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Lecturas de verano editorLuis Aceituno | diseĂąoEstuardo de Paz | IlustracionesWilli Baumeister
domingo 25 marzo 2018
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DOMINGO 25 DE MARZO DE 2018 GUATEMALA
El aroma del tiempo MARLÓN MEZA TENI
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os no recuerdos. Las manos encima de la cuna, el miedo a las cucarachas, la voz de mi papá abrazándome, el dolor de dientes, el colegio calle arriba, la rama del eucalipto que se rompe, la iglesia los sábados, las lagartijas en la bolsa de la camisa, el miedo a la oscuridad, la voz de mi mamá gritando cuando veía un ratón, el pino sobre la acera, mi abuelo en camiseta, mi abuela en delantal, los perros en el patio, el nuevo colegio, los primeros libros, las piernas de mi profesora de inglés vistas desde
mi escritorio, el bus escolar, mi abuela esperándome en la esquina, el corredor lleno de flores, las primeras notas en el piano, la televisión que puso mi papá en la acera para compartir con los vecinos el aterrizaje del hombre sobre la Luna, los chistes de curas perversos, el radio de transistores, la radio casetera, la risa de los demás, los caprichos, el miedo al dentista, el foco de la linterna en mi cama de niño durante un cateo, el miedo a la Policía, el burbujeo de la violencia que te late, las citas para darse manadas a la salida del colegio, el mundial que Brasil le ganó en el setenta a Italia, el beso de mi viejo sobre la nariz antes de dormir, la hepatitis, los dos meses sin ir al colegio, los mensajes de amor de una niña fea, el cuerpo que se estira, la voz que cambia, la vecina de doce años
que no me quiere, los primeros libros sin terminar, el murmuro de la gente al mencionar la palabra comunista, el carro de mi vieja parqueado en el garaje, los amigos desaparecidos, el equipo de fútbol, las revistas eróticas escondidas, los primeros insomnios, las caricias ajenas, el primer chorro de esperma, las habitaciones que fueron agrandando la casa, el accidente de carro que me salvó la vida, las películas de Batman, los capítulos del Zorro, las lágrimas lloradas al final de una telenovela, el primer cigarro, el chavo del ocho, el olor a pino de las navidades, la primera rasuradora, el terremoto y el frío de la calle a las tres de la mañana, las penas de amor de una tía que escondía un adulterio, las ganas de morirme un rato, las ganas de morirme para siempre pero
sin morirme de verdad, solo para ver quiénes lloraban en mi entierro, la gente que vivía a orillas de un barranco, el secuestro del primer amigo, el secuestro del segundo, el secuestro del tercero y el cadáver del primero que aparece, el secuestro del cuarto, del quinto, del sexto, del séptimo y el cadáver de los anteriores que se banalizan. La casa de los vecinos que un día amaneció sin nadie, el silencio en la calle que iban dejando los secuestros, la apatía en los estudios, el bachillerato sacado en enero, el viaje a Miami, la playa de arena blanca, la joven portorriqueña que me regaló un calzón metido en un himnario de la iglesia adventista, el regreso a Guatemala, los partidos de fútbol por televisión, los álbumes con estampas, la magia del
bolero, el descubrimiento del jazz en el Volkswagen de mi papá, el ruido de la lluvia, el instinto de supervivencia como un despertador de madrugada, el ansia de dejar un día y para siempre Guatemala, el llanto de mi abuela y las palabras de mi vieja diciéndole que soy un niño y que a mí no me van a secuestrar, las dos perras pekinesas homosexuales que alternaban sus placeres, las úlceras del abuelo, y otra vez el llanto de mi abuela en la cocina por el asesinato de su viejo convertido en un tabú familiar, el gallo del vecino, las primeras caricias que fueron más lejos, el miedo a lo que podía encontrarme mi mamá en los cuadernos, los desatornilladores de mil formas en el taller desordenado de mi papá, los huevos a la ranchera con una gota de sangre, la fiesta de quince años de mi hermana, la llamada de mi tío anunciando que mi papá está a salvo en una gasolinera incendiada, mi hermana que llora para su fiesta de quince años por una pena de amor, mi padre que sopla el fuego de un churrasco la misma noche en que por poco murió quemado. Los fantasmas sexuales repentinos, los diez centavos entre la bolsa, mi bicicleta roja,
la curiosidad detrás de la cortina, el ojo de la cerradura del cuarto de mi hermana menor, mi primer trabajo, el piano, los aeropuertos, la ansiedad de los adioses a largo plazo, París, la escuela normal, mi primera ficha de pago, mis primeras borracheras, las chicas rubias, los engaños de las chicas rubias, las rupturas con las chicas rubias, los amigos que se van, el amor que se renueva, las trampas del amor renovado, las mil posiciones del sexo en una sola noche, el mal aliento que nace con la tristeza, el timbre de la puerta del psicólogo, las rupturas en silencio, las malas noticias, la falta de plata, el miedo cuando tengo plata, los pájaros que murieron durante el invierno, el agua caliente del chorro, las baguettes, los croissants, el café, los veranos, las hojas de otoño que crujen bajo las suelas, las pesadillas ancladas, los aviones, los árabes del barrio, la chica que me inaugura en el vicio de la ternura, los primeros recuerdos que sustentan, el reloj que me regaló mi papá que no funciona más, las partituras de Bach y Mendelssohn, el amor en la retina de la chica japonesa, el fuego que se apaga y el amor de para siempre que por fin
asoma, el engaño del amor de para siempre, la diferencia entre la pena y la tristeza, el desafuero, las mudanzas, lo que no se puede decir, lo que no se entiende, lo que me desvela sin palabras, la amiga de siempre harta de la amistad, los nuevos amores y nuevas rupturas, las pastillas para dormir, las pastillas para no olvidar las de dormir, el dolor en el tobillo que persiste, Paul Auster, mis cámaras, la depresión, los psicólogos, la vecina con la que me acuesto, los libros que no caben, el verano viendo todas las películas de Ingmar Bergman en un cine de la calle Saint André des Arts, la mancha en el ojo que le preocupa a mi doctora, los primeros cambios y los nuevos dolores, el cuerpo que decide, la risa convertida en carcajadas, el primer libro editado, el cuchillo del gitano en la palma de la mano, el mal vino, la falta de trabajo, la carta de amor de una desconocida llegada desde Bristol, los recuerdos que fermentan, internet, los alumnos, Disneylandia, las cosas que voy dejando para cuando sea más grande, los proyectos que tarde o temprano llegarán pero que no llegan, las dudas, la visita de la chica desconocida que llega desde Bristol, la estación del norte, las sorpresas ocultas del sexo, la efervescencia de los sentimientos ignorados, las fechas de vencimiento, el amor que me golpea de nuevo y esta vez sí para siempre, nuevos engaños, nuevas tristezas, las palabras como insultos afilados, el engaño del perdón. La llamada sorpresiva de la madre de un alumno, las noches en la cama de la madre del alumno. El recuerdo del perro atropellado que nunca falla. Los nocturnos y los valses de Chopin, la síncopa de Scott Joplin, la elegancia de Haruki Murakami, el ruido de las ferias, los libros rechazados, el mar azul, las promesas falladas, los reclamos lejanos de mi mamá, el silencio condescendiente de mi papá, el deseo de tener un hijo que se apaga, el deseo de tener un niño que vuelve a aparecer, la bañera y el agua caliente, las fundas de la almohada limpias, el miedo a los aviones, las pesadillas recurrentes, los amores que también vuelven, los que no consolidan, el cáncer de la abuela, las incontables horas trasatlánticas, las teclas negras del piano de mi casa, mi casa que ya no es mi casa, el blues, el ruido del vecino, los besos con una adolescente, el dinero perdido, el miedo a fallar lo que piensan de mí, las pláticas con Dios a solas en el baño, los rollos de películas Kodak inutilizables, las radiografías, los diagnósticos, la mancha en la espalda que le preocupa a mi doctora, las resonancias, el hombre de la farmacia, las cajeras del supermercado, la computadora, las peleas de amor por SMS, el golpe en el pie que dura dos años, las muletas, los libros, las arrugas, los lentes para ver de lejos y los lentes para ver de cerca, las ventanas de verano, el sonido de las cosas raras, los granos de arena del mar en un zapato, las promesas, facebook, skype, los números de teléfono que ya no existen, los nombres que se van rayando, los calendarios vencidos, las ventanas intempestivas que se invitan
en las pantallas, la muerte repentina de papá, el llanto atragantado a solas, el abrazo que una amiga te prodiga, el beso, las lágrimas, el sexo inoportuno, el odio que desborda el desconsuelo, la ausencia de los tuyos y hasta el miedo a los espejos. Los sueños que se archivan, la experiencia para esconder lo irrealizable, la medalla inesperada, el recuento de las navidades, la vida calculada en mundiales de fútbol, el descubrimiento de la glándula tiroides, la paloma muerta hallada en el buzón, los cumplidos que disfrazan la verdad, los anuncios de propuestas indecentes, los cálculos de vida para la jubilación, los sueños con una playa del mediterráneo, el sexo decadente, la convocatoria para ser parte de un jurado popular por crimen, el crimen que también pude cometer y que condeno, los anuncios de encuentros secretos para vivir aventuras tórridas con prostitutas a proximidad del hogar, las ventajas de un contrato funerario, los exámenes de sangre, la endoscopía digestiva, el centro de medicina estética que también ofrece una sesión de irrigación del colon indolora, las promociones para aumentar la vitalidad, las canas adentro de las fosas nasales, las uñas que se rajan, los boletos para viajes en cruceros para adultos en busca de aventuras discretas, las actividades gratis para viudos, las gelatinas maxi-penes, los adulterios sin complejos, el jazz nocturno, las conversaciones con mis plantas, el entierro de mi último gato en el jardín, la invitación de la seguridad social para efectuar un saldo completo de salud, la palabra próstata que se ha vuelto parte de un vocabulario semanal, la tensión arterial, el reflujo que obliga a dormir casi sentado, el electrocardiograma, el éxito de tus amigos en la prensa, las palpaciones renales, la enfermera, la fijación por las nalgas de la enfermera, los regaños de la enfermera, el amor por la enfermera, la última caricia sexual y la cachetada justo debajo de la catarata del único ojo que funciona, las bisagras de los huesos que pronto serán polvo. Los no recuerdos. Las manos encima de la cuna, el miedo a las cucarachas, la voz de mi papá abrazándome, el dolor de dientes, el colegio calle arriba, la rama del eucalipto que se rompe, la iglesia los sábados, las lagartijas en la bolsa de la camisa, el miedo a la oscuridad, la voz de mi mamá gritando cuando veía un ratón, el pino sobre la acera, mi abuelo en camiseta, mi abuela en delantal, y el corazón solitario de mi papá que me espera en el jardín como siempre cuando estoy por llegar. * Este cuento es parte de la recopilación “Coreografía del desencanto” libro ganador del certamen BAMLetras 2018. Marlón Meza Teni es escritor y músico graduado de L’Ecole Normale Superieure de Musique de Paris. Entre sus libros publicados se encuentran “Cuentos Migratorios” (México, 2000), “Secretos de café con fin” (Guatemala, 2001) y “Noches de pan con luna” (2004).
