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Vueltas a la noria por José
Edgardo Cruz Figueroa
Arturo sabía que le estaba dando vueltas a la noria. No le gustaba, pero no sabía cómo evitarlo. Imagínense, darle vueltas a la noria era darle vueltas a las vueltas lo que era como comer, vomitar, comer el vómito y volver a vomitar. El momento preciso en que se dio cuenta era incierto pero la conclusión era clara. Más clara que lo que cantaba un... never mind. Esta no es hora de metáforas más gastadas que la fortuna de un despilfarrador borracho. Como siempre, reflexionó sobre su condición en las horas tempranas de la mañana. Pero ahora estaba en Puerto Rico lo cual era también motivo de reflexión. O más bien de una pregunta que no sabía cómo contestar. ¿Si la isla le resultaba insoportable, por qué regresaba tanto? A veces le sorprendía que le preguntaran si pensaba vivir en Puerto Rico, como si lo absurdo de la propuesta fuese tan evidente que era inconcebible formularla. Lo interesante del caso es que cuando decía que no, más nunca muchacho, las razones que daba sonaban triviales. ¿Por qué no se disponía a dejar atrás el frío por el sol? Si en Puerto Rico disfrutaba tanto de la música y la comida, ¿por qué despreciaba la idea de regresar?
Es cierto que nunca había aprendido a nadar y se hundía hasta en el Mar Muerto, pero como quiera le gustaba meterse en el agua. Cuando le decía a alguien que estaba en la isla siempre mencionaba la playa como si eso nada más justificara su estancia, como si la playa fuese el atractivo más grande. La verdad es que le gustaba el mar aunque fuese solo para contemplarlo y disfrutaba de su frescura aunque después tuviese que bregar con la arena entre los dedos de los pies. En el pasado había dicho que si no fuese por la arena la playa sería un escenario natural perfecto, lo cual le recordaba a Churchill proclamando que la democracia era la peor forma de gobierno excepto por todas la demás. Su actitud era incongruente con sí misma y lo reconocía. Cuando decía con orgullo que había tenido la oportunidad de meter los pies en el Mediterráneo se daba cuenta que actuaba más para estar en línea con el consenso cultural que le daba al Mediterráneo un carácter mítico que para expresar un placer verdadero o una experiencia importante. Era una experiencia que realmente había terminado con sus pies enredados en una masa de algas. La vez que fue a Italia se quedó pasmado al ver la insignificancia de la Fontana de Trevi y para recordar la visita como algo memorable lo que se le ocurrió fue imaginar a Anita Ekberg brincando en el agua, de repente quitándose los panties y tirándoselos en la cara. Ponce le parecía un pueblo soñoliento. Aún así se había tirado una foto muy sonriente frente al Teatro La Perla, como quien dice “miren qué chévere, estoy en un sitio histórico e interesante.” En San Juan se montaba en la lancha de Cataño para cruzar la bahía sin ningún propósito pensando que quizás esa sería una experiencia poética. La verdad era que el viaje de ida y vuelta transcurría de modo bien prosaico. Entonces comprendía que la poesía requiere un esfuerzo bastante grande para ver las cosas de forma inusitada, para ver un bosque donde lo que hay es un chorro de matas. Cuando su amiga Ileana le decía que “la alfombra tiene oídos,” lo entendía como un poema pero si su hermana llegaba a decirle algo así pensaría que estaba desquiciada.
O sea que la poesía requería no solo una manera especial de decir las cosas sino también que la persona adecuada se lo dijera a una persona dispuesta a escuchar de esa manera especial. La poesía era decir cosas insólitas y después ir a la ferretería a comprar un tornillo o ir al baño para recortarte la barba.
¿Era eso darle vueltas a la noria? En su caso, ese recorrido perenne de un camino que comenzaba y terminaba en el mismo sitio no tenía continued on page 12