Cronica de una entierro

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Crónica de un entierro A mis amigos del colegio, a todos.

I

LOS SEIS pakistanís” nos decía Miranda, siempre tratando de jodernos, hasta en este momento, “no jodas negro”, pensaba yo en la formación antes de salir, “¿No ves que aquí nadie está para tus bromas?”. Pero no pues, siempre buscaba la manera de jodernos, y para qué, esta era su mejor oportunidad. Nos dejó una hora parados en el patio, esperando a que el director le diera el visto bueno para salir. Con el calor que hacía. Al menos nos salvamos del examen de álgebra, aunque pensándolo mejor no era justamente para festejar nada. Salimos a eso de las once hacia la casa de Mario, estaba a solo unas tres cuadras del colegio. Caminamos rápido para llegar a tiempo. Cuando estuvimos a una cuadra, Miranda nos hizo formar y marchar hasta llegar a la puerta de la casa. La puerta de visitas estaba abierta de par en par. Era una casa vieja, de adobe y techo de esteras bañadas en barro para hacerlas más resistentes, igual que todas las casas en esta parte del pueblo. Tenía un viejo árbol de huarango en su frentera. La puerta de diario estaba cerrada, y era obvio porqué.

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Nunca antes había estado dentro de la casa de Mario. No había muebles, apenas unas sillas viejas de paja. En un banco viejo de madera había algunas personas, sentadas, hablando en voz baja y una taza, ¿de café?, en las manos. La habitación era grande, dos ventanas grandes miraban hacia la calle y una sola hacia el patio que había dentro de la casa. Hacia el fondo estaba el ataúd. Solo. Sin más que un par de ramos de claveles y rosas puestos en viejos floreros, y a lado suyo algunas velas. Todo parecía preparado tan rápido, todo había sido tan de repente. La madre de Mario estaba sentada a un lado del ataúd, una suerte velo o turbante cubría su cabeza y tenía en las manos una vieja biblia. El ambiente fúnebre nos rodeaba y asfixiaba. El silencio absoluto era roto por el llanto indescifrable de una tía que venía de todas las esquinas de la sala y los sollozos lentos y apagados de la madre. Miranda nos colocó al otro lado del ataúd, al frente de la madre. “Ni una palabra, quiero que se estén quietos y callados por lo menos en este momento”, la voz de Miranda era ahora muy baja, tanto que apenas y logramos entender lo que nos dijo. Por un momento logramos mirarnos a los ojos todos a la vez. ¿Qué hacíamos aquí, por qué sentíamos todo ese vacío y ese frío interminables en el cuerpo? Estábamos detrás de la ventana que daba al patio. Cada cierto tiempo volteaba la vista para poder ver hacia el patio, pero apenas podía divisar algunas cosas; unos gallineros altos de unos cinco pisos, un cuarto de cocina en el que ahora habían unas señoras preparando comida y café. En el patio, en el centro de este, había un pequeño jardín circular, con rosas y claveles, algunos cortados y, seguro, los mismos que estaban ahora aquí, a los pies del ataúd. Pude ver, pero ape-

