CUENTOS GANADORES EN EL CONCURSO
1921 -2021 LEM
Embajada de la República de Polonia en México
CUENTOS INSPIRADOS EN LA NARRATIVA DE STANISŁAW LEM
RESUMEN Presentación de las obras ganadoras en el concurso de cuento “1921-2021 LEM”, organizado por la Embajada de Polonia en México en el año 2021, para celebrar el centenario de natalicio del gran escritor polaco de ciencia ficción -Stanisław Lem-.
INTRODUCCIÓN La obra Stanisław Lem es difícil de catalogar. Se sirve de numerosas estrategias y géneros literarios, desde la distopía (“Retorno de la estrellas”), la pesadilla kafkiana (“Memorias encontradas en una bañera”), la novela policiaca (“La fiebre de heno”) hasta los ensayos que reseñan a los autores imaginarios, al mejor estilo de Jorge Luis Borges (“Vacío perfecto”). Mientras otros escritores de ciencia ficción de la época imaginaban mundos posibles que reproducían los conflictos políticos y sociales de la coyuntura, Lem se distanciaba de las respuestas fáciles a la hipótesis sobre la existencia de la vida en otra parte del universo. “Los otros” no tienen que ser unos humanos perfeccionados o monstruosos; sus preocupaciones no se reducen a la lucha de clases; podrían ser más bien unas formas de vida radicalmente opuestas a la terrestre, como el océano inteligente de “Solaris”. En “El invencible” Lem imaginó un sistema de organización de insectos electrónicos que acaban por derrotar con suma facilidad a los conquistadores humanos, borrándoles la memoria. La inteligencia artificial que domina a los seres vivos es una advertencia frecuente en Lem, más actual que nunca. La idea del concurso de cuentos, más allá de festejar el centésimo aniversario del nacimiento del autor polaco, era también averiguar la vigencia de la narrativa lemiana para los jóvenes creadores mexicanos. La participación rebasó cualquier expectativa: recibimos 75 cuentos que cumplieron con las reglas del certamen, lo cual se debió ciertamente al apoyo de Imelda Martorell Nieto y la Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura de la UNAM en la divulgación del concurso. El jurado, compuesto por Benito Taibo, Abel Murcia Soriano y un servidor, coincidió en sus preferencias casi en un 100%. Se premiaron naturalmente la calidad literaria, el manejo del lenguaje 3
y la inspiración en la obra de Stanisław Lem. El cuento ganador resultó ser “En un planeta llamado Domingo” de Omar Carrera Vera. Se otorgaron menciones honoríficas a cuatro cuentistas: Andrea Rivera Pedroza, Tania Salgado Villanueva, Gerardo Hernández Rodríguez y Rodrigo Mora Fuentes. Aunque la inspiración lemiana es innegable en los cinco cuentos que forman esta pequeña antología, vale la pena destacar que los narradores mexicanos utilizaron diferentes enfoques, desde la “hard SF” y una descripción detallada de una realidad alternativa, hasta una mirada poética o ensayo filosófico. Agradezco a Imelda Martorell Nieto, Abel Murcia Soriano y Benito Taibo y a mi colega Zofia Ziółkowska, su apoyo incondicional en llevar a cabo el certamen y les invito a la lectura.
Maciej Ziętara Embajador de la República de Polonia en México
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TABLA DE CONTENIDO
GANADOR “En un planeta llamado Domingo” de Omar Carrera Vera
p. 6
MENCIONES HONORIFICAS “Tletl” de Gerardo Hernández Rodríguez
p. 13
“La máquina” de Rodrigo Mora Fuentes
p. 25
“Viajes en los cielos” de Andrea Rivera Pedroza
p. 35
“La hipótesis de Al. Mar.” de Tania Salgado Villanueva
p. 45
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En un planeta llamado Domingo Omar Carrera Vera -Ha ocurrido un milagro –pensó Neri al constatar, por primera vez desde su aterrizaje, la reiteración de un fenómeno celeste que parecía tener relación directa con las variables atmosféricas. Cada novena superposición lunar –según había registrado en su ordenador- aparecía un cuerpo que terciaba entre Eureka y Calisto y que tardaba en desvanecerse el mismo tiempo que demoraba la yuxtaposición satelital y los eventos que parecía desencadenar. El extraño cuerpo celeste -demasiado lejano para ser luna, demasiado nítido para ser estrella, Neri planteaba la hipótesis de un planeta bordeado por un fulgurante anillo- parecía influir directamente en los vientos, en las tormentas y en la formación de mareas salvajes en la costa Cobalto. Esta primera observación le ofrecía al joven cosmonauta una esperanza, la de convertirse en una constante que sirviera como punto de anclaje para desenredar la caótica madeja de sucesiones atmosféricas, las pálidas tormentas que bramaban inesperadamente sobre el domo de su campamento, los graves aguaceros que le tomaban desprevenido en medio de la siembra y sin su traje hidrofóbico de color verde. El descubrimiento tuvo algo de fortuito, aunque al mismo tiempo parecía imposible perderlo en medio de un planeta en el que –Neri estaba ya convencido- no sucedía demasiado. Era extraño, pero todo allí parecía una suerte de caos inmóvil, pasaba tanto y a la vez -a falta de una sola constante que diera sentido a la terrible sucesiónno pasaba nada, ni siquiera los días. Desde su arribo, Neri no había experimentado más que ligeras variaciones de luz provocadas por las tormentas –nada similar a la noche-, por lo que todo parecía transcurrir en una suerte de eterno medio día; quizá por ello
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nombró Domingo al planeta, un mundo varado, como si alguien hubiese apretado el botón de pausa en la hora más inane, en el minuto más infame del séptimo día terrestre. Por otro lado, el nombre le traía a la memoria –y recordar era lo único que salvaba a Neri de ese presente perpetúo- un mito antiguo alguna vez escuchado en boca de los heresiarcas: la historia de un dios benévolo que había creado el mundo durante 6 días para luego reposar el séptimo. Domingo era precisamente un descanso indefinido de dios, tanto que su movimiento –si acaso existía- era tan lento respecto de su sol que las regiones oscuras –habían reportado las sondas espaciales- yacían congeladas e inhóspitas. Se trataba visiblemente de una exotierra en la que el tiempo -a falta de un referente o pulso constante- sencillamente no existía o permanecía atascado en la eternidad; tal y como se atascaría un astronauta en un vacío carente de espacio si se deprendiera de su nave por una anomalía, vagaría desorbitado, ignorando si morirá de pie o de cabeza. A fin de cuentas, tiempo y espacio son –recordaba otra vez las doctrinas de los heresiarcas- meros puntos de referencia. Guiado por esta convicción, Neri esperaba que el avistamiento de los tres astros sobre las mesetas y las consecuentes tormentas salvajes, duraderas hasta la nueva superposición lunar, fueran el primer pulso del tiempo, el signo de cada nuevo día. Desde el punto de vista del modelo Lehmar-Arizpe, Domingo era una exotierra “verdaderamente habitable”. Neri lo supo desde el momento en que penetró la atmósfera por el norte polar – en aquella intersección entre un día y una noche geográfica- en medio de un delirio luminiscente jade, ámbar: el trazo de la aurora. En ese momento le fue inevitable pensar en el Divino Bóreas de Finkel -opera prima y libro fundador de la Anámnesis- con sus aires cosmogónicos en medio de una rigurosa 7
exposición científica. El polémico tratado era una loa dirigida a los campos magnéticos –sempiternos centinelas de la atmósfera- que habían posibilitado la génesis de la vida terrestre al resistir el embate de las crudas tormentas solares;
las auroras boreales
y australes se exponían precisamente como “estertóreos rayos de sol colisionados”, signos inequívocos de la presteza de un planeta para ser habitado. La decadencia de la civilización antigua –postulaba Finkel- era atribuible al desconocimiento del papel fundamental de los polos magnéticos en la vida terrestre. Y con ello aseveraba que la amnesia que marcó a la hora cero y la aireada catástrofe de Grace era fruto del debilitamiento de los polos terrestres. Esta tesis, principalmente, le dio fama entre una generación que utilizaba la tecnología antigua a pesar de desconocer –o recién volver a descubrir- los desarrollos científicos del pasado. Una generación que parecía haber retornado a Cro-magnon: comiendo frutos sin entender nada de botánica; la séptima generación después de Grace y la hora cero. La hora cero, el momento en que los ordenadores de todo el mundo y la vieja internet se paralizaron para reiniciarse como niños recién nacidos, sin saber nada de un pasado inexistente para ellos; el reseteo del mundo en que los ricos perdieron sus millonarias cuentas abstractas y los pobres fueron todavía más pobres. La hora cero -el reinicio de una civilización que súbitamente había olvidado- era consecuencia de un embate solar que los debilitados polos magnéticos no pudieron contener y en la que los satélites artificiales se precipitaron al suelo. Y luego, Grace. La última noche del mundo antiguo, la Gran Mancha Azul que recorrió los continentes: bramando, barritando, inundando. El súper huracán inspirado en el fuego de Alejandría que hizo flotar libros y colecciones enteras en medio de avenidas
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transformadas en canales acuáticos. También Grace había sido consecuencia de los polos. Y entonces hubo guerras, tantas que parecían querer rellenar el vacío de la historia, los amplios huecos antiguamente ocupados por guerras milenarias. Amnesia global. Por esta razón, ante la visión de la aurora en un planeta tan lejano, Neri se sintió en casa. Los polos magnéticos del planeta permanecían intactos, como vigorosos fuertes contra tormentas solares. Un cielo entintando le daba la bienvenida y parecía susurrar ser la tierra prometida por Finkel. Con esta cálida imagen Neri fue quedándose dormido mientras su nave se alejaba de los polos y se dirigía hacia el ecuador del planeta -punto designado para establecer su campamento- ignorando que pronto se perdería en una luz perpetua donde todo pasaba sin dejar rastro, en donde todo evento era un fantasma, un rumor ciego. Ni el aterrizaje ni la instalación del campamento presentaron dificultades para Neri. Tampoco le fue difícil obtener agua dulce ni respirar el oxígeno de Domingo que -descontando algunas impurezas no nocivas- era casi idéntico al terráqueo. Encontrar sedimentos fertilizables fue también bastante simple, así como la adaptación a la presión atmosférica y a la gravedad. Fue más sorprendente y difícil aceptar que entre todas estas condiciones –aparentemente ideales- no hubiera rastros de vida. La inquietud por esta carencia asoló a Neri –imaginaba extrañas criaturas invisibles a las sondas y a su propia vista, acechándole, esperando el momento oportuno para atacarhasta que llegaron las primeras tormentas, tan inoportunas como raras, los súbitos cambios de temperatura –la vez que casi quedó atrapado en un lago, repentinamente congelado- y la ausencia de la noche. Con la explicación vino la calma: ningún tipo 9
