Cuentos de verano

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Cuentos de verano

editorLuis Aceituno | dise帽oEstuardo de Paz | IlustracionesAugust Macke

domingo 29 marzo 2015


De amores y ceremonias

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DOMINGO 29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

POR SILVIA TEJEDA

A

hora se llama Elizabeth Tang y es la esposa de un embajador asignando a una república del Tercer Mundo. Antes, se llamaba Wie wu, identidad que cambió cuando salió de Shangai decidida a olvidarse de lo que fue y de lo que quiso ser. Después de prodigarse como sexo servidora de lujo, en Hong Kong buscó en el oleaje nuevas ventiscas, una cresta de esperanzas para viajar y refrescarse entera. Cruzó el océano dejando atrás su juventud rodeada de lujos y experiencias sin vestigios de amor ni permanentes. Continuar trabajando como edecán para funcionarios extranjeros ya no era su prospecto. Estaba harta de ellos. Les fascinaba el exotismo y llegaban ansiosos de acariciar mujeres orientales para ufanarse después, confesando que las chinas tenían la piel más suave y lo hacían en silencio y diferente. Generalmente, ministros que trabajaban buscando distracción para sentirse recompensados al viajar para descubrir lo que descubrieron en las viejas novelas, durante su adolescencia. Les gustaba perderse en la quimera del lujo hotelero, y experimentar sexo anónimo para descargar el tedio de sus sombrías existencias. Para ella, servirlos era una inclinación, casi un hábito, practicado sin mayores esfuerzos ni sentimentalismos. Solamente, a veces, se le abría la herida del desprecio por sí misma y sacaba los recuerdos de su ingenua juventud, cuando besaba a su novio, su primer amor, sentados a la orilla del malecón contemplando el reflejo del plenilunio. Pasó de adolescente a mujer cuando se conectó a la feria del sexo elegante y discreto, practicado en los medios políticos de alta influencia. Se desempeñaba bien, pero nunca tomó en serio ese trabajo. Lo miraba como un entretenimiento corporal que la divertía cuando contemplaba a sus asignados, asustados, desnudos, como los viejos hijos de Adán, blancuzcos y friolentos, desprotegidos de cualquier gracia corporal. Nunca jóvenes apuestos, siempre hombres maduros y lentos. Un oficial de la Cancillería la contrataba para obsequiarla a sus visitantes especiales, premiados antes de firmar

Acuerdos que merecía gratificaciones supremas. Después de una cena de once platos, ella era el postre gourmett para humedecerla con champán en la gratificante sobremesa. Apareció en América, cuando se hastió de lo que hacía. Decidió reinventarse. Se dio cuenta que estaba desintegrada, y poco tiempo le quedaba para no compensar sus fallidas emociones con cualquier droga, especialmente, en las horas del ritual de acicalarse para un nuevo servicio. Necesitaba ánimo, sonrisas, más allá de cambiarse el bikini y rociarse con perfume de última generación. No cedió ante el impulso de aspirar su primera línea. En el borde de esa duda, caviló y se ubicó para dirigir su vida hacia un nuevo rumbo. Completó sus estudios graduándose

como intérprete de idiomas occidentales, prueba que no se le dificultó. Al principio, la incertidumbre fue por un tiempo, su única certeza. Pero como cualquier emigrante que imagina su aventura con anticipación, desesperada y solitaria, se lanzó. Saltó del mar para caminar por esa nueva tierra y buscar su oportunidad. La gente como ella lo entendía hasta que llegaba: El pasaje a lo soñado, se paga caro y por largo tiempo. Llegó a Nueva York envuelta en ilusiones que se desvanecían como la lluvia en los vahos callejeros. No encontraba el trabajo apropiado para no caer en las redes del pasado y de su desentrañada sombra. De repente, descubrió más soledad que, ni ella misma, podía aceptarla y se queda-


ba quieta, sin imaginarse por donde comenzaría esa nueva vida. La distancia, el cambio y la ilusión de ganar dinero eran ideas que batían su cabeza esas noches de mujer en la sequía. De día, después de buscar lo que no existía, se consolaba sabiendo que el infortunio cambia, si se aguantan el tiempo, el sufrimiento y se persiste en el sueño recurrente. Después de dos años de treparse y resbalar por la vida, encontró un trabajo estable. Se colocó en una oficina de Relaciones Públicas donde le asignaban personas orientales y funcionarios de América Central para asistirlos en trabajos de secretariado y traducción. Fue el primer peldaño donde se relacionó con los que trabajan alcanzando metas, los que no duermen contando escalones. Quienes no colocan puntuación en lo que sufren, sino en el sitial a donde quieren llegar. Se forjan a sí mismos como “la gente diferente”, que cuando está enojada, sonríe y, cuando goza, lo enmascara, para no desentonar con su enigmática y controlada pose. Poco a poco, se incorporó entre los que van imitando a las serpientes que, cuando cambian de tamaño, cambian también de piel para crecer, y nunca vuelven atrás desenterrando escombros negados por su memoria. Ese cambio, significaba también la nueva búsqueda del amor, aquel que se había esparcido en el reflejo del lago y se había dormido sin despertar. Nunca renunciaría a la quimera de enamorarse, de encontrar al otro con quien compartiría bagajes de la vida y abrazos redentores. El hombre que supiera vaciarse de ternura, las noches que el destino los juntara. No quería volver a sentirse utilizada, ni como un objeto de placer común. Comenzó a trabajar para Marck, un diplomático de segunda precedencia que se preparaba para ascender a embajador, en un país centroamericano. Era joven, atractivo y ambicioso. Tenía clase y vestía bien. ¿Qué otro mérito sería necesario para iniciar su diferente conquista? Comenzaría la etapa actuando como discreta acompañante, y estaría a su lado ayudándolo para consolidar ese ascenso significativo. La nueva relación la entusiasmó. En pocos meses se fueron a la cama y se sintieron la pareja perfecta. Para ella, Mark sería el canal apropiado para escalar cualquier cima y para él, ella sería su alero, su otro yo, que le adivinaría el pensamiento en el trabajo y en la intimidad. Ninguno de los dos se equivocó: La ambición engarzaba con el ambicioso. Al lado de Mark, sus ajustes económicos se transformaron en holgura. Pronto cambió de barrio y de estilo de vestir. Encontró por fin su casillero. Ocuparía todo su ingenio para mantenerse al lado de ese hombre prometedor, con quien formaba ya una pareja unida por el afán de consolidarse social y económicamente. Antes de tomar el cargo de embajador, se sintieron felices la tarde que se casaron. La boda fue en pacto de amor y mutuas aspiraciones que a los dos tanto incitaban de solteros, y que al unirse oficialmente le dieron

mutua solidez. En el nuevo cargo, después de la presentación de cartas credenciales, se instalaron en una mansión victoriana, asentada en las colinas que circundan la ciudad. Impresionante. En menos de un año, se aclimataron a ese ámbito donde los seres y las cosas poseen la ambivalencia, de ser verdad o ser mentira. Un país de cielo azul, donde las pesadillas son cotidianas y los sueños, lejanas quimeras. Todo depende de quién cuente las historias y quienes las hayan vivido. Un territorio verde, mágico y generoso. El extraño lugar, donde los presos matan sin salir de las cárceles; los jóvenes sueñan con ser delincuentes y los viejos dejan de comer para volverse fantasmas. Pero Mark y Elizabeth, diplomáticos, solamente podían actuar como lo indica el ceremonial. Criticar, no estaba en sus instrucciones ni en las normas de etiqueta. El exceso de ceremonias era impresionante y los festejos oficiales los entretenían, cada día. Significaban la mayor monotonía de su vida privada. Pero para su vida en público, la pareja lo consideraban un inesperado beneficio, canalizado en su perpetuo entretenimiento. Era el trabajo de su representación que les daba acceso a las élites poderosas. En cualquier acto oficial ocupaban las primeras filas y, en las distintas reuniones, les tomaban las primeras fotos. Estaban ahí, para protagonizar como extranjeros civilizados, que servían de marco a políticos honestos o corruptos que los utilizaban apoyados en normas, tan obsoletas, como sus costumbres protocolares. Nunca Elizabeth se preguntó ni se quejó de su benéfico cambio de clase social y de sus nuevos aprendizajes de modales y diálogos acostumbrados. Al contrario, vivía encantada desde que descubrió que, en ese país tan pobre, los diplomáticos podían vivir como magnates. La comida era barata y el acceso a la servidumbre, un privilegio. Podían gastar mucho comprando finos licores y los necesarios tratamientos para embellecerse y no engordar. Solo cuando los vinos destapaban la cripta de sus recuerdos, y el pasado le caía a cataratas, cualquier gesto, cualquier frase de admiración masculina, la incitaba. En sus trasnochadas mañanas, el elíxir para sus ensueños, era escuchar a sus criadas indígenas, que la embajada vestía de mucamas francesas, decirle, con su inocente voz: “¿Puedo pasar, señora embajadora?” Calificativo que le regalaba un placer inexplicable. Muy pocos, en ese país, sabían que la esposa de un embajador no debe ser calificada como embajadora. Elizabeth también lo ignoraba. Y el calificativo la alimentaba de altura y poder. Le acariciaba su improvisado y crecido ego. El general Juárez Miranda llegó a su vida justo cuando la monotonía y las sonrisas fingidas comenzaban a cansarla. Algo sucedió cuando lo vio llegar al salón de los biombos. Esa mirada directa y tan inquisidora le

provocó una pulsión diferente. Su complexión no era gordeta y ventruda como la de otros generales que le habían presentado anteriormente. Sus rasgos indígenas, tensaban su rostro, y tenía la complexión de un hombre fornido, cultivado, que se sabía atractivo y capaz. El grado de sargento mayor no se lo habían dado por complacencia. La mujer, sin miramientos, adiestrada para agradar emergió sin miramientos, y Elizabeth nada hizo por contenerse y fingir. Las miradas y los gestos de los dos se entendieron, mientras el embajador proponía el brindis de la festiva sobremesa. Para iniciar el devaneo no hubo preámbulos. Eran seres que coincidían, por la soledad y el tedio que resonaba en sus vidas. Se miraban en cocteles y ceremonias sin que no pasara una semana. Conversaban con más confianza orientando sus diálogos a temas personales, con más frecuencia. Respirando profundo, llegó el momento cuando el general decidió entregarle la tarjeta con la fecha, hora y dirección del edificio donde tenía el apartamento. Se corrió el riesgo, pero valía la pena. Ella, desde entonces, se desvelaba imaginando su primer abrazo y dormía, al final, viendo la sonrisa afable del embajador. Sin miedos ni reticencias, Elizabeth llegó al encuentro y, desde esa tarde, protagonizó su propia película, sin pensar ni detenerse. Los abrazos del general así como la estrujaban la desintegraban, dejándole la sensación de que la experiencia de vivir también se afirmaba en un abrazo. Para ella, justificar sus ausencias, no fue difícil: Los cursos de idioma, las sesiones de beneficencia y hasta las clases de tenis eran sus excusas. Ambos sabían que construían una relación peligrosa, sin embargo, no renunciaron, por el embeleso que les producía, tan solo, imaginarla. En la residencia ya no se hacían confidencias de mutuos sentimentalismos. Por fin, se reconocían como una pareja estable. Cada uno encontró la manera de llenar el vacío que comenzaba a perturbarlos. Especialmente, al embajador que, para llenarlo, era el asesor más visitado por el candidato oficial, el amigo más cercano del general. Un millón de quetzales para la campaña, no estaban lejos. Como en cualquier drama humano el telón cayó cuando sucedió la tragedia. No fue romántico ni empalagoso. Sucedió de repente. Sin espacio para despedidas ni promesas forzadas. Sin tiempo para entrelazar las manos pronunciando un “hasta que te vuelva a ver”. Horas antes, él sintió un malestar inquietante, indescriptible. La idea de obligarse a renunciar al encuentro, más lo apresuró. Cuando Elizabeth cerró la puerta, se le abalanzó buscando algo más que un abrazo liberador. Hicieron el amor, con cierta prisa, sin el cortejo de puntos y señales que conducían el final. En el momento de más locura, ronroneó como gato entretenido y, de repente, su cabeza se dobló. El jadeo se detuvo. Sus corazones cambiaron de ritmo. La habitación quedó en un

