1964. Ha publicado varias obras de narrativa y de teatro para público infantil, juvenil y adulto. Con algunas de ellas ha obtenido importantes premios y reconocimientos literarios. Ha sido artista residente en Colombia, Canadá y Austria. Marco Chamorro, Quito, Pichincha, Ecuador, 1975. En sus primeros años universitarios estudió Agronomía, para luego dejar la carrera y estudiar Actuación, Pintura e Ilustración. Es autor del texto y las imágenes de dos libros: Segundo acto y Felini, y ha ilustrado muchos más. Por su trabajo ha obtenido numerosos reconocimientos en su país y en el ámbito internacional.

ISBN 978-607-7661-85-6

9 786077 661856

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ANDRÉS ACOSTA MARCO CHAMORRO • ILUSTRACIÓN

Para jóvenes lectores

ANDRÉS ACOSTA

MARCO CHAMORRO • ILUSTRACIÓN





Parte de este libro se escribió con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Dirección editorial Ana Laura Delgado Cuidado de la edición Sonia Zenteno Diseño Mariana Castro © 2014. Andrés Acosta, por el texto © 2014. Marco Chamorro, por las ilustraciones Primera edición, mayo de 2014 D.R. © 2014. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, 10400, México, D. F. Tel/fax: + 52 (55) 56 52 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx La presente obra se publica con la colaboración de Fundación TV Azteca A. C. Vereda núm. 80, Col. Jardínes del Pedregal, C. P. 01900, México, D. F. www.fundacionazteca.org Las marcas registradas: Fundación TV Azteca, Proyecto 40 y Círculo Editorial Azteca se utilizan bajo licencia de: TV Azteca S. A. de C. V., México, 2014

ISBN: 978-607-7661-85-6 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido y los diseños de la presente obra, por cualquier medio, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores,en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México • Printed in Mexico


ANDRÉS ACOSTA

MARCO CHAMORRO • ILUSTRACIÓN


Esperamos alertas con las hachas: ¡por fin la noche de los muertos vivientes! Ellos han comenzado a estremecer el suelo sacudiéndose la tierra de los hombros. Surfjan Stevens

No temerás los terrores de la noche ni la flecha que vuele de día, la peste que aceche en las tinieblas, la plaga que devaste a pleno sol. Podrán caer mil hombres a tu izquierda y diez mil a tu diestra. Salmo 91


PRIMERA TIRADA



I Las puertas automáticas se abrieron. El Morby y el Sick, uno gordo y el otro flaco flaco, en los puros huesos, entraron al supermercado. Por un instante quedaron boquiabiertos ante aquellos anaqueles abarrotados de mercancía multicolor. Desde su baja estatura, los observaron: eran enormes edificios a punto de alcanzar el cielo. Al menos al cielo de aquel centro comercial, que estaba cerca de su casa y al que acudían cada semana a comprar cereal y luego a perder el tiempo por ahí. Comprar cereal para ellos significaba enfrascarse en eruditas e interminables discusiones acerca de cuál era el mejor. Comparaban el diseño y los colores de la caja, la textura, el precio, el perfecto sellado del empaque interior; cualquier falla en su esterilización podía cobrar alcances catastróficos entre la población, esparciendo enfermedades como la fiebre violeta, que ocasiona estallamiento de vísceras y de ojos. Comparaban las tablas de información nutricional, con sus cifras, sus porcentajes, su contenido de enigmáticas sustancias, capaces de lograr, a la larga, quién sabe qué tipo de retorcidas mutaciones en el organismo humano. Porque en el país se gestaba una lenta conquista, le gustaba pensar al Sick, una lenta dominación alimentaria: transgénicos que convertirán a la gente en criaturas mutantes; y drogas 9


vírgenes y otros compuestos y descompuestos químicos con los que laboratorios extranjeros experimentaban para observar sus consecuencias. Por otro lado, perder el tiempo por ahí, para ellos significaba sentarse en una banca metálica junto a la tienda de discos y videos (siempre la misma banca, de ninguna manera podía ser otra), a discutir tácticas, salidas de emergencia y planes de ataque. Esa era su ocupación favorita. Habían hecho esto tantas y tantas veces, que perdieron la cuenta. Pero esa tarde las cosas no resultarían tan fáciles, porque justo la banca estaba ocupada por una mujer mofletuda con una pañoleta en la cabeza y que sudaba a chorros. El Morby y el Sick se quedaron horrorizados ante semejante visión. Además, la mujer venía complicada con dos bolsas retacadas de mercancía nada saludable para su constitución: demasiados lácteos, aceites hidrogenados y demás grasas de origen animal, aparte de otras de origen francamente desconocido. —¡Ay, mis rodillas, mis rodillas me están matando! El Morby y el Sick se apostaron junto a la banca, uno a cada lado, firmes como soldados de la guardia inglesa. La mujer miró a uno y a otro, se acomodó la pañoleta, se restregó las rodillas y repitió su cantinela: —¡Ay, mis rodillas, mis rodillas me están matando! —¿Ya oíste, Morby? Estamos ante un evidente caso de rodillas asesinas. —Por supuesto, Sick. No es el primero que veo por aquí. La señora dejó de sobarse las piernas e increpó al Sick con las cejas levantadas. 10