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María Mancini teme a los emails GERARDO JOSÉ SANDOVAL
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o fue rara, tampoco puedo afirmar que haya sido diferente, ni especial, ni nada, solo una gota de lluvia tan parecida a otra, cayendo fría y solitaria en medio de millones más. Esa tarde no quería saber nada de mí, refugiarme en el bar era lo lógico. El problema de las ciudades turísticas es la distracción visual, solo alguien terriblemente poderoso o estúpido puede no perder su objetividad en medio de tantas mujeres. Me senté sobre una banca larga, pedí un litro de cerveza e intenté con todas las fuerzas que me atribuyo no levantar la cabeza de La Montaña Mágica para ver las nalgas de las turistas. Settembrini. Como no sé italiano igual me suena a septiembre. Una rubia pasa, se parece a Clawdia Chauchat, supongo. Bajo la cabeza, cuando vuelvo a alzar la vista ella me ve con una ternura inmerecida, siento que la Madre Teresa me sonríe, entonces digo, Qué tal, y ella me responde, Qué tal tú, con un acento altisonante y pésima pronunciación. No soporto el tuteo, me pone nervioso ser tratado de esa forma tan descendente, porque me rebaja, sí; yo solo voseo, pero en los ojos de esa mujer había algo que no permitía mi rebajamiento, esa reducción a los demás tan propia en mujeres como ella, me pareció, por su apariencia, pero sobre todo por su olor a tabaco, tan a María Mancini. De dónde sos, me interrumpí, De dónde eres, rehíce luego, viendo sus ojos azules cuyo fondo central parecía negro, De Zúsdal, Eso está en Rusia, verdad, Es correcto, dijo, sentándose a la par mía, Y tú, Yo, de acá mismo, Ya. Pude decir que tenía a lo más treinta años, su cabello caía sobre sus hombros, su nariz era recta y larga, su piel recién bronceada resaltaba sobre todo sus cejas, pobladas y rojas, que levantaba constantemente aun cuando no hablara. Y bien, me dijo, Me compras un incienso. Hasta ese momento advertí que María Mancini llevaba en su espalda una mochila de la que brotaban como girasoles rotos decenas de varillas de incienso. Pues no, la verdad es que soy alérgico a eso, me causa estornudos. Ya, entonces al menos invítame a tu cerveza, Bueno, dije sin pensarlo. Pedí un vaso más al mesero. A mí me gusta la cerveza, dijo mientras sorbía delicadamente del vaso. En El Salvador tomábamos de vez en cuando con mi marido. Con tu marido. Sí, con mi marido. Ya no estás con él. No, ya no, hace años. Por qué. Murió, bueno, la verdad es que lo mataron. Por qué lo mataron. Bueno, no es que lo hayan matado físicamente en forma directa, pero si espiritualmente. Cómo. Pues así, dijo, haciendo con su mano una pistola imaginaria llevándose al pecho, luego apretó del imaginario gatillo yéndose de espaldas sobre el respaldo de la banca. Ja, resopló. Debió ser muy duro, dije, sintiéndome estúpido. Sí, pero no mayor a lo de Arturito. Quién es Arturito, pregunté arrepintiéndome luego, porque si hay algo que no soporto son las tragedias, y esta mujer si bien era atractiva ya empezaba a figurárseme como a una triste figura. Arturito, mi hijo, qué no lo sabes. Pues no, la verdad, Pues a Arturito me lo secuestró la guerrilla, soltó a la vez que arqueaba las cejas, Se lo llevaron un día haciéndose pasar por unos tíos que lo pasaron a traer a la salida
del colegio, En serio, fue lo único que pude decir pues ella prosiguió aceleradamente, El pobrecito les creyó y se fue con ellos, de verdad no supiste, salió en los diarios. No leo diarios, mentí. No me interrumpas por favor. Sorbió un poco de cerveza, A los cuatro días nos llamaron, querían medio millón de colones, imagínate, si mi esposo apenas tenía para los gastos, les pidió una rebajita y los animales respondieron con una oreja, si, una orejita de mi hijito, con sangre seca en las orillas, imagínate. Me lo imaginaba, sí. Nos llamaron de nuevo a las tres semanas, pusieron a Arturito al teléfono, mi esposo habló con él, empezó a llorar, le salían mocos de tanto llorar, de nuevo les pidió que fueran conscientes, que le hicieran una rebaja, que a lo más que llegaba era a cien mil colones, entonces fue cuando lo mataron. A Arturito, pregunté. No, a mi marido, dijo llevándose de nuevo la mano al pecho. Ah, sí, lo mataron metafóricamente. Qué metafóricamente ni que ocho cuartos, eso fue una ejecución al peor estilo de la mafia, una aniquilación total, lo tiraron de una patada al suelo y cuando su cabeza rebotó en la losa le dispararon. Luego María Mancini guardó silencio, su belleza me aturdía. No sabía qué pensar, o más bien si sabía y precisamente eso era lo que me molestaba. Entonces, luego de varios minutos rompí el silencio, Qué fue de
Arturito. Nunca lo encontramos, suspiró. Luego se sumió de nuevo en ese silencio plácido, como si fuera un monje budista, concentrándose únicamente en darle sorbitos a su cerveza, sus labios, no sé si ya lo había dicho, tenían la forma del higo abierto de Hesse, Quise besarla, sin embargo decidí mejor lo peor. Cuántos años tenías en 1992, pregunté, No sé, titubeo, Once, creo. Uhm, carraspeé, La guerra terminó ese año, sabías, Si, claro, cómo olvidarlo, Pues bien, cómo explicas eso, Cómo explico qué, Pues que tu hijo fuera secuestrado por la guerrilla, no me digas que existen aún guerrilleros secuestrando gente. Me vio, arqueó de nuevo las cejas, su mirada seguía siendo la de Madre Teresa acariciándole el cabello a un pobre infeliz. Ante su mutismo volví a la carga, Qué me dices, inquirí, Qué mal informado estás, ni siquiera sabías la noticia del secuestro de Arturito, dijo, sin mostrar un atisbo de molestia, Bueno, le dije, si quieres busco en internet acerca de él, sugerí, y fue entonces cuando por vez primera su coraza se rompió, empezó a llorar suavemente haciéndola aún más deseable, No me amenaces con eso, por favor, dijo en un susurro apenas audible, Tú sabes lo que eso me hace, ellos me mandan esos correos electrónicos, y yo ya no quiero eso más. Cuáles correos electrónicos, Esos, dijo arqueando las cejas, Los que me hacen cagarme en público, me mandan rayos a través de
La otra piel MARIO CHAVARRÍA GONZÁLEZ
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los correos, cómo si no lo supieras. Su terror era real, mi asombro era real. Cómo así que te cagas en público. Pues eso, voy a un café internet, abro mi correo, y ya, me cago en frente de todos, es horrible. Traté de imaginar a esa bella mujer defecando delante de todos, su pantalón chorreado de mierda, la pestilencia de sus entrañas a flor de piel. No puede ser, dije. Si puede y es, respondió, Todo empezó el día que cayó sobre mi cabeza una gota de lluvia diferente a todas las demás, como si dios mismo me hubiese escupido, maldiciéndome. La miré con sincera lastima mientras mi deseo terminaba por fin de hacerse nada. Todavía me preguntó si quería acompañarla a vender inciensos, Quizá encontremos por ahí a Arturito, sugirió. No, gracias, ya tengo que irme. Pagué el litro y me dirigí a la salida, cuando di un paso hacia afuera me cayó sobre la cabeza, fría y solitaria en medio de millones más. * Este cuento es parte de la recopilación “Hijos del pedernal y la brea”, libro finalista del certamen BAMLetras 2018. Gerardo José Sandoval es escritor y comunicador social. Ha publicado los libros de poesía “Los otros” y “Carretera ajena”.
uando la dependienta que atendía a mi mamá se descuidó, tomé la primera prenda que tuve a mano y la introduje rápidamente en uno de los bolsillos de mi pantalón. Sentí una repentina necesidad de poseerlo, como si el objeto me llamara. Luego continué caminando entre los maniquíes, con las manos dentro de los bolsillos y con cara de tedio para aparentar un aburrimiento que no sentía. Lo último que deseaba era salir de aquella tienda. Si no podía detener el tiempo, al menos habría deseado alargarlo, hasta que una empleada –que apareció detrás de un maniquí– se encargó de cortar de tajo el tiempo, cuando me tomó del brazo. Le dije que lo sentía y estuve a punto de devolver la prenda hurtada, pero ella se limitó a decir que me buscaban. Me arrastró hasta las cajas, adonde yo imaginaba a un guardia con esposas anticipando mi llegada. Para mi fortuna, mi mamá me esperaba para pagar sus prendas. Esa noche, antes de acostarme, estuve deleitándome los sentidos de la vista y el tacto con la prenda hurtada. Era un diminuto calzón turquesa adornado en los bordes con un listón de florecillas fucsia. No me cansaba de verlo y de sentir su textura: los bordados eran más ásperos al tacto, mientras que los hilos de la tela eran tan finos que parecían escurrirse entre mis dedos; la transparencia me hizo pensar que la prenda solo existía gracias al color. Incluso, era un deleite para mi olfato, como aquellos amantes de libros que se maravillan al aspirar las páginas impresas de un antiguo texto. Ese ritual duró unos tres meses hasta mi siguiente hurto: un sostén satinado de color pitaya. Esa noche, cuando ya no me bastaba apretar las prendas entre
mis manos o acariciarlas entre mis dedos, me di cuenta de que, tras llevarme el sostén a la nariz, había empezado a lamer la delicada tela. Por una fracción de segundo, la textura cobró nuevas dimensiones al momento de adherirse a mi lengua. Entrar a la tienda de lencería La otra piell era como ingresar al paraíso de los sentidos. De todos los sentidos. El ambiente olía a aromáticas flores secas, similar a la fragancia que se sentía al entrar al apartamento de una amiga de mi mamá. Un aroma tan espeso que casi se podía saborear. Las voces no eran estridentes como en otros establecimientos, aquí eran suaves murmullos como en un santuario. Mis manos infantiles anticipaban desde ya las texturas, y las tonalidades me hacían pensar en el mercado de flores. La variedad de colores, estilos y tamaños de las prendas era impresionante: desde unos diminutos calzoncitos en colores encendidos (que no comprendí qué función tenían si no ocultaban nada), hasta unos calzones sosos, sin color ni textura como los que usaba mi madre. Y ahora, tantos años después, me pregunto, ¿cómo, habiendo tanta belleza y exquisitez en el universo de la lencería, muchas mujeres siguen recluidas en un mundo insulso y aburrido? Uno de los inconvenientes era la espera. Mi mamá iba cada tres o cuatro meses a La otra piel. ¡En una ocasión tuve que esperar más de seis meses! La solución que encontré fue estirarle un par de calzones como si fueran resorteras, rasgarle el elástico a un fustán y dañarle la ballena a un sostén. Las visitas a la tienda se redujeron a una al mes. Al principio, mi mamá no cayó en cuenta de lo que sucedía, y le pidió a doña Conchita, la criada, que tuviera más cuidado al lavar su ropa. Después, dedujo que la calidad de la ropa no era la mejor, y entonces cambió de marca. Antes de que decidiera ir a otra tienda, decidí prolongar mis fechorías y ser más cauteloso con los daños que les ocasionaba a sus prendas. Con el tiempo, me convertí en un experto en el hurto de calzones y sostenes. El amplio local me permitía contemplar e internarme en ese bosque de muñecas que estaban apenas vestidas con prendas íntimas, y tomar lo que deseara. En una ocasión, llegué al extremo de hurtar un juego completo de lencería color amarillo con manchas negras, una textura que simulaba piel de leopardo,
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baby dolll incluido. La bolsa de la juguetería que llevaba conmigo me permitió esconder las piezas. Afortunadamente, en ese tiempo no existían las etiquetas antihurto en la ropa ni los detectores a la salida de las tiendas. También ayudaba que las dependientas ya me conocían, y estoy seguro de que pensaron que mis desapariciones dentro de la tienda eran un juego a las escondidas: esa era la ventaja de ser niño. Un juego similar al que jugaba cuando era pequeño, que consistía en que mientras mi madre estaba en el vestidor de alguna tienda, yo, disimuladamente, tocaba la tela a todo lo largo de alguna prenda hasta el ruedo. Luego, me enrollaba entre los pliegues hasta desaparecer –según yo, por arte de magia– debajo de la falda o del vestido de mi elección. Lo cierto es que debajo de esa sombrilla de ligeras telas estaba a salvo de las miradas, en un mundo íntimo que solo me pertenecía a mí. Es probable que ese haya sido el punto de partida. Lo que comenzó como un juego de escondidas entre las piernas de los maniquíes se convirtió en el pasatiempo de hurtar ropa interior femenina y coleccionarla. Empecé ocultando mis diminutos trofeos en el closet, debajo de mi ropa doblada, pero me di cuenta de que el riesgo se incrementaba conforme crecía mi repertorio de brasieres y calzones. Así que desalojé las calcomanías del Mundial guardadas en una caja de zapatos y las reemplacé por mi nueva y exótica colección. En cuestión de meses, había pasado de un pasatiempo anodino a otro completamente excitante. La caja estaba escondida debajo de mi cama, arrinconada a la pared de la cabecera, donde el trapeador o la escoba no podían llegar. Un sitio inexpugnable, según yo. Hasta que un sábado por la mañana, mientras acompañaba a mi madre al supermercado, mi papá se puso a revisar todos los tomacorrientes de la casa para ver cuál de ellos estaba ocasionando problemas. Llegó a mi habitación y movió la cama para comprobar que el tomacorriente funcionaba, y sucedió lo que yo tanto temía. Cuando entré al cuarto, descubrí la tragedia. Mi padre estaba sentado en el borde de la cama, sosteniendo una tanga roja entre los dedos. Levantó la vista y me preguntó: –¿De dónde lo sacaste? –Pues… este… –Palidecí. –¿Y todo esto? –dijo, y señaló a la cama, donde estaban desperdigadas todas las prendas de mi colección–. ¿De quiénes son? –De nadie… –¡Entonces te las robaste! No me digás que andás registrando los gaveteros de las mamás de tus amigos. Estaba perdido. En cuanto se lo dijera a mi mamá y le mostrara mi botín, descubriría las fechorías que hacía su muchacho mientras ella se probaba prendas en los almacenes. Y con lo paranoica que era, estaba seguro de que le pediría a mi papá que me enviara a terapia. –¡No me vayás a salir con mariconadas! –dijo con firmeza y levantó una ceja.