silencio escalofriante, que a ella también le detuvo la respiración. El peso la aplastaba cada minuto más. Después de esperar una palabra, un movimiento, o escuchar un, te quiero, nada escuchó. La sacudió el vómito que comenzó a estilar sobre su rostro. Quiso gritar y se contuvo cuando se dio cuenta que no podía abrir la boca. Lo empujó con fuerza y se zafó. Se paró y comenzó a dar vueltas levantando los brazos, como una desequilibrada que perdió el control sin limitaciones. Fue al baño y se duchó. El agua, como calmante, la limpió de todos los vestigios. Regresó a la habitación. La expresión en el rostro de su amante, la horrorizo: El general de sus sueños y sus ensueños estaba tibio, pero muerto, con la expresión de haber sufrido un inmenso dolor. Lo lloró, mientras lo besaba. Lo removía con insistencia. La rigidez la espantó. Después de experimentar los peores minutos de su vida, se vistió, secó sus lágrimas, respiró profundo, cerró el apartamento y bajó. Su piloto y los guaraespaldas, ajenos al suceso, reían estrepitosamente. Los muchachos se asustaron cuando la vieron bajar antes de la hora acostumbrada. Preguntó: ¿Quién es el G-2? y le explicó: El general Juárez Miranda está muerto. –¿Muerto de qué señora?– –No sé. Por favor, le suplico, hágase cargo–. El oficial palideció y corrió al elevador. Ella, mientras temblaba incontroladamente, le dijo a su piloto: –Dese prisa. Llegaremos tarde al bingo del Club de Oficiales–. Y ahí se quedó hasta terminar la actividad. Cuando regresó a la mansión, aunque ya no temblaba, se precipitó al bar, se empinó una botella de tequila y, tambaleándose, llegó al dormitorio. Al día siguiente, cuando se pudo levantar, como de costumbre, Mark la esperaba en el desayunador leyendo los periódicos. Tengo que contarte algo muy triste, my dear, r –dijo–. Nuestro gran amigo, el general Juárez Miranda, ha muerto, –¿Cómo?– –Sí. Está muerto, aunque no lo creas–. Le dio un infarto masivo, mientras subía las gradas, cuando iba a visitar a su hermano… Así dan la noticia los periódicos de hoy. El ministro lo lamentó anoche, con mucha tristeza, en la conferencia de prensa. Las exequias serán mañana. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, pero cuando recapacitó, fingió sorpresa. ¡No puede ser! ¡No puede ser! Si la última vez que cenó con nosotros estaba lleno de vida–. Y volvió a irrumpir en llanto. Mark, le ofreció su pañuelo y le apretó la mano, sin comprender por qué estaba su esposa tan conmocionada. Continuó: Era un hombre leal a sus principios y a su país. Fue mi buen amigo. Pobre el general. Todavía estaba joven… Después de los responsos oficiales, cuanto el corneta tocó a silencio, la esposa y los hijos del general lloraron inconsolablemente. El embajador y su esposa los abrazaban fraternos y compungidos, como lo hacen los verdaderos amigos, en esos momentos tan difíciles.

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El telépata

DOMINGO 29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

POR ANA FORTUNY

A

l principio odiaba al telépata. Ahora lo amo. Antes de conocerlo, valoraba la privacidad como algo sagrado. Una fortaleza que prefería inexpugnable. Yo era un “animal solitario”. Iba sola a las salas de cine, al teatro y a los museos. Cuando, por razones de trabajo, debía asistir a alguna reunión, me hundía en un sofá, con una copa en la mano, y observaba la conducta de los otros durante toda la noche. Si alguien iniciaba una conversación, le contestaba con mono, o si acaso, disílabos: ya…, sí…, no…, mkmm…, ajá. A los dos minutos, mi interlocutor tiraba la toalla, daba la vuelta y se marchaba en busca de alguien más. Mi estrategia era infalible, pero falló el día en que conocí a Jesús; así se llama el telépata. No me interesaba que nadie conociera mi vida. ¿A qué te dedicas?, me preguntaban. ¿Estás contenta con tu trabajo? ¿Dónde vives? ¿Estás casada? ¿Tienes hijos? ¿Cuál es tu música favorita? Esas eran algunas de las preguntas que se repetían en las veladas. ¿Qué sentido tenía que yo revelara esos datos a un desconocido, o a un medio conocido? Era muy desconfiada, y pensaba que podrían usar esa información para tomar ventaja. En esporádicas ocasiones en las que, por causas de fuerza mayor, no podía evitar las respuestas a esas interrogantes, inventaba ficciones o decía la verdad a medias. Claro que eso no funcionaba con mis compañeros de trabajo; ellos sabían cuál era mi oficio, pero con ellos interactuaba muy poco. Vendo perfumes, contestaba. Sí, estoy muy contenta con mi trabajo, no lo dejaría por nada. Vivo en un apartamento cerca de la catedral. Aún no me he casado, pero mi novio ya me hizo la propuesta y acepté. Nos vamos a ir de luna de miel a la Dominicana. Queremos tener al menos tres hijos. Mi cantante favorito es Miguel Bosé. Sentía un poco de náusea al contestar esas cosas, pero ellos caían como peces ante un vistoso anzuelo, y eso me divertía. A Jesús lo conocí en la estación, al salir de mi turno del sábado. Esperaba el Transmetro que me llevaría al final de la calzada Aguilar Batres, al sur, donde en realidad vivía. La lluvia empezaba a mojar la calle. El sol estaba a punto de ocultarse. Los últimos pájaros regresaban a las copas de los árboles y se oían sus cantos fuertes. No sé si lo hacían para demostrar alegría o para competir por las pocas ramas que aún quedaban en los arriates del camellón. Había empezado el turno a las seis de la mañana, y luego de doce horas, regresaba a casa. Miraba al suelo, a la corriente de agua lodosa que pasaba al lado de la banqueta.

—¿Estás cansada? —me preguntó. No iba a dejar salir ni siquiera un agresivo “no”. Lo fulminé con la mirada, al menos eso intenté. —No tienes por qué insultarme, solo trato de conversar un minuto. Cuando suba al Transmetro, te dejaré en paz… No, no soy un estúpido, solo tengo acceso a tus pensamientos. “Es un idiota si cree que me va a babosear”, pensé. —No intento babosearte. “¡Imbécil!” —Tampoco soy imbécil. “¿Cómo hago para que me deje en paz?” —Te dejaré en paz, si eso es lo que quieres. “A ver, ¿qué estoy pensando? Qué mala suerte encontrarme con este tipo, ¡cuando no quiero hablar con ningún cerote!” —No voy a repetir vulgaridades, y dudo que tu suerte sea mala. Pero ya viene el bus, así que te dejo. —Espera. ¿De verdad sabes lo que pienso? —le pregunté. Subimos. No había lugar para sentarnos, así que continuamos la conversación de pie, muy cerca el uno del otro. —Sé lo que piensas, lo que piensa el vendedor de shucos, el conductor de la camioneta, la mujer con tacones altos

y falda rosada. Si me concentro, puedo conocer los pensamientos de cada uno. Sé que vives lejos de aquí, cerca de la Central de Mayoreo. —Entonces, ¿no me creerías si te dijera que vivo en un lindo apartamento cerca de la catedral? —No. Y tienes prohibido decirme que estás comprometida. El último novio lo tuviste a los diecinueve. Ya es tiempo de que lo superes, ¿no crees? En ese momento él empujó la primera barrera en mi mente; otras cayeron como las pequeñas fichas de dominó con las que jugaba cuando era niña. —Lo de tu trabajo puede arreglarse. Llevas cinco años ahí, pero puedes encontrar algo que te guste. No quería hablar con Jesús sobre eso. Suspiré y no contesté nada en las diez cuadras siguientes. Veía hacia la ventana. Los postes grises pasaban, los colores chocantes de las casas se notaban cada vez menos en la penumbra. No quería pensar. Jesús conocería cada una de las líneas que esa voz dentro de mí pronunciaba. —No has preguntado mi nombre. —Ester, me da gusto conocerte, me llamo Jesús, pero puedes decirme Yisus. —¿Hablas así con todas las mujeres que encuentras en la calle?

—No, ¿cómo crees? Hace un par de años que no lo practicaba. “Ya vas…este cree que soy mula… Híjuela, perdón, no quise…” —No te preocupes, ya me acostumbré. Si supieras todo lo que dicen las personas sobre los otros. El tipo de atrás cree que tus nalgas son espectaculares y le gustaría que te acercaras un poco más a él. Me volteé indignada y lo sorprendí viendo mi trasero. Iba a insultarlo, pero Yisus me interrumpió. —Tranquila, no lo hace por maldad. Solo le atraen tus formas. —Pero es que… —Ya déjalo, no te está haciendo daño. Mejor no te hubiera dicho nada. —Yisus, ¿cómo lo haces? ¿Alguien te enseñó? ¿Naciste con esa habilidad? ¿Desde cuándo puedes…? —Hey, tantas preguntas. ¿Cuándo cambiaste de parecer con respecto a la privacidad? —Lo siento. —Todos podríamos ser telépatas. Bueno, casi todos, siempre hay casos perdidos, personas que de plano no le atinan. Pero por lo general, solo se necesita silencio interior. Debes bajar el volumen en la profundidad de tu mente para dejar entrar los pensamientos de los demás. Tenía quince años cuando leí el libro de Reklaw Nosnikta, Transferencia del pensamiento y corrientes mentales. En él empecé mi autoaprendizaje. Luego conocí a otros telépatas. Hay muchos. —¿Crees que yo? —Mmm…te tomaría un par de años, pero sé que puedes. —¿De veras, Yisus? —Sí, confía en mí, puedo ser tu guía. Mientras tanto, puedes imaginar que eres telépata. ¿Quieres intentarlo? —Ajá. —A ver, ¿qué ideas rondan en mi cabeza, Ester? —Ehh…Quieres acompañarme a casa para asegurarte de que llegue bien. —Correcto. —Te gustaría que te invitara a pasar adelante. —Muy bien… ¿y? —Tienes hambre y quieres que te prepare algo liviano. —Magistral. —Luego te gustaría abrir una botella de vino. —¿Ves? Eso es precisamente lo que estoy pensando. —Pero eso no va a pasar hoy, Yisus —le aseguré. Le di un beso en la mejilla y bajé en la parada cercana a mi casa. Al día siguiente Yisus me esperaba de nuevo en la estación.


La edad de la inocencia

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POR GLORIA HERNÁNDEZ

V

oy a contarle algo, Papa. Algo que usted ni siquiera imagina. Sé que me escucha porque sus ojos brillan distinto cuando me ve. Ahora, aunque no pueda moverse, míreme, escúcheme bien. La Niña, mi mamá, me enseñó a ver sin ver. A oler sin oler. A oír sin oír. A tocar sin sentir. Tengo la memoria intacta de los viajes que hicimos con ella unas doscientas veces cada año, durante toda mi escuela primaria. Hacemos el recorrido de la zona cinco donde queda el colegio a la casa, en unos viejos buses de la ruta número trece. Me concentro con todas mis fuerzas en no recordar mi mal sueño de la noche anterior para no molestarla. Ella siempre se sienta junto a la ventana para que no me dé el sol ni la lluvia. Su silueta se recorta contra el vidrio. La luz del sol se queda prendida en los diminutos vellos en el contorno de su cara. Me gusta olerle el pelo. Besarle las orejas. Huele a su perfume de botellita verde. Un poco amargo, un poco fresco. Cuando yo crezca voy a oler delicioso. No como ahora que tengo ese feo humor de niña sudada que a ella tanto le molesta. A la salida del colegio, si está de buen ánimo, Papa, ella me compra unas botellitas de azúcar que vienen rellenas de miel de anís que preparan las novicias. Ya instaladas en la camioneta de asientos forrados de vinil verde botella, empezamos a comerlas con cuidado. Cómo me gusta que me pregunte con su aliento dulce por lo que hago cada día. Me sé la rutina de memoria: contarle lo aburrido de primero para relatarle mis travesuras después. Lo que sucede es que lo más que me pone atención son diez minutos. Digamos, llegando a la avenida de La Reforma. Luego de eso, su mirada se pierde en un lugar fuera, muy lejos de ese bus al que le truena el motor y que saca chorros de humo. Ella no tiene la culpa. Yo la distraigo, a propósito. ¿A que no te sabes la tabla del cuatro?, le pregunto, después de narrarle alguno de los viajes de Colón. Sin esperar respuesta, yo continúo, cuatro por una cuatro, cuatro por dos ocho, cuatro por tres… Listo. Ya no está ahí. Se ha fugado otra vez. Pues hoy, le digo, me “quedé” el borrador de Patricia Montiel. Tiene forma de conejo y huele a menta, mira… Mientras digo, lo saco despacito de la bolsa del pecho, sin importarme demasiado que en la misma tenga bordada la imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa. La mismita patrona del colegio. A lo mejor, pienso, ella es la que me cuida de ser sorprendida en mis aventuras. Mamá mira el conejo sin verlo, lo huele sin sentir el olor a menta. Hasta lo juega distraídamente entre sus manos. Le cuento el berrinche de Paty por su famoso borrador, las averiguaciones, los registros de bolsones, las amenazas de sor Elvira, el discurso sobre un ladrón en la Biblia, todo. Pero, sin querer, la magia se pierde. El rugido del motor me estremece de repente. La pesadilla de la noche anterior regresa a mi mente tan puntual como las monjas españolas del colegio para tocar la campana. Recuerdo la cólera suya, por cualquier cosa, Papa, y los sollozos de mi Niña y así, por mi culpa, sus ojos regresan llenos de lágrimas a la realidad. Me llena de rabia haber recordado el sueño terrible. Otra vez, provoco su llanto con mi memoria. En silencio, guardo el botín del día, porque ya nada de lo que yo haga o diga va a devolverla a ese lugar amable a donde viaja con la mirada lejana, a través de la ventana del bus. A veces, el piloto la ve por el espejo retrovisor y a mí me da vergüenza. De seguro, se imaginará alguna historia trágica. Yo me hago la loca y canturreo algo para disimular. Veo