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nas un poco, una habitación abierta, me parece que la de Mario y su hermano porque habían pegados en la pared unos posters de futbolistas peruanos. Recuerdo que Mario siempre habla de ellos, de lo mucho que le gustaba como jugaba “el Chorri” o el “Camello” Soto. Decía que eran los mejores del Perú, pero nosotros siempre le refutábamos porque era obvio que ahora podrían serlo también Farfán o Juan Vargas. Pero nuestra atención estaba más centrada en la madre de Mario, en Miranda, en la tía de los llantos de todos los lugares, en el ataúd en el que estaba Mario Canasas, en pensar sobre él, lo poco que lo habíamos conocido y lo mucho que sabíamos sobre él. Cuán rápido y fácil nos resultaba conocer a las personas, cuán rápido Mario se hizo nuestro amigo, que ahora ya lo extrañábamos. Pierita fue el primero. No sé en qué momento salió de la formación, solo sentí un leve empujón en el hombro, y luego estaba allí, arrodillado a los pies del ataúd de Mario Canasas, las manos en las piernas, orando, persignándose y acercándose a la madre, abrazándola, dándole el pésame y viniendo hacia nosotros, con la cabeza abajo. Todo tan rápido. Miranda se quedó lelo, nos miraba a nosotros y a Pierita con una cara, parecía que iba a explotar, a levantarse como en la clase y granputearnos, “¡Carajo les dije que se quedaran parados, sin moverse, no me jodan!”. Pero no hizo nada. Luego el negro Choque hizo lo mismo, le siguieron Gamarra y Arnulfo, y al final Altúnes me dio el estandarte y fue a darle el pésame a la madre de Canasas; le cogió las manos y se las besó. Nos sorprendió a todos, pero más que eso entendimos que era el momento de crecer y de tratar de reconfortar, aunque fuera con un simple pésame, el dolor que era perder un compañero, un amigo y un hijo. Fi-

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nalmente caí en la cuenta de que faltaba yo. Estaba nervioso, no sabía qué hacer, qué decirle a la madre cuando esté parado a su lado, si abrazarla, si no hacer simplemente nada. “Solo acércate reza un Padre Nuestro y dile, mi más sentido pésame”, la voz de Pierita era terminante, tenía que ir y hacer lo que me dijo, tenía que hacerlo porque quería hacerlo. No lo pensé más, me arrodillé, me persigné y recé un Padre Nuestro, me levanté y abracé a la madre de Mario Canasas, tan fuerte como si fuera mi madre y le dije, “Siento tanto la pérdida de Mario señora, lo queríamos todos, era un buen amigo y un buen hijo, a pesar de que no nos conocimos mucho, se que así era”. Y luego hice algo que seguro Miranda no me perdonaría jamás, pero que seguro todos; Gamarra, Altúnes, Pierita, el negro Choque y Arnulfo, quisieron hacer. Caminé rápido hacia la parte descubierta del ataúd y miré. Los ojos cerrados, las manos en el pecho, el uniforme del colegio con un saco viejo y una corbata negra, tenía el cabello peinado al estilo antiguo, como mi papá, el rostro pálido, azul-verde. Y recién pude asimilar y aceptar la verdad, Mario estaba muerto y no era un sueño, lo estaba viendo. Sin embargo, lo que me sorprendió más, lo que hizo que comprendiera mejor lo que sucedía y, además, el frío que me invadía desde que entramos a la sala, fue la expresión de su rostro. Parecía como si le hubieran arrancado el alma por la boca, la tenía abierta, con los dientes al aire. Era desesperación sin duda, parecía como si algo, o alguien, lo tuvieran sometido, hasta el final, como si no tuviera más remedio que morir.

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II EL CAMINO hacia el cementerio parecía interminable. Apenas eran seis cuadras, pero parecían como cien a este paso. El sol quemaba y el calor nos asfixiaba. Era invierno pero aquí ni se notaba, apenas unos pequeños vientos en las tardes y nada más. Nuestras caras ya estaban rojas, algunos tenían el rostro con gotas de sudor bajando hasta llegar al cuello de la camisa - cómo terminarían nuestras camisas después de esto-. Miré a Gamarra, tenía el rostro lloroso, seguro había llorado, claro, como no, si era su amigo, su pata del alma, su yunta. Atrás mío estaba el cholo Choque, qué estaría haciendo; seguro buscando la mirada de Gamarra y riéndose, ese concha de su madre. El calor cada vez era más fuerte, sentía como mi cara se volvía puro carbón a cada paso, y los zapatos que se calentaban por el asfalto y me quemaban también la planta de los pies. Y Miranda delante nuestro, bien parado y caminando como cuando uno marca el paso antes de la marcha, hasta para eso era medio cojudo, al lado de la mamá de Canasas, conversando con ella despacio, bajito, para que nadie escuche. Va vestido de negro puro, parece una sombra completita, un aparecido. Cuando llegó al colegio todos nos quedamos mirándolo y casi nos sacamos los ojos de la risa, parecía siempre una sombra, una mancha andante, quien lo manda a ponerse un terno tan negro con lo negro que él también era, sus trajes crema le quedaban mejor, eso era. Seguro. Le estaría diciendo algo a la madre, sentimos la pérdida de su hijo, era un buen chico, estudioso, juguetón, sus amigos también lo sintieron mucho cuando se enteraron, es una gran pérdida para el colegio, y quien sabe que cosas más.