—¿Qué demonios farfullas, muchachito? —Sí, Morby, creo que las boludas rodillas se están apoderado de la voluntad de esta dama. —Bueno, ¿tú estás loco o qué? —continuó ella, señalándolo con su dedo de uña mordisqueada—. ¿Pues qué te pasa? —No la escuches. Lo que sale por su boca es lo que estas rodillas le hacen decir. —¿Tú crees que haya que amputar, Sick? —preguntó con gran sonrisa el Morby. —Será mejor que vayas por la motosierra, ¡pero ya! —¡Mira, muchachito, no te pases de la raya! —¿¡No me digas que me vas a dejar usarla!? —Oigan, ¿pues qué se traen ustedes? No me parece chistoso su juego. Acábenlo ya —a pesar de conservar cierto control, la voz le tembló a la mujer. —La vez pasada te engolosinaste, nomás dejaste el puro tronquito. Pero no hay tiempo para egoísmos ni debilidades personales, Morby, esto es una emergencia: ¡córrele por la motosierra! La señora mofletuda no lo pensó más, cogió el par de bolsas y se alejó a tropezones, dejando tras ella, cual personaje de cuento de hadas, una pista de su identidad: la sudada pañoleta que, con las prisas, se le cayó al agacharse por las bolsas. Despejada ya el área, el Morby y el Sick tomaron posesión de su panóptico, su estratégico puesto de observación en el tercer piso, que les permitía dominar la totalidad del interior del centro comercial. El Morby, rompiendo la costumbre de mantener intacta la caja de cereal, la abrió desgarrándola con sus gordos dedos y empezó a tragar a puñados unas esferas esponjosas de color verde fosforescente. Al 11


mismo tiempo se las arregló para sacar del bolsillo de su chaleco unos binoculares ridículamente pequeños y se los pegó a los ojos, pasando revista a la concurrencia que los rodeaba. Se detuvo en una postura harto rebuscada, con el cuello torcido hacia atrás. —¿Qué ves? —preguntó el Sick. —Veo… veo… —contestó el Morby sin dejar de atiborrarse de bolas verdes. —¿¡Que qué ves!? —Veo… —¡Te estoy preguntando, pinche Morby, no te hagas! —¡Es que no lo puedo creer! —¿¡Ya llegaron, ya están aquí y son horribles!? —el Sick no pudo evitar una gran sonrisa—. ¿Nos invaden? ¿Dónde, dónde? —Ya llegaron, pero no son ellos. Son… Mejor vámonos. El Sick le arrebató los binoculares al Morby para buscar lo que había que ver. Aumentada de tamaño, la cabeza mofletuda de la señora de las rodillas asesinas se elevó ante sus ojos conforme las escaleras eléctricas la acercaban al piso donde ellos estaban. Al lado de la señora iba un hombre alto, de traje negro, con gesto agrio y un lustroso pin con la insignia de un ojo vigilante en la solapa. Los susodichos aparecieron segundos después ya al nivel del piso y se encaminaron hacia la banca. Formaban una bonita pareja a los ojos del Sick. —¿Quiénes fueron? ¿Dónde están? —preguntó el hombre de negro mirando a izquierda y derecha con actitud de prepararse para enfrentar a un par de gorilas asesinos. —¡Ellos son, oficial! —gimió la mujer señalando al gordito y al flacucho—. Además, están pisando mi pañoleta —dijo mientras se 12