mis pies y mis zapatos sucios me recuerdan la excursión de la mañana a los pasajes secretos del colegio. Me pregunto si todos los colegios de monjas para niñas se parecen al mío. La alacena, por ejemplo, está llena de sacos de harina con gusanos que simplemente ciernen con un enorme colador de cedazo para usarla en los pasteles y las galletas que les venden a mis devotas compañeras. Por eso mi afición por las tostadas con frijoles fresquitas y mi sospecha ante las comidas dulces. Ahí me ensucio los zapatos muchas veces y luego, debo lustrarlos después de hacer mis tareas. También en ese lugar, Papa, encontré pedazos rotos de santos desnudos. Tal vez por eso dejé de creer en ellos. Porque los pobre ni siquiera tenían cuerpo. Estaban vacíos por dentro. Un poco como yo, ahora. Eran una túnica a la que le ponían manos, cabeza y pies. Me daba vergüenza no creer cuando era niña pero no pude evitarlo. Ni siquiera en la Virgen. Un día, prometía, iba a volver a hacerlo. Pero ese día nunca llegó. Cuando me escondía en la alacena, veía a las monjas catar con mucho empeño el barril del vino de consagrar. Una copita antes de tomar un poco de harina, otra copita después de cernirla, otra más al llegar a sacar las papas para el almuerzo, de una inmensa caja cubierta con un manto negro. Una última, a la hora de venir a traer las hostias para la misa de las once. Había ahí un sitio increíble, Papa, en medio de aquel cuarto lleno de sombras. Un ataúd enorme de madera oscura que olía muy rico y que jamás fue usado. Contaban que pertenecía a una sor viejita que llegaron a rescatar unas sobrinas a última hora, antes de que muriera y heredara a sus hermanas de la caridad una casona vieja con patio inmenso, allá en plena décima avenida de la zona uno. Ahí me quedé dormida muchas veces, dedicada a pensar muchas historias buenas. A desear cómo quería que fueran mis verdaderas ficciones. A oler y mordisquear los borradores y los chunches que tomaba prestados de mis amigas para enseñárselos a mi Niña. Ahí, yo me transformaba, Papa. Algunos días, soñaba: que yo olía rico, que hacía mis deberes, que era muy linda, que no arrancaba los botones blancos a mi uniforme para coserle otros de colores. Que no usaba anteojos ni trenzas apretadas. Y que rezaba con devoción y creía de verdad. En el cuarto armario colgaban de unas perchas los trajes de las monjas, incluidos los del humor y la alegría

que traían antes de su matrimonio con Dios. Ahí yacía oculto todo aquello de lo que se habían despojado antes de profesar su fe. La responsabilidad, la libertad, las ganas de vivir, las ganas de un buen hombre, las ganas de ellas mismas, la irresolución, la náusea de la vida. Y a cambio, habían escogido las vestiduras, rasgadas de fábrica, el susurro de fantasmas, los pasos breves, los rezos perennes y las miradas sosegadas de quien conoce la fecha de la venida del Mesías. Recuerdo cómo los observaba uno a uno mientras intentaba imaginarme a sus dueñas vestidas con ellos y no enfundadas para siempre en aquel azul. Nunca me encontraron. Las excursiones periódicas a aquel sitio me llenaron de una gran nostalgia. Mi mundo de dentro se expandió al infinito. La culpa y los pecados no me hicieron mucha mella. Quizá me sirvieron de preámbulo a un desenlace de irreverencia y de fuga. De certeza sobre mi finitud. Muchos días, entre aquel cajón de muerto, entre la oscuridad y la suavidad del tafetán del forro en las yemas de mis dedos, sollozaba quedito. Otros, lloraba de rabia. Algunos más, me burlaba de todo. Y de todos. A veces sueño estar metida en ese ataúd, Papa. Comiendo hostias y arreglando el mundo. Y borro todos, todos los recuerdos extraños de mi infancia. Los gritos, los insultos, las patadas, los golpes, el olor a licor en su aliento. Y veo sin ver. Y toco sin sentir. Y oigo sin escuchar. Como ella, entonces. Como usted, ahora. Ese cajón funcionaba como una mínima caja china dentro de la alacena, dentro del reino de las monjas, dentro de mi universo de fantasía, dentro de la edad de la inocencia.


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Figurín POR MARTÍN DÍAZ VALDÉS

E

l desconocido le pregunta la hora. Parece que son las once y media. Debe ser. Calcula que solo ha pasado media hora desde que vio el reloj en el centro comercial. Figurín no quiere sacar su teléfono, tendría que encenderlo y esperar la animación introductoria para ver la hora. No lo hace, pero la pregunta de aquel extraño le despierta curiosidad por saber la hora. Se suma otro desconocido y él le pregunta la hora a fin de condescender con el primero. Once y media. Llega el bus. Es un colectivo que va de la capital a una ciudad portuaria en la costa sur. Seis horas de viaje en total. Figurín nunca paga pasaje. Los pilotos y sus ayudantes lo conocen. Es originario de un pueblo que queda en el trayecto entre la capital y su ciudad de destino. Siempre toma ese bus a la misma hora. Al piloto de hoy le gusta una de sus bromas. El desconocido que le preguntó la hora se sienta casi al fondo del bus. El otro, el que les dio la hora se sienta junto a una joven muy atractiva. El ayudante cierra la puerta y se sienta en una cubeta invertida junto al piloto. Dos minutos después de abordar el bus, Figurín empieza su rutina de chistes inocentes. Hace un par de trucos de magia. Saca una bolsa colorida y comienza a pasar entre la gente. Su maquillaje de payaso es muy característico. No usa una nariz roja, sino que se pinta la punta de negro como un perro. Ha pasado muy poco tiempo desde que salieron de la capital y ya empieza a hacer un calor tremendo. Suerte que el bus no está demasiado lleno, de hecho, el desconocido que preguntó la hora está solo en su asiento. Figurín termina de caminar hacia la salida trasera. Se sienta junto al primer desconocido. Antes de sentarse

lo observa desde atrás. Es un hombre alto de cabeza rapada, camisa deportiva negra (playera, remera, t-shirt), t jeans azules, complexión robusta, calzado deportivo blanquísimo. El payaso se sienta junto a él con algo de dificultad por los zapatos largos. Los días se habían vuelto largos para Figurín. Cada mañana se levantaba a hacerle el desayuno a su esposa, planchaba el uniforme de empleada bancaria y la llevaba de la mano a la estación del bus. Al principio a ella le daba vergüenza que la vieran por la ciudad de la mano de un payaso, pero eventualmente tuvo que ceder, aunque nunca dejó que la encaminara a la puerta de su trabajo o le llevara el almuerzo vestido así. El desconocido no sabe que su compañero de asiento tiene un buen teléfono apagado en su bolsillo, asume que nunca lleva móvil consigo cuando sale a trabajar de payaso. Le preguntó la hora cuando salieron y éste le dijo que calculaba que eran las once y media. Llegando a un tramo largo y deshabitado de la carretera, el desconocido se paró, pidiéndole paso a Figurín. Se acercó al ayudante que veía el paisaje monótono de cañaverales de todos los días y ¡Pum! De los pantalones de lona azules del primer desconocido, sale un arma negra que le vomita un disparo en la espalda, luego abre la puerta y tira el cuerpo mientras ordena al piloto que no se detenga. Comienza a avanzar hacia la parte de atrás del bus, directo hacia Figurín, que se encoge de hombros, mira hacia el suelo y ofrece la bolsa donde recolectaba el dinero. Para su sorpresa, siente la mano del desconocido apretándole el brazo y la vibración de su voz que anuncia que todos deben poner sus pertenencias de valor en la bolsa de “su

compañero”. La misma voz susurra en el oído de Figurín que, de negarse, no vacilaría en matarlo a él también, que no se disculpe ni diga palabra alguna a los pasajeros. Todos ponen sus billeteras y teléfonos celulares, cadenas y anillos en la bolsa de colores del angustiado personaje mientras el desconocido, pistola en mano, se sienta junto a una estudiante joven y la intimida, acariciándole los pechos. Figurín siente una tensión horrenda en la nuca cuando presencia aquel acto. No alcanza a escuchar lo que el delincuente dice al oído de la pobre muchacha. Se acerca al hombre armado y le hace una seña con la cabeza de que ha terminado la colecta. El desconocido se levanta visiblemente molesto por la interrupción, tomando a la muchacha de la mano y forzándola hacia la salida, gritando que nadie debía hacerse el “Superman” si no quería verla morir o recibir un disparo. La muchacha tira instintivamente su identificación junto al asiento p para q que el criminal no sepa p dónde vive. Él la conduce hacia la salida, forzando al payaso que, al estar a su espalda, solo puede a avanzar por el pasillo en la misma dirección. Obliga al piloto a parar en medio de la nada. Cañaverales y más cañaverales a ambos lados de la carretera. Trata de hacer bajar a la joven, pero esta se resiste, tomándose del tubo, sabe que el extraño quiere violarla. Dice que no va a bajar ahí. El payaso cierra casi completamente los ojos porque el cañón de la pistola le apunta a la cara a la mujer y no quiere verla morir y salpicarle sangre en la cara. El de camisa negra la suelta sin disparar y bufa para mostrar su frustración. El piloto cierra la puerta y continúa la marcha. A punta de pistola, el hombre hace

avanzar al payaso por entre los cañaverales. Figurín piensa que no va a sobrevivir, y de hacerlo tendrá que cambiarse de ruta, de maquillaje, de sobrenombre y tal vez incluso de trabajo. Habría que negociar con los payasos de las otras rutas y explicarles. Piensa que debió hacerle caso a Pepy en evitar la ruta de la costa sur y que Gusanita se va a sentir defraudada cuando lo vea con un atuendo distinto, usando nariz roja como todos los demás. Recuerda que a Gusanita le sale extraordinariamente aquel paso de break dancedel e que tomó su nombre. Sí que baila esa payasa. Recuerda la aglomeración que hizo el gremio de payasos frente a la casa presidencial en la capital. Protestaban por la criminalización de sus miembros a raíz de varios asaltos perpetrados en la urbe con tales disfraces. Durante la protesta, uno de los asistentes encontró a tres infiltrados que no estaban en la lista y comenzaron a golpearse. En cuestión de segundos el pleito se generalizó y, aunque no hubo muertos, no hubo payaso que no saliera sin nariz rota, peluca arrancada, flecos cortados o calamidad semejante. Se van adentrando en los cañaverales y el hombre se saca la camisa, Figurín siente pánico al pensar que, en su frustración, aquel sujeto pudiera violarlo a él. Cuando llegan a una carretera casi paralela, su acompañante tiene puesta otra camiseta, esta es rosa con estampado, la guardaba en una bolsa especial del pantalón cosida junto al tobillo, la misma que ha llenado con lo robado en el bus; descartando los contenedores del dinero, billeteras y monederos, las tarjetas de débito y los teléfonos móviles baratos. Ha dejado la camisa negra perdida en el cañaveral. Siguen caminando junto