–No, para nada –aclaré. –Porque a mi hijo le gustan las patojas, ¿verdad? –Sí, papá… me gustan las patojas… Se levantó de la cama, puso su mano alrededor de mi nuca y la apretó suavemente. –¡Así me gusta, vos! ¡Puro machito! –me exclamó, mientras me miraba con una sonrisa socarrona, y dijo–: A mí también me empezaron a gustar los calzones de las viejas cuando tenía tu edad. Así que no tenés de qué avergonzarte. Es lo más normal del mundo, creeme. Me quedé sin palabras. Tuve la inquietud de preguntarle si él también había hurtado calzones y sujetadores, pero no me atreví. –¡Y, guardá esas tus babosadas! Para que no las mire tu mamá –me dijo tras dirigirse hacia la puerta. En eso, se volteó para decirme–: Creo que uno de esos juegos no le vendría nada mal a tu mamá. No sé qué me disgustó más: la posibilidad de que regresara por una de las prendas o la imagen de mi madre en tanga. Para mi fortuna, mi papá salió de la habitación. –Papá… –exclamé antes de que cerrara la puerta. –No te preocupés, no le voy a decir nada a tu mamá –dijo, como si adivinara lo que iba a pedirle–. Será nuestro secreto. “Nuestro secreto”, pensé, con un sentimiento de alivio y angustia por igual. El gran dilema llegó cuando alcancé la adolescencia. Tenía alrededor de quince años y, aunque ya no podía entrar a una tienda de lencería de la mano de mi mamá, quien me daba dinero para que fuera a comprarme algo mientras ella hacía sus compras, tampoco había
alcanzado la edad para refugiarme en la excusa de buscar un regalo para mi novia. Aunque confieso que le di vueltas a la idea de decir que era un regalo para mi mamá, pero me pareció algo grotesco. ¿Quién le regala ropa interior a su madre? ¡Menos ropa sensual! No me quedó más que reconfortarme con mis antiguas prendas. Fue una temporada difícil; una época en que me sentí expulsado del paraíso. Sin embargo, un día todo cambió. Descubrí por casualidad que mi madre había comenzado a variar estilos y colores en su ropa íntima. Imagino que, posiblemente, ella inició la transición desde que mi padre descubrió mi secreto y le regaló algo más atractivo. No sé. Lo que sí sé es que se me ocurrió tomar prestadas las prendas de mi madre como la única solución posible; hubiera sido estúpido robarlas. Durante la década que llevaba doña Conchita trabajando con nosotros, “nunca se ha perdido siquiera un alfiler”, decía mamá. Hacía los préstamos cuando mis padres no estaban en casa y doña Conchita estaba en el cuarto de servicio o atareada en la cocina. En esos momentos, iba al armario de mamá y hurgaba entre su ropa interior para luego tomar alguna braga provocativa o un sujetador elegante. Por lo general, era solamente una pieza, la cual debía regresarla a más tardar el mismo día o al siguiente, por aquello de que la fuera a utilizar o se percatara de su ausencia, aunque a veces la osadía se apoderaba de mí y me llevaba un conjunto completo. Una noche y a una hora en que mis padres ya dormían, olvidé colocar el seguro a la chapa. Mi padre entró a mi habitación sin tocar a la puerta. Yo
estaba parado frente al espejo, viendo cómo me quedaba la ropa interior de mi mamá. Llevaba puesto un conjunto de calzón y sostén negros de fibra, que hacía juego con unas medias oscuras que me llegaban a medio muslo. A mi padre siempre lo había visto gracioso, incluso algo vulnerable, en su pijama a rayas. Pero su rostro de esa noche, entre sorprendido y encolerizado, le daban un aspecto amenazante. Dio un par de saltos, me tomó con fuerza de un brazo y con la otra mano libre me lanzó un puñetazo a la cara. El golpe me hizo caer sentado sobre la cama y, sin darme tiempo a protegerme, él comenzó a arrancarme las prendas mientras me reprendía por mis mariconadas. La nariz me sangraba. De un jalón volvió a ponerme de pie y un golpe en el estómago me hizo caer de rodillas al piso frío. Me oriné. Traté de hablar, de explicarle, de pedirle que me escuchara. Necesitaba decirle que así era la única manera de sentir con mayor intensidad aquellas prendas… que olerlas, tocarlas y saborearlas ya no me satisfacía… incluso, que las patojas me seguían gustando. Pero no pude. Desnudo, tendido sobre un charco amarillento y de sangre que fluía de mi nariz, siguió golpeándome mientras mi madre gritaba algo desde la puerta. Me sentí como un maniquí que empezaba a desarmarse, y comprendí que con cada golpe se iba rompiendo nuestro secreto. * Este cuento es parte de la recopilación “Voces aisladas”, libro finalista del certamen BAMLetras 2018. Mario Chavarría González es escritor y ha publicado la novela para jóvenes “Los devoradores de mazapán”.
