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los centros ceremoniales mesoamericanos en los pueblos de indios novohispanos
y el en el occidente novohispano –o neogallego– desde 1530.
El centro ceremonial, “[e]spacio con escasa densidad demográfica permanente, pero con numerosa población flotante” nunca se apartará totalmente del que fue la cúspide de ellos por acá, el de Tenochtitlan, que concentra en la zona sacra lo mejor de sus monumentos y en la profana espacios donde la gente pueda pasar la vida con relativa calidad pero sin mayores pretensiones.
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arquitectura monumental” que incluye “las residencias de la elite, las estructuras religiosas, lúdico religiosas y civiles, de utilidad pública”.
En otras palabras, si para los expedicionarios la Plaza Mayor era el espacio público por excelencia de la casa común –la ciudad–, para los pueblos amerindios el atrio cementerio, como espacio sagrado y lugar de enterramiento de los difuntos, fue el hábitat de convergencia entre el inframundo sobre el cual no se impuso la ‘plaza’ (o lo profano) respec- to a lo ‘sagrado’. Según las cuentas de Gussinyer, será a partir del Posclásico cuando por acá se separan “los dos destinos. Incluso el área sagrada reafirma su función e independencia, separándolo con un muro del mundo profano exterior”, dato que si lo tomamos en serio será básico para erigir de forma natural a las nuevas urbanizaciones, especialmente las que se abran y consoliden con los indios conquistadores, que en número copiosísimo irán echando sus reales
Ateniéndonos a estos datos, ha de quedarnos claro que la concurrencia a los lugares de culto público en Mesoamérica compartían motivaciones muy parecidas a las que el domingo empujaban a los cristianos a saturar con mercaderías sus plazas, pero que a diferencia de ellas lo que prevalecía entre los amerindios era menos la ganancia que la necesidad de coincidir con los demás como parte de un todo, cualidad que adquiría sus rasgos y connotaciones propias justamente en la monumentalidad del centro ceremonial, en el adorno de los templos, en la parafernalia de los ritos en el reconocimiento de los ciclos, en el restañamiento de las heridas colectivas, y todo ello gracias al favor divino y al amparo de los dioses tutelares de la comunidad.