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A nuestro alrededor había unas personas que no conocía, no los había visto nunca, supongo que serian familiares de Canasas. Al único que distinguí fue a su tío. Era joven y lo veíamos de vez en cuando jugando futbol en la canchita del pueblo. A veces nosotros también nos uníamos pero nunca me enteré de su nombre porque todos le decían Tano -Tano la pelota, Tano pásala, Tano patéala-. Y creo que era el único con el que Mario hablaba aparte de Gamarra. Yo los veía juntos a los dos después del partido, hablando y, lo más raro en Mario Canasas, riéndose. Después de Tano no conocía a nadie más. Él siempre fue muy cerrado con sus cosas, no nos contaba mucho, solo cosas del colegio y de los cursos. Aunque yo no era su mejor amigo si platicaba con Canasas, nos llevábamos bien y jugábamos siempre en el mismo equipo en los recreos y a veces nos decíamos chapas para molestarnos. Era raro luego, en la clase siempre callado, ni siquiera se movía o reía cuando los profesores salían y nosotros empezábamos a molestar a las chicas y a darnos de empujones entre nosotros o lo empujábamos a él. Y más raro aún, creo que nunca lo molestábamos con ninguna chica de la clase o de otra. Sí, ahora que hago memoria, nunca. Éramos seis los de la escolta del colegio, y los únicos que íbamos de blanco, el cojo Altúnes era el que llevaba el estandarte del colegio; caminaba medio chueco pero era el más alto de todos los de quinto y, además, el único que seguro aguantaría tanto tiempo con el asta en los brazos con esta calor y con todo el tiempo que seguro faltaba para llegar a la iglesia. Gamarra y yo en sus flancos, el negro Choque, Pierita –que esta vez reemplazaba a Mario- y Ar-

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nulfo detrás de nosotros, padeciendo todos los mismo y, seguro, pensando en lo mismo. Miranda de vez en cuando volteaba hacia nosotros y nos miraba como diciendo, “Como me hagan otra escenita de esas en el cementerio los mando a las cloacas a pasarse toda la semana”. Ya faltaba poco. Eran casi las tres de la tarde y parecía como si el tiempo hubiera pasado tan rápido. Ahora apenas y sentía las cuatro horas de parado y la última aquí, caminando bajo el sol. A cada calle que pasábamos nos miraba alguien conocido, saludaba con el sombrero y seguía su camino. En realidad, después de hacer un recorrido con la vista y contarnos, no éramos más que 20 o algo más en esta procesión del amigo de hace unos meses. Su familia se había mudado hace poco, venían de un pueblo de la sierra, de Pampacolca creo. Su madre, su tía, su hermano pequeño y él. De su padre no sabíamos nada, nunca nos dijo nada, ni siquiera a Gamarra. Demoró mucho para acoplarse a nuestro grupo, era muy timido y reservado. En los recreos solo nos miraba jugar, hasta que Gamarra, con el que ya había conversado algunas veces, lo puso en el equipo. Desde allí pudimos conocerlo un poco, pero todo quedó truncado. Ahora íbamos detrás del amigo que pudo ser, del que pudimos aprender y disfrutar. Solo quedaban algunos pocos recuerdos, como esa vez que se le rompió el pantalón y todas las chicas se rieron de él, se puso rojo como tomate y salió corriendo hacia su casa, o aquella en la que le preguntó a Miranda de donde era, el loco de Miranda lo mando a la cloaca a rostizarse y ‘pudrirse’, como él le decía. Las pocas veces que salía a la calle, era para jugar con su tío en la canchita. Él fue el que les consi-