al pavimento y llegan a una venta de almuerzos y golosinas. Debían ser las tres de la tarde, tenía los pies ardiendo por haber caminado tantos kilómetros con zapatos de payaso. El de cabeza rapada le ordenó sentarse en un tronco junto a la tienda y pidió dos refrescos y maní salado. Le lanzó una bolsa de maní a su acompañante payaso y comenzó a hablar de la vida al extenderle el brazo con el refresco que le correspondía. Fingiendo acento extranjero, hablaba de una decepción extraña y vaga que había sufrido sin dar detalles, nombres o lugares. Preguntó a Figurín cuál había sido la decepción que había sufrido, la razón por la cual se había convertido en payaso. Aquella pregunta ofendió al muy bien planificado personaje, pero, ya que no era él quien portaba el arma, inventó una historia vaga y trágica sobre una niñez en un barrio pobre. El desconocido solamente asintió. Terminan de comer. Otro bus se aproxima y los dos se suben, esta vez van ambos directo al asiento de atrás. Figurín escucha instrucciones y se levanta, ya con la bolsa de colores en mano. El desconocido va directo al ayudante y repite la operación del bus anterior, ahora con más premura. Mientras el payaso recoge el botín, el armado manosea a otra muchachita que solamente alcanza a encogerse de hombros y llorar. Esta vez no se sienta junto a ella, lo hace de pie. Algo anda mal con un tipo en uno de los asientos traseros, precisamente el que va sobre la llanta del lado del pasillo. No baja la vista, al contrario de todos los otros. Figurín siente su mirada, que oscila entre la nuca del desconocido y él, el desconocido y él, el desconocido, él. Todos los demás pasajeros ven hacia el suelo, pero este tiene algo raro. Ya dio su billetera y su teléfono. Tal vez siente el mismo odio que Figurín. De pronto, en una curva que obliga a quienes van parados a sujetarse con ambas manos de la barra del techo, el hombre del asiento sobre la llanta desenfunda un arma, el payaso cierra los ojos y hunde su cabeza entre los hombros como una tortuga, piensa que es inminente salpicarse de la sangre del asaltante que manoseaba a la muchacha. Se alegra un poco por la muerte del que considera una porquería de hombre. ¡Pum! La bala se ha incrustado en el costado del payaso. Cae inanimado y sin darse cuenta del impacto, es hasta que ve el piso tan cerca de su cara que nota que el disparo ha sido para él. El rapado corre con la vista hacia la puerta mientras dispara a ciegas, esquivando los otros tiros del pasajero armado. Baja de un salto sin que alguien pueda decir cómo y en donde va a caer. Todos meten las manos en la bolsa para recuperar sus cosas. Figurín quiere hablar, quiere explicarles, pero se le va la voz hacia el fondo de un pozo oscuro del que no hay regreso. Ya no puede defenderse. Seguro los periódicos dirán que era un cómplice. Sus compañeros payasos comentarán que andaba implicado en más cosas malas ¿Qué pensaría su esposa? Qué vergüenza. Qué vergüenza.

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elacordeón

DOMINGO

Bingo

29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

POR ANDREA PONCE

B

ingo fue la primera palabra que leí sin ayuda mientras, sentado en la banca, esperaba a que mi mamá apareciera tras la puerta. —Mamá, ¿qué significa bingo?,— le pregunté, tratando de demostrarle que acababa de aprender algo. —¿Quién te enseñó eso? —Lo acabo de leer solito,— le dije, con una sonrisa en el rostro. Ella solo se me quedó viendo, sonrió levemente, me acarició la cabeza y siguió caminando sin responder. Esa banca era un lugar al que yo me había acostumbrado. Mi mamá me llevaba cuando yo salía del colegio y mi abuela no podía cuidar de mí. Vivíamos con ella y a menudo discutían, pues a mi abuela no parecía agradarle que frecuentáramos ese lugar. —¡Solo necesito un día de suerte!,— repetía mamá, con cierto tono de esperanza en su voz. —¿No ves que ese día nunca va a llegar?,— respondía agitada mi abuela. En ese entonces yo no entendía bien el motivo de las discusiones. Empecé a notar que algo malo pasaba cuando, a medio año, me sacaron del colegio en el que hasta entonces había estudiado y empecé a ir a una escuela pública. Fue un cambio duro y aterrador para mí, al que nunca me acostumbré del todo. En casa, las cosas no iban mejor. La comida se hizo menos abundante y las salidas de fines de semana que antes disfrutábamos los tres, desaparecieron. Comprendí la causa de nuestra situación un día que ella no aparecía, y mi abuela, muy enferma para salir a esas horas, me dijo: —Ve a buscarla al bingo. El camino, relativamente corto, se me hizo interminable entre las sombras y los desconocidos que parecían acecharme entre la oscuridad. Al llegar a la puerta traté de explicarle la situación al guardia. Al principio, se rehusó a abrir la puerta, hasta que, al verme llorar con desesperación, comprendió y me dejó pasar. Al entrar, de inmediato me envolvió la penumbra mezclada con humo de cigarrillo. El panorama era realmente desalentador. Me sentí sumamente triste y desesperado por salir corriendo, pero no me podía ir sin mi mamá, así que seguí adelante. Del lado izquierdo había un pequeño mostrador, en donde un hombre dormía sentado. Enfrente, filas y filas de máquinas llenaban el salón sobre una alfombra roja. Todos los aparatos eran iguales y emitían luces y sonidos parecidos a los de las maquinitas a las que mamá solía llevarme a jugar. Muchos adultos estaban sentados en bancos negros mientras metían unas fichas plateadas en las ranuras y apretaban botones de colores. Supe que mi madre debía estar sentada delante de una de estas máquinas, y comencé a buscarla. Nadie parecía notar mi presencia. Me topé con algunos meseros que llevaban bebidas a los jugadores, pero parecían tan cansados que no se fijaron en mí. Todos los demás estaban absortos en su pasatiempo, como hipnotizados por las luces y sonidos. Había desde hombres entacuchados que tenían un aire de importancia, hasta otros vestidos con gorras, camisetas descoloridas, y pantalones cortos que más aparentaban ser vagos. Las pocas mujeres allí tenían un aspecto desarreglado. No parecía importarles cómo se veían. Por fin divisé a mi madre en una de las filas posteriores,

en la última máquina. Su apariencia me perturbó. Su cabello, siempre peinado y recogido con una cola, estaba suelto y alborotado. Seguía vestida con su ropa de trabajo, la cual nunca olvidaba quitarse al llegar a casa. Su camisa arrugada y el cuello, desdoblado de un lado, le rozaban la mejilla izquierda. Ambos pies estaban posados sobre el suelo, y sus piernas abiertas. Parecía haber olvidado que llevaba falda. Su sueter estaba tirado en el piso, a su lado izquierdo, y su bolsa al lado derecho. El ver esto, me hizo volver a romper en llanto. No podía creer que la mujer que me decía que yo era su “todo” fuera la misma que ese día se había olvidado de recogerme en la escuela y que ahora estaba allí, frente al artilugio del que parecía no poder despegarse. Ese, que parecía ser su “todo”, más que yo. Entre sollozos me fui acercando a ella y le toqué el brazo con delicadeza. Mi tacto pareció no afectarle en lo más mínimo y continuó con su faena. Un momento de furia se apoderó de mí, y con toda la fuerza que un niño de siete años puede reunir, cerré mi puño y la golpeé en el brazo. Solo entonces salió de su estado hipnótico y me volteó a ver. —¡Sebastián! ¡Hola!,— dijo, como si aquella situación fuera de lo más natural. —Solo déjame ganar la última vez y nos vamos. Yo me quedé viéndola. Sin poder comprender del todo sus palabras. Diez minutos después, ella seguía sin detenerse. Entonces capté que debía esperarla. Me senté en la pared frente de su máquina. La observé otro rato más, y sentí miedo. Miedo de que ese artificio le hubiera robado el alma. Entonces cerré los ojos y me dormí. Mi madre me despertó. No supe cuánto tiempo había pasado, hasta que salimos y me di cuenta que el sol recién aparecía. —Deberías entrar más seguido. Me trajiste buena suerte,— dijo, y me mostró dos billetes de cien.


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Seguro de gracia

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DOMINGO 29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

POR VANIA VARGAS

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ientras mi madre no quiere deshacerse de un refrigerador viejo, a mí me dio por pensar qué podría pasar si un día la muerte llegara a medias, y sin saberlo siquiera, pudiera convertirme en un aparato inservible. Una vez te roza la muerte, ya nada es igual. Es otra forma de que se te acabe la vida aunque los demás crean que sobreviviste. Yo rezo todo el tiempo para que el día que me toque encontrarme con ella, me tire a matar... A ver... ¿Tengo que poner todo eso?, ¿me lo dicta más despacio o resumo la idea?... No, olvídelo. Es una explicación solo para mí. Téngame paciencia. Aquí no interesan las razones. Así son los negocios: das y recibís, punto. Sigamos. Yo… deje un espacio allí en el que

voy a escribir mi nombre, es parte de la formalidad del caso... Yo, fulano de tal, hago constar que el martes 30 de septiembre p me presenté p por p cuenta propia a la casa de Jairo... Él es el hermano menor de Karina, la señora que llega a la casa tres veces por semana para ayudar con la limpieza y la comida. El día que el refrigerador amaneció en medio de un charco que inundó la cocina y parte del comedor, Karina se acercó, no sin pena, para contarme que Jairo, su hermano, podía encargarse de revisarlo, que si lo llamaba en ese momento, él podría conseguir que le prestaran las herramientas y llegar antes de medio día. Yo dejé afuera las mías y le pedí que lo llamara. Para medio día ya había desarmado el aparato, tenía sobre la mesa tres piezas que era necesario cambiar, pero que solo le aseguraban

un funcionamiento parcial durante unos cuantos meses más, lo mejor, era conseguir uno nuevo. Mi madre salió en defensa del refrigerador, el aparato tenía mi edad, no iba a deshacerse de él. Si tenía esperanzas de funcionar había que hacer todo lo posible para mantenerlo. Aparatos como esos ya no hay. De nada servía insistir ni sentarse a discutir, así que fui por el dinero para que consiguiera las piezas, pero Karina intervino inmediatamente. Le pidió a su hermano que apuntara los nombres de los repuestos, los metió en una bolsa del mercado y le dijo que esperara, que ella iría por ellos. Y en medio de nuestra sorpresa, agarró las cosas y se fue. Esa tarde el refrigerador estaba funcionando de nuevo. No va a durar, repitió Jairo, como remarcando la limitada garantía de su trabajo.

Consiga otro. Karina recibió el dinero por la reparación y se marcharon juntos. Luego supe que Jairo había aprendido el oficio en prisión. Cuatro años había durado la investigación desde el día en que su foto salió en el periódico bajo un titular que decía “Los acusan de sicarios”. La investigación, sin embargo, no llegó a más. Acababa de salir de la cárcel y con esos antecedentes no conseguía trabajo en ningún lado. A mí me cayó bien, y luego de mucho pensarlo decidí que podíamos hacer un trato, ayudarnos mutuamente... En fin. ¿Dónde nos quedamos? Ah, sí, que en fecha tal me presenté por cuenta propia a la casa de Jairo. Reunión a partir de la cual se llegó al acuerdo de la presente relación laboral, dos puntos... Ahora bien, aquí necesito explicar de manera clara que Jairo recibirá un sueldo mensual que lo obliga a visitar la casa como mínimo una vez por semana. Allí, luego de reunirse conmigo, de cerciorarse de que todo marche bien, que estoy en uso de todas mis facultades físicas y mentales, se dedicará al cumplimiento de algunas actividades domésticas, ya sea dentro o fuera de la casa, para

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servicio mío y de mi familia. El resto de los días, yo mismo podría colocarlo en la casa de otras personas que estuvieran interesadas en contratarlo, pero ese es un trabajo que llevará más tiempo, es armar toda una empresa, imagínese, Seguros de Gracia, S.A. “para que la muerte llegue solo una vez”, algo así... En fin. El contrato incluye la suma de doce sueldos en una cuenta bancaria que estará a mi nombre y que lo tendrá a él como único beneficiario. Dinero del que podrá disponer únicamente el día que yo esté muerto, bien muerto, ya sea porque así lo dicte el destino, para suerte suya, de eso se trata la ruleta; ya sea porque yo le pida que me dé una ayudadita calibre 45, o porque aún dictándolo el destino, él deba intervenir para perfeccionar el trabajo de la muerte y sacarme definitivamente de aquí. Nada me garantiza que una vez firmando yo no reciba sorpresivamente un tiro por la espalda, pero eso intenta este papel, jugar a que todo está bajo control. Los riesgos son los riesgos y hay que correrlos a cambio de ciertas garantías. Por cierto, ¿a usted no le da miedo que la muerte tenga mala puntería?...