de vida –pensaba- podía prosperar en un planeta sin ritmo. Una exotierra cuyas lunas, recién nombradas como Eureka y Calisto, paseaban por el cielo abierto y claro, sin
orden, cruzándolo a velocidades distintas entre sí, a veces yuxtaponiéndose
repentinamente. Y luego la luz, la luz perpetua que ninguna entidad viva podría soportar. Cuando la soledad de Domingo recrudecía, Neri presentía el fatídico destino de sus compañeros de misión: ninguno había dado señales todavía. Entonces se refugiaba en su nave –transformada irreversiblemente en campamento-, tendiéndose sobre el suelo miraba el domo que lo apartaba de la intemperie y sobre el cual había colocado la consigna de su misión: olvidar el olvido. La misión había sido el destino obsesivo de Finkel y los miembros de la Anamnesis – catalogada por sus enemigos como una tecnosecta-, una cruzada contra el olvido latente en el universo y por ende en toda civilización. El reset del antiguo mundo no había sido más que una de las miles manifestaciones de un Dios que –sentenciaba Finkel en uno de sus últimos y enigmáticos escritos- “aspira al olvido, soñando el sueño de un hombre griego: pensarse a sí mismo en su terrible soledad.” Los fragmentos de metafísica antigua a los que Finkel tuvo acceso en una de las cuatro bibliotecas vestigio -que le abrieron de par en par sus puertas una vez convertido en celebridadparecía conducirle a una misma conclusión: la génesis y el desenvolvimiento del universo no era más que el recorrido de un Dios en busca de conocerse a sí mismo. Las galaxias, los planetas y su naturaleza, los actos miserables, la caída de un rayo sobre el abeto, los testigos atónitos del trueno, el tedio del domingo, no eran más que posibilidades de Dios efectuándose. Y sin embargo, con la llegada de la historia humana, configuración de la consciencia individual, Dios estrechó el camino de su
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autoconocimiento. En algún punto –y quizá Finkel, pensaba él mismo y sus sectarios, era ese punto- se develarían los motivos primarios de Dios, que una vez
alcanzando
el autoconocimiento no le quedaría más que el olvido. Entonces el universo todo se sumergirá en un vacío tal en el que desde la sensación más humilde hasta el pensamiento más concreto y logrado serían olvidados. El plan de Finkel era simple, invertiría los últimos recursos disponibles de la tierra para reproducirla en otra tierra, en diversos mundos que se volverían cientos de espejos más en los que Dios podría reflejarse nuevamente y olvidar el olvido cósmico, al menos, retrasarlo. Cargar a Dios de nuevas memorias y aplazar el necesario final de todos los tiempos era la buena nueva, la tarea universal a la que el ser humano debía abocarse, la tarea de Neri y su tripulación. Por eso la tercera reiteración de un fenómeno celeste era tan importante y fue celebrada como milagrosa: Domingo sería la génesis del tiempo, el nuevo inicio de la historia que se erigía contra el olvido divino. Sólo Neri cumpliría la misión de aplazar la memoria universal. Por eso su felicidad se volvió terror una vez que la tormenta –en apariencia provocada por la yuxtaposición de los astros en el firmamento- cesó; y el tercer cuerpo, mientras Calisto y Eureka volvían a su impredecible jugueteo, permaneció fijo en el cielo eterno de Domingo. La oportunidad de una constante –ahora vista como casualidadse desvanecía, y con ella se iba también el pulso que engendraría al tiempo. Y sobre Neri se quedó fijo ese innombrable cuerpo, intempestivo, que se abría cada vez más como un ojo perfectamente delineado en sus bordes. Y el ahora antiguo
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cosmonauta no creía que esas manos avejentadas fuesen las suyas. El tiempo en domingo no existía, y sin embargo. El ojo en el cielo, hacía tantas yuxtaposiciones advenido, parecía crecer, y creció hasta parecer una boca. Y Recién Neri comenzaba a comprender que el tercer astro no era un planeta con un fulgurante anillo, sino una pesadilla; algo contado como un mito, la boca divina que engullía al universo. Y poco a poco la boca comenzó a expandirse y a bramar sobre esa tierra, entre tormentas cada vez más inhóspitas y sobre un domo que resistía unido por un viejo listón con la consigna: olvidar el olvido. Palabras que para Neri habían perdido su significado pero que eran parte constante –al igual que las fauces del firmamento- de un paisaje móvil. Y pronto Neri no se reconocía a sí mismo. Y la tierra, y Finkel y la Anamnesis y su antigua tripulación eran una memoria erosionada por los vientos de Domingo; vientos cada vez más ruidosos, y sin embargo. De pronto Neri no escucha nada más, sabe que está en la boca de la tormenta, un horizonte de sucesos, el límite del olvido y la memoria más allá del cual hay únicamente un futuro posible: el silencio.
Ese silencio que se fue tragando la memoria, como agujero negro o punto final
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Tletl Gerardo Hernández Rodríguez
La tierra y el viento estaban calientes. Desde hacía dos o tres días (o tal vez más, aunque no podía recordarlo con seguridad), el calor había empezado a subir. Porque esa era la sensación: el cambio de temperatura no provenía del cielo ni del sol, sino de la tierra misma. Con justa razón estaban preocupados sus vecinos y su esposa. La milpa se había agüitado, el frijol se ponía cenizo. De nada servía echarles agua cada tantas horas, pues aquella sensación no desaparecía. A ellos, a su vez, les hacía efectos. El mareo, el desgano, los dolores de cabeza. Navarro encendió un cigarro y fijó su mirada en las parcelas de cada uno. Los tomates ya estaban muertos. Habían llegado al pueblo hacía algunos años, casi seis años, según recordaba, si su memoria no le fallaba tanto. Lo que sí había olvidado eran los motivos para trasladarse allá. Una verdad era cierta: la vida en su pueblo ya era insostenible. Con naves espaciales, con descubrimientos cada vez más inauditos, la vida de ellos, de los campesinos, se tornaba en una minucia. ¿Para qué trabajar la tierra si había máquinas encargadas de ello? ¿Para qué preocuparse por un pedacito de suelo si ya ni el cielo era el límite? Sacó el humo y sintió un escozor en la garganta. Se ahogaría con esa temperatura. Revisó el termómetro de la entrada de la casa. Marcaba, a esa hora, casi cuarenta grados. Sostuvo el cigarro en la mano, aunque el humo le empezaba a molestar. Todo estaba tan seco, tan caliente, que ni siquiera podía sudar. Zhun llegó en su pequeño tractor y lo detuvo. Bajó con la preocupación a cuestas. Su cara no podía disimular la desesperación, el miedo, la angustia. Se quitó los guantes
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de carnaza y abrió la reja. Saludó con la mano a Navarro y se detuvo un momento, con la mirada en el piso, sin ver nada. - Mi milpa se está muriendo. - ¿Le echaste agua? - Todo el día. Apenas tocaba la tierra, se evaporaba. - ¿Y lo demás? - No creo que aguante muchos días. No con este clima. Y nosotros tampoco vamos a durar mucho más. - Dios te oiga. Ambos hombres miraban hacia la nada, con la esperanza de un cambio, de un milagro. - Ve a casa. Dile a la señora Zhun toda la verdad. Y sé que decidirán lo mejor. Zhun empezó a caminar hacia su tractor y se detuvo un momento. - ¿Tú qué harás? - Puedo quedarme a esperar un rato más. Se despidieron como antes, en silencio. El sonido del motor de combustible fósil empezó a resonar y Zhun avanzó por el pueblo. Casi no había gente fuera de su casa. Casi no había vida alrededor de ellos. Los árboles se veían tristes, sus ramas colgaban como cadáveres. Navarro volvió a calar el cigarro y sin ver el avance, lo aventó lejos de él. Se sentía mareado. Como si el oxígeno que le llegaba a la cabeza fuera insuficiente. No era vida esa. Y si lo era, se asimilaba mucho a la de los condenados en el infierno.
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Entró a la casa y caminó hasta la cocina. Jackie limpiaba unos frijoles, guardados de la última cosecha. Los gorgojos salían muertos. - A este paso también nos vamos a tener que ir nosotros. - ¿Escuchaste a Zhun? - Alfredo, llevo días escuchándolos a todos. Desde que empezó esta canícula. O veranillo. Es un veranillo, ¿no? - No recuerdo. - Debe serlo. Estamos en pleno otoño y mira. No es que aquí nos congelemos, pero nunca había pasado esto. Y tan rápido. No entiendo cómo todo se está muriendo sin que podamos hacer algo. - Así es la vida, mujer. - No, así no es la vida. ¿No nos presumían que esto ya no pasaba? ¿Qué el mundo estaría mejor? ¿Qué ahora todo estaría perfecto? - ¿Te sientes mal? - Me duele la cabeza. Y me arde la garganta. Ni siquiera puedo pensar bien. - Es el calor. - Ya sé que es el calor. No lo aguanto. No así. - ¿Dormirás hoy? - No lo sé. Me voy a quedar aquí un rato más. - Bien. Si necesitas algo, estaré en la recámara. 15
Navarro se levantó de la silla y caminó casi en silencio. Sus pasos eran torpes. Igual que sus manos. Y sus ojos. Todo el mundo parecía diluirse en una bruma asfixiante. Abrió la puerta de la recámara y el calor lo hizo retroceder un momento. Debería estar, por lo menos, a los cuarenta grados del exterior, o tal vez más. No importaba, la cabeza le daba vueltas y se sentía cansado. Retiró la colcha de la cama y se acostó en ella. Cerró los ojos. La oscuridad era casi absoluta ahí. Habían construido la casa (o eso pensaba), de modo tal que la luz no pudiera afectarles. La sensación de abandonar su cuerpo pronto empezó a llegar. Todo se disipaba. Ni siquiera el calor parecía afectarle. Y pronto la nada. De hacía un tiempo pasado, ya remoto de olvidado, había dejado de soñar. Su mente caía perdida en la más oscura muerte nocturna. Despertaba tal cual se acostaba. Siempre se había preguntado sobre los misteriosos mecanismos cerebrales que le permitían al ser humano dormir sin percibir el paso del tiempo. Había personas más nerviosas, era verdad. Como Jackie. Ella no podía dormir sin despertarse por el más mínimo evento exterior. Pero él no. Nada existía a su alrededor. Por eso sintió extraño cuando vio el campo. Estaba rodeado por el maíz, el chile, el frijol y las calabazas. Aunque no había sembrado calabazas. Se sentía minúsculo, pequeñito, apenas perceptible en ese espacio. Como si él pudiera verse desde la distancia. Volteó hacia el cielo. Era blanco, brillante, como si el sol hubiera decidido acercar la Tierra, o viceversa. Su cuerpo se dejaba vencer. Caía de espaldas y sólo sentía la sensación extenderse. - Sus signos vitales son estables.
