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La vida del buscón

Méndez Vides

Un sabio consejo recibido tardíamente sobre el oficio de escribir, casi como un regaño, sobre la importancia del cuidado al redactar en materia de ficción, aunque mi desorden y descuido permanecieron como fieras salvajes, era leer los grandes libros menos atento al interés absorbente de la historia, fijándome en el detalle de la palabra, en el manejo de la coma, del cómo y el qué. La recomendación del maestro especificaba iniciar el ejercicio con obras fundamentales, y para principiar me sugirió a don Francisco de Quevedo, y específicamente La vida del Buscón.

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Sin parpadear fui de inmediato a una librería de esquina en La Antigua, enfrente del parque central, que no era exactamente librería sino papelería donde vendían algunos libros. Adquirí una copa de una lectura escolar, de esas ediciones accesibles que se utilizaban antes de la opción virtual en la secundaria para el curso de idioma castellano.

Ya antes había recorrido tales páginas, en los tiempos que leí el Lazarillo del Arcipreste, cuando aprendí a recitar romances y ríos que van a dar a la mar, pero ya no me acordaba mucho. Y pensé sacar provecho buscando paralelismos entre los autores españoles contemporáneos y la obra de la picaresca clásica. Bastó leer las primeras dos páginas para olvida la consigna y caer rendido nuevamente en la belleza de la obra, su personalidad y fuerza. La lectura es tan grata que ya no es posible fijarse en cómo fue escrita. Me dediqué a gozar libremente el texto vivo.

El Siglo de Oro español fue un período extraordinario para la literatura universal. Hace más de cuatrocientos años se encontraba Quevedo escribiendo su obra con una plumilla que remojaba en el tintero, y sigue tan fresca, tan vigente, tan difícil de superar. El autor escribía seguramente tal y como respiraba, manejaba con genio la técnica, desenvainando su agudeza e ingenio con gran tino. Eso no se aprende. Lo tiene un autor o no lo tiene. Los escritores españoles de las generaciones light contemporáneos, tan políticamente correctos, que rechazan a Gonzalo Torrente Ballester porque se marchó a los Estados Unidos y sobrevivió como maestro, a Camilo José Cela por sus creencias o manera de vivir su circunstancia, y que apenas respetan a Unamuno o Antonio Machado porque sería pecado no hacerlo. Ahora son políticamente correctos, y no pueden dejar que la mente vuele lejos de lo que son las obligaciones de época, ceñidos al domino de las minorías. ¿En dónde está la magia castellana que les hacía reír en medio de la tragedia, del dolor, de la crueldad y de la pobreza?

Por las venas de los más grandes autores españoles fluye el ingenio cervantino y quevediano, pero tienen que pasar siglos para que surjan uno que dos de tal talento.

La vida del Buscón es una historia narrada deliciosamente, que divierte. Una obra maestra que explora los vericuetos de la condición humana, la facilidad de adaptación a las circunstancias, la perversión para aprender a sobrevivir. Y por supuesto, está bellamente escrita, porque no sobra ni hace falta nada. Me parece un error que se la clasifique como lectura a para colegiales, porque para quizá resulte difícil enfrentar tanto arcaísmo, y porque se lee por obligación. El Buscón es una pieza picaresca para quienes gozan la experiencia del asombro, por el ingenio del hombre, de sus taras y complejos, marcados por las diferencias sociales, que trajeron consigo los conquistadores. A mi me lo recomendaron para aprender los secretos del oficio, y lo que descubrí fue el placer de los clásicos.

LITERATURA

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