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guió esa casita y el que les buscó empleo a su madre y a su tía. Él también el que les regaló esas rosas y claveles que había en el jardín, y las gallinas y los conejos, y los posters del “Camello” y del “Chorri” a Mario. Nos conocíamos poco, pero a la vez mucho. Quizás hubiéramos llegado a ser grandes amigos, y después de terminar el colegio irnos a estudiar a la ciudad. Quizás.

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III CUANDO PIENSAS en la muerte, generalmente piensas en la muerte de viejo, o en un accidente. Generalmente piensas que no te va a suceder a ti o a nadie de tú alrededor, y mucho menos que le puede pasar a alguien como tú, de tu misma edad, de tu misma clase. Menos a alguien que apenas estás conociendo, y de quien tienes algunas expectativas. Cuando me enteré que Mario Canasas había muerto, no pude creerlo. Pero cuando lo vi allí en el ataúd, postrado, y más aún en ese grado de petrificación, solo en ese momento pude asimilar lo que es una muerte. Y quise decirle, o quizás lo hice, al oído muy despacio, “Aquí estamos tus amigos, lo que quisimos serlo, esperándote para jugar otra pichanguita”.

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IV Mario Canasas salía todos los días a las 7 y 30 de la mañana de su casa hacia el colegio. Después de ayudar a su madre y a su tía en los quehaceres: limpiar los gallineros, darles de comer a los pollos, regar el jardín y alistar a tu hermano. En el camino se encontraba con algunos de sus compañeros; con el negro Choque, Pinto, el chato Juárez y Gamarra. Iban hablando de futbol, de los cursos de la clase, del profesor de álgebra, del negro Miranda y alguna que otra vez de chicas. De la casa de Mario apenas había tres cuadras al colegio. Nunca llegaba tarde y siempre antes que su hermano. En clase Canasas atendía, pero no preguntaba, no participaba, no se reía ni mucho y menos molestaba cuando no había profesores en la clase. Era tímido, era claro. Le costó mucho ambientarse a los nuevos compañeros y obtener amigos. En los recreos jugaba fútbol con los chicos de la clase, los de quinto contra los de cuatro, y a veces hasta hacia algunos goles. No jugaba mal. Le gustaba el fútbol, y de eso era de lo único de lo que hablaba con Gamarra. Todo era fútbol para ellos. La jugada de Ronaldinho, los goles de Ronaldo, los pases de Figo, la genialidad de Zizu. Todo fútbol. Cuando estaban en la cancha él se creía Zidane. Que la llevada, que el pase, que el tiro libre. Llegaba a su casa rápido después de clases. Dejaba sus cosas y se iba a la chacra a recoger faina para los pollos y los conejos. Si se encontraba con alguien de la clase jugaban algo un rato o charlaba un momento y luego se iba rápido, “tengo que ayudar a mi madre en la casa, tengo que hacer las tareas, tengo que mirar el partido”, tenia siempre una buena excusa. Salió algunas veces con los chicos de la clase al río. La primera vez casi se ahoga. No sabía nadar y así se metió al agua. Lo bueno fue que

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había muchos y lograron sacarlo. Fue gracioso y preocupante pero al final las cosas salieron bien. Le gustó tanto que la pocas veces que fueron al río Canasas siempre era uno de los primero en apuntarse. Aprendió a nadar al poco tiempo, pero siempre se hundía, perdia fuerza o algo. Una vez los chicos llevaron pisco “para pasarla mejor” y lo hicieron entrar al agua un poco ebrio. Nadó como los dioses, el alcohol le hizo bien. La última vez que lo vieron estaba tranquilo, como siempre, nada hacia indicar que algo le podría suceder, nada aparte de que ese día, sin nadie que lo recordara, era su cumpleaños número diez y seis.

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