Filipa entre el incienso
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GLORIA HERNÁNDEZ
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endríamosunoscincoañoscuando nos conocimos. Íbamos de las manos de nuestras mamás en la procesión. Todas muy serias, como asombradas, vestidas de negro, bajo el sol abrasador. –Si nos perdemos, –me advirtió mamá– le avisás a una señora, ¿me entendiste? NUNCA a un señor. Y le decís dónde vivimos. ¡Repetime la dirección! –Sí, mama, número doce, callejón de Los mendigos. No me voy a perder, mama. No me quiero perder, mama. A Filipa deben haberla advertido igual. Cuando nuestras mamás iban cargando su turno en el anda de la virgen, las dos íbamos prendidas de sus faldas con los puños bien cerrados, para no perderlas. Así, toda la procesión. Nosotras nos mirábamos y compartíamos la caminata en silencio. Su pelo largo y ondulado era el orgullo de su madre. Así se podía sospechar por cómo peinaba a su hija, con unos canelones brillantes y sedosos. Era tan bella, Filipa, que las demás señoras aseguraban que su rostro se asemejaba al de San Juan. Algunas veces, nos dejaban jugar en el atrio de la iglesia, mientras esperábamos la entrada de las imágenes al templo. Y entonces yo descubrí con asombro que poseía una voz angelical. La niña tenía un encanto que nos atraía a todos. Yo intentaba por todos los medios de parecerme a ella. Pero era inútil. Mi rudeza sobresalía ante su delicadeza y fragilidad. Su mamá no la perdía de vista jamás. –¿Qué hacés niña? Filipa sonreía, respondía con sus grandes ojos negros y regresaba a prenderse de la falda de su mamá. La nuestra era una cita de todos los años. Una cita, digamos, cuaresmal. Su mamá y la mía nos llevaban a beber un refresco a la tienda de la Canche, para tomar un descanso. Era la única vez en el año que mirábamos el hielo: ese trocito duro, frío y resbaloso que guardábamos en la boca por unos segundos y regresábamos al vaso cuando se nos destemplaban los dientes. Cada año, al encontrarnos, casi nos abrazábamos por la alegría de volver a vernos. A veces, íbamos cerca y otras, no tanto. Aquel día, al verla, supe que algo le había sucedido. Estaba muy cambiada, pero era la misma. No sé cómo explicarlo. Y antes de que yo dijera alguna cosa, llegó la noticia fatal. –Filipa tuvo un problema muy serio: enfermó y perdió la voz. Mi amiga cuaresmal me dirigió una mirada negra y profunda y asintió. Y aunque no quería que se me notara, me puse a llorar quedito. Mi mamá me dijo que disimulara para no entristecer a Filipa. –Dejálo ya, no llorés que vas a poner triste a tu amiga. Y vos no te apenés, –le
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dijo a Filipa– no sabés los problemas que yo me hubiera ahorrado de haberme quedado callada algunas veces… Así que date por afortunada… Filipa bajó los ojos. Yo tomé su mano y le di un puñado de manías que llevaba en la bolsa de mi falda. Ella traía un primoroso vestido de tafetán negro y ya le habían colocado una madrileña sobre los largos rulos castaños, como si fuera una chica mayor. Yo me vi en la cinta dorada de metal pulido y descubrí a una niña un poco simple, con unas trenzas de un negro mate que apenas domaban mi cabello, vestida con la ropa pobre y tosca que me cosía mamá. –Pues ahora como que se les acabó la amistad. ¿De qué van a platicar ahora? Su limitación no nos afectó. Nos tomamos de las manos en cuanto estuvimos solas, sonreímos de las mismas cosas y descubrimos una manera secreta para comunicarnos. Funcionó como un nuevo juego para ambas. Al vernos, nuestras madres se sonrieron con un guiño. Volvimos a jugar en el atrio del templo de La Merced, a beber ese refresco delicioso de limón que preparan en la tienda de enfrente, a comer empanadas de leche y a señalarnos los dibujos más lindos en las alfombras de aserrines de colores. Incluso nos reímos mucho cuando ambas nos apretamos la punta de la nariz al sentir el aroma del corozo y cuando marchamos muy tiesas imitando a los soldados romanos que acompañan a la procesión. –¡Ya, niña, basta ya! ¡No seás absurda! Aprende de Filipa que se está volviendo
señorita. Yo la notaba triste, sin embargo. Y traté, desde entonces, hacerla sonreír. No importaba lo que dijera mamá. Total, yo todavía era niña y no lucía como mi amiga. Casi me convertí en una payasa. En escondidas de nuestras mamás, bailaba con las marchas fúnebres y brincaba, imitando un susto, cuando sonaba el trombón. Tan profundo era mi deseo porque Filipa recuperara su voz, que juro que algunas veces llegué a escuchar su risa ante mis gracias. Año tras año se repitió la historia. Hasta que, finalmente, yo también llegué vestida de señorita. Un poco incómoda, me puse unas medias de hilo negro, solté mi cabello y usé madrileña de encaje. En mi espejo secreto del anda de la virgen vi transformarse mi imagen en la de una joven un poco parecida a mamá. Filipa era alta, delgada y muy bella. Pero también se ocultaba con mayor afán cada año. Quedarse sin voz le había robado la alegría. Yo sentía un desasosiego antes de encontrarla. Deseaba volver a verla con todo el corazón. La Cuaresma era Filipa, para mí. Y, al encontrarla de nuevo, todo se volvía a ordenar en mi interior. Y eso que pasaba todo el año sin verla. Ninguna de las dos intentaba buscar a la otra el resto del año. Funcionaba como un pacto el encontrarnos solamente para la procesión. –¿Con quién hablás, mija? –Nada, mama, saludo a Filipa y a su mamá, mírelas, vienen allá por la esquina… –No quiero que te sigás juntando con
esa criatura. Es muy rara, sabés. Dicen muchas cosas extrañas de ella… Parece que sí habla, pero ¡qué voz! Conque ya no andés con ella, mejor. –¡Ay, mama, usted sí que se pasa…! Lleva años repitiendo esas majaderías. Mire que se confesó para iniciar la Cuaresma… es pecado andar hablando de la gente… Ese y los treinta años siguientes, nos volvimos a encontrar entre el humo y el aroma del incienso, al compás de la música fúnebre. Nuestras madres perdieron sus sueños, sus dientes y sus fuerzas para llevar a la virgen en sus hombros. Nos hubiera tocado a las dos cubrir sus puestos, pero la única que carga soy yo. Mi amiga viene atrás del anda, como siempre. Con su mirada triste y su rostro velado por el encaje negro. De su mano, su mamá saluda a la mía. Mamá ve a los lados, antes de responder con rapidez. –No te sueltes, mama, no te vayas a perder… –le pido. Nuestras blancas madres eternamente de luto ya no se guiñan el ojo. Han olvidado cómo sonreír. Apenas se dedican al antigüeño oficio de “ventanear”. Esa maestría infame que finalmente logró su propósito: Filipa tiene terminantemente prohibido cargar el anda de la santísima virgen en procesión y con ella, el agobio de su culpa.
* Gloria Hernández es escritora y miembro de número de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Sus libros más recientes son “Las leyendas de la luna” y “La sagrada familia”.
Hombre mirando al cielo
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OSWALDO SALAZAR
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uiero agradecerle, doctor, que me haya recibido en su clínica. De verdad, me cuesta aceptarlo, pero anoche ya no pude más. Sentí… no sé, una urgencia, una necesidad que nunca había experimentado en la vida. Agarré el teléfono y llamé a mi amiga. Sí, ya se enterará quién es ella, y le dije no, no te llamo para contarte mis penas y que me consolés, mucho menos para que me digás qué corbata me pongo mañana que tengo conferencia de prensa. Te llamo porque quiero el teléfono del doctor del que me hablaste. Se quedó estupefacta. Y después de unos segundos larguísimos dijo, pero sabés que yo siempre estoy aquí, que podés contarme cualquier cosa. No le contesté. Entonces, herida, disgustada, como diciendo morite, no me importa, me dio su número. Pobrecita. La quiero mucho. En los momentos más aciagos ha sido la única con quien he tenido una relación humana. El resto son intereses, intrigas, palabras falsas y amenazas veladas. Ya me dirá usted como hago para recuperar su cariño, sus celos, toda esa fuerza femenina que me sostiene y protege. No sé por dónde empezar. Me resistí a esto durante años. Muchos años. Desde que mis hijos comenzaron a crecer, quizá, cuando empecé a sentir (en un sentido figurado, por supuesto) que era dos personas. Sí, dos hombres que cada vez se llevaban peor. Uno el profesional, fuerte, decidido, prestigioso, respetado. Y otro, el papá, el esposo despistado, el hijo olvidadizo, el hombre que se traga cualquier cosa, que espera, y que está ahí siempre para todos, el incondicional, el que no sabe decir no. Hace algunos años, viviendo en Sudamérica, tuve una crisis. No, no es lo que está pensando. Estaba enfermo de verdad. Todo el mundo me decía que era hipocondría, que solo era mi imaginación. Y lo extraño es que todos los exámenes salían bien. No tenía motivo para sentirme tan cansado, para padecer ese insomnio horrible que parecía que multiplicaba las horas por mil. El estómago. Sí, siempre ha sido mi lado flaco. Desde adolescente pensaba que cuando muriera, iba a ser a causa del estómago. A ratos me dolía. Sentía mordidas, como si tuviera un demonio dentro que me torturaba mientras sonreía. Y después sentía un agujero que crecía, como si fuera a tragarme. Pero todo eso era físico. Es fácil decir no te preocupés, solo es tu mente. Visité a muchos médicos, me hice muchos exámenes. Me costó una fortuna. Pero al fin alguien me dijo de aquí mismo se va al hospital. Voy a internarlo. Tuve que renunciar a mi magistratura. Hubo muchos rumores, por supuesto. Que estaba escapando a una serie de acusaciones y no sé qué más calumnias. Pero no vale la pena mencionarlo. Estuve un año en ese lugar desde
el que podía ver los picos nevados de los Andes. Me leí La Montaña Mágica a de Thomas Mann. Settembrini y Naphta, esos dos hombres que en realidad son uno. Recomendación de mi médico, el Doctor Engel. Un ángel que me ayudó mucho. Mi esposa lo adoraba. Con decirle que durante un largo período de tiempo puso su retrato sobre mi escritorio. Después se lo llevó al dormitorio. Cuando me sentí bien tomé una determinación. No iba a permitir que esa enfermedad sin nombre me derrotara. Retomé mi carrera judicial y logré recuperar mi magistratura. Solo que ahora a un nivel más alto. Logré la Presidencia de la Corte Suprema. Se lo cuento porque usted no tiene por qué saberlo, pero, no sé, me parece importante mencionarlo. Una época muy feliz de mi vida. Estaba en control de todo. Bueno, casi. No se puede tener todo en la vida. Había recuperado la calma, el prestigio, había callado la boca de mis detractores, había incluso llegado a ocupar el lugar más alto en el tribunal de mi país, pero me faltaba una cosa: nunca más pude hacer el amor a una mujer. Salí impotente de aquel hospital. Un muchacho que conocí allá, Juan Castro, me lo vaticinó. No hay felicidad completa, me dijo. Algún precio tendrás que pagar. Brujo. A veces pienso que si no me lo hubiera dicho, otro gallo me cantara. Ah, y otra cosa, en esos meses empezaron los sueños. No le voy a contar todos porque qué aburrido. Solo me gustaría mencionar los que más me angustiaban. Uno, el primero, ya pasó. Pero el segundo todavía me asalta de vez en
cuando. Soñaba que volvía a tener los dolores de estómago que me llevaron a la clínica en la cordillera. Imaginaba, en la desesperación del sueño, que eran dolores de parto, que algo iba a salir de mí, amenazante, irreconocible. Eso ya quedó atrás. Gracias a Dios. Pero a veces, una vez por semana, más o menos, sueño que estoy muerto, que mi cuerpo ya empezó a podrirse, que se ha hinchado y está blando, lleno de un líquido gris, ácido y maloliente. Sueño que mis enemigos se reúnen a mi alrededor y ríen y hacen comentarios y empiezan a manipularme, a mutilar mis extremidades, como si cada quien quisiera llevarse un pedazo de mí no sé a dónde ni quiero imaginar para qué. ¿Cómo?, ¿qué quiénes son mis enemigos? Bueno. Mucha gente me odia. Usted sabe, mi trabajo es así. Cuando uno está en la posición en que estoy yo, con el poder, la autoridad moral y una jauría obediente y no deliberante que te apoya, muchos salen lastimados. No sé, no voy a empezar a decir nombres, pero son todos los que transitan por el lado oscuro. Son demonios que me hostigan. Pero yo sé que estoy del lado correcto y que la razón me ampara, la ley más alta. Tal vez es la edad, pero ahora, a diferencia de mi primera magistratura, he empezado a pensar que no solo hago cumplir la ley de los hombres. Es Dios quien me tiene donde estoy, quien me ordena que persiga a esos que se llevan mis brazos, mis piernas, en mis sueños. Y le voy a confesar algo. Yo sé que usted hizo un juramento de secreto profesional, como yo. Pero aquí, en este país al que bendigo, he empezado a ver en mis sueños
los rostros de quienes debo perseguir. Porque sé que es la forma en que Dios me dice qué rumbo debe tomar mi cruzada por la justicia. Corrompidos ellos, no mi cuerpo que se roban y menos mi alma por la que lucho todos los días. Es duro mi trabajo. Lo sé. Pero aquí le he encontrado su sentido último, trascendental. Solo espero que con el tiempo, el ejemplo diario, el esfuerzo callado y devoto, algún día pueda recuperar la confianza y el respeto de los míos, los que dejé atrás en mi país. Mi mujer que nunca quiso volver a tocarme, y mi hijo. Sobre todo él, en quien me veía reflejado, quien puso tantas esperanzas en mí y de pronto empezó a hacer todo al revés. Se convirtió en un lacayo de la burguesía, alguien que, si no fuera mi hijo, tendría que haber perseguido. Pero no. Hay límites. Los límites de la redención que florece en el amor paterno. Mi amiga me dice que algún día recapacitará, que vendrá a mí en los harapos del arrepentimiento. Y yo le respondo que haré una gran fiesta para recibirlo y que invitaré a mis colaboradores, los que me admiran y me hacen la corte. Tal vez ahí, cuando haya dado la orden de que sacrifiquen al pez más gordo para celebrar, podrán darse la mano los dos hombres que habitan en mí. Doctor, ¿puedo contar con usted? * Oswaldo Salazar de León (1959) Es escritor, ensayista, académico de la lengua y Doctor en Filosofía. Autor de “Por el lado oscuro”, premio Mario Monteforte Toledo. Su más reciente novela es “Hombres de papel”.