agachaba a recogerla, pero la bota del Morby se lo impidió y la señora mofletuda casi se va de bruces en su esfuerzo por recuperarla. El Morby todavía tardó unos segundos en darse cuenta de que ese mugroso trapo bajo su bota era una pañoleta, pero no dejó de pisarla. Claro que aquella prenda era una promesa, meditó el Sick, una promesa de regresar. Esa mujer y sus retorcidas rodillas constituían una verdadera amenaza en este despiadado mundo. —¿Estos? —el hombre de negro rio abiertamente—. ¡Pero si son solo unos jovenzuelos, señora! ¡Por Dios! —¡Sí, ellos! ¡Son unos criminales! El hombre de negro se rascó la calva cabeza, de apariencia rocosa, y resopló condescendiente unas palabras. —A ver, ustedes, ¿por qué molestan a esta señora? Podría tratarse de su propia madre. ¿No les da vergüenza? Muestren un poco de respeto, por favor. —No tenemos madre alguna —rumió el Morby—. La perdimos hace mucho. —Oiga, ¿y usted quién es? —inquirió el Sick irguiéndose cuan corto era frente al hombre de negro, a quien apenas le alcanzaba a ver de frente la corbata a rayas, ancha como mantel. —Sí, ¿usted qué? —secundó el Morby, sin moverse de su lugar en el extremo de la banca, ocupado como estaba, engullendo esas bolas verde fosforescente y aplastando la pañoleta. —Para su información, soy el jefe de seguridad de este importante centro comercial. Por cierto, sus caras se me hacen conocidas —dijo sobándose la barbilla—. ¿Los he visto en alguna parte? —¡Ajá, eh!, muéstreme su identificación —soltó el Sick. 13


El hombre de negro comenzó a palparse los bolsillos y un instante después se detuvo en seco torciendo los labios y señalando su pin con el ojo vigilante. —¡No tengo por qué enseñarte nada, maldito gnomo! Pero ustedes sí: identifíquense de inmediato. —¡Usted no es policía! —los ojos del Sick se encendieron—. A ver, diga: ¡Alto ahí! No, mejor: ¡Congélese ahí! —Claro que no soy policía, pequeño zopenco, soy el responsable de la seguridad de este centro comercial y tú y este otro facineroso están perturbando el orden. ¿Me oíste? ¿Me oyeron? —Arréstelos ya, ¿qué espera? ¡Amenazaron con mutilarme! —¡Cómo! —¡Me querían cortar las piernas! —la señora mofletuda hacía gala de su histrionismo de telenovela. Manoteó como artrítica, boqueando por la excitación. Los que andaban de compras por ahí se detuvieron a presenciar el espectáculo que ofrecía el cuarteto de personajes atípicos. Alguno hasta pensó que se trataba de un programa de bromas de televisión y sonreía estúpidamente buscando una cámara entre las macetas. A juzgar por la cara que ponía el Morby, no se sentía muy bien. Se apretaba la panza con ambas manos y se le veía un poco verde, casi del mismo tono de la caja de cartón vacía junto a él. Abría y cerraba los ojos como muñeco de cuerda, pero uno diabólico. El patético cuadro que conformaban el Morby y el Sick, la señora y el jefe de seguridad, daba para reír o para salir corriendo. Ya se había juntado una buena cantidad de gente. Los de atrás ni siquiera alcanzaban a distinguir qué sucedía. Los curiosos seguían acumulándose por el mero hecho de que hubiera una muchedumbre. 14


—¡Usted —dijo el Sick jalándole la corbata al hombre de negro— no tiene ninguna autoridad para arrestarnos! El inesperado tirón fue tan fuerte que el hombre de negro tuvo dificultades para respirar por unos segundos. Los ojos se le saltaron. Al fin reaccionó y se aflojó el nudo de la corbata nerviosa­ mente. Acto seguido, le puso las manos encima al Sick, quien se sacudió tratando de zafarse. —¡Suélteme, grandísimo idiota! ¡Suélteme! —el Sick parecía un esmirriado perro rabioso. A uno de los curiosos le pareció que el hombre de negro era quien zarandeaba violentamente al pobre adolescente desnutrido y que en cualquier momento lo iba a descoyuntar. Volteó a ver a los que le rodeaban, con gesto de indignación, y luego hizo una bocina con sus manos para que su grito retumbara en todo el piso. —¡Suelta al muchachito, lo vas a desgraciar! La solidaridad antipolicial, característica de las aglomeraciones urbanas, salió a relucir a través de distintas voces. —¡Déjalo ir, poli culero! —¡Es inocente! —¡Que le prueben lo que se robó! Con una mano, el hombre de negro seguía agarrando al Sick mientras que con la otra trataba de hablar por la destartalada radio que extrajo del bolsillo trasero de su pantalón. Se escuchaba el ruido blanco a todo volumen a través del vejestorio negro. —Erre efe, erre efe, tercer piso. ¡Cambio! —¡Métete con uno de tu tamaño! ¡No seas cobarde, grandulón! —gritó una voz chillona y de inmediato se escuchó un coro de risas como de programa de televisión. 15