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Abrió los ojos. La habitación seguía a oscuras y el calor era el mismo. Se levantó sin pensarlo y caminó hasta la sala. Jackie yacía en el sillón, temblando. Se acercó a ella. - ¿Qué sientes? No abrió los ojos, ni reaccionó de alguna manera. Su cuerpo entero sudaba y temblaba. Empezó a moverla por el hombro. - Jackie, ¿qué tienes? Ella no reaccionaba. Tal vez se había intoxicado. Tal vez, vencida por los días, al fin dormía sin poder despertar. Pero el sudor, los temblores. No podía dejarla así. - Jackie, amor, háblame. Su esposa continuaba acostada en el sillón sin hacer nada. Tocó su mano y la sintió helada. Era momento de ir por el médico del pueblo. Salió hacia la calle y el calor lo detuvo por un momento. Todo era un horno. Todo se sentía pesado. Respiraba y sus pulmones recibían un aire sucio, tóxico, no apto para la vida. Salió dando tumbos hasta la calle principal y caminó por ella. Su mente se nublaba por momentos. Se detuvo en la pared de la casa de Andreas. Respiraba con dificultad. Cerró los ojos y escuchó la voz. - Sólo un poco más. Todavía puede soportarlo. Abrió los párpados. Ante él, todo era blanco. Después, un sonido agudo, tinitus o algo parecido le habían dicho que se llamaba, le taladró los oídos. Sintió una mano por la espalda. Andreas lo agarraba por el hombro. - Navarro, este lugar está muriéndose. Hay que huir.
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Asintió con la cabeza, aunque no podía moverse. Su respiración subía y bajaba. Confiaba en Andreas. Le había salvado la vida en dos ocasiones. La primera fue en un viaje al río. Había resbalado y no sabía nadar. Andreas alcanzó a agarrarlo antes de que la corriente lo arrastrara. La segunda fue en la explosión, aquella que los dejó sin energía eléctrica. Navarro estaba a un lado del transformador cuando Andreas corrió hacia él, gritando y moviendo las manos. Un minuto más y no estaría ahí. Confiaba en Andreas. En su instinto. En su capacidad para sobrevivir. - Voy por Danuta. Espérame aquí. No te muevas. Se dejó caer en la tierra y cerró los ojos. Las voces iban y venían. - Es suficiente… - Todavía puede conseguirlo… - Los datos… - ¡No es ético! Tomó fuerzas para levantarse y caminar hacia la casa del médico. Estaba cerca, no tardaría en llegar. Veía a sus amigos en la calle. Se arrastraban para salir de las casas. Se apoyaban en las cercas y las paredes. Ante él apareció Jackie, vestida de blanco, sonriéndole. - ¿Cómo saliste de la casa? Ella sonreía mientras lo tomaba del rostro. Todo en ella era luz. Parpadeó lento, con calma, hasta que su mente logró trabajar. Era una ilusión. Un sueño. Tenía ganas
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de dormir. Sus células no deseaban continuar con el trabajo de moverse, de vivir. Cayó de rodillas en el suelo y miró hacia ambos lados. Dióxido de carbono. O monóxido de carbono. O algo con carbono. Conocía los síntomas. Los había vivido varias veces ya. La intoxicación era difícil de resistir. Trató de alzar la cabeza para buscar una fuga, una humazón, un rastro de algo contaminante. O acaso era el dióxido que escapaba de la tierra. Como si estuviera en un invernadero. Todo el calor concentrado en ellos, incapaz de fluir hacia el cielo, de irse al espacio exterior. Lo había visto en sus clases, en sus cursos. Cada respiro era similar a ahogarse. A tener una bolsa puesta en la cabeza. Jaló aire tres veces y se dejó vencer.
La voz salía de una bocina instalada cerca de su cama. Estaba aislado y tenía frío. Era la voz de una doctora. Creía recordarla. - Navarro, ¿estás bien? La luz lo deslumbró. La luz blanca de las lámparas del hospital. Del laboratorio, quería decir. Del laboratorio. Nunca había salido de ahí. - Navarro, sólo necesito que te comuniques. La doctora estaba preocupada. Era normal. Volteó hacia la derecha y la vio, parada ante el enorme ventanal. Le dolían los pulmones. Levantó la mano e hizo una señal con el pulgar. La cara de la doctora se relajó. - Llegaste a niveles mínimos en esta ocasión. Pensamos que no salías vivo.
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La miró. De algún lado se le hacía conocida. Volvió su mirada al techo y se detuvo ahí, sin pensar en nada. En Jackie. Estaba muy mal. Muy enferma. Escuchó el sonido de la puerta y los pasos que entraban. Las cabezas se amontonaron a su alrededor. - Felicitaciones, Navarro. - En verdad, un trabajo excelso. - Una magnífica demostración de supervivencia. - Nos has dado información para avanzar cien o más años en nuestra investigación. Quería sonreírles o decirles que no era nada, pero estaba muy cansado. Abrió la boca para preguntar algo, para comunicarse. El aire apenas atravesaba su garganta. Todos se quedaron en silencio y acercaron sus orejas para escucharlo. - ¿Jackie? Dos de ellos no aguantaron la risa. Otro más lo miró sorprendido. La doctora lo miró con pena. Alguien le tomó la mano. Consejos, recomendaciones, apoyo. - Es mejor que descanses, Navarro. Fue una sesión agotadora. Cerró los ojos por un momento y se perdió.
Desde la ventana de la habitación se veía un jardín lleno de árboles frutales. Navarro estaba en su silla de ruedas. Extrañaba la sensación de caminar. Una enfermera le acomodaba un dispositivo en la muñeca. Todo estaba en silencio. Cuando por fin terminó su trabajo, la enfermera se retiró y dio paso al doctor Carson. Tomó una silla y se acomodó delante de él. Ambos hombres cruzaron sus miradas. 20
- ¿Y bien, Navarro? ¿Qué me puede contar? Meditó un segundo su respuesta, tal vez un poco más. - Es asombroso lo que puede hacer. Se adapta a todas las circunstancias, a todos los eventos. No me dejó morir, supongo. Y es tan real todo. Puedo jurar que de verdad era un campesino. Y vivía a gusto con ello. Podía sentirlo todo. Pero no funciona igual con todos los sujetos. Algunos se resisten a la idea de morir. O de sufrir. Lo vi por un momento. Sólo Andreas
parecía intacto. Supongo que
su
conciencia
es
más
fuerte,
o algo parecido. Es casi como estar vivo, es muy parecido a estarlo. - ¿Percibiste algún fallo? ¿Algún error? - La disposición de las plantas corresponde a una cuadrícula. Nadie lo hace así. Y las casas del pueblo parecen salidas de una película muy vieja. Nunca viví en un lugar así, pero estoy seguro que están construidas con imágenes de otros lugares. Y la tierra no se siente como tierra. Y el agua no se siente como agua. - ¿Cómo se sienten? - Como la sensación que esperamos de ambas. Todo es una expectativa. Una ilusión. Lo que cree saber de nosotros. - ¿Sabes cuánto tiempo pasaste en ese mundo? - No. - Dos mil ciento noventa días. - ¿Seis años? Carson asintió con la cabeza. 21
- La prueba debía durar menos. - Así es, pero los resultados son increíbles. Es inimaginable lo que hemos visto con ustedes. Es un verdadero logro. Y cómo lo describes. Es sorprendente, de verdad. - Supongo que todo es por el bien humano. ¿Me pasas un poco de agua? - Sí, claro. Carson se levantó, tomó una jarra de una mesa algo anticuada y sirvió un vaso. El agua era cristalina, fresca. Le entregó el vaso a Navarro. Dio un sorbo, uno pequeño, para no lastimar la garganta. Entonces se detuvo. - Carson. - Dime, Navarro. - ¿Desde cuándo estás aquí? - ¿Por qué la pregunta? Navarro miró el vaso y después al doctor. Carson no podía estar. Era ilógico que estuviera ahí. - Porque tú también estabas en el pueblo. Carson sonrió y detuvo sus ojos en él. La complicidad los llenaba. - Por eso me agradas más que todos, Navarro. Por eso me agradas más que todos. - ¿En dónde estamos? - En donde siempre hemos estado.
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Ambos hombres se miraron un segundo más y Carson empezó a desdibujarse. A transparentar su piel morada, congelada en el vacío del universo. La habitación también estaba vacía. La pintura, detenida eternamente, flotaba sin fin. El vaso de agua era perfecto. La silla de ruedas era perfecta. El silencio era absoluto. - Me vas a disculpar, Navarro, pero me pareces un ser magnífico. Llevas años así, resistiendo la muerte, y eres feliz. No te he visto titubear un día. No te he visto de mal humor un solo día. ¿De verdad lo estoy haciendo tan mal? En la ventana se alcanzaba a ver la forma de Plutón. Todo en el interior flotaba. Algunos cuerpos, para siempre estáticos, dormían suspendidos en el espacio. - ¿Cuántos han muerto? - Los suficientes para mantenerte con vida. El enorme agujero del impacto inicial se veía claramente desde la ventana. - ¿Te molesta seguir con esto? Navarro apretó con fuerza el vaso con agua y después lo soltó despacio. No era tan mala la sensación: de hecho, se parecía mucho a la verdadera. - Navarro, mírame. Todo lo he hecho para conocerlos mejor. Y nunca pensé que llegaríamos hasta aquí. Navarro miró la ventana. El patio aparecía ante él. - ¿Jackie volverá conmigo? - No veo por qué no. - ¿Y caminar? 23
- También cuenta con ello. - ¿Por qué te caigo bien? - No lo sé. Tal vez por tu capacidad para sobrevivir. O tu capacidad para adaptarte. O sólo porque tu mente no me comprende. - ¿Todo es por el bien de la humanidad? Carson sonrió. - Todo es por el bien de la humanidad. Y Navarro empezó a reír.