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DOMINGO

29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

Año nuevo con el peor amigo del mundo POR DANILO LARA

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e sentía de a huevísimo. Como no me tocó trabajar, llevé el carro al taller. Le compré dos llantas y mientras las instalaban fui al malll por mi playera de estreno. Abner había llamado ya seis veces, como no le contesté, me dejó un mensaje: Danilín ¿estamos fijos para hoy, verdá? No me vaya a salir con que ya no porque me mata. ¡Mire que hay una de BEBAS esperándonos en La Antigua! No había ninguna “beba” esperándonos en ningún lugar. Los dos trabajábamos en el mismo call center. r Cuando nos conocimos Abner me contó que jugaba fut, armamos un partido y de ahí en adelante pedíamos los breaksal s mismo tiempo para comer juntos. Era un gran pajero respecto a dinero y mujeres, combinado con que era sensible y salserín. Lo que q sí me llegaba de Abner era su entusiasmo. Él tenía veinte y muchas ganas de salir a chingar, yo tenía veintiséis y un chingo de nostalgia por mi primer año de la U y la Chicha y chupar en el parqueo de la Facultad. Pasé por Abner a las cuatro. Llevaba el pelo colocho engelatinado, una playera verde menta, gabardina de cuerina, jeans y calzado formal. Iba a contarle sobre las llantas nuevas pero él se adelantó: ¡Danilín, ni sabe con quién me pasé platicando toda la tarde y hasta bajamos a comer juntos! ¿Wendy? ¡Cabal,

Danilín! ¿Qué te dijo? Ala, hablamos un montón. De a huevo. Pero, mire, yo no sé por qué usted dice que es caquera, conmigo se portó re linda. ¿En serio? ¡Se lo juro, un amor! Con decirle que me regaló su postre. Dicen que tiene diabetes. Pero igual, ¡viera qué manga! usted no se preocupe, ya le conseguí su número. Abner SIEMPRE hacía esa mierda. Si le contaba que cierta chava me gustaba pero que me ahuevaba hablarle porque se miraba seria o tal vez tenía traido; entonces el cerote aparecía diciendo que le había hablado y que era buenísima onda “al menos conmigo, saber por qué”, haciéndote creer que podría salir con ella cagado de la risa, pero que no importaba qué tan fuerte fuera la atracción gravitacional que ejerciera esa vagina, él activaría todos los retrocohetes de su paloma para evitar la absorción. Lo haría porque éramos “carnales, me extraña”. Ugh. Por suerte la plática sobre Wendy no duró mucho. Llamaron a Abner y era una de sus “bebas”. Esto pasaba cuando lo llamaba una beba: él desataba una serie de sugestiones de tipo sensual como “ala, linda, te juro que si no estuviera trabajando -no lo estaba- y te tuviera enfrente, serías mi plato fuerte, mi postre y hasta mi antojito de medianoche”. Mientras, me lanzaba una mirada de complicidad que me parecía repugnante

y pensaba “¿Qué putas, cerote? ¿creés que soy tu aliado en esto? ¿que somos bros o una onda así y que “conectamos culitos” en equipo. Lo peor era cuando le bajaba volumen a mi música y decía “perdón, Danilín, es que no le escucho a mi beba”. Pasando por Florencia, Abner y su beba dejaron de hablar. ¿Quién era, Abner? Un mi osito que conocí, es hija de una amiga de mi mamá. Llegamos a La Antigua, compramos un par de Smirnoff y caminamos por el parque. Estaba socadísimo. Quería conocer chavas tanto como Abner, pero contenía mi ansiedad bajo una fachada de “nel, soy muy smooth para andar de chucho”. ¡Danilín, mire esto! -exclamó Ábner emocionado. ¡¿Ya vio que montón de ositos?! ¡¡Hasta parece el Parque Yeliston!! ¿Yellowstone? ¡Simón, ese! ¿Qué va a querer: un su Yogi o un su Bubu? Por supuesto, no le respondí. Hay una respuesta para esa pregunta, pero es tan impura que Dios la destruyó en el diluvio. Abner fue a hablar con dos extrañas. Veinte minutos después, los cuatro íbamos en un tuc-tuc rumbo a la que ellas llamaban “la mejor disco de La Antigua porque no llegan capitalinos creídos sino solo mara calidá”. Supongo que soy un capitalino creído porque pienso que ese lugar era el infierno si Rakim y Ken-Y heredaran el trono de Belzeebub. Sabía que no podíamos con-

fiar en una chava con huellitas tatuadas en la chiche y que había pasado la mitad del trayecto contándonos cuando fue “la casera” de uno de los Rojos, con el orgullo con que uno contaría que resolvió el conflicto palestino con un truco de yoyo. Nunca vi a personas perrear con tanta convicción como la mara en esa disco. Era una apretazón pisada de cuerpos sudorosos y grasientos. Para lidiar con lo que sea que quede allí en el piso, no llega una doña con un trapeador, llega un inspector del INAB. No me importa si piensan que soy un cerote apretado, frígido y un frustrado sexual que no aprecia la sensualidad latina. Ese lugar era AHUEVANTE. Por supuesto, Abner y la chava con las huellitas en las chiches hicieron su aparición en la pista y comenzaron a carnobailar. Con mi güisa asignada nos sentamos y pedimos chelas. Apenas hablamos. Al rato se fue la luz y nos quedamos unos diez minutos a oscuras. De inmediato coloqué mis manos sobre la mesa esperando que no fuera un órgano genital. A modo de radar, emití un ligero grito para advertirme de algún pene cercano por medio de la ecolocación. Mi grito regresó embarazada y es hoy una digna madre soltera. Cuando volvió la luz Abner me hizo señas de que nos fuéramos. La chava de las huellitas en la chiche tenía novio y los había visto perrear. Después de despedir-

me de la dama a mi lado, abandonamos ese lugar maldito en otro tuc-tuc. El chofer nos contó que aquel camino de tierra cómo jodía las llantas. Hablando de llantas, Abner ¿te conté que al fin le compré dos lla…? Danilín ¡me agarré a la beba!, le juro que jamás me habían besado así y qué rico bailaba. Bien, mano, me llegaron sus huellitas. Decidimos esta vez entrar a un lugar de capitalinos creídos. Pedimos unos destornilladores. Abner, ¿te acordás que desde hace ratos quería comprarle llantas nuevas al carro? fijate que hoy fui a… ¡Ala, mire esa bebota bailando sola, Danilín! Como que el deber me llama, ahorita vengo. Me quedé en la barra tomando solo. Pedí otro trago porque sabía que en el Universo existen pocas fuerzas capaces de arrancar a ese mini Chayanne de la pista. No era solo que le gustara bailar sino que sabía hacerlo. De hecho, también miraba telenovelas y una vez presencié con desagrado cómo masajeaba la espalda de una compañera; lo hizo con inmenso erotismo, una técnica depurada y unos aceites que increíblemente sacó de su mariconera. A lo que me refiero es que Abner había dedicado más tiempo a aprender motivos para acercarse a una vagina que un ginecólogo. Dieron las doce. Vi cómo todos se daban el abrazo, salí al parque a ver la cohetería, caminé un rato y regresé a la disco. Abner venía caminando

con su tradicional entusiasmo y una morenita chaparra de la mano. Se había despojado de su camisa verde menta -la cual colgaba de su hombro- y a su tórax sudado tan solo lo cubría una camiseta blanca. Danilín, le presento a mi amorsote: Loyda. Es mi novia. Se besaron frente a mí en lo que recuerdo como el suceso amoroso más estúpido que he presenciado, y eso que un día vi a mi pastor alemán intentar cogerse una bolsa de basura. A eso de las tres de la mañana, abandonamos La Antigua rumbo al Puerto. Su “novia” llamó a Abner para recomendarle que nos fuéramos con cuidado y que mejor j nos hubiéramos quedado q y que q tan necio que era. Él le preguntó si ya se había puesto su pijama, que cómo era, que yo iba dormido que le dijera porque quería imaginársela y que ya se sentía solo. Ella le pidió que le prometiera que la llamaría en cuanto llegáramos, así no estaba con la pena. Al llegar rentamos unas hamacas y nos echamos un pestañazo de dos horas. Nos despertamos al mismo tiempo. El clima estaba riquísimo, además de que ya olía a mariscos. Me sentía de a huevo. Mirando al horizonte, me dijo: Danilín, ya no me contó si le compró las llantas a la nave. Ah, sí, le compré dos, el otro mes le entro a las que faltan. Mire, pero ahí se acuerda de calibrarlas, para que no se le vayan gastando de un solo lado. Simón, buena onda, Abner. El mar se veía fantástico.


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No me merezco eso

elacordeón

DOMINGO 29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

POR MARÍA OLGA FERNÁNDEZ

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ilena cree que soy un estúpido. Estoy harto de estar desconfiando de ella. Pareciera que le gusta provocarme. Apenas llevamos seis meses de casados y no pone de su parte para que yo la siga amando como al principio. Hace una semana llegó al colmo. Mientras fui a mi inspección diaria a los potreros para ver el ganado, aprovechó mi ausencia para ponerse un bikini e ir a la poza. No pudo escoger un traje de baño entero. Los vaqueros pasan cerca, el caporal y los peones también. Seguro se habrán deleitado. Cuando regresé a la casa después de contar los chivos recién paridos, estaba preparando el almuerzo. Una asquerosa comida, como siempre, sin mucho detalle ni sabor, solo para salir del paso. Le he dicho que le pida recetas a mi madre, pero ella insiste que la suya cocina mejor. Juro que no quise pegarle, pero me mintió cuando le pregunté qué había hecho toda la mañana como para no dedicarse un poco más al almuerzo. Ella me respondió que siguió tejiendo la colcha para su sobrino que está por

nacer. Lo que ella no sabía es que pasé por el patio antes de entrar y vi su bikini colgado en el lazo, lo toqué y estaba mojado. “Maldita mentirosa”. He tratado de que entienda que en un matrimonio se debe ser leal y honesto. —¿Qué te cuesta ponerte un traje de baño decente? ¿Sos una puta acaso? Ella me respondió lo que intuía, que quería asolearse. Justo quiere tomar sol cuando no estoy presente. Le advertí que ese bikini se lo compré para que lo usara exclusivamente conmigo. —Ahora vas a tener a todos los peones espiándote. ¿Eso deseás? ¿Querés acostarte con ellos? Yo trabajando como mula mientras vos me sos infiel. ¡Ve qué de a huevo! Lo que más me encabrona es que se quede callada y que no conteste a mis preguntas. Sabe que con eso me provoca más violencia. Luego se hace la víctima encerrándose en el cuarto a llorar. A veces se mete al baño más tiempo de lo usual, pretende asustarme y que crea que se va a suicidar. No es justo vivir así. ¿Qué he hecho para merecerme esta vida de mierda?

Siempre que peleamos, tengo que ser el que trata de arreglar las cosas, de hablar, de analizar el hecho. Hablamos por horas, ella parece que no me escucha. Le he llorado y rogado para que no me provoque más y que olvidemos lo sucedido. Le hago ver que lo que menos quiero es pegarle. Después de jurarle que es la persona a la que más he amado, de verme a sus pies suplicándole y roto en llanto, cede. Hacerle el amor después es la sensación más maravillosa. La adoro. No quiero perderla. Le he pedido que me ayude para que no me salga el monstruo que no puedo controlar. Ella dice que no sabe cómo hacerlo, que debemos ver un psicólogo para que nos ayude. Bah, qué tontería. Ambos sabemos cuál es la solución. Se la digo todo el tiempo y no la quiere ver. Estoy seguro de que ella debe de tener un trauma con su papá y por eso me trata así. Hoy de nuevo quiso pelear. Insistió en que este fin de semana fuéramos a la capital porque quiere ver a su mamá. Es una consentida y sigue con esa mamitis como si fuera una niña. No entiende que estar casados es de

dos y no cabe alguien más. Si accedo esta vez, después querrá más y más. No debo permitirlo. He invertido dinero en esta casa para que sea cómoda y linda para que la disfrute. Todo lo que gano es para que esté feliz y no lo aprecia. Ni modo, su madre es una vieja millonaria y le ha complacido todos sus berrinches. Conmigo no será así. Debe romper ese maldito cordón umbilical. No conozco a ninguna mujer que a los veinte años quiera ir con su mami. A veces siento pena por ella porque no come, pero otras me doy cuenta de que solo me está manipulando para que acepte sus caprichos. Entre más insista, menos voy dar mi brazo a torcer. La actitud que ha tenido últimamente conmigo, después de necear tanto en ir a ver a su madre y de que me negara a ello, me hace sospechar muchas cosas. Seguro quiere escaparse. Me obligó a que quitara el cerrojo del baño por esos sus encierros para chantajearme. Ahora me obliga a encerrarla dentro de la casa cuando salgo. No quería llegar a eso, pero ella lo ha pedido.