De entre la multitud, una joven de largas pestañas rizadas se acercó al Morby, que cada vez se veía peor, le tomó el pulso y luego examinó sus pupilas con la destreza de una enfermera. El gordo ese estaba a punto de desmayarse o de salir corriendo, supuso ella. Él se apretó el estómago con los antebrazos y empezó a sufrir arcadas. —¿Qué le pasa a este muchacho? Parece que… —y la enfermera improvisada no pudo terminar la frase. De pronto el Morby se apretó aún más el estómago y adelantó la cabeza al tiempo que de su boca salió un rugido acompañado de un líquido verdoso. Cual aspersor, bañó a la joven y a todo aquel que tuvo la desgracia de estar a su alcance. Se escucharon todo tipo de exclamaciones de asco. A continuación se produjo un zafarrancho. Parecía que hubiera empezado el slam en pleno concierto punk. La señora mofletuda quedó atrapada en medio de un tumulto que repartía empujones y codazos a diestra y siniestra. Una batalla campal se había desatado bajo el domo del centro comercial. Era de admirar que, en medio del caos, el hombre de negro no soltara a su presa por na­ da del mundo; ya se podía derrumbar el edificio entero, pero él no dejaría ir al facineroso. Al poco rato llegaron los refuerzos: cuatro o cinco hombrecitos y mujeres de negro que fueron separando a la gente, tan trabada entre sí como si se tratase de un muégano gigante. Hubo niños perdidos que lloraban a grito pelado, carteras robadas, resbalones, desgreñados, bolsas aplastadas, gente con la ropa apestosa por el vómito del Morby, tobillos torcidos, lentes rotos y gemidos lastimeros. La histeria fue amainando hasta convertirse en una resignada paz, vergonzante paz de pendencieros sin causa. ¿Por qué había empezado el jaleo? Difícil mirar directo a 16


los ojos del otro sin ayudarlo a ponerse en pie y sacudirle el polvo. En el recuento de daños, el que menos se llevó algo salió con un buen piquete de ojos. Las personas se dispersaron lentamente, bajaban por las escaleras eléctricas arreglándose el cabello, la manga del suéter o sobándose el brazo, aunque en el fondo no dejaban de sentir cierta satisfacción por el evento que había hecho de su día algo interesante, algo que contar en sus casas. Como si hubieran asistido a una peli de balaceras y persecuciones en coches. Después de despachar a los rijosos, los refuerzos interrogaron al hombre de negro. Él continuaba sujetando la camiseta del Sick con su puño engarrotado. Pero dentro de la mugrosa camiseta no había ser vivo que la llenase: nada. Y junto a la banca, solo quedaban un asqueroso charco verde fosforescente, una pañoleta y una caja de cereal vacía. Los únicos rastros del desastre, ante los ojos incrédulos del hombre de negro. Con un rictus que petrificaba sus facciones, se acercó a recoger la caja. Los refuerzos lo rodearon, cual pequeños faunos inquietos, e hicieron mofa de él: ¡cómo era posible que un par de chavitos hubiera provocado semejante borlote! La vista se le nubló y en sus oídos apareció un zumbido insoportable. Se irguió con la cabeza mirando a lo alto y los brazos abiertos como un moderno redentor crucificado en el piso superior de un centro comercial. En cada mano sostenía las pruebas de la ignominia: una camiseta tachonada de letras sangrantes, con la leyenda: “¿Estás preparado para una invasión zombi?”, y una caja de cereal llamado Soylent Green. —¡Juro que los encontraré! —la voz retumbó hasta el último rincón del centro comercial, al tiempo que un agudo dolor invadía el pecho de aquel hombre de negro. 17


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El Morby y el Sick son dos hermanos, fanáticos del cine de terror, que suelen pasar sus días embebidos por la música de Rob Zombie y los juegos de rol. Su vida transcurre entre eruditas discusiones sobre marcas de cereal y las marchas zombis hasta que, en un viejo cine, conocen a una extraña chica llamada Tristania. A partir de esa noche el destino les hará una mala, ¡pésima!, jugada. A veces lo peor que te puede suceder es que tus más fervientes deseos se hagan realidad. Andrés Acosta, Chilpancingo, Guerrero, 1964. Ha publicado varias obras de narrativa y de teatro para público infantil, juvenil y adulto. Con algunas de ellas ha obtenido importantes premios y reconocimientos literarios. Ha sido artista residente en Colombia, Canadá y Austria. Marco Chamorro, Quito, Pichincha, Ecuador, 1975. En sus primeros años universitarios estudió Agronomía, para luego dejar la carrera y estudiar Actuación, Pintura e Ilustración. Es autor del texto y las imágenes de dos libros: Segundo acto y Felini, y ha ilustrado muchos más. Por su trabajo ha obtenido numerosos reconocimientos en su país y en el ámbito internacional.

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9 786077 661856

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