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La máquina Rodrigo Mora Fuentes Arriba, en el cuarto grande, hay una máquina. Cuando era niño y preguntaba por ella, papá me contaba que de esa máquina había salido la casa: “como si hubiera puesto un huevo pequeñito”, decía; y yo imaginaba que la casa salía del cascarón, le crecían las plumas y un pico grande surgía en la puerta; y esperaba que detrás tuviera una pluma larga, como los quetzales, para que mamá pudiera sembrar jitomates, un durazno y un olmo que nos diera la fruta de la sombra. Claro que esa casa nunca creció como un pájaro. Siempre hacía mucho calor, desarrollé sudores en partes del cuerpo que no sabía que existían. Pasé una infancia monótona, común, de fiebres y enfermedades que se me pegaron como membranas de plástico. Siempre bajo el cuarto de la máquina porque tenía prohibido visitarla. “Es muy peligrosa todavía”, decía papá, “cuando seas más grande te la voy a presentar”. Muchas veces soñé cómo giraban sus tornillos, soñé con un motor de combustión interna sin saber lo que era y con todas las partes que embonaban
perfectamente
para
hacerla
girar:
palancas
con
esferas
rojas
en un extremo, tubos de acero que hacían deslizar vigas de aluminio, botones, cables, sensores. Si reuniera los sueños de aquellas noches, podría afirmar que soñé con toda la segunda mitad del siglo XVIII y su revolución industrial. Muchos años esperé conocer la máquina en la que papá velaba siempre que regresaba de su trabajo. Este doble esfuerzo tan cotidiano hizo que las arrugas de su rostro se manifestaran a sus treinta años y que en aquellos surcos de carne se almacenara el polvo de la ciudad. La gente mayor le hablaba de usted y le decía
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“pero si está en la flor de la vida”: pero él ya no contestaba nada porque la edad también le había comido la lengua y el sentido del humor. A cambio le había regalado unos ojos negros, vidriosos y perpetuos a pesar de tener la maldición de la ceguera en su familia. Papá no conoció al abuelo más que al final de su vida, es decir, la de mi abuelo. Mi abuelo nunca fue malo conmigo, pero sí con papá: abandonó a su familia cuando papá estaba en la adolescencia. En el pleno borbotear de preguntas identitarias, en su despertar sexual, en los primeros calambres del futuro. Mi abuelo fue parte de la policía secreta de la ciudad. Y dos años antes del nacimiento de papá fue parte de una de las masacres estudiantiles más asquerosas que ha visto el país. Abuelo me contaba, ya ciego, ya lleno de Parkinson en el cuerpo: “sólo fui a tirar cuerpos al río Tula” mientras yo llenaba su vaso de agua hasta la mitad para que no lo derramara. Creo que ese temblor le nació en ese río, seguro se le metió a los ojos un reflejo del agua corrupta por la sangre seca de los estudiantes porque me hablaba de cuerpos muertos a los diez años y no se daba cuenta de lo pequeñas que eran mis manos y de lo imposible que era para mi imaginación recrear los cadáveres puliéndose como piedras de río. Después me enteraría de que con el río Tula se riegan grandes campos de cultivo a las afueras de la capital y la mayoría de los alimentos que consume la ciudad provienen de allí. Mi abuelo guardó muertos y éstos se pusieron a regar los jitomates y las cebollas que comerían sus hijos en los guisados que hacía mi abuela abandonada y cansada. En fin, papá trabajaba la máquina, la modificaba; yo escuchaba cómo cortaba un extremo, lo soldaba en el otro lado y lo pulía, e imaginaba cómo cambiaba los tornillos comunes por unos de alta resistencia, giraba una palanca y la colocaba debajo de otra, movía los pernos, perforaba piezas de acero con un taladro, sacaba filo a las 26
brocas. No lo recuerdo riendo, ni comiendo, ni viendo la televisión; mucho menos recuerdo a papá tomando vacaciones. Hasta los once años me llevó a conocerla. Era domingo por la mañana. Boleé mis zapatos y me los puse, mamá me había vestido con un pequeño corbatín y una camisa blanca, encima un saco viejo color hueso y coderas cafés. Debajo mis pantalones cortos y mis calcetas marrones. Subimos al cuarto y allí estaba: reluciente y plateada, completamente inmóvil. “Quería que la vieras antes de conectarla”, me dijo papá. Y sin dejarme responder nada, la encendió con un botón cerca de su rodilla. Con un solo dedo provocó que exudara vapores y moviera pernos y bujías de izquierda a derecha, de arriba abajo. Un motor ronroneaba levemente al centro y papá, a un lado, hacía contraste con su ropa vieja llena de grasa; también sonreía. La brillantez, la elegancia de la máquina hizo que me paralizara y me quedé en silencio bajo aquel techo de lámina. No hacía mucho ruido, apenas el suficiente para conocer su naturaleza de máquina, un leve olor a gasolina, un movimiento que parecía perpetuo y perfectamente coordinado, un temblor, parecido al que provoca el paso de unos dedos ajenos sobre la espalda: la máquina tenía toda la sustancia de un productor milagroso. “Bueno, ¿cómo ves?”, preguntó papá, orgulloso de saber la respuesta. “Acércate más, mira”. Y yo me acercaba porque era buen niño. Hice muchas preguntas: “¿Qué hace? ¿Te saca los mocos? ¿Fabrica zapatos? ¿Hace llover? ¿Te hace desaparecer? ¿Es una máquina del tiempo? ¿Es mágica?” “No, es ciencia”, decía papá. “Progreso”.
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Y se inventaron las bombas de hidrógeno y las computadoras personales; y la máquina sólo reafirmaba su estado de maravilla porque zurcía calcetas en un segundo, reacomodaba y pegaba platos rotos, contaba cuentos para dormir, lavaba los trapos sucios, reparaba las goteras del techo, calentaba nuestra comida, curaba nuestras enfermedades, eliminaba plagas, reparaba cerillos rotos, hacía nuestras tareas, cavaba hoyos para enterrar a nuestras mascotas; qué bellas palabras salieron de ella cuando enterramos a Luna, cómo nos divertíamos cuando nos hacía cosquillas, poníamos mucha atención cuando contaba secretos, me encantaba que me enseñara groserías nuevas, que cambiara de color mi ropa, que me regalara instrumentos musicales en Navidad; recuerdo cuando me ayudó a esconder la maceta y el rosal que rompí, recuerdo cuando me dio mi primer beso. Así pasaron algunos años; llenos de turistas gringos, alemanes y chinos, reconocimientos por parte del gobierno, amenazas de muerte, chismes sobre la máquina e intentos de robo. La máquina aprendió a repeler todo: se mantenía inmóvil ante la mirada de los extranjeros, se declaraba ciudadana de otro país ante el presidente, ella inventaba los chismes sobre sí misma y los propagaba, se dejó robar varias veces para tener nuevas experiencias en su vida pero regresaba a la semana y nos contaba su aventura. En uno de esos robos, también nos regresaron al abuelo enfermo, era de noche: tocaron el timbre y cuando salimos sólo vimos a un hombre acostado sobre una camilla, ligeramente amarrado con vendas en los brazos para que el movimiento de su enfermedad no lo tirara. Mamá y yo lo metimos a la casa y vivió tres años en la sala porque nunca quiso un cuarto. A mí me contaba su vida y a mi mamá le contaba su muerte. En aquellos tiempos me contó sobre el río Tula. Papá se limitaba a decirle “ahorita le digo que venga” y me decía “ve a ver qué quiere”. La máquina 28
le tenía cierto rencor al abuelo, pues se negaba a fabricarle una dentadura y una silla de ruedas eléctrica. Y el abuelo vivió así, quedándose dormido al mediodía, a las tres, a las cinco y a las nueve, despertándose por el dolor de los calambres o por el azote de un recuerdo que creía petrificado. Vivió sin un solo milagro de la máquina que amortiguara su mala suerte. Le escurrían la saliva y los pensamientos por las mañanas y los dejaba regados en el suelo de la sala, como queriendo que papá los viera, pero se evaporaban rápidamente con el calor del verano. Y ya agónico, pálido y chupado por la doble vida que tuvo (una con mi abuela y otra con alguien más que lo abandonó en nuestra puerta) me dijo que sólo quería pedirle perdón a papá, que sólo quería despedirse. Pero papá tuvo una mejor idea: “no le digas nada, sólo quédate con él”, me dijo; y le dio tres golpes amistosos a la máquina que susurraba palabras desconocidas pero llenas de odio. Entonces regresé con la esperanza de que quizá mi abuelo se habría olvidado de lo que me pidió. Quizá ya estaba muerto. Pero lo primero que me dijo fue “¿Mijo?” Yo ya tenía la altura y el cuerpo de mi papá, sólo me faltaba la voz. “Perdóname, por favor, perdóname” y siguió llorando. Y yo lo tomé de su mano temblorosa, le di un beso en la frente y su cuerpo se distendió, cerró sus ojos blancos y dejó de temblar. Murió con esa mentira sensitiva que había fabricado mi inocencia y la compasión de mi padre. Al pasar los años, la máquina notó que papá envejecía más y más; el calor revuelto en cada habitación de esa casa de ciencia era insoportable. La máquina fue la primera que notó las manchas en sus manos y en su frente, la primera que olfateó el primer temblor de la única herencia de mi abuelo: el Parkinson; los dientes débiles, los dedos repletos de artritis, los ojos blanquecinos, las arrugas en el cuello, el cabello delgado y quebradizo. La máquina le fabricó su primera silla de ruedas, su dentadura, 29
una cama terapéutica; le fabricó toda la segunda mitad del siglo XX y el cielo para despejarse de sus pensamientos. Las manos de papá se volvían violetas, reventaban sus arterias azules y los huesos se volvían porosos y se quebraban como galletas. Papá murió un Año Nuevo, acurrucado a la máquina que se había quedado dormida leyéndole el periódico. II El entierro de papá estuvo lleno de mecánicos, cortadores de acero, plomeros, fundidores, soldadores. Papá tenía muchos amigos que olían a grasa y pólvora, igual que yo. Cuando la máquina bajó el féretro, aprovecharon la conmoción y la tristeza metálica del artefacto y me preguntaron: “¿arreglaste el eje Y?” Y el cuerpo de papá bajaba y se pudría “¿El eje X siempre rechina tanto? ¿Qué tipo de combustible está utilizando? ¿Dónde compraste los cilindros? ¿Ya viste que los pernos 25 y 26 se asientan?” Y mamá lloraba, vestida de negro “¿Este orificio de acá para qué sirve? ¿Has pensado en cambiar las palancas por botones?” Entonces la tierra húmeda del cementerio, entonces las flores, entonces el llanto, entonces el mundo… y la máquina se puso a llorar con un movimiento refinado, espasmódico e intermitente. Algunas luces que parecían inservibles se encendieron en un tono azul muy pálido, hizo giros imposibles de 361°, hizo llover un kilómetro a la redonda, inventó cuatro colores distintos y materiales inimaginables salían por la plancha norte, salpicó a todos de un líquido negro que olía a lavanda y azufre. Cuando llegamos a casa, la máquina se encerró en su cuarto (que ya no era de lámina sino de concreto, con acabados de madera) y pidió que no gritáramos, que respetáramos su duelo, que no le subiéramos de cenar porque iba a llorar toda la noche. 30
Así pasaron algunas semanas y los gringos, el gobierno y los chismes dejaron de revolotear cerca de nosotros. Y no molestamos a la máquina, la dejamos revolcarse en su criadero de polvo, no le quitamos los pensamientos suicidas y ni los berrinches adolescentes. Tampoco le reclamamos sus desplantes alimenticios y cambios de humor por el clima. Era muy triste… la máquina que de niña quería salvar al mundo ya no podía ni levantarse temprano, se había olvidado de los colores en inglés, del conocimiento que le regaló su infancia. Fue rápida, pero muy profunda su pena (¿o debería llamarle letargo, hibernación, tristeza o descompensación?). Unos meses después se vistió, limpió sus engranajes y ella misma pulió sus mecanismos móviles para regresar al mundo que siguió girando, a pesar de la muerte de papá. La máquina me decía: “necesito que compres una placa metálica de acero tratado de 67x25, necesito seis varillas de ¾, cuatro litros de látex, un cilindro de plomo, una escafandra, tres polines de madera con nudos entre el centímetro 46 y 53”. Y la ciencia y el trabajo duro volvió a trabajarnos con su ruido, ese sonido que hace el acero delgado contra el concreto y las sierras partiendo la madera y el motor ronroneante y las ménsulas clavadas en las paredes escurriendo de herramientas. Alguna vez me negué a sus órdenes y me fui a dormir con diez dedos y amanecí con siete, le dije a mamá que había sido un accidente de trabajo porque no quería asustarla pero fue un grave error porque la semana siguiente mamá dijo que había tropezado cerca de la iglesia y el médico tuvo que quitarle los ojos; “no te preocupes”, me dijo, “no me dolió”. “A mí tampoco”, contesté. Era cierto, no sentimos nada. 31
No volvimos a contradecir a la máquina, empezamos a dormir muy poco, encerrados en una sola habitación. Una mañana mamá me llamó para comer y, mientras poníamos los platos, alguien bajó de las escaleras. Tenía más o menos seis años y me pidió que lo llamara hermano. Tenía los ojos negros de la familia y el color de mi piel. Estoy seguro de que su sonrisa tenía más dientes de lo normal. Comió dos huevos, tomó un vaso de jugo de naranja y media taza de café con azúcar, al terminar su desayuno pidió permiso para salir a jugar. Mamá contuvo el terror entre sus manos y le dijo que sí. “¿No me vas a pedir que tenga cuidado?”, le dijo mi hermano, sonriendo. Ese día agradecí a la máquina por la ceguera de mamá. El niño salió a la calle y se quedó estático durante cuatro o cinco horas, viendo la casa desde afuera. Intentamos huir de casa, varias veces. Pero mi hermano nos encontraba y preguntaba adónde íbamos. “¡A buscarte! ¿Dónde estabas?”. El niño sonreía, me tomaba de mi mano con tres dedos y nos dirigía a casa. El pueblo volvió a los murmullos, nos preguntaba de dónde había salido ese chamaquito. “Es mi hermano doña Faustina ¿no se acuerda?” Y ella respondía que no, que nunca había visto a ese niño y doña Faustina amanecía con la mano rota y Jorge el carpintero con una tabla clavada en su muslo, y el joven Ramiro sin dientes y el niño Alberto, ay el niño Alberto… De repente todos se acordaron de mi hermano. Y cuando murió Fátima la tejedora, Fátima bajó por las escaleras, me dijo “buenos días” y empezó a tejer. Y cuando murió Gertrudis la pastelera, Gertrudis bajó por las escaleras, me dijo “buenas tardes” y siguió haciendo pasteles. 32
Y cuando murió toda la colonia, la colonia entera bajó por las escaleras, me dijo “buenas noches” e hizo una fiesta en la plaza, a un lado de sus cadáveres calientes y chorreantes de pus. Todos sonreían con sus 47 dientes y se miraban sin parpadear. Pasó más tiempo del que quisiera recordar y mamá terminó de envejecer. La máquina no dejó que la enterrara cerca de papá y se la dio de comer a los zopilotes de la plaza. Sin un solo rezo. III ¿Debería agradecer a la máquina esta producción maravillosa? Estas felicidades específicas y repartidas a lo largo de mi existencia que, por mi torpeza, no supe conjugar y me quedé contemplándolas porque las creí infinitas (la sonrisa de mi padre, los alimentos a las tres de la tarde, las risas imperfectas de mamá, el olor de una cobija recién lavada). Creía que la contemplación de estos milagros me salvaría de la responsabilidad del cariño cotidiano. Pensaba que el alejarme del amor me salvaría de su potencia de despedida. Pero me quedé aquí, inundándome de contemplaciones y silencios; anegando mi vida en este charco donde junté los rostros que más quería y los convertí en una amalgama de gestos toscos y ademanes imposibles. Combiné recuerdos y cartografías del cuerpo: los silencios generaban fantasmas que nunca conocí en mi vida. Alguno me dijo que era mi abuelo, me dijo que sabía que lo había engañado; pero le contesté que yo no recordaba tener abuelos y le quité la sábana blanca que lo cubría y desapareció para siempre. Quizá los actos bondadosos de la máquina, su rencor, sus odios y sus amores no fueron más que simples secretos vedados a la opinión pública por el miedo a la crítica 33
y yo sólo tuve miedo de que remarcaran mis manías, mis defectos y errores frente a aquel artefacto perfecto. Repelí la mágica capacidad de la máquina sólo para concentrarme en mí y mis aburrimientos, en aquel mundo que creí eterno y nuevo y que nunca más fue tan nuevo como a las 17 años porque a esa edad el mundo estaba por suceder. No sé si es mi sordera, pero ya no se escucha el motor de la máquina en el cuarto de arriba. IV Tardé subiendo las escaleras pero, es un milagro, la máquina no funciona. ¿Papá le habrá delimitado bien la obsolescencia programada? V Hoy bajó papá por las escaleras. No tenía una sola arruga. Sonrió y me dijo que arreglaría la máquina. Le dije que iba a aprovechar el día para morirme después de la cena, cuando no hiciera calor.
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Viajes en los cielos Andrea Rivera Pedroza
Tomó la segunda salida de la carretera 78, aquel pequeño atajo que descubrió algunos años atrás cuando los agentes de tránsito cortaron el paso hacia el norte por reparaciones. A la misma hora de siempre encendía su direccional derecha y ladeaba ligeramente el volante; de reojo se miró en el espejo retrovisor y notó el paso de los años en su rostro. Era miércoles, y, aunque hubiese sido jueves o viernes, no existía diferencia alguna. La comodidad de la rutina y la falsa seguridad del confort eran conceptos que habían quedado enterrados en el pasado. La vida de Anna se había convertido en una especie de agujero negro que iba en constante expansión. Hacía diez años que trabajaba para la misma agencia de publicidad, y lo que comenzó siendo la mejor oportunidad laboral de su carrera, terminó siendo un callejón sin salida. Lideraba un equipo de publicistas juniors que buscaban algún día quitarle su puesto, cosa a la cual hubiera accedido sin mayor problema. Jamás se casó y nunca buscó hacerlo; no le interesaba el concepto del amor “moderno” o el amor en general. Creía fielmente en la satisfacción del éxito profesional y nunca consideró un lugar como esposa perfecta o madre excepcional. No le molestaba el hecho de jamás sentar cabeza, lo que realmente le aterraba era el estancamiento que vivía tanto en su vida personal como en su carrera, tal como había sucedido en los últimos años. No podía obtener un puesto más alto, ya que ese le pertenecía al dueño de la agencia, y cuando él se retirara, ese puesto pasaría a su hijo, y así sucesivamente. Buscar otro trabajo como publicista sería más de lo mismo, pero
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tampoco sabía hacer otra cosa. Anhelaba huir de su empleo, pero no podía hacerlo, mejor dicho, no se atrevía. Así llegó el viernes, día donde la benevolencia de su jefe le permitía salir temprano de la oficina, a lo cual Anna no encontraba beneficio alguno, sólo llegaba a casa unas horas antes. Desde hacía mucho tiempo no frecuentaba a sus amigas, todas eran mujeres casadas o divorciadas que compartían el tema de la maternidad. Anna siempre quedaba excluida de las conversaciones y cuando finalmente lograba desviar el tema de la mesa, inminentemente sus amigas conseguían traerlo de nuevo y pasar horas hablando de lo mismo. Llegó a su casa alrededor de las 4:45 p.m., se quitó el abrigo y cuidadosamente lo colgó en el perchero, acomodó sus zapatos en la entrada y suspiró. La gran diversión del viernes era tener una noche de lectura, así que se dirigió al estudio, tomó un libro de su pequeña biblioteca, se sirvió una copa de vino y se aplastó en su viejo sofá. No prestó atención a qué libro había tomado, sólo agarró uno por reflejo, y hasta tomar asiento supo cuál sería la lectura del día. “Viajes en los cielos” llevaba por título. Se extrañó al leer el rótulo, estaba segura de que jamás compraría un libro de fantasía; ella prefería novelas sobre teorías conspirativas o thrillers policíacos, cosas más realistas. Recordó que unos años atrás había recibido ese libro en un intercambio de la oficina
y confirmó que ella jamás compraría algo así. Anna creía que la fantasía era sólo para niños, y a sus muy buenos años, no encontraba razón alguna para leer algo así. Consideró regresar el libro al estante y buscar algún otro que ya hubiese leído, pero antes de ponerse de pie, decidió darle una oportunidad, como una variante a su eterna rutina. De un soplido limpió el polvo que se había acumulado en el lomo y se acomodó entre los cojines. 36
Abrió el libro en la primera página con la esperanza de encontrar un prólogo o pequeño resumen que le diera pista de lo que iba a leer. No tuvo suerte. Hojeó un poco más, pero no existía siquiera información del autor o indicio de la editorial. De nuevo cerró el libro y lo examinó por todos lados; parecía muy antiguo, de cuero azulado y título labrado en letras doradas. Fue directo a la última hoja y ahí encontró notas a lápiz de una persona llamada Linda.
“Sólo para propósitos personales. Jamás hacerlo en días de mucho viento o lluviosos. Cuidado con los cables de luz. Los rayos se pueden utilizar a favor. No compartir”
Y todavía tienen el descaro de regalarme un libro usado y viejo, pensó. Dejó el libro en la mesita de noche y se dirigió a la cocina. Estaba harta de todo, no tenía ánimos de nada. Se sirvió otra copa y la bebió de un solo trago. Vertió lo que restaba
de la botella en la copa y se sentó nuevamente en el viejo sofá. Retomó la lectura de viernes y abrió el libro en la quinta página. Era el índice.
I. Capítulo primero: Clasificación de nubes. II. Capítulo segundo: Cómo conjurar una nube. 37
II.I. Cómo elegir la mejor nube. III. Capítulo tercero: La rosa de los vientos. IV. Capítulo cuarto: Advertencias y precauciones.
No pudo contener la curiosidad de averiguar la trama de la historia, o si realmente existía una, sin duda aquellos nombres parecían muy peculiares y más que una novela, a primer instancia parecía un libro informativo. Fue directamente al primer capítulo. Sus sospechas habían resultado certeras, efectivamente el capítulo explicaba exhaustivamente la composición y clasificación de las nubes. Las páginas estaban repletas de diagramas hechos a mano, fórmulas matemáticas y fotografías. Terminó de leer el capítulo en un santiamén, realmente no había mucho contenido, eran más
imágenes que texto. Encontraba curioso el hecho de que alguien se haya tomado la molestia de estudiar algo que comúnmente pasa desapercibido. El capítulo segundo abría con la pregunta “¿Alguna vez ha querido volar por su propia cuenta?”. Anna echó a volar su imaginación y asintió. El primer párrafo argumentaba sobre la posibilidad de volar con la ayuda de una especie de nube llamada Altocúmulos-rigidum; la cual era lo suficientemente rígida para sostener una
persona y lo necesariamente liviana para flotar por los cielos. El anónimo autor aseguraba que aquellas nubes sólo podían aparecer a través de un ritual, el cual venía perfectamente descrito en las líneas siguientes. No era el único del que hablaba, había muchos más: para conjurar nubes de lluvia, para alejar las nubes malignas y también rituales para conjurar niebla. Anna se sentía una completa idiota por pasar tanto tiempo leyendo un libro sin pies ni cabeza, y aunque su personalidad rígida se oponía 38
a continuar, simplemente no podía parar de leer. Había algo en aquel texto que le atraía como pocas cosas en la vida; la singularidad con la que lo habían escrito era algo que jamás había encontrado en ningún otro lugar. Era notoria la pasión de quien sea que haya escrito “Viajes en los cielos”, y en cada palabra se percibía el profundo amor que tenía por las nubes. En ocasiones les llamaba “algodones aéreos” y en un extenso pie de página explicaba por qué también podían llamarse “condensaciones de suspiros”. Anna siempre había presumido ser escéptica y todo lo que sugería el libro tenía tintes esotéricos y ocultistas, además de románticos, una combinación que jamás hubiera encontrado fascinante y ahora lo era. Más avanzado el capítulo segundo, el autor describía las características que debe tener una nube para ser usada como transporte: cual algodón de azúcar y color gris blanquecino. Llamó su atención un peculiar pie de página escrito a lápiz:“ Conjurar dos veces para que tome
características de estratos”. El capítulo tercero era de los más interesantes, hablaba sobre cómo utilizar las corrientes de aire para volar más rápido. En la última página del capítulo había una fotografía muy antigua de un joven vestido de aviador. En el pie de foto estaba escrita la leyenda “Jim Greenwich, pionero en el vuelo sobre nubes (1888)”. Volteó hacia el reloj, marcaba las 2:55 a.m.; un poco sorprendida, aunque más emocionada, dio vuelta a la hoja y continuó leyendo. El capítulo cuarto comenzaba con una secuencia de fotografías de nubes clasificación cirros con pie de página a lápiz:“ Muy peligrosas e inseguras”. Más adelante el autor describía una serie de recomendaciones de las cuales Anna destacó las siguientes:
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•Debe asegurarse de conjurar correctamente la Altocúmulos-rigidum, una palabra mal pronunciada podría ser fatal. Es importante hacerlo en días despejados y en espacios abiertos. •No es recomendable conjurar en días festivos, los fuegos pirotécnicos representan una gran amenaza para las nubes y pone en riesgo la tensión superficial de las mismas. •Cumulonimbus cambia de forma constantemente, no es recomendable para el vuelo a menos que sea una emergencia aérea. Remítase al ritual octavo del capítulo segundo. •Las nubes son individuales, los vuelos son individuales, los viajes son individuales. •Por ningún motivo trate de combinar rituales, puede causar catástrofes climáticas. •Disfrute el paisaje. El reloj marcaba las 4:30 a.m., y Anna se sentía más viva que nunca. Aquel libro había encendido una chispa en ella que desde hacía mucho tiempo no sentía. Su lado escéptico dictaba que el libro era una completa farsa, escrito por un lunático con mucho tiempo libre, pero lo que sentía al leerlo era real. Se fue a dormir con la mente dando mil vueltas, tardó un poco en conciliar el sueño y después de varios minutos, se sumergió en el mundo inconsciente. Despertó alrededor de las 10:45 a.m., a pesar de que no había dormido las ocho horas que normalmente acostumbraba, se sentía fresca y llena de energía. Durante toda la noche soñó que volaba sobre las nubes y se alegró de haber creado una película inconsciente tan fascinante. Se preparó un café y la emoción se fue desvaneciendo con cada sorbo. Seguramente fue el vino, pensó al ver la botella vacía en la barra de la cocina. 40
Su día volvió a ser rutinario. Salió a caminar un rato y tomó el mismo camino de siempre; pasó junto al parque, compró un panecillo en la panadería de la esquina y volvió a sentir el vacío en su corazón. De regreso a casa vio a un par de niños comer un helado bajo la sombra de un árbol. Era un día muy caluroso y según el meteorólogo del noticiero, la temperatura variaría entre los 15° y 17° Celsius, con una alta probabilidad de precipitaciones. El despejado cielo y el sudor en su frente, dictaban lo contrario.
Odiaba que los tipos del noticiero jamás acertaran en el pronóstico y también odiaba el hecho de que el clima empeoraba con los años. No había llovido durante casi todo el año; la sequía comenzaba a afectar la vida silvestre y de los habitantes de la ciudad. Anna decidió imitar al par de infantes y se recargó en un árbol. Mientras descansaba del intenso calor, recordó el libro y sonrió. Indudablemente había sido el suceso más curioso en su vida. Cerró los ojos por unos instantes e imaginó el cielo lleno
de nubes grisáceas con la promesa de una hermosa tormenta. No pierdo nada al intentar, pensó mientras se ponía de pie. Corrió hacia su casa y se dirigió directamente al viejo sillón. El libro aún estaba sobre la mesita de noche, esperándola con los brazos abiertos. Lo tomó por el lomo con mucha delicadeza y suspiró. Me estoy volviendo loca, se reprochó con alegría mientras caminaba hacia el jardín trasero. Buscó en el índice el capítulo segundo y se apresuró a encontrar el ritual que necesitaba: Conjuración
de nimboestratos. Todos los rituales estaban escritos en una lengua extraña, y al final de cada línea existían notas escritas a lápiz que guiaban al lector en la correcta de pronunciación de las palabras. Anna estudió detenidamente el conjuro y se aseguró de haberlo repasado por lo menos diez veces. El calor era insoportable y comenzaba
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a desesperarse por estar a pleno rayo de sol. Tomó el libro con ambas manos y recitó en voz alta el quinto ritual del capítulo segundo: Conjuración de nimboestratos. Pasaron diez minutos y el cielo continuaba despejado, no había indicios ni siquiera de alguna cirros. Entró furiosa a su casa y prendió la televisión en el canal del noticiero vespertino. La meteoróloga de ropaje escaso informaba que sería un día despejado con temperaturas que no superarían los 25° Celsius. Anna volteó hacia el termómetro que colgaba en su pared y enfureció aún más al ver que marcaba 32° C. Buscó en el libro algún párrafo que explicara los tiempos de espera, pero ni siquiera las notas escritas a mano hacían mención. Fue hasta dos horas después de la invocación que Anna notó su alrededor un tanto oscuro, acompañado por la sinfonía de relámpagos en el cielo. Se asomó por la ventana de la cocina y finalmente pudo contemplar su obra: una enorme nube de tonos grisáceos cubriendo la ciudad, anunciando una gran tormenta. Llovió durante tres días seguidos. Los meteorólogos no se explicaban lo que sucedía y Anna tampoco podía explicar de una manera lógica lo que el libro le permitía hacer. En cuestión de semanas aprendió a conjurar todo tipo de nubes, y a veces jugaba con el viento para darles divertidas formas. Pasaba horas en su jardín pintando el cielo con condensaciones de suspiros, y todos los días descubría algo qué hacer. Desde que Anna había encontrado “Viajes en los cielos” su vida mejoraba abismalmente, pero
el abismo en su carrera crecía cada vez más. El desempeño en su trabajo empeoraba con mucha rapidez, y aunque estaba consciente, no le importaba. Lo único en lo que pensaba era en aquel libro. Bromeaba consigo misma diciendo que tenía los pies en la tierra, pero su mente en las nubes.
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Era miércoles, como aquel en el que tocó fondo al encender su direccional y giró hacia la segunda salida de la carretera 78. El jefe la llamó a su oficina y consternado preguntó la razón de su decadencia laboral. Anna pensaba en el libro, y al escuchar a su jefe pronunciar esas palabras, golpeó tierra firme. Pensó en miles de excusas para conservar su actual trabajo, pero se encontraba frente a la oportunidad perfecta para librarse de ese infierno con goce de sueldo. Respondió con la verdad, diciendo que su
cabeza estaba en las nubes y prefería mantenerla ahí. Salió de la oficina de su jefe con una gran sonrisa en su rostro, recogió sus cosas y jamás volvió. Pasaron algunos meses y Anna aún no conseguía empleo, sin embargo, había logrado mejorar el clima de la ciudad. Los parques reverdecían, los arbustos presumían de flores y todo a su alrededor mejoraba. Fue una mañana que despertó con la brillante idea de unir sus dos pasiones, la publicidad y las nubes. Creó una página en la web
y comenzó a escribir sus predicciones sobre el clima en su humilde pero certero blog. Ganó fama con gran rapidez; sus lectores sabían que cualquier predicción del blog “Viajes en los cielos” era ciento por ciento confiable, y en un par de meses había conseguido un trabajo como meteoróloga en un noticiero local. A lo largo de los años perfeccionó los conjuros de nubes, e incluso inventó algunos. Fue la meteoróloga más famosa de su época y muy querida por los espectadores. Llegó
a tener su propio programa de radio en donde hablaba sobre nubes, el clima y fenómenos meteorológicos. Algunos científicos trataron de desprestigiarla, pero jamás lograron refutar ninguna de sus predicciones o negar la existencia de la Autocúmulosrigidum. Al terminar sus programas,
decía su famosa frase célebre:“ Nunca dejen
de pensar en las nubes y mantengan su mente en los cielos”.
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Pasaron 45 años desde aquel viernes en el que Anna se atrevió a abrir un libro diferente y su vida cambió. Había vivido muchas experiencias de la mano del libro “Viajes en los cielos”, pero jamás se atrevió a volar en una nube, ella había reservado ese momento para conmemorar algo especial. Su cuerpo estaba muy cansado y sabía que le quedaba poco tiempo con los pies en la tierra. Su piel ahora estaba arrugada y sentía las nubes cada vez más cercanas, como iguales. Tomó su auto y manejó hasta el mirador más alto de la ciudad. Tenía una espectacular vista al horizonte marino, en donde el sol se iba a esconder todos los días. Con bolígrafo en mano escribió en la primera hoja del libro:“ Aquellos que gozan de tener siempre la cabeza en las nubes, en estas páginas encontrarán el mundo de los cielos”. Cerró el libro y lo dejó sobre el asiento del copiloto. Ya no lo necesitaba, sabía de memoria verso y prosa para conjurar la Altocúmulos-rigidum. Al recitar aquellas
palabras que durante 45 años calló, su pecho se llenó de alegría. Frente a ella se condensaba un hermoso algodón aéreo de proporciones perfectas, colores grisáceos y destellos blancos. No pudo contener las lágrimas de felicidad al contemplar tan magnífica nube. Se acercó lentamente a su creación y la acarició con todo el amor que almacenaba en su corazón; con mucho cuidado se subió en ella y suspiró. Era lo más suave que había sentido en su vida y agradeció haber esperado tanto tiempo para
hacerlo. Anna estaba vieja, cansada y decidida. Hizo su última invocación y una suave brisa sopló a favor. Con el sol frente a ella, soltó su último suspiro que se condensó en una nube, su alma se la llevó el viento y su cuerpo surcó los cielos por la eternidad...
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“La hipótesis de Al. Mar.” Tania Salgado Villanueva En las calles es frecuente encontrar anuncios de todo tipo que se encargan de marcar en el inconsciente colectivo la importancia de las ciencias. Desde que tengo memoria es así; tal vez a esas tintineantes pantallas de colores sutiles les debo las decisiones que me han llevado a ser quien soy, a ser Q. 4891, Investigador de la Primera Línea de Teorías del Conocimiento. Trabajo en la sección de Saberes Olvidados, es decir, aquellos saberes que muchas veces adquirieron nombres despectivos y que fueron arrastrados por el imponente ideal de las ciencias. Cuatro son los proyectos a los que he dedicado mi vida. Mi primer proyecto fue tan jovial como mi cuerpo; esa década de investigación la dediqué a los saberes olvidados sobre las contradicciones. Mi segundo proyecto, tal vez un producto innegable del primero, lo dediqué al método dialéctico. El tercero, un poco decepcionado de los anteriores, lo dediqué a una operación matemática: la suma. El cuarto lo dediqué a los relatos que tuvieron por objetivo explicar el por qué las hojas de los árboles son distintas entre sí. A causa de la sucesión entre estos proyectos mis superiores creyeron que mis investigaciones iban decayendo, que la complejidad que mostré en mi juventud se esfumaba. No tuve forma, ni energía, para explicarles que después de todo este tiempo aprendí que complejo y sencillo son adjetivos completamente ilusorios y que, en realidad, cualquier cosa puede predicarse de ellos, incluso al mismo tiempo. Hace ocho años me llegó una encomienda: el último proyecto que debía de llevar a cabo antes de retirarme. A diferencia de los demás, este no lo elegí, fue una orden a la que no pude negarme: las posturas científicas y pseudocientíficas que trataron
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de discernir el origen del lenguaje. Sin la más mínima intención de emprender una investigación que de antemano sabía extensa, me negué sin tener éxito. Allí empezó todo. Los asuntos de los que se ocupa la sección de Saberes Olvidados son temas cuyas incógnitas ya están resueltas o, al menos, aparentemente resueltas. Mis proyectos de investigación no fueron aprobados por el hecho de que se deseara descubrir algo nuevo, sino para reafirmar lo amplio del conocimiento y el progreso de las ciencias. Mi trabajo durante estas cuatro décadas se distinguió por poseer un método bastante desgastante. El primer (y más obvio) motivo es que, realizar una investigación, es una labor bastante complicada. Al ser Investigador de la Primera Línea tengo las credenciales necesarias para pedir acceso
a datos con todos los grados
de clasificación, así como a disponer de un equipo de investigadores subordinados (privilegio al que mi instinto perfeccionista siempre me ha obligado a renunciar, sin importar las dificultades que esa decisión conlleve). El segundo motivo es que realizar una investigación de la sección de Saberes Olvidados no es una tarea que cualquiera pueda desempeñar. Al crecer en este mundo, nuestro mundo, se nos inculca la idea de que las ciencias son algo estable y solo se nos muestra su implacable progreso. Dedicarse a las alternativas que no dieron frutos es desarraigarse de ese suelo estable en el que las vidas transcurren sin cuestionarse, es dejar brotar la duda y distorsionar tu percepción del mundo. «Ahora es el turno del lenguaje», solía pensar. Durante los primeros siete años de la quinta y última investigación leí una treintava parte (quizás menos) de los archivos. En ese momento, me di cuenta de que tendría que ser mucho más selectivo. Es cierto que nunca leí la totalidad de archivos sobre ninguna de mis investigaciones, pese a que en muchas ocasiones no había tantos, ya que suelen 46
perderse o ser eliminados (además, para poder leer la totalidad de los archivos y, sobre todo, comprenderlos tendría que ser un hombre de todos los tiempos y eso era, es y será imposible). Sin embargo, nunca había estado tan lejano a esa meta como en esta última investigación. Estudié los archivos hasta que los ojos me ardieron. A causa de ello, decidí dedicar este último año de investigación a la revisión de archivos físicos, por lo que mis visitas al edificio que solían llamar «biblioteca» fueron constantes. En mi juventud solía creer que las bodegas (o bibliotecas) representaban una pérdida de tiempo y espacio; no negaré que incluso estaba de acuerdo con los frecuentes incendios clandestinos que poco a poco acababan con ellas, pero el descubrimiento de dos archivos que no tenían copia digital (Die Wissenschaft der Logik, de G. W. F. Hegel y el primer volumen de los Principia Mathematica, de A. N. Whitehead y B. A. W. Russell) me hizo atesorar esos viejos establecimientos y me incentivaron a asistir más seguido con la intención de que se repitieran esos hallazgos. El 15 de enero tuvo lugar mi tercer descubrimiento con La génesis del lenguaje de Al. Mar. Corroboré siete veces la base de datos intentando encontrarlo, pero no obtuve resultados. Al saber que, otra vez había tenido la suerte de encontrar un libro sin copia digital, mi lectura empezó de inmediato. El lenguaje tiene varias teorías (todas incapaces de verificarse) sobre su origen. La aceptada, la que la ciencia ha promovido, no se ha deslindado de la herencia de Aristóteles que dicta que el lenguaje es la cualidad que distingue al animal ser humano de los demás animales: somos animales hablantes y esta cualidad es la que, ligada al ser social, nos distingue de las demás especies. A esta concepción aristotélica se le añade un matiz biologicista que aboga por una concepción unitaria de cuerpo y mente que explica las condiciones físicas y mentales para hablar; bajo esta concepción unitaria se responde por qué otros animales que presentan semejanzas 47
anatómicas no pueden hablar. En contraste con la postura promovida por la ciencia, en esos ocho años de investigación me encontré con una diversidad de mitos que, como punto en común, poseían la idea de que el lenguaje había sido un regalo divino. Los saberes olvidados nunca se alejaban por completo de las explicaciones divinas. No obstante, Al. Mar. (de quien por cierto no encontré información alguna), sostenía una hipótesis radicalmente distinta. «El lenguaje se ha presentado como un fenómeno incognoscible. Se ha preferido creer en deidades en lugar de ver al lenguaje tal como lo que es: un parásito» (Gén. Lem., p. 33). ¡Un parásito! Al principio pensé que la distancia que tenía con el texto me vedaba de entender algunos anticuados usos metafóricos; pero, como si adivinara mis pensamientos, y para mayor sorpresa, un par de páginas adelante se lee: «El lenguaje es un parásito, un ser vivo que anida dentro de los seres humanos y que se mueve por todo su cuerpo al igual que la sangre que bombea dentro de él. Está en sus intestinos, está en su cabeza y está, principalmente, en sus ojos y en su boca. Es por esta razón que el lenguaje es un parásito bastante pernicioso, ya que al estar en sus ojos distorsiona la realidad y al estar en su boca dirige sus palabras, a la vez que compromete sus acciones» (Ibid, p. 50). Estas ideas estaban plasmadas en el primer y segundo capítulo (el volumen solo constaba de cuatro capítulos). No pude seguir leyendo. Sentí una tremenda incomodidad por no poder descifrar si el libro era una especie de broma; deseé que así lo fuera, porque antes de iniciar la lectura ojeé el índice y los próximos capítulos estaban rotulados como «Extirpación. Prueba 1» y «Extirpación. Prueba 2». Ese día fue el primer día que no escribí nada en la bitácora que había mantenido desde que inicié mi carrera de investigador. Ese día se determinó mi porvenir.
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Recuerdo haber dejado el libro en la pequeña mesa de metal que tengo en el estudio. En ese instante (que en realidad me pareció mucho más largo que un solo instante) la mesa me pareció ser todo menos esa mesa. La mesa es pequeña y de metal, tiene una altura promedio y una superficie circular. Desde que la tengo solo la uso para poner las cosas que no debo olvidar, y en ese momento el libro de Al. Mar. era lo único que estaba sobre ella. Pero, por un instante la mesa no me pareció mas una mesa; me pareció ser los asientos de la cafetería que frecuento a tres cuadras del trabajo; me pareció ser los asientos del transporte público; me pareció ser un retrete; me pareció ser una de las fuentes aleatorias del parque central; me pareció ser una carretera; me pareció ser un árbol (de esos que tienen las flores violetas); me pareció ser la cara de mi jefe; me pareció ser la película que había visto una semana antes. Me pareció ser todo y mucho más a la vez. No he podido explicarme cómo fue eso posible. Tengo la sensación y el recuerdo de haber presenciado todo lo que describí y más, pero la mesa seguía ahí y nada parecía estar cambiando. Lo siguiente que presencié fue que todo se volvía indistinto. Hubo una mezcolanza de colores y formas que no me dejaban distinguir las cosas. No podía saber dónde terminaba el asiento de la cafetería y dónde empezaba la cara de mi jefe, ni dónde empezaba la fuente del parque, ni el árbol. Tampoco pude distinguir colores (las flores dejaron de ser violeta). Estas pocas líneas que escribo ni siquiera se acercan a captar la impresión tan fuerte que experimenté. Al principio creí que solo era algo pasajero. Es como si el tiempo hubiera perdido todo sentido. Empecé a recuperarme cuando me sentí peor; cuando me sentí agobiado y con náuseas, comencé a percibir todo normal (si es que realmente hay algo que pueda llamarse así). Tuve miedo de estar solo. Tuve miedo de la mesa, y ese miedo me obligó a salir. En la entrada del edificio sentí una violenta oleada de normalidad. 49
Mi respiración se tranquilizó y la calle que antes había visto miles de veces estaba ahí, con su incesante tráfico y con sus colores de siempre. Pensé que todo estaba bien, que solo había sido un simple malestar, ocasionado por la edad y el tiempo de lectura (también sabía que había sido por el contenido de la lectura, pero evitaba pensar en ello). Creí ingenuamente que todo estaría bien. Ese fue el primer episodio. Cuando me tranquilicé caminé hasta la plaza con la esperanza de olvidar. El paisaje era agobiante; siempre me ha parecido que la iluminación nocturna de esta ciudad le concede un toque particular. Estuve sentado en una banca. Padecí algo que se asemejaba al aburrimiento extremo. No olvidé, pero al menos ya no pensaba en lo ocurrido. Ya no pensaba en nada. Regresé al departamento y pasaron algunos días, no sé cuántos con exactitud. Después del primer episodio, todos los días fueron iguales, y esa igualdad los hizo irrelevantes; solo conservo breves fragmentos monótonos de ellos. Lo que sí recuerdo es el segundo episodio que vino después. En el primer episodio, lo que presencié, fue parecido a una serie de imágenes sobre la mesa, pero la mesa seguía ahí. La mesa nunca desapareció, ¡yo la estuve viendo todo ese tiempo! Pero este segundo episodio fue más agresivo porque las cosas dejaron de estar ahí; porque lo que estaba ahí era todo menos las cosas que normalmente conocemos. Lo que estaba ahí era otra cosa. Era una masa indistinta. De nueva cuenta no supe cuánto tiempo transcurrió, pero el mundo dejó de ser el mundo: estaba en la plaza central y lo primero que vi fue a los monumentos en movimiento y a las personas quietas. Vi sus expresiones que contenían todas las expresiones que había visto, incluyendo las que me había visto haciendo a mí mismo en fotos, vídeos o frente al espejo. No sé en qué momento me di cuenta de que los colores también se habían convertido en algo extraño e indescriptible. No podía distinguir nada. Estoy seguro 50
de que ni siquiera hubiera podido distinguirme a mí mismo. Es más, me daba miedo pensar cómo era, pensar qué era. Creí que iba a morir y, lo que es peor, me dio miedo pensar en que tal vez era imposible que muriera. Estaba totalmente desorientado. Poco a poco, los síntomas comenzaron a ceder. Me tranquilicé y, como pude, regresé a mi departamento. Desanimado esperé que la sensación no regresara. El segundo episodio había terminado. No sé en qué momento me quedé dormido, pero nunca olvidaré el momento en el que desperté, porque tuvo lugar el tercer episodio. Entre sueños tuve una extraña visión (si es que a eso puede llamársele visión): me encontraba en un espacio totalmente en blanco, sin cuerpo aparente. De repente, sentí como todo a mi alrededor (sí, todo ese espacio blanco) se aceleraba. Sentí (si es que a eso puede decírsele sentir) como ese espacio en blanco se extendía aún más y como había unos huecos en las extremidades que se hacían cada vez más profundos. Al caer de la cama abrí los ojos. Estaba temblando. Estaba sudando. Sentía mi cara comprimida por una expresión que no podía evitar. Resolví que echarme un poco de agua en la cara ayudaría, así que como pude me puse de pie y arrastré mi cuerpo, que parecía cargar todo el peso del mundo, hacia el baño. Al llegar ahí, la realidad se esfumó momentáneamente. La visión de mi sueño se empezó a apoderar de ese pequeño espacio. El espacio en blanco que era como la nada (tal vez sí era la nada) empezó a presentarse como huecos; una forma asimétrica de nada en la coladera de la regadera, una forma asimétrica de nada en un espacio de la pared y, la que más me asustó, una forma asimétrica de nada en el espejo, justo en el espacio donde debía estar mi rostro. Pensé que me desmayaría y traté de evitar el golpe de la caída acostándome lentamente en el piso. No sé cuánto tiempo estuve ahí con la sensación de mantener esa extraña aceleración dentro de mí. Esperaba que mi cansada mente 51
se estrellara en cualquier momento y no volviera jamás. En ese momento no había espacio, ni tiempo. Tampoco había ninguna distinción entre los objetos dentro de la recámara, incluyéndome. Sentí ser parte de todo y a la vez sentí un vacío; sentí ser una cosa inerte e indistinta. A la mañana siguiente desperté en el piso del baño y, salvo un dolor en el cuello por la postura, todo parecía normal. El tercer episodio había concluido. No podía creer lo que había percibido: las cosas en el baño estaban en el mismo lugar, las manchas de nada habían desaparecido y el tiempo transcurría con normalidad. Nada había cambiado, a excepción de mi pensamiento que no podía reestablecer la confianza en el mundo. Ese suceso me marcó. No podía abrir la puerta sin concebir la posibilidad de que al otro lado de ella se encontrara la nada. No podía verme en el espejo sin concebir la posibilidad de que mi reflejo fuera esa abrumante nada y, pese a que no estuviera esa nada, no podía verme en el espejo sin concebir como alta la probabilidad de que esa cara que miraba fijamente no fuera yo. Nunca me sentí tan ajeno a mí mismo. En ese momento estaba seguro de que yo era algo más que yo y que la abrumante realidad de este mundo era algo más (¿o acaso algo menos?); algo más cercano a la nada que se me había develado la noche anterior. Mientras me encontraba sumido en el reciente y desagradable escepticismo, un pensamiento me atravesó por completo: La génesis del lenguaje de Al. Mar. El libro que yacía en mi mesa y cuya lectura se había desarrollado a la par de todo este vaivén de rarezas. Continué la lectura fingiendo que buscaba distracción, cuando en realidad anhelaba las respuestas a preguntas que ni siquiera era capaz de formularme. Vaya error.
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El capítulo tercero («Extirpación. Prueba 1»), era una narración increíblemente grotesca. Al parecer, la idea de que el lenguaje era un parásito fue más popular de lo que yo creí y un grupo de personas (aparentemente numeroso) era partidario de esta idea. Entre ellos hubo doctores y científicos que, en su intento por demostrar su hipótesis, realizaron un par de procedimientos con la finalidad de darle una imagen al parásito buscado. La primera extirpación tuvo lugar bajo la premisa de que el parásito era macroscópico, es decir, que se vería a simple vista. Un robo a la morgue los proveyó de un cadáver (pues en ese tiempo aún no existía la ley que erradicó los camposantos y que dicta que todos los cuerpos quedan a disposición de usos científicos públicos o privados). Su atención se centró en el páncreas, pulmones, ojos y cerebro de Fulton (conjeturo que el nombre ficticio es un homenaje a John Fulton). Una vez extraídos con delicadeza, fueron cortados finamente con la convicción de que en algún momento encontrarían algo anormal. Al ver su intento frustrado, procedieron del mismo modo con el resto de los órganos, mientras que otro equipo se encargó de buscar en la sangre drenada. Al final solo quedó el gran cascarón que es la piel, y que fue palpado minuciosamente en repetidas ocasiones. Se descubrió que Fulton presentaba daño hepático y pulmonar, pero no se descubrió parásito alguno. Se declaró un intento fallido. El capítulo cuarto («Extirpación. Prueba 2»), más grotesco que el anterior, se dio bajo la premisa de que el parásito tenía una escala mucho menor de lo que se pensaba, así que la extenuante búsqueda estuvo acompañada de los más desarrollados microscopios de la época. Además, este segundo intento tuvo una desagradable añadidura: ya que la primera búsqueda no dio frutos, se supuso que el parásito del lenguaje moría junto con su hospedero y que eso lo hacía imperceptible, así que en esta ocasión se realizó una vivisección. Alguien de nombre Leonardo fue el desafortunado, 53
y el argumento que lo puso en tan desfavorable situación fue que los síntomas le resultaban insoportables. La anestesia se evitó en la medida de lo posible para no alterar su funcionamiento corporal. Se centraron en los mismos órganos que la vez anterior. Después de siete días de arduos procedimientos (que seguramente fueron días de agonía para Leonardo), también se declaró un intento fallido. Cuando terminé de leer el libro, que no pasaba de las ciento veinte páginas, deseé no haberlo encontrado. No pude evitar pensar en que seguramente las extirpaciones habían sido numerosas y que sus registros se habían perdido o habían sido censurados. Tampoco pude evitar ceder ante el pensamiento que me había acechado desde que leí las primeras páginas y que se veía favorecido por mi reciente escepticismo radical: ¿y si el lenguaje es realmente un parásito?, ¿y si este yo ajeno no es más que la prueba definitiva que hay algo dentro de mí que no soy yo y que a la vez dirige mi vida?, ¿y si las proyecciones de nada de la noche anterior no son más que destellos de la realidad que el parásito que habita dentro de mí no me deja percibir? No pude evitar la náusea, ni los escalofríos, ni el dolor de cabeza. Tampoco pude evitar el miedo; el cuarto episodio había comenzado. La inquietud fue el mayor síntoma en esta ocasión, pues necesitaba con urgencia que alguien me dijera si lo que pensaba era correcto, que alguien normal me dijera en ese instante si lo que concebía era verdadero. Necesitaba saber si el producto de lo que la humanidad era y yacía dentro de mí era provocado por otro animal que había guiado todo lo que soy. Por un momento me tranquilicé pensando que nada haría que dejase de ser Q. 4891, pero creí desfallecer al darme cuenta de que todo el conglomerado de cosas que era y que había sido se encerraba dentro de un nombre: ¿qué es un nombre sino una palabra? Quise gritar. Necesitaba saber con urgencia qué estaba 54
pasando. No pude evitar pensar que cada palabra de ese diálogo interno era producto del parásito, o parásitos, tal vez; que entre más compleja era una palabra más alto era su estadio y entre más cortas y esenciales como las preposiciones eran apenas estadios larvarios. El estado de intranquilidad se agravó a causa de una conjetura: si el parásito del lenguaje era un animal sumamente complejo, capaz de crear una realidad artificial, quizás el que yace dentro de mí sea consciente de que sé la verdad. Desde hace mucho tiempo es sabido que los parásitos tienden a sabotear a los organismos en los que se alojan con la finalidad de sobrevivir: el parásito toxoplasmosis gondii induce a los ratones a tener actitudes descuidadas para que los gatos puedan verlos y cazarlos; el motivo es que los gatos son los hospederos necesarios para su maduración. Del mismo modo, no pude evitar pensar en como el olor corporal de una persona infectada de malaria se ve modificado a causa del plasmodium para atraer a los moscos y seguir propagándose. Esos casos me hicieron pensar en las lagunas de información que hay acerca de las personas que siguieron la idea de Al. Mar. y en los insoportables síntomas de Leonardo. En ese momento esas ideas me resultaron plausibles porque parecían la respuesta a mis episodios. Inclusive podría ser la respuesta a mi deplorable estado actual. Creo que moriré o, mejor dicho, creo que me asesinarán (en estos casos la incógnita de si se trata de un suicidio o de un homicidio carece de respuesta). Permítanme explicarme: justo ahora estoy padeciendo el cuarto episodio. El estado de intranquilidad me arrojó a la calle nuevamente. Una vez ahí, mi intención fue firme y sencilla: tratar de conversar con alguien. Supongo que dentro de mí intentaba olvidar todo lo que había estado sucediendo, pero me fue imposible. Y no me fue imposible debido a la ya de por sí difícil 55
tarea de conversar con alguien que no conoces, me fue imposible porque no entendía las palabras sonoras. Estuve de pie en una esquina por un tiempo indefinido que me pareció una eternidad y eso me dio la oportunidad de escuchar varios diálogos sin entender nada. Ni siquiera podía distinguir las palabras. Ni siquiera pude descifrar si es que había alguna porque esos sonidos eran tan aleatorios que carecían de un patrón. Tampoco pude distinguir adecuadamente la realidad. Mientras caminaba casi me atropellaron en dos ocasiones y en ambos casos no vi ningún automóvil. Si averigüé lo sucedido fue por las expresiones anonadadas en los rostros de la gente, y porque algunas personas se me acercaron con expresiones preocupadas y me dijeron algo inentendible que solo me desconcertó más. A lo lejos vi un letrero que sobresalía con el anuncio «Hotel» y eso me dio esperanza, porque significaba que aún entendía las palabras escritas. Decidí entrar mientras todo mejoraba; además de que, gracias a la practicidad de la automatización, no tendría que hablar con nadie para hacer la reservación (supongo que no puedo hablar, no lo sé). No obstante, al entrar en el hotel me di cuenta de un nuevo síntoma. Elegí una habitación de fumadores rápidamente para, acto seguido, tomar el elevador. En ese momento fui espectador de cómo mi cuerpo se dirigía a estrellarse contra el espejo de la pared. Con mucho esfuerzo logré detenerme. También con mucho esfuerzo salí del elevador en el piso indicado, puesto que no podía liberarme de una extraña pesadez. Desde que entré en la habitación prendí uno de los cigarros de la máquina y me senté a escribir esto. Me hubiera gustado ser más detallado, pero no sé cuánto tiempo me queda antes de que la escritura, al igual que las palabras sonoras y la realidad, me sea inaccesible. Ni siquiera sé si moriré antes de perderla. Adivino que moriré. Lo sé porque mientras escribo todo esto el cigarro que prendí ha empezado a consumir parte de la alfombra (al ser una habitación para 56
fumadores no hay alarma de humo) y porque el balcón de este piso, el piso veinte, me parece muy tentador. No hace falta decir que yo no fumo. Tampoco hace falta decir que no planeaba morir hoy, pero esto que se llama vida me parece tan confuso y eso que se llama muerte me parece tan sinsentido que no me preocupa. Tal vez todo lo que queda del yo anterior a la lectura del libro son estas palabras que ni siquiera sé si son mías o no.
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e-book editado por la Embajada de la República de Polonia en México, CDMX 2022
Proyecto gráfico y edición: Zofia Ziółkowska, Agregada Cultural de la Embajada de la República de Polonia en México
Página web: www.gov.pl/mexico Facebook: Embajada de Polonia en México Twitter: PLenMéxico ISSUU: Embajada de Polonia en México
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