Caras vemos, corazones no sabemos
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RUBEM FONSECA
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e llamo João, vivo en el morro, en una barraca que era de mi abuelo; no me acuerdo de mi padre, ni de mi madre, ni de mi abuela, tengo cara de bobo, pero soy listo. Es una tontería pensar que uno puede decir algo de una persona con sólo ver su rostro. Hace tiempo había una teoría que pretendía explicar eso de manera científica, pero cayó en descrédito. En verdad, como dicen los filósofos: caras vemos, corazones no sabemos. Yo diría más: caras vemos, de nada sabemos. Pero la gente continúa creyendo en esa patraña. Y todo sinvergüenza quiere aprovecharse de mí. Antes yo me quejaba, hoy ya no reclamo, finjo que soy realmente un idiota y que me creo los embustes, y aprovecho para dar el golpe. Soy ignorante, eso sí. Sólo hice la primaria y con calificaciones pésimas, excepto en portugués. En portugués siempre sacaba diez. Creo que estaba enamorado de la profesora, doña Eurídice. Usaba lentes, pero era muy bonita. Todo mundo piensa que es mejor de lo que en realidad es. En fin, hoy voy a verme con un ladino –esa palabra sí existe, soy bueno con las palabras, como ya dije–; un pillo estafador me dijo que me vendía un coche usado en magnífico estado. El precio era el de un coche nuevo, pero seguro tenía más vueltas que una bahiana en carnaval. Yo le dije, antes de pagar, quiero probarlo primero. Me dio la llave, subí al coche y desaparecí. El marrullero debe seguir al día de hoyy esperando p a que q aparezca. p Vendí el carro por p un precio justo. Ésa fue la primera vez que usé en mi provecho mi cara de idiota. La segunda vez, un tipo gordo, de bigote y peluquín –es fácil darse cuenta de que la cabellera es postiza, los cabellos están muy arregladitos en la cabeza, como en la época del anuncio de radio “dura lex, sed lex, en la cabellera sólo Gumex”, un menjurje que mi abuelo me dijo que se ponía en el cabello cuando era adolescente, ha de haber sido en tiempos de María Canica, aunque el cabello del gordo no tenía Gumex, sobre todo porque ya no venden esa porquería en las farmacias–. El gordo se me acercó y me dijo hijo, estoy enfermo de las piernas y las colas en los cajeros de los bancos están enormes, ¿podrías cambiar este cheque por mí? Claro que sí, le respondí. ¿Tienes tu documento de identidad? Sí. Pon entonces tu nombre en este espacio. Que Dios te bendiga, hijo, te espero en el bar de la esquina. El banco realmente estaba lleno. Yo hice la fila y recibí la lana del gordo. Vi que estaba tomando cerveza en la cantina. Salí subrepticiamente –esta palabra también me la enseñó doña Eurídice, mi profesora de portugués que usaba lentes y era linda, subrepticiamente significa de manera furtiva, o sea, sin que el gordo se diera cuenta–, el cheque tenía algo chueco y por eso el gordo no quiso poner su nombre en él, pero yo tampoco puse el mío, inventé un nombre, a sabiendas de que el cajero miraría mi cara y no verificaría nada de nada, este bobo no podía estar cometiendo ninguna fechoría. Era una lanota, caramba, nunca había visto tanto dinero. Me fui a casa, pero por el camino le di una buena limosna al ciego y otra buena limosna al tullido, al ciego le dije, poniendo los billetes en su mano, don Estevão, es mucho dinero, cuidado; al tullidito no necesité decirle nada, se quedó boquiabierto viendo el dineral que le puse en la mano. A decir verdad, la lana que le birlé al gordo no era tanta, después de darle una parte a mis amigos muertos de hambre sólo me sobró para comprarme unos tenis que, por cierto, necesitaba. También me preocupo por los animales, es decir, por animales pequeños, no estoy pensando en elefantes, ni en leones, hipopótamos o rinocerontes, ésos ni siquiera existen donde vivo, me gustan mucho los caballos, me parecen boni-
tos como príncipes, pero un caballo no cabe en mi barraca, los animales que digo son los gatos, perros, pajaritos y sapos, yo sé cuándo un sapo tiene problemas; donde vivo, aquí en el morro, hay unos agujeros, especie de fosos, que cuando llueve mucho uno o dos sapos se quedan encerrados y si no los sacas se mueren, esos fosos se llenan de porquerías y los sapos acaban muriéndose. Los supersticiosos dicen que los sapos son venenosos, deben ser venenosos para quien los maltrata. Cuando llega la época en que se reproducen, los sapos croan para atraer a las hembras. Me gusta su cántico de amor. El amor siempre es algo bonito, yo todavía no lo he probado, pero sé que es bonito. También ya he salvado a muchos pajaritos, aquí en el morro los niños usan resorteras para matar pajaritos, cuando veo a alguno de ellos haciendo eso lo tundo a golpes. Cuidar a un pajarito lastimado es bien difícil. El animal más fácil es el perro. Bueno, necesitaba conseguir más dinero. Aquí en el morro tengo un amigo, Zé Gororoba. Dicen que era miedoso, borracho y carterista. Fui carterista, pero ya no, me dijo, esta mierda de reumatismo acabó conmigo, el que me dio es canijo, me jodió tendones, articulaciones, músculos, y hasta me dio calentura. Si no fuera por lo que me dan de jubilación por invalidez me moría de hambre, aunque mi casa es mía. Zulmira me mandó a volar, dijo que no era hombre, que no se me ponía duro, y es verdad, todo se me pone duro, las articulaciones, los dedos, todo menos el pito. ¿Me enseñas a ser carterista?, le pregunté. Es difícil, pero tú tienes una ventaja, con esa cara de bobo, el pato no va a desconfiar de ti. ¿Pato? Sí, pato es el tipo al que vas a engañar, se le dice pato, ¿entiendes? Bueno, lo primero es escoger el lugar, el metro, el camión, tiene que estar lleno, debe ser la hora de más movimiento, los camiones son mejores, llenos de gente parada, y dan unas sacudidas que ayudan. Debes cargar alguna cosa, una chamarra en los brazos para cubrirte las manos. Es común
que los carteristas actúen en pareja, aunque yo siempre trabajé solo y de cualquier forma no tengo a nadie a quien recomendarte. Te acercas al pato, estudias su figura, el camión está repleto, acuérdate de un detalle importante, los hombres cargan la cartera en la bolsa del lado derecho del pantalón. Esperas a que el camión dé una sacudida, le das un leve empujón al pato y en ese momento le sacas la cartera. Otra cosa, debes deshacerte de la cartera lo más rápido posible, después de sacar la lana que tenga. Las fiestas también son buenos lugares, y los locales frecuentados por turistas. Pero necesitas p practicar. Vas a sacarme la cartera de la bolsa sin que sienta tu mano. Ánda, hazlo. Saqué la cartera de la bolsa de Zé Gororoba, muy levemente, ni siquiera debió haber sentido mi mano. Carajo, João, casi me rasgas la ropa. Vamos otra vez. Estuve entrenando más de dos meses, todo el día, todos los días, hasta que Zé Gororoba dijo: João, ya estás listo, puedes lanzarte. Tomé el camión a las seis de la tarde. Hacía un calor del demonio. Cerca de mí iba una mujer cuarentona, con cara de infeliz, y la muy bestia había dejado su bolsa abierta. Sería pan comido sacarle la lana, pero no iba a hacerle una cosa de ésas a aquella mujer, seguro trabajaba toda la tarde y ahora regresaba a casa a prepararle la cena al cabrón de su marido y a sus hijos. Señora, trae la bolsa abierta, le dije. Muchas gracias, me respondió, estoy loca, justo hoy que recibí mi pago mensual dejo la bolsa abierta. Más adelante había un tipo con unos bigotitos bien recortados, odio a los tipos con bigotitos. Me le acerqué con la chamarra en los brazos y a la primera sacudida, esos camiones son una mierda, gracias a Dios, cuando el chofer, que es otra mierda, da una frenada, el camión se sacude como si fuera a volcarse, tomé la cartera del bigotitos, me alejé con las manos escondidas en la chamarra, saqué todo el dinero y tiré la cartera debajo j de un asiento donde estaban sentadas dos mujeres gordas. Últimamente sólo veo mujeres gordas, en todas partes, mujeres gordas en las calles, mujeres gordas en los centros comerciales, mujeres gordas en los bares, mujeres gordas en los morros, mujeres gordas pobres, mujeres gordas clasemedieras, mujeres gordas negras, mujeres gordas mulatas, mujeres gordas blancas, alguien debe explicarme lo que está pasando. Aquel día sólo di ese golpe con el hombre de los bigotitos. Me fui rumbo a casa, busqué a Zé Gororoba y le di la mitad del dinero. Zé, aquí está la mitad, le dije. ¿Qué es esto? ¿La mitad? Estás loco, João, debes darme como máximo un tercio, ¿de acuerdo? ¿Un tercio? Qué carajos es eso de un tercio, no sé nada de aritmética, no sé multiplicar después del siete, ¿siete por siete?, no tengo ni puta idea, mi fuerte es el portugués. ¿Cuánto fue en total?, Zé Gororoba preguntó. Entonces un tercio es 25. Por un tiempo estuve dando un golpe al día. Sólo a hombres. Las mujeres que andan en los camiones son unas pobres diablos. Dije que me gustan los animales, pero también me gustan las mujeres, no las gordas, pero soy tímido y creo que no les
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gusta mi cara de idiota, a las mujeres les gustan los hombres con cara de inteligentes. Fui ganando más dinero y así aumenté también el tamaño de la clientela a la que podía ayudar. Además del cieguito Estevão y del tullidito conocido como Pirolito, creo que olvidé decir antes cómo se llamaba, no me gusta ese nombre, pero ahora es tarde para cambiar, tiene unos ochenta años, además de esos dos empecé a echarle una manita a doña Benedita, que tenía una cosa en las piernas que no la dejaba caminar, y al Bolão, no sé cómo se llama él, que era diabético y ya había perdido un brazo, esa enfermedad ataca mucho a los obesos, y el Bolão tenía que tomar insulina, entonces empecé a darle dinero para que comprara la medicina y un aparatito para ponérsela. Todavía me sobró una lanita para mí y fui al dentista para que me tapara las caries. Después de un tiempo desarrollé tal habilidad que empecé a dar de tres a cuatro carterazos por día. Sólo en hombres, con mujeres no. Zé Gororoba me dijo modérate un poco, João, el secreto del éxito, como dijo un famoso filósofo cuyo nombre no recuerdo, el secreto del éxito es la moderación. Con esa palabra, que doña Eurídice, mi linda profesora, dijo años atrás que no existía, con esa palabra Zé Gororoba quería decirme que no exagerara. Entonces seguí el consejo de Zé Gororoba y decidí moderarme. Además, Zé Gororoba me dijo que no quería que le diera ni un quinto más. Basta, João, ahora nanay. Entonces empecé a dar golpes sólo los martes, jueves y sábados, Zé Gororoba me preguntó por qué no los lunes, miércoles y viernes. Le respondí que, como dijo un filósofo, es mejor errar que dejar de escoger, claro que inventé al filósofo, como Zé Gororoba había inventado el suyo. Soy muy suertudo. Sólo me tocan carteras con mucha lana, ¡vaya que hay tipos distraídos en este mundo! Me mudé a una barraca con techo de cemento y el sábado voy a hacer una fiesta, ya invité a la muchacha que quiero que sea mi novia, se llama Kelly. Este sábado voy a tomarme unas vacaciones. Estoy pensando en pedirle a Kelly que sea mi novia. Tengo trabajo seguro, garantizado, mi vida cambió. Es decir, todo ha cambiado, pero yo sigo teniendo la misma cara de bobo. * Rubem Fonseca (Minas Gerais, 1925) es escritor y guionista de cine brasileño. En 2003, ganó el Premio Camões, el más prestigiado galardón literario para la lengua portuguesa y en 2012 el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas. Autor de novelas como “El salvaje de la ópera” (1994), “El enfermo Molière” (2000), “Mandrake, la Biblia y el bastón” (2005) y “El seminarista” (2010), sus más recientes libros de relatos son “Histórias Cortas” (2015) y “Calibre 22” (2017).
Autosuicidarse PABLO RAMOS
Y
o estaba en un bar, el bar al que iba siempre, el bar de Pelle, mi gran amigo, en la esquina de Moreno y Urquiza. Un bar al que tanto me aquerencié que al final terminaría siendo también mío. Pero más adelante, tema para otra historia. Esperaba a una mujer que apenas conocía para darle una clase de AutoCAD. Las daba con una notebook en el mismo bar, ya que tenía un sótano que yo había acondicionado para mi uso personal y al que le decía “la oficina”. No tenía ganas de que esta mujer viniera porque al darle la cita me había olvidado de que a la misma hora jugaba Argentina contra España. Pensé que, por más que fuera un amistoso, el partido me daba una razón válida para suspender la clase. La llamé y se lo dije. Bueno, en realidad le dejé un mensaje en el contestador del teléfono celular. Miré por la ventana hacia la canchita de fútbol 5 de la esquina de enfrente: los muchachos que jugaban todos los miércoles a las seis de la tarde no habían hecho lo mismo que yo, o sea: no habían suspendido su actividad semanal para ver a Argentina-España. Qué fanáticos, pensé. A mí me gustaba mirar todos los partidos: los del equipo de enfrente y los televisados. Esta vez iba a ser complicado estar en los dos lugares; y, por supuesto, opté por el de Argentina. Pasé por detrás de la barra y me preparé yo mismo un café. Luego busqué una mesa frente al televisor y esperé hasta que empezó el partido. A los eternos veinte minutos del primer tiempo del bodrio, me crucé a ver el de enfrente. Era siempre el mismo, un clásico entre técnicos y oficinistas de una empresa de computadoras. Y no había nadie que jugara bien; es más, eran horribles. Es raro, pero eso me enganchó
desde la primera vez: nunca en la vida vi jugar al fútbol como a aquellos tipos, era como si no hubieran entendido ni siquiera de qué se trata el juego. O que hubieran entendido sólo lo más básico, unos patean para acá, los otros para allá y, fuera del arquero, no vale tocarla con la mano. Pero, a diferencia de la selección argentina, le metían ganas. Yo era fanático de los oficinistas. Y mi fanatismo por ellos comenzó el día en que uno del equipo de técnicos le dijo al arquero del que todavía no era mi equipo: “Callate la boca, Gordo, si vos lo único que atajás son botellas”. Vi la cara de tristeza del gordito, pero también la expresión de quien se iba a ir seguro a las manos para lavar la ofensa cuando, supongo, su intelecto de oficinista lo detuvo. Claro: irse a las manos habría sido aceptar la condición de gordo y de borracho, o sea, de inepto para otro puesto que no sea el arco e incalificable para el que en la oficina seguramente venía luchando por mantener. El gordito tenía cincuenta y dos años, me lo dijo una tarde en el bar. Nos hicimos amigos desde una vez en que yo le grité: “¡Bien, Gordo!” cuando sacó, de puro reflejo, un puntinazo destinado a reventarle la cara. Estaba de espaldas a mí. La cancha es a lo largo, y él defendía el arco que da a la calle, justo delante de donde yo me paro siempre. De donde siempre nos parábamos con mi padre cuando me llevaba a ver a Independiente: detrás de Santoro. Obviando las diferencias, ahí estaba el gordito oficinista, seguro y atento, podía escucharlo resoplar cada vez que se movía hacia los costados, duro, como un arquero de metegol. Verlo, a veces, me angustiaba un poco. Era más que gordito: un lechón. Vendado como si hubiera salido del Instituto del Quemado, con más protecciones que un arquero de hockey. “Parecés una de Las Leonas, Gordo”, le dijo una vez uno de los oficinistas, y le palmeó la espalda. Lo cierto es que atajaba bien, muy bien. Volaba y todo. En realidad se dejaba caer, hacia un lado o hacia el otro (le resultaba más fácil el derecho) y casi siempre, si era pelota de sacar, la sacaba. Le costaba bastante levantarse rápido. Lo hacía en tres o cuatro movimientos, resoplando como un búfalo; pero, una vez arriba, tenía cierta agilidad. La diferencia sería la misma que la de una foca fuera o dentro del agua. De pie era otro animal el gordito, en el piso se ve que no estaba en su elemento. Fuera de la cancha era muy rígido también, como si tuviera algunos huesos soldados. Sobre todo los fémures a la cadera, porque caminaba balanceándose, como un muñeco barato a
quien moviera, desde el cielo, una especie de torpe Niño Dios. Nos hicimos amigos mirando un partido por la tele. Un robo de un referí en un partido del Nacional B. Los dos estábamos indignados, yo porque le robaban a Arsenal, mi equipo, y él de puro justiciero. Y porque al cuarto litro de Quilmes se ponía fácilmente indignable. La cosa fue que entre idas y venidas terminamos sentados a la misma mesa, tomando cerveza y comiendo una picada. Una cosa que luego se fue haciendo costumbre. Una costumbre sin una frecuencia exacta, pero lo cierto es que al menos dos o tres veces al mes, mientras mirábamos algún partido, nos mandábamos la picadita. Me contó cosas de su vida, que el escabio le había costado un matrimonio, el odio de su hija mayor, y que le traía problemas en el trabajo. Muchos, aunque ya no tomaba bebidas fuertes, sólo cerveza. También me confesó que ese mismo año pensaba pedir el retiro voluntario para ponerse un kiosquito en un local que había visto en La Paternal, en la avenida San Martín y Dickman. –A dos cuadras de mi casa –le dije. –Coincidencias fatales –fue la respuesta del Gordo, con una sonrisa y el vaso en alto, listo para chocar. Recuerdo haberme quedado pensando en esas palabras durante varias semanas. Y de no haber llegado a dar con el sentido exacto con que el Gordo las dijo. En realidad, se me pasó completamente de largo el mensaje literal que el inconsciente del Gordo me estaba dando. Un año más tarde iba a comprobarlo. Volviendo al día de los dos partidos, recuerdo que miré un rato el de técnicos contra oficinistas y tras un gol que se le metió en el ángulo inferior izquierdo al Gordo, me crucé de nuevo al bar. Argentina perdía uno a cero. Tomé otro café y me fui sumiendo en el sopor de un partido que de tan amistoso daba asco. Vino el empate y en el entretiempo crucé a la canchita y le pregunté al Gordo cómo iban. Me contestó de espaldas, sin darse vuelta. –Nos están rompiendo el culo. ¿Y Argentina? –Empata. Le dije que cuando terminara se cruzara, que invitaba yo. Las cervezas con picada, todo. –¿Te sacaste la lotería, papá? –Venite, Gordo, que me fían –dije. Era fin de mes y yo sabía que el Gordo no debía tener un cobre partido al medio. Cuando iba a cruzar la calle sonó la sirena anunciando que la hora de cancha se había terminado. Lo esperé. Se cambió rápido, seguro que sin ducharse. Cruzamos justo para ver el penal de España. Dos a uno, con gol de Villa, quién iba a pensarlo. El Gordo se tomó dos Quilmes de litro en quince minutos y se comió la picada prácticamente solo, tanto que insistió en pagarla él. Le dije que no. –Cuando un hombre invita se respeta –le dije. Y el Gordo respetó, era de respetar, más vale. Terminó el partido y se quedó unos segundos mirando la tele, negaba con la cabeza. Era evidente que no podía resignarse a la derrota, aunque yo no supiera a cuál de las dos. –Casi no vengo a jugar por este partido –dijo. –No sé qué hubiera sido peor –le contesté, y en ese momento entró mi clienta. –Recién recibo el mensaje –dijo–, ¿no hay problema, no? Le dije que no y le pedí que se sentara y me esperase unos minutos. El Gordo me miraba. Picó el último salame montado a un queso y se lo llevó a la boca. Ya no quedaba cerveza. –Nunca me dijiste tu nombre –me dijo. –Pablo. –Pablo. Yo soy Caputo, Leo Caputo. Pero me dicen el Gordo. –¿Otra? –pregunté señalando la cerveza vacía. Sacudió la cabeza para decir que no. Se levantó, yo me levanté detrás de él, lentamente y con bas-
tante dificultad, como si me dolieran los golpes de un partido viejo y olvidado, de todos los partidos perdidos de mi vida. El Gordo me palmeó la espalda, se llevó el índice a la sien y movió el pulgar como si fuera un gatillo. –Es para autosuicidarse, ¿no? –me dijo. Le contesté que no exagerara y que ojalá se diera lo del kiosquito en La Paternal. Me dijo que era un hecho, y que pasara a verlo, que nunca antes le había podido hablar a alguien de sus problemas con la botella. Quedamos en eso. Pasaron unas semanas y dejé de ir al bar. Había ganado un premio por mis cuentos y había viajado a recibirlo. Cuando volví mi vida cambió radicalmente. Me puse a escribir todos los días, dejé los otros trabajos, compré parte del bar y puse un espacio cultural en el sótano. Ahí empecé a dar talleres, a escribir, a ensayar otra vez con una banda. A hacer, en definitiva, las únicas cosas que me gustan. Del Gordo no tuve noticias hasta que una noche bajé del 24 en avenida San Martín y lo vi cerrando el kiosquito. Levanté la mano para saludarlo, entre sorprendido y asustado de que me invitara a un trago, ya que yo llevaba unos meses de sobriedad. Y el Gordo, un poco más flaco a decir verdad, se llevó el índice a la sien, gatilló con el pulgar y murmuró lo que hoy estoy seguro fue: “Autosuicidarse”. Desde ese día hice un enorme rodeo para no pasar, cada vez que iba a buscar un taxi a la avenida, por el kiosquito de Dickman. Hasta que una vez, movido por la culpa, directamente fui. El kiosco estaba cerrado, con mercadería aún en los estantes, pero cerrado a plena luz del día. Le pregunté al diariero y se sorprendió de que no supiera nada de lo que había pasado. –¿No te enteraste, pibe? –me dijo. –No, no paso muy seguido por acá. –Se pegó un tiro, se arrancó medio hueso de la frente, pero no se murió. Está en el hospital, vivito y coleando. Pero me parece que de ahí lo mandan al manicomio. –Pero ¿cómo, así, de la nada? –Así de la nada no, le daba mucho al escabio. Acá dejó un tendal de botellas –dijo el diariero, y señaló con la cabeza el local de La Corona, la pizzería que había sido bar y que recién habían reformado a costa del hígado de todos los borrachos del barrio, incluyéndome. Volví a mi casa aterrado. No quise pensar en la frase que se me venía a la cabeza. Pero me vino igual: “Lo sabías, Pablo, vos lo sabías”. La frase me rebotó en la cabeza como aquella pelota de puntín en los puños del Gordo. “Lo sabías, Pablo, vos lo sabías”. Y es que lo supe, aunque negué esa sapiencia y rodeé mil veces la manzana para no hacerme cargo de la confesión que podría haber salvado a una persona de ese trance. Sé que el Gordo salió del hospital y salió del manicomio, que por algún lado anda. Que está flaco y que ya no bebe una gota de alcohol. Lo sé porque encontré una vez, en el ggrupo p Santa Cruz de Alcohólicos Anónimos, a uno de los oficinistas. Él me contó que el Gordo es compañero y tiene dos años de sobriedad. Que puso una consultora no sé de qué cosa y que le va muy bien. Que los que se fueron de la oficina aún se juntan a jugar frente al que fue mi bar, y el Gordo, ahora el Flaco Caputo, se ataja todo. –Tiene un porrón de ginebra atrás del arco –me dijo el oficinista. –No entiendo. –Lleno de Gatorade. * El escritor argentino Pablo Ramos retrata su viaje al infierno del alcoholismo y la adicción en su más reciente libro “Hasta que puedas quererte solo”, una mezcla de testimonio y reflexión sobre el dolor pero también la amistad, la ayuda y el camino hacia la recuperación. De ahí tomamos este relato.
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El colaborador eficaz ROGELIO SALAZAR DE LEÓN
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a figgura no le ayuda y p pese a lo cual él se lo cree. Él cree estar atravesando por escenas de cine policíaco, o incluso, si se viene arriba, hasta puede llegar a creer que transita por alguna escena de cine erótico, y hay que ver que hay tramas policíacas cargadas de acciones eróticas, lo cual bien puede ser su sueño más acariciado. Impunemente y sin pizca de remordimiento, eso sí, con suficiente malicia, se imagina a sí mismo asomándose a una rendija desde donde, sin ser visto, observa a Laura Antonelli despojándose de cada una de sus prendas hasta quedarse completamente desnuda; sin embargo con lo que mejor iría su aspecto es con una trama de selva y calor extenuante en la que se traficaran piezas arqueológicas producto de un saqueo; q esa escena le va tanto q que hasta p podría ser cierta. Él dice, y se lo cree, haberse resinificado, porque desde su origen corriente y también desde su aspecto insignificante, siente haber viajado a un lugar tan lejano como puede serlo otra galaxia: ahora circula por el tráfico conduciendo un modelo japonés reciente, con una corbata amarrada al cuello y aire acondicionado para no perder la elegancia, incluso, cuando las cosas se complican navega con ayuda de waze para llegar a tiempo hasta su parqueo reservado y a su trabajo en la embajada. Sin ser un diplomático él actúa como si lo fuese, el actúa cada mañana como si pudiese cruzar fronteras sin presentar credenciales. Trabajar entre gringos lo hace sentirse guapo, también hay gringos negros, se dice a sí mismo; hoy por hoy, se sigue diciendo, quienes siempre me han visto feo tienen que tomarme en cuenta, saludarme e, incluso, invitarme. Pese a todo, conocerlo es perfectamente prescindible, no vale la pena, salvo para aquellos que pueden convertirlo en lacayo; tal vez porque eso ha sido siempre. A lo mejor, los lujos del contorno lo llevaron a creer que ya no era un criado sino un colaborador eficaz. Se conoce la trama y se conoce el final, casi siempre comienza como una comedia de enredos: personajes que son señuelos, unos entran y otros salen, unos pintorescos y otros no tanto; ahora hay teléfonos de última generación y, hasta mensajes de chat; por ahí se averiguó que estaba pasando información, cantando más que un gorrión, traicionando a su último patrón, pero siendo fiel a su patrón de siempre o, mejor sería decir, a su señor, a su amo. Aterra la idea de que la patria sea, desde siempre, un lugar de amos y siervos. La verdad es que su juego no estuvo a la altura del decorado, porque cuando todo se destapó, el héroe del cuento volvió al desagüe de donde salió.
* Rogelio Salazar De León es escritor y ensayista, su novela “Legajo anudado” fue ganadora del Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo.
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DOMINGO 25 DE MARZO DE 2018 GUATEMALA
ANDRÉS CAICEDO
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icardo González iba al cine. Su primer recuerdo importante al respecto databa de una película de ladrones y policías, en blanco y negro, que había visto hace bastantes años. Antes de eso iba al cine muy de vez en cuando, cada quince días o un mes, pero después todo fue muy diferente. Al salir del teatro, experimentó una apremiante necesidad de volver a ver la cinta. Y así lo hizo. Se colocó otra vez frente a las mismas secuencias en blanco y negro, siguiendo paso a paso las operaciones de los bandidos, huyendo de la policía. Se robaron un camión blindado, pero jamás pudieron abrirlo. Ricardo González sabía que los demás espectadores no conocían el desenlace, y deseó hablar con alguien acerca de ello, ponderar con su vecino de la butaca siguiente aquel magistral suspenso cuando uno de los bandidos estira la mano para quitarle la pistola que empuña un guardia, ignorando que el tipo vive todavía. Pero Ricardo González no tenía a su alrededor a nadie conocido: todas eran personas extrañas, diferentes. Al final todo les sale mal a los hombres y a la muchacha; ella se arroja, junto con el jefe, de una montaña. Apareció la palabrita “Fin” y Ricardo comprendió que la película no había gustado, basándose en los comentarios del público. Era una lata, decían, el final era incomprensible. Ricardo caminó por la ciudad durante horas, extrañado ante la reacción de los espectadores. Dudó acerca de la calidad de la película: se preguntó si el equivocado no sería él. ¡Pero qué tenía de raro el final, si todo era muy claro! El jefe y la muchacha se suicidan, eso es obvio. ¿Qué era lo que la gente no había entendido? Bueno, él no sabía nada de cine como para asegurar tener la razón, de allí el motivo de sus dudas. Si pudiera conversar con alguno, si conociera a alguien de esta ciudad para preguntarle acerca de la película… Pero no. Lo mejor que pudo encontrar fue volver al teatro al día siguiente. Al entregar la boleta, el portero lo miró entre sonrisas, reconociéndolo. –Por lo menos a una persona le ha gustado ese hueso de película –dijo a espaldas de Ricardo–. Ese tipo que acaba de entrar ya la ha visto como ocho veces. Ricardo González se sentó en la misma butaca que había ocupado en las anteriores ocasiones. Nerviosamente, esperó a que las luces se apagaran. Esta vez supo que el actor que hacía de jefe se llamaba Rod Steiger, y la muchacha, Nadja Tiller. Sudando frío siguió los acontecimientos de la historia. En la escena final, cuando Steiger y la muchacha dicen a la policía: “Sí, ya bajamos” desde la montaña, Ricardo comprendió que una vez más el público iba a salir sin comprender. –¡Se matan, se tiran de la montaña! –gritó de pronto, parándose de su butaca y usando las manos como parlante. Una avalancha de mandadas a callar
llovió sobre Ricardo, pero él hizo caso nulo de ellas. –¡Miren que la cámara enfoca desde abajo, ellos prefieren suicidarse antes que entregarse a la policía, comprendan! –volvió a gritar; allí fue cuando las manos de tres empleados se agarraron de su camisa. –Lo único bueno de esta estafa fue el tipo que se puso a gritar en la mitad de la sala –comentaba después una señora de vestido morado, franqueando la salida. Lo mejor es cuando comparto las alegrías de la gente al salir de una gran película, o cuando pido la plata a gritos cuando la película ha sido mala. Eso es lo hermoso del sábado: puedo mirar a las parejas de novios que entran al cine recogidos de la mano, y los amo porque sé que lo más importante para ellos es todo esto. En sábado la gente está contenta, y habla mucho, por eso yo puedo escuchar lo que dicen, puedo estarme cerca de los grupos de personas que hablan sobre la película y comprobar que pienso lo mismo que ellos al respecto. Los domingos son buenos también, pero diferentes: la gente va a cine pero sin la alegría a flor de cara; la proximidad del lunes es demasiado evidente, creo. Por eso el domingo casi no puedo saber qué tal les ha parecido la película. Pero si yo tuviera una persona que le gustara el cine, las cosas serían mucho más fáciles. Sí, yendo a cine todos los días, sin importarnos que el teatro estuviera vacío, y conversaríamos después caminando por esta ciudad. Sería muy bueno para mí, sobre todo en los días de entre semana, cuando no va casi nadie a los teatros. Es triste estar sentado sin nadie
alrededor, pero si no voy a cine, ¿qué otra cosa me pongo a hacer, después de todo? Muchas veces, un lunes, he pensado en salirme del teatro, cuando junto a mí no hay sino tres o cuatro personas de mirada amarga. Pero un día de estos voy a salir a la ciudad a buscar a la gente que yo sé le gusta el cine, a los que me encuentro todos los sábados en tal o cual teatro. Podría buscar, por ejemplo, a la muchacha esa de pelo bonito que viene con su novio, siempre sonriente. Debe saber mucho de cine, porque va casi dos veces por semana. Buscar a una persona y decirle todo, desde la primera película a la última. Palabra que un día de estos voy a hacerlo. Ya eres un hombree no aguantó más de tres días en cartel. Ricardo González la vio un viernes durante las tres funciones, y volvió el sábado. Y fue en ese sábado cuando el público, furioso, pidió la plata a la media hora de haber comenzado la película. Y como nadie les hizo caso se pusieron a tirar papeles de celofán enmantecados de papas fritas, y también algunos zapatos que llegaban hasta a estrellarse contra la pantalla. Si hasta tuvieron que encender las luces y advertir que desde ese momento la administración se reservaba el derecho de sacar del teatro a quien lo mereciera por su comportamiento. Apagaron nuevamente la luz, la gente siguió con el mismo escándalo y la administración del teatro no sacó a nadie. Ricardo, temblando de rabia, se preguntaba por qué no suspenderían la función, o por qué la gente, si era que no le gustaba la película, por qué no se iba. Para él la duración de la película fue todo un largo tiempo de martirio,
mirando al muchacho nuevo, al debutante, a la hermosa Elizabeth Hartman y a Francis Ford Coppola, pidiéndoles disculpas a todos ellos en nombre de los amantes del cine por tal recibimiento. Después, Ricardo González se tiró entre el tumulto de gente que estaba protestando una vez terminada la película. La muchacha del pelo bonito estaba allí. Ricardo se acercó a sus espaldas para oír qué comentaba, pero ella no decía nada: miraba a su novio y sonreía, eso era todo. Ricardo González pensó, incrédulo, que era demasiado bonita para no decir nada después de haber visto una película tan bella como Ya eres un hombre. Si me demostrara con palabras que la cinta le ha gustado, yo me acercaría y la felicitaría, pero ella no dice nada, lo único que hace es sonreír de ese modo. –Es una gran película, lo mejor que he visto en este año. Esas palabras fueron pronunciadas demasiado cerca de su cabeza. Ricardo González volvió la cara con los ojos muy abiertos y las mandíbulas apretadas, buscando al autor de ellas: era un muchacho gordo metido en unos blue jeans americanos, quien seguía ponderando las cualidades de la cinta, enfrentando a una gente que lo miraba con una burla tal vez demasiado belicosa. Pero Ricardo no sintió lástima por él debido a la difícil situación en la que se encontraba. Lo que sintió fue admiración. Quiso tirarse sobre el gordo, abrazarlo y gritarle que él también opinaba lo mismo de la película de Coppola. Pero se contuvo: era mejor esperar hasta que salieran del teatro. Lo vio escabullirse de la gente y pararse frente al afiche de la película. Ricardo lo imitó, comprobando felizmente que el gordo estaba solo. También debe estar buscando a una persona para hablar sobre cine, pensó, cuando el gordo estaba caminando ya avenida abajo. Admitiendo que había desaprovechado una buena oportunidad para entablar conversación, Ricardo González caminó detrás del gordo, pensando en lo que diría para comenzar el tema. Venga esa mano viejo, se ve que usted sabe de cine. Así es como habla la gente de esta ciudad. Y cuando el gordo le preguntara el motivo de la felicitación, Ricardo le diría yo también pienso lo mismo de Ya eres un hombre, lástima que esos imbéciles no hayan sabido apreciarla. Y se sentarían en cualquier fuente de soda, o si no caminarían por allí con las manos en los bolsillos, hablando de las mejores películas: del Fellini de Julieta de los espíritus, de esa que se llama en español Prófugo de su pasado, de Carol Reed, ¿no lo conoce? Creo que es un inglés, un viejito inglés: Profugo de su pasado, sí, con Laurence Harvey, Alan Bates, se dice Beits. ¿No? Y Lee Remick, una mona de dientes bonitos. En inglés es The Running Man o The Ballad of the Running Man, la balada del corredor, la balada del hombre que huye; más poético, ¿no es cierto? Te la nombro porque es algo hermoso en películas de suspenso. Y hablarían también de Robert Wise, del cine que este hacía antes de comenzar a manufacturar películas que solo sirvieran para ganar óscares. Hablarían
de La mansión de los espectros, Hill Housee o The Haunted, d no sé, es que siempre se me arma una confusión con los títulos en español y en inglés y con el título de la novela en la que está basada la película, y al final no sé qué corresponde a qué. Hill House, una película de fantasmas con Julie Harris, pero eso sí es modo de tratar el tema, le digo, con qué delicadeza y con qué respeto. Y también le diría que viene yendo al cine desde que nació, pero que nunca había hablado de eso con otra persona. Que es su primera oportunidad de intercambiar ideas. Entonces, esperaría dos cuadras más y se acercaría al gordo. A mí también me gustó Ya eres un hombre, venga esa mano en nombre de Francis Ford Coppola, mi viejo. El gordo sacó las manos de los bolsillos y dejó de caminar, Ricardo González hizo lo mismo seis pasos más atrás. El gordo miró por encima de su hombro, como si se le hubiera caído algo y lo estuviera buscando. Miró hacia atrás y vio a Ricardo, sonriéndole, porque lo único que acertó a hacer fue sonreír, esperando a que el gordo se devolviera y le tendiera la mano. Usted viene de cine, ¿no es verdad? Al ver que el gordo no se acercaba, Ricardo pensó que lo que hacía era esperar a que él fuera a conversarle. Pero tampoco fue así. El gordo se metió nuevamente las manos a los bolsillos y siguió caminando un poco más rápido. Ya estaba oscureciendo: habían caminado bastante. Ricardo pensó, aligerando el paso, que en la otra esquina se le acercaría. Usted sabe de cine, le ha gustado Ya eres un hombre, ¿no es así? El gordo llegó a la esquina, miró nuevamente por sobre su hombro y Ricardo volvió a sonreírle, pensando que ya el gordo se iba a detener. Pero no lo hizo: cruzó hacia la derecha. Ricardo, sin entender lo que pasaba, casi corrió hacia la esquina y cruzó hacia la derecha, y para su asombro el gordo había desaparecido. Ricardo González se puso las dos manos sobre la frente para ver si esa persona que camina por allá lejos, entre la oscuridad de la calle a las siete de la noche, sería a
quien buscaba. No, no era. Preocupado, se preguntó qué le pudo suceder a su amigo. Qué se había hecho hombre, quería conversar con usted sobre Ya eres un hombre, e qué gran película, ¿no? Entonces lo vio aparecer. La puerta de una casa amarilla se abrió y por ella salió el voluminoso cuerpo de su amigo. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su blue jean americano, y estaba mirando fijamente a Ricardo, quien alcanzó a sonreír y a abrir la boca para saludar antes de ver a las otras personas. –Buenas tardes –dijo Ricardo. Comencé mal. En esta ciudad saludan diciendo hola o quiubo. El gordo no respondió: se limitó a clavarle la mirada. Detrás de él estaban saliendo cuatro muchachos; un quinto cerró la puerta de la casa amarilla. –Le gustó la película, ¿cierto? –balbuceó Ricardo, acercándose. –No me toques marica –amenazó el gordo, después de un instante de vacilación–, no te me acerqués siquiera. –Vamos a romperle la cara –dijo un muchacho parecido al gordo, pero ridículamente flaco. –¿Cómo? –preguntó Ricardo González–. No, yo vine a hablar con él –señaló al gordo– para comentar la película. Pregúntenle y verán que es verdad. Usted vio Ya eres un hombre, ¿cierto? –Qué te pasó, no encontraste a ningún amiguito en el teatro o qué, maricón –preguntó el gordo, golpeando la mano que le extendía Ricardo. –No, usted no entiende, usted no entiende, yo vine para que comentáramos la película, a usted le gustó, ¿no es verdad? –No, no me gustó. Entonces Ricardo González fue golpeado, sintió aquello que se estrelló contra su nuca cuando todavía estaba descifrando la respuesta del gordo. Un golpe allí y después ese puño del gordo y su cara más atrás, algo que choca contra su espalda y los gritos alegres de esos niños, y si me pegan otra vez allí se me va a reventar pero no saldrá sangre, se reventará, dijo que no le había gustado pero no fue él, yo he
venido para que hablemos de la película, creo que la mamá está llamando a los niños a comer, esos mangos colgando, esto no sucede aquí porque yo he visto quererse a toda la gente de esta ciudad, antes de que su cuerpo fuera azotado contra algo duro y el cemento dulce y húmedo de pronto. Llevo tanto tiempo yendo al cine que hasta conozco el olor de las personas que se me presentan en la pantalla. Hace poco vi una nueva película de Peter Collinson: Todo un día para morir, r un día demasiado largo donde lo único que se hace es matar, porque ni siquiera cuando se muere, se muere; cuando se muere se mata. Pero han pasado muchos sábados y muchos domingos y muchas películas. Por eso dudo que haya una persona en esta ciudad tan feliz como yo cuando compruebo que lo que pienso de tal o cual película lo opinan también las personas que van a cine conmigo, siempre que yo voy. Un día de estos voy a ponerme a saludar a todos mis amigos, a todas las muchachas que se sientan al lado mío en los teatros; pero si lo hago no voy a acabar jamás. La muchacha esa de pelo bonito no ha vuelto a aparecer por ninguna parte: debe haberse mudado de ciudad; en cambio, el que andaba con ella sigue viniendo a cine, pero con otra muchacha, una de ojos verdes y pelo negro. Esos también son mis amigos: donde me ven me saludan cariñosamente. Han pasado muchas historias por la pantalla y muchos sábados, y soy feliz cuando ellos salen admirados después de un film de Polanski o de Winner o Peter Watkins o Pontecorvo, y también cuando el que ha contado la historia ha sido Stuart Rosenberg, el de La leyenda del indomable con Paul Newman, ¿la vieron? Sí, Cool Hand Luke, pero no me protesten que yo tengo que decir los títulos originales cuando en español les han cambiado el significado, vos lo sabías muy bien. Para eso espero los sábados, para saludar a mis amigos y hablar, recorriendo la ciudad, recordando a Kim Novak en La leyenda de Lylah Claredee de Robert Aldrich, y reconociendo que estamos totalmente enamorados de Lee Remick y de Shirley MacLaine y de Anjanette Comer cuando hizo de mejicana junto a Marlon Brando, y que también queremos a Catherine Deneuve en Repulsión. Y por qué no recordar de vez en cuando los filmes de los difuntos Elizabeth Taylor y Richard Burton y hacer presagios sobre el accidente automovilístico que les causó la muerte: nos burlamos de ellos paro también los recordamos con cariño. Y los fines de semana, siempre lo mismo, cuando vamos a los teatros de segunda o de tercera para ver lo que se nos ha pasado, por ejemplo hace poco tuvimos la oportunidad de ver La jauría humana a de Arthur Penn, y yo salgo cogido de la mano de ella, recordando las últimas secuencias de Blow-Up, tú lo sabes amor, el hombre que vaga por la ciudad y observa el cuadro tan bello que forman dos enamorados, está allí presente ante el amor, a modo de fotografía, y el resultado de ese cuadro de amor es crimen y muerte, y el hombre no quiere que eso se le vaya de las manos
porque es lo único importante que le ha sucedido en su puerca vida, pero te digo que no se puede amor, allá no se puede subsistir, es mejor unirse a los felices que tiene la buenaventuranza de no pensar, para poder sobrevivir hay que quedarse jugando tenis sin pelota ni raqueta. Así, existe la ciudad y yo habito en la ciudad y veo cine y soy feliz. A Ricardo González le gustaría como lo más en su vida hablar sobre esa película que vio hace ya mucho tiempo, algo de vaqueros, Journey to Shiloh, con exteriores bélicos prestados de otra producción. La única película joven sobre la guerra civil y sobre siete muchachos texanos que corren en busca sin saber qué es lo que realmente están buscando. Le gustaría decirle a cualquier persona lo bello de algunas escenas de esa película, pero se calla, sabe que tiene que callarse, y cuando sale de cine recorre esta ciudad, hablando solo y mirando al suelo, conociendo de memoria los andenes y repitiéndose colores, caricias y palabras que ha visto en la pantalla. Porque Ricardo González sigue yendo a cine. * Andrés Caicedo fue escritor y cineasta colombiano. Nació en Cali, en 1951, donde vivió la mayoría de su vida, hasta su suicidio en 1977, a los 25 años de edad. Aunque sea poco conocido en el resto de América Latina, es considerado como uno de los autores más originales de la literatura de su país. Entre sus libros “¡Qué viva la música!”, “Noche sin fortuna”, “Calicalabozo”.
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