Un encuentro mal planeado POR CARLOS ARTURO MOLINA LOZA

E

l calor sofocante del día había dado una tregua. La brisa del mar llegaba hasta mi ventana. La noche se anunciaba agradable. Unas horas antes había recibido la llamada de una amiga: “Fijate que una colega muy querida está en Fortaleza. Fue para el Congreso Nacional de Pediatría. Hoy por la noche habrá una fiesta dedicada a los congresistas en el Oba Oba. ¿Podrías acompañarla?” No le negaría un favor a Vania. Le pedí el número de teléfono del hotel de su colega y le dije que dejara todo a mi cargo. Conocía el Oba Oba, una de las mejores casas de espectáculos de Fortaleza, podría ser una velada muy agradable. Vania me pedía un favor, “quien sabe y no es ella quien me lo acaba de hacer”, pensé con una sonrisa. Minutos después llamé al hotel en el que estaba hospedada Amanda, quien esperaba mi telefonema, y acordamos el encuentro para las 21:30, frente al primer restaurante del Oba Oba. “Soy puntual”, le dije. “Yo también, no tendremos problemas”, fue su respuesta. De aperitivo, me regalé una vuelta por la Beira Mar. Allí fui recibido por el espectáculo de las champas de artesanías repletas de los más variados productos: semillas y dulces de marañón, tallas en madera, botellas de cachaça, artículos de cuero,

frasquitos de arena colorida. Había también puestos con fósiles y muestras de muchos pintores naifs. Pero yo me dejé guiar por el olor a queso asado y a tapioca. Con la prisa de quien tiene la vida por delante, me senté para saborear una caipiriña y un queso. Desde mi atalaya vi pasar la primavera que desfilaba por la playa. Me sumergió en sus olores. Después de un tiempo fui a casa a prepararme

para la velada. Salí con tiempo. Subí hasta la avenida Pontes Vieira, llegué a la avenida Estados Unidos, allí tomé por la Santos Dumond y giré a la derecha. Pasé despacio sobre el puente del rio Cocó, me lo disfrute. Soy un amante de los ríos. Los aprecio desde pequeño. Salí del perímetro urbano y dejé a un lado la Unifor, de ahí en adelante invadí el territorio de la naturaleza. Hay algu-

nas construcciones, una es gigante: El “Saudosa Maloca”, otra gran casa de espectáculos de Fortaleza. Llegué temprano al Oba Oba, había espacio suficiente en el estacionamiento. Entré y di una vuelta de reconocimiento. Los dos restaurantes exhibían algunos de los mejores platillos de la comida cearense. En el ambiente se mezclaban los olores de paçoca, peixe a delícia, caranguejo, peixada. El palco estaba listo para la noche. Tendríamos una presentación de lujo: Dominguinhos, uno de los grandes acordeonistas del nordeste brasilero, heredero de Luiz Gonzaga, el mayor de todos. Era temprano, pero los altoparlantes ya lanzaban su música: grabaciones de Elba Ramalho, Gonzaguinha, Beto Barbosa. El contexto era perfecto. Después de haberme ubicado, vi el reloj, era hora de montar mi guardia cerca del restaurante. En ese momento me di cuenta de que había cometido un error: “¿Cómo iba a saber quién era Amanda?”. No la conocía, no ella me conocía. ¡No lograríamos identificarnos! Me dio pánico. Corrí. El chorro humano era constante. Centenas de sonrientes pediatras pasaban por la puerta. La pediatría, en Brasil es una profesión femenina en una proporción de cinco por uno.


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Mar POR WENDY GARCÍA

D

Estuve plantado allí durante una hora y media. Estiraba el cuello para todos lados en el afán de hacerme notar. No hubo ninguna candidata que levantara la mano para decir: “¡Hey, soy yo!”. Me convertí en un manojo de frustraciones. En esas andaba cuando oí los primeros acordes de un forró caliente. Corrí hacia la pista de danza. A Dominguinhos solo le faltaba sacarle humo a su acordeón, sanfona lo llaman ellos. Volví a animarme. No había motivos para perderme la velada. Unas dos mil mujeres ansiosas por bailar esperaban por una invitación. Bastaba que me acercara a una de ellas y la sacara. Me picaban los pies, me daba vueltas el corazón, se me erizaba la piel. No era preciso que buscara, llenaban el ambiente, las veía acechantes. ¿Qué hacía falta? Nada, en apariencia. Solo coraje. La timidez me prendía al suelo. A cada pieza musical me prometía: la próxima. Pero no salía de esa actitud. Mientras me debatía, noté que desde una mesa algo distante una bella mujer me observaba. Me hice el loco, miré hacia otro lado, quería despistar. Todo eso solo para reencontrar sus ojos fijos en mí. Adiviné una sonrisa medio escondida en sus labios. Me moví un poco en su dirección, vacilé. Esperé y me vi caminar hacia ella. Retadora irguió el pecho y se llevó la mano hacia la nuca para alborotarse el pelo. Pude ver su brazo desnudo, moreno, torneado. Su cuello era largo y, después de encaminarse hacia un par de pechos insolentes, se sumergía por en medio. Mi proximidad le hizo acelerar el pulso.

Bajó los ojos. Se alisó la falda, una falda corta que, generosa, cubría poco. Cuando le tendí la mano ya estaba en pie. Me siguió hasta la pista. Sentí su cuerpo pegarse al mío. Era suave y me dejaba llevarla. Sentía, en mi brazo derecho, el arco de su cintura. Cuando el ritmo se hacía lento nos aproximábamos. Disfruté su aroma, el palpitar de su pecho y el cimbrar de sus caderas. Tomados de la mano nos alejamos del tumulto de danzarines. La música seguía, envolvente. El primer beso tuvo sabor a caipiriña. Se lo dije. “Te quieres emborrachar”, me preguntó provocadora. Dejamos atrás la música y la fiesta. Salimos. Me faltaron manos para acariciarla, ojos para apreciar sus formas. No tuve palabras, era todo oídos. Me gustó oír su canto de sirena. Me sumergí en ella, muerto la vi nacer. Tenía todos los sabores. Un mar que va y viene, un mar revuelto y tranquilo. “Sa-bes-a-mar”, le susurré al oído. Se adormeció sonriente en mis brazos. Yo no quería perderme un segundo, no quería cerrar los ojos. Me agarraba con las uñas al momento. A lo lejos oía la incitación de los acordes de una tonada. Cuando me iba a vencer el sueño sentí una falta, una ausencia. Abrí los ojos y ahí estaba. No se había movido, seguía en su misma mesa, con esa cara pícara y desafiante. Me dio un salto el corazón, quise, de un brinco, ponerme a su lado. Lo percibió, movió la cabeza de un lado al otro: “¿Nunca lo harás?”, parecía decirme. Le sostuve la mirada y caminé en su dirección.

espertó con la luz del sol que empezaba a llenar el interior del automóvil. Lo primero que le revelaron sus ojos abiertos fue la frase “Esta vez me toca ganar” que había escrito hacía algunos años en la tapicería del techo. Había olvidado que existía. Se reincorporó en el sillón de atrás, donde había logrado un par de horas de sueño. Quiso estirar sus brazos y piernas, así que decidió salir de ese confinamiento. Al abrir la puerta, sus pies descalzos pisaron la arena fría del amanecer. Se abrazó al suéter que tenía puesto y sacó una frazada del baúl. Caminó hasta donde la brisa le mojaba el rostro. Se sentó a esperar a que el cielo se iluminara por completo, con la esperanza de que el ambiente calentara sus huesos y tal vez, su corazón. Pero en octubre la playa es fría a esas horas, por lo que se envolvió en la frazada y abrazó sus rodillas contra el pecho. Hacía tan solo unas horas, había conducido su automóvil por la autopista 68, casi hipnotizada por sus pensamientos. Se sentía adormitada y débil, como si hubiera dejado sus fuerzas en la carretera, o en su apartamento del piso 20. El oleaje estaba sereno. Por un momento se sintió arrullada por el sonido repetitivo del agua, esa manta helada y espumosa que parecía querer

llegar hasta ella y nunca lo lograba. Pensó que esa imagen era una metáfora de su relación con el mar: un sentimiento que iba y venía, del amor al odio, del miedo a la paz, de la melancolía a la euforia. Recordó, una por una, las ocasiones en las que había estado en ese mismo lugar. Algunas en solitario, otras en pareja y la mayoría, en familia. Se sonrió con picardía al rememorar la vez en la que todo su cuerpo se cubrió de la fina arena dorada al jugar a la enredadera con las piernas de su primer novio. Pero, por el contrario, lloró colérica al revivir el paseo dominical que le arrebató a su padre y a su hermano, mientras ella reñía contra las olas para poder rescatar aunque fuera a uno de ellos. A partir de ese día había perdido algo más que a su familia. Se había perdido a sí misma. Estaba segura de que al mar le gustaba burlarse de ella haciéndole sentir cosas tan opuestas e intensas. Un par de gaviotas la sacaron de sus cavilaciones. Volaban una detrás de la otra, rozando el horizonte. Observó sus movimientos hasta que desaparecieron en la distancia. El sol había salido por completo de su escondite. Así que, se puso de pie, dejó caer la frazada y corrió hacia el agua lo más rápido que pudo, gritando “esta vez me toca ganar”, mientras el oleaje calmo la devoraba con placer.


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Vengativa

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POR MANFREDO CASTILLO

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ienso que nunca me hizo falta, porque nunca lo tuve. Seguramente mis papás hubieran querido hacer algo, pero con cuatro bocas que alimentar, no tuvieron dinero para ponerme un ojo de vidrio. Por eso el párpado lo tenía hundido, la pestaña, en lugar de ser esbelta y volteada hacia afuera, estaba pegada y marchita, como una sutura que aseguraba que por ahí no podía verse nada. Mi ojo era grande y castaño como los ojos de mi mamá. Con el miraba bien todo lo que necesitaba. Jugaba y corría con mis hermanos y creo que mis sueños eran iguales a los de los demás niños que tenían sus dos ojos. Mi abuela Carmen vivía con nosotros. Ella nos cuidaba todo el día, hasta que mis papás regresaban de trabajar. Era delgada, bajita, de trenzas grises. Estricta y cariñosa. Siempre sentí que a mí me quería un poco más. Cuando aprendí a escribir, le pedía que me contara cuentos y yo los anotaba en un cuaderno que ella misma me había regalado. A la abuela le gustaba verme escribiendo con la mano zurda, quizás porque le hacía gracia ver cómo doblaba mi brazo, poniendo torcido el cuaderno sobre la mesa del comedor. Ese cuaderno ya no lo tengo, porque cuando ella murió, se lo puse en la caja, debajo de sus manitas arrugadas, para que los leyera en la otra vida. Pero me quedó la costumbre de escribir pequeñas historias que yo misma inventaba. En quinto primaria, había unas compañeras a quienes parecía hacerles falta mi ojo más que a mí, y por eso se la pasaban molestándome en cada

oportunidad que tenían, burlándose de mi choquera. Durante el recreo, me sentaba cerca del arriate frente a la campana o caminaba por los pasillos de la escuela. Entonces ellas se me acercaban por la espalda, en el lado donde no tenía ojo, y me gritaban al oído: “por el lado chocoooo”, luego salían corriendo. La maestra les llamaba la atención, pero eso y nada era lo mismo, quizás por eso no me pasaba a leer frente a toda la clase, para que no se rieran de mí. Cuando era mucho el fastidio, mi ojo se humedecía, pero mi boca no decía nada. Un día me cansé y descubrí una forma de vengarme. Nunca le dije a mi mamá lo que me pasaba en la escuela, ni lo vengativa que me había vuelto. Después de hacer mis deberes y ver la tele un rato, me iba al cuarto con un cuaderno a medio uso que tenía del año pasado y ahí empezaba mi venganza, poniéndolas como personajes de mis cuentos, haciendo lo que me daba la gana con ellas. Por ejemplo a Vilma, la más grande de la clase, la ponía como una niña horrible, de piernas cortas y torcidas, que lloraba porque no podía cortar una naranja madura que estaba al alcance de la mano de cualquier niña normal, en el naranjo del patio de la casa. Gertrudis, que era delgada y usaba trenzas largas, en mis cuentos aparecía como una niña gordiflona, mejillas gruesas como nalgas de marrano, murusha, con unas cejas tan espesas como las del mico que se columpiaba en el mismo naranjal. A Graciela, por ser la más fastidiosa, la ponía como una niña con la piel irritada

y escamosa, que padecía un hambre insaciable, y que en su afán por comer de todo, una tarde se comió un sapo y al día siguiente los ojos se le hincharon de tal manera que casi se le salían de la cara. Eso que escribía en mis ratos libres, me hacía cada vez más resistente a sus fastidios, segura de divertirme con mi venganza. En mi último relato, las tres compañeras salían a barranquear conmigo. Esa tarde bajamos por un sendero escabroso, hasta llegar a un riachuelo de aguas turbias, invadido de espesas nubes de zancudos. Vilma hizo grandes esfuerzos saltando sobre las piedras, para no hundirse con sus piernas enanas. Gertrudis, perdió el equilibrio y casi estrella sus cachetes en unos troncos podridos. Ella fue la primera que empezó a llorar cuando dejamos el riachuelo y caminábamos por una vereda llena de malezas. Graciela sintió escalofríos al escuchar el croar de los renacuajos escondidos entre los matorrales. De regreso a casa, como ellas no tenían costumbre de caminar tanto, se fueron quedando rezagadas. Yo les decía que se apuraran porque dentro de poco empezaría a oscurecer, pero las piernas cortas de Vilma no la dejaban avanzar y Gertrudis abría ansiosa la boca para poder respirar, buscando el aire que cada vez se le hacía más escaso. Graciela las esperaba a poca distancia, rascándose los brazos escamosos, temerosa de que los sapos le saltaran a la cara. Las sombras y el frío crecieron. Yo me senté sobre una piedra, hasta arriba

donde terminaba el camino. Las tenía cerca, pero me hacía la sorda, cuando las oía gritar pidiendo auxilio, por el terror que las había capturado. Y cuando ya estaba totalmente oscuro, mi ojo se iluminaba de tal forma que parecía un potente reflector. Entonces, después de verlas sufrir a solas, regresaba y les alumbraba hasta salir del sendero, sin que nada malo les pasara. En los últimos días no salí a recreo, porque me quedé en mi pupitre terminando de escribir esta historia. Mi sorpresa fue enorme, cuando la maestra se me acercó por la espalda diciéndome que quería ver mi cuaderno. La vi con mi ojo asustado y no pude decirle nada. Agarró el cuaderno y se fue leyendo mientras caminaba para su escritorio. Conforme avanzaba en la lectura, dirigía la vista hacia mí. Parecía incrédula. Me quedé quieta con la cabeza agachada, mirándola entre las hebras de mi fleco. Cuando terminó de leer, se quedó seria. Luego me dijo que me acercara y me preguntó si yo había escrito ese relato. Le respondí que sí moviendo la cabeza. Entonces, para mi sorpresa, me dijo que en siguiente periodo lo leyera a toda la clase, y que eso me valdría para el examen de idioma español. Pero en su interior quizá descubrió una solución a los fastidios de mis compañeras. Cuando regresaron todavía retozando del recreo, ella pidió a todas que pusieran atención a mi lectura. Obedecí a la profesora y muy decidida, me paré frente a la clase, sacudí para un lado el fleco que cubría mi ojo y leí fuerte, pausada y tranquila.


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Carussino POR BYRON PONCE SEGURA*

A

ltagracia, la vieja gitana que adivinaba el futuro, era respetada entre la tropa artística. Había estado en muchos circos, y decían que se apropiaba de los secretos de los demás al explorar las formas del iris ocular. Una noche de luna nueva, le dijo a Karl que una maldición estaba al acecho, y que habría de pagar sus fechorías de manera tormentosa. Karl, Charles, Karroll, Carlo, Carlés, Carlos; distintos nombres, la misma persona. Charles era un astuto hombre de negocios, tenor reputado, payaso de circo, empleador negrero y un enamorador de mujeres, todo y más bajo el mismo traje. Como dueño de circo, viajaba por todo México y Centroamérica con su caravana, tan variada como cambiante. Aprovechaba sus muchos pasos de frontera para hacer de porteador de encomiendas entre personajes oscuros. Siendo tan bueno en los negocios, se le tomaba por excentricidad que fuera parte del elenco. Se vestía de payaso y su número incluía ópera. El payaso se llamaba Caruso y su poderosa voz hacía estremecer a la audiencia. Algunos decían que la carpa del circo se sacudía como velas de barco con aquel portento. Y al hablar, era un mago del convencimiento. Cuando cambiaba de país, Carlo conseguía que la prensa le concediera espacio para hablar de su espectáculo. Gustaba de contar historias que, de pro-

venir de otra voz, resultarían difíciles de creer. En las entrevistas solía presentarse como conde húngaro, príncipe gitano, náufrago sin memoria, descendiente de Drácula y muchas cosas más. Para ello, usaba la modificación de nombre que mejor conviniera a la historia. Carlos también gustaba de cambiar nombre al circo, y regresaba a cada país cada dos o tres años, por lo que sus historias siempre resultaban frescas. El poder de su voz era especialmente útil con las mujeres. Con poco esfuerzo y en corto tiempo, conseguía enamorar a quien se le antojara. Su lista de corazones rotos y abandonados era larga y empapada en tragedias. Con el pretexto de renovar el circo, y con cada cambio de nombre, dejaba detrás algunas artistas que reponía al cruzarse con otros circos. De esa cuenta, el público y él siempre tenían entretenimiento fresco en la caravana. Así, tuvo tórridos romances con Monique la contorsionista, Tatiana la equilibrista, Federica la tragasables y muchas más. Greta, la enana come vidrio, fue una de sus tantas conquistas y madre de otro de los hijos abandonados. A ella la cambió por un camello enfermo, tanta era la urgencia por deshacerse del problema cuando descubrió el embarazo. De aquella hazaña habrían pasado ya veinte años. En uno de sus tantos negocios, Carlés compró carpa nueva a unos marineros

chinos que se encontró en el puerto. La lona con que montaba el circo tenía ya demasiados parches de todos colores, y eso no daba una buena imagen. Unas semanas más tarde, hizo una maniobra evasiva para no encontrarse con el circo Concordia, pues dijo tener ciertos problemas con el propietario. En vez de continuar por la costa, puso rumbo hacia las montañas. Luego de un par de funciones con la carpa nueva, un furioso temporal provocó lluvias fuertes por más de diez días. Todo el campamento era lodo y roca, y no había dado tiempo a desmontar la carpa. Parecía que la humedad comenzaba a criar hongos en las narices y oídos. Cuando por fin salió el sol y los miembros de la caravana pudieron reunirse, no conseguían dar crédito a lo que había sucedido. Si ya resultaba increíble que la carpa se hubiera encogido dejando desnuda toda la estructura de metal y madera, el aspecto p de Karroll era para p espantar a cualquiera. ¡Él también se había encogido! Ahora, con dificultad mediría un metro. Lo encontraron sereno, metido en el ahora enorme traje y con el maquillaje de payaso. Como si nada hubiera pasado, fumaba sus cigarrillos de siempre. La vieja gitana se abrió paso entre los congregados y subida en la jaula del perro que disfrazaban de león, se dirigió al grupo: esta era la maldición que había anunciado al villano, y habló de él como si no lo tuviera enfrente.

Carlés escuchó el discurso tranquilo, como si no fuera con él. Hércules, el único enano del circo hasta ese momento, se mostró escéptico y renuente a dejar las cosas como estaban. A pesar de lo afirmado por Altagracia, lo único en común del hombrecito aquel con el dueño del circo era el maquillaje, el saco y los pantalones forrados de lodo de las rodillas hacia abajo. Los murmullos principiaron. Entonces, despertando el asombro de todos y haciéndolos retroceder, el hombre encogido principió a cantar ópera. Aquello acabó con las dudas de un solo tajo. Era él, víctima de una maldición que solo puede caer sobre la gente de circo. En pocas semanas, el ambiente volvió a la normalidad y la maldición se convirtió en milagro. Aquel era un hombre nuevo y feliz. Subió los salarios, mejoró la comida y se convirtió en buen amigo de todos. El número operático, además, causaba más impacto. Era casi mágico escuchar tan potente voz saliendo de la boca de un enano que por nueva excentricidad, conservaba el maquillaje día y noche. Aparte de los cambios apuntados, hubo solo uno más. Ahora, la taquilla estaba a cargo de Greta, una vieja enana contratada del circo Concordia. ¡Ah! Y Carlos cambió su nombre a Carussino. *Byron Ponce Segura. De la antología de escritores guatemaltecos, en imprenta.


Jessica

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DOMINGO 29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

POR JORGE ESTUARDO MOLINA LOZA

C

uando era muy pequeña, no sabía a qué se dedicaba mi papá. Le preguntaba, pero siempre me contestaba con evasivas. “Vendo productos para poner contenta a la gente”, me decía. Lo que sí, es que me daba cuenta de que era muy buen negocio. Siempre había mucha plata en mi casa. Todo lo que se compraba era lujoso. Nunca me negaron nada. En ropa y juguetes tenía lo último de lo último. Cuando fui más grandecita empecé a darme cuenta de algunos detalles. Mi papá no siempre llegaba a dormir. “Tengo viajes de negocios”, me decía. Siempre había hombres armados en mi casa. Nunca podía ir a ningún lado sin guardaespaldas. Tampoco mis hermanos y mi mamá. Me llevaban al colegio en una camioneta con vidrios polarizados. Iba un chofer y, en el asiento trasero, me sentaba yo con otro hombre. En él recaía toda la responsabilidad de mi seguridad. Atrás iba otro vehículo con cuatro tipos con metralletas. Los carros no entraban al colegio porque estaba prohibido. Si hubieran podido me habrían llevado hasta dejarme dentro de mi clase. “Decile a tus compañeritas, si te preguntan, que me dedico a las finanzas”, me advertía mi papá. Cuando estaba ya en magisterio me enteré de cuál era el negocio de mi papá y mis tíos: traían y comercializaban el polvito blanco y otras actividades menores como la venta de mariguana. Fueron varios los jefes de mi seguridad, hasta que llegó Rodrigo. ¡Guapísimo! Yo estaba feliz. Era muy correcto. Nunca me dijo nada fuera de lugar. Hablaba conmigo solo lo necesario. Como era la hija del jefe, podía darme ciertas libertades. Un día, en el trayecto hacia el colegio, le dije: “Usted es más guapo que los demás guardaespaldas que me ha puesto mi papá”. Tuvo un momento de turbación, pero luego volvió a quedarse muy serio. Yo entendí. Se sabía un empleado. Es más, un empleado de mucha confianza de mi padre. Se lo dije un par de veces más. La última se me quedó viendo, sonrió y me dijo: “Usted también es muy linda, señorita Jessica”. “Por favor, dígame solo Jessica”, respondí con el tono de voz más sensual que pude. Me di cuenta de que Rodrigo empezó a entrar a las reuniones en las que participaban solo los jefes: mi papá, mis tíos y algunos invitados de otros negocios. —Papa, cuándo voy a entrar a esas reuniones —le dije un día—. Ya soy mayor de edad. —Nunca, aunque seás viejita. Este es negocio de hombres. —Pero Rodrigo entra y yo soy tu hija. —Por eso. Él es hombre. De pequeña me gustaba jugar a las escondidas con mis guardaespaldas. Muy pocas veces lograba escapármeles.

Eran muy buenos. Solo una vez que les costó encontrarme le dieron la queja a mi papá. Para qué quisieron. Nunca más los volví a ver. Desde esa vez, hiciera lo que fuera ellos eran una tumba. Hoy me arrepiento. Pobrecitos. Me sufrieron. Lo dejé de hacer cuando apareció Rodrigo, por dos razones. Una, porque nunca lo iba a poner en aprietos. No quería que por una pendejada mía me lo fueran a cambiar. Ni pensarlo. La otra: qué iba a querer esconderme, si lo que deseaba era encontrarme con él. Después de que nos dijéramos que nos gustábamos, el empezó a relajarse. Ya platicaba conmigo. Le llegué a tener mucha confianza. Y creo que él a mí también. En lo único en que aprendí a no meterme era en los trabajos que hacía para mi papá. Por más que le rogaba, nada. Silencio total. “No estoy autorizado”, me decía simplemente. Desistí, con tal de no verlo incómodo. Un día, cuando entré al carro para que me llevaran al colegio, me senté muy cerquita de Rodrigo. Tuvo el impulso de correrse, pero le dije que no se preocupara. Que se quedara ahí. Le tomé la mano. La pierna derecha le empezó a temblar. Se puso muy nervioso. Cuando llegamos al colegio, antes de abrir la puerta, le di un beso en la mejilla. Antes de cerrarla lo vi. Tenía la cara como un tomate y bajó la vista. No se lo esperaba. Mi papá me enseñó que podía obtener todo lo que yo quería. Pues, bueno, eso era lo que quería. La escena se repitió más veces. Hasta que un día, no se aguantó. Se acercó

y me dio un beso tan dulce, que solo de recordarlo me voy a poner a llorar. Pasaron los meses. Enloquecí. Creo que él también. Cuando ya teníamos más de año y medio de nuestro noviazgo clandestino, me animé a decirle a mi papá. Al principio lo tomó a mal. Se enfureció. “No lo vayás a regañar —le dije—. Por favor”. Al poco tiempo se fue calmando. —Fijate que ya le conté a mi papá de lo nuestro —me atreví a decirle a Rodrigo. —Ah, ahora entiendo lo que me dijo hace poco. —¿Qué te dijo? —“Si le hacés una cabronada a mi princesita, no vas a querer haber nacido”, me dijo don Poncho. Seguimos intimando. Había muchas cosas que no compartía conmigo. “Mi amor —me decía—, entre menos sepás, mejor”. De esa cuenta no sabía dónde vivía, quiénes eran sus parientes. Nada. Una vez oí que vendría un embarque. Mi papá nunca iba. Pero esa vez dijo que viajaría. Venía el jefe de otra organización y necesitaba hablar con él personalmente. “Hasta van a ir mis hermanos”, me dijo. Yo le pedí que no lo hiciera. Fue por demás. Imposible de convencerlo. Rodrigo también se fue con él. Por la noche, la noticia. Los habían capturado a todos. Después me enteré de que había sido una balacera de más de cuatro horas, en una pista de aterrizaje clandestina. No cabía duda de que había sido obra de un soplón. El mundo se

me vino abajo. Sin padre, sin tíos y sin mi amor. Lloré como nunca. Lo peor de todo sucedió muchos meses después. Nos enteramos de que Rodrigo había sido el delator. ¡Mierda! Empezamos a averiguar. Resultó que era miembro de la Subdirección General de Análisis e Información Antinarcótica. Nos costó obtener esa información. Lo bueno es que no cualquiera resiste los “bombazos” millonarios. Peor en esta sociedad tan corrupta. A cualquiera se le llega al precio. Resultó que su verdadero nombre era Obdulio Aldana y era originario de Gualán, Zacapa. También averiguamos que aparentaron haberlo llevado preso, pero era falso. Lo seguimos buscando. Ya no estaba en ningún cuerpo de la policía. Fuimos para su pueblo. Conocí a toda su familia. Preguntamos por todas partes y nada. Se había hecho humo. Los años pasaron. De pronto, un exjefe de esa Subdirección “dio el piojo”. Por otros buenos milloncitos nos contó todo. La DEA se lo había llevado a los Estados Unidos y lo habían escondido allá. Solo sabía que fue a parar al estado de Oklahoma, pero no dónde exactamente. Eso nos tocó a nosotros averiguarlo. Por fin supimos en qué pueblo vivía: Coweta. Nos pasamos muchos meses buscándolo. Patrullábamos las callecitas de arriba abajo. Una vez vi a un tipo por atrás. “¡Es él!”, me dije. Cuando lo alcanzamos, lo vi y no, nada que ver. Pero caminaba igual, tenía las mismas piernas algo cornetas y el estilito de las botas tejanas, me habían convencido.


Intentamos acercarnos a algún miembro de la DEA. Sabíamos que era arriesgado. Por eso avanzábamos con pies de plomo. En Estados Unidos la corrupción es más sutil que aquí. Hasta que encontramos a uno que tenía todas las características y estaba dispuesto aceptar un jugoso “regalito”. Cayó. Los muy hijos de puta le habían hecho una cirugía plástica. Le habían cambiado nombre: Kevin Rivas. “Entonces, tal vez sí era aquel tipo que vimos la otra vez”, pensé. Planificamos todo. Uno de los muchachos encontró, en un paraje solitario, un edificio desvencijado y abandonado. Nos llevó y coincidimos en que era un lugar perfecto. Seguimos al tipo y vimos que vivía en el 598 de la North Division Street en Coweta. Lo estuvimos controlando para conocer sus movimientos. Si vivía con alguien más, si tenía amigos o pertenecía a alguna agrupación. Era la persona más solitaria que pudiera haber. Fijamos una fecha. Los muchachos harían todo el trabajo. Cuando ya lo tuvieran, me llamarían y yo los alcanzaría. Después de algunas horas, recibí la llamada. Cogí el auto y salí a encontrarme con ellos. Tomé la autopista 351 hacia el noroeste. Llegué después de más de tres horas. Bajé del carro. Cuando entré, encontré un cuadro macabro. Rodrigo, Obdulio, Kevin o como se llamara estaba totalmente desfigurado. Aunque era otra cara que no reconocía, se me estrujó el corazón. —Quítenle la venda —les ordené. —Mi amor, ¡qué felicidad verte! —balbuceó Rodrigo. —“Mi amor”, tu madre, ¡hijo de la gran puta! Es poquito lo que te han hecho mis muchachos, comparado a la cagada que le hiciste a mi papá y a mis tíos. —¿Cómo me encontraron? —preguntó con un hilo de voz. —¿Ya se te olvidó, Rodriguito, que el pisto todo lo puede, todo lo compra? Además de cambiarte el hocico, debiste haberte operado las piernas para que te quitaran lo corneto y cambiar el estilito de las botas tejanas. Eso nos lo confirmó. —Bueno, pedazo de mierda, aquí acabaron tus días. A ver, Saúl, dame la escuadra —empuñé el arma con las dos manos y empecé a disparar—. Así vivito te voy a dejar, para que te murás poquito a poco, maldito. Giré sobre mis tacones y empecé a caminar. —Gracias, amor —murmuró muy quedito, cuando yo estaba por salir—, mi vida no tenía sentido sin vos y no tuve los huevos de quitármela. Para qué me dijo eso. Estuve a punto de regresar, ordenarles a los muchachos que lo cargaran y que lo lleváramos a un hospital. Pero no. No podía hacerle eso a mi papá. ¡Para qué diablos me dijo eso! Me jodió la vida. Me partió el alma. No sé si lo voy a aguantar. Anoche regresé a Guatemala. Después de que le dé la noticia a mi papá… no sé qué voy a hacer. Tampoco tengo ganas de vivir.

El lagarto traga neumáticos POR MARIO CHAVARRÍA GONZÁLEZ

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l lagarto lo asustaba. A pesar de que carecía de dientes y la carne humana no le interesaba, Nacho le tenía miedo. Esa manera de deslizarse al seguir a su padre, entre la llave de chuchos y los neumáticos, como si fuera una serpiente, inspiraba desconfianza en el niño. Como todo depredador debía alimentarse de algo, y Nacho estaba seguro de que debía ser de lo que más abundaba en el local: llantas; de ahí su apodo: traga neumáticos. No obstante, el mayor temor del niño era que, de repente, el lagarto cambiara su hábito alimenticio y algún día lo atrapara para arrastrarlo debajo de algún vehículo, pues los automóviles eran su madriguera. Don Ignacio, el padre de Nacho, sabía que su hijo le tenía pavor al lagarto de metal. Pero lo veía como un temor de la niñez, como muchos niños le temen a la oscuridad, y esperaba que le pasara conforme fuera creciendo. Y es que para alguien que dirigía un pinchazo, no podía haber peor cosa que tener a un hijo que le temiera a las herramientas de trabajo. Nacho había pasado sus primeros meses de vida en la espalda de su madre, quien vendía tacos a un costado del “Pinchazo El Rey”, el negocio de su esposo. Pero conforme fue creciendo, el peso y el tamaño del niño comenzaron a dificultar los movimientos de la mujer al trabajar. Así que don Ignacio decidió buscarle un lugar donde colocarlo, y cuando lo encontró, dijo que era el sitio perfecto: un viejo neumático lleno de rasgaduras y chinchones. La estropeada llanta, que estaba olvidada en una esquina del local, fue recubierta por una raída colcha para convertirse en el pesebre de Nacho. Y fue así como los primeros olores agridulces a cebolla picada y a carne sofrita que impregnaron al niño durante sus primeros meses, cambiaron por unos más fuertes como el de los pastosos lubricantes y solventes. Al año y tres meses, cuando el niño comenzó a caminar, la llanta perdió su función de moisés para adoptar la de trono, y el reino de Nacho se expandió. Las torres de su castillo estaban construidas por neumáticos, sus hermosas damiselas en trajes de baño le sonreían desde las paredes, y su cetro era una llave inglesa. Sin olvidar a su más leal súbdito: Bujías, un cachorro que un amigo del padre de Nacho le había dado como pago por un par de llantas. Nacho y su nueva mascota recorrían el pinchazo de un lado a otro, siempre procurando no acercarse al traga neumáticos. Bujías también le temía, pues cuando lo veía arrastrarse en dirección a un auto comenzaba a ladrarle. “¡Este es el colmo! —pensaba don Ignacio—. ¡También el chucho le tiene miedo al lagarto!” Al inicio el proceso de cambiar una llanta era un misterio para el niño. Le sorprendía la fuerza que tenían las fauces del saurio metálico, cuando su papá lo deslizaba debajo del auto, y el traga neumáticos abría su gran hocico, levantando el vehículo sin el menor esfuerzo. Tampoco entendía por qué don Ignacio sumergía la llanta en un tonel, cortado a la mitad y lleno de agua, para luego empezar a rodarla despacio mientras acercaba su rostro para examinarla; más parecía un juego que un trabajo. Pero luego, a fuerza de observación, el pequeño descubrió que era el método para encontrar clavos o chayes. Después los sacaba con una pinza, igual que hacía su mamá con las garrapatas de Bujías. Conforme fue creciendo, Nacho empezó a involucrarse en el negocio familiar. A sus cinco años ya le llevaba las tuercas y las llaves a su padre, empujaba los neumáticos de un punto a otro y sabía diferenciar el tamaño de los orificios de una llave de chuchos; siempre acompañado de su mascota. Poco a poco, el niño empezó a tomarle gusto al trabajo del pinchazo y, especialmente, a los vehículos. Cada vez se acercaba más a los carros para saber de qué y cómo estaban hechos. Así que cuando tenía alguna oportunidad se metía rápidamente debajo de los autos, mientras su padre cambiaba una llanta. Una mañana bastante ajetreada, Nacho se entretenía

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elacordeón

DOMINGO 29 DE MARZO DE 2015 GUATEMALA

inspeccionando la panza de un Honda Civic, cuando su papá lo llamó para que lo ayudara con el siguiente carro mientras él comenzaba a bajar apresuradamente el vehículo. Sin embargo, el lagarto cerró el hocico de golpe, y el auto aterrizó abruptamente sobre el asfalto. Un aullido y un grito alertaron a todos. La mamá comenzó a gritar y don Ignacio se lanzó al suelo vociferando el nombre de su hijo. Nacho estaba agachado y con las manos aferradas a la carrocería intentando, inútilmente, levantar la llanta que aprisionaba la pata de Bujías. Desde ese día, el temor del niño se convirtió en un resentimiento hacia el perverso lagarto, quien no satisfecho con los neumáticos había dejado cojo a su mejor